Capítulo 8
LAS sacerdotisas que vigilaban
el santuario de la Luna habían quemado sus últimas ofrendas de la
noche y buscaban ahora algo de reposo antes de que Alex abandonara
a su hermano.
Él y Atreus se habían quedado charlando
largo rato sobre los acontecimientos de los últimos meses y sobre
lo que cabía esperar del futuro. Alex conocía ya bastante la
situación por las cartas que le hacían llegar los correos de
confianza que habían permanecido yendo y viniendo durante el mes de
su última visita a Inglaterra. Con todo, nada podía igualarse a
conversar de ello cara a cara. Se trataban con franqueza y
analizaban el tema con profundidad. De acuerdo con las conclusiones
de Alex, la situación era frágil y se aproximaba a lo que podía
denominarse un momento crítico.
Atreus, que era un hombre sensato, se había
retirado por fin a descansar. Alex, por su parte, había encontrado
razones para no hacer lo mismo. Un breve pensamiento en la imagen
de Joanna dormida ya en su cama bastó para que se animara a bajar a
la playa que había junto al palacio. Una vez allí, caminó por la
arena bañada por la espuma, consciente de que sus pasos eran
vigilados por los siempre atentos centinelas de las torres de
vigilancia. Decidió ignorarlos para buscar al menos algo que se
pareciera a la soledad.
Pronto se sintió irritado. Su mente volvía
con excesiva frecuencia a la cama de seda y a la mujer que había en
ella.
Aquello era una locura.
Tenía asuntos, reales y serios, de los que
ocuparse. No eran tiempos para coquetear, ni tampoco entraba dentro
de sus planes una mujer con sus propios y graves problemas.
A Joanna no le gustaría lo que tenía que
decirle: que nada se sabía de su hermano. Aquello la heriría
profundamente. No había duda de que era ésa una de las razones por
las que Alex vagaba aún por la arena heladora, rato después de que
la luna se hubiera puesto, cuando sólo quedaban las
estrellas.
Ya había vivido en Inglaterra noches
silenciosas como aquélla. Largas horas de oscuridad cuando parecía
que nada en el mundo se movía salvo él mismo. Noches en las que el
frío acababa obligándolo a volver al interior para avivar el fuego
y tomar el calor de alguna mujer.
Las noches en Ákora eran distintas. Allí, se
oía a las ranas de San Antonio más allá de la playa. También se oía
el batir de las alas de los murciélagos frugívoros, inofensivos
salvo para los deliciosos manjares que hubiera a su alrededor. Si
miraba, sabía que acabaría viendo los zorros que cazaban por la
noche, y los búhos, que también se alimentaban entonces. Oyó
incluso el chapoteo ocasional de alguna marsopa o alguna manta
raya, quizá incluso de un pulpo, aunque rara vez se aventuraban tan
cerca de la superficie.
¿Por qué pensaba en aquellas cosas? Tenía
que ir adentro, dormir un poco y prepararse para plantar cara a los
retos que acechaban a su reino, a su pueblo y a su familia. Por
otro lado, podía limitarse a quedarse allí sentado, en la playa,
toda la noche, aunque era muy probable que acabara quedándose
dormido. Su formación de guerrero lo había preparado para
arreglárselas con poco descanso, así que estaría bien.
«Cobarde.»
Aquella palabra le vino a la mente de modo
espontáneo, como una punzada. Caminó de vuelta por la playa, se
detuvo, miró el agua, oscura ya ahora que la luna se había apagado.
Pronto amanecería.
Joanna estaría dormida.
No había necesidad de despertarla. De hecho,
sería un detalle por su parte no hacerlo. Era el deber de un hombre
tratar con amabilidad a una mujer; en ese caso, sin embargo, Alex
sentía además una inclinación natural a hacerlo. La idea de que
ella pudiera estar triste, o asustada, o necesitada, hacía que algo
se le retorciera por dentro.
Y aun así, en paralelo a aquel sentimiento,
estaba el deseo que ella despertaba en él. Los apetitos de posesión
y protección corrían parejos. Y era bien sabido que aquello podía
causarle problemas a un hombre, hasta tal punto que ningún niño
crecía en Ákora sin que algún hombre mayor que él le hubiera
aconsejado sobre cómo lidiar con un conflicto de aquella índole. La
clave para evitarlo residía en la disciplina. Un guerrero se
dominaba a sí mismo. Un guerrero se ejercitaba en la contención. Un
guerrero era lo suficientemente sensato para no desviarse por el
camino que marcaba la tentación.
Un guerrero, sin embargo, también se
enfrentaba a lo que debía.
Joanna estaría dormida.
Esperaría a que se hiciera de día, por lo
menos, y luego habría urgentes tareas que atender que requerirían
su atención. Hacía demasiado tiempo que él y sus hombres no habían
pasado por los campos de entrenamiento. Sería bueno volver allí,
sudar, esforzarse y poner a punto sus habilidades. Sería bueno
también para recordar a todo el mundo que lo necesitara, que el
príncipe de Ákora, el brazo derecho del vanax, había vuelto.
El palacio estaba en absoluta calma. Hacía
rato que los sirvientes se habían ido a descansar, los cortesanos
se habían retirado por clemencia y los santuarios permanecían en
silencio. A pesar de ello, Alex evitó las salas abiertas al público
y recorrió con rapidez el pasillo privado que conectaba los
aposentos familiares entre sí. Las estancias de los hermanos reales
se encontraban una a cada lado, y, en medio, la de Kassandra.
Alex sonrió al pensar en su hermana. La
vería al día siguiente, le permitiría que le hiciera miles de
preguntas más o menos y seguiría sin comprometerse en el tema del
deseado viaje a Inglaterra, ya que, afortunadamente, era una
decisión que le correspondía tomar a Atreus.
Se enteraría de la existencia de Joanna y
querría conocerla, lo que, ahora que pensaba en ello, sería una
forma estupenda de mantenerlas a las dos ocupadas, aunque resultara
también algo peligroso. Últimamente, Kassandra había dado muestras
de un cierto descontento que podía tratarse de simple aburrimiento
o que podía ser algo más. Tenía poco interés por sus deberes
formales y ninguno en absoluto por el matrimonio. Alex sabía que
había veces en que iba a montar a caballo, a menudo al galope, y
que dejaba atrás a su escolta, como si huyera de una existencia con
excesivas limitaciones. Aunque era comprensivo al respecto, dudaba
de que hubiera una solución para ello. Después de todo, se trataba
de una mujer.
Como lo era Joanna: una mujer acostumbrada a
llevar la hacienda familiar y que no dudada en salir en busca de su
hermano desaparecido. Aquello era como echar más leña al fuego de
la frustración, aunque no había nada que pudiera hacer. Una vez que
Kassandra supiera que había una mujer inglesa en palacio, no habría
forma de separarlas salvo si las encerraban, lo que haría a ambas
muy infelices y, por lo tanto, resultaría cruel y prohibido.
«Y después se habla de la influencia de la
norma de los guerreros en la sociedad akorana», pensó Alex con una
mueca. Era una ficción suficientemente útil en el mundo real, pero
cuando había que llevarla al día a día...
Y a la noche... Había llegado a la entrada
privada de sus aposentos. Con cautela, corrió un poco la cortina
del arco de entrada y echó un vistazo. Se dijo a sí mismo que era
cuidadoso para no despertar a Joanna. Una mirada fugaz a la cama
hizo que frunciera el ceño.
Estaba vacía.
¡Maldición!
Retiró del todo la cortina y entró en la
habitación. Y si había decidido tomar las riendas del asunto y se
había marchado a algún sitio...
Sintió un pavor que desbancó por completo
toda la rabia. Por un momento de tortura que le pareció
eternizarse, se volvió en todas las direcciones para examinar la
habitación. Se encontraba tan ansioso por encontrarla que casi deja
de ver la esbelta silueta que, envuelta en sombras, estaba cerca de
la ventana.
Espiró con rapidez y enseguida se acercó a
donde estaba ella, dormida en el banco. Tenía a su disposición una
cama enorme en la que estirarse y prefería un banco estrecho.
Aunque tenía razones para descansar profundamente, pues confiaba en
que Alex se encargaría del asunto de su hermano —porque sí confiaba
en él, ¿no?—, dormía con el ceño fruncido, como si la preocupación
se hubiera colado en sus sueños. Peor aún, al inclinarse hacia
ella, Alex descubrió un reguero de lágrimas que relucía a la luz de
las estrellas sobre las pálidas mejillas.
El corazón se le encogió del susto. Tomó a
Joanna en sus brazos, la arrulló y la llevó a la cama. Ella se
movió un poco, sin despertarse. Alex la tumbó y retiró las sábanas
de seda, hasta que pudo meter a Joanna por el embozo. Aunque se la
veía pequeña, Alex no cometió el error de pensar que era débil.
Tenía el espíritu de una leona como las que guardaban las puertas
de la ciudad y las que se paseaban por las leyendas de su pueblo.
Con todo, hasta las leonas pasaban malos ratos.
Muy lentamente se sentó en el lecho junto a
ella y le tomó una mano entre las suyas. La giró para observar
aquellos largos dedos, finos y de huesos aparentemente frágiles. Le
acarició la palma con el pulgar. La piel de esa zona resultaba algo
áspera. ¿Sería a causa del roce de las riendas? También podía
deberse a que hubiera manejado una pala o una azada. Él sospechaba
que era una jardinera apasionada.
Las damas inglesas que había conocido
estaban siempre embadurnándose de cremas, evitando que les diera el
sol y haciendo lo posible por mantener la piel suave e inmaculada.
Cualquier muestra de que realizaban algún trabajo manual se
consideraba de poco nivel. Nunca se había acostumbrado a
aquello.
Con un profundo suspiro, volvió a depositar
la mano de Joanna entre las sábanas. Sin embargo, cuando fue a
soltársela, aquellos dedos largos envolvieron la suya propia.
Joanna balbució algo. Aunque no podía asegurarlo, a Alex le pareció
que había sonado sospechosamente como su nombre.
Por primera vez desde que habían llegado a
la tierra de su corazón, se veía envuelto en un bálsamo de paz. Era
todo apariencia, claro estaba. Nada había cambiado. El momento era
peligroso porque la crisis se avecinaba. No obstante, durante un
corto espacio de tiempo, podía olvidarse de todo aquello. La cama
lo llamaba, como lo hacía el fuego que le corría por las venas. Por
aquella mujer, se quedaría sentado el resto de la noche, ignoraría
sus propias necesidades y se limitaría a sostenerle la mano. Para
su sorpresa, aquello bastó.
Por el momento.
Joanna abrió los ojos repentinamente hacia
el amanecer. Y no fue como consecuencia de un suave despertar, sino
por el susto que le produjo el que su mente estuviera convencida de
que algo iba mal, muy mal.
Había dormido. Y acababa de salir el
sol.
Las horas habían pasado como si nada, y no
había hablado con Alex para decirle lo que sabía, para insistir en
que... No, así no funcionaría. Debía persuadirlo para que actuara
de inmediato, sin retrasarlo más.
Avergonzada de su debilidad, se levantó de
la cama con rapidez y ya estaba en medio de la habitación tratando
de decidir qué hacer, cuando se dio cuenta de que ni siquiera
recordaba haberse metido en la cama, para empezar. Sí, había
algo..., algo..., unos brazos fuertes, una seguridad amable..., una
cercanía que la calmó e hizo que se sintiera cómoda.
Alex había estado allí. Había venido por la
noche y la había depositado en la cama. ¿Se había quedado con ella?
Era una faena no acordarse de aquello y, peor aún, que hubiera sido
tan débil como para quedarse dormida.
La frustración batalló con la confusión.
¿Por qué no se había despertado cuando él había entrado o cuando se
había marchado, ni cuando le traía le desayuno en el barco, ni esta
vez, en que se había cerciorado de que dormía bien? ¿Cómo podía
permanecer dormida? ¿Por qué él hacía que se sintiera tan
completamente segura? ¿Y tan inestable?
Daba igual. Con severidad, se recordó a sí
misma que nada importaba excepto Royce. Estaba vivo. Ella había
sentido su presencia. Con el esfuerzo necesario, podía encontrarlo.
No desde luego, eso sí, si se quedaba sentada en un palacio o
durmiendo en una cama de seda.
—Alexandros se ha ido al campo de
entrenamiento —anunció Kassandra al atravesar el arco de entrada.
Tenía aspecto de haber descansado bien y de haberse relajado.
Parecía haberse desvanecido cualquier señal del extraño suceso del
día anterior—. Seguro que pasa allí todo el día. Me preguntaba si
te apetecería ir a montar a caballo. Montas, ¿verdad? Según tengo
entendido, todas las damas inglesas montan, aunque de lado, ¿es eso
cierto? ¡Qué extraño debe de resultar! No puedo imaginarme sentada
de esa forma en un caballo sin caerme. Puede que tú puedas
enseñarme, aunque no contamos con ninguna silla de ese tipo. ¿Sabes
montar sin ella? No sin silla, quiero decir, sin una como
ésa.
—Sí..., sí sé... Sí lo hago, al menos por
Hawkforte. La silla lateral resulta extraña, pero...
—¡Estupendo! Te mostraré mis lugares
favoritos, los que no queden muy lejos del palacio. A Alexandros no
le gustará que recorramos demasiada distancia. Podemos llevarnos la
comida, un picnic, así es como lo llamáis, ¿no?
Algo mareada, Joanna respondió:
—Un picnic, sí, pero necesito de verdad
hablar con Alex..., con el príncipe Alexandros. En realidad, es
urgente.
Saida emitió un sonido sospechoso, como de
burla pero muy rápido. Una mirada dura por parte de Joanna dejó a
la sirvienta avergonzada.
—Debo hablar con el príncipe Alexandros
—repitió Joanna, esa vez con firmeza. Levantó la cabeza mientras lo
decía y miró a Kassandra directamente.
—Ya veo —contestó la princesa.
Transcurrió apenas un momento antes de que
hiciera un gesto hacia el arco. En ese mismo instante, las dos
jóvenes sirvientas se apresuraron a salir por él. Saida las siguió
de cerca, aunque se movió con la dignidad apropiada a su
cargo.
Una vez que estuvieron solas, Kassandra
continuó:
—¿Me dirás qué es lo que ocurre? Quizá pueda
ayudarte.
Aunque la tentación era tremenda, Joanna aún
no estaba segura. Le gustaba la joven princesa y se sentía
inclinada a confiar en ella, pero Alex había dicho lo bastante
sobre la situación en Ákora como para imaginarse que ésta era
precaria. No tenía ni idea de cuánto debía contar..., mucho o
poco.
Kassandra se dio cuenta de que Joanna se
debatía. Miró la cama, en la que sólo había un lado usado. Con
calma, reconoció:
—He malinterpretado la situación, ¿verdad?
Aunque es comprensible. Alexandros es muy listo. Sabía que todos
nos aferraríamos a la conclusión más obvia, y ha dejado que lo
hiciéramos. —La princesa caminó hacia la ventana y miró al exterior
ante la atenta mirada de Joanna. Aún de espaldas, Kassandra
continuó—: Le habrá contado la verdad a Atreus, supongo.
—No lo sé. Estaba dormida cuando por fin
volvió anoche. Hice esfuerzos por mantenerme despierta,
pero...
Con brusquedad, Kassandra se volvió hacia
Joanna. Nada quedaba en ella de la princesa inocente y exuberante.
En su lugar, apareció una mujer seria y valiente.
—Hay algo que creo que debo explicarte.
Cuando nací, mis padres me llamaron Adara. Significa «hermosa».
Supongo que es el tipo de nombre que unos orgullosos padres dan a
su hija.
Joanna movió la cabeza despacio.
—¿Por qué, entonces, te llamas ahora
Kassandra?
—Porque desde muy pequeña se hizo evidente
que yo tenía un... don, imagino que puedo llamarlo así, aunque haya
veces que parece todo menos eso.
—¿Kassandra...?
La princesa de la Troya condenada. Una
figura trágica, perdida en la neblina de un tiempo en que la sangre
fue derramada.
—¿Puedes ver... el futuro?
Parecía increíble, aquello era absolutamente
inverosímil, y aun así, Joanna sabía muy bien que el mundo contenía
mucho más de lo que la mayoría de la gente apenas alcanzaba a ver.
Había crecido con aquella verdad, como si hubiera estado mezclada
con el aire mismo de Hawkforte.
Kassandra asintió.
—El nombre que me dieron es un recuerdo de
lo que ocurre cuando la gente se niega a apreciar dones como ése e
ignoran la sabiduría que aportan.
—¿Lo dices porque nadie creyó a la Kassandra
original cuando afirmó que Troya caería?
—Eso es.
El silencio ocupó toda aquella habitación de
seda que pertenecía a un príncipe y que se llenaba con el potente
brillo de la mañana despejada. En aquella atmósfera silenciosa e
iluminada, Kassandra confesó:
—He visto la caída de Ákora.
—No.
Enseguida, la princesa se acercó a Joanna y
la tomó de la mano. Luego, la llevó hasta el banco que había bajo
la ventana.
—Escúchame —pidió con urgencia—. Nada está
escrito. ¡Nada! Nada excepto que nuestro Creador nos ama. Mis
hermanos saben que está en nuestra mano cambiar el futuro. Cada vez
que respiran, lo hacen para impedir que ocurra lo que yo he
visto.
A Joanna le tembló la voz. Una oleada de
frío la recorrió de arriba abajo.
—¿Estás segura de que pueden lograrlo?
—Estoy segura de que con este aviso podemos
alejarnos de lo que habría de ocurrir de otro modo, y podemos crear
algo mucho mejor.
—Rezo para que así sea —la voz de Joanna
quedó silenciada, atenazada por la impresión que le había producido
lo que acababa de escuchar.
A pesar de que llevaba muy poco tiempo en
Ákora, ya apreciaba su singular belleza y su serenidad. En un mundo
dividido por la violencia y la agitación, había que proteger un
lugar así, costase lo que costase.
—¿Cómo la habéis visto caer? —preguntó sin
parecer demasiado segura.
—Debilitada por dentro y presa de unos
conquistadores de fuera. Se trata de una antigua historia no exenta
de cierta ironía, dado que Ákora ya fue conquistada así una
vez.
—El volcán.
—¿Te lo ha contado Alexandros? Sí, a eso me
refería, aunque en aquel caso la naturaleza fue responsable de
ello. Esta vez será el hombre. —Guardó silencio antes de
continuar—: Siento decir esto, pero en mi visión aparecían soldados
vestidos de rojo que avanzaban bajo una bandera blanca, azul y roja
en la que unas cruces se superponían a otras.
—La bandera de mi país; la llamamos Union
Jack —explicó Joanna—. Las cruces corresponden a las de San Jorge,
San Andrés y San Patricio. —De pronto, se sintió horrorizada—. ¿Has
visto a los británicos invadir Ákora?
—Eso parece —reconoció Kassandra con
amabilidad—. ¿Tienes alguna idea de cuándo podrían hacer algo
así?
—No, al menos no exactamente. Lo que sé es
que Gran Bretaña atraviesa un periodo de agitación. El rey está mal
de la cabeza, su hijo es ahora el regente y, con franqueza, su
forma de ser deja mucho que desear. Llevamos casi veinte años de
guerra con Francia. Napoleón mantiene a todo el mundo aterrorizado
aunque nadie quiera admitirlo. Parece razonable que haya quien,
dentro del gobierno o que lo pretenda, contemple la aventura en el
extranjero como una forma de recuperar el orgullo y un refuerzo
para la seguridad. Puede ser que ésa fuera la razón que llevó a
Royce a viajar hasta aquí...
—¿Quién es Royce?
Fue entonces cuando Joanna se dio cuenta de
que había revelado más de lo que había pretendido, aunque ahora no
lo sentía. Lo que la princesa le había contado era tan preocupante
que las cautelas habituales podían ser desechadas.
—Royce es mi hermano. Zarpó de Inglaterra
rumbo a Ákora hace nueve meses. Royce trabajaba para el Ministerio
de Exteriores, aunque sospecho que su misión no contaba con la
sanción oficial, algo nada sorprendente si consideramos la delicada
situación que se atraviesa actualmente. Tal vez estaba tratando de
trabajar discretamente, entre bastidores. En cualquier caso, aún no
ha regresado, y estoy muy preocupada por él.
—¿Por eso has venido?
Joanna asintió.
—He oído las historias sobre Ákora; sé cómo
se trata a los xenos. Con todo, el mero hecho de que vuestro padre
no fuera asesinado, me dio esperanza.
Kassandra dejó escapar un lento suspiro.
Parecía concentrada, como si se debatiera para tomar una decisión.
Finalmente, miró a Joanna:
—Creo que deberíamos dejar lo de montar para
más tarde. Esta mañana me gustaría enseñarte Ilion.
Aquel cambio radical de tema hacia uno de
aparente frivolidad cuando hablaban de algo tan serio sorprendió a
Joanna.
—No creo que...
Antes de que pudiera continuar, Kassandra se
levantó y la miró con firmeza.
—¿Por qué no te pones uno de los vestidos
que te ha traído Saida para que podamos irnos?
Aquello no era una pregunta. La hija de la
familia real había decidido que era un buen momento para recorrer
Ilion. Joanna se esforzó por ser paciente. La joven parecía ser
sensata e inteligente; podría convertirse en una importante aliada.
De nada serviría llevarle la contraria.
Aun así, a Joanna le costó horrores aceptar.
Sin apenas mirarla, escogió la prenda que había sobre el montón que
Saida había dejado allí. Se fue al baño, se lavó apresuradamente,
se pasó el vestido por la cabeza, trató de poner algo de orden en
su cabellera y, después de dejarlo por imposible, volvió a donde
estaba Kassandra. La princesa rebuscaba unas sandalias entre las
prendas.
—¡Mírate! ¡Estás preciosa! —exclamó al
verla.
Joanna se miró el vestido de seda verde mar
que le dejaba los brazos al descubierto y le hacía un pequeño
remolino a la altura de los tobillos.
—Es muy cómodo —respondió mientras se
calzaba las sandalias—. ¿Nos vamos?
Cuanto antes se marcharan, antes acabarían y
antes podría ir a buscar a Alex.
Emplearon el pasillo privado hasta alcanzar
una pequeña puerta que se abría a un estrecho camino que llevaba a
la puerta de las leonas. El amplio jardín que se extendía frente al
palacio estaba mucho más concurrido que cuando Joanna lo había
visto el día anterior. La gente llegaba en grupos o individualmente
y se dirigía a la gran escalinata que llevaba a la entrada
principal.
—¿Quiénes son? —quiso saber Joanna.
—Algunos son nobles, que vienen a ver y a
dejarse ver, a intercambiar opiniones sobre los últimos
acontecimientos, promover sus causas personales y mantenerse al
corriente de todo lo que hace el vanax. Hay también mercaderes que
vienen aquí por las mismas razones. Otros llegan para asistir a
reuniones del Consejo, que, por ley, son de carácter público.
Algunos se acercan a los tribunales que están en aquella ala de
allá. La fábrica de moneda está ahí, por si alguien quiere mejorar
sus metales preciosos, así que, claro está, quienes vienen a por
dinero, también van a eso. Hay muchos negocios que se cierran en
las salas laterales de la fábrica. —Con una risa, Kassandra
concluyó—: Se dice que no hay extraños en Ákora, pues antes o
después todo el mundo se encuentra en palacio.
Joanna se imaginó que Prinny se negaría a
que sus residencias fueran usadas por el vulgo para sus propios
asuntos, y preguntó:
—¿Y al vanax no le importa?
—¿A Atreus? Claro que no. Según nuestra
tradición, el palacio pertenece al pueblo, no al soberano, así que
la gente se siente muy libre de usarlo como su principal centro de
reunión. Se respeta la privacidad de nuestros aposentos, pero todo
el mundo tiene derecho a ir a cualquier otra estancia.
Otra consecuencia era que la princesa podía
abandonar el palacio sin revuelos ni ceremonias. Nadie se les
acercó, aunque algunas personas las saludaron amablemente con la
cabeza al recorrer el larguísimo trecho que llevaba a la entrada.
De nuevo, a Joanna volvió a sorprenderla lo limpio que estaba todo:
ordenado y precioso. Allá donde miraba veía gente sana y bien
alimentada que mostraba un aire de satisfacción tan fácil de ver
como su sonrisa. No obstante, la escena quedaba lejos de resultar
pacífica, pues en su mente imaginaba el fatídico final que había
visualizado Kassandra. Aquello le hizo sentir una punzada de
angustia en lo más profundo de su ser.
—Este es el barrio de la ropa —comentó
Kassandra cuando entraban en una calle que parecía repleta hasta
rebosar de puestos que exponían telas de todos los colores del arco
iris—. Hay muchos sastres y costureras de gran valía que viven
aquí. Nuestra forma de vestir es más sencilla que la vuestra, la de
Europa, pero nos enorgullece mucho la calidad del corte, la caída
del tejido y la costura de las prendas.
—¡Fascinante! —admiró Joanna mientras se
preguntaba cuánto más podría soportar atender al deseo de la
princesa.
Aunque por nada del mundo quería ser
desagradable, tampoco sabía cómo podría mostrar interés por Ilion,
por muy bonito que fuera, cuando tenía la mente ocupada en
menesteres mucho más acuciantes. Debía encontrar a Alex, hablarle
de Royce y...
—Jean-Paul, Marte,
ici, s'il vous plait. Vite, vite!1
Joanna se volvió de pronto hacia donde
provenía la voz. Era una mujer la que hablaba, e iba vestida igual
que ella, con una túnica sencilla aunque bastante bonita. La mujer
era unos centímetros más baja que Joanna y algo más rellenita.
Llevaba el pelo, grueso, rizado y de color castaño, sujeto en la
nuca con un lazo. Los ojos le brillaban en un rostro bronceado, y
parecía algo agobiada en aquel momento. Algo retenía su atención:
un par de niños pequeños, un niño y una niña, que estaban jugando
cerca. La parejita levantó la vista al oír sus nombres y se
acercaron a la señora enseguida, que sonrió y les alborotó la
cabellera hasta que notó que tenía visita.
Algo avergonzada, habló en akorano con
acento.
—Dissculpe, pginsesa,
pego esstos niños... Less digo que sse queden dentgo un
poquitoo paga que no se manchen antes de
ig a la escuela, y migue lo que basen.
Tanto su forma de gesticular como su acento
eran claramente franceses.
Joanna no le dio a Kassandra la oportunidad
de responder y se dirigió a la señora en su propia lengua:
—Vous êtes française,
madame? Une française ici sur Akora?2
Aunque la mujer la miró con sorpresa,
respondió sin demasiados reparos:
—J'étais française
mais maintenant je suis akoraine.3
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Kassandra.
Habló con suavidad, sin parecer sorprendida.
—Dice que antes era francesa, pero que ahora
es akorana —tradujo Joanna.
Joanna miró a su alrededor y luego a la
princesa.
—Había oído algo de una fuerza
expedicionaria francesa desaparecida en aguas akoranas hacía años.
No me digáis que en su tripulación contaban con mujeres y niños
también. Además, se les supone muertos a todos por la conocida
política akorana de acabar con la vida de cualquier extranjero que
tiene la desventura de arribar a estas orillas. ¿Cómo es que está
esta mujer aquí?
Con mucha gentileza, Kassandra
contestó:
—Mira a tu alrededor, Joanna. Mira de
verdad. Y ve no sólo lo que esperas encontrar, sino lo que hay en
realidad.
A pesar de su perplejidad, Joanna echó un
vistazo en ambas direcciones arriba y abajo de la calle. Primero no
vio nada que le hiciera comprender las extrañas instrucciones de la
princesa. Sin embargo, luego se fijó en un hombre que salía
apresurado de una callejuela. La piel le brillaba como envuelta en
una capa de ébano. Hablaba alegremente con un joven que podría ser
su hijo por lo que se parecían. Aunque aquello la dejó ya
desencajada, al otro lado de la calle, Joanna vio a una mujer
pelirroja. Y, más allá, asomado a la ventana para llamar a un
amigo, apareció un hombre claramente rubio.
En realidad, eran relativamente pocos los
akoranos con pelo oscuro, aunque había unos cuantos.
—Has dicho que sabes montar, ¿verdad?
—comenzó Kassandra—. ¿Crías caballos también?
—Sí —respondió Joanna, algo confusa—, en
Hawkforte criamos caballos.
—Y tendrás cuidado en evitar la endogamia,
¿no? Después de todo, la endogamia empobrece el linaje y acarrea
enfermedades, abortos y todo tipo de problemas.
—Entre caballos... —empezó Joanna—, y entre
personas.
Kassandra sonrió.
—¿Cómo creías si no que nos habíamos
mantenido sanos y fuertes durante miles de años si realmente
estábamos cerrados al mundo?
—No matáis a los xenos.
La princesa asintió.
—Es nuestro gran secreto. Es verdad que no
queremos que venga aquí todo el mundo, pues admiramos lo que
poseemos y deseamos protegerlo. Ahora bien, en Ákora no se daña a
ningún xenos. Al contrario, hacemos lo imposible por asegurarnos de
que les apetezca quedarse, establecerse aquí y tener niños.
Llegamos incluso —añadió mientras sonreía a la mujer francesa— a ir
buscar a sus familias sin que nadie se entere para reunidos y que
todos vivan aquí juntos. Marguerite puede contarte algo sobre
eso.
Encantada de tener la oportunidad de narrar
lo que sin duda había sido la experiencia más dramática de su vida,
la francesa asintió.
—Unoss hombgues
viniegon a nuestga aldía hase tgues
anios, se ievagon a mon mari, mi
maguido, Félix, y a otgos hombgues.
Dijegon que ega pog el honog de segvig al
empegadog. ¡Maltido sea el honog! No sabéis lo que iogué cuando él se magcha, pensé que no lo volveguía a veg.
Tgabajé día y noche en la ganja y
tgato de cuidag a mes enfants,
mis hijoss io sola. Luego me disen que Félix ha desapaguesido. ¡Mon Dieu! ¡Dios mío! Nunca me he
sentido tan angustiada. Cuando vienen los extganjegos, dos semanas después, yo no los
cgueo. Me disen que Félix está vivo. Me dan una cagta de él. En la cagta me dise cosas que
conosco io solamente, así que me lo
cgueo pogque me disen la vegdad. Me dise que
está en un lugag mejog, con pas, y contento, y que vaia con los hombgues.
Tengo miedo, pego, dans le désespoir...
¿Cómo se dise? ¿A la desespegada? Somos pobgues, no tenemos nada, y mis hijoss, no tienen futugo. Le pido a la vigjen que nos pgoteja
y nos vamos con eios.
—Y os trajeron aquí —añadió Joanna.
Marguerite asintió. Muy seria,
respondió:
—Al pguinsipio,
pensé que habíamos muegto. Félix me
dise que él pensó lo mismo. Pego no. A lo contgaguio,
ahoga podemos empesag a vivig de vegdad —con
una amplia sonrisa, mostró con un gesto su pequeño e impecable
hogar, y el puesto instalado a la entrada—. Siempgue ha sido mi sueño de haseg gopas bonitas pego nunca he tenido la opogtunidad. Ahoga no solamente las confecsiono, pego me las pongo aussi, también.
A Joanna se le llenaron los ojos de
lágrimas. Se dijo a sí misma que era consecuencia de la luz
cegadora del sol, y no por la repentina y sorprendente imagen que
le vino a la mente de hombres, mujeres y niños librados de unas
vidas de pobreza y desesperanza, transportados a un mundo de paz y
de belleza. Y con aquel pensamiento le vino la certeza de que Alex
había sabido todo aquello y no se lo había contado. Había permitido
que siguiera creyendo en la mentira sobre Ákora.
—¿Dónde —preguntó entre dientes— se
encuentran los campos de entrenamiento?
—A algo más de medio kilómetro en aquella
dirección —informó Kassandra, quien, prudente de corazón como era,
se apartó del camino enseguida.
* * *