Capítulo 21
ACABARÍA con Brighton con sus
propias manos. Y antes de terminar, aquella maldita ciudad, el
palacio y el resto no serían sino polvo esparcido. O al menos eso
era lo que Alexandros, príncipe de Ákora, deseaba hacer de verdad.
Por otra parte, el marqués de Boswick, se las arreglaba para
mantener, por lo menos, una fachada de aparente tranquilidad.
—La encontraremos —aseguró el príncipe
regente.
A pesar de haber estado bastante ebrio
cuando se descubrió la desaparición de Joanna y de haber pasado la
noche en blanco desde entonces, el príncipe tenía un aspecto
llamativamente tranquilo y sereno. Por muy sorprendente que le
resultara, aquello le daba a Alex algo de esperanza.
—Dos mil soldados de los regimientos están
buscándola —continuó el príncipe—. Hemos marcado un área de tres
kilómetros a la redonda en todas las direcciones, como si fuera una
rejilla, y están peinándola de modo sistemático. Me llegan informes
cada media hora. Y aunque la bruma es un problema, pierde espesor
tierra adentro, y mis hombres están arreglándoselas bien. Si hay
cualquier rastro de ella, si alguien la ha visto o ha visto algo de
naturaleza mínimamente sospechosa, lo sabremos.
—Aprecio mucho los esfuerzos que su
alteza...
—No hace falta que me des las gracias.
Aunque no fuera por la estima que te tengo a ti, a lady Joanna y a
lord Royce, tampoco toleraría jamás la desfachatez de alguien que
huyera con un invitado bajo mi propio techo. Te aseguro que esta
ofensa será castigada con la máxima dureza.
—Así lo espero —musitó Alex, a pesar de que
lo que más deseaba era devolver a Joanna al lugar al que
pertenecía, es decir, entre sus brazos.
Mientras tanto, la espera se hacía
insoportable. Aunque al principio había salido él mismo con los
hombres, había regresado con la esperanza de que hubiera noticias
de ella. Dado que no las había, Alex dudaba. Royce acompañaba a los
regimientos. Alex sabía que podía confiar en que él haría todo lo
posible allá donde estuviera. Ahora bien, ¿y si ella no se encontraba en la zona en la que
estaban llevando a cabo la búsqueda? ¿Y si ya se la habían llevado
lejos de Brighton?
¿Cómo? Aunque las carreteras que entraban y
salían de la ciudad eran lo bastante buenas dentro de las
posibilidades, viajar por ellas seguía siendo lento. Los puestos de
vigilancia se habían constituido muy poco después de que Joanna
hubiera desaparecido. Habría resultado tremendamente difícil para
alguien llevársela de la zona, lo que significaba que cabía que
quienquiera que fuera responsable estuviera escondido en una de las
muchas granjas y casas que salpicaban la campiña aledaña. Si se
registraba cada edificio de arriba abajo y cada redil, dar con
Joanna sólo era cuestión de tiempo.
A no ser que... quien la tuviera la hubiera
llevado fuera de Brighton.
Mar adentro.
Con todo, también se había enviado
vigilantes a los embarcaderos justo después de dar la alarma. No se
había informado de que faltara ningún bote y era inconcebible que
alguien hubiera osado navegar, cuando una de las famosas brumas de
Brighton estaba posándose como una nube cargada de sal sobre el
puerto. Había sido aquella niebla precisamente la que había hecho
sensato concentrar las operaciones de búsqueda en tierra. Dado que
los esfuerzos aún no habían dado fruto alguno, Alex se vio obligado
a replantear su plan. La bruma se había mantenido durante la
mañana. Un barco a poca distancia de la costa podía mantenerse
escondido, fuera del alcance de la vista del ojo más avizor, a la
espera de levar anclas y zarpar en cuanto fuera seguro
hacerlo.
A él lo habían atacado unos akoranos, de los
que no había rastro alguno. Quizá porque habían estado en el mar,
aunque no en una embarcación akorana, pues habría llamado mucho la
atención, sino en uno de los numerosos barcos de todo tipo que
surcaban las aguas cercanas a Brighton. Se trataba de una carta
arriesgada, pero no se le ocurría nada más y tenía que hacer
algo.
Ralentizado por la bruma, que parecía
arrastrarse y retorcerse en cada esquina, Alex avanzó a lo largo
del paseo de Steine, donde encontró amarrados unos barcos
pesqueros, entre los que había un pequeño y ligero esquife cuyo
dueño se encontraba cerca y observaba, con aire taciturno, el mar
envuelto en un halo de misterio.
—¿No sales hoy? —quiso saber Alex no
obstante la obviedad de la respuesta.
El joven lo miró, se colocó el elegante
atuendo de noche y escupió al agua, con un gesto que hacía evidente
lo que opinaba de la estulticia de la gente.
—Supongo que no.
En su veloz recorrido, Alex había
considerado y había rechazado cualquier otra posibilidad, incluida
la de tomar barcos de la propia flota real que aún seguían anclados
en el puerto. No dudaba de que se le concedería cualquier cosa que
pidiera, sin importar lo poco cuerdo de la propuesta; sin embargo,
lo que él quería era un bote de pesca ligero y ágil. Aunque los más
pequeños de todos estaban construidos para hacer frente a los
vientos caprichosos y a las corrientes del canal de la Mancha,
estaban inspirados en modelos más grandes que navegaban por aguas
del mar del Norte y de los grandes caladeros de bacalao situados
frente a las costas de Terranova. Incluso para un ojo akorano,
constituían impresionantes obras de ingeniería y diseño.
—Dejarla amarrada no te proporciona
ganancias.
—Ya, peo sácala
pa fuera con tal manta niebla tampoco m'hará ná de bien.
—¿Y si pudieras hacer ambas cosas? ¿Ganar
tanto como para poder reemplazar este bote si tuvieras que hacerlo
y llevarte además un buen pellizco?
El hombre se carcajeó.
—¿Y sil pescan
saltara direto al muelle? ¿Varía bien eso, eh?
—Me gustaría alquilar tu embarcación —dijo
Alex antes de pronunciar una cantidad que dejó al pescador
mirándolo boquiabierto.
—Digalotravé,
capitán.
Y Alex le repitió la cifra. Después, todo
ocurrió con rapidez.
«¡Maldita sea, maldita sea, maldita
sea!»
Joanna reclinó la cabeza contra la pared de
la litera y apretó los ojos para retener el llanto que estaba a
punto de brotar. Se había esforzado durante toda la noche por
deshacerse de la soga que le amarraba las muñecas, pero lo único
que había conseguido había sido dañarse la piel. A pesar de lo
cual, apenas lo notaba. Ninguna incomodidad importaba en
comparación con las ganas que tenía de escapar.
La niebla era una bendición. Aunque la había
visto descender mientras la traían al barco en un bote poco después
de que la hubieran capturado, no se había atrevido a esperar que
eso fuera a retrasar los planes de Deilos. A lo largo de aquella
noche aparentemente interminable, el único momento amable había
sido al imaginar la creciente frustración que estaría sintiendo su
captor al verse atrapado a escasa distancia del puerto de Brighton,
lo bastante cerca como para que lo vieran en cuanto la niebla se
levantara.
Y eso era algo que acabaría sucediendo al
avanzar la mañana. Joanna miró el camarote que había intentado
examinar, sin éxito, en la oscuridad. Aparte de la litera en la que
se encontraba, y la mesa y la silla atornilladas al suelo, no había
nada que hiciera pensar que el barco no fuera inglés. Un barco de
pesca inglés para más señas, como cabía deducir por el penetrante
olor que impregnaba la madera. Aquello no la sorprendió. Deilos
sería un montón de cosas, entre ellas un traidor, pero no era
tonto. Una vez que se levantara la bruma, podría entremezclarse con
el resto de barcos de pesca que surcaban las aguas próximas a
Brighton sin que lo descubrieran.
Así que no importaba si le dolían las
muñecas, o si estaba cansada, o cualquier otra situación. Debía
liberarse y pronto.
Dispuesta como estaba, se volvió para saltar
de la litera y avanzó a trompicones como pudo hasta llegar al
escritorio. Aunque no guardaba muchas esperanzas de encontrar algo
que le sirviera para soltarse, abrió los tres pequeños cajones de
todos modos, para lo cual hubo de retorcer las manos, que
continuaban atadas. Dos de ellos estaban vacíos salvo por el polvo
que los cubría. El tercero, sin embargo, contenía al fondo... una
piedra. Se trataba de una piedra pequeña, veteada en tono violáceo,
de las que cabían sin problemas en la mano o en el bolsillo, de
esas recogidas a capricho en alguna playa lejana y que se emplean,
quizá, para sujetar papeles en un escritorio como aquel mismo
cuando se agitaban las hojas con la brisa de la cercana portilla;
era una piedra tan poco llamativa que le habría pasado
desapercibida al anterior ocupante del camarote al marcharse de
allí.
O eso imaginó en un instante mientras hacía
frente al chasco que le había producido. ¿Para qué servía una
piedra cuando se tenía una soga? Lo que necesitaba era metal, muy
afilado a ser posible, para cortar las ataduras. Lo único metálico
que había en aquella habitación era el marco y el pestillo de la
tronera, y los tornillos que fijaban al suelo el escritorio y la
silla. El problema era que estaban fabricados con acero muy
resistente y presentaban unos bordes redondeados, de modo que
aunque lograra aflojarlos, no le serían de gran ayuda. El pestillo
de la tronera, en cambio... Aquello era otra cosa: oscuro,
probablemente de bronce y sin el mimo del pulido, mostraba la
corrosión producida por el aire salado.
Joanna fue dando saltitos hasta aproximarse
a la portilla, levantó las manos para agarrar el pestillo y tiró de
él para aflojarlo. Quizá si no hubiera estado maniatada, lo habría
logrado... Al estarlo, sin embargo, no lograba hacer palanca para
llegar a soltarlo. En aquellas circunstancias, sólo le quedaba
recurrir a la piedra. Decidida, Joanna probó a golpear el cierre,
pero la extraña postura en que lo hacía, dificultó la operación.
Aunque se golpeó los dedos varias veces, Joanna perseveró y obtuvo
finalmente su recompensa cuando se rompió una de las esquinas del
pestillo. Rápidamente, agarró lo que quedaba de él e intentó
arrancarlo. Al no lograrlo, volvió a emplear la piedra hasta que le
dolieron los brazos y le sangraron los dedos. Llegó incluso a temer
que oyeran sus trajines en cubierta.
Al final, justo cuando pensaba que ya no
podía continuar, la preciosa pieza de metal se rompió y cayó al
suelo. Joanna se las arregló enseguida para recogerla, y no
recupero el aliento hasta que acarició con la punta del dedo el
borde del metal roto y comprobó lo afilado que estaba. La alegría
que le produjo aquel triunfo borró todo pensamiento sobre lo
incómoda que estaba. Aún sentada en el suelo, se puso manos a la
obra y comenzó a frotar la pieza de metal rota contra la soga que
la mantenía maniatada.
La cuerda era gruesa, y el borde cortante,
pequeño. El camarote fue iluminándose a medida que Joanna
trabajaba. Las varias veces que echó un vistazo al exterior,
comprobó que la niebla iba levantándose. Pronto, quizá demasiado
pronto, Deilos levaría anclas, y entontes... En lugar de pensar en
lo que aquello significaba, Joanna retomó su tarea. Al cabo de unos
minutos, una hebra deshilachada del cáñamo de la soga le ofreció un
rayo de esperanza, al que Joanna se aferró mientras las manos se le
debilitaban y empezaban a temblarle. Fueron varias las ocasiones en
que se le cayó el metal y se vio obligada a empezar de nuevo. La
cuerda continuaba amarrándole las manos, y los dedos torturados se
le quedaron tan entumecidos que Joanna temió que ya no podría
seguir frotando. Con verdadera frustración, intentó rasgar las
cuerdas hasta que se dio cuenta de que estaba consumiendo la poca
fuerza que le quedaba. Desesperada, con los ojos que le picaban
bañados en sudor y en lágrimas, lo intentó una vez más, hasta que,
al final, justo cuando el sol del mediodía inundaba el camarote, la
soga cedió.
—¡Por fin!
Luego, rompió la cuerda que le estrangulaba
los tobillos, se puso de pie y casi se desplomó contra el suelo
cuando sus piernas amenazaron con no poder soportar su peso. No,
así no podría lograrlo. En cualquier momento, oiría el chirrido de
la cadena del ancla...
Y lo hizo, justo entonces. La desesperación
oscureció los límites de su mente. No podía haber llegado tan lejos
sólo para que la derrotaran. El barco ya se apresuraba para zarpar,
y Joanna se dirigió a la puerta del camarote al mismo tiempo que
rezaba para que se abriera.
Alex depositó los remos en el esquife.
Mientras aún se encontraba en el muelle, había aprovechado para
despojarse de la chaqueta y el pañuelo propios de la vestimenta de
noche, y se había remangado la camisa. La humedad y la pesadez de
la niebla le habían pegado el lino al pecho. Al verse forzado a
navegar muy lentamente para evitar chocar, había ido bordeando las
embarcaciones ancladas cerca de los muelles hasta alcanzar el mar
abierto. Ahora se había detenido y, mientras escuchaba, se dejaba
mecer por la marea, que iba bajando. El sonido resultaba tan sordo
que lo único que captaba era el chapoteo de las pequeñas olas al
golpear las bandas del casco, así como su propia respiración. Con
todo, y sin apenas moverse, continuó tratando de aislar cualquier
murmullo, cualquier golpe o ruido de metal, cualquier chirrido que
le indicara la presencia de otra embarcación.
Muy lentamente, fue dándose cuenta de que la
brisa aumentaba y soplaba de poniente, mientras la bruma iba
disipándose. Con los remos bien fijos en sus enganches, Alex tomó
el catalejo que había mandado traer enseguida justo antes de partir
y empezó a otear en todas direcciones. A través de las brechas que
iban ensanchándose cada vez más en el manto de niebla, avistó
fugazmente el puerto y la orilla, algunos botes próximos a los
embarcaderos e incluso una gaviota posada sobre un islote diminuto
que volvió a desvanecerse en la bruma como si se hubiera
transformado en un sueño. Lejos, en la distancia, le pareció ver
uno de los barcos de guerra que habían protagonizado las
celebraciones del día anterior y que probablemente vigilaría la
zona cercana al puerto mientras el príncipe regente estuviera en su
residencia.
Salvo por el recuerdo del peligro que
suponía la presencia de un barco de guerra, la escena resultaba
idílica. En verdad no había nada que hiciera pensar que había una
mujer en peligro de muerte. De hecho, nada sugería la presencia
cercana de Joanna.
Quizá se había equivocado. Quizá se la
habían llevado a algún lugar tierra adentro y él debía haber
dirigido allí sus esfuerzos. Quizá ya la habían encontrado y él no
lo sabía.
Alex iba apartando aquellas dudas, y
esperanzas, que le iban surgiendo. La disciplina de la batalla,
durante tanto tiempo inculcada, exigía que centrara su atención en
la situación que tenía ante sí. El momento para segundas
adivinanzas, si es que llegaba, vendría luego.
Dentro del puerto, los barcos de pesca se
preparaban para salir a faenar, como lo hacían otros mercantes.
Antes de que acabaran, Alex volvió a examinar los barcos aún
anclados fuera del puerto. Aquellos que esperaban para entrar se
quedarían allí hasta que volviera a subir la marea, mientras que
los que pretendían continuar, ahora que la niebla se había
levantado, estarían preparándose para ello.
Había una embarcación que ya estaba en ello,
cuyo capitán y cuya tripulación eran más rápidos que los del resto
o simplemente más diestros a la hora de decidir el momento en que
sería seguro partir. Por el aspecto que tenía, parecía un barco de
pesca; ahora bien, el hecho de que no transportara ni redes en la
cubierta llevó a Alex a mirar por el catalejo. Aunque había varios
hombres a la vista, todos le daban la espalda mientras izaban las
velas. Había otro de pie, medio al amparo de la sombra que
proporcionaba una puerta abierta que llevaba abajo. Parecía estar
dando órdenes.
—¡Volveos, maldita sea! —farfulló Alex
mientras esperaba, esperaba...
El hombre se volvió.
Fue la disciplina propia de un guerrero lo
que le permitió a Alex poner el catalejo en el suelo sin romperlo.
Lanzó rápidamente los remos al agua y empezó a tirar de ellos con
fuerza, mientras los poderosos músculos pectorales y de los brazos
se tensaban con la furia que alimentaba un solo pensamiento: llegar
a donde estaba Deilos antes de que pudiera dañar a Joanna.
La puerta estaba cerrada por fuera. Esa fue
la única explicación de que no se abriera que se le ocurrió a
Joanna. La puerta de un camarote debería diseñarse para que pudiera
abrirse desde dentro. Esta debía de haberse retocado para
asegurarse de que nadie que estuviera dentro pudiera salir. Deilos
había venido preparado.
Dejó por imposible lo de la puerta y desvió
la vista hasta la trampilla. El barco de pesca no había sido
construido con comodidades tales como la luz y el aire. A pesar de
lo delgada que era, Joanna tenía muy poca esperanza de caber por
aquella estrecha abertura. Eso implicaba olvidarse de las paredes,
del suelo y del techo. Joanna sitió una oleada de agotamiento,
fruto de la noche en vela y de los terribles esfuerzos que había
realizado. Se sobrepuso tan bien como pudo, retiró el fino colchón
de la litera y tomó una de las tablas de madera que había debajo, y
luego miró fijamente las paredes.
Estaban hechas con tableros de madera
desbastados, que aparecían encajados unos a otros sin ningún tipo
de mortero o de mezcla para rellenar los huecos que,
inevitablemente, quedaban entre ellos. En los viajes al norte para
pescar en los caladeros situados frente a Islandia y Terranova, el
viento helador debía de colarse sin piedad. Joanna tomó aliento,
arrancó la tabla de la cama e insertó uno de los extremos entre dos
tableros. Aunque provocó un ruido sordo bastante satisfactorio, no
llevó a nada más que al desprendimiento de algunas astillas de
madera suelta.
Lo que hubiese dado por un hacha, un
martillo, cualquier instrumento que le permitiera destrozar todo lo
que le impidiera salir de aquella prisión lo bastante deprisa como
para que no la descubrieran. Aporrear la madera con una tabla no
sólo parecía inútil, sino que llamaría la atención de sus captores,
algo que quería evitar.
¿O no?
Deilos trataba de usarla como cebo para
atraer a Alex hacia la muerte. De eso, Joanna no tenía ninguna
duda. Al lado de aquello, no había riesgo demasiado excesivo.
Decidida como estaba, Joanna agarró de nuevo
la tabla, pero esa vez empezó a aporrearla contra el propio suelo.
Golpe a golpe, porrazo a porrazo, el sonido fue llenando sus oídos,
hasta que, por fin, oyó el ruido sordo de unos pies que avanzaban
enfadados, directos y veloces al descender por la entrada de las
cocinas.
Con la misma rapidez, Joanna se apartó de la
puerta y sujetó la tabla con fuerza, concentrada en la única
oportunidad que se le presentaría..., el único momento en
que...
Un hombre abrió de par en par la puerta y
entró en el camarote. No era Deilos; era otro algo más bajo,
robusto y que maldecía en akorano...
Joanna levantó ambos brazos, respiró hondo y
le atizó con la tabla de madera justo en la nuca.
No tardarían mucho en avistarlo. Por muy
ocupados en izar las velas que estuvieran, alguien en la cubierta
del pesquero acabaría descubriendo que se acercaba un esquife. Sin
perder el ritmo con que iba remando, Alex calculó la distancia que
iba acortándose por momentos y la comparó con la precisión de las
armas que era probable que llevaran. En cuanto accedió a la zona
que consideraba letal, se puso en cuclillas un poco, y ésa fue la
única concesión otorgada a la proximidad de la muerte.
Las velas del pesquero estaban ya casi
izadas. Al cabo de poco, se harían con el viento, y una vez que eso
ocurriera, ya podía remar tan enérgicamente como quisiera que no
los alcanzaría.
Debía detenerlo de inmediato.
Se oyó un grito en la cubierta. Alex levantó
la vista, y al ver que había unos hombres que lo señalaban, se
agachó justo en el momento en que uno de ellos se echaba al hombro
un arma.
Por lo menos, no contaban con un
cañón.
Aquel macabro pensamiento lo distrajo lo
justo como para comprobar que había alguien más en cubierta: una
esbelta silueta, coronada por una mata de cabello del color de la
miel, vestida con prendas de seda e incongruente entre los
guerreros akoranos, que, al verla, se distrajeron momentáneamente
de su objetivo.
Joanna. Su nombre sonaba como una plegaria
impronunciable, pues Alex necesitaba de todo su aliento para seguir
remando, cada vez más deprisa, y acercarse a mayor velocidad de la
que los vigilantes apostados en cubierta habrían creído posible. En
un acto de violación de toda norma de marinería inculcada en él
desde su más tierna infancia y por encima del más básico instinto
de supervivencia, Alex estrelló el esquife contra la proa del
pesquero.
El golpe de los cascos al empotrarse el uno
contra el otro hizo todo menos apagar los gritos de asombro de los
hombres que había en cubierta. En aquel instante, el esquife empezó
a hacer aguas. Por un amargo momento, Alex creyó que su esfuerzo
había sido en vano. Sin embargo, a través de la polvareda y del
agua que surgía pulverizada, vio los tablones astillados del navío,
que, si bien más lentamente, también hacía aguas.
La cubierta del esquife estaba ya al nivel
del mar cuando Alex saltó. Se agarró al ancla que colgaba de uno de
los lados del barco grande y la empleó para trepar. Mientras los
guardias se apresuraron a ir a por él, Alex desenvainó la espada
que llevaba en el cinturón y atacó. Primero, se ocupó de los
hombres que llevaban armas de fuego, y los atacó antes de que
pudieran dispararle. La cortante brutalidad de su embestida lo
llevó a avanzar sin freno a través de la cubierta, al mismo tiempo
que acribillaba a cualquiera lo bastante tonto como para retarle.
Alex vio a Joanna y supo que ella también lo había visto. Estaba
casi tan cerca como para ofrecerle la mano cuando Deilos apareció
de repente detrás de ella.
Agarró a Joanna y le pasó un brazo alrededor
del cuello.
—¡Suelta la espada! —Deilos le apretó la
garganta hasta dejarla sin aliento—. ¡Suéltala o morirá!
Alex no lo dudó. Aunque los ojos de Joanna
le rogaban que no obedeciera, entregó el arma y se mantuvo con los
brazos caídos, sin ni siquiera contar con la protección de un
escudo. Deilos sonrió con crueldad.
—¡Prendedlo! —les gritó a sus hombres.
Mientras ellos se acercaban, Deilos aumentó
la presión con que apretaba a Joanna.
—La zorra de la xenos ya no nos sirve para
nada. ¡Ofrezco su muerte a los antiguos dioses de nuestros padres,
al toro todopoderoso que pronto pisoteará a todos los xenos que
contaminan Ákora y hará que formen parte de nuestro suelo
sagrado!
Joanna escuchó aquellas palabras como si se
pronunciaran en la lejanía. El torrente sanguíneo que le llegaba a
los oídos creció de modo constante, como si se tratara de una
enorme ola que amenazara con tragársela. Le ardían los pulmones y
el dolor que sentía en la garganta le habría arrancado un grito si
pudiese haber emitido algún sonido. La oscuridad fue reduciendo su
visión por los lados al mismo tiempo que unas luces de colores
bailaban y hacían remolinos delante de ella. Joanna luchó por no
perder el conocimiento mientras empleaba la última dosis de energía
que le quedaba en tratar de soltarse de Deilos. Ambos esfuerzos
fueron inútiles.
La cubierta se ladeó repentinamente. Deilos
perdió el equilibrio y, al hacerlo, soltó a Joanna, que se vio
despedida hacia atrás mientras sus ansiosos pulmones se llenaban de
aire, en el instante previo a golpear el agua y hundirse.
Más y más abajo... Más allá de la luz y de
la esperanza... Iba a morir. No, por favor, no, no en aquel
momento. Lo sentía tanto, tanto. Alex...
Tras sacarse de encima a los hombres que lo
sujetaban, Alex se abalanzó sobre Deilos y cayó junto a él sobre la
cubierta inclinada del barco. Con brutalidad y sin piedad alguna,
le golpeó la cabeza contra los tablones de madera. Ni siquiera
satisfecho cuando la sangre del traidor le resbaló por las manos.
Tan sólo cuando un nuevo grupo de hombres se dirigió hacia él, Alex
se puso en pie, levantó el cuerpo ensangrentado y jadeante de
Deilos y se lo lanzó directamente a sus atacantes. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que Joanna había desaparecido. Se detuvo lo
suficiente como para tomar aire y saltó al agua mientras dejaba
escapar un único grito.
—¡Joanna! ¡Joanna!
Aquella voz sonaba tan apagada, tan lejana.
Resultaba tan familiar, como extraída de un sueño.
—Joanna...
Una voz distinta, más profunda, más fuerte,
tan cargada de amor.
—Hija...
Por encima de ella; las voces estaban por
encima de ella. Debía alcanzarlas. Si lo hacía, estaría a salvo,
segura, amada, protegida...
Se puso en marcha, se esforzó con una
energía que no era enteramente suya, nadó desesperadamente hacia
las voces, lejos de la oscuridad, hacia la luz.
O la encontraba o moriría. La vida se
reducía a aquellas dos simples elecciones. Bucearía hasta que le
explotaran los pulmones si tenía que hacerlo, pero nunca la
abandonaría en una tumba de agua. Por detrás de él, por encima, oía
los gritos y se volvió para ver que el pesquero ponía rumbo al
puerto mientras iba llenándose de agua con rapidez. Se hundía. Los
hombres de Deilos no perdieron ni un segundo en abandonar a su
líder mientras trataban de salvarse a sí mismos.
Alex respiró profundamente en tanto se
preparaba para sumergirse cuando, de repente, una onda en el agua
delante de él hizo que se detuviera. Miró fijamente, apenas
atreviéndose a esperar..., a creer...
—¡Joanna!
Aunque Joanna lo oyó, no tenía fuerza
siquiera para sostener su propia cabeza. El viento soplaba ahora
con más fuerza, las olas crecían con rapidez. A una gran distancia,
Joanna percibió que arreciaba una tormenta, un temporal de verano
que provenía del canal de la Mancha, rápido y feroz, exactamente
igual que el que había arrastrado a sus padres hacía quince años y
que había ocupado sus pesadillas desde entonces.
Eso, en cambio, no era un mal sueño, sino la
pura realidad. Podía luchar por su vida y ganarla, o perderla para
siempre. Surgió en ella una capacidad de resistencia que aunque
apareció algo irregular, fue aumentando con celeridad. Y con ella
vino también su determinación. Al menos, no se iría con tanta
facilidad.
—¡Alex!
Alex nadó hacia ella a ritmo constante sobre
la cresta de una ola. El brazo con que la rodeó era
maravillosamente fuerte. Su pecho, un refugio donde reposar la
cabeza.
—¡Aguanta, Joanna! —gritó con fiereza—.
¡Aguanta!
Y así lo hizo mientras las olas se crecían y
el viento se transformaba en un bramido. La determinación que con
tanto valor había surgido en ella comenzó a desvanecerse. Aunque el
corazón se resistía, Joanna sabía que no podrían sobrevivir. Nadie
podría. Al menos, morirían juntos.
O no. Por encima del hombro de Alex que la
sostenía, Joanna vio algo oscuro y suave que se balanceaba en
contraste con el gris oleaje. Se había soltado un tablón de madera
del casco que se hundía. Joanna gritó y lo señaló, y luego sollozó,
aliviada, cuando la caprichosa fuerza del mar los condujo hacia
él.
Se aferraron a la madera y se abrazaron
mientras la tormenta escupía toda su furia sobre ellos. A pesar del
silbido del viento y de la fuerza con que surgían las olas, ese
pequeño tablón de esperanza se mantuvo firme en su balanceo.
Joanna, agotada, perdía y recuperaba la conciencia
alternativamente, mientras Alex, siempre alerta, empleaba toda su
fuerza en mantenerlos a ambos a flote. Él sabía que iban hacia el
este y avistaba la costa de vez en cuando, cada vez que se situaban
en la cresta de una ola; sin embargo, no vio a nadie más que
hubiera quedado atrapado en el ojo de la tormenta. Los hombres de
Deilos habían perecido con él, tragados por la furia de la
naturaleza. Sabía también que el tiempo transcurría, aunque
desconocía en qué medida. A ratos trataba de sobrevivir y a otros
agonizaba al imaginar cómo lograría Joanna hacer lo mismo.
Más tarde, una hora o varias después, se dio
cuenta de que el vendaval empezaba a amainar. Las olas, si bien aún
enormes, eran menores de lo que habían sido. El tablón los sostenía
con más estabilidad e, incluso, con más facilidad.
Poco a poco, el mar fue calmándose. Y aunque
todavía soplaban ráfagas de viento, ya no lo hacían de modo
constante, sino con una fuerza menguante. Los grandes nubarrones
fueron alejándose para adentrarse en el canal, quizá para disiparse
definitivamente en la zona noreste de Francia, o en las Tierras
Bajas.
Alex levantó la vista y miró el brillo de un
cielo azul que se escondía entre las nubes remanentes. El temporal
se iba tan deprisa como había llegado.
—Joanna...
Joanna levantó la cabeza lentamente y miró a
Alex a los ojos.
Vivos. Estaban vivos.
Mareados, vapuleados, perdidos en medio del
mar..., Vivos.
Joanna rió y se dejó invadir por el sonido
de su propia voz. Rió para el cielo y más allá, rió de pura alegría
y por el triunfo. Rió porque aquélla le pareció la mejor forma de
dar las gracias.
Finalmente, dijo:
—Estamos vivos.
—Vaya si lo estamos —respondió Alex después
de aclararse la voz.
Un poco después, a salvo en los brazos de
Alex, Joanna miró hacia la costa y vio lo que parecía una visión de
ensueño. Por encima de las ricas y verdes praderas, por encima de
la orilla rocosa, se elevaban con orgullo las torres de Hawkforte,
que recogían la luz radiante del sol y la lanzaban hacia el
cielo.
—Ratas ahogadas —protestó Mulridge—, eso es
lo que parecen los dos.
De pie en el patio adoquinado, justo en el
interior de las antiguas murallas cubiertas ahora de una fiesta de
rosas, Joanna miró fijamente a su vieja amiga.
—Estabas en Brighton.
—Ya era hora de volver aquí —respondió
Mulridge después de encogerse de hombros—. Vamos, pero miren por
donde van o nos pasaremos días fregando el suelo.
Ambos recibieron mimos en forma de baños
calientes, toallas templadas y ropas secas. Disfrutaron del té con
pastas servido frente al fuego de la chimenea de la biblioteca, y
luego durmieron durante horas, hasta que se levantaron para la
cena, regada con vino tinto, y que consistió en solomillos de
ternera y puntas de espárragos dulces cogidos del huerto. Si bien
aquella comida era mucho más sencilla que la ofrecida en la mesa
del príncipe, resultaba exquisita, especialmente cuando se
alimentaron el uno al otro con las manos. En cualquier caso, y
antes de nada, un mensajero bajó hasta Brighton cabalgando por el
camino de la costa.
Cuando retornó, ya se desvanecían los
últimos rayos de luz. Royce se alegraba mucho de que estuvieran
bien. Su cariñoso hermano, su comprensivo amigo, llegaría a
Hawkforte... por la mañana.
La noche envolvió las orgullosas torres.
Joanna llevó una vela al fuego para encenderla y luego la colocó en
un candelabro. De pie, con uno en la mano, le ofreció el otro a
Alex, que lo tomó y siguió a Joanna sin decir palabra.
Ascendieron por una escalera de caracol tan
antigua que se inclinaba ligeramente hacia el centro de cada
peldaño; generaciones y generaciones de pies los habían pisado para
subir y bajar. Llegaron hasta una sala situada en lo más alto de la
torre.
—Ésta —explicó Joanna con calma mientras
abría la puerta forjada en hierro y daba un paso adelante— es la
parte más antigua de Hawkforte. Según cuenta la leyenda, el primer
señor de Hawkforte y su mujer compartieron esta habitación. Desde
entonces, sólo la ocupa el señor de Hawkforte de turno después de
contraer matrimonio.
—¿Hay espíritus que pueden ofenderse por
nuestra presencia aquí? —preguntó Alex con una sonrisa.
—Nos darían la bienvenida —respondió
Joanna.
Luego, recorrió la estancia y fue
encendiendo las velas dispuestas en los apliques de la pared, hasta
que la habitación quedó bañada por la tenue luz que
desprendían.
En el centro había un lecho enorme cubierto
de pieles y sobre el que se alzaba un dosel del que colgaban unas
cortinas ricamente bordadas. Joanna caminó hacia el tálamo, se
volvió y miró a Alex.
—Te amo —dijo—. Pensé que debía decírtelo y
quería hacerlo aquí, en este lugar.
—Y yo te amo a ti —respondió con la
naturalidad que permite el reconocimiento de una certeza en la
propia vida.
Después de haber hablado, Alex se acercó a
ella, hasta que una sonrisa tremendamente femenina lo detuvo.
—Espera —pidió Joanna.
Y eso hizo Alex, si bien no estaba muy
seguro de cuánto podría aguantar. Joanna amplió la sonrisa mientras
se desanudaba la cinta que mantenía cerrado el escote del sencillo
vestido que llevaba puesto. Sin apartar los ojos de Alex, sacó
primero uno de sus esbeltos brazos y luego el otro. Por un momento,
sostuvo el vestido recto antes de dejarlo caer hasta dejarle los
pechos al descubierto, deslizarse por la fina cintura, retenerse en
la curva de la cadera y caer, finalmente, para formar una flor de
seda a sus pies.
Joanna dio un paso con gracia para apartar
el vestido y caminó hacia Alex, que tragó con dificultad,
consciente de lo seca que se le había quedado la boca, y apretó las
manos hasta convertirlas en puños mientras luchaba contra las ganas
que sentía por tocar a Joanna. Acariciar con un solo dedo aquella
piel de satén lo volvería loco.
—Te toca —dijo Joanna antes de empezar a
sacarle del pantalón la camisa prestada.
Era caballeroso ayudarla, lo que significó
que en pocos segundos ya se había deshecho de la camisa lanzándola
no se sabía adonde. Joanna frenó las manos de Alex con las suyas
cuando las dirigía a los pantalones.
—Déjame a mí —pidió con una sonrisa
triunfal.
A la luz de las velas, exploraron el país de
maravillas que eran sus cuerpos. Encantada y algo magullada. Alex
frunció el ceño al comprobar los moratones que tenía Joanna en la
dulce curva de la cadera y en la garganta, y ella, a su vez, negó
con la cabeza al dar con las pruebas de la lucha librada contra
Deilos y contra el mar que Alex mostraba. Con cuidado, Alex la
levantó y la acomodó sobre él. Joanna sonrió, algo sorprendida por
la sensación. Sin embargo, enseguida decidió que le gustaba. Se
retiró el pelo, que colocó por detrás de los hombros, y empezó a
moverse, primero lentamente, casi de forma lánguida, a un ritmo que
pronto se reveló imposible de mantener. Enseguida se le aceleró el
corazón y se le calentó la sangre. Comenzó a balancearse con más
rapidez, como si necesitara a Alex desesperadamente, mientras lo
observaba al mismo tiempo que él la contemplaba a ella y luchaba
por contenerse, hasta que...
—Alex...
Con brío, Alex le dio la vuelta y se entregó
en verdad a ella hasta lo más profundo, hasta que un poco después
se agitaba con las sacudidas y una felicidad absoluta se apoderaba
de los dos.
Durmieron, agotados por el día, y se
despertaron en medio de la noche por el ruido de la lluvia que caía
sin piedad. Alex se levantó de la cama para cerrar las
contraventanas, y cuando volvió, se encontró a Joanna acurrucándose
bajo las pieles. Él hizo lo mismo y la atrajo hacia sí hasta
tenerla entre sus brazos.
Y así permanecieron durante un rato, sin
mediar palabra, satisfechos por el simple hecho de estar juntos,
hasta que esa dicha se transformó en una necesidad dulce y cálida
que llevó a Alex a recostar a Joanna bajo su cuerpo, a amarla con
las manos, con la boca, lentamente..., deseoso de que ella
descubriera en cada roce cuan preciosa era para él.
—Te amo —volvió a decirle Joanna mientras
Alex se elevaba sobre ella, y ella aprovechaba para acariciarle los
enormes hombros y el pecho, la revelación de la fuerza que había en
aquel cuerpo, el poder y la amabilidad que contenía, consciente de
que con aquel hombre no habría tormenta que pudiera dañarla—. ¡Dios
mío, cuánto te amo!
Tiró de él para acercárselo y dio un grito
ahogado cuando él entró en ella, cuando la hermosura en estado puro
de aquella unión alcanzó su alma. Aquel día, Joanna había rezado
por vivir y volvía a hacerlo ahora, por vivir, esa vez, una nueva
vida que pudiera crearse en aquel lugar que ella tanto amaba.
Se movieron como si fueran un solo cuerpo,
con un ritmo tan antiguo como el tiempo y que ellos lograron hacer
suyo. Y en el momento en que él gritó su nombre, Joanna sintió que
su plegaria había sido escuchada.
Ya amanecía cuando volvieron a despertarse.
Aunque la lluvia había cesado, el aire, que susurraba entre los
postigos, traía consigo el aroma de la tierra fértil y la hierba
olorosa. El peso familiar del brazo de Alex sobre ella la sacó del
sueño con una sonrisa. Se volvió hacia él, enamorada del tacto más
áspero de aquella piel sobre la suya propia, enamorada de él. ¡Qué
maravilloso era despertarse así!
Despertarse... por la mañana.
Por la mañana. Royce.
Joanna se levantó de un salto y se llevó las
colchas con ella. Envuelta en la sábana, se apresuró hacia la
puerta. Ya tenía la mano sobre el pomo cuando Alex se incorporó y
buscó por instinto su espada que, por una vez, no tenía junto a la
cama.
—¿Qué ocurre?
—Nada, nada, es sólo que mi hermano dijo que
llegaría aquí por la mañana y ya lo es. Si lo conozco y creo que lo
conozco, estará aquí en cualquier momento.
Alex palideció ligeramente. Se levantó como
ella lo había hecho, se puso los pantalones y fue hasta donde
estaba Joanna, junto a la puerta.
—Esto es una hipocresía, claro está
—explicó—. Royce sabe bien lo que sentimos el uno por el
otro.
Joanna asintió y, sin negarlo, se mantuvo
impertérrita. Royce era un hermano inmejorable, pero su tolerancia
tenía un límite.
—Luego —dijo en voz baja. Le dio un beso a
Alex y salió disparada escaleras abajo por la torre.
Después de darse un baño y de vestirse,
Joanna llegó al salón principal, algo falta de resuello, en el
mismo momento en que Royce entraba en el patio. Alex ya estaba
fuera para recibirlo. Los dos se dieron un apretón de manos y
hablaron brevemente antes de entrar juntos.
—Hermana —llamó Royce con gran alegría y le
indicó que se acercara. Se abrazaron durante un rato y luego él se
retiró un poco para examinarla—. ¿No estás herida?
—Sólo tengo algunos moratones. ¿Se sabe algo
de...?
—Han aparecido varios cuerpos, cuya
procedencia se cree akorana; la marea de la mañana los ha
arrastrado hasta la orilla, no muy lejos de aquí —informó Royce con
calma—. No hay rastro de Deilos, aunque eso no es muy sorprendente;
con las corrientes...
Joanna asintió. Sabía muy bien que nunca se
recuperaban los cuerpos de aquellos que perecían en las fuertes
tormentas del canal.
—Algún día —continuó Royce— espero tener la
oportunidad de disculparme ante el vanax por haberle creído
responsable de mi cautiverio.
—Estoy seguro de que mi hermano te
responderá que no es necesaria disculpa alguna —lo tranquilizó
Alex—, aunque creo que soy yo quien te debe una a ti por ser tan
descuidado. —La mirada que dedicó a Joanna fue sincera y cálida—.
Hay un asunto que Royce y yo debemos tratar.
Royce asintió y miró serio, aunque contento,
como si fuera obvio para él. No para Joanna.
—¿Y de qué se trata? —preguntó ella.
Los dos hombres intercambiaron una
mirada.
—De concertar un matrimonio —le recordó
Royce con amabilidad.
—¡Ah! ¡Ah! —Con qué facilidad podía
sonrojarse y qué sorprendente resultaba que lo hiciera en aquel
caso, dadas las circunstancias—. Bueno, siento presentar una
objeción al respecto. En realidad, no he recibido proposición
alguna.
Era cruel por su parte, lo sabía, pero no
dejaba de ser divertido. De inmediato, el semblante de su hermano
se transformó de modo que quedaron borrados todos los signos de
tranquilidad y buen humor, para dar paso a toda la gravedad que
podía mostrar el señor de Hawkforte.
—¡Ah!, ¿no? —preguntó antes de mirar a
Alex.
Éste reaccionó enseguida para aportar una
solución.
Allí, en el antiguo salón de Hawkforte,
donde tantas generaciones de señores y señoras habían vivido y
habían amado, el orgulloso príncipe de Ákora hincó la rodilla, tomó
la mano de su amada y le pidió que se convirtiera en su esposa.
Allí, haciendo caso omiso de su hermano, que en cualquier caso los
miraba con amabilidad, Joanna se arrodilló junto al hombre al que
amaría para el resto de la eternidad y, encantada, le entregó su
corazón.
Y en aquel momento, fue como si el salón se
llenara de todos aquellos que se habían ido ya y encontrara la
bendición del amor de una vida eterna.
Mucho más tarde, Royce paseaba solo por los
jardines de su ancestral hogar. El sol se ponía e iluminaba las
hojas de los árboles y las briznas de hierba con los últimos dones
del día. Mientras contemplaba cómo la noche iba cubriendo la
tierra, miró al mar y siguió la estela plateada que reflejaba la
luna. Permanecía en él la sensación de que aún estaba al borde de
algo tenebroso, indefinido y de vital importancia. De hecho, era
tal la fuerza de aquella sensación que, sin pensarlo, alargó la
mano como si quisiera atraparla. Había sido un día largo y se
encontraba fatigado. Quizá por eso, allí de pie, con la mano
extendida, mientras respiraba la fragancia de la roca y del mar,
creyó, sólo creyó, distinguir una fragancia a limones...
Arrastrados por el aire de la noche, los
aromas a jazmín, a tomillo y a adelfas se entremezclaban hasta
tejerse en la fragancia que había conocido siempre allí, en Ákora,
su hogar y su prisión al mismo tiempo. ¡Cuánto deseaba salir de
allí, cuánto la echaría de menos cuando lo hiciera! Kassandra
suspiró, inclinó la cabeza y cruzó los brazos al mismo tiempo que
contemplaba el mar que se extendía más allá de las enormes ventanas
del palacio y que se tornaba plata bajo la luz de la luna. Aquella
luna marcaba un camino que llevaba... ¿Adónde?, ¿hacia cuál de
todos los futuros que se extendían tras el siguiente suspiro, el
siguiente momento? Por una vez, no podía verlo, sólo podía
sentirlo. Y al hacerlo extendió la mano y, sólo durante un
instante, tocó la de otra persona.
* * *