7

Hacía apenas tres minutos que sir Roberto estaba en la sala de conferencias, cuando comprendió que estaba librando el duelo más difícil de su vida.

Y no estaba preparado para eso. Desde su regreso, apenas había dormido, y ahora comprendía que había sido un tremendo error. Pese a su sobrenombre de Zorro, se sentía mentalmente fatigado. El sobrenombre había sido ganado en el combate físico y no en una sala de conferencias. Si hubiera sido cuestión de disposición de tropas y táctica, hubiera podido hacerle frente. Hubiera tendido una emboscada a este tolnepa, inmovilizándolo con flechas y haciéndolo pedazos con su hacha de combate.

Pero allí estaba el tolnepa, elegante, aplomado y letal, presionando ya a sir Roberto.

La moral de sir Roberto era baja. La mitad de la cobertura antiaérea de Edimburgo había sido barrida durante un desesperado ataque de los marines tolnepas. Rusia no contestaba. Y no se sabía nada de su mujer después del derrumbe de los pasajes que conducían al refugio. ¡Esperaba conseguir un alto el fuego!

¡Y, sin embargo, este tolnepa daba vueltas por ahí, posando, jugueteando con su cetro, halagando a los emisarios, y actuando como si tuviera todo el tiempo del mundo!

Su nombre era lord Schleim. Tenía una risita disimulada que alternaba con siseos insidiosos, ácidos. Era un maestro del debate, tal como un espadachín es maestro con su arma.

—Y así, mis dignos colegas —decía ahora el tolnepa—, realmente no tengo ni la más ligera idea de la razón de esta asamblea. Vuestro tiempo, vuestra comodidad, hasta la dignidad de vuestras personas, como representantes de los más poderosos señores del universo, no deberían haber sido asaltadas e insultadas por un montón de bárbaros complicados en una insignificante disputa local. Éste es un asunto puramente local, una cuestión menor. No se relaciona con ningún tratado, de modo que se sabe bien que esta débil banda de marginados y rebeldes que se llaman a sí mismos un gobierno no os necesitaban para nada. Propongo que sencillamente desconvoquemos esta reunión y dejemos el asunto en manos de los comandantes militares.

El augusto cuerpo se movió, aburrido. Y constituían un cuerpo augusto. Las joyas centelleaban en las máscaras respiratorias de algunos de ellos. Las telas brillantes crujían cuando se movían. Algunos de ellos usaban incluso coronas como prenda del poder soberano al que representaban. Veintinueve árbitros de los destinos de dieciséis universos. Eran conscientes de su poder. Sentían que si lo decidían, podían enviar este pequeño e insignificante planeta a la eternidad con apenas un gesto descuidado de una garra o la punta de un dedo. Realmente, no prestaban demasiada atención a lord Schleim, sino que reían y susurraban entre sí, hablando posiblemente de escándalos triviales que se habían producido desde la última vez que se habían visto. Físicamente, eran la prueba de lo que sucede cuando diferentes líneas genéticas, evolucionando a partir de raíces diferentes, se hacen sensibles.

A un lado se sentaba el hombrecito gris. Había llegado otro hombre, bastante parecido a él, pero con un traje gris de mejor calidad. Observaban tranquilamente a sir Roberto. Era clarísimo que no pensaban intervenir o ayudar más.

Sir Roberto detestaba a los cortesanos. Débiles, corruptos y peligrosos: ésta había sido siempre su opinión sobre esta especie. No debía demostrar su desprecio, se aconsejó.

—¿Proseguimos con esta reunión? —dijo.

Los emisarios se movieron. Murmuraron respuestas. Sí, terminemos con las formalidades. Debían de haber venido por una cosa u otra. Terminemos con esto… Tengo que celebrar el cumpleaños de mi lagartija (observación seguida de grandes risas).

Ya habían enseñado sus credenciales, que habían sido aceptadas por el grupo, excepto las de sir Roberto.

Lord Schleim se había sentado a un lado, al frente, donde parecía estar dirigiéndose a todos como líder.

—Realmente no hemos examinado las credenciales de este… este… ¿soldado?, que fue quien solicitó la reunión —dijo—. Propongo que se lo sustituya como orador principal y que yo sea nombrado en su lugar.

Sir Roberto les ofreció el disco. Lo pusieron. Estaba en gaélico, una lengua que desconocían. Y tal vez no lo hubieran considerado elegible para conducir la reunión si no hubieran mirado suplicante al hombrecito gris y si uno de los miembros desinteresados no le hubiera preguntado a éste si él había aceptado esas credenciales. El hombrecito gris asintió. Aburridos, los demás aceptaron las credenciales.

Esto era arriesgado de parte de sir Roberto, porque justo antes de entrar se había enterado de que el jefe del clan Fearghus había sido herido al repeler un ataque a la artillería y no sabía si se podía obtener confirmación desde Edimburgo.

—Me temo que debo plantear otra cuestión crítica —dijo lord Schleim—. ¿Cómo podemos estar seguros de que este convulsionado planeta puede permitirse incluso los gastos menores de una reunión como ésta? Sus señorías no querrían tener que pagar estos grandes gastos. Ellos garantizaron los gastos diplomáticos, pero no tenemos manera de saber si alguna vez los pagarán. Un trozo de papel diciendo que se le debe a uno dinero no se acomoda bien al bolsillo.

Los emisarios rieron el chiste, malo como era.

—Podemos pagar —aseguró sir Roberto, malhumorado.

—¿Con trozos de platos sucios? —preguntó lord Schleim.

Los emisarios rieron un poco más.

—¡Con créditos galácticos! —le espetó sir Roberto.

—Cogidos, sin duda, de los bolsillos de nuestras tripulaciones —señaló lord Schleim—. Bueno: no importa. Sus augustas señorías tienen perfecto derecho a declarar que esta reunión debe proseguir. Pero por mi parte siento que es indigno de los representantes de soberanos tan poderosos, encontrarse sólo para determinar las condiciones de rendición y capitulación de unos felones…

—¡Basta! —urgió sir Roberto. Ya había tenido bastante—. ¡No estamos aquí para hablar de nuestra rendición! Aparte de su planeta, hay otros que también están mezclados en esto y no los hemos oído hablar.

—¡Ah! —exclamó lord Schleim con una elegante y negligente rotación de cetro—. Pero mi planeta es el que más naves tiene aquí…, dos por cada una de las naves de otros planetas. Y el comandante de esta «fuerza policial combinada» es un tolnepa. El cuarto-almirante Snowleter…

—¡Está muerto! —rugió sir Roberto—. Su nave insignia, el Capture, ha caído afuera, en el lago. Su almirante y toda su tripulación son sólo carroñas.

—¿De veras? —se extraño lord Schleim—. Se me había ido de la cabeza. Estos accidentes suceden. El viaje espacial es, en el mejor de los casos, una aventura peligrosa. Probablemente se quedaron sin combustible. Pero esto no modifica en absoluto lo que ya he dicho. Entonces, el comandante es el capitán Rogodeter Snowl. Acaba de ser ascendido. De modo que subsiste el hecho de que el comandante y la mayor cantidad de naves son tolnepas, lo que me deja en la posición de principal negociador de la rendición de su pueblo y su planeta, después de su ataque imprevisto.

—¡No estamos perdiendo! —se enfureció sir Roberto. Lord Schleim se encogió de hombros. Lanzó una mirada negligente sobre la asamblea, como rogándoles que tuvieran paciencia con este bárbaro y dijo, arrastrando las palabras:

—¿Me da su venia la asamblea para confirmar ciertos puntos?

—Sí, por supuesto —murmuraron—. Solicitud razonable. La cabeza de lord Schleim se inclinó sobre la bola que remataba su cetro y con un sobresalto sir Roberto comprendió que era una radio disimulada y que había estado todo el tiempo en comunicación con sus fuerzas.

—¡Ah! —dijo lord Schleim mientras levantaba la cabeza, mostrando sus colmillos en una sonrisa y fijando sus gafas en sir Roberto—. ¡Dieciocho de sus ciudades más importantes están envueltas en llamas!

De modo que ésa era la razón por la cual incendiaba ciudades desiertas. Para dar la sensación de estar ganando. Sólo para aterrorizar y obtener una buena posición negociadora en cualquier conversación sobre rendición.

Sir Roberto estaba a punto de decirle que eran ruinas desiertas, deshabitadas desde hacía un milenio, pero lord Schleim presionaba.

—Esta augusta asamblea necesita pruebas. ¡Por favor, saquemos las huellas! —Y sacó de la base de la radio una tira pequeña, una copia de huellas del tipo de las que ellos recibían de los vuelos de reconocimiento.

—¡No lo haré! —dijo sir Roberto.

La asamblea pareció algo conmocionada. Empezó a ocurrírseles que tal vez las fuerzas de este planeta estuvieran perdiendo.

—La supresión de evidencia —rió lord Schleim— es un crimen que este cuerpo castiga con multas. Le sugiero que modifique su actitud. Por supuesto, si no tiene equipo moderno…

Sir Roberto envió la huella a un resolvedor. Esperaron y en seguida apareció un fajo de fotografías.

Eran vistas aéreas espectaculares, a todo color, de veinticinco ciudades incendiadas. Las llamas rugían a mil pies de altura, y si se pasaba un dedo por el borde derecho se encendía el sonido, el ruido de las llamas y los edificios que se derrumbaban junto con el soplido de vientos ardientes. Cada fotografía había sido tomada a una altura conveniente para que se viese mejor la conflagración y el resultado era devastador.

Lord Schleim las hizo pasar de mano en mano. Patas, manos enjoyadas y antenas sensibles las hicieron rugir.

—Ofrecemos condiciones muy liberales —dijo lord Schleim—. Estoy seguro de que nuestra Casa de Pillaje, presentará una moción contra mí por ser tan liberal. Pero mis sentimientos de compasión me guían y, por supuesto, lo que yo diga aquí compromete a mi gobierno. Los términos son que toda su población sea vendida como esclava como indemnización por haber provocado la Tierra esta guerra. Puedo incluso garantizar que serán bien tratados…; como término medio, más del cincuenta por ciento sobrevive al transporte. Las otras fuerzas beligerantes (los hawvin, jambitchow, bolbodas, drawkin y kayrnes) se dividirán el resto del planeta para pagar los gastos en que incurrieron al defenderse contra este ataque no provocado a sus pacíficas naves. Su rey puede exiliarse en Tolnep y se le proporcionará incluso un calabozo espacioso. Términos justos. Demasiado liberales, pero mi piedad me impulsa a ello.

Los otros emisarios se encogieron de hombros. Les parecía obvio que habían sido convocados como testigos de los términos de rendición en una guerra insignificante.

Sir Roberto pensaba a toda velocidad, tratando de encontrar la manera de salirse de la trampa. Al comienzo de la reunión le pareció oír dos p tres veces el zumbido del equipo de transbordo. No estaba seguro. No podía contar con nada en ese momento. Estaba cansado. Su rey estaba herido. Su mujer podía estar muerta. Realmente, en lo único que podía pensar era en saltar sobre esa horrible criatura y correr el riesgo de sus colmillos envenenados. Pero sabía que semejante acción frente a aquellos emisarios seria fatal para sus últimas y frágiles posibilidades.

Viendo su indecisión, lord Schleim dijo entre ásperos siseos.

—¡Ustedes, terrícolas, comprenden que estos poderosos señores pueden hacer un arreglo que los obligue a capitular! Supongo que los otros combatientes de la fuerza policial combinada están de acuerdo con mis términos, ¿verdad?

Los representantes de los hawvin, los jambitchow, los bolbodas, los drawkin y los kayrnes asintieron y dijeron, uno después del otro, que ciertamente estaban de acuerdo con estos términos liberales. Él resto de la asamblea se limitaba a observar. Una disputa local. Pero podían variar y apoyar a los tolnepas si esto significaba terminar con esta inútil pérdida de tiempo.

—Yo vine a discutir su rendición —puntualizó sir Roberto—. Pero antes de seguir adelante con esto, tendré que llamar a mi colega, autorizado para esta gestión.

Hizo una señal en dirección a donde sabía que estaba la cámara de botón y se sentó. Estaba cansado.

La lentitud y demora de estas deliberaciones lo habían fatigado. ¿Acaso no comprendían estos enjoyados pedantes que mientras daban vueltas, hombres buenos morían en el campo de batalla? Pero no parecían sentir ninguna urgencia. Ni siquiera estaban realmente interesado.

Sabía que había fracasado miserablemente. Esperaba no haber arruinado cualquier posibilidad que le quedara a Jonnie.

Esperanza desolada. Ahora, todo era cosa de Jonnie. Pero ¿qué podía hacer el pobre muchacho?

Campo de batalla: la Tierra. La victoria
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