Capítulo 18
LA multitud se retiró, si bien
no por cortesía —Alex lo sabía de sobra—, sino por el mero deseo de
obtener una perspectiva mejor. Nadie quería perderse aquello, ni
siquiera los petimetres de sonrisa lánguida que habían circundado a
Joanna con excesiva atención y cercanía. Alex suponía que los
asistentes recordarían que el marqués de Boswick había desairado a
lady Joanna en Carlton House, de modo que cabía esperar que
estuvieran ansiosos por observar cómo esa nueva y tentadora
encarnación de la dama lo trataba ahora, y él a ella.
De hecho, él mismo tenía ganas de
verlo.
Atravesó la habitación con ligeras y firmes
zancadas, y se detuvo justo enfrente de Joanna. Con el rabillo del
ojo, vio que Royce daba un paso adelante, como si quisiera
interponerse, aunque se paró en cuanto su hermana elevó la barbilla
y sonrió.
—Alex —saludó directamente—, qué alegría
verte.
Y en sus ojos se reflejó el gozo que
realmente la invadía. Todo el mundo contuvo la respiración cuando
quienes se encontraban más cerca de la pareja asumieron la
familiaridad del trato y esperaron la respuesta de Alex.
Alex sonrió, inclinó la cabeza en una
reverencia y le tomó la mano a Joanna.
—Joanna, tan hermosa como siempre.
Hubo cruces de miradas cargadas de
incomprensión y la gente susurró lo que ocurría a los
desafortunados que estaban situados demasiado lejos como para
enterarse de la conversación. Se conocían, y muy bien, según
parecía, aunque hasta qué punto acababa de convertirse en un asunto
de deliciosa especulación. ¿Dónde había estado lady Joanna esas
últimas semanas en las que Darcourt también se había ausentado de
Londres? ¿Era posible que hubieran estado... juntos?
Darcourt y lady Joanna. Darcourt el esquivo,
pesadilla de madres ambiciosas y de sus hijas, vástago de una
antigua familia de renombre, y proveniente de la misteriosa, y aún
más antigua, Ákora. Y lady Joanna de Hawkforte. Hawkforte, un
apellido también conocido, también antiguo, también ilustre,
ligado, a su vez, a una historia y una leyenda propias.
Alex conocía bien a la alta sociedad, la
había estudiado en profundidad, pues, en su conjunto, los hombres y
las mujeres que la integraban ejercían un gran poder en Inglaterra.
Sabía de la bajeza y la dureza que eran capaces de desplegar, lo
crueles y vanos que podían llegar a ser, y la tendencia a
encapricharse que padecían. ¡Con qué rapidez podían atrapar un
momento, un acontecimiento, un pedazo de excitación ajena y
apropiárselo!
Alex le levantó las manos a Joanna y, sin
retirarle la mirada, la agasajó con un largo beso en los dedos que
descansaban sobre los suyos. Sus intenciones resultaron tan claras
que podría igualmente haberse plantado en medio de Whitehall, la
importante calle londinense, y haberlas gritado.
Eso fue a ojos de todos, salvo de Joanna y
posiblemente de Royce, que lo miraba acusatoriamente. Se trataba de
un momento delicado que requería sutileza y que quedó interrumpido
por el príncipe regente, que se acercó a ellos como un rayo y
totalmente encantado.
—¡Darcourt! ¡Maravilloso, absolutamente
maravilloso! ¡Qué velada de encuentros! ¿Conoces ya a lady Joanna y
a su hermano Royce? —Luego sonrió como el titiritero que se decía
que le gustaba ser en ocasiones y los reunió a todos—. ¡Espléndido!
—exclamó. Acto seguido se volvió y amplió la sonrisa para incluir
al caballero que rondaba por allí y que fruncía el ceño de modo tan
evidente que a Joanna se le ocurrió, divertida, que iba a
hundírsele la cara en el suelo—. ¿No es fantástico, Perceval? Dos
antiguas familias, dos viejos amigos, míos al menos, y una nueva y
encantadora amistad... —se felicitó mientras le presentaba sus
respetos a Joanna con una inclinación de cabeza, con lo que quedó
amparada por el favor de la realeza.
Con todo, y a pesar de que aquel gesto no le
pasó desapercibido al astuto primer ministro, Perceval centraba
mucho más su atención en Alex y en Royce, quien, a pesar de sus
desacuerdos personales, se mantuvo al lado de éste y reaccionó
adoptando la misma expresión sarcástica y retadora que él.
«Como dos gotas de agua», pensó Joanna
mientras luchaba por contener el torbellino de emociones, placer,
deseo, alegría y aprensión que se había desatado en su interior en
el momento en que Alex había hecho acto de presencia. ¡Alex! Allí,
en Inglaterra, y con la intención de... ¿De qué? ¿Había venido
exclusivamente para prestar servicio a Ákora o podía atreverse a
esperar que sus sentimientos por ella hubieran tenido algo que
ver?
Aunque a Joanna le habría gustado tener la
oportunidad de averiguarlo, el príncipe regente tenía otros planes.
Se invitó tanto a ellos como al resto de asistentes a que pasaran a
una amplia sala en la que se había eliminado toda iluminación,
salvo la que proporcionaban los pocos candelabros que sostenían
unos sirvientes de librea. Se corrieron las pesadas cortinas que
enmarcaban las ventanas para evitar que penetrara el más mínimo
rayo de luz de las antorchas que titilaban fuera, o de la luna. Una
vez que hubieron entrado todos los invitados, se soplaron las
últimas y leves llamas, de modo que el espacio quedó en total
oscuridad. Desconcertada, Joanna no encontró información alguna en
las expresiones que bien por ver sus expectativas colmadas, bien
por sorpresa, emitía el resto de congregados, la mayoría de los
cuales parecía saber lo que iba a suceder. De hecho, Joanna empezó
a preocuparse por Royce. ¿Cómo le sentaría estar en una habitación
que debía de parecerle tan oscura y claustral como la celda en la
que había morado durante tanto tiempo? Por instinto, le tomó la
mano y lo tranquilizó:
—No te quedes —le susurró—, sea lo que sea
esto, nadie se dará cuenta de que te has escabullido.
Joanna notaba la presencia de Alex,
reconfortante por cercana, detrás de ella, y sabía que él podía
oírla, algo que le resultaba de especial ayuda.
Royce le apretó la mano a Joanna.
—No seas tonta —respondió en voz baja—, no
hay razón alguna para que me vaya.
Aunque Joanna sabía que no era cierto,
carecía de los medios necesarios para persuadir a su hermano. Sólo
le quedaba esperar, junto al centenar de invitados, para ver lo que
el príncipe pretendía desvelar.
Y se produjo de repente, con un estrépito
que le hizo dar un grito ahogado y que fue seguido rápidamente por
unas luces extrañas y multicolores que iluminaron el fondo de la
estancia más próxima al lugar en que se encontraban. De hecho,
estaban tan cerca que Joanna podía ver que habían extendido una
especie de pantalla, quizá fabricada en gasa, y que iba del techo
al suelo y de pared a pared. Mientras la música continuaba sonando
de un modo que hizo que se estremecieran y que se les pusieran los
pelos de punta, los remolinos lumínicos empezaron a convertirse en
siluetas de fantasía. Joanna dio otro grito ahogado cuando apareció
de la nada lo que parecía ser un jinete sin cabeza y montó sobre
ellos. La imagen creció enormemente hasta resultar grotesca, y
Joanna no pudo evitar echarse hacia atrás y acabar chocando contra
el pecho de Alex.
—Tranquila —murmuró él—, no son más que
luces agrandadas por un cristal que hay detrás de la pantalla: es
un espectáculo de farolillos mágicos.
Joanna se sintió aliviada y un poco
avergonzada. Ya había oído hablar de algo así. ¿Quién no? Habían
estado muy de moda en los últimos tiempos. Sin embargo, nunca los
había visto ni había llegado a comprender bien cómo serían.
—Al príncipe le encantan estos espectáculos
—explicó Royce en voz baja—. Siempre ha tenido un gusto muy
especial.
Un momento después, Joanna comprendió lo que
su hermano quería decir. Cuando despareció el jinete, fue
sustituido por unos espectros que se contorsionaron y adquirieron
la forma de muertos, esqueletos y todo tipo de figuras
terroríficas, que se alzaron, se hicieron enormes, avanzaron, se
retiraron y parecieron fundirse unas en las otras, hasta que,
finalmente, acabaron desvaneciéndose en el suelo mientras volvía a
oírse la música y el público aplaudía enfervorecido.
Joanna apenas oyó la ovación. Lo único en
que pensaba era en Royce. A lo largo de la proyección, le había
apretado la mano cada vez con más fuerza, hasta que empezaron a
dolerle los dedos, como si se hubieran quedado atrapados en un
torno. Sabía que su hermano no se daba cuenta e interpretó aquello
como una muestra más del tremendo malestar que debía de estar
experimentando.
—Tenemos que salir de aquí —ordenó.
Se volvió con la intención de transmitirle
su preocupación a Alex bajo la luz de las pocas velas que habían
vuelto a encender. Alex comprendió de inmediato y miró a Royce, que
se mantenía de pie, inmóvil y empapado en un sudor que le brillaba
sobre las tensas facciones. Sin dudarlo, Alex les abrió camino
hacia la puerta más próxima. Tanto el tamaño como la fuerza que lo
caracterizaban, así como la costumbre de dar órdenes, lo llevaron a
hacerlo de un modo tan natural como el resto de cosas que hacía. En
cuestión de segundos estaban ya fuera y caminaban prestos hacia el
par de puertas de cristal que daban al jardín.
Una vez fuera, Royce se recuperó enseguida.
Respiró hondo varias veces, sacudió la cabeza con fuerza y pareció
volver a su ser.
—¡Menuda representación! —exclamó con
sequedad—. Prinny se ha superado a sí mismo.
—Parece que le preocupan particularmente los
muertos —señaló Alex.
Ambos volvieron a estudiarse el uno al otro
como lo hacen los combatientes antes de que dé comienzo la
batalla.
—Sospecho que la mayoría de los miembros de
la realeza estarán inquietos estos días —opinó Joanna con premura—.
Y así ha sido desde que la revolución dio rienda suelta a la
guillotina. Temen que pueda suceder lo mismo aquí.
—Tiende a provocar cierta ansiedad
—coincidió Royce sin quitarle la vista de encima a Alex—, aunque
quizá en Ákora se sientan a salvo de tales preocupaciones.
«¡Ay, madre! —pensó Joanna—, ya estamos.»
Debía admirar a su hermano: apenas momentos después de haber
sufrido lo que había sido un episodio muy desagradable, ya se había
recuperado lo suficiente como para atacar.
—¿Está preguntando si tememos una revolución
en Ákora? —quiso saber Alex con una humildad decepcionante.
—Si es cierto, como me han contado —contestó
Royce antes de lanzar una mirada a Joanna—, que es imposible que su
hermano sea el responsable de mi cautiverio, debe haber en Ákora
alguien que trata de darles problemas a usted y a su familia.
—¿Mi hermano? ¿Responsable...?
Hawkforte lo había hecho a propósito, y Alex
lo sabía. El astuto bastardo había dejado caer aquella acusación
como un mazo sin avisar para observar cómo reaccionaba. Como
táctica, era brillante, aunque resultaba condenadamente
incómoda.
—Eso es absurdo —respondió Alex en cuanto
estuvo seguro de que tenía un absoluto control de sí mismo. Desvió
la mirada hacia Joanna e inquirió—: ¿Tú sabías algo de esto? —Como
única respuesta obtuvo un gesto de asentimiento que bastó—. ¿Por
eso tenías tanta prisa por marcharte de Ákora?
—Por favor —quiso explicarse—, trata de
comprenderlo. Debía procurar la seguridad de mi hermano.
—Aun así, podrías habérmelo dicho...
Le dolió que no lo hubiera hecho, pero
aquello le procuró a su vez alivio. Por muy absurda que fuera
aquella acusación, al menos hacía comprensible el comportamiento de
Joanna.
—Lo habrías negado —replicó ella—. Además,
ambos sabemos que tú mismo has tenido tus dudas.
—¿Qué dudas? —preguntó Royce, que aunque
había permanecido en silencio durante aquella conversación mientras
los observaba, ahora estaba claramente dispuesto a hablar.
—Sobre usted —afirmó Alex con dureza— y sus
razones para ir a Ákora. Cuando hablamos el año pasado, dejé muy
claro que cualquier intento en ese sentido no sería bien
recibido.
—Lo hizo —reconoció Royce—. Lo que no aclaró
fueron las razones que amparaban su advertencia.
—Deberían haberle resultado evidentes. Ákora
no acoge bien a los xenos. —Ante la mirada de censura de Royce,
Alex se corrigió—: Oficialmente. Los xenos que llegan se quedan. Y
eso estaba lejos de su intención. Pretendía volver a
Inglaterra.
—Claro que sí, después, o eso es lo que
esperaba, de haberme reunido con el vanax. Quería que supiera que
hay en Inglaterra quienes lo único que desean son unas relaciones
pacíficas y de amistad con Ákora. Confiaba en que podría abrir una
vía para volver a tratar el asunto más adelante.
—¿Y por qué no me lo contó a mí
directamente?
—Porque se opuso enseguida a que yo fuera y
me pregunté por qué. ¿Trabajaba al servicio de Ákora o al suyo
propio?
Joanna respiró profundamente. De manera
instintiva, se colocó entre su hermano y el hombre al que sabía que
acababan de insultar gravemente. Si bien fue un gesto comprensible
por su parte, también fue poco inteligente. Ambos la miraron y
trataron de apartarla.
—¡Venga, por Dios! —exclamó cuando ambos la
tenían cogida—. No soy ningún trofeo. Soltadme.
Los dos obedecieron mientras se miraban con
recelo, perplejos al darse cuenta de que habían reaccionado de la
misma manera.
—Quizá —continuó Alex con sequedad— le
gustaría explicar por qué me cree capaz de traicionar a
Ákora...
—No es eso lo que pensé... con exactitud
—aclaró Royce—. Sencillamente, se me ocurrió que podría haber
considerado que ser el príncipe de Ákora, sujeto a las órdenes de
su hermano, era menos apetecible que ser gobernador por propio
derecho de una Ákora controlada por los británicos.
Esa vez, Alex pareció claramente
desconcertado. Para romper el silencio que siguió a la confesión de
Royce, Joanna intervino con serenidad:
—Por desgracia, hay hombres que elegirían
ese curso de los acontecimientos. Alex, sin embargo, no se cuenta
entre ellos.
—Es medio inglés —insistió Royce—. Si los
planes sobre la toma de Ákora que trama Perceval culminaran con
éxito, usted sería la opción lógica para ser nombrado gobernador
real.
—Difícilmente, pues estaría muerto. Jamás
viviría para ver Ákora conquistada.
Royce se quedó mirándolo un buen rato. Y lo
que vio debió de convencerle, pues acabó reconociendo:
—Puede ser que mi hermana no haya errado
sobre quién es depositario de su confianza. —Y admitir aquello era
dar un paso enorme.
Aunque sabía que la tensión que la había
atenazado al darse cuenta de que su hermano y Alex iban a
enfrentarse se había reducido un poco, Joanna se mantuvo
cauta.
—Este no es en absoluto el mejor sitio para
hablar —afirmó.
Acabado el espectáculo de los farolillos
mágicos, eran cada vez más los invitados que iban saliendo al
jardín para tomar el aire antes de volver a las mesas de juego o a
cualquier otro entretenimiento que el príncipe hubiera preparado.
Parecía que las celebraciones iban a prolongarse hasta bien entrada
la noche.
—Prinny se sentirá ofendido si nos marchamos
demasiado pronto —advirtió Royce antes de entregarle a Alex una
tarjeta. Entonces, le explicó—: Esta es nuestra dirección de
Brighton. Propongo que nos veamos cuando sea menos probable que nos
observen. El oficial de guardia hace sus rondas a las tres y a las
cuatro en punto.
—Iré entre esas horas.
Antes de que pudiera volverse para
retirarse, Royce volvió a hablar:
—Aún no le he dado las gracias por salvarme
a mí y por proteger a Joanna.
—Dejemos a un lado las formalidades.
Lentamente, Alex estrechó la mano que le
tendía. Ambos se miraron un momento antes de tomar caminos
distintos.
Joanna permaneció junto a su hermano.
Todavía le preocupaba que no estuviera bien y él parecía preferir
que no se separaran, ni siquiera temporalmente. Luego, lo descubrió
lanzando miradas censoras a los jóvenes muchachos que se
arremolinaron a su alrededor y no pudo sino reírse ante lo absurdo
de aquella situación. Ella, a quien la sociedad había juzgado con
tanto desdén, parecía ahora convertirse en foco de adoración. ¡Que
Dios la asistiera!
Antes de que se agotara la novedad de la
experiencia, dedicó sus esfuerzos a ser amable con el príncipe, una
tarea que le resultó muy sencilla. A pesar de todas las historias
que le habían contado sobre su vida disipada, aquella noche el
príncipe regente parecía inclinado a desplegar todo su encanto. El
descubrimiento de que ella, igual que Royce, hablaba el griego
antiguo con fluidez lo conmovió hasta tal punto que ignoró al resto
de asistentes que lo rodeaban y se sumergió en una erudita
conversación sobre los griegos que fascinó tanto a Joanna que
perdió la noción del tiempo. Alex se incorporó a la charla, y si
bien no habló de Ákora en ningún momento, el príncipe quedó
encantado con sus conocimientos sobre los griegos y con su
amabilidad. Fue ya después de pasada la medianoche y una vez los
relojes hubieron dado la hora, cuando Joanna se fijó en que la
gente empezaba a dispersarse. Con las pelucas ya descolocadas y el
maquillaje corrido, comenzaron a desfilar con cara de sueño. No
había rastro del primer ministro; Joanna oyó de pasada que al
marcharse había alegado sentirse indispuesto.
Ya habían pasado las dos de la madrugada
cuando Joanna y Royce se retiraron. La noche estaba despejada y la
temperatura resultaba cálida y agradable, con rachas de aire fresco
que provenían de la brisa marina. El balanceo del carruaje se
descubrió relajante. Joanna se despertó de repente cuando Bolkum
hizo que los caballos se detuvieran delante de su casa.
—No estás acostumbrada a aguantar hasta
estas horas —observó Royce.
—Un poco de té nos despejará a ambos
—reconoció Joanna al descender del carruaje.
—¿Estás segura de que Darcourt vendrá?
La pregunta sorprendió a Joanna.
—¡Claro que sí! ¿Tú, no?
—Tengo alguna duda —reconoció Royce—, aunque
no es como esperaba.
—¿Un príncipe dispuesto a traicionar a su
país?
—Tú misma has dicho que hay hombres que no
dudarían en hacerlo.
Joanna no tuvo ocasión de responder antes de
que la puerta se abriera para descubrir a Mulridge, que los miraba
con severidad.
—¡A buenas horas llegan a casa! —les
reprochó la mujer, que iba toda vestida de negro.
—Sí, es tarde, sí, Mulridge —admitió Royce—.
Las estrellas brillan, la noche cae sobre nosotros como un bálsamo
y la compañía —le dio un beso en la mejilla— es deliciosa.
—Es que esperamos a alguien —informó
Joanna—, pero no hace falta que te preocupes; ya preparo yo el
té.
—¿Una visita? ¿A estas horas de Dios? ¿Y de
quién se tratará?
—De un príncipe —respondió Royce muy serio—.
Está de moda ahora, ya sabes. A la realeza le gusta ir de visita a
estas horas de la madrugada.
—Un príncipe —repitió Mulridge con un tono
censurador—. ¿Se supone que tengo que creérmelo...? —De repente, se
interrumpió y empezó a mirar a los dos, primero a uno y luego al
otro; ambos mostraban caras sonrientes. Con gravedad, añadió—: Y
apuesto a que también sé de cuál de ellos se trata.
Antes de que pudieran contestar, se ajustó
sonoramente el vestido negro que llevaba, les dirigió una mirada
severa y se retiró a las cocinas. Por encima del hombro les
indicó:
—Yo prepararé el té.
Mientras Joanna subía al piso de arriba para
retocarse y lanzaba una mirada anhelante a la cama, Mulridge
cumplió su promesa. Al volver, Joanna se encontró no sólo el té,
sino una bandeja llena de emparedados y pasteles que no se atrevió
a tocar de lo nerviosa que estaba. Entretenida en las distracciones
que se le ofrecían en el palacio, había conseguido no cavilar sobre
la idea de que Alex iba a ir allí, a la casa, y que él y Royce
hablarían, si bien de asuntos de Estado, por supuesto. No había
razón alguna que debiera llevarla a pensar que tocarían otro tema,
sobre todo dado que ella tenía la intención de estar presente para
impedirlo. No era el momento para tratar asuntos de naturaleza
personal tan dados a ser malinterpretados.
Se atusó el cabello por quizá vigésima vez y
miró el reloj que había sobre la repisa de mármol de la chimenea
del salón familiar, que estaba situado en la parte trasera de la
casa para obtener mayor intimidad. Bolkum había encendido un
pequeño fuego, más para animar el ambiente que para calentarlo,
pues no resultaba necesario. Las lámparas de gas contribuían
también con su resplandor. Eran las tres y media. Había escuchado
pasar al guarda de turno hacía media hora y sabía que volvería en
un espacio de tiempo similar. Royce estaba en el jardín. Esperó
algo más y decidió ir a unírsele.
—Alex debería llegar en cualquier
momento.
Royce asintió.
—Bolkum está en la entrada; lo dejará
pasar.
—¿Crees que son necesarias todas estas
cautelas?
—Creo que nos encontramos al borde de un
precipicio... Si Perceval lograra llevar a cabo sus planes...
—dijo, y negó con la cabeza al pensar adonde los llevaría una
locura de aquel calibre.
—¿No es suficiente estar luchando contra
Napoleón? ¿El primer ministro quiere librar batalla con Ákora
también?
—Puede ser que se haya convencido de que
resultará fácil conquistarla.
—Entonces, es que no sabe nada sobre
Ákora.
—Ése es el problema —completó Royce—. Casi
nadie sabe nada de aquel lugar. En su ignorancia, los hombres como
Perceval pueden imaginar lo que quieran.
Joanna pensó en los cañones que transportaba
el Néstor y sintió un escalofrío. Fueran
cuales fueran las disputas internas que amenazaran el reino, Ákora
seguía estando extraordinariamente preparada para defenderse contra
una invasión.
A través de las ventanas abiertas del salón
interior, Joanna oyó que el reloj daba la hora. Al otro lado, en la
calle, el guardia hacía lo propio.
—¡Las cuatro y todo sereno!
Quizá para él, pero no para Joanna. Alex
llegaba tarde.
—Va a venir —dijo—; lo sé.
—Puede ser que algo lo haya retrasado —la
animó Royce con amabilidad, movido por su amor hacia ella.
Esperaron hasta las cuatro y media, y como
aún no había noticias sobre Alex, Joanna se dirigió al recibidor.
Imaginó que Bolkum se habría quedado traspuesto y no había oído
llamar a la puerta, pero el leal sirviente seguía allí acomodado en
una silla y tan despierto y alerta como si fuera plena
mañana.
—Pronto amanecerá —comentó Bolkum.
Joanna permaneció allí, observando a través
de los cristales grabados que adornaban ambas hojas de la
puerta.
—Algo ha ocurrido.
Por fortuna, Bolkum no lo puso en duda, y
reaccionando con total naturalidad, se ofreció:
—¿Quiere que vaya a echar un vistazo?
¿Quería Joanna que Bolkum intentara
encontrar a Alex? Sería mejor que tratara de hacerlo ella misma, y
a eso se dispuso, en silencio, con una confianza con la que antes
no había contado. Sondeó en lo más profundo de su interior en busca
del extraño, y a veces esquivo, poder que sabía morador de su alma.
Pensó en el príncipe de Ákora; se dejó invadir por los recuerdos,
las imágenes, los sonidos, el tacto, el sabor y la esencia de
Alex.
¿Dónde estaba?
Le temblaron las puntas de los dedos. Casi
podía sentir la suave calidez de su piel, la forma en que el pecho
le vibraba cuando reía y ella apoyaba en él la cabeza para oír los
latidos constantes de su corazón. Así habían estado tumbados junto
al estanque de los Suspiros y luego, de nuevo, en Deimos, después
de haber escapado de las cuevas. El aire olía a arena mojada y a
hierba aplastada por sus cuerpos, a jazmín en flor a medianoche, al
sempiterno aroma de los limones, a...
A sangre.
Joanna aspiró el olor ferroso de la sangre.
La degustó en la garganta y la sintió deslizarse sobre su propia
piel.
—¡Alex!
Royce llegó corriendo desde el jardín.
Bolkum sostenía a Joanna por los hombros con delicadeza mientras
Mulridge revoloteaba alrededor de ellos, atenta y preocupada.
—Sabía que pasaría algo así —confesó la
anciana—. Siempre lo ha llevado dentro, pero nunca se había
manifestado con tanta fuerza. Necesitaba salir de su encierro y lo
ha hecho.
—¿Qué ha pasado? —se interesó Royce,
tranquilo, mientras tomaba el revelo de Bolkum para sujetar a su
hermana. La miró a los ojos para calmarla con la mirada.
Aún ahogada por aquella terrible conciencia,
dijo:
—Es Alex. Está herido, por eso no ha venido;
pero está cerca de aquí, estoy segura.
Había contado con Royce durante toda su
vida, desde que recordaba, y más aún tras la muerte de sus padres.
Y esa vez tampoco la dejó sola. Los últimos restos del sufrimiento
de Royce parecieron desvanecerse ante sus ojos. Era lord Royce
Hawkforte, heredero de generaciones de hombres y mujeres que habían
arriesgado mucho, se habían atrevido a mucho y habían salido
siempre gloriosamente victoriosos.
—Lo encontraremos —le aseguró Royce antes de
indicar a Bolkum con un gesto que lo siguiera en la noche que
acababa.
Mulridge entró en la cocina, y Joanna la
siguió sin pensarlo. Tenía algo de tiempo, no sabía cuánto, pero sí
que Royce lo lograría, estaba convencida de ello.
—Agua caliente —comentó Mulridge—; eso
siempre viene bien. —Colocó una cazuela enorme en el hogar y luego
se dirigió a Joanna—: Traiga el arcón.
Y así lo hizo. Lo encontró donde lo había
dejado al llegar, en la habitación que sobraba en la casa de
Brighton. Se trataba de un baúl muy antiguo, aunque nadie sabía
cuánto con exactitud. Estaba tallado en roble y forjado con hierro.
La madera estaba ya muy marcada y oscurecida por el paso del
tiempo. Aunque los ajustes metálicos estaban algo sueltos, aún
servían para mantenerlo en su sitio. Había una historia según la
cual el baúl habría sido el regalo entregado a una esposa Hawkforte
de parte de una magnífica curandera. La madre de Joanna había
conservado en su interior las medicinas y los vendajes. La madre de
su padre había hecho lo mismo, y también la de ésta, y así en una
cadena nunca quebrada que se perdía en la bruma de los
orígenes.
Sólo sentir el peso del baúl en sus brazos
resultaba ya reconfortante. Lo llevó a la cocina, donde el vapor
del agua hirviendo humeaba ya. Mulridge había puesto unos trapos en
la amplia mesa.
—Deprisa —ordenó, y empezó a rasgar trozos
de tela.
Antes de que el montón de retales fuera
excesivamente voluminoso, la puerta de atrás del jardín se abrió.
Royce estaba allí con Bolkum. Entre ambos sostenían el cuerpo
grávido de Alex.
Joanna no gritó y mientras corría hacia
ellos, se sintió orgullosa de no haberlo hecho.
—Se pondrá bien —la calmó Royce enseguida,
mientras él y Bolkum colocaban a Alex en una silla.
Estaba consciente y lo bastante despierto
como para mirar a Joanna y mostrar un gesto de dolor. Tenía sangre
en la boca y en la ceja que protegía el ojo que cerraba debido a la
hinchazón. Aunque aquello no era nada comparado con la mancha
carmesí que le empapaba la camisa justo por debajo y hacia la parte
izquierda del corazón.
—Fallaron —se jactó mientras la mueca de
dolor se tornaba sonrisa.
—¡Maldita sea! —exclamó Joanna mientras le
alcanzaba la prenda y, sin mediar palabra, se la arrancaba—.
¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Has venido caminando!, ¿verdad? ¿Sin
cochero, ni carruaje ni nadie? ¿En qué estabas pensando?
—¿En qué me encontraba en la civilizada
Inglaterra?
—¡Estúpido! ¡Tonto estúpido!
Le habían clavado un puñal cuya hoja había
penetrado entre dos costillas. Unos pocos centímetros de diferencia
la habría llevado directa al corazón. Sí, habían fallado, pero por
muy poco.
El tiempo se detuvo. No había nada sino la
premura por cuidar de él. Joanna no pensó, ni dudó, ni reflexionó.
Se dedicó a actuar como había aprendido desde la más tierna
infancia, junto a su madre, sin darse cuenta de lo absorta que
estaba.
—Tu abuela me enseñó a mí —le había dicho su
madre un suave día de primavera hacía ya demasiado tiempo—, como la
enseñaron a ella antes.
Ahora no estaba sola. Allí, en la cocina de
la casa de Brighton, se sentía como en Hawkforte. Había otras
mujeres con ella, hermanas de su alma que la arropaban de cerca. Y
todas ellas le transmitían su fuerza cargada de la sabiduría de
antaño.
—Lo haces muy bien —reconoció Alex.
Un hombre menor se habría quedado
desencajado por el ataque. Alex estaba apenas sorprendido.
—¿Cuántos eran? —quiso saber Royce.
—Creo que seis. Tres de ellos escaparon
—explicó, disgustado.
—El guardia encontrará al resto.
—Ya imagino.
No había duda al respecto. Tres cadáveres
inexplicables provocarían muchos comentarios de temor. El mensaje
sería claramente recibido por aquellos a quienes se les
enviaba.
—Joanna tiene razón. Deberías tener más
cuidado.
—Lo tendré..., a partir de ahora —accedió.
Luego se dirigió a Royce—: Esto parece más grave de lo que
pensaba.
—Opino lo mismo. Un ataque directo contra ti
lleva a pensar en un cierto grado de desesperación.
—O de intención. Después de todo, nos han
visto hablar juntos.
—Espera —interrumpió Joanna—. ¿Estás
diciendo que atacar a Alex está relacionado con Ákora? No hay nada
que lo demuestre. Podrían haber sido unos simples maleantes.
—Por desgracia, no lo eran —respondió Alex—.
Los he reconocido.
Los hermanos Hawkforte lo miraron,
sorprendidos.
—¡Ah! ¿Sí? —se extrañó Royce.
Alex asintió.
—Iban vestidos de ingleses, pero luchaban
como akoranos —explicó. Luego, se señaló la herida—. Esto está
hecho con una hoja akorana.
—Sí, pero... ¿quién? —musitó Joanna.
—Probablemente las mismas personas que me
encerraron a mí —se precipitó Royce, antes de mirar a Alex—.
¿Confías en tu hermano?
—Con mi vida.
—Entonces, es otra persona.
Joanna dejó escapar un leve suspiro de
alivio al ver que su hermano se había dado cuenta de que sus
captores no trabajaban para el vanax, sino que, al contrario,
trataban de sabotearlo. Eso, al menos, ya era un avance.
—Tienen recursos —continuó Alex—, los
suficientes como para venir hasta aquí, lo que significa que están
dispuestos a llevar a cabo su misión.
—En ese caso, volverán a dejarse ver —se
aventuró Royce.
Alex endureció la expresión.
—Y cuando lo hagan...
Los dos intercambiaron miradas de
comprensión.
—Ya basta —volvió a interrumpir Joanna—.
Necesitas descansar —le dijo a Alex con firmeza.
Ni su arrogancia masculina ni el sentido del
decoro de su hermano la disuadirían. Alex no se iba a ningún sitio
más que a la cama.
—Estoy bien —empezó, aunque, para sorpresa
de Joanna, su hermano la apoyó.
—Joanna tiene razón. Todos estamos cansados
y tú, además, estás herido. Ya ha amanecido... —Miró por la ventana
de la cocina para asegurarse—. Si te ven en este estado, darán
rienda suelta a la especulación y puede ser que te relacionen con
los tres cadáveres que el guardia va a encontrar, si es que no lo
ha hecho ya. Eso constituiría una distracción innecesaria.
A regañadientes, Alex reconoció que aquello
tenía sentido y permitió que Royce y Bolkum lo ayudaran a subir las
escaleras y lo acomodaran en la habitación de invitados. Mulridge
se apresuró a ir tras ellos, retiró las sábanas, ahuecó las
almohadas y se aseguró de que el huésped se encontrara lo más
cómodo posible.
Joanna se quedó fuera. Pensó que había
forzado la tolerancia de su hermano al máximo. Instalar a su amante
en casa era una cosa, pero rondar su lecho podría considerarse otra
bien distinta. La sonrisa que le dedicó a Royce en cuanto
reapareció estaba repleta de agradecimiento.
Él lo vio y abrió los brazos. Joanna se
lanzó a su abrazo y se sintió reconfortada. El olor de la sangre
había desaparecido para ser sustituido por el frescor de un nuevo
amanecer.
* * *