13
La guerra aún duró unos cuantos meses más y Mary solo recibió otra carta de Sean, en la que decía que creía que por fin los aliados estaban ganando la batalla. Mary le escribía sin falta todas las semanas, y todas las noches rezaba por él.
A pesar de todo, Sean ya no era el único dueño de sus pensamientos; ahora en ellos también ocupaba un espacio importante la preciosa personita de quien estaba al cuidado. Pasaba con el bebé las veinticuatro horas del día. Por la mañana, después de darle el biberón, Anna dormía la siesta en el jardín mientras Mary ponía en remojo los pañales y lavaba las prendas diminutas que había confeccionado para ella. Después de comer, ponía a Anna en el cochecito y se la llevaba a dar un paseo por Kensington Gardens. Se sentaba junto a la estatua de Peter Pan y escuchaba las conversaciones de las otras niñeras que se reunían allí con los bebés.
A ella no le hablaban; Mary sabía que la miraban mal. Las otras niñeras lucían unos vestidos lisos de color gris mientras que ella seguía vistiendo el uniforme de doncella.
Después del paseo, si el señor no estaba en casa, Mary llevaba a la niña a la cocina para darle de comer mientras todo el personal iba a hacerle monerías. A Anna le encantaba ser el centro de atención; se sentaba muy erguida en la trona de madera y daba golpes con la cucharita en el tablero mientras cantaba al compás. A medida que crecía, cada uno de sus logros era objeto del asombro y los comentarios de sus admiradores. Los compañeros de Mary no le mostraban antipatía por su nueva posición en la casa, pues era quien cuidaba del pequeño sol que iluminaba la cocina. Todos adoraban a Anna.
Por la noche, Mary se sentaba junto al moisés y confeccionaba vestidos cuyos cuellos decoraba con delicados bordados, y chaquetas y patucos de ganchillo. Anna crecía cada día más bella, sus pálidas mejillas se tornaron redonditas y adquirieron un aspecto sonrosado gracias al aire puro.
Lawrence Lisle se dejaba caer de vez en cuando por el dormitorio del bebé. Le echaba un vistazo, se interesaba por su estado de salud y desaparecía enseguida. Por desgracia, la mayoría de veces hacía caso omiso del afán de Mary por mostrarle la labor de la que se sentía tan orgullosa.
Una noche de octubre, Mary estaba sentada junto al moisés de Anna, contemplándola mientras dormía, y por Londres empezaron a correr innumerables rumores de una victoria inminente. La buena noticia hacía que en la casa se respirara entusiasmo; todo el mundo contenía la respiración esperando que por fin se produjera el anunciado armisticio.
Como miles de mujeres cuyos novios o maridos estaban en el frente, Mary había tratado de imaginar muchas veces lo emocionada que se sentiría en el momento en que estallara la noticia de que todo había terminado. Sin embargo, pensó con un suspiro, ya no estaba segura de desearlo.
Anna se removió y musitó algo en sueños. Mary se acercó de inmediato, la miró y le acarició la suave mejilla.
—¿Qué será de ti si no estoy aquí para cuidarte?
No pudo evitar que los ojos se le arrasaran en lágrimas.
El armisticio se anunció por fin tres semanas después. La señora Carruthers convino en cuidar de Anna unas cuantas horas mientras Mary, Nancy y Sam, el lacayo, se unían a miles de londinenses para celebrar la noticia. Una multitud en plena euforia empujó a Mary por la avenida Mall hacia Buckingham Palace, enarbolando banderas, cantando y proclamando ovaciones. Todo el mundo se puso a gritar cuando dos pequeñas figuras aparecieron en el balcón. Mary estaba demasiado lejos para distinguirlas, pero sabían que eran el rey Jorge y su esposa, su tocaya Mary.
Se dio media vuelta y descubrió a Nancy besando a Sam con pasión, y a continuación notó que unos fuertes brazos la levantaban del suelo.
—¿A que es una noticia estupenda, señorita? —dijo el soldado, dándole una vuelta en el aire antes de volver a dejarla en el suelo—. Es el principio de un mundo completamente nuevo.
Nancy y Sam se habían mezclado con una muchedumbre que regresaba por la avenida Mall hacia Trafalgar Square para proseguir las celebraciones. Mary regresó por las calles abarrotadas de gente, disfrutando de la contagiosa felicidad que la rodeaba a pesar de no ser capaz de participar de ella por completo.
El final de la guerra significaba el final de sus días junto a Anna.
Un mes más tarde, Mary recibió una carta de Bridget, la madre de Sean. A Bridget nunca se le había dado bien redactar cartas, y esa era breve y directa. Al parecer, todos los muchachos que habían partido de Dunworley para luchar en la guerra y vivían para contarlo habían regresado ya, y Sean no estaba entre ellos. Alguien recordaba haberlo visto con vida en la última batalla en el Somme, pero hacía una semana que Bridget había recibido una carta del Ministerio de Guerra en la que le decían que daban oficialmente a su hijo por desaparecido en combate.
Debido a las limitaciones en el redactado de Bridget, Mary tardó unos minutos en captar el significado de la carta. Sean había desaparecido en combate. ¿Lo daban por muerto? Mary no lo sabía. Se había enterado de que en Francia reinaba el caos y de que los soldados empezaban a regresar a sus hogares, pero todavía se desconocía el paradero de un gran número de ellos. Así, pensó desesperada, ¿aún había esperanza?
Mientras el resto del mundo iba poniendo poco a poco las miras en el futuro por primera vez en cinco años, Mary tenía la impresión de que ella seguía estando igual de perdida que siempre. Y no veía la necesidad de regresar a Irlanda hasta que hubiera noticias de Sean. Por lo menos en Londres estaba ocupada y los chelines que guardaba bajo el colchón iban en aumento.
—Será mejor que de momento me quede aquí contigo, ¿verdad? —dijo con voz dulce a Anna mientras la bañaba—. Mientras Sean no aparezca, en Irlanda no tengo nada que hacer, cielo; nada.
Se acercaba la Navidad y de nuevo empezaron a reunirse invitados en torno a la mesa de Cadogan House. Una mañana de mediados de diciembre, Lawrence Lisle avisó a Mary para que personara en el salón.
Con el corazón desbocado, Mary hizo una pequeña reverencia y aguardó a que le cayera el jarro de agua fría.
—Por favor, Mary, siéntate.
Ella arqueó las cejas con extrañeza. No era normal que los sirvientes tomaran asiento en presencia de los señores. Hizo lo que se le pedía, pero sin bajar la guardia.
—Quería preguntarte por los progresos de Anna.
—Ah, está estupendamente, de verdad que sí. Ha empezado a gatear y me cuesta lo mío seguirla, ¡va muy rápido! Pronto empezará a andar y entonces la cosa sí que será problemática. —Mary sonrió con la mirada llena de cariño.
—Bien, bien. Bueno, Mary, seguramente te habrás dado cuenta de que la vida en esta casa se está animando. Por eso mismo tenemos que pensar en volver a emplear a una doncella que sirva la mesa.
A Mary se le cayó el alma a los pies; el corazón le aporreaba el pecho.
—Sí, señor.
—Ese era tu puesto, y te corresponde volver a ocuparlo.
—Sí, señor. —Mary estaba cabizbaja y tuvo que apretar los dientes para evitar echarse a llorar.
—Con todo, la señora Carruthers cree que Anna y tú tenéis una afinidad innata. Me ha comentado que habéis desarrollado un vínculo muy fuerte, y que eso es excelente para el crecimiento de la niña. Yo estoy de acuerdo, así que, Mary, me gustaría preguntarte qué planes tienes. Siento que tu prometido siga desaparecido en combate, pero la cuestión es la siguiente: estoy dispuesto a ofrecerte el puesto de niñera de Anna de forma permanente, siempre que no estés pensando en regresar ipso facto a Irlanda en el momento en que aparezca tu chico.
La sirvienta y el señor cruzaron una mirada que indicaba que ambos sabían que la posibilidad de que eso ocurriera era cada día menor.
—Bueno, señor, no tengo forma de saber si aparecerá o no, pero mientras… no aparezca, me encantará… seguir encargándome de cuidar de Anna. La cuestión es que si lo hace… si vuelve a casa, quiero decir —balbució Mary—, creo que yo debería marcharme a Irlanda para estar con él. Y creo que es justo que usted lo sepa, señor.
Lawrence Lisle se quedó pensativo unos instantes, sopesando mentalmente las posibilidades.
—Bueno, ya veremos lo que hacemos cuando llegue el momento, ¿no te parece?
—Sí, señor.
—No tenemos más remedio que ir decidiendo las cosas sobre la marcha, y la señora Carruthers me ha asegurado que tu trabajo como niñera de Anna es irreprochable. Así que, si aceptas el puesto, se te aumentará el salario diez chelines al mes y haré que la señora Carruthers se encargue de buscarte un uniforme más apropiado. No quiero que mis amigos crean que no hago todo lo necesario por la niña.
—Gracias, señor. Y le prometo que seguiré cuidando de Anna con el mayor esmero. Es una niña preciosa. A lo mejor le gustaría subir a su habitación a verla. ¿O tal vez prefiere que la traiga aquí? —ofreció con entusiasmo.
—Cuando me vaya bien, la traerás aquí a hacerme una visita. Gracias, Mary, y sigue trabajando igual de bien que hasta ahora. Por favor, ¿puedes pedirle a la señora Carruthers que venga a verme para empezar a buscar una nueva doncella?
—Por supuesto, señor. —Mary se puso en pie y se dirigió a la puerta. Una vez allí, se dio media vuelta—. Señor, respecto a la madre de la niña, ¿cree que vendrá a buscarla algún día?
Lawrence Lisle exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
—No Mary. Dudo que lo haga. Lo dudo mucho.
Mary bajó la escalera en dirección a la cocina con cierto aire de culpabilidad. Tal vez hubiera perdido a su amado Sean, pero sentía un tremendo alivio por no haber perdido también a Anna.
Pasaron los meses y seguían sin recibirse noticias del paradero de Sean. Mary se acercó al Ministerio de Guerra y aguardó en la cola junto con las otras desgraciadas que todavía echaban en falta al amor de su vida. El hombre que había tras el mostrador, acosado por todas aquellas mujeres desesperadas, buscó el nombre de Sean en los listados de personas desaparecidas.
—Lo siento, señora, pero no puedo decirle nada que no sepa ya. El sargento Ryan no ha sido identificado, ni vivo ni muerto.
—¿Significa eso que tal vez está vivo en alguna parte y ha… —Mary se encogió de hombros, presa de la desesperación— perdido la memoria?
—Ciertamente, señora, la amnesia es una alteración frecuente entre los soldados. Pero lo más normal es que si estuviese vivo lo hubieran visto. El uniforme de los Guardias Irlandeses es especialmente llamativo.
—Sí, pero ¿debemos… debemos su familia y yo conservar la esperanza de que regrese?
Por la expresión del hombre, era obvio que le planteaban esa pregunta muchas veces todos los días.
—Mientras no encuentren el cuerpo, siempre debe tenerse esperanza. Pero yo no soy quién para decirle a usted ni a la familia cuánto tiempo deben conservar esa esperanza. Si durante las próximas semanas el sargento Ryan sigue sin aparecer, el Ministerio de Guerra se pondrá en contacto con ustedes, y su condición pasará a ser la de «desaparecido, probablemente muerto».
—Entiendo. Gracias.
Sin decir nada más, Mary se puso en pie y abandonó el edificio.
Seis meses más tarde, recibió una carta del Ministerio de Guerra:
Querida señorita Benedict:
En respuesta a su interés por conocer el paradero del sargento Sean Michael Ryan, tengo el triste deber de informarla de que hemos recuperado su guerrera con la placa y los documentos de identificación de una trinchera enemiga en Somme, Francia. Aunque no se han hallado sus restos en las inmediaciones, dadas las circunstancias debemos suponer que, por desgracia, el sargento Ryan murió en el escenario de la guerra sirviendo a su país.
Queremos expresar nuestro más sincero pésame tanto a usted como a su familia, a la que informaremos por separado. A título personal, el hecho de que la guerrera de su uniforme haya sido encontrada en una trinchera enemiga pone un brillante punto final a su hoja de servicios. Y puedo decirle que ya ha recibido una mención de honor.
En la actualidad, se está estudiando la posibilidad de conceder al sargento Ryan una medalla al valor de forma póstuma.
Comprendemos que tal cosa no compensa lo más mínimo la pérdida de un familiar querido, pero gracias a hombres como el sargento Ryan la guerra ha terminado de forma satisfactoria y se ha alcanzado la paz.
Atentamente,
EDWARD RANKIN
Mary bajó con Anna a la cocina y le pidió a la señorita Carruthers que se ocupara de ella durante una hora mientras ella salía a dar un paseo.
Los ojos húmedos de la señora Carruthers se llenaron de comprensión al observar el pálido rostro de Mary.
—¿Malas noticias?
Mary asintió.
—Necesito un poco de aire fresco —musitó.
—Tómate el tiempo que necesites. Anna y yo estaremos bien juntas, ¿verdad? —dijo con voz cantarina—. Lo siento, cariño. —Con cierta vacilación, alargó la mano y la posó en el hombro de Mary—. Era un tipo encantador, y sé que has pasado todos estos años interminables aguardando su regreso.
Mary asintió aturdida y salió al recibidor para ponerse el abrigo y las botas. No era propio de la señora Carruthers mostrarse compasiva, lo que hizo que los ojos se le arrasaran en lágrimas, y no quería que Anna la viera llorar.
Se sentó en los jardines de Cadogan Place y observó a los niños que jugaban y a una pareja paseando cogidos del brazo. El nuevo mundo, el mundo en el que por fin reinaba la paz y permitía ir en pos de la felicidad y disfrutar de los placeres sencillos, era el que Sean había contribuido a preservar y proteger. Y, sin embargo, no había vivido para verlo.
Mary se sentó en un banco, y permaneció allí incluso cuando empezó a caer la noche y los demás visitantes abandonaban los jardines. En su interior se sucedieron todas las emociones posibles: la pena, el miedo, la ira… Y derramó más lágrimas que en toda su vida.
Releyó veinte veces la carta, y las palabras alimentaban sus pensamientos.
Sean… Aquel hombretón lleno de vitalidad… Tan fuerte. Tan joven…
Muerto.
Ya no respiraba, ya no formaba parte del mundo. Había desaparecido. Se acabaron las dulces sonrisas, y las discusiones, y las bromas…
Y el amor.
Había oscurecido, pero Mary permanecía sentada en el sitio.
Cuando se hubo serenado después del impacto inicial, empezó a pensar en las implicaciones que aquello tendría en su vida. No estaban casados, así que no recibiría ninguna pensión de viudedad. La vida que había imaginado desde hacía años, junto a un hombre que la amaría y la cuidaría, que la protegería y le ofrecería un techo bajo el que resguardarse y resguardar a su familia…, ya no era posible.
Había vuelto a quedarse sola. Huérfana por segunda vez.
Mary estaba segura de que si regresaba a Irlanda, los padre de Sean la recibirían con los brazos abiertos. Pero ¿qué clase de vida le esperaba? Aunque no tenía ninguna intención de encontrar a otro hombre para sustituirlo, sabía que cualquier cosa que emprendiera con alegría resultaría agridulce para unos padres que lloraban la muerte de un hijo. Y su presencia les recordaría constantemente lo que habían perdido.
Mary se frotó la cara despacio con las palmas de las manos. El aire de marzo se había tornado más fresco a esas horas y se dio cuenta de que estaba temblando, no sabía si de la impresión o del frío. Se puso en pie y miró alrededor con desilusión, recordando el día que había pasado en ese mismo lugar con Sean.
—Adiós, cielo. Que Dios te bendiga, y que tengas dulces sueños —susurró, y salió de los jardines dispuesta a retomar la única vida que le quedaba.