Capítulo 9
ALEX la vio llegar a través
del descampado que se extendía detrás de las barracas. Venía a pie
y la gloriosa melena le ondeaba al viento. Saida había desempeñado
perfectamente su trabajo, pues Joanna iba vestida con algo verde y
vaporoso que le sentaba muy bien. Verla habría sido un placer si no
hubiera sido por dos desafortunados detalles: iba a visitarlo a un
lugar que estaba reservado a los hombres, y venía
indignadísima.
El príncipe de Ákora envainó la espada e
indicó al hombre con el que se disponía a luchar que se marchara.
Bañado en sudor y con el pecho desnudo, se concedió un momento para
disfrutar de la agilidad que proporcionaba el cansancio físico
agotador. Pasar una mañana golpeando y dando puñaladas había
servido para poner fin a muchas de las manías desarrolladas durante
los meses que había pasado en Inglaterra. Se sentía renovado y bien
capaz de lidiar con una lady Joanna Hawkforte.
O así lo creía, hasta que comprobó que tras
el enojo de aquellos ojos de avellana había dolor.
—¡Lo sabía! —lo acusó aún a cierta distancia
de él.
Joanna habló lo suficientemente alto y claro
como para que los hombres que había cerca lo oyeran, y habló en
inglés. No esperó a que fuera él quien iniciara la conversación, y
no se dirigió a él como kreon; de hecho, no observó ninguna de las
normas de conducta que debía seguir. Aparte de su aspecto, era
obvio que se trataba de la amante xenos que se decía que el
príncipe se había traído con él. Una mujer que, por extraño que
pareciera, se comportaba mal y que, aunque estaba claro que
resultaba atractiva, no parecía haber sido bien educada. Todo eso
haría que los hombres que estaban allí se preguntaran por qué se
había encaprichado con aquélla cuando en Ákora había tantas mujeres
encantadoras. Aunque el carácter estaba bien para una mujer,
también se esperaba de ella cierto decoro.
Sin decir palabra, Alex acortó la distancia
entre ellos, tomó a Joanna del brazo y la guió hacia el lugar en
que se encontraba su tienda, cerca del borde del campo. Cuando ella
trató de resistirse, él se limitó a sujetarla con más fuerza, no la
suficiente como para hacerle daño, aunque sí con firmeza.
—Si quiere montar aquí una escena —le
comentó con calma—, puede hacerlo. Ahora bien, no le servirá de
nada; de hecho, complicará más las cosas.
Joanna lo miró, apretó los labios y lo
siguió.
Dentro de la tienda se estaba más fresco; el
sol se filtraba en vertical por el lino grueso y azul que se
agitaba por la brisa que provenía del mar Interior. Joanna ignoró
el sofá azul que Alex le indicó para que se sentara, y continuó de
pie.
Sin apartar los ojos de él ni un momento, le
dijo:
—No se mata a los xenos.
Alex se sirvió una copa de agua helada de un
aguamanil empañado, se la ofreció y se encogió de hombros cuando
ella la rechazó. Él bebió y, al hacerlo, se le movieron todos los
músculos del cuello. Cuando hubo terminado, depositó la copa en su
sitio en un gesto muy medido, muy controlado. También lo era su
voz.
—Deduzco que ha conocido a Kassandra.
Joanna movió la cabeza para asentir. Tener
ante ella la belleza puramente física y la sobrecogedora
masculinidad del príncipe de Ákora hacía vergonzosamente difícil
concentrarse. Enfadada consigo misma, con él y con el conjunto de
la situación, se obligó a prestar atención a lo que
correspondía.
—Me ha llevado a dar una vuelta por Ilion.
La modista francesa ha resultado ser un interesante
descubrimiento.
La sonrisa de Alex pareció compungida.
—¡Qué propio de Kassandra! Como no podía
contarle lo que todo akorano sabe que debe mantenerse en secreto,
la ha llevado al lugar exacto en que podría descubrir la verdad por
usted misma.
—¡Al diablo con el secreto! ¿Por qué no me
lo contó? —respiró profundamente, se esforzó por contenerse, pero
no lo logró—. Dejó que creyera que Royce podía haber llegado aquí y
haber sido asesinado. ¡Sabiendo que no era cierto!
Alex sintió una punzada de dolor al saber
que ella se había sentido traicionada, sobre todo porque era
consciente de que merecía el reproche, al menos en parte. En la
mirada se le traslució la furia —hacia ella, hacía sí mismo, hacia
toda aquella maldita situación— y algo más, algo muy caliente y
primario que había olvidado hacía ya mucho tiempo. Casi en un
gruñido, respondió:
—¿Cree que es la única con deberes y
obligaciones? ¡Yo no soy uno de sus príncipes ingleses, gordos y
consentidos! Yo sirvo a Ákora. He jurado cumplir con mi deber y es
un privilegio también protegerla, hasta con la muerte si fuera
necesario. —Luchó por controlarse y tomó de nuevo la copa. Mientras
ella lo miraba, involuntariamente fascinada, apretó con fuerza el
metal, que aplastó despacio y de modo inexorable antes de
continuar—: Su hermano es británico. ¿Tiene idea de lo que eso
significa para mí?
Sí, lo sabía, y en aquel preciso momento lo
veía con impactante claridad.
—Kassandra cree que los británicos invadirán
Ákora.
A Joanna se le encogió el estómago y, por un
horrible instante, creyó que caería enferma.
Alex lanzó la copa estrujada sin fijarse
demasiado adonde.
—¿También le contó eso mi hermana? Debe de
haberle gustado mucho. No importa. Sí, ha visto no sólo la
invasión, sino la conquista de Ákora a manos de los británicos.
¿Esperaba realmente que, con eso en mente, yo hubiera animado a su
hermano a que viniera y mucho menos que el vanax lo hubiera
permitido?
—¡Royce nunca formaría parte de nada que
dañara Ákora! ¡Este lugar le ha fascinado desde que era un
niño!
—Y los hombres queremos poseer lo que nos
fascina. Nos sentimos llamados a ello. Es nuestra naturaleza.
Su propia naturaleza. No obstante el
entrenamiento y la disciplina, la impresionante capacidad de
autocontrol y la dedicación a sus obligaciones, él era, única y
sencillamente, un hombre, de la cabeza a los pies. Era una verdad
que llevaba negando demasiado tiempo.
Diez días en el mar..., en los que había
descubierto a una mujer despojada de las restricciones sociales y
el paralizador decoro..., la joven criatura que se sentaba de
piernas cruzadas para leer Homero y se asomaba por las troneras
para echar un vistazo a un mundo prohibido..., que reía y retaba y,
de alguna manera, atravesaba todas sus defensas sin que él apenas
se diera cuenta...
Diez días malditos e interminables.
Con sus noches.
Lo había intentado. Por todos los dioses que
lo había intentado, pero sus manos estaban ya sobre los hombros de
ella y la acercaban hacia él, a pesar de que su lado responsable y
disciplinado contemplaba la escena absolutamente
desconcertado.
Ella tenía la boca suave, dulce, carnosa. El
sabor y el olor de Joanna lo colmaban. Y él no acertaba a adivinar
qué era lo que ella tenía que tanto lo fascinaba: su valor, su
belleza, su inteligencia o ese toque de espinosa rebeldía que se
derretía de modo tan atrayente que se convertía en pura
pasión.
Por un instante, ella se tensó como si fuera
a separarlo. Aunque Alex contuvo el aliento al borde de la
conciencia, en el siguiente latido, ella emitió un sonido grave,
plenamente femenino, y se relajó. Alex gimió, aliviado, y la besó
con más intensidad. Aquella primera vez a bordo del barco, la
reacción de Joanna había sido inocentemente tentativa. En esa
ocasión, en cambio, lo recibió con una calidez y un ansia que
completó la de él.
Alex sentía los pechos de Joanna, plenos y
suaves, apretados contra su cuerpo. Los envolvió con sus manos y, a
través de la tela del vestido, le acarició, con los pulgares, los
pezones dilatados. Joanna se estremeció y se aferró a los poderosos
hombros de Alex. Luego, fue bajando las manos mientras descubría y
memorizaba los potentes músculos de su espalda. Echó la cabeza
hacia atrás en cuanto la boca de Alex descendió hasta la base de su
garganta y empezó a recorrerla con los dientes al mismo tiempo que
la abrazaba por las caderas con su brazo de acero y la apretaba aún
más contra él.
Joanna olía a miel y a eucalipto, a brisa de
mar y a mujer. Su cabello era como seda que cayera sobre sus manos.
Alex notó su fuerza cuando ella lo abrazó con aquellos brazos
delgados. No se trataba de una lánguida amante, ni de una mujer
enseñada y con reacciones arteras. Había honestidad en su alma.
Alex se separó ligeramente, observó las ganas que nublaban aquellos
ojos y volvió a besarla.
El mundo se tambaleaba. Joanna se agarró a
Alex mientras el impacto del beso la atravesaba, y la pasión
arrastraba las últimas y leves briznas de razón. No le importaba
que estuvieran protegidos apenas por una tienda, a plena luz del
día y rodeados de sus hombres, ni siquiera que el destino pareciera
estar a punto de declararlos enemigos. Sus vidas les pertenecían, y
el destino sería lo que ellos hicieran de él.
La vida resultaba demasiado mediocre. Podía
desvanecerse en un mar en calma que se ve enardecido por una
repentina tormenta, o resbalar por una ola con una sonrisa. El
pasado era un recuerdo; el futuro, una esperanza, y nada era real,
salvo aquel momento.
Joanna quería a aquel hombre en sus brazos,
en su cuerpo y en su corazón. Quería el deseo candente que surgía
entre los dos con una desesperación que la dejó impresionada. Se
encontraba, temblorosa, a punto de precipitarse en lo desconocido,
cuando sintió la despiadada puñalada de la memoria.
Una roca, que apenas por un instante había
sentido fría y húmeda.
¿Cómo podía...? ¿Cómo podía ella olvidar,
siquiera un momento, el peligro al que se enfrentaba su hermano,
para coquetear —porque eso era lo que estaba haciendo— con un
hombre que bien podría considerarse su propio enemigo y el de
Royce? ¿En qué tipo de horrible, baja y cobarde persona se había
convertido? No era más que una esclava de la pérfida pasión.
—No puedo...
Aquellas palabras le fueron arrancadas
mientras luchaba por separarse del abrazo del hombre que, a pesar
de todo, tanto le atraía.
—No podemos... —dijo Alex casi en el mismo
momento, al mismo tiempo que permitía repentinamente que ella se
distanciara.
Se mantuvo algo apartado y la miró con una
incredulidad que enseguida trató de disimular. Respiró hondo,
sorprendido por la conciencia de que apenas había logrado
detenerse. Se encontraba a un latido de volver a abrazarla. ¿Qué
locura era aquélla? Nunca, ni siquiera cuando era un niño que aún
no había recibido entrenamiento, se había sentido tan vulnerable
ante una mujer. ¡Por piedad! Ni siquiera en las mejores
circunstancias se distraería Alex del campo de entrenamiento, donde
el deber exigía la más estricta diligencia, y mucho menos lo haría
en un momento tan peligroso como aquél, en que tanto había en juego
y en que incluso los hombres más leales podían sentirse tentados a
dudar de un líder que se permitía excesos.
Y aun así, había estado muy cerca. Masculló
algún exabrupto, se fue hasta la portezuela de la tienda y la abrió
de un tirón. Con una orden, tuvo listos a varios de sus hombres.
Poco después, se subió al carruaje que le habían acercado, tomó las
riendas del par de caballos tordos que lo llevaban y le hizo un
gesto a Joanna.
—Venga.
Dolorosamente consciente de las cautelosas y
curiosas miradas que le dirigían mientras se acercaba, y deseosa de
que las mejillas no estuvieran tan sonrojadas como ella las notaba,
salió del relativo refugio que le proporcionaba la tienda y se
colocó con rapidez en el carruaje. Al hacerlo, evitó tocar la mano
que Alex le tendía y optó, en cambio, por aferrarse con fuerza a la
barra de aquella especie de cuadriga de dos caballos que iba a
transportarlos. E hizo bien, pues al instante los animales
arrancaron y ella se quedó boquiabierta al comprobar que aquel
vehículo tan ligero y manejable, diseñado para la prisa y el
vapuleo de la batalla, parecía casi separarse del suelo de la
fuerza con que brincaba.
Joanna se sujetó bien, apenas sin
respiración, y se esforzó por enfrentarse a la extraordinaria
situación en la que se encontraba. Ella, Joanna Hawkforte, que
había vivido lo que consideraba una vida repleta de normalidades
iba en un carro de guerra —¡un carro!— que se desplazaba a toda
velocidad desde los campos de entrenamiento del ejército akorano
hasta el palacio real. Los días de la vida de Joanna habían
transcurrido en un orden sencillo, aunque gratificante, que le
había permitido supervisar las actividades y economías de Hawkforte
al albur del paso de las estaciones, profundamente acomodada en la
misma rutina que habían seguido las legiones de mujeres de entre
sus antepasados.
Hasta aquel momento.
Tímidamente, se llevó un dedo a los labios,
sintió el cosquilleo residual y apretó la barra a la que se
sujetaba con más energía. Se mantuvo detrás de Alex. Alexandros.
Acaso sería más inteligente por su parte pensar en él de aquella
manera. Alexandros, príncipe de Ákora. Con el tronco desnudo, la
piel le lucía bajo el sol y los potentes músculos de los brazos y
de la espalda se tensaban y destensaban al controlar los caballos
para atravesar el campo más rápidamente.
Aquella piel cálida, incluso caliente, cuyo
tacto aún notaba en sus manos. El sabor de aquel hombre todavía en
su boca. El deseo...
¡Por Dios!, no iba a regodearse en
ello.
Penetraron como un rayo en el patio de la
entrada situado frente al palacio y dejaron a su paso una
polvareda. Un chico joven acudió hacia ellos para hacerse cargo de
las riendas que Alex le lanzaba y llevarse el carro. Notó posadas
sobre ella, si bien no se atrevió a comprobarlo, las miradas de la
gente que iba y venía. Enseguida, antes de que él pudiera tocarla
otra vez, ascendió las escaleras que llevaban al ala de los
aposentos familiares. Alex la siguió de cerca.
Al llegar al descansillo, Joanna se volvió
para rebuscar en su interior algo de valor. Alex tenía un aspecto
tan... formidable. Sí, eso era. Él le sacaba varios centímetros de
altura y estaba en perfecta forma. No, había más. Su forma de ser,
la costumbre de estar al mando y de cargar con la responsabilidad
que siempre lo acompañaban... Ahora la escrutaba con los ojos algo
entornados.
—Tenemos que hablar —informó ella, que oyó
su propia voz como si hablara a una gran distancia.
Alex asintió una sola vez, de manera
cortante. Sin mediar palabra, subieron los escalones que llevaban a
los aposentos privados del príncipe. Allí hacía más frío por estar
aireado gracias a la brisa tranquila que entraba por las enormes
ventanas horadadas en el grueso muro de piedra. No había nadie a la
vista. En el silencio, Joanna podía oír el suave goteo del reloj de
agua.
El tiempo transcurría.
—Royce está vivo.
Alex se volvió y se quedó mirándola. Le caía
un mechón de aquel cabello de ébano sobre la frente. Sin avisar,
suavizó la mirada y respondió:
—Sé que le gustaría que así fuera.
—No. Escuche. —Joanna apretó los labios con
fuerza mientras buscaba las palabras que lo convencieran—.
Kassandra tiene un don..., o una maldición. ¿Ha habido alguna otra
mujer en su familia con habilidades poco corrientes?
Alex la observaba con el ceño fruncido,
perplejo.
—Unas cuantas...
—También en la mía. Más de unas cuantas, y
esto se remonta a siglos atrás, al comienzo de nuestra historia.
Estamos acostumbrados a ello —rió apenas—, tanto como es posible
estarlo, claro está. —Respiró de nuevo mientras sentía cómo iba
ganando en seguridad. Podía hacerlo. Debía hacerlo—. Apostaría a
que si busca en su historia familiar, descubriría que nadie en ese
linaje ha mostrado habilidades de ese tipo hasta hace unos
setecientos años.
Alex se mantuvo callado un rato, como si
estuviera dominado por una calma profunda en su interior.
—¿Por qué precisamente entonces?
No la había corregido. Ella estaba en lo
cierto, como sabía que lo estaría. Se sintió aliviada.
—Porque ése es el momento en que los
miembros de mi familia llegaron aquí. Al menos algunos de ellos se
quedaron. Después de conocer a Kassandra, no tengo dudas ya sobre
lo que trajeron con ellos...
—Estos dones...
—No se dan en todas las generaciones, pero
sí con la suficiente frecuencia y siempre en mujeres, nunca en
hombres. De alguna manera, parece que llegan cuando son necesarios,
aunque nadie pretende comprenderlo. En cualquier caso, yo soy una
de esas mujeres, a mi manera, por supuesto, y de un modo menos
evidente y más simple que en el caso de Kassandra.
Se irguió, inspiró y espiró al mismo tiempo
que elevaba internamente una oración. «Por favor, que Alex me crea,
que comprenda, que actúe.»
—Yo encuentro cosas. Todo empezó cuando era
una niña pequeña. Un muñeco desaparecido, un perrito dormido en un
armario, un gorrito fuera de sitio. Al principio resultaba muy
sencillo. Luego, a la edad de seis años, se perdió el hijo del
molinero. Todo el mundo estaba desesperado. La búsqueda se prolongó
durante dos días y dos noches. Yo lo conocía porque solíamos jugar
juntos. Quería tanto que lo encontraran..., y algo en mí llegó
hasta él. No sé cómo explicarlo de otra manera. Sentí su presencia.
El chico tenía frío y estaba asustado, atrapado en la tierra, y yo
sabía dónde. Lo sabía. Se encontraba en una dolina, un hundimiento
de tierra situado a un kilómetro y medio de Hawkforte por donde él
había estado paseando. A Dios gracias que nadie me tomó por loca.
El pueblo de Hawkforte conoce estos dones e incluso se alegró de
que yo lo poseyera. Y mis padres... —empezó. El dolor de la pérdida
era aún intenso a pesar de los años que habían transcurrido—. Mis
padres fueron maravillosos. Mi padre recordó todas las historias
que había oído contar sobre mi tatarabuela. Me ayudó a entender mi
don, a asumirlo.
Joanna extendió las manos y clavó su mirada
en la de Alex.
—Créame, por favor. Royce está vivo, pero
está preso y está... debilitándose. Hay que encontrarlo
pronto.
Alex se mantuvo en silencio durante largo
rato. Se sentía destrozado y seguía luchando por controlar su deseo
por ella y por aceptar lo que estaba escuchando. Era obvio que
Joanna creía en lo que estaba diciendo. ¿Cómo podría creerlo él?
¿Podría realmente seguir con vida Royce Hawkforte?
—Joanna..., no se ha oído ni una palabra
sobre él. Ahora ya conoce nuestra política sobre los xenos. Si
Royce hubiera llegado hasta aquí, se habría informado a las
autoridades competentes de inmediato. Más aún, al tratarse de un
lord inglés se le habría conducido a palacio. Hemos estado alerta
desde que él mismo me habló de su deseo de venir a Ákora, pero
nadie ha sabido nada de su partida.
Hablaba con amabilidad, como si realmente le
aterrara la sola idea de herir a Joanna. Y, sin embargo, parecía
inevitable. Aunque poseyera un don, como ella misma afirmaba, y él
quería creer, las posibilidades de que estuviera en lo cierto eran
mínimas.
—Está aquí —respondió con valentía—. Estoy
absolutamente segura de ello.
—Lo sabríamos...
—Debería saberlo. No es lo mismo. —Joanna
frunció el ceño—. ¿Por qué no está al corriente?
Alex se tensó mientras la miraba con una
fascinación involuntaria. Era inteligente. Y él apenas comenzaba
ahora a comprender cómo ese rasgo moldeaba su forma de ser.
—Royce está aquí —repitió despacio lo que
para ella llegaba como un conocimiento directo—, y el vanax de
Ákora no lo sabe. Alguien se lo está ocultando, probablemente la
misma persona que retiene a Royce como prisionero. ¿Por qué? ¿Para
qué? —Aguzó la mirada y la fijó en él de modo infalible—. ¿Quién
osaría hacer algo así?
—¿Qué es lo que le hace pensar...?
Joanna hizo un gesto rápido y disuasorio con
la mano.
—Espere. No hay tiempo para esto. Por favor,
limítese a ser honesto conmigo.
Fue aquel «por favor» lo que lo logró.
Aquello y la mirada de ansiedad en sus ojos, una ansiedad por
encontrar a su hermano, por alcanzar la verdad y —se atrevió a
esperar— quizá también por llegar a él. Así se había sentido Joanna
en sus brazos. Así se mantenía en su memoria.
Con lentitud, respondió.
—Ákora atraviesa tiempos difíciles.
—Porque cree que Gran Bretaña va a invadir
la isla.
—En parte...
Alex necesitaba una ducha y cambiarse de
ropa. Más aún, quería tiempo para ordenar sus pensamientos y
decidir cómo iba a lidiar con aquella mujer que significaba mucho
más de lo que él había esperado.
—Quédese aquí —ordenó—. No vaya a ningún
sitio, no haga nada. ¿Me ha entendido?
Joanna asintió una vez, aunque Alex pensó
que a regañadientes tendría que bastarle. Escogió unas cuantas
prendas de ropa de un baúl y desapareció en el baño.
Una vez que se hubo cerrado la puerta tras
él, Joanna respiró con tranquilidad y se sentó rápidamente en el
borde de la cama. Mejor aquello que un fracaso total. Sus piernas
tenían la consistencia de la gelatina de vaca que Mulridge solía
obligarla a tomar si se sentía mal. Tenía la cabeza abotagada como
le ocurría cuando las semillas de algodón se liberaban y se movían
por el aire caluroso y cargado del verano a lo largo de los campos
de Hawkforte, como si de nubes se tratara. Sentía un zumbido lejano
en los oídos, como el que hacen las abejas mientras trabajan.
Todo aquello le pesaba, como sus pechos,
como nunca. Se notaba aún extremadamente sensibles los pezones y
entre las piernas era innegable que se sentía húmeda.
«Respira..., inspira..., espira...»
Joanna oía el ruido del agua en la
habitación de al lado. Caía sobre aquellos tensos músculos,
resbalaba a lo largo de los perfectos contornos de aquel cuerpo
extraordinario y recorría cada palmo de aquella piel tersa y
bronceada.
«Respira..., inspira..., espira...»
La había escuchado, de modo que debería
estar contenta. No se había negado, como ella temía, a atender a su
petición de buscar aquello que se había perdido. De hecho, parecía
que él se lo hubiera tomado todo con calma. Eso sí, en cuanto ella
se había dado cuenta de que algo no iba como debía..., él había
decidido de repente darse una ducha.
Gotas de agua que se deslizaban
lentamente...
¡Por Dios! No era ninguna niña aturullada
como para pasarse el día pensando en las musarañas por haber
reaccionado de un modo por completo natural ante un hombre
increíblemente guapo. Si pudiera al menos planteárselo así... Se
trataba de algo natural, nada extraordinario, y no había razón
alguna para sentirse como si el mundo entero se hubiera estrellado
bajo sus pies.
Caminó adelante y atrás en aquel suelo de
losas de piedra helada, de modo que el vestido le bailaba alrededor
de las piernas. Más allá de aquellas enormes ventanas se observaba
una estampa de aparente paz y total prosperidad. Había algunos
barcos anclados en el muelle y otros que navegaban hendiendo las
proas en aquel manto azulado, suave y acuoso que constituía el mar
Interior. Los carromatos y los carros avanzaban a trompicones por
los caminos. Fuera ya de la ciudad, los campos maduraban y lucían
un aspecto dorado a la luz del sol.
Parecía el paraíso mismo. ¿Dónde estaría
escondida la serpiente?
El ruido del agua se detuvo. Joanna se
volvió, echó un vistazo a la puerta y rápidamente volvió a desviar
la mirada. Pasaron unos minutos.
Cerró los ojos para llenarse de fuerza,
hasta que visualizó de repente una serpiente, verde y pequeña, que
avanzaba zigzagueando más allá del muro del jardín situado junto a
la antigua torre de vigilancia de Hawkforte. Iba buscando huevos de
pájaro, sin duda, u otro tipo de exquisiteces. Se retorcía sin
parar y sacaba la lengua constantemente para determinar el rumbo
hacia su presa. ¿Cuántas veces se había apoyado ella en el muro del
jardín al calor del sol de verano para dormitar mientras observaba
aquellos fugaces momentos de tanta intensidad y tragedia
incipiente?
—¿Joanna...?
Alex la miraba, preocupado. Respiró con
premura a pesar de sentir una presión en el pecho y trató de
sonreír.
—Sólo estaba pensando.
Alex llevaba el pelo mojado y rizado, de
modo que realzaba la escultórica belleza de sus rasgos. Se había
vestido con una sencilla túnica de lino sin blanquear anudada en la
cintura y que le llegaba a la mitad de los muslos. En la mano
derecha empuñaba su espada envainada en una funda de bronce batido.
Depositó el arma sobre un arca y se dirigió a Joanna.
—Hay una parte de mí a la que le gustaría
que no lo hiciera.
—¿Hacer qué?
La sonrisa que mostraba Alex era
compungida.
—Pensar.
Enseguida, antes de que el rayo que atravesó
los ojos de Joanna llegara hasta su boca, Alex añadió:
—Dese cuenta de que he dicho parte de mí, no
todo, y soy lo suficientemente razonable como para saber que se
trata del deseo de un tonto.
—No es tonto —replicó Joanna con la voz algo
ronca, mientras se debatía entre sentir rabia, pena o el vergonzoso
placer y la aún punzante necesidad de su propia carne.
Alex se pasó una mano por el pelo, lo que la
distrajo inevitablemente.
—Pues me siento bastante tonto últimamente.
En fin, no importa. ¿Está hambrienta?
Sólo pensar en comida hizo que a Joanna se
le encogiera el estómago.
—Sólo por recordárselo. Se disponía a
contarme por qué Ákora atraviesa momentos difíciles.
La mirada de Alex fue rápida y penetrante,
tanto que estremeció a Joanna como si la hubiera tocado.
—¡Ah! ¿Sí?
—O puede ser que no, pero si no lo hace, se
expone a que yo extraiga mis propias conclusiones.
Alex se mantuvo en silencio, y Joanna creyó
que era para retarla. Muy bien, si él quería arrojar el guante,
ella no dudaría en recogerlo. Kassandra no había querido contarle
cómo se recibía a los xenos en Ákora, sino que se lo había
mostrado. Tal vez Alex sentía la misma reticencia.
—Cuando Kassandra me contó la visión que
había tenido, me dijo que había visto que se debilitaba desde
dentro, aunque esta vez por la mano del hombre en lugar de por la
de la naturaleza.
Luego, miró a Alex, expectante, pero la
expresión de su rostro le resultó inescrutable. Con todo, él no
retiró la mirada de la de ella ni un instante.
Hizo un gesto señalando la ventana y
continuó:
—Aquí parece todo tan pacífico... Y al mismo
tiempo, el mundo fuera de Ákora está revuelto, o lleva siglos
estándolo, en realidad. Y ahora hay algo más... —Joanna observó
Ilion y el campo que se extendía tras la ciudad, y vio lo que allí
había y lo que faltaba también—. En Inglaterra, las fábricas
parecen germinar en todas partes. Cada día viene acompañado por
alguna innovación. Nada parece contener el cambio que acontece a
nuestro alrededor.
—Nada lo contendrá —interrumpió Alex con
calma—. ¿Le dicen algo los nombres Samuel Slater o William
Cockerill?
Joanna lo pensó y respondió:
—Cockerill, sí. Provocó un escándalo menor
hace unos años cuando se supo que había viajado a Francia y que se
había llevado con él los planos de las máquinas que hasta entonces
habían pertenecido sólo a Inglaterra. Recuerdo que Royce lo
comentó.
—Bien, pues Slater hizo lo mismo, aunque su
destino fue América. Esos hombres acaban con todas las dudas sobre
la imposibilidad de ponerle barreras al conocimiento. Esa es una
lección que Ákora debe aprender, y deprisa. En el pasado, nos ha
bastado con mantener fuertes nuestras defensas, adquirir lo último
en armamento y estar preparados para emplearlo. Pronto dejará de
ser así. El poder vendrá tanto de un motor de vapor como de un
arma. Si nos permitimos el lujo de permanecer como estamos, sólo
será una cuestión de tiempo el que la oleada de transformaciones
acabe con nosotros.
—He visto esta nueva industrialización en
algunas zonas de Inglaterra. Las minas arañan el paisaje, las
fábricas embrutecen a los trabajadores. No desearía a nadie un
destino así.
—Ni yo. Debemos encontrar la forma de hacer
uso de este nuevo tipo de poder a nuestro modo y para nuestro
beneficio. Mi hermano cree que puede hacerse, y yo también, pero...
—dudó un momento— hay otros en Ákora que se oponen a que se
produzca cambio alguno. Ven que cualquier amenaza al statu quo supondría un peligro para su posición, y
están dispuestos a erradicar cualquier alteración.
—¿En contra de los deseos del vanax?
Alex asintió. Había tomado una decisión
mientras deseaba poder deshacerse del calor de la pasión con tanta
facilidad como se limpiaba el sudor después del entrenamiento.
Joanna Hawkforte era distinta de cualquier mujer que hubiera
conocido antes. Sería estúpido no reconocerlo... y no emplearlo.
Con todo, le costó decir:
—Una vez que el vanax decida, debería cesar
toda oposición. Sin embargo, parece que hay miembros del Consejo
cuyo deseo de poder supera y elimina su sentido del honor.
«Me está contando cosas que ningún otro
xenos ha escuchado», pensó Joanna. Dedicó un momento a regodearse
en aquel pensamiento antes de centrarse en la gravedad de la
situación.
—¿Cuántos miembros? ¿Los suficientes para
marcar la diferencia?
—Es probable que tres de seis. Se llaman
Deilos, Troizus y Melinos. Aparte de la familia real de los
Atreidas, representan a las familias más ricas y poderosas de
Ákora.
—Y aun así, no son más que tres hombres.
¿Suponen un riesgo real para Ákora?
—En una situación normal, probablemente no
—reconoció Alex—, pero hay algo más. En el último año más o menos,
ha aparecido un grupo que exige más cambios incluso que los que
contempla el vanax. Su líder ha llegado tan lejos que ha dicho que
quiere traer la revolución a Ákora, tal y como ha ocurrido en
América y en Francia. Aunque hasta ahora no tenemos forma de saber
cuánta influencia tiene este grupo entre el pueblo, parece que
aumenta el número de miembros.
—¿Así que vuestro hermano está atrapado
entre los reaccionarios que rechazan cualquier cambio y los
rebeldes que quieren uno radical? No me extraña que Kassandra viera
que Ákora se debilitaba por dentro. Ningún país querría verse en
una situación así.
—A pesar de que, lamentablemente, eso es
cierto, Atreus es un hombre valiente y un líder sabio. Estoy seguro
de que podrá sacar a Ákora sana y salva de este difícil periodo. Y
yo pretendo hacer todo lo que esté en mi mano para ayudarlo.
—Exactamente como yo pretendo hacer todo lo
que esté en mi mano para encontrar a Royce.
Se mantuvieron en aquel silencio que se posó
sobre ellos mientras se observaban el uno al otro. Alex veía a una
mujer valiente y de honor que le encendía la sangre y que se había
ganado su admiración. Si no le importara nada más que sus propios
deseos, no dudaría en reclamar su derecho a poseerla y protegerla.
Por su parte, Joanna veía a un hombre que parecía haber salido
directamente de una leyenda para adentrarse en sus sueños. Si el
mundo fuera de otro modo, habría sido tan sencillo olvidar todo lo
demás y rendirse al profundo y ardiente deseo que él provocaba en
su alma...
El mundo, sin embargo, era como era, y el
deber ejercía su poder con tiranía.
—Propongo —comenzó Alex, calmado— que
cooperemos.
A pesar de los anhelos que escondía su
corazón, pondría esa extraña virtud de Joanna, así como su
desesperación por encontrar a su hermano, al servicio de Ákora. Y
sólo él sabría el precio que le correspondería pagar por
hacerlo.
—Me parece una idea excelente —respondió
Joanna al mismo tiempo que ignoraba conscientemente las protestas
de su corazón.
A pesar de que comprendía bien el interés de
Alex por proteger Ákora, Royce iba primero. Haría lo que fuera —y
se enfrentaría a quien hiciera falta— para encontrar a su
hermano.
Alex sonrió y extendió el brazo para
acariciarle la mejilla con suavidad. Joanna luchó internamente por
disimular que se estremecía, y al apartar la mirada un instante, no
vio la sombra de arrepentimiento que se asomó a los ojos de Alex,
como tampoco él vio el deseo que ella no fue capaz de ocultar,
aunque sabía que debía negarlo.
* * *