Capítulo 5

 

ALEX pensó que había buenas razones para que Joanna aprendiera más sobre Ákora antes de que llegaran. Bastante le iba a costar adaptarse como para añadir además el peso de la ignorancia. Con todo, le resultaba difícil acabar con la renuencia mantenida durante toda una vida. Desde muy niño había sabido que sería uno de los elegidos para viajar al resto del mundo, si bien, al contrario que la mayoría de los demás, iría como akorano, sin ocultar su identidad. Aunque reclamaría su herencia inglesa, mantendría intacto el amor y la lealtad que le habían inculcado desde la infancia. Más aún, nunca desvelaría, ni de palabra ni con hechos, nada que pudiera emplearse para perjudicar a Ákora.
Su abuelo inglés lo había comprendido, e incluso apreciado, pues se había resistido a hablar del lugar que había reclamado a su hijo. Aquél, como otros, era un tema del que resultaba sencillo desviar las preguntas o ignorarlas. No era tal el caso, en cambio, cuando hablaba con Joanna. Alex no estaba acostumbrado a tratar con mujeres de espíritu tan independiente, y mucho menos con una capaz de razonar por sí misma un asunto de seguridad estatal al que sólo el vanax y un reducido círculo de allegados tenía acceso.
Si bien nunca había dudado de la bravura de las mujeres, pues el valor con que enfrentaban los partos era digno de respeto por parte de cualquier guerrero, la insistencia de Joanna en restar importancia a su herida y su atrevimiento al llegar a felicitarle incluso por la forma en que le había cosido los puntos se le presentaban como algo verdaderamente novedoso. El hecho de que ella no fuera tan guapa en el sentido clásico como extrañamente atractiva aparecía como otra fuente de preocupaciones. Una vez más desde que la había descubierto en la bodega, Alex se recordó a sí mismo que debía ser cauteloso en su trato con ella.
—Venga y siéntese —invitó, de pie y a poca distancia, al mismo tiempo que señalaba la mesa.
Media hora más tarde, Joanna ya había dado cuenta del pescado preparado a la brasa con suma delicadeza y aderezado con un chorrito de aceite de oliva y algunas hierbas. Se terminó las pocas migas que quedaban del pan ácimo, aún caliente, y se comió un último puñado de fresas. Tragó, suspiró y se recostó en la silla.
—De modo que haremos escala en el puerto principal; Ilion ha dicho que se llamaba, ¿verdad?
Alex asintió. Mientras Joanna comía, él le había ofrecido una descripción general sobre lo que podía esperar encontrarse al llegar.
—Además de ser el puerto más profundo, es también la ciudad real —añadió.
Luego, eligió uno de los mapas de la caja que había junto al escritorio, lo colocó encima de la mesa y lo desenrolló. Joanna apartó los platos para hacer espacio, y Alex aspiró el aroma de su cabello, que en los últimos días, y después de haber tratado en vano de controlar —pensaba él—, Joanna lucía como una maraña desordenada de rizos color miel que le enmarcaban el rostro. Aunque ella se había esforzado por mantenerse tranquila y actuar con sensatez, había emprendido un viaje a una tierra lejana sin llevar algo tan necesario como un peine. Alex la prefería así.
Para tratar de dominar el caprichoso devenir de sus pensamientos, Alex señaló la costa oeste de Europa con la punta roma de su largo dedo.
—Aquí está España y aquí está la punta que se llama Gibraltar. Al otro lado se encuentra Marruecos y el lugar que se denomina monte Hacho. Juntos forman las Columnas de Hércules que protegen el Estrecho, la única entrada al Mediterráneo.
Joanna indicó un grupo de islas situadas a unas cien millas náuticas de las Columnas y preguntó:
—¿Es esto Ákora?
Cuando Alex asintió, Joanna frunció el ceño.
—Creía que Ákora era una isla. Aquí veo dos grandes istmos y tres islotes entre ellos. —Volvió la cabeza para mirar a Alex—. ¿Cómo hemos podido ser tan ignorantes?
Aquellos ojos, aquellos fogonazos verdosos que atravesaban el dorado del iris, le recordaban a Alex un valle que conocía, un valle en el que la luz del sol se filtraba por las ramas de los árboles y acariciaba las laderas cubiertas de musgo. Se aclaró la garganta.
—Sus cartógrafos sólo pueden observar la línea de la costa desde sus barcos y siempre a una considerable distancia. Han tomado las entradas al mar Interior por ensenadas.
Aquello se debía a que la fantástica flota akorana patrullaba las aguas circundantes y expulsaba a todos los extranjeros que trataban de acercarse.
Joanna, sin embargo, no se encontraba a bordo de un navío al que fueran a negar la entrada. Viajaba en el barco del príncipe de Ákora y, al cabo de unos días, pisaría suelo akorano. Alex notó la emoción que la embargaba al pensarlo y, de alguna manera, compartió con ella la excitación.
—Esto es Kalimnos —explicó tranquilo, con el dedo sobre la isla situada más hacia el este.
—Eso significa «hermosa», ¿verdad?
—Efectivamente. Y lo es. ¿Puede leer los otros nombres?
Joanna estudió el mapa.
—La más occidental se llama Leios. He visto antes esa palabra... ¿Tiene algo que ver con «llanura»?
—El interior de esa isla es muy llano y resulta excelente para la agricultura y la cría de caballos.
—Estas tres —dijo despacio Joanna, con la vista fija en el mapa—, Fobos..., Deimos..., Tarbos... —Levantó la cabeza para mirar a Alex a los ojos, que encontró oscurecidos por la preocupación—. No lo entiendo, estos tres nombres están relacionados con «miedo» y «terror». ¿Hay algo que sea malo en ellas?
—En absoluto. De hecho, son muy bonitas.
—Entonces, ¿por qué llamarlas así?
Alex le quitó el mapa, lo enrolló de nuevo y volvió a colocarlo en la caja.
—Supongo que podría decirse que se llaman así... como recuerdo de algo que ocurrió hace mucho tiempo.
Luego, volvió a la mesa y continuó:
—En sus orígenes, Ákora era una sola isla. Sus habitantes la llamaban Kalimnos, y ése es el nombre que conserva la isla situada más al este.
—¿Cómo es posible que una isla se convierta en varias?
—Hay un volcán en el centro de la isla. Aunque llevaba dormido miles de años, si no más, una noche se despertó. La explosión partió la isla en dos y permitió la entrada del mar en el centro. Quedó todo cubierto salvo el trío de islas que testimonian el horror que experimentó el pueblo al ver la destrucción de su mundo.
—¡Qué terrible! —clamó Joanna. Y después, preguntó—: ¿Cuándo ocurrió?
—Hace más de tres mil años.
Hubo de transcurrir un segundo antes de que Joanna asumiera lo que aquella respuesta implicaba.
—¿Tienen una historia que se remonta a más de tres mil años?
Alex asintió.
—¿Una historia oral?
—No, escrita. Los primeros habitantes de Ákora sabían leer y escribir. Algunas de sus memorias sobrevivieron y los que vinieron después contaban ya con sus propios escritos.
—¡Es extraordinario! No hay nadie con una historia escrita que se remonte a esa fecha, ni siquiera los egipcios; aunque nadie sabe de qué época proceden los jeroglíficos, no pueden leerse de todas formas. Está esa piedra que hallaron los hombres dirigidos por Napoleón, pero aún no ha sido descifrada...
Joanna dio un grito ahogado, y Alex fue consciente del momento en que ella dejaba volar su imaginación.
—¡La Atlántida!
El suspiro de Alex al escucharla fue largo y tendido.
—No, por favor, la Atlántida no.
—¿Y, por qué no? Según Platón se encontraba al oeste de las Columnas de Hércules. Afirmó que el historiador griego Solón conocía de su existencia por los relatos directos de los sacerdotes egipcios, que la tenían consignada en los escritos antiguos. De acuerdo con ellos, la Atlántida era un reino poderoso que se había tragado el mar.
—Sí, a consecuencia de un terremoto, según relataba Platón, y no de un volcán. Y también afirmaba que los habitantes de la Atlántida habían sido conquistados por los griegos de Atenas antes de que la Atlántida fuera destruida.
—Se trata de pequeños detalles. Deberían asumir que la historia resulte algo confusa. Y, claro está, Platón era ateniense, así que es lógico que quisiera dejar bien a su pueblo. Shakespeare hizo lo mismo, ¿sabe? Se empeñaba en adular a la dinastía Tudor para obtener su favor.
—Es una mujer sorprendentemente formada. Hay un nombre para las intelectuales inglesas que se reúnen en salones literarios... —Alex se detuvo para pensar—. ¿No es bluestockings en alusión al color ordinario de las calzas que llevó un invitado al salón y, por tanto, al carácter informal de esos encuentros? ¿Es usted una sabionda de esos salones?
La túnica le dejaba un hombro al descubierto. Joanna se la colocó de nuevo y evitó mirar a Alex.
—Imagino que habrá quien así lo crea —respondió con frialdad.
—Lamento haberla ofendido; no lo pretendía. Aprendí inglés de niño, pero hay algunas palabras, sobre todo coloquiales, que no siempre comprendo o, al menos, no del todo.
Joanna ignoró la túnica y lo miró a los ojos.
—Hay algo que yo no entiendo. De hecho, son varias las cosas que se me escapan, aunque hay una que me interesa en particular.
—¿De qué se trata?
—Si, como he oído, los hombres son superiores en Ákora, y se supone que las mujeres sólo sirven para trabajar, ¿por qué desea que le disculpe?
—¿No es como actuaría un caballero inglés?
Joanna trató de encoger los hombros con naturalidad e insistió:
—Resulta contradictorio.
—En absoluto. Nadie querría ofender a una mujer en lo que sabe que la hiere, y si ocurre, lo correcto es enmendarse de inmediato.
—¿Es una costumbre akorana?
Alex asintió, y enseguida desvió la conversación a algo que no tuviera que ver con esa característica de Ákora.
—Estaría bien que habláramos de las otras costumbres que hay allí.
Lo más sencillo era pasar a hablarle de las autoridades, que se dedicarían a organizar lo que se conocía como los «preparativos adecuados». Y ahí estaba el problema. Alex no quería que nadie los tuviera a punto para Joanna Hawkforte. Llevaba días tratando de convencerse de lo contrario y aún no lo había conseguido. Ahora se limitaba a aceptar lo que había.
—Es usted una xenos y, como le he explicado ya, eso creará problemas. Habrá preguntas sobre la razón por la que he accedido a que viniera a Ákora. Afortunadamente, es una mujer, así que existe una explicación verosímil.
La explicación irritaría a los consejeros de su hermano más conservadores, que ya se mostraban recelosos de un príncipe akorano medio xenos. En cualquier caso, no veía razón alguna para contarle aquello a Joanna.
—Aparte de la posibilidad de que fuera la elegida para darme hijos, sólo hay una razón por la cual yo permitiría que me acompañara en este viaje.
Aunque iba a continuar, el ligero tono de sonrojo que cubrió la piel blanquecina de Joanna con aquel comentario lo hizo detenerse. No se sonrojaba por vergüenza, sino por la irritación, o más bien por la rabia que notó enseguida en el brillo de sus ojos.
—¿«La-elegida-para-darme-hijos»? ¿Se trata de una única palabra? ¡Qué forma tan extraordinaria de referirse a una esposa, que es lo que imagino que sería!
La ira de Joanna lo distrajo de lo que quería decir en un principio.
—¿Y qué hay de extraordinario en ello? —replicó—. Los hombres en Inglaterra ponen el mismo énfasis en conseguir descendencia.
—¡No se refieren a sus esposas como si el único sentido de su existencia fuera el de reproducirse!
—¿Cuántas parejas, especialmente de las clases privilegiadas, se soportan sólo hasta que nace un heredero, tras lo cual cada uno hace su vida?
La sencilla victoria de Alex obtuvo como recompensa una mirada de desilusión. Sin embargo, Joanna se repuso enseguida:
—¿Afirma que los akoranos suscriben la misma débil moral que rige las costumbres de la aristocracia británica? ¿Y una vez que ha cumplido con su deber, es la-elegida-para-darme-hijos libre de divertirse como desee?
Alex notó que se le ensombrecía el rostro sin que pudiera evitarlo. ¿Qué ocurría con aquella mujer que le destrozaba la capacidad de autocontrol y hacía que se sintiera como un joven que aún no ha salido del cascarón? Por suerte, existía la manera de equilibrar las cosas entre ellos, un antiguo sistema en el que los hombres de Ákora confiaban desde hacía mucho tiempo.
—No, no he dicho eso.
Dio un paso para acercarse a ella y luego otro. Lentamente, redujo el espacio que había entre ellos. Aunque Joanna no trató de retroceder, se puso tensa. Cuando Alex se encontraba ya tan cerca de ella que le era posible ver la línea azulada de la vena en la fina garganta, se limitó a sonreír. Con delicadeza, le acarició la mejilla con el reverso de la mano.
—Las akoranas no encuentran razón alguna para alejarse. Se las mantiene muy bien satisfechas. Ya sé que los ingleses son bastante descuidados en ese sentido.
A Alex le gustó ver cómo ella abría los ojos. De hecho, se habría quedado así un rato más si no se hubiera distraído con la enternecedora suavidad de la piel de Joanna. Aquello era absurdo, por supuesto. Las mujeres tenían la piel suave; se trataba de un hecho natural. No había nada extraordinario en ello. Aquel tacto, sin embargo... Le vino por un momento a la cabeza la imagen de unos pétalos que caían de unos melocotoneros en flor, bañados por la calidez de una lluvia de verano, y se vio a sí mismo como un niño que trataba de cogerlos, una escena que lo transportó a aquellos días, tan lejanos ya, en que vivía sin preocupación alguna.
Con la voz ronca, continuó:
—Aún debo explicarle cómo vamos a justificar su presencia.
Joanna quería separarse de aquel tacto, y Alex lo sabía. Sin embargo, no lo hizo. ¿La retenía el pundonor, o más bien la susceptibilidad? A Alex le disgustaba la idea de que fuera sólo su propia sangre la que estuviera alterada, que sólo fuera su propio cuerpo el que anhelara el de ella.
Para equilibrar la balanza...
—Existe una única explicación posible que todo el mundo creerá, una sola razón que justifique que yo vuelva con una xenos.
Las pestañas de Joanna, algo más oscuras que su cabello, aunque con las puntas más claras, cayeron para ocultar la mirada, en la que Alex, no obstante, llegó a ver cómo desparecía el susto de la conciencia. Cuando Joanna volvió a levantar la vista para mirarlo, había borrado ya cuidadosamente toda expresión.
—¿Por que decide ayudarla movido sólo por la bondad de su corazón...?
—Lamentablemente, es muy raro que los príncipes disfruten de ese lujo. Estamos al servicio del deber, si bien se nos permiten algunos pequeños caprichos. No. Deberá parecer que no es más que un agradable antojo: una bonita chica inglesa que he escogido para que me caliente la cama y que me hizo disfrutar tanto que decidí traerla conmigo.
A Joanna le saltaron chispas de los ojos, no doradas como el sol, sino frías como el acero. Tras la dulzura y la juventud de Joanna, Alex vislumbró el brillo repentino de los siglos de aquella buena cuna de la que procedía, la torre orgullosa que la mantendría incólume frente a cualquier tormenta.
Ella respondió fríamente:
—Parece que me confunde con lady Lampert.
Nada de castos desvanecimientos ni de encantadores rubores o confusiones. Aquella actitud sólo era fruto del desprecio de una mujer para quien el honor no era una cualidad, sino su propia vida.
Aquello lo dejó desgarrado por dentro, atrapado entre la indeseada admiración por ella y el pertinaz orgullo masculino. Aquella mujer se doblegaría ante él, y no sólo para satisfacer su vanidad, si bien debía admitir que aquello tenía algo que ver, sino porque debía hacerlo por su propia seguridad.
Retiró la mano que había mantenido posada en la mejilla de Joanna, pero no se movió. En sus propias venas corría sangre azul, una sangre de una realeza que lo era ya cuando Inglaterra aún estaba sin civilizar.
—El error es suyo, lady Joanna. He dicho que deberá parecer que lo es. Se trata de la apariencia, no de la realidad.
Joanna se mostró sorprendida, y aquello agradó a Alex tanto como el ligero tono rojo de la vergüenza que le cubrió esa piel que él mismo acababa de tocar y que deseaba volver a tocar. Sin embargo, mantuvo sus manos entrelazadas, como estaban, a la espalda y se quedó mirando a Joanna.
—Le entendí mal —reconoció ella en voz baja—. Le presento mis disculpas.
La honestidad instintiva que lo caracterizaba casi lo llevó a tranquilizarla para asegurar que aquello ni merecía ni requería una disculpa. Sin embargo, hacía mucho tiempo que conocía las virtudes de la discreción, de modo que asintió una sola vez con brusquedad.
—Muy bien. A cambio de este... fruto de su imaginación, sería conveniente que lograra comportarse con el decoro de una mujer.
—¿El decoro de una mujer que es una amante?
Aquel concepto parecía resultarle confuso. La maldita moral inglesa, según suponía Alex, era la explicación de todo. Aquel sentido, inamovible a la vez que inexplicable, de lo que era bueno y justo, honorable y correcto, y que parecía florecer en el aire mismo de la isla coronada y que resistía incluso al hedor de la corrupción que procedía de las altas esferas.
Le venía muy bien que su formación de guerrero incluyera enormes dosis de paciencia.
—El término en Ákora —corrigió— sería «concubina», y es honroso. Hay mujeres que, por la razón que sea, no se casan o, si enviudan, no vuelven a contraer matrimonio. Con todo, ellas y sus hermanas casadas se guían por el mismo código de conducta, que usted tendrá que aprender. Como mujer, deberá ser agradable, sumisa, obediente y recatada. Su único papel consistirá en servir al hombre al que pertenece. No guardará otro deseo que éste ni, desde luego, ninguna otra preocupación.
Joanna lo miró fijamente un buen rato, hasta que las comisuras de los labios acabaron temblándole.
—No es posible que crea que hay mujeres que se comporten así.
—¿Ve?, ése es el problema. Desconoce por completo cómo son las mujeres.
—Yo soy una mujer. Crecí rodeada de las mujeres de Hawkforte, he observado a las mujeres en sociedad y he viajado bastante. Le aseguro que la criatura que acaba de describir no existe, al menos en ningún sitio en el que yo haya estado. Si se da en Ákora, sólo puedo deducir que las akoranas pertenecen a una especie diferente de la que me es familiar.
—No le resultará osado que afirme que yo tengo mucha más experiencia que usted sobre el mundo y que la mayoría de las mujeres son más felices cuando viven como le he descrito.
—¿Más felices? Las únicas mujeres que conozco que puede decirse que son felices son las de Hawkforte. Son mujeres del campo, buenas y sensatas. Trabajan junto a sus esposos en los campos y en los pastos, e incluso en los barcos de pesca. Algunas regentan negocios como fábricas de cerveza, telares y otros similares. Y ellas se burlarían de la sola idea de servir a un hombre, salvo que se tratara de una jarra de cerveza que hubiera pedido y que le fueran a cobrar después. Y aun así, comparten sus vidas con sus hombres y los cuidan igual que cuidan a los hijos que crían. Los he visto juntos en el largo atardecer de un día de verano o alrededor de un fuego de invierno, cuando la jornada ya se ha terminado y sólo queda descansar. Hombres y mujeres juntos parecen brillar en su interior y su risa es sincera.
Alex se sintió penetrado por algo, por una profunda corriente de ansiedad, que parecía elevarse cada vez más hasta alcanzar los más oscuros recovecos de su alma para desvanecerse luego muy lentamente. Incluso entonces, el eco permaneció como la espuma que queda en la arena cuando se retira la ola.
Muy tranquilo, respondió:
—Entonces, Hawkforte debe ser un lugar extraño y bendito. De todos modos, yo no hablo de la gente del pueblo. Nos dirigimos a la corte. De la misma forma que hay normas que deben ser observadas en Londres, también las hay en Ilion. Vuestra presencia dará que hablar de todas maneras, pero si vuestro comportamiento se aleja siquiera un ápice de la discreción, todo será peor aún.
Joanna suspiró profundamente y cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, Alex supo que estaba decidida:
—Haré todo lo que pueda.
Alex asintió cortésmente.
—Bien, he sido indulgente con su comportamiento porque estaba herida y porque nadie más la ha visto aparte de mí. Una vez que estemos en Ákora, eso cambiará. Para empezar, en mi presencia no hablará salvo que yo me dirija a usted de un modo que requiera una respuesta. —Esperó un momento mientras ella lo asimilaba, sin comentario alguno por fortuna—. Se pondrá en pie cuando yo entre en una habitación —añadió, y ella no reaccionó, aunque a él le pareció ver que entornaba los ojos—, y por la supuesta intimidad de nuestra relación, lo adecuado es que se dirija a mí como kreon en lugar del más formal archos.
Alex se preparó para lo que pudiera venir. Joanna hablaba griego muy bien y estaba aprendiendo akorano a una velocidad sorprendente. Era probable que ella...
—¿Kreon? —repitió Joanna. Frunció el ceño de modo que la mirada se parecía a la de un cernícalo dorado que Alex había tenido de niño—. ¿No significa... «dueño»?
—Ese es un significado muy antiguo. Las palabras evolucionan con el tiempo, eso lo sabréis. Hoy se trata más bien de una forma de indicar respeto a un hombre de la familia a la que una mujer pertenece.
Hablaba con más rapidez de la habitual para tratar de aplacar su enfado, aunque sin conseguirlo del todo. Aun así, a los ojos de Alex, Joanna logró contener su genio de modo loable. Mantenía las manos entrelazadas, pero sin fuerza.
—Me encantaría saber cómo el significado de esa palabra ha derivado de ese modo.
—Creo que tiene que ver con el periodo inmediatamente posterior a la erupción en Ákora, aunque eso ya no importa. Después de todo, fue hace tres mil años.
—Dijo que algunas personas sobrevivieron. ¿Cómo eran?
—Pacíficas... Se dedicaban a pastorear con el ganado y a pescar. Eran artistas.
Joanna barrió con la mirada las hermosas paredes del camarote.
—Según parece, los akoranos siguen siendo unos artistas: sorprendente. Todo lo que yo sabía de su pueblo es que era guerrero.
—Lo cual no deja de ser cierto.
—Sí, pero los primeros moradores no lo eran, así que han debido de ser sus antepasados, aquellos que dijo que llegaron aquí tras la erupción, los que amaban la guerra. ¿Cómo sería para un pueblo ya devastado por la destrucción de su mundo que aparecieran de repente bandas de guerreros para vivir entre ellos? No habrían tenido ninguna oportunidad, ¿verdad?
Se pasaba mucho de lista.
—Tampoco habrían sobrevivido si mis antepasados no hubieran venido como lo hicieron. El calor del impacto destrozó prácticamente toda la isla. No sólo acabó con casi todo el mundo, sino que desaparecieron los barcos, así como las arboledas que les hubieran permitido fabricar más. La propia tierra quedó estéril, incapaz de dar frutos durante varios años. Si no hubiera sido por mis antepasados, aquellos que quedaron vivos en Ákora habrían muerto de hambre.
—¿Así es que su pueblo llegó como el salvador? —preguntó con mirada escéptica.
—No —contestó tranquilo—; llegaron como conquistadores. Era así como se hacían las cosas. En aquel tiempo, mi pueblo también fue conquistado, aunque no en Ákora. Prevalecieron para beneficio de todos.
Aquello tendría que bastarle, pues no pensaba decir nada más. Ya le había contado más de lo que cualquier xenos debía saber.
—Haga lo que le he dicho —insistió— y habrá alguna posibilidad de éxito. Si no... —Alex se encogió de hombros y dejó que ella imaginara por sí misma lo que podría venir.
Aquella estrategia pareció funcionar porque ella palideció.
—Si cometo un error...
—No lo hará —la tranquilizó enseguida—. Yo velaré por que así sea.
—Pero actuar como alguien que no soy... —Joanna colocó la hilera blanca de dientes sobre el labio inferior—. Hay compañías de teatro que vienen a Hawkforte de vez en cuando. Siempre quedo maravillada ante esa capacidad para transformar a un tipo normal y anodino en un rey victorioso, en un asesino espeluznante o en algo similar.
—No cabe duda de que todo el montaje influye en eso: el escenario, el vestuario y demás.
—Supongo que sí...
—Y además, claro está, los actores ensayan. Practican el papel que han de representar.
Se miraron el uno al otro. Las pecas de la nariz de Joanna estaban desapareciendo, probablemente por el hecho de permanecer encerrada en el camarote. Con todo, aún se le veían, y él imaginó que resurgirían en cuanto volviera a exponerse a la luz del sol. Le pareció recordar que las pecas no resultaban bonitas entre los círculos privilegiados, como tampoco lo era hablar claro. Daba la sensación de que lady Joanna Hawkforte no se adecuaba con mucha naturalidad a las normas inglesas de conducta social.
Alex dirigió su atención hacia la boca de Joanna. Tenía los labios carnosos, suaves y de un tono rosa claro. De pronto, sintió la imperiosa necesidad de saber cómo sería su tacto entre los suyos.
—También sería estupendo —añadió— que no pareciera asustada cada vez que me aproximo a usted.
—No —soltó con frialdad, aunque bajito, cuando Alex le tomó la cara entre las palmas encallecidas de las manos, endurecidas por las riendas y por la empuñadura de las armas.
Alex no sabía si lo que rechazaba era el papel que debía interpretar o el gesto que él acababa de hacer, y tampoco le importaba. El cabello de Joanna se enroscó, suave como la seda, entre sus dedos. Alex respiró su aroma. Joanna había ocupado su pensamiento y sus sueños constantemente desde que había llegado, habían sido días de tremenda preocupación, de deseo creciente y de la consciencia, extraña y algo sorprendente, de que él no tenía totalmente controlada la situación. No obstante, debía dominarla completa e incuestionablemente. Había demasiado en juego: un reino, un futuro, los destinos de miles de personas a cuyo servicio se había puesto. Aparte de todo eso, nada, ni sus deseos más íntimos importaban.
Y aun así, él le había dicho la verdad. Si querían lograrlo, la presencia de Joanna debía ser explicada y excusada. Aparecería como la debilidad de un joven a quien podía perdonársele un desliz, pues sólo se trataba de una mujer y no de algo que tuviera verdadera importancia. Un capricho, un antojo, podrían perdonárselo al menos algunos, si no casi todos.
Alex inclinó su oscura cabeza y, muy levemente, rozó con sus labios los de ella; con suavidad, como si se tratara de un dedo que se apoya sobre una superficie que se teme demasiado caliente. Volvió a hacerlo y se entretuvo saboreando aquella dulzura, mientras la tensión de la sorpresa iba cediendo, quizá de mala gana, pero cediendo de todas formas. Alex levantó la mano y cogió a Joanna por la nuca, la agarró y la sostuvo quieta contra sí mismo mientras con la otra mano le acariciaba con delicadeza la fina curva del brazo, apenas rozando aquella piel delicada. La fuerza y la persuasión se entremezclaban.
Joanna gimió muy levemente y al hacerlo entreabrió los labios. Alex la saboreó, primero con rapidez, luego con más profundidad. Aún se notaba la dulzura de las fresas, aunque Alex casi no era consciente de ello. El sabor, el olor y el tacto de Joanna eclipsaron todo lo demás. Los pechos de ella, llenos y turgentes, se apretaban contra él. Los pezones, erectos, se le transparentaban a través de la fina tela de la túnica, que era todo lo que llevaba puesto.
Todo lo que llevaba puesto. Y la cama se encontraba a apenas unos pasos. Sería tan sencillo...
El barco se deslizó en el seno de dos olas, luego emergió y volvió a introducirse en otro. Sin darse cuenta, el mar se había encrespado. Alex se agarró a la mesa que tenían al lado y sujetó a Joanna abrazándola por la cintura.
Los ojos de ella eran muy oscuros y, al mirarlos, Alex sintió mucha calma.
¿Como la hembra del gamo? ¿O como el halcón cuando atraviesa inmóvil corrientes de aire caliente, justo antes de lanzarse?
—Interprete su papel —repitió.
Joanna asintió.
—Por mi hermano.
Y Alex supo de pronto, en aquel mismo momento, mientras el barco se agitaba sobre el agua, que ella mentía.
O, quizá, sólo esperaba que así fuera.
* * *