17
En Cadogan House, los sirvientes habían estado preparando a toda prisa pequeños regalos para Anna. Al día siguiente, cuando llegaron, los seis miembros del servicio que todavía trabajaban en la casa saludaron a Anna con cariño y emoción. La señora Carruthers, tal como siempre solía hacer por Navidad, preparó la comida para todos. Después de que Anna abriera todos los regalos, se sentaron en la cocina y disfrutaron del ganso con la guarnición tradicional. Al final de la comida, Nancy se puso en pie y mostró con orgullo la brillante piedra preciosa que lucía en el dedo anular de la mano izquierda.
—Me gustaría anunciaros que Sam y yo… Bueno, hemos decidido casarnos.
La noticia merecía un brindis, y Sam bajó a la bodega en busca de una botella de oporto con la que celebrarlo.
Después de que todos y cada uno de los comensales ayudaran a recoger la cocina, Nancy, con los ojos centelleantes, propuso que subieran al salón y jugaran a las adivinanzas.
—¡Oh, s-sí! —exclamó Anna dando palmadas—. Me encantan las adivinanzas. ¡Vamos!
—¿De verdad le parece buena idea que nos dediquemos a divertirnos en el salón de los señores? —preguntó Mary a la señora Carruthers mientras subían la escalera que conducía a la planta baja.
—¿Quién nos lo va a impedir? —repuso ella con un resoplido, un poco achispada por la ginebra y el oporto—. Además, la señorita de la casa está con nosotros, y ella nos ha invitado, ¿verdad, Anna?
A las ocho en punto, después de haber estado jugando a las adivinanzas a voz en grito, todos bajaron a la cocina exhaustos y satisfechos.
La señora Carruthers se volvió hacia Mary.
—¿Anna y tú os quedaréis a pasar la noche aquí?
—Pues no había pensado en eso —respondió Mary con sinceridad.
—Bueno, ¿por qué no la llevas a su habitación y luego bajas a charlar conmigo un rato? Prepararé una buena taza de té.
Mary estuvo de acuerdo y acompañó a la cansada Anna a la planta superior para acostarla en su antiguo dormitorio.
—¡Qué día tan bonito! ¡Ha sido una de las m-mejores Navidades de mi vida! —dijo Anna con un suspiro de placer mientras Mary la arropaba.
—Me alegro de oírlo, cielo. La verdad es que yo tampoco me lo esperaba así. Buenas noches, que duermas bien.
—Buenas noches, Mary. ¿Mary?
—Dime, cielo.
—Tú, y Nancy, y Sam, y la señora Carruthers… sois mi f-familia, ¿verdad?
—Me gustaría creer que sí, cielo, me gustaría creer que sí —respondió Mary en voz baja mientras salía de la habitación.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer con la jovencita que tenemos arriba? —preguntó la señora Carruthers a Mary cuando esta se sentó a la mesa de la cocina y dio un sorbo de té.
—La verdad es que no lo sé —respondió Mary.
—Está claro que lo que deberíamos hacer es enviar un telegrama al señor y la señora Lisle, y explicarles que Anna se ha presentado aquí.
—Sí, eso sería lo correcto —convino Mary—. Pero, verá, la cuestión es que le he prometido a Anna que no tendría que regresar nunca más a la escuela. Me preocupa que si la llevamos allí a la fuerza, vuelva a escaparse.
—Tienes razón —admitió la señora Carruthers—. Tienes razón. A lo mejor podemos hablar con el señor y explicarle lo infeliz que se siente Anna en la escuela, a ver qué idea nos da.
—¿Y cómo conseguiremos evitar que la señora se interponga? —Mary alzó los ojos al techo.
—Solo podemos esperar tener suerte y conseguir hablar con el señor. ¿Puedes enviarle un telegrama directamente?
—Aunque la señora Lisle no lo intercepte, él se lo comentará. Y ella ordenará que Anna regrese a la escuela lo antes posible.
—En ese caso, no sé cuál es la solución —dijo la señora Carruthers con un suspiro—. Finalmente, a la pobre niña la han acabado abandonando todos los que habían prometido protegerla. Y no me siento con fuerzas para ver qué ocurre de nuevo.
—Ya lo sé. Yo tampoco soy capaz de abandonarla. —Mary dio otro sorbo de té y respiró hondo—. Me ha contado que los niños se ríen de ella y que todos los profesores hacen la vista gorda. Dice que, desde que todos saben que es huérfana, no paran de burlarse de su tartamudeo. ¿Qué puedo hacer para ayudarla? —imploró Mary.
—Esta noche no se me ocurre nada, querida; de verdad que no. Pero yo también le tengo cariño a Anna y lo último que quiero es verla sufrir, pobrecilla. Te diré lo que podemos hacer: vámonos a dormir y mañana pensémoslo todos juntos para ver qué se nos ocurre.
—Sabe que haría cualquier cosa para protegerla, ¿verdad? —dijo Mary.
—Sí, Mary —respondió la señora Carruthers—. Lo sé.
Esa noche, Mary no consiguió conciliar el sueño. Se dedicó a pasearse por la habitación, tratando de decidir qué medidas podía tomar para proteger a Anna. Deseaba con todas sus fuerzas evitarle aquello, pero la niña, a pesar de lo que el instinto y las emociones le decían, no era suya y no podía llevársela.
¿O sí?
A las seis de la mañana del día siguiente, Mary estaba en la cocina. La señora Carruthers se reunió con ella entre bostezos. Prepararon té y volvieron a sentarse a la mesa.
—He estado pensando…
—Me imaginaba que lo harías, Mary. Yo también, pero no se me ha ocurrido gran cosa que digamos.
—Bueno, puede que a mí, pero tengo que preguntarle sobre algunos detalles…
Cuarenta minutos más tarde, tomaban la tercera taza de té.
La señora Carruthers, con las manos sudorosas a causa de los nervios, suspiró.
—Comprendo lo que me propones, Mary, pero supongo que sabes que la cosa va para largo, ¿verdad, muchacha? Y estarías cometiendo un delito, eso seguro. Si sale mal, puedes acabar entre rejas.
—Ya lo sé, señora C, pero es lo único que se me ocurre para proteger a Anna. Y confío en que usted nunca dirá ni una palabra de esto.
—Sabes que puedes contar conmigo, querida. Le tengo tanto cariño como tú a esa preciosidad.
—Una pregunta más: la primera vez que el señor trajo a Anna a la casa, ¿mencionó en algún momento su partida de nacimiento?
—No, nunca dijo nada sobre eso —confirmó la señora Carruthers.
—¿Hay algo, cualquier cosa, que indicara quién era el bebé y de dónde procedía?
—Bueno, ¿recuerdas que en aquel momento te dije que el señor Lisle había traído una pequeña maleta? Dijo que era de la madre de la pequeña y que debía guardarla hasta que la mujer acudiera a recoger a la niña.
—¿Dónde está?
—Sigue en el desván, supongo. La madre no ha aparecido nunca por aquí, ¿verdad? —La señora Carruthers se encogió de hombros.
—¿Cree que haría mal si subo a ver si todavía está allí? —preguntó Mary.
—Bueno, si eso te da alguna pista sobre la procedencia de Anna, no veo que tenga nada de malo. ¿Quieres que le pida a Sam que suba al desván y mire si la encuentra?
—Si a usted le parece bien, sí, señora C. Mientras tanto, tal como hemos hablado, necesito que busque algo que me muestre la caligrafía y la firma de Elizabeth Lisle. Y también me hará falta una hoja de papel timbrado donde escribir la carta.
—Todo esto va en serio, ¿verdad, Mary? Lo tienes más claro que yo —dijo la señora Carruthers con un suspiro—. Iré a buscar el preciado libro de contabilidad de la señora Lisle, el que me quitó para anotar las cosas ella misma porque decía que yo no lo hacía con suficiente rigor.
Por la tarde, Mary regresó con Anna a la casa donde se hospedaba. Cuando la niña se hubo quedado dormida, Mary se sentó frente al escritorio y escribió borradores de la carta para adquirir práctica. Dio gracias a Dios por haber pasado tantas horas de su infancia copiando pasajes de la Biblia para perfeccionar la caligrafía y la ortografía. Mary también había reparado en que, según el libro de cuentas, el pago correspondiente al siguiente trimestre escolar se había efectuado justo antes de que la señora Lisle partiera hacia Bangkok.
Cuando se sintió lo bastante segura, cogió la pluma que la señora Carruthers había tomado del escritorio de Elizabeth Lisle y empezó a escribir.
Al cabo de tres días, después de pasar las vacaciones con su hermana en Jersey, Doreen Grix, la directora de la escuela de Anna, se sentó y echó un vistazo al correo.
Cadogan House
Cadogan Place
Londres, SW1
26 de diciembre de 1928
Querida señora Grix:
Por desgracia, mi viaje a Bangkok se ha retrasado hasta después de Navidad a causa del fallecimiento de un familiar. Y cuál ha sido mi sorpresa cuando mi pupila, Anna, se ha presentado en la puerta de casa. Es obvio que la niña ha sufrido mucho al estar separada de mi marido y de mí, así que hemos decidido que me acompañe a Bangkok y se eduque allí. Comprendo que, de todos modos, tendremos que satisfacer la siguiente cuota; de hecho, como la suma ya se ha pagado, considero que podemos dar el tema por zanjado. Por favor, envíeme todo el correo a mi dirección de Londres, a la atención de la señora J. Carruthers, el ama de llaves; ella me lo hará llegar a Bangkok.
Atentamente,
ELIZABETH LISLE
Doreen Grix no lamentó la pérdida de la niña. Anna Lisle había resultado ser una pequeña muy extraña que no se había adaptado a la escuela. Y encima tenían que encargarse de ella durante las vacaciones.
La directora guardó la carta en el cajón del escritorio y, efectivamente, dio el tema por zanjado.
Unos cuantos días después, cuando todos los sirvientes marcharon de la casa para ocupar sus nuevos puestos de trabajo, a excepción de la señora Carruthers, Mary dejó a Anna con Sheila y regresó a Cadogan House. Le había explicado a la niña que iba a viajar hasta Kent para visitar a la directora de la escuela y explicarle que no iba a volver allí.
Mary encontró a la señora Carruthers en la planta superior, haciendo fardos con la ropa de cama.
—He venido a despedirme —dijo.
La señora Carruthers se enjugó el sudor de la frente y se incorporó.
—Así, ¿has decidido seguir adelante?
Mary asintió.
—Sí, no veo que tenga ninguna otra opción.
—No… Pero debes ser consciente de los riesgos que corres. ¿Sabe Anna que jamás podrá regresar a Cadogan House?
—No, no lo sabe. —Mary, nerviosa, exhaló un suspiro—. ¿Cree que hago mal?
—Mary, en esta vida a veces tenemos que dejarnos guiar por el corazón. Y… todo cuanto puedo decirte es que ojalá de joven yo también lo hubiera hecho. —La señora Carruthers miró por la ventana con el semblante demudado por el repentino dolor que le provocaban los recuerdos—. En una ocasión hubo un caballero a mi lado, ¿sabes?, y también tuve un bebé. El caballero se esfumó y tuve que ponerme a trabajar, así que di al bebé en adopción. Todavía no hay día que no me arrepienta de la decisión que tomé.
—Oh, señora C, lo siento mucho, no tenía ni idea…
—No, claro; no podías saberlo porque nunca te lo había contado —respondió ella al momento—. Me he dado cuenta de que el amor que sientes por Anna es el de una auténtica madre. Y, en mi opinión, lo que estás haciendo es por su bien, lo cual no significa que también vaya a beneficiarte a ti. Si te descubren…
Mary asintió con estoicismo.
—Ya lo sé.
—Sabes que yo no te delataré nunca, ¿verdad, querida?
—Sí, lo sé.
—Pero debes comprender que cuando lleves a cabo tus planes no podremos volver a vernos. Podrían considerarme cómplice del robo de una niña, y no estoy dispuesta a pasar los últimos años de mi vida entre rejas.
—Claro —respondió Mary—. Lo comprendo. Muchas gracias. —Mary dio un espontáneo abrazo a la señora Carruthers.
—No me des más las gracias porque acabaré llorando; acabaré llorando. Lo mejor que puedes hacer es marcharte ahora mismo.
—Sí.
—Buena suerte —gritó la señora Carruthers cuando Mary llegó a la puerta.
Mary asintió y salió de la casa mientras se preguntaba por qué toda su vida estaba salpicada de dolorosos y definitivos adioses.
La señora Carruthers regresó dentro para servirse un té recién hecho, y entonces reparó en la pequeña maleta de cuero que había en el recibidor, junto a la puerta trasera. Salió enseguida, pero el camino de las caballerizas estaba desierto y no vio rastro de Mary.
—Bueno, demasiado tarde —se dijo. Recogió la maleta y se dispuso a guardarla de nuevo en el desván.
Mary llegó a la estación de Tunbridge Wells al cabo de dos horas. Se apeó del tren y pidió indicaciones para dirigirse a la oficina de correos más cercana. Recorrió a pie la corta distancia hasta allí, entró y aguardó con paciencia en la cola mientras trataba de controlar los fuertes latidos de su corazón. Cuando le llegó el turno, se acercó al mostrador y habló a la joven apostada detrás con su mejor acento inglés.
—Deseo enviar un telegrama a Bangkok. Esta es la dirección, y aquí tiene el mensaje.
—Muy bien, señorita —respondió la joven, echando un vistazo a la tabla de precios—. A Bangkok son seis chelines y seis peniques.
—Gracias. —Mary reunió el dinero necesario y lo depositó sobre el mostrador—. ¿Puede decirme cuándo llegará?
—Esta noche como muy tarde. Siempre enviamos los telegramas al final de la jornada.
—¿Y cuándo es posible que obtenga la respuesta?
La joven la miró con extrañeza.
—Cuando el destinatario guste de enviarla. Venga mañana por la tarde, es posible que para entonces hayamos recibido algo.
Mary asintió.
—Gracias.
Pasó la noche en una pequeña pensión del centro de la ciudad. Ni siquiera salió del dormitorio para cenar, en parte porque no tenía apetito pero también porque era muy importante no dejarse ver mucho por allí. Fueron unas horas interminables que Mary ocupó en sopesar lo que había hecho y en preguntarse si tenía la cabeza en su sitio.
Sobre el papel, había cortado de raíz la vida de la niña a la que tanto amaba. O, por lo menos, las opciones de que la viviera bajo la protección de una familia adinerada.
Sin embargo, el instinto le decía que Anna tenía escasas posibilidades de recibir muestras de cariño tanto del tutor que había prometido protegerla como de la mujer que se había casado con él y que tenía celos de la niña. Además, faltaban cinco años para que regresaran. Cinco años durante los que, si ella no tomaba partido, Anna pasaría el resto de su infancia sola y abandonada en un lugar que detestaba. Y costara lo que costase, fuera lo que fuese lo que tuviera que sacrificar si la descubrían, merecía la pena correr el riesgo. De hecho, a la mañana siguiente, mientras iba camino de la oficina de correos con el corazón aporreándole el pecho, pensó que el éxito del plan se basaba por completo en su convencimiento de que la repentina pérdida de Anna supondría para los Lisle un alivio más que una desgracia.
Elizabeth Lisle entró en el despacho de su marido con el telegrama en la mano. Antes de hacerlo, se aseguró de mostrar una expresión apropiada de sorpresa y pesadumbre.
—Querido… —se acercó a él—, me temo que hemos recibido muy malas noticias.
Lawrence Lisle, agotado tras tener que soportar una noche más el implacable calor de Bangkok, cogió el telegrama que Elizabeth le tendía. Lo leyó en silencio y hundió la cabeza en las manos.
—Ya lo sé, querido, ya lo sé. —Elizabeth le posó la mano en el hombro para reconfortarlo—. Es una tragedia horrible.
—Mi Anna… Mi pobre pequeña… —La pena y la culpabilidad lo asaltaron y arrasaron sus ojos en lágrimas—. Tengo que regresar de inmediato, por supuesto. Los preparativos para el funeral…
Elizabeth lo abrazó en silencio mientras lloraba.
—Le he fallado, Elizabeth. Le prometí a su madre que cuidaría de ella. Hice mal dejándola en Inglaterra, tendría que haber venido con nosotros.
—Querido, yo siempre he tenido claro que la niña estaba delicada de salud. Se la veía tan pálida y delgada, y con ese horrible defecto en el habla. Verdaderamente, es una pena que en la escuela hayan sufrido una epidemia de gripe, y que no haya tenido la fortaleza suficiente para superarla. Pero con lo débil que era, es muy probable que, de haberla traído aquí, hubiera contraído alguna enfermedad tropical.
—Pero al menos habría estado con las personas que la querían, no sola en una escuela en el quinto pino —se quejó Lawrence.
—Lawrence, te aseguro que no te habría propuesto traspasar la tutela de Anna a ningún centro que no creyera que iba a ofrecerle la mejor atención posible —lo reprendió Elizabeth—. Como dice el telegrama, la directora le tenía mucho cariño a Anna.
—Discúlpame, querida —se apresuró a decir Lawrence—. Ni estaba insinuando que la culpa fuera tuya. En absoluto. —Negó con la cabeza—. El culpable soy yo. Y ahora Anna está muerta… No sé si seré capaz de superarlo. Tengo que partir a Inglaterra lo antes posible. Lo mínimo que puedo hacer es organizar el funeral y asistir a él. Estar con ella en el momento de su muerte, ya que le fallé en vida.
—En serio, querido, no deberías torturarte. Has hecho por ella lo que muchos otros no habrían hecho. La apartaste de la desgracia, le diste un hogar, amor y atención, y la trataste como a tu propia hija durante diez años. —Elizabeth se arrodilló junto al sillón y tomó las manos de Lawrence entre las suyas—. Lawrence, debes saber que es imposible que asistas al funeral de Anna. Hay cosas que no pueden aguardar las seis semanas que tardarías en llegar a Inglaterra. Anna merece recibir cristiana sepultura lo antes posible y descansar en paz. La directora se ha ofrecido a arreglarlo todo en nuestro lugar. Y, por el bien de Anna, debemos aceptar su ayuda.
Lawrence terminó por asentir.
—Sí, claro, tienes razón —convino con tristeza.
—Me encargaré de enviar un telegrama en tu nombre —dijo Elisabeth con amabilidad—. A lo mejor, si tienes alguna idea sobre donde deberían enterrar a Anna, podría decírselo a la directora. Ella habla de una iglesia local que le parece apropiada. A menos que tengas alguna otra sugerencia.
Lawrence miró por la ventana del consulado y suspiró.
—Ni siquiera sé qué fe profesaba. En aquel momento, no se me ocurrió preguntarlo. Hay tantas cosas que debería haber preguntado… De acuerdo; lo que propone la directora me parece bien —dijo finalmente, aturdido.
—Entonces le responderé enseguida dándole las gracias por su amabilidad y pidiéndole que lleve a cabo los trámites oportunos.
—Gracias, querida.
—Ah, Lawrence, hay una cosa que debo decirte. —Elizabeth hizo una pausa mientras tomaba una decisión para sus adentros—. Pensaba esperar un poco más, pero dadas las circunstancias es posible que sirva de ayuda. —Se puso en pie—. Querido, dentro de siete meses tendremos un niño nuestro.
Lawrence se quedó mirando a su esposa mientras se esforzaba por apartar la tristeza y mostrar alegría en su lugar. Deseaba muchísimo tener un hijo.
—Bueno, ¡es una noticia estupenda! ¿Estás segura?
—Sí.
Él se puso en pie y la rodeó con los brazos.
—Perdóname, estoy desbordado. Son demasiadas emociones para asimilarlas todas juntas.
—Lo comprendo. Pero he pensado, querido, que podía servir para mitigar el dolor por la terrible noticia.
—Sí, sí… —musitó Lawrence mientras acariciaba el pelo de su esposa—. Y tal vez, si es una niña, podríamos llamarla Anna, igual que la pequeña que acabamos de perder.
—Claro, querido. —Elizabeth le ofreció una sonrisa tensa—. Si es lo que quieres, así se hará.
Mary cogió el telegrama que la joven le tendía desde detrás del mostrador. Le temblaban las manos cuando salió del edificio y se sentó en el primer banco para leerlo. Todo, absolutamente todo, dependía de esa respuesta.
QUERIDA SEÑORA GRIX (STOP) HEMOS RECIBIDO CON GRAN TRISTEZA LA NOTICIA DE LA PREMATURA MUERTE DE ANNA (STOP) COMO RESULTA IMPOSIBLE QUE MI MARIDO O YO REGRESEMOS PARA ORGANIZAR EL FUNERAL AGRADECEREMOS MUCHO SU AYUDA (STOP) SU PROPUESTA NOS PARECE BIEN Y POR FAVOR INFÓRMENOS DE LOS GASTOS (STOP) LE AGRADECEMOS SU AMABILIDAD Y SU CONSIDERACIÓN HACIA ANNA (STOP) ELIZABETH LISLE (STOP)
Mary soltó un pequeño grito de alivio. Aunque tenía muchas dudas de que Lawrence y Elizabeth Lisle decidieran dejarlo todo y embarcarse rumbo a Inglaterra, siempre cabía la posibilidad de que lo hicieran. Sacó el lápiz y escribió el borrador de la respuesta en el reverso del telegrama. Había unos cuantos cabos sueltos que era imprescindible atar. Siempre le habían encantado los libros de Sherlock Holmes, y de ellos había aprendido que en circunstancias así lo más importante era prestar atención a los detalles. Diez minutos más tarde, regresó a la oficina de correos y entregó la respuesta a la joven del mostrador.
—Dentro de unos días vendré a ver si han respondido —dijo Mary mientras contaba los chelines y los entregaba a la chica.
—Ya sabe que podemos pedir que se la envíen a casa si lo prefiere —comentó la joven.
—Es que… estoy a punto de mudarme y no me sé de memoria la dirección nueva —respondió Mary con rapidez—. De todos modos, no es ninguna molestia pasar a recogerla.
—Como desee. —La chica se encogió de hombros y se dispuso a atender al siguiente cliente.
Mary salió de la oficina de correos preparándose para empezar una nueva vida al lado de su querida Anna.
Elizabeth Lisle entró en el despacho de su marido con el telegrama de respuesta.
—La señora Grix se encargará de organizar todo lo de Anna. Dice que no tenemos que pagar nada por el funeral puesto que ya habíamos ingresado la cuota del siguiente trimestre. Si sobra dinero, nos lo devolverá. Las exequias se celebrarán dentro de una semana y luego nos informará del lugar exacto en el que Anna está enterrada, para que podamos ir a visitar la tumba cuando regresemos a Inglaterra. También se encargará de enviar el certificado de defunción de Anna a Cadogan House.
—El certificado de defunción… Pobre niña. Yo…
Lawrence vio que su esposa se tambaleaba un poco y corrió a su lado de inmediato.
—Querida, comprendo el trastorno que todo esto debe de haber supuesto para ti, sobre todo dadas las circunstancias. —La ayudó a sentarse en una silla y le cogió la mano—. Las cosas no tienen vuelta atrás, y, tal como bien dices, hice todo lo que pude por Anna. Ahora debo pasar página y no importunarte más hablando de eso. Y… —añadió señalando el vientre de su esposa— pensar en la vida, no en la muerte.