Capítulo 11
SAIDA apareció poco después.
En cuanto vio a Joanna se apresuró a acercarse a ella.
—Señora, ¿qué os ocurre? ¿Estáis bien?
Parecéis enferma.
Joanna levantó ambas manos para dispensar a
Saida y para tranquilizarla también.
—Estoy bien, de verdad. Sólo dime si hay
algún lugar cerca de aquí en el que el agua brille como si hubiera
una luz atrapada bajo la superficie.
La mujer la miró con perplejidad.
—¿Señora...?
—Ya sé que suena extraño, pero... ¿se te
ocurre algún lugar con esas características? Con un agua que parece
casi plata líquida —dijo, y la imagen se hizo más viva aún en su
mente mientras cavilaba sobre ella—, aunque más ligera que ese
metal, con un toque verdoso que da la impresión de que hay algo
vivo.
—¿O referís al estanque de los Suspiros? Si
queréis verlo, quizá el príncipe Alexandros...
—¿El estanque de los Suspiros? —Lo que había
visto existía, era real. Aquello la llenó de entusiasmo—. ¿Cómo se
llega hasta allí?
—Es difícil, señora, sobre todo de noche.
Hay un camino que sale de esta ala del palacio...
—¿El camino que lleva a la ciudad?
—Sí, pero debe desviarse a la izquierda
antes de llegar a ella y luego descender hacia la orilla. Esa zona
es abrupta y puede ser peligrosa en la oscuridad. Por favor,
esperad a que la lleve el príncipe Alexandros.
—Es que él ya está allí —replicó Joanna con
cierto descaro—. Debo encontrar al príncipe.
—Él no ha dejado instrucción alguna al
respecto —respondió la sirvienta, asombrada.
—Puede ser que no a ti. En cualquier caso,
debo ir allí. La luna brilla con fuerza. Me las arreglaré.
Antes de que Saida pudiera tratar de
disuadirla, Joanna salió aprisa de la estancia. Descendió la
estrecha escalera de piedra a toda velocidad hasta el descansillo y
luego cruzó la puerta para seguir, esa vez, el camino que llevaba a
la ciudad. La luna estaba alta y se veía adornada por finos cirros
que parecían atravesarla. Brillaba con tanta intensidad que Joanna
podría haber sacado un libro y haberse puesto a leer bajo aquella
luz, o haber arado un campo, como lo había hecho en incontables
ocasiones cuando las lunas de la siembra y la cosecha ofrecían sus
dones a la tierra.
Antes de que el camino iniciara el descenso
a Ilion, Joanna descubrió el desvío a la izquierda. Con cuidado, se
encaminó por lo que parecía apenas un sendero dibujado por la
hierba aplastada. Saida le había dicho la verdad: resultaba difícil
avanzar. Joanna se detuvo varias veces para oír el ruido del mar al
bañar la blanca arena de la playa situada a los pies de la colina
en que se elevaba el palacio. Los cantos rodados que pisaba al
andar ralentizaron su paso aún más. Al oeste, el mar Interior se
veía inmenso y en calma. La luz de la luna señalaba un camino
acuoso que conducía a algún destino inalcanzable.
El aire olía a jazmín y a hierbas
silvestres. Cuando se detenía, Joanna se daba cuenta de que todavía
oía la lejana melodía de las gaitas. No se sabía muy bien de dónde
provenía, pues parecía venir de todas partes y de ninguna al mismo
tiempo.
Continuó avanzando y, en un momento dado,
casi perdió el equilibrio, lo que hizo que el corazón se le
disparara violentamente, hasta que por fin logró bajar hacia la
orilla con mucho cuidado. Una vez allí, se detuvo para oír el
agradable sonido de las olas y los esporádicos chapoteos que se
producían en la superficie. Un poco más allá, en la playa, el mar
se adentraba en la tierra. Joanna avanzó otro trecho del camino,
hasta que se alzó tras la cresta de una suave elevación del terreno
y descubrió lo que sólo podía ser el estanque de los Suspiros. Era
exactamente igual al que había visto: el agua brillaba con una luz
interior. «Como si la luna se hubiera ahogado», pensó antes de
tratar de ignorar el escalofrío que le produjo aquel
pensamiento.
Alex estaba al lado del estanque y lo miraba
fijamente. Aunque estaba rodeado de sombras, no cabía pensar que
estuviera confundiéndolo con otra persona. Joanna se sorprendió al
darse cuenta de que ya conocía la inclinación de su cabeza, la
forma de sus anchos hombros, que quedaban apenas rozados por
aquella mata de pelo de ébano, la manera en que apoyaba los pies
separados cuando pensaba. También sabía que él se había percatado
de su presencia.
—¿Joanna? —preguntó, vacilante, sin querer
creerse del todo lo que veían sus ojos.
Hacía un rato había pensado que ella estaba
cerca. Y ahora, lo estaba de veras, como si hubiera sido llamada
por el deseo que con tanto esfuerzo trataba de contener, un deseo
que lo había llevado a apartarse de ella cuando todo le pedía que
se quedara para consolarla y protegerla; un deseo que lo había
llevado a aquel lugar, de una belleza que no parecía terrena, y
donde había esperado encontrar la paz que no había alcanzado.
Aunque debería estar sorprendido, no lo
estaba. Desde el primer momento en que la había encontrado a bordo
del Néstor, cada hora y cada día, sentía
crecer en él una sensación de inevitabilidad que ya no podía
negar.
Se acercó a ella, que venía envuelta en la
capa azul, que se movía por el viento. El brillo de la luna
iluminaba sus facciones. A Alex le pareció esculpida en una luz
plateada.
—Saida me ha hablado de este lugar.
—¿Cómo sabía que estaba aquí?
—Lo he visto. —Y añadió enseguida—: Si, ya
sé que suena inverosímil y, de hecho, yo misma lo siento así. Busco
a Royce y lo encuentro a usted. ¿Qué sentido tiene? En cualquier
caso, Saida me ha dicho que este lugar se llama el estanque de los
Suspiros. ¿Quiere eso decir que la gente suspira por su
belleza?
¿Que lo había encontrado? Alex sintió un
tremendo placer ante aquella prueba de la conexión que había entre
ellos, sin dejar de reconocer para sí mismo que el poder de aquella
mujer lo desconcertaba. De todas formas, todo hombre sensato
conocía el poder que poseían las mujeres. El de ella se mostraba
con más claridad; eso era todo.
—No, exactamente. Hay una leyenda, claro
está, como parece que la hay para todo en Ákora —respondió Alex con
dulzura para no alarmarla mientras se aproximaba a ella.
Joanna recorrió con la mirada el estanque y
las oscuras rocas que lo rodeaban, y luego se fijó en Alex. Mantuvo
los ojos clavados en él, como si estuvieran tocándolo.
—¿Una leyenda?
Alex tomó aliento y notó su propia potencia
mezclándose con su sangre. Con suavidad, a la pequeña distancia que
aún los separaba, respondió:
—Hace millones de años, la Señora de la Luna
tuvo un amante.
—¿La Señora de la Luna? —repitió Joanna como
para comprobar cómo sonaba al pronunciarlo—. ¿Y nada del Señor de
la Luna? ¡Qué extraño!
Alex acortó aún más el espacio entre ellos,
hasta casi tocarla.
—No, no hay un Señor de la Luna. Usted lo
sabe —dijo, y como ella seguía mirándolo, Alex se encogió de
hombros y aclaró—: Son las mujeres quienes sangran con la
luna.
Joanna se ruborizó, bajó la vista y luego
volvió a levantarla para enfrentarse a lo que tenía ante
ella.
—No se habla de esas cosas.
—Esto es Ákora. Aquí somos mucho más
razonables al respecto. La Señora de la Luna es quien organiza las
mareas, incluidas las que fluyen dentro de las mujeres. Hace
millones de años, tuvo un amante. Él sintió curiosidad por conocer
la tierra, y una noche se inclinó demasiado desde el balcón del
firmamento, tanto que se cayó en este estanque y se ahogó. Cuando
la luna está en su cénit y sopla el viento apropiado, aún se puede
oír a la Señora que la habita suspirar por el amor perdido.
—¡Qué romántico!
La acidez de aquel comentario hizo que Alex
se riera. Parecía que lady Joanna Hawkforte pensaba poco en
romances. En lugar de una inocente con ojos llorosos, tenía ante él
a una mujer de obstinado pragmatismo. O así le gustaba verse: ella,
que había dejado a un lado todas las precauciones y las cautelas
para viajar a un reino oculto en una aventura desesperada; la mujer
que, bañada en el resplandor de la luna, estaba allí frente a él y
lo seducía.
—Usted antepone la realidad al romance. Como
yo, debo confesar, aunque sólo porque creo que últimamente resulta
mucho más emocionante —afirmó. Luego introdujo la mano en el
estanque y la sacó llena de agua resplandeciente—. En esta agua
viven pequeñas criaturas que absorben la luz del sol durante el día
y la devuelven durante la noche. Las he visto a través de un
microscopio. Puede hacerlo usted también, si le place. Piense en
ello, un universo de seres tan diminutos que apenas seríamos
conscientes de su existencia si no fuera por este truco de la
naturaleza que los hace hermosos a nuestros ojos.
Tomó la mano de Joanna y la colocó al lado
de la suya, si bien algo más abajo. Luego, fue trasvasándole el
agua poco a poco. Joanna dio un grito ahogado, perpleja ante la
sensación que le producía sostener luz fría. Entre los dedos
empezaron a resbalar algunas gotas que recogió con la otra mano.
Después se agachó para devolver aquella agua viva al
estanque.
—No sobreviven fuera de ahí, ¿verdad? —quiso
saber.
—Supongo que no.
La preocupación que Joanna sentía incluso
por la forma de vida más pequeña enterneció a Alex. Ambos se
arrodillaron y se mantuvieron en silencio unos minutos, absortos en
el estanque.
Mientras observaba las profundidades
plateadas, Joanna se concentró en respirar despacio y rítmicamente.
Su conciencia física de la presencia de Alex era tal que le
resultaba casi dolorosa. Sentía su roce en los labios, en las
manos, en los brazos, por todo el cuerpo, como si la memoria jugara
al límite de tentar la realidad. Momento a momento, latido a
latido, tenía que luchar contra aquella urgencia por volverse hacia
él, aquel hombre que vivía para el deber y que, sin embargo, había
forzado las costumbres de su cultura y su educación para ayudarla,
que había despertado en ella una necesidad hasta entonces
desconocida, que la trataba siempre con amabilidad y paciencia
cuando podía fácilmente hacerlo de otro modo. Había llegado
incluso, no fuera a ser que lo olvidara, a ir tan lejos como
ofrecerle mirar por un microscopio, lo que implicaba, en principio,
que asumía que ella tenía tanto la inteligencia como la curiosidad
necesarias para apreciarlo. ¿Qué hombre inglés pensaría siquiera en
hacer algo así?
Se le escapó una risita. Miró a los ojos
interrogantes de Alex y se calmó. De mala gana, comenzó a
hablar:
—He oído a Deilos y Troizus mientras
conversaban. Son dos de los consejeros de los que me habló,
¿verdad?; los que se oponen al cambio.
Alex, a su lado, se tensó. Había dado por
supuesto que ella se encontraba a salvo en sus aposentos, y no
paseando por ahí de noche y encontrándose con hombres que bien
podrían ser sus enemigos. Era un error que no volvería a cometer;
toda suposición sobre Joanna Hawkforte era una torpeza en sí misma.
Con una calma que no sentía, preguntó:
—Sí, son ellos. ¿Cómo es que los ha
encontrado?
Joanna se encogió de hombros como si no
quisiera darle importancia a lo cerca que había estado del
peligro.
—Como no podía dormir, decidí ir a explorar
el palacio. Estaba mirando las pinturas murales en el salón que hay
más allá de las columnas rojas y ellos pasaron por allí.
—¿La vieron?
Alex esperó a que respondiera, mientras se
preparaba para la posibilidad de que tuviera que enfrentarse a
Deilos de inmediato, antes de que supusiera una amenaza para
Joanna.
—¡Qué va! Estoy segura de que no me vieron;
si no, no habrían hablado como lo hicieron. Yo estaba detrás de una
columna. Parecían no coincidir en sus opiniones. Deilos cree que
deben actuar ya, mientras que Troizus se ha mostrado más
precavido.
Alex se relajó ligeramente. La situación no
parecía tan mala como había esperado. Si bien era delicada, eso era
indudable, no lo era tanto como podría haberlo sido.
—Conozco a Deilos desde que éramos niños. No
es muy propenso a esperar.
—Entonces, no ha cambiado.
Joanna se retiró el pelo que se le había
colocado en la mejilla y se volvió para encontrarse con la estable
mirada de Alex. Se estremeció al darse cuenta de lo cerca que
estaban el uno del otro. Se vio a sí misma observándole la línea
curva de la boca, y enseguida desvió la mirada. Luego,
continuó:
—Le dijo a Troizus que respetaba su opinión,
pero es obvio que no lo hace. Aunque puede ser que me equivoque, me
ha parecido un hombre rebosante de ganas de actuar... y
pronto.
—¿Dijo algo más?
—Sabe lo de los cañones que trajisteis al
volver.
—Eso era inevitable, así que Atreus ha
informado al Consejo hoy. Deilos sabe perfectamente que son para
defender Ákora de una invasión foránea.
«De la invasión británica», pensó Joanna, y
tembló asqueada ante la sola idea.
—Sonaba como si considerara que suponen una
amenaza directa contra él.
Luego, calló y esperó a que Alex confirmara
o tratara de negar la conclusión a la que ella misma había llegado
y lo que la había llevado a buscarlo. La urgencia de Deilos, su
petición de actuar ya, sólo podía explicarse si tenía una razón
para temer que los Atreidas fortalecieran sus defensas.
Alex sacudió en el estanque el resto de agua
que le quedaba en las manos y se levantó. Con una naturalidad
forzada, respondió:
—No deje que Deilos le preocupe. Nos
ocuparemos de él cuando llegue el momento.
Joanna también se puso en pie, aunque con
cautela, a sabiendas de que no tenía plenamente el control de sí
misma. A la vez, era muy consciente de todo en realidad: de la
caricia del aire cálido de la noche en su piel, de la presión del
tejido sobre sus pezones, que estaban inexplicablemente sensibles,
del aroma permanente a jazmín y, sobre todo, del recuerdo de lo que
había sentido al sondearse para hallar a Alex... y
encontrarlo.
—Sí me preocupa Deilos —replicó—. Sé muy
bien que él representa un riesgo que se suma al peligro que ya hay.
No hace falta que me trate como si fuera una niña a la que se debe
proteger de la verdad.
—Créame —se defendió él—, tengo muy claro
que no es una niña —y se dio la vuelta para marcharse.
Le había dado la sensación de que...
Joanna lo buscó, si bien no con la mente esa
vez, sino con la mano. Le rozó el antebrazo con los dedos, que
acabaron envolviendo los suyos para sujetarlos.
—Espere.
Alex se detuvo, respiró hondo y se contuvo.
Despacio, levantó las manos entrelazadas y las miró: la fragilidad
junto a la fortaleza, la palidez junto a la oscuridad, cada rasgo
complementaba al otro como si se hubieran combinado a propósito.
Aunque el placer rugió en su interior, fue el honor el que
habló:
—Hay límites, Joanna.
Dejó que aquella advertencia se desvaneciera
como agua que se desliza entre los dedos, con preaviso y sin
remordimientos.
—La vida ya es demasiado complicada,
¿verdad?
—Ya se lo he dicho: no hay por qué temer a
Deilos.
—No a él, a todo. Perdí a mis padres y puede
ser que haya perdido a mi hermano. —Se le hizo un nudo en la
garganta—. He venido a un lugar lleno de paz y belleza para
descubrir que éste también está amenazado. Parece que en verdad no
haya nada que poseer, salvo el momento presente.
Aunque la mirada de Alex era amable, llena
de comprensión, respondió:
—Lo que hacemos en cada momento es lo que
conforma el futuro.
—Claro está, es verdad, las elecciones y sus
consecuencias —replicó.
Se acercó más a él, mientras aún le sostenía
la mano, le tomó el brazo, pesado por la musculatura, y se lo pasó
por la cintura hasta quedar recogida en él. Aquello le trajo vivos
recuerdos a la memoria de lo difícil que había sido separarse de
Alex en la tienda apenas unas horas antes. Desde aquel momento,
parecía que se hubiera movido siempre hacia él.
—Son demasiadas las veces en que no he hecho
nada.
Alex arqueó las cejas, aunque Joanna no era
capaz de saber si era por lo que ella decía o por lo que
hacía.
—¿Usted? Yo diría más bien lo contrario,
nunca duda a la hora de actuar.
—Se sorprendería —retó. Se quedó callada,
como si aún no estuviera segura de hasta dónde quería mostrarse,
entregarse—. He pasado toda mi vida dentro de las fronteras de lo
seguro y lo familiar, y rara vez me he aventurado apenas en el
mundo, y siempre para decidir al instante que aquello no era para
mí. Casi no he afrontado riesgos en mi vida, ni me he atrevido a
nada hasta hace poco.
—No parece muy propio de usted.
—Es que creo que no era yo. Creo que soy, en
realidad, esta que ve.
Con rapidez, antes de que pudiera pensárselo
dos veces, Joanna se elevó hasta ponerse de puntillas y llevó su
boca a los labios de Alex. Estaban firmes, algo abiertos, cálidos
y... tan tentadores. Y sorprendidos, muy sorprendidos. Él se tensó
y empezó a retirarse, pero Joanna se aferró a su mano con más
fuerza y se apretó más contra su cuerpo, hasta que los de ambos se
fundieron.
—Lo he encontrado.
Con los labios aún posados sobre los de
ella, Alex sonrió de mala gana.
—En verdad que lo ha hecho.
—Y ha sido tan fácil..., tan emocionante...
—añadió. Luego le soltó la mano, como si temiera que él la usara
para quitársela de encima. Le pasó los brazos por el cuello y
dijo—: No puedo quedarme más en lo seguro.
—Joanna...
Aunque Alex la tomó de la cintura con la
intención real de alejarla de él, su fuerza de voluntad se vio
mermada por el calor palpitante que le recorría las venas como
reacción inevitable al tacto de ella. Inevitable. Él, un hombre
disciplinado y con experiencia. La sola idea parecía
sorprendentemente extraña y, aun así, conllevaba una punzada de
placer mientras los acontecimientos se sucedían fuera de su
control.
Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo.
¡Dios! ¡Se sentía tan a gusto, tan bien, al cogerla! Debía luchar
contra ello de alguna manera, debía sobreponerse a la pasión que
avanzaba como una ola enorme e implacable en su interior.
—Joanna, es la desesperación la que guía sus
actos. Lo comprendo. Teme por su hermano y desea encontrarlo. La
vida se le aparece sombría ahora. Ya verá como después se
arrepentirá de esto...
Alex guardó silencio. Ni la mayor de las
voluntades del mundo podría haberlo obligado a continuar mientras
ella estaba comiéndoselo a besos, rápidos y suaves, en la
mandíbula, a lo largo del cuello y de la garganta, y demorándose al
albur de la cadencia de las pulsaciones que hallaba en cada lugar.
Los pechos, rebosantes, tentadores, sin ceñir, se apretaban contra
el cuerpo de Alex, quien, sin apenas darse cuenta, deslizó las
manos hasta la curva de las caderas de ella. A través del fino
tejido palpaba la deliciosa suavidad de su piel y el calor que la
abrasaba a causa de su deseo por él.
—No me arrepentiré de nada, Alex; de nada
mientras no lo niegue —respondió al mismo tiempo que lo abrazaba
con fuerza—. Lo he encontrado a usted... y creo que también a mí
misma.
El deber, aquel frío compañero de cama,
realizó un débil y último esfuerzo que apenas alcanzó la conciencia
de Alex. Otra fuerza de similar poder había tomado el relevo y lo
apartaba todo a su paso.
Alex inclinó la cabeza y le rozó los labios
con los propios una y otra vez. El beso se intensificó e hizo que
Joanna emitiera un gemido ronco y volviera a abrazar a Alex, que,
perdido en el sabor de aquella boca, hizo que ambos descendieran
hasta el suelo acogedor. La capa de musgo estaba fresca y
desprendía un ligero aroma a tierra. Joanna levantó la vista para
mirar a su compañero y, por un fugaz momento, toda la luz de la
luna se reflejó en sus ojos. Unos pequeños cúmulos descarriados
atravesaron el cielo como si quisieran procurarles intimidad.
Joanna sonrió, y Alex sintió una alegría que lo devolvió a un
tiempo anterior, a una época en que aún era un niño sin
responsabilidades y aquella era la primera vez que descubría el
poder de una mujer.
—Vamos a —dijo mientras se colocaba sobre
ella y sostenía todo su peso— ir muy despacio —anunció Alex.
Luego, le pasó la boca por el cuello y
sintió la excitación que le corría a Joanna por las venas como
reacción. Alzó la cabeza de nuevo y comprobó que había ampliado la
sonrisa.
—¡Ah! ¿Sí? —respondió ella. Bajó las manos
por su espalda y se detuvo a disfrutar de la sólida osamenta y los
potentes músculos de Alex.
Joanna se sintió transformada antes incluso
de que llegara la consumación, y excitada de un modo que la razón
no podía explicar, aunque la razón allí, bajo la luz de una luna
velada junto a aquel estanque lleno de vida, no tenía lugar.
—Siento que llevaba esperando toda mi
vida.
Alex aspiró profundamente y dejó escapar el
aire muy despacio. Luego, miró a Joanna con tanta fuerza que a ella
misma se le cortó la respiración.
—No es muy sabio decir esas cosas en estas
circunstancias.
—¡Huy! Perdóneme. Me inclino ante su mayor
sabiduría.
A Joanna le entró la risa; parecía como si
un montón de burbujas de felicidad estallaran en aquel milagro que
estaba produciéndose. Él llevaba una túnica que le llegaba hasta la
mitad del muslo. Joanna la retiró sin mucho esfuerzo. Se
envalentonó. Ascendía, excitada, para descubrir que podía volar. La
piel de Alex estaba ardiendo, y en cuanto la acarició, él reaccionó
estremeciéndose.
—¡Por todos los dioses, mujer, no podrá
conmigo!
Joanna le tomó el rostro entre las manos y
se arqueó hasta que los pezones le acariciaron los duros
pectorales.
—Usted ya ha podido conmigo; es justo que le
ocurra lo mismo y se una así a mí.
—¿Ya? —Alex le correspondió ahora con otra
sonrisa—. Realmente sí que es una inocente.
—¿Lo dudaba? —contestó, muy sorprendida,
tras interrumpir su encantadora expedición de todas las partes del
cuerpo de Alex a las que llegaba.
—Pensé que nos vendría bien que no lo fuera,
dado que iba a interpretar el papel de mi amante.
—¿Aún debo llamarlo kreon? —bromeó tras
recuperar la sonrisa.
—No, llámame Alex, necesito escuchar mi
nombre en tus labios. Y háblame de tú, por amor de Dios.
—Alex...
La piel de Joanna era deliciosamente suave y
tentadora al tacto. A Alex le hervía la sangre. Le agarró el
vestido a dos manos y le liberó las piernas finas y alargadas, que
Joanna abrió por instinto para dejarle sitio.
—Necesito verte —rugió él—, tocarte...
—Y yo a ti...
Joanna se sentó, con las manos unidas a las
de él, para que se diera prisa. La melena alborotada se desparramó
como una capa de oro sobre su piel, opalescente como la luna. A
Alex le tembló la mano al apartarle los sedosos rizos con
delicadeza, al observar lo que se le revelaba.
—Eres preciosa —alabó sin fisuras.
Había conocido la belleza femenina en muchas
formas. Sin embargo, nunca se había sentido movido por el encanto
como le ocurría ahora. El deseo que sentía por ella era claramente
físico, y mucho más. La quería allí y en aquel momento, bajo la
luna, sobre el lecho de musgo, y por mil años más.
Joanna se sentó sobre sus propias rodillas,
frente a él, con orgullo y un pequeño resquicio de vergüenza que a
Alex le pareció enternecedor cuando ella se sobrepuso.
—Creo que deberías saber —musitó— que no soy
una mujer especialmente paciente.
Tras pronunciar aquellas palabras, alargó
sus manos finas, pero fuertes, y despojó a Alex de su túnica. Por
un momento, la prenda quedó colgándole de la punta de los dedos,
hasta de dejarla caer sin prestarle mucha atención.
—¡Madre mía...! —exclamó Joanna al
recorrerle el cuerpo con la mirada de un modo que habría animado
hasta a un muerto—. Eres... impresionante.
Agradecido por la sombra que ocultaba lo
increíble que ella le hacía sentirse, la tranquilizó:
—No tienes nada que temer de mí, Joanna, de
verdad.
Joanna alargó la mano y le acarició la línea
de la mandíbula con tanta ternura que lo atravesó como si estuviera
acariciándole el corazón mismo y replicó:
—No estaría aquí ahora, Alex, si no lo
creyera.
Alex se sintió aliviado e invadido por el
deleite que le proporcionaba la belleza de Joanna, su audacia y,
sobre todo, su honestidad.
—Eso está bien —afirmó con una sonrisa—
porque hay que recorrer un largo camino hasta que pueda decir, en
verdad, que te he vencido.
Joanna lo miró con una perplejidad que dio
paso enseguida a un grito ahogado al verse sorprendida cuando él la
cogió para acercarla. Con cuidado, aunque con seguridad, la recostó
sobre el suelo.
—Vencerte, hacer que te rindas... —susurró
mientras le pasaba la boca por el cuello y continuaba bajando—,
puede significar mucho más de lo que sospechas.
—¿Más? ¿De veras? Alex... —musitó antes de
arquearse contra el cuerpo de él cuando Alex le agarró los pechos y
empezó a recorrerle los pezones relajados con la lengua y acabó
succionándolos: primero uno, luego el otro.
—Mucho, mucho más —añadió Alex antes de
proceder a mostrarle a qué se refería.
Con apenas un roce de las puntas de los
dedos y el tacto del aliento, la presión de la lengua y el calor
constante y tentador que emanaba con su cuerpo, Alex la llevó con
rapidez a un nivel de expectación que anuló todo razonamiento. Toda
una vida de precaución y cuidado se deshacía ahora a una velocidad
de vértigo. Joanna tenía sensibilizado cada centímetro de la piel.
Alex sopló levemente sobre sus pezones y provocó que ella dejara
escapar un gemido involuntario y le clavara los dedos en aquellos
hombros enormes.
—Ya no más.
Alex levantó la cabeza, con los ojos oscuros
chispeantes, y sonrió.
—¿Ya no más? Si apenas acabamos de
empezar.
Alex rió ante la mirada de sorpresa, alarma
e incomprensión de Joanna. La tranquilizó con un beso que hizo que
olvidara todas sus preocupaciones y se entregara con ganas a las
delicias que Alex le ofrecía con tanta pasión.
¡Por todos los cielos, aquella mujer era tan
receptiva! Verla descubrir lo que era capaz de experimentar lo dejó
maravillado. Ella, por su parte, estaba tan fascinada que Alex
conseguía casi ignorar el líquido palpitar de su propia urgencia.
Casi. Momento a momento, latido a latido, sintió que el control se
desvanecía como broza que se lanza al viento.
Aunque quería esperar con todas sus fuerzas,
llevarla a la cumbre del placer y darle todo aquello de lo que
fuera capaz, el ardor que ella mostraba en sus reacciones resultó
más potente de lo que Alex podía soportar. Notaba que Joanna se
encontraba ya en el límite, con el cuerpo arqueado bajo el suyo,
tenso por las ganas, justo cuando las suyas pudieron, finalmente,
con él. Bramó con energía y se retiró lo justo para poder entrar en
Joanna. Ella estaba ardiendo, húmeda y tensa, y en el momento en
que lo sintió dentro, los músculos brillantes de su interior se
relajaron para acogerlo. Alex emitió un grito ahogado cuando ella
lo atrapó, inquebrantable, con las caderas elevadas, mientras él
atravesaba la barrera de su inocencia.
Joanna abrió mucho los ojos y fijó la mirada
en la luna. El calor la removía por dentro, la estiraba y la
llenaba más de lo que había creído posible. No había dolor, apenas
una punzante e inesperada sensación de que aquello estaba bien. Y
con ella, un delirio ascendente que acabó con toda razón,
pensamiento, recuerdo o sentido de su propia corporeidad. Sólo
estaban ellos dos y se movían como si fueran uno, bañados por una
radiación plateada que acabó, por fin, explotando en lo más
profundo de su ser. Joanna era levemente consciente de que Alex se
crecía en ella, como lo era de los rugidos roncos que se mezclaban
con sus propios gemidos. Se aferró a él mientras las oleadas de
liberación los atravesaban a los dos.
La luna se había alzado aún más en el cielo
cuando Joanna volvió a fijarse, justo antes de centrarse de nuevo
en sí misma, como si se hubiera ido lejos para aventurarse en algún
espacio desconocido donde el sueño aparecía como un recuerdo.
¿O acaso lo era?
¿Era cierto que había bajado a la playa,
había encontrado a Alex y que, a pesar de su clara reticencia, lo
había seducido? ¿Era cierto que había lanzado al viento toda
precaución y decoro, se había despojado de toda una vida de
sensatez para adoptar la conducta más sorprendente junto al hombre
que la había acompañado? ¿Era cierto, en resumen, que se había
comportado de una forma que hasta el alma más piadosa consideraría,
como poco, escandalosa?
Confundida, se maravilló ante la conciencia
que parecía crecer en ella con cada respiración. Sí, era cierto, y
para ser sincera, se sentía muy contenta al respecto.
Aún apenas despierta, esbozó una sonrisa.
Alex yacía justo a su lado. El calor que aún emitía su cuerpo
contrastaba con el creciente frescor de la noche. Joanna se volvió
para mirarlo y se sintió invadida por una oleada de profundo afecto
que competía a su manera con el cúmulo de recientes descubrimientos
de lujuria. Afecto y respeto, pasión incandescente y placer, todo
aquello y quizá mucho más que aún no había descubierto...
... Su madre, de pie en el gran salón de
Hawkforte, ataviada con un ligero vestido de muselina blanca que
jugueteaba en su piel movido por la brisa que penetraba por las
puertas abiertas. Nada hacía presagiar que aquel caluroso día de
verano se ensombrecería.
Su padre, alto, tan guapo, con un brazo
alrededor de su amada esposa. Los dos sobresalían juntos en aquel
baile de motas de polvo iluminadas por el sol.
Venid a vivir conmigo
y sed mi amor, probaremos todos los placeres que valles, prados,
colinas y campos, bosques y escarpados montes nos
ofrezcan.
De nuevo, unos versos de Marlowe. A su
padre le encantaba aquel dramaturgo condenado, que había muerto
durante una reyerta en una taberna mucho antes de lo que le
correspondía. La muerte a menudo llegaba antes de tiempo, aparecía
sigilosamente en días soleados, acechaba tras esquinas que pasaban
desapercibidas.
—No te vayas —rogó Joanna, como niña y como
mujer, atrapada en un sueño y en la memoria, al mismo tiempo que
buscaba frenéticamente con una mano hasta encontrar un cuerpo firme
y cálido.
—Claro que no me voy —la calmó Alex, con la
voz aún ronca del sueño del que despertaba.
Le tomó los dedos y los acarició con sus
labios mientras acercaba a Joanna hacia él. Se había despertado de
pronto y sin ninguna razón aparente, justo a tiempo para oír aquel
ruego y notar la preocupación que la embargaba y que él se dispuso
enseguida a disipar.
—Tranquila, todo va bien. ¿Qué es lo que te
preocupa?
Alex esperó que no fuera nada que tuviera
que ver con lo que había sucedido entre los dos. En verdad creía
que no podría soportar algo así.
—Debo... haber soñado algo creyéndome
despierta.
Había sido un sueño de pérdida, de nuevo, y
de muerte, como si él fuera a juzgar a los demonios que la
perseguían. Repentinamente ajeno a su fortaleza, Alex abrazó con
mucha fuerza a Joanna, para sostenerle cada centímetro de piel como
si quisiera absorber sus tormentos y destruirlos. Ella estaba
tumbada boca arriba y alzó la vista para mirarlo. Él, sobre ella,
parecía no darse cuenta de lo temible que resultaba en aquel
momento. ¡Era fascinante!
—Estoy vivo, Joanna, y no voy a morir.
Puedes estar segura de ello. Dentro de nada estaremos riéndonos de
todos los temores que hayamos vencido.
A Joanna le temblaron las comisuras de los
labios sin que pudiera evitarlo.
—¿Es que tú también tienes el don de
Kassandra?
—Carezco de don alguno, en ese sentido al
menos, y alabo a Dios por ello. Tengo, eso sí, un brazo fuerte y
una voluntad de hierro. Ante nosotros aparecen ahora muchos futuros
posibles. Cuando la fortuna nos dé la oportunidad, escogeremos el
que más nos convenga.
Joanna creyó lo que decía, Dios lo quisiera,
o tal vez fuera sólo que su deseo era tan grande que parecía
transformarse en realidad. No importaba. Lo cogió de los hombros
con las manos, aquellos hombros tan fuertes, tan anchos que
acababan con la oscuridad. Joanna elevó las caderas
instintivamente.
Alex reaccionó con un profundo rugido y
Joanna comprobó que se le aceleraba el pulso, mientras ella notaba
la reacción entre los muslos y su propia esencia, que se
precipitaban, sin resistencia alguna, hacia la dulce y cálida
excitación del deseo.
—Es demasiado pronto —advirtió él.
Joanna sonrió, como chica de campo que era,
y volvió a moverse para saborearlo.
—Yo creo que no.
—¡Qué desvergonzada! Eres una verdadera
desvergonzada...
—¡Dios santo, eso espero!
Alex estalló en carcajadas. Abrazó a Joanna
con fuerza, encantado y aliviado al mismo tiempo. ¡Qué mujer!
Hermosa, inteligente, provocativa, atrevida... Tendría que recordar
lo mucho que apreciaba aquella osadía la próxima vez que ella
hiciera alguna locura. Por el momento, le bastaba con verla
sonreír.
Bueno, no, en realidad no le bastaba con
eso. Ni de lejos.
Y al parecer no era demasiado pronto después
de todo.
* * *