14

Anna estaba a punto de cumplir tres años, y el pelo le había crecido hasta convertirse en una melena negra y reluciente que contrastaba con su piel de marfil. Andaba de un lado a otro de la habitación con paso vacilante pero sin caerse, y tenía embelesadas a todas las personas de la casa con su encanto natural. Incluso a Lawrence Lisle le gustaba que Mary llevara a la niña a verle al salón para que le mostrara lo bien que hacía la reverencia que ella misma le había enseñado.

Por algún motivo, Anna sabía de forma instintiva que el extraño que de vez en cuando requería su presencia era importante en su vida. Mary tenía la impresión de que Anna hacía todo lo posible por conquistarlo; siempre le ofrecía la mejor sonrisa y extendía los brazos ante él para que la abrazara.

A pesar de los progresos en su desarrollo físico, Anna no hablaba bien, aunque lo cierto es que producía sonidos repetidos y articulaba algunas palabras, por lo que Mary trató de no preocuparse.

—¿Qué tal está progresando con el habla? —preguntó Lawence Lisle un día que Mary había bajado a verlo con Anna al salón.

—Despacio, señor; pero según mi experiencia, cada niño evoluciona a un ritmo distinto.

Cuando llegó el momento de marcharse, Anna le echó los brazos al cuello al señor Lisle.

—Dime «adiós», Anna —le pidió.

—A-adiós —consiguió articular Anna.

Lawrence Lisle arqueó las cejas.

—Vuelve a decirlo, Anna; vamos, pórtate bien.

—A-ad-diós —dijo la pequeña para complacerle.

—Hum… Mary, me parece que Anna es tartamuda.

—No, no puede ser —dijo Mary nerviosa, tratando de quitarle importancia. El señor estaba expresando lo que también ella se temía—. Lo que pasa es que aún está aprendiendo a pronunciar.

—Bueno, la experta en niños eres tú, pero yo estaría pendiente de ella.

—Sí, señor. Lo estaré.

Como no podía ser de otro modo, durante los meses siguientes, a medida que Anna fue aprendiendo palabras nuevas, la tartamudez se hizo demasiado evidente para considerarla un mero producto de la etapa evolutiva. A Mary le preocupaba mucho, y pidió consejo en la cocina.

—Me parece que no hay nada que hacer —dijo la señora Carruthers, encogiéndose de hombros—. Intenta que la pequeña no hable mucho delante del señor, ya sabes que a los aristócratas no les gusta que sus hijos tengan defectos. Puesto que Anna es lo más parecido a una hija para el señor, yo trataría de ocultárselo siempre sea posible.

Mary no se desanimó. Fue a la biblioteca del barrio y encontró un libro que trataba del problema. En él leyó que cualquier situación que pusiera nerviosa a Anna empeoraría el tartamudeo. Y que, como principal cuidadora de la niña, debía asegurarse de articular bien para que Anna se fijara en el sonido de las palabras y lo imitara lo mejor que supiera.

En la cocina se reían de Mary al oír que le hablaba a Anna despacio, exagerando la pronunciación, y que animaba al resto del personal a hacer lo mismo.

—Al final, si no tienes cuidado, conseguirás que, además de tartamudear, la niña hable con una mezcla de acento irlandés y del East End —bromeó la señora Carruthers—. Yo de ti la dejaría tranquila, y que la naturaleza siga su curso.

Pero Mary no estaba dispuesta a ello y se esforzó mucho con la niña. Aun así, hizo caso a la señora Carruthers y le enseñó a guardar silencio delante del señor, con la esperanza de que sus graciosos ademanes y su encanto natural encubrieran el problema, mientras trabajaban en la pronunciación del vocabulario básico que Anna necesitaba para comunicarse con él.

Varias veces el señor Lisle hizo comentarios sobre el relativo silencio de Anna, pero Mary siguió quitándole importancia.

—¿P-por qué no puedo hablar c-con él, M-Mary? —preguntó la pequeña en voz baja cuando Mary la llevaba del salón a su habitación.

—Todo llegará, cielo, todo llegará —la tranquilizó.

Sin embargo, parecía que Anna había ideado un método propio para comunicarse con su tutor.

Al cabo de un mes, tras haber pasado media hora juntos, Mary llamó a la puerta del salón para recoger a Anna.

—Adelante.

Mary abrió la puerta y encontró a Lawrence Lisle de pie junto a la chimenea con toda la atención puesta en Anna, que se movía por la habitación al compás de la música que él había puesto en el gramófono.

—Mira cómo baila… Lo hace de maravilla. —Lo dijo con un hilo de voz mientras la contemplaba cautivado—. Da la impresión de que Anna sabe por instinto lo que tiene que hacer.

—Sí, le encanta bailar. —Mary observó orgullosa a la pequeña mientras ella, perdida en su propio mundo, trazaba ágiles piruetas por el salón.

—Puede que le cueste más de lo normal comunicarse con palabras, pero mira cómo se expresa con el cuerpo —comentó Lawrence.

—¿Qué música ha puesto, señor? Es preciosa —opinó Mary mientras observaba a la niña estirarse, flexionarse y girar.

—Es La muerte del cisne, un ballet de Fokine. Una vez lo vi en el teatro Kírov, en San Petersburgo… —Exhaló un suspiro—. Nunca había visto nada tan bello.

La música tocó a su fin y la aguja siguió dando vueltas sobre el vinilo mientras en la habitación solo se oían los crujidos de este.

Lawrence Lisle apartó de si los recuerdos.

—Bueno, vamos a ver: Anna, bailas muy bien. ¿Te gustaría ir a clases de ballet?

La pequeña apenas comprendía lo que le preguntaban, pero asintió.

Mary la miró nerviosa, y luego miró a Lawrence.

—¿No le parece que es un poco pequeña para asistir a clases de ballet, señor?

—En absoluto. En Rusia empiezan justo a esa edad. Conozco a muchos emigrantes rusos que ahora viven en Londres. Les preguntaré por una buena profesora para Anna y te lo comunicaré.

—Muy bien, señor.

—L-le quiero, s-señor Lisle —dijo Anna sin que él lo esperara, y lo obsequió con una radiante sonrisa.

Lawrence Lisle se quedó descolocado ante la espontánea expresión de afecto de su pupila, y Mary aprovechó el momento para coger a la niña de la mano y dirigirse a la puerta antes de que pudiera decir nada más.

—Mary, me pregunto si resulta apropiado que mi pupila me llame «señor Lisle». Me parece… demasiado formal.

—Bueno, señor, ¿tiene alguna sugerencia? —preguntó Mary.

—Tal vez «tío» sería más apropiado dadas las circunstancias, ¿no? A fin de cuentas, soy su tutor.

—Me parece perfecto, señor.

Anna se volvió hacia él.

—B-buenas noches, tío —dijo, y las dos se marcharon de la habitación.

Lawrence Lisle fue fiel a su palabra y al cabo de unas semanas Mary se encontró en un estudio muy iluminado y lleno de espejos en una casa llamada The Peasantry, situada en King’s Road, en Chelsea. La profesora, una tal princesa Astafieva que era muy delgada, llevaba turbante, fumaba un Sobranie con boquilla y lucía una falda de seda multicolor que arrastraba tras de si al caminar, tenía un aspecto apropiadamente exótico y un poco tirante.

Anna asió la mano de Mary con más fuerza. Su pálido rostro aparecía contrito y aterrado ante la extraña mujer.

—Mi buen amigo Lawrence me ha dicho que esta niña sabe bailar —dijo con un extraño acento.

—Sí, señora —respondió Mary nerviosa.

—Entonces pondremos música y veremos cómo reacciona. Quítate el abrigo, niña —ordenó con su peculiar deje a la vez que indicaba a la pianista que empezara a tocar.

—Baila igual que lo haces delante del tío —susurró Mary a Anna, y la empujó hacia el centro de la tarima. Por un instante dio la impresión de que Anna fuera a romper a llorar. Sin embargo, cuando la bella melodía le llegó a los oídos, empezó a balancearse y a mover el cuerpo con la gracilidad de siempre.

Al cabo de dos minutos, la princesa Astafieva golpeó con el bastón la tarima de la sala de baile y la pianista dejó de tocar.

—Ya he visto bastante. Lawrence tiene razón. La niña sigue el ritmo de la música de forma natural. La acepto. Traerá a Anna todos los miércoles a las tres.

—Sí, señora. ¿Podría decirme qué ropa necesitará?

—De momento, nada, solo el cuerpo y los pies descalzos. Bueno, hasta entonces. —La princesa Astafieva hizo una inclinación con la cabeza y desapareció de la sala.

Para conseguir que Anna asistiera a la siguiente clase de ballet Mary tuvo que confeccionarle un vestido rosa con la falda de tul y prometerle que luego irían a Sloane Square a tomar un té con pastas.

También el resto del personal se había escandalizado ante la ocurrencia de Lawrence Lisle.

—¡Quiere que aprenda a bailar antes que a andar y a hablar bien! —dijo la señora Carruthers con las cejas arqueadas—. Pasar tanto tiempo en Rusia lo ha trastocado. No para de poner esa música tan deprimente en el gramófono una y otra vez. Va de un cisne que se muere o algo así.

Sin embargo, cuando Mary fue a recoger a Anna después de la primera clase, la niña sonreía. Mientras tomaban el té con pastas, tal como le había prometido, le explicó que había aprendido a poner los pies de una forma muy divertida, como un pato. Y dibujó en el aire distintas posiciones con los brazos.

—No es ninguna b-bruja, Mary.

—¿Seguro que quieres volver? —preguntó Mary para asegurarse.

—Sí, sí, c-claro que quiero volver.

En la primavera de 1926, Anna celebró su octavo cumpleaños. Lawrence Lisle no sabía con exactitud cuál era la fecha de su nacimiento, así que se inventó una a mediados de abril.

Mary miró con orgullo a Anna mientras cortaba el pastel que el señor le había comprado. La niña vibraba de emoción al abrir el regalo del tío, y en el interior del paquete descubrió un par de zapatillas de satén rosa.

—G-gracias, tío. Son muy bonitas. ¿M-me las puedo poner? —preguntó Anna.

—Cuando te termines el pastel. No queremos que se manchen de chocolate, ¿verdad? —la reprendió Mary con un centelleo en la mirada.

—Estoy completamente de acuerdo, Mary. A lo mejor un poco más tarde podrías venir al salón y bailar para mí, ¿no, Anna? —propuso Lawrence.

—C-claro que sí, tío —dijo la niña con una sonrisa—. Y a lo mejor bailas conmigo, ¿verdad? —lo provocó.

—Lo dudo mucho —respondió él riendo. Saludó con una inclinación de cabeza al personal reunido en el comedor y salió mientras los demás se comían el pastel.

Una hora más tarde, Anna, con sus nuevas zapatillas de ballet de color rosa, se marchó para acudir al salón.

Mary sonrió cuando la niña cerró la puerta tras de si. No cabía duda de que el vínculo entre Lawrence y Anna se había fortalecido. Cuando él tenía que salir de viaje porque así lo requería el trabajo en el Foreign Office, Anna lo aguardaba con impaciencia asomada a la ventana de su habitación si sabía que su regreso era inminente. También él se animaba cuando la veía; la expresión adusta desaparecía de su rostro en cuanto la niña corría a arrojarse en sus brazos.

Últimamente, se mostraba con ella tan cariñoso como lo habría sido el más cariñoso de los padres. Mary lo comentaba a menudo en la cocina. Incluso había decidido contratar a una institutriz.

—Seguramente, es mejor que se eduque en casa. No queremos que se burlen de ella porque es tartamuda —había dispuesto él.

Con todo, lo que absorbía todos y cada uno de los momentos de su tiempo era el ballet. Vivía para eso, rezumaba pasión por ello. Siempre esperaba impaciente a que llegara la hora de la siguiente clase y pasaba los días practicando las nuevas posiciones que la princesa Astafieva le enseñaba.

Cuando Mary la reprendía por la falta de concentración durante las lecciones, Anna respondía con una sonrisa radiante.

—Cuando s-sea mayor, no necesitaré p-para nada saber historia, ¡porque seré la mejor b-bailarina del mundo! Y tú v-vendrás a mi primer estreno, Mary; ¡haré de Odette y Odile en El l-lago de los cisnes!

Mary lo creía muy posible. Si todo dependía del empeño, en su opinión Anna lograría cumplir su anhelo. Y tal como la princesa Astafieva había observado, también demostraba tener talento.

Cuando Mary subió a buscar a Anna para darle un baño, la encontró trazando piruetas por la habitación con cara de estar emocionadísima.

—¿S-sabes qué? ¡Voy a ir a ver los B-Ballets Rusos de D-Diáguilev con la princesa y el tío! Actúa en el C-Covent Garden! ¡Alicia M-Márkova hace de Aurora en La bella durmiente! —Anna terminó la coreografía saltando en brazos de Mary—. Bueno, ¿q-qué te parece?

—Me alegro mucho por ti, cielo —dijo Mary con una sonrisa.

—¡Y el tío me ha dicho que mañana tienes que llevarme a c-comprar un vestido nuevo! Lo querré de terciopelo, con una cinta muy a-ancha en la cintura —aclaró.

—Pues tendremos que ver si lo encontramos —accedió Mary—. Y ahora, vamos a la bañera.

Aunque Mary todavía no lo sabía, la noche que el señor Lisle llevó a Anna a ver su primer ballet cambiaría las vidas de todos ellos.

Tras la representación, Anna llegó a casa aferrando el programa con sus pequeñas manos y los ojos muy abiertos de pura admiración.

—La señorita M-Márkova es guapísima —dijo con expresión soñadora mientras Mary la arropaba en la cama—. Y su pareja, Antón Dolin, la ha levantado por encima de la cabeza como si p-pesara menos que una pluma. La princesa Astafieva dice que conoce a la señorita M-Márkova. A lo mejor un día me la presenta. Imagínatelo —añadió, guardando el programa debajo de la almohada—. B-buenas noches, Mary.

—Buenas noches, cielo —susurró Mary—. Que duermas bien.

Al cabo de unos cuantos días, la señora Carruthers entró en la cocina en un estado de gran alteración.

El señor está arriba, en el salón. Me ha pedido que le sirva el té. Y está con… —la señora Carruthers hizo una pausa para causar un mayor efecto— una mujer.

En ese instante, todos los sirvientes aguzaron el oído.

—¿Quién es? ¿La conoce? —quiso saber Nancy.

—No, no sé quién es. Puede que me equivoque, pero he visto cómo la miraba el señor y me parece… Bueno —la señora Carruthers se encogió de hombros—, a lo mejor me estoy precipitando, pero tengo la sensación de que quien creíamos que se iba a quedar soltero para siempre está a punto en estos momentos de reconsiderar su situación.

En las semanas siguientes todo indicaba que las sospechas de la señora Carruthers iban a confirmarse, porque Elizabeth Delancey empezó a acudir a la casa con regularidad. Los sirvientes consiguieron poner en común la información que iban recopilando entre todos. Al parecer, la señora Delancey era la viuda de un viejo amigo de Lawrence Lisle, de cuando estudiaba en Eaton. Su marido, un oficial del ejército británico, había perdido la vida en el Somme, igual que Sean.

—¡Esa señora Delancey tiene un genio de agárrate! —dijo la primera doncella soltando un bufido una tarde que regresaba del salón con la bandeja del té—. Me ha dicho que los bollitos estaban malos, y que se lo dijera a la cocinera.

—¡¿Quién se cree que es para hacer comentarios así?! —exclamó la señora Carruthers—. Ayer me dijo que el espejo del salón estaba manchado, y que me ocupara de que la criada tuviera más cuidado la próxima vez.

—Parece un caballo —añadió Nancy—, ¡con esa cara larguirucha y los párpados caídos!

—Desde luego muy guapa no es —convino la señora Carruthers—, y es casi tan alta como el señor. Pero lo que más me preocupa no es el aspecto, es el carácter. Tiene las posaderas bien pegadas a la silla, y si se queda aquí para siempre, todos tendremos problemas; acordaos de lo que os digo.

—Desde que llegó ella, el señor ya no recibe a Anna en el salón —observó Mary en voz baja—. De hecho, apenas la ha visto durante el último mes. La pequeña no para de decirme que por qué no pregunta por ella.

—Esa mujer es un témpano, y quiere tener a su hombre para ella solita. Todos sabemos lo que Anna representa para el señor. Ha sido la niña de sus ojos, y a doña Monsergas eso no le gusta ni un pelo. —La señora Carruthers meneó el dedo en señal de reprimenda sin dirigirse a nadie en particular.

—¿Y si se casa con ella? —preguntó Mary, y ese temor expresaba lo que todos estaban pensando.

—Entonces, todos tendremos problemas —repitió la señora Carruthers con gravedad—. Y no hay vuelta de hoja.

Al cabo de tres meses, el señor Lisle convocó a la servidumbre en el comedor para comunicarles una noticia. Elizabeth Delancey estaba de pie a su lado cuando anunció con orgullo a todo el personal de la casa que iban a casarse en cuanto estuvieran listos los preparativos.

Esa noche, en la cocina se respiraba desánimo. Todos sabían que su cómoda vida estaba a punto de cambiar. Como nueva señora de la casa, a partir del momento de la boda, Elizabeth Delancey se ocuparía de dirigirla. Y los sirvientes tendrían que rendirle cuentas a ella.

—¿T-te cae bien la señora D-Delancey? —preguntó Anna a Mary en voz baja mientras le leía un cuento antes de acostarla.

—Bueno, casi no la conozco, pero estoy segura de que si a ti tío le parece estupenda es porque lo es.

—Me ha dicho que hablaba de una forma muy c-cómica y que estaba… —Anna buscó la palabra en la mente— esmirriada. ¿Q-qué quiere decir «esmirriada», Mary?

—Ah, quiere decir que eres pequeña y delicada, cielo —la tranquilizó Mary mientras la arropaba.

—Me ha dicho que cuando se case con el tío t-tendré que llamarla «tía». —Anna apoyó la cabeza en la almohada; sus enormes ojos negros mostraban una expresión nerviosa—. No se c-convertirá en mi madre, ¿verdad, Mary? Quiero decir que ya sé que tú no eres mi verdadera m-madre, pero para mí es como si lo fueras.

—No, cielo. No te preocupes por eso, ya sabes que yo siempre estaré aquí para cuidarte. Buenas noches, que descanses. —Mary besó a Anna en la frente con delicadeza.

Acababa de apagar la luz y se disponía a salir de la habitación cuando oyó una voz en la oscuridad.

—¿Mary?

—¿Qué pasa, cielo?

—Me parece que no le c-caigo bien.

—¡No seas tonta! ¿Cómo es posible que tú no le caigas bien a alguien? Deja ya de darle vueltas y cierra los ojos.

La boda se celebró en una iglesia cercana a la casa de los padres de Elisabeth Delancey, en Sussex. Mary acudió para acompañar a Anna, que tuvo que sentarse entre el grueso de los invitados. Las sobrinas de la novia hicieron de damas de honor.

Cadogan House contuvo la respiración durante un mes mientras los recién casados celebraban la luna de miel en el sur de Francia. El día previsto para el regreso, la señora Carruthers ordenó que limpiaran y sacaran lustre a toda la casa, de arriba abajo.

—No quiero que esa mujer me diga que no sé cuidar de su nuevo hogar —dijo entre dientes a sus subordinados.

Mary atavió a Anna con su mejor vestido para dar la bienvenida al tío y a la tía. Tenía una opresión en el pecho, como una especie de desazón.

El señor y la señora Lisle llegaron a la hora del té. Los sirvientes se habían alineado en el recibidor para darles la bienvenida, y aplaudieron sin ganas. La nueva señora de la casa dirigió unas palabras a cada uno de ellos. Anna aguardaba junto a Mary al final de la cola, llena de expectación. Quería mostrarle lo bien que hacia las reverencias. La señora Lisle se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza y entró en el salón. El señor Lisle la siguió de inmediato.

—Mañana quiere vernos a todos a solas —dijo la señora Carruthers más tarde, enfurruñada—. A ti también, Mary. ¡Que Dios nos ampare!

A la mañana siguiente, uno a uno los miembros del servicio se personaron en el salón para conocer a la nueva señora de la casa. Mary aguardaba su turno en la puerta con nerviosismo.

—Adelante —dijo la voz, y Mary entró—. Buenos días, —dijo Elizabeth Lisle.

—Buenos días, señora Lisle. Permítame que le dé personalmente la enhorabuena por el enlace.

—Gracias. —Los finos labios no esbozaron sonrisa alguna—. Quiero que sepas que, de ahora en adelante, yo me ocuparé de todas las decisiones en relación con la pupila del señor Lisle, el señor está muy atareado en el Foreign Office y no resulta adecuado que se le moleste para los detalles que conciernen a la niña.

—Sí, señora Lisle.

—En adelante, prefiero que me llames señora a secas, Mary. Como señora de la casa, estoy acostumbrada a que me llamen así.

—Sí… señora.

Elizabeth Lisle se dirigió de inmediato al escritorio, sobre el que se encontraban los libros en los que anotaban la contabilidad mensual.

—También me ocuparé de esto —dijo señalando los libros— en lugar de la señora Carruthers. He examinado las cuentas y me parece que hasta ahora se han llevado con cierta laxitud. Pienso poner fin a eso de inmediato. ¿Lo entiendes?

—Sí, señora.

—Por ejemplo… —la señora Lisle se puso sobre la nariz las gafas con montura de carey que llevaba colgadas al cuello con la cadena y leyó del libro— aquí pone que los gastos destinados a Anna ascienden a más de cien chelines al mes. ¿Puedes explicarme qué haces con todo ese dinero?

—Verá, señora, Anna asiste a clases de ballet dos veces por semana, y eso cuesta cuarenta chelines al mes. También tiene una institutriz que le da lecciones todas las mañanas y que cuesta cincuenta chelines al mes. Luego está la ropa y…

—¡Ya está bien! —le espetó la señora Lisle—. Está clarísimo que a esa niña se le han consentido todos los caprichos, y los gastos de los que me hablas son innecesarios. Más tarde hablaré de ellos con el señor Lisle. La niña tiene ocho años, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Entonces no me parece que necesite asistir a clases de ballet dos veces por semana. —La señora Lisle arqueó las cejas y suspiró para indicar su disconformidad—. Puedes irte, Mary.

—Sí, señora.

—P-pero, Mary, ¿por qué no puedo ir a mis clases de ballet dos veces por semana? ¡Con una no tengo bastante! —Anna tenía la mirada llena de angustia.

—A lo mejor más adelante vuelves a ir dos veces, cielo, pero ahora mismo tu tío no puede pagártelo.

—¡P-pero si acaban de a-ascenderlo! Además, en la cocina todo el mundo habla del gran collar de diamantes que le ha r-regalado a la tía. ¿Cómo es posible que c-compre una cosa así y no p-pueda gastarse d-diez chelines más a la semana? —El nerviosismo empeoraba el tartamudeo de Anna, y la niña estalló en llanto.

—Vamos, vamos, cielo. —Mary la rodeó con los brazos—. Las monjas siempre me decían que debía sentirme agradecida por lo que tenía. Al menos podrás ir una vez.

—¡P-pero no es suficiente! ¡No es suficiente!

—Bueno, pues tendrás que practicar más en casa. Por favor, procura no tomártelo mal.

Sin embargo, a Anna no había quien la consolara, tal como Mary sabía que ocurriría.

Desde que se había casado, Lawrence Lisle estaba muy poco en casa. Cuando lo hacía, Anna se moría de ansia esperando a que la avisara para verla en el salón. A Mary se le partía el corazón al observar la cara de desilusión de la niña cuando no lo hacía.

—Y-ya no me quiere. El tío y-ya no me quiere. Ahora quiere a la tía, y hace todo lo que ella l-le dice.

En la cocina, todo el mundo opinaba igual que Anna.

—Está claro que lo lleva por donde le da la gana —dijo la señora Carruthers con un suspiro—. No creo que salga del señor comportarse de un modo tan cruel —añadió—. Pobre niña. Últimamente casi no habla con Anna; por lo que he visto, ni siquiera la mira.

—Seguro que si lo hiciera, la señora le echaría un buen rapapolvo —opinó Nancy—. Seguro que le tiene tanto miedo como nosotros. Esa mujer nunca está satisfecha, siempre encuentra defectos en todo lo que hago. Empiezo a plantearme que, si la cosa sigue así, acabaré por marcharme. Hoy en día para una mujer no es difícil encontrar trabajo, y se paga bien.

—Yo pienso lo mismo —convino la señora Carruthers—. Mi amiga Elsie me ha dicho que justo al otro lado de la plaza están buscando un ama de llaves. Es posible que me presente.

Mary las escuchaba con añoranza. Sabía que ella nunca tendría la opción de marcharse.

Todo el personal vivía en un estado de tensión constante; sabían que, hicieran lo que hiciesen y por mucho que se esforzaran en su trabajo, nunca lograrían complacer a la nueva señora de la casa, Elizabeth Lisle. La primera doncella se despidió, y luego lo hizo la cocinera. Smith, el mayordomo, decidió que había llegado la hora de jubilarse. Mary hizo todo lo posible para quitarse de en medio y hacer lo propio con Anna, ocupándose de sus tareas con el mayor sigilo e invisibilidad. Sin embargo, con frecuencia recibían la orden de personarse en el salón. Mary no tenía permitido entrar con Anna y aguardaba nerviosa en la puerta hasta que la niña salía, muchas veces con la cara surcada por las lágrimas. Elisabeth Lisle aprovechaba el menor motivo para criticar a Anna. Que si tenía el hablar entrecortado, que si llevaba el lazo del pelo desatado, que si dejaba huellas al subir por la escalera… Anna lo hacía todo mal.

—Me o-odia, me odia —dijo Anna una noche, llorando sobre el hombro de Mary.

—No te odia, cielo, es que ella es así. Con todo el mundo.

—Pues no es una forma de ser muy a-agradable, ¿a que no, Mary?

Mary no pudo contradecirla.