Capítulo 3
SIN apenas respiración, Joanna
esperó con la espalda apoyada en el muro del almacén. No sabía
decir si acababa de ser objeto de un atraco o si, en cambio, estaba
a punto de intentar saltar de un precipicio al vacío; un movimiento
que, incluso aunque lograra sobrevivir al realizarlo, podía acabar
llevándola a la muerte. Se sintió acalorada y pegajosa. Tragó
saliva y se obligó a respirar profundamente. El tiempo transcurría
despacio mientras Joanna era vagamente consciente del ruido del
agua al chocar contra los pilotes, del chirrido de las jarcias y
del jaleo distante de la taberna tras el cual se intuía los
silenciados murmullos de la noche en la gran ciudad. El olor a sal
impregnaba el aire y se mezclaba con el aroma de la marea baja, que
se descubría lentamente con el cambio de la corriente. Temía oír en
cualquier momento el ruido del ancla al levarse.
¿Y si los chicos se habían ido? ¿Qué haría?
¿Trataría de subir a bordo por su cuenta sin que la vieran? ¿O se
limitaría a presentarse en el navío por sorpresa y pediría hablar
con Darcourt y rezar para que de alguna manera esa vez la
escuchara?
Aunque ninguna de esas opciones parecía
alentadora, justo en el momento en que estaba planteándose
seriamente la posibilidad de decantarse por alguna de ellas, se oyó
un pitido agudo que rompió de repente el silencio de la noche.
Guiada por el sonido, Joanna dirigió la mirada al techo del almacén
que había delante de ella. Para su asombro, distinguió dos figuras
que bailaban alegremente. Agitaban los brazos, claramente definidos
por la luz de la luna, y saltaban arriba y abajo mientras
gritaban:
—¡Eoo! ¡Los d'ahí
del bote, sí, los disfrazaos! ¡Nos
hemos quedao vuestalmacén! ¡Nos
lemos quedao! ¡Venid a búscalo, si lo querís de
güelta!
Joanna se sintió dividida entre el susto que
se había llevado al descubrirlos, y la risa que le provocaba la
estampa. A pesar de que le aterraba la idea de que se cayeran del
tejado, debía reconocerles el ingenio: se habían puesto en un lugar
suficientemente visible como para llamar la atención de los
guardias y, a la vez, lo bastante alto y apartado como para evitar
una captura inmediata.
Mientras los observaba, varios akoranos se
quedaron mirando el tejado del almacén. Joanna oyó cómo hablaban
entre ellos. A poco, enviaron a cuatro. Salieron en parejas y
flanquearon con rapidez el almacén, un movimiento que a los ojos
relativamente inexpertos de Joanna les pareció una maniobra
militar.
Si bien el resto de los guardias
permanecieron en sus puestos, no dejaron de estar pendientes de lo
que ocurría en el tejado del almacén y de los chicos, que
continuaban saltando y gritando.
Había llegado el momento. Con un nudo en la
garganta, Joanna surgió velozmente de entre las sombras y descendió
con agilidad la calle que llevaba hasta el embarcadero. Tras ella,
las voces de Noggin y Clapper fueron perdiendo fuerza. Imaginó que
habrían descendido del tejado y que estarían alejando a los
guardias más aún. Con todo, no creía que los akoranos fueran a
seguirlos hasta donde los chicos pretendieran llevarles; más bien
volverían al muelle una vez que hubieran comprobado que el tejado
estaba a salvo.
Aquello le dejaba apenas unos minutos.
Enfrente se elevaba la proa del navío de la cabeza de toro. El
barco se acercaba con rapidez hacia ella, de modo que eclipsaba el
resto de la escena que observaba, a la vez que ella misma corría
hacia la embarcación. Por un momento tan fugaz como un latido,
Joanna pensó en Hawkforte, en su hogar y en la seguridad que le
inspiraba; pensó en la pacífica rutina diaria y en todo lo que
podía ser suyo de nuevo si se detenía, recapacitaba y daba marcha
atrás.
Luego visualizó a su hermano y se dijo a sí
misma que no había nada que decidir. La elección la había tomado
mucho tiempo atrás, en los momentos de tranquilidad, alboroto,
felicidad y tristeza que ambos, como hermano y hermana, habían
compartido, los ratos que ambos se habían dedicado. La respuesta
estaba allí desde siempre y esperaba en su interior a que...
¡Ahora...!
Tomó aliento respirando profundamente y se
concedió un instante para prepararse el alma...
Con una premura que resultaba tan
emocionante como aterradora, Joanna dio un gran salto con los
brazos extendidos para atrapar el cabo y, al hacerlo, sintió que el
muelle, la tierra y el mundo que conocía se perdían bajo sus pies.
Por un momento se mantuvo suspendida entre una realidad y la que
habría de venir.
Enseguida, Joanna clavó los dedos en el cabo
que ya tenía entre las manos y que estaba tan tenso que parecía de
piedra. Se las apañó como pudo y se retorció hasta que quedó
mirando al cielo mientras ascendía sin descanso hasta golpearse la
cabeza con el casco del navío. Se estiró hasta localizar la tronera
más próxima: estaba abierta y parecía lo suficientemente amplia
como para que pudiera colarse por ella. Se acercó con esfuerzo
mientras se sujetaba al cabo con las rodillas. Introdujo primero la
cabeza y a continuación los hombros. Apenas notó cómo algo afilado
le arañaba el brazo al deslizarse. El cabo desapareció tras ella al
recorrer la distancia que quedaba hasta la oscuridad...
Había sido cuestión de segundos. Toda una
vida.
Cayó con fuerza sobre la madera del suelo y
allí se quedó resollando. A pesar de la calidez de la noche, Joanna
sintió frío. El temblor de las extremidades la llevó
instintivamente a hacerse un ovillo abrazándose las piernas. Aún
temblorosa por lo que acababa de hacer, levantó la cabeza y echó un
vistazo alrededor. Aunque no había luces por allí, la luna lo
iluminaba todo a través de las troneras y Joanna pudo distinguir
las hileras de literas bajo las que se habían construido armarios a
modo de almacenes. Había también una mesa atornillada al suelo en
el centro de la habitación y unas banquetas que corrían paralelas a
ambos lados. Además, colgados de los ganchos de las paredes, se
desplegaban escudos y armas.
Se trataba, sin duda, del camarote de la
tripulación. Se las había apañado para acabar precisamente en medio
de las dependencias de los mismos guardias que trataba de evitar.
Aunque por fortuna no había nadie allí, aquella situación podía
cambiar en cualquier momento, de modo que se puso en pie, ignoró el
punzante dolor que sentía en el brazo y se dirigió con rapidez
hacia la puerta que se encontraba en el extremo opuesto. La
atravesó como un rayo sin pararse a pensar que podría haber alguien
al otro lado y respiró, tremendamente aliviada, cuando comprobó que
el estrecho pasillo estaba vacío. A unos tres metros de distancia
había una trampilla en el nivel situado bajo la cubierta. Joanna
corrió hacia allí, agarró la manilla de metal, tiró de ella hacia
arriba y abrió la portezuela. A sus pies descubrió un espacio
totalmente oscuro y, al cabo de un segundo, se dio cuenta de que
podía tratarse de una entrada a la bodega del barco. La imaginación
se adelantó a su razonamiento como si la oscuridad que había allá
abajo ya la hubiera atrapado. Se retiró un momento para buscar
desesperadamente algún otro escondite, mirando en todas
direcciones. Nada.
Se oyeron unas pisadas justo por encima de
su cabeza y, acto seguido, unas voces que parecían acercarse. Dado
que no contaba con posibilidad alguna de elección, Joanna elevó
unas breves plegarias, se introdujo en el agujero negro y cerró la
trampilla tras ella.
Al principio, la total penumbra de la bodega
se le antojó impenetrable. El pánico amenazó con hacerla presa,
pero Joanna se obligó a respirar despacio y profundamente. En
cuanto comprobó que aquello no funcionaba, centró sus pensamientos
en Royce. Concentrarse en su hermano y, por concretar más, en el
amor que sentía hacia él, le proporcionó un valor que, de otro
modo, podría no haber llegado nunca. Poco a poco, el miedo fue
remitiendo. Aun consciente de que no desaparecería del todo, ahora
pensaba en el temor de lejos, desde donde no podía hacerle daño.
Dado que la situación se presentaba ya de por sí peligrosa, aquella
nueva actitud resultaba más que conveniente.
Privada de la vista, Joanna sintió que el
resto de los sentidos se le aguzaban. Percibía todos los sonidos,
ya se produjeran cerca o lejos: el chirrido del casco, las voces
apagadas que se oían, si bien no tan amenazantes como antes, y los
golpes del cargamento al chocar en un ligerísimo movimiento. La
bodega olía a madera, a brea, a sal y a más cosas. Joanna
distinguía los aromas suaves y terrenos del aceite de oliva y del
vino, de los caballos y del heno, del cuero y de algo más..., algo
afilado y extrañamente frío..., del hierro.
Joanna alargó los brazos por instinto.
Aunque al principio no logró tocar nada, en cuanto avanzó unos
pasos se topó con algo de gran tamaño y dureza. Palpó con los dedos
los contornos ligeramente ásperos del metal redondeado que se
extendía varios metros a ambos lados, más estrecho hacia la
izquierda y más ancho hacia la derecha. Fuera lo que fuera, parecía
estar fijado al suelo mediante unas pesadas cadenas. Con cuidado,
se inclinó un poco hacia la izquierda para seguir explorando. De
inmediato, aspiró un olor nuevo, que aunque resultaba apenas
perceptible, era inconfundible para ella: pólvora.
El cilindro metálico que tocaba olía a
pólvora. Aquello era un cañón. Los akoranos guardaban en la bodega
al menos un cañón. Y no había razón alguna para que Joanna pensara
que era el único. Continuó investigando, palpando con las manos,
hasta encontrar dos más, sorprendentemente grandes. Bien podía
haber otros que ella no hubiera encontrado.
Unos años atrás, Royce había desarrollado
una fascinación por las armas muy común entre los chicos de su
edad. No había habido detalle alguno que, por misterioso, no lo
hubiera dejado embelesado o que él no hubiera querido enseñar a su
hermana, siempre encantada ante la idea de compartir las aficiones
de su hermano. Joanna nunca habría imaginado que aquel conocimiento
le habría sido jamás de utilidad alguna. Sin embargo, ahora le
servía para darse cuenta de que el tamaño de aquellos cañones era
mucho mayor de lo normal. Era probable que no hubiera más que unas
pocas fundiciones en todo el mundo en las que pudieran fabricarse
tubos de semejante talla. Los akoranos tenían fama de expertos
armeros. Con todo, parecía que no tenían reparos en adquirir armas
mejores más allá de sus fronteras. Aquello le resultó sorprendente,
dado que también eran conocidos por mostrarse reacios a recibir
cualquier influencia que viniera del extranjero.
Antes de que Joanna pudiera reflexionar
sobre aquella aparente contradicción, el repentino chirrido de la
cadena del ancla al ser levada hizo que recobrara de repente la
conciencia de la situación en que se encontraba. Enseguida perdió
el equilibrio, hasta que encontró la pared más cercana. Se agachó
para apoyarse en ella y se aferró al hatillo que llevaba anudado al
pecho en bandolera al mismo tiempo que trataba de respirar
profundamente para calmarse. Para bien o para mal, había iniciado
un camino que resultaba a todas luces una locura. A pesar de ello,
la seguridad absoluta de que no podría haber actuado de otro modo
la tranquilizó.
Además, ella siempre había sido una
excelente marinera, incluso después de que el destino hubiera
acabado con el placer que sentía al navegar. No obstante aquellas
desalentadoras circunstancias, el continuo balanceo de la nave fue
reduciendo la tensión que le atenazaba el cuerpo y que fue
sustituida por el cansancio que arrastraba después de casi dos días
completos sin haber dormido apenas. Empezaron a pesarle los
párpados y, poco después, la cabeza ya perdía toda su rigidez.
Aunque nunca habría pensado que sería capaz, Joanna se había
quedado dormida.
Cuando se despertó, la oscuridad había dado
paso a la luz, que, si bien era tenue —apenas la claridad del día
que iba amaneciendo a través de los tablones de la cubierta—,
iluminaba el entorno y lo hacía mucho más visible que la noche
anterior. Joanna vio primero los cañones y volvió a quedarse
maravillada. Llegó incluso a preguntarse dónde se encontraba, hasta
que la memoria le ofreció la respuesta y, con ella, la impresión
que le produjo el hecho de que hubiera actuado, de verdad, tal y
como lo había planeado, al menos por el momento.
Antes de que Joanna llegara a hacerse cargo
de la inmensidad de su hazaña, se levantó y hubo de detenerse por
la punzada de dolor que sintió. Gimió y se agarró el brazo, hasta
que descubrió, atónita, la calidez de la sangre que iba empapándole
la palma de la mano.
—¿Qué...?
Con los ojos como platos, se fijó en la
manga izquierda de la camisa: había una mancha oscura de sangre
vieja sobre la que brillaba ahora una nueva. Recordaba vagamente
haberse lastimado el brazo al atravesar la tronera. El susto y la
extenuación debían de haberse combinado para hacer que ignorara la
gravedad de la herida. Durante la noche había sangrado tanto que se
había formado una costra, pero ahora el corte se había
reabierto.
Apretó los dientes, irritada igualmente por
el dolor y por esa nueva preocupación. Retiró la tela con extremo
cuidado, hasta que pudo sacar el brazo de la manga. Aquella visión
hizo que se estremeciera aún más. El corte era profundo, lo que
explicaba que sangrara tanto, y medía unos quince centímetros de
largo desde la curva del hombro. De haberse encontrado en
Hawkforte, no habría perdido un minuto y habría lavado en
profundidad la herida, para después coserla y vendarla, y evitar
así males mayores. En aquella bodega sólo contaba con la pequeña
cantidad de agua que había traído, el rudimentario instrumental
médico que se le había ocurrido meter en el hatillo, y nadie que la
ayudara. Aunque la posibilidad de conseguir grandes resultados en
tales circunstancias era mínima, tenía que intentarlo.
Había calculado que, si la empleaba con
moderación, el agua que llevaba consigo habría de durarle casi dos
días, y para entonces, ya se encontrarían lo suficientemente
alejados de tierra como para poder arriesgarse a escabullirse y
conseguir nuevas provisiones. Y había pensado que si la descubrían,
Darcourt no se vería tentado a regresar. Por muy enojado que
estuviera, y Joanna contaba con que el enfado sería importante,
dudaba de que fuera a arrojarla por la borda. Al menos eso
esperaba. En cualquier caso, por ahora el agua iba a durarle mucho
menos y tendría que apañárselas sin ella hasta que dejara pasar el
tiempo suficiente para que fuera relativamente seguro salir a por
más.
Los minutos que le llevó limpiar la herida y
vendarla con tiras de lino rasgadas de la camisa de más que llevaba
consigo le resultaron largos y dolorosos. El esfuerzo la dejó sin
fuerzas y, cuando hubo terminado, Joanna volvió a acurrucarse en el
suelo. Aunque tenía galletas saladas y carne seca en el hatillo, no
le quedaba apenas energía para comer, de modo que se limitó a
sentarse con la cabeza apoyada en la pared del casco para tratar de
ignorar el dolor que continuaba quemándole el brazo.
El tiempo transcurrió sin que ella fuera
consciente. Oyó sobre su cabeza las voces y la actividad de la
tripulación. A su alrededor se percibía el movimiento del barco. A
aquellas alturas debían de estar ya en algún lugar frente a la
costa de Francia. Aunque era probable que la flota francesa
estuviera vigilando la zona, Joanna no creía que ningún comandante
francés fuera tan necio como para molestar a un navío akorano, ni
siquiera aquel que no podía ocultar que procedía de Inglaterra.
Dormitó un poco más y cuando se despertó se sintió tremendamente
sedienta. Aunque intentó contenerse, antes de darse cuenta de lo
que ocurría, ya se había bebido más de la mitad del agua que
quedaba en la botella.
Tras dejar escapar un profundo suspiro, se
obligó a apartar el resto con la intención de reservarlo para más
adelante. A pesar de que seguía sin tener apetito, masticó y tragó
una galleta salada casi entera, así como varios bocados de carne de
vaca seca. Aquello no la sostendría por mucho tiempo, lo sabía muy
bien, pero no podía hacer más.
Pese a tener los huesos doloridos y los
músculos agarrotados, se levantó y paseó un rato por la bodega para
aprovechar la luz del día mientras pudiera. Además de los tres
cañones que había encontrado al palpar en la oscuridad, veía ahora
otros tres de similar tamaño. Había también decenas de cajas de
madera que probablemente contenían balas para las armas. Aquello,
sin embargo, no ocupaba toda la estancia, que contaba con mucho más
espacio. La riqueza de Ákora era tan legendaria como el propio
reino-fortaleza. Los cañones demostraban que, por una vez, los
relatos eran ciertos. En ningún caso podía deducirse que la
renuencia a llenar la bodega se debiera a la falta de riqueza. La
relativa vacuidad delataba más bien su oposición a adquirir nada
que proviniera del extranjero; nada, salvo las armas que pudieran
fortalecer las ya feroces defensas akoranas.
¿Se habría parado Royce a pensar en aquello?
¿Habría considerado al embarcarse el enorme riesgo que corría? Sí,
era muy probable que lo hubiera hecho porque se trataba de un
hombre sensato y poco dado al comportamiento egoísta o
impulsivo.
—Estaré de vuelta para Navidad —le había
prometido en su visita a Hawkforte antes de partir. Joanna aún
podía verle la sonrisa cuando había añadido—: Y no te preocupes,
todo saldrá bien.
Sin embargo, la Navidad se había ido como
había llegado, y de eso hacía ya seis meses; en ese tiempo ella no
había tenido señal alguna de Royce. Nada había salido bien, y
Joanna temía que nada volviera a salir bien jamás. Negó con la
cabeza en un gesto de impaciencia. Aquél no era momento para
permitir que el miedo volviera a hacerse con ella. Debía permanecer
con la cabeza fría, en el mejor estado posible para hacer frente a
todo lo que pudiera venir. Aquello, sin embargo, se presentaba como
una tarea harto difícil. A medida que pasaron las horas, el dolor
del brazo fue aumentando, y luego se redujo hasta quedar muy
atenuado, si bien no lo suficiente para que dejara de notarlo.
Joanna se vio echada en el suelo de la bodega, incapaz de recordar
cómo había entrado allí. Por lo menos, no hacía frío. De hecho,
hacía calor, algo poco habitual en aquella época del año, sobre
todo en el mar. Como había dado por supuesto que haría frío, se
había llevado una manta fina —era todo lo que había podido
conseguir—, por si la necesitaba. Ahora, en cambio, lejos de
echarla en falta, empezó a desear tener consigo algo de hielo.
Imaginó los estanques que rodeaban Hawkforte en invierno, cuando el
hielo que se formaba permitía incluso patinar en la superficie.
¡Qué agradable era el hielo, que, frío y blanco, conservaban en la
casa para que en verano proporcionara preciadas virutas de fruta
fresca, que se deshacían sobre la lengua en un tentador alivio
frente al calor!
Era tan alta la temperatura que Joanna gimió
y se tiró del cuello de la camisa para facilitarse la respiración.
Debían de estar más hacia el sur de lo que había pensado. Tal vez
habían viajado durante más tiempo y ella no se había dado cuenta.
Ákora debía de ser, entonces, un lugar muy cálido, ¿no? Como lo
había sido Grecia, el lugar del que se decía que provenían los
akoranos.
¿Era aquello posible? ¿Podría haber
sobrevivido algo tan antiguo? Royce había creído que la leyenda era
cierta. De hecho, parte de su deseo por viajar a Ákora se había
basado en la convicción de que allí encontraría respuestas para
muchas de las preguntas que se hacía sobre la antigua Grecia.
Su querido Royce, un hermano tan bueno, un
hombre tan bueno. ¡Qué tremendamente injusto habría sido que
hubiera terminado siendo herido! Imaginarlo en apuros le resultaba
insoportable.
Insoportable... Brevemente despejada, tras
lo abotagada que la había dejado la fiebre, Joanna respiró
entrecortadamente por el dolor abrasador que se extendía desde el
brazo. Buscó la botella de agua con torpeza y, cuando dio con ella,
se bebió la poca agua que quedaba. Agotada, se sumió en un sueño
agitado. Cuando volvió a despertarse ya estaba todo oscuro.
Ahora que se había hecho de noche y podía
ocultar más fácilmente sus movimientos, debía ir a buscar más agua.
Cuando intentó ponerse en pie, el barco se escoró exageradamente,
lo que le hizo preguntarse si se encontraban en medio de una
tormenta. Aun así, Joanna logró llegar, si bien tambaleándose,
hasta la escalera que llevaba a la trampilla. Colocó un pie en el
primer peldaño, pero justo entonces le falló el equilibrio y cayó
contra una de las cajas cercanas, que a su vez se precipitó contra
la pared con un sonoro golpetazo.
Alex dejó en la mesa la jarra de cerveza de
la que acababa de beber y miró hacia la puerta del camarote de la
tripulación. Estaba cenando con sus hombres, como acostumbraba
hacer en cada viaje. Era propio de los akoranos que los comandantes
compartieran la suerte de sus hombres hasta niveles jamás vistos en
Inglaterra o en el continente. Y a Alex le gustaba que así fuera.
Disfrutaba de la camaradería de sus hombres. El lazo que se forjaba
entre ellos en misiones como aquélla podía marcar la diferencia
entre la vida y la muerte en la batalla. Los oficiales que se
mantenían al margen eran, para él, la causa de interminables
guerras. Mucho mejor resultaba la sólida cohesión de la unidad que
podía, así, aplastar implacablemente y sin dificultad al enemigo.
Las victorias rápidas salvaban vidas.
En su tiempo libre, el poco del que
disfrutaba, estaba escribiendo un tratado sobre el tema en
cuestión, en el que comparaba los estilos de liderazgo de los
comandantes akoranos y británicos. Quizá aquella noche lograra
avanzar algo, eso si conseguía determinar el origen del extraño
batacazo que creía haber oído abajo, en la zona de la bodega.
—¿Pasa algo, archos? —le preguntó el hombre que se sentaba a su
lado.
Aunque habló en voz baja, el hecho de que
usara el título de Alex en una situación tan informal llamó la
atención de los otros veinte hombres que lo acompañaban a la mesa.
Al instante cesó la conversación y todos miraron al
comandante.
—He oído algo en la bodega; puede ser que
esté moviéndose el cargamento.
Ya estaba en pie mientras pronunciaba estas
palabras, y sus hombres también. Aunque todos sabían que aquello no
era muy probable, ninguno dejaba de concederle la gravedad que
entrañaba. Después de miles de años de experiencia de navegación
acumulada a la que apelar, el akorano medio podía fijar el
cargamento con los ojos cerrados. Los hombres del Néstor eran de todo menos mediocres y el
cargamento que transportaban había recibido el cuidado más extremo.
Además, no estaban acostumbrados a dejar que la suerte tomara las
riendas, fuera cual fuese la situación.
Tampoco Alex lo estaba. Antes de que el
último cuchillo hubiera vuelto a la mesa, él ya había salido y
avanzaba sin prisa, aunque ligero. Mientras varios de sus hombres
se mantenían a su lado y sostenían unas lámparas de aceite, él
levantó la portezuela de la trampilla que daba a la bodega. Una vez
abajo, se detuvo un momento hasta que le pasaron una de las
lámparas, que elevó bien alto para mirar alrededor con
cuidado.
No parecía que los cañones se hubieran
movido, ni tampoco las cajas de artillería. Aun así, Alex no dudaba
de lo que había oído. Se alejó de la escalera, consciente de que lo
seguían varios de sus hombres, y centró la atención en lo que había
en el entorno. Se mantuvo inmóvil y, muy despacio, barrió la
estancia con la mirada en busca de algo que estuviera fuera de
sitio o que se saliera de lo normal..., algo como el repentino
aleteo que se produjo en la pared del fondo.
En seis zancadas se plantó allí con el brazo
extendido para arremeter contra aquella forma delgada que trataba
de fundirse con el mamparo. Bajo la luz de las lámparas, el polizón
se perfilaba como un niño escuálido y despeinado. Por un instante,
Darcourt asumió que eso era lo que había encontrado. La ilusión, en
cambio, tardó poco en esfumarse. Enseguida se dio cuenta de que lo
que allí había era una cabellera color miel alborotada, alrededor
de un rostro con unos abrumadores ojos de avellana.
Alex se quedó paralizado. Aquello no podía
ser de ninguna manera. La situación quedaba fuera de todo lo que él
consideraba el correcto orden de la vida. Tras la incredulidad, le
sobrevino una extraña sensación de que aquello había de ser así. Si
bien no era supersticioso, pues la enseñanza akorana no lo
permitía, Alex había crecido con una filosofía que entendía el
orden y la inevitabilidad como parte de la vida. Aunque los hombres
controlaban su propio destino hasta un punto extraordinario, el
destino existía, era real. Sólo los tontos pensaban de otra manera,
y él distaba mucho de serlo. Era un guerrero y un líder, un hombre
con una capacidad de autocontrol férrea que había probado su valía
en las cuitas del combate y la penuria, que había demostrado estar
a la altura de lo que se esperaba de cualquiera que aspirara al
título de archos. Había caminado, había nadado, había escalado,
había luchado y había resistido sin agua, sin comida, sin descanso
y sin haberse quejado nunca. Y nunca tampoco había permitido que
sus sentimientos guiaran sus acciones. Hasta aquel momento.
El improperio que estalló en su boca llevó a
los hombres situados más cerca a retroceder unos pasos. Ajeno a las
atónitas miradas que se posaban en él, Alex salió de la bodega con
la chica a rastras.
—¡De todos los planes descabellados,
estúpidos y extremadamente peligrosos que había...!
La irritación de Alex aumentaba con cada
paso que daba por el pasillo. No había errado al juzgar que los
ingleses eran demasiado permisivos con sus mujeres. No había nada
más que pudiera explicar por qué una chica de buena familia, que
debería haber estado viviendo en la hacienda familiar con las
comodidades y la seguridad que ésta proporcionaba, se había creído
con derecho a colarse de polizón en un barco cuyo destino era un
reino que —como era por todos sabido— no acogía a
extranjeros.
—¿En qué estaría pensando su hermano? ¡Ya
hizo mal en partir, en primer lugar, pero hacerlo sin asegurarse de
que no se metería en apuros...!
La forma akorana de gestionar esos asuntos
era la correcta. Las mujeres sabían cuál era su lugar y no salían
de él. Por muchos cambios que estuvieran produciéndose en Ákora
gracias a los esfuerzos del vanax y de él mismo, aquello al menos
permanecería igual y, maldición, cómo se alegraba de ello.
En cuanto hubo llegado a su camarote, abrió
la puerta de un golpe y lanzó a la chica dentro. Ella perdió el
equilibrio y estuvo a punto de caerse, aunque finalmente logró
enderezarse. Se apoyó en el borde de la mesa, se volvió y se quedó
mirándolo. Bajo la luz de la lámpara, ella parecía joven y también
muy decidida.
—¡No me dejó alternativa! El Ministerio de
Exteriores resultó inútil y usted se negó incluso a hablar conmigo.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Aquella actitud desafiante lo dejó
sorprendido. En tales circunstancias, ella debería haber estado
acobardada, debería haberle pedido perdón y haberle rogado
clemencia. En cambio, se presentaba ante él con una determinación
inquebrantable.
Ya solucionaría aquello.
—Podría haber hecho lo que cualquier mujer
de bien habría hecho en su lugar: regresar al lugar del que
proviene y dejar que otros se ocupen del asunto —respondió con una
tranquilidad decepcionante, que compensó con un tono duro como el
acero.
—¡Y eso es precisamente lo que hice durante
seis meses! ¿Cuánto le parece que debo esperar sin saber si mi
hermano está vivo o muerto?
Antes de que Alex pudiera replicar, Joanna
se apoyó en la mesa y se agarró el brazo izquierdo. Aunque la mata
de pelo le cubría el rostro, Alex sospechó al instante.
—¿Qué le ocurre?
—Nada. Estoy bien. ¡Dios mío! ¡Cómo me
habría gustado que hubiera habido otra forma de hacerlo! —Con cada
palabra, la voz iba perdiendo fuerza, hasta que acabó en un
profundo suspiro, como si le costara respirar.
—¿Está enferma?
Aunque ella respondió negando con la cabeza,
Alex no iba a consentir algo así. ¿Qué más podía haber esperado?
Por supuesto no era suficiente con que hubiera logrado viajar de
polizona, sino que además tenía que hacerse daño al conseguirlo.
Cuando los dioses se divertían a costa del hombre, tendían a
pasarse de la raya.
—¿Qué ha pasado? —Movido por el instinto de
un cazador, habló con más delicadeza aún cuando se acercó a
ella.
Joanna levantó la vista, se asustó y trató
de retroceder, pero él era demasiado rápido. Antes de que ella se
diera cuenta de lo que sucedía, Alex ya había colocado una silla
sobre la que la había sentado. En el proceso, le había rozado el
pómulo con la mano y había notado el calor que desprendía.
Joanna seguía agarrándose el brazo
izquierdo, que llevaba cubierto por una manga con manchas
oscuras.
—Me corté al pasar por la tronera —explicó
con la voz débil—, pero estoy bien. Me lo he curado. —Miró a través
del pelo alborozado y continuó—: No necesito su ayuda.
Aquella declaración ya era increíble de por
sí, pero más lo era el hecho de que ella pareciera creer lo que
estaba diciendo. Aunque Alex podía atribuir aquello a la fiebre,
tenía la inequívoca impresión de que se debía más bien a la
testaruda y fiera naturaleza de la chica. Quizá los ingleses
toleraran ese tipo de comportamiento en una mujer, pero era de todo
punto inconcebible que él fuera a hacerlo también. De hecho, lo más
probable era que ni se molestara en discutir con ella.
La mano de la chica le pareció
inesperadamente suave y fina cuando la levantó. Antes de que ella
cayera en la cuenta de lo que Alex se proponía, él ya había cogido
el tejido de la manga y lo había rasgado limpiamente hasta partirlo
en dos.
Fue entonces cuando Joanna reaccionó
retorciéndose para alejarse de él. Sin embargo, tanto la silla como
ella misma estaban atrapadas entre las poderosas piernas de Alex,
que, a su vez, notaba la calidez del aliento de la chica sobre su
pecho y la repentina y atónita quietud que la invadió.
Con todo, no se quedó callada.
—¿Qué está haciendo? ¡Deténgase!
—¿Qué es usted? ¿Una niña? —preguntó él al
mismo tiempo que iba deshaciendo el ensangrentado vendaje—. ¿Tiene
miedo de lo que hay que hacer para procurarse bienestar?
—Ya le he dicho que me lo he curado.
Alex contuvo el aliento al ver la herida,
que contrastaba con la delicadeza y la palidez de la piel de
Joanna. La zona que rodeaba el corte, feo e irregular, mostraba el
color rojo oscuro de las infecciones. Además de explicar la fiebre,
aquello implicaba que ella debía de estar soportando unos tremendos
dolores, a pesar de lo cual, no había dicho nada al respecto. En
aquel momento, Alex no sabía qué era lo que más lo irritaba: la
estupidez de la chica o su sufrimiento. No importaba.
—¿Y a esto llama curar una herida? —quiso
saber—. Está infectada, y por eso se encuentra mal.
Por un brevísimo instante, Alex se permitió
lamentar no haber traído un doctor, pero el viaje duraba apenas
unos días y sus hombres estaban sanos permanentemente. Nunca se le
había pasado por la cabeza la idea de necesitar a alguien con
conocimientos médicos. Por suerte, él mismo contaba con algunos,
dado que a todos los guerreros akoranos se les enseñaba a prestar
primeros auxilios, y cada uno de ellos llevaba consigo un maletín
con medicamentos, vendas y otros enseres de utilidad. Sacó el suyo
del baúl que había a los pies de su cama. Abandonó momentáneamente
a la chica para pasar a la sala de baños aneja a su camarote. Allí
llenó una palangana con agua limpia y se lavó las manos tal y como
exigía el ritual. A su regreso, encontró a Joanna mirándolo con
suma atención.
—Hay que coser la herida —explicó con
calma—. No tenga miedo. Le daré una pócima que la hará dormir.
Cuando se despierte todo habrá terminado.
Mientras hablaba, empezó a elegir lo que iba
a necesitar para preparar el somnífero. Aunque usarlo entrañaba
algún riesgo, pues una dosis excesiva podía hacer que la paciente
no volviera a despertarse, él pretendía darle una cantidad muy
pequeña, cuyos efectos duraran sólo lo suficiente para que le diera
tiempo a hacer lo que debía.
—No.
Alex levantó la vista, sin que pudiera dar
crédito a lo que oía. Debía de haberlo entendido mal.
—Se necesitan al menos cuatro o cinco
puntos. Va a dolerle.
Joanna se retiró el cabello de los ojos y se
quedó mirándolo fijamente.
—Yo misma he cosido heridas, y cuando tenía
ocho años me tuvieron que suturar un corte en el pie. Sé
perfectamente lo que duele.
—Entonces, tomará la pócima.
—No, no lo haré. No es necesario. Estaré
bien.
«¿A quién trata de convencer? —se preguntó
Alex—. ¿A mí o a sí misma?...» Tampoco importaba, en cuanto notara
el primer pinchazo de la aguja cambiaría de idea.
—Muy bien —accedió Alex.
Acto seguido procedió a limpiarle la herida.
Joanna volvió la cabeza, no sin que Alex la hubiera visto ya hacer
un gesto de dolor. Él actuaba tan rápida y cuidadosamente como
podía, aunque sabía que debía de estar haciéndole daño.
—Ahora se tomará la pócima —indicó cuando
hubo acabado.
Convencido de que ella aceptaría, volvió a
sorprenderse cuando Joanna se negó de nuevo con un gesto.
—No; ya os lo he dicho: estoy bien. Limitaos
a acabar.
Si bien Alex se planteó incluso obligarla a
tragarse la pócima, ella podía dañarse al resistirse, y eso era lo
contrario de lo que él pretendía. Empequeñecido ante su
insistencia, se dijo a sí mismo que la chica acabaría cediendo. Sin
embargo, a lo largo de los minutos que siguieron y a pesar de cada
uno de los puntos que iba dando, Joanna se mantuvo totalmente
quieta y no hizo sonido alguno, salvo un pequeño gimoteo de alivio
cuando todo hubo terminado.
Alex tenía la frente empapada en sudor. Como
si lo viera a distancia, se fijó en que le temblaban las manos
ligeramente mientras le vendaba el brazo de nuevo. Tras emitir un
profundo suspiro, retrocedió y se quedó mirándola.
Ella, con el rostro muy pálido, se hundía en
la silla, a pesar de lo cual logró esbozar una leve sonrisa.
—No ha sido para tanto —confirmó Joanna, y
luego se desmayó.
¡Qué mujer tan tozuda, tan irritante, tan
frustrante, tan... valiente! ¿No podía haberse traspuesto al
principio en lugar de esperar a que todo acabara? Aquello no era
sino una muestra de que estaba tarada, como si hiciera falta algo
más para probarlo.
Muy consciente de que sus propios
pensamientos no eran netamente racionales en aquel momento, Alex
trasladó a Joanna hasta la cama, donde la depositó con cuidado para
que el peso del cuerpo no recayera en el brazo izquierdo. Ella no
se movió un ápice y mantuvo la respiración suave y profunda, lo que
le confirmó a Alex que estaba quedándose dormida de modo natural.
Le quitó las botas y, de no haberse fijado en sus ropas, se habría
detenido ahí. Además de la sangre que le había empapado la camisa,
había toda una serie de manchas de grasa y mugre, otro recuerdo de
la difícil entrada por la tronera y de su estancia en la bodega.
Dado que a él le habían enseñado que la limpieza constituía un
elemento esencial para mantener un buen estado de salud, más aún
cuando se trataba de curarse, no podía dejarla así.
Apretó los dientes y comenzó a deshacerle
los nudos de la camisa con cuidado, hasta que se la retiró
sacándosela por la cabeza. La piel de Joanna era blanca y suave
como si la cubriera un lustre cremoso y casi opalescente. Su cuerpo
era delgado, pero no en exceso. Los pechos aparecían pequeños y de
una forma perfecta; los pezones eran de un tono rosa suave,
parecido al del coral. Alex apartó la camisa rasgada junto con las
botas y decidió que lo mejor sería desnudarla del todo.
La blanquecina perfección de la piel de la
chica en el costado izquierdo y la cadera correspondiente se
combinaba con el morado oscuro de los cardenales. Lo más probable
era que hubiera caído de ese lado al entrar en la bodega. Aquello
le hacía preguntarse cómo se las había arreglado exactamente para
llevar a cabo tamaña proeza. Entonces, tardíamente, recordó el
informe que le habían presentado sus hombres poco antes de zarpar
sobre un par de muchachos que se habían subido al tejado de uno de
los almacenes. Cuando habían empezado a perseguirlos, los chicos
habían desaparecido en el laberinto de callejuelas que configuraban
la zona cercana al muelle. ¿Habría sido entonces cuando ella había
embarcado? Probablemente, porque dudaba de que hubiera tenido otra
oportunidad. Anotó mentalmente que debía hablar a sus hombres de la
necesidad de extremar las precauciones en los puertos de gentes tan
dadas a lunáticas aventuras como los ingleses.
Sus hombres también querrían recibir alguna
explicación de la presencia de la chica. Era obvio que había subido
a bordo sin que él lo hubiera sabido, pero el que lo hubiera hecho
a pesar de ser bien consciente de que su presencia no sería
bienvenida los sorprendería como la cosa más extraña. Por eso,
hasta que decidiera qué iba a hacer con ella, se guardaría esa
información.
Cuando estaba a punto de arroparla con las
mantas, Alex se acordó de la rara preocupación de los ingleses por
la desnudez, así que dejó escapar un suspiro, volvió a abrir el
arcón y eligió una túnica fina con la que vistió a Joanna. No era
que tratara de satisfacer todos sus deseos, en absoluto. Actuaba,
más bien, movido por el buen criterio de evitar una escena, que sin
duda se produciría si ella se despertaba y se encontraba desnuda en
la cama. Después de aquello, dedicó largo rato a atender sus
asuntos en su despacho, aunque no logró concentrarse. No dejaba de
mirar a la chica. Más a menudo de lo que pretendía, se levantaba a
comprobar cómo se encontraba. La fiebre le iba bajando y parecía
dormir en paz. En un impulso, cogió el hatillo que Joanna llevaba
consigo y lo vació sobre la mesa. No dudó en hacerlo, ya que, por
el hecho de haber embarcado en su navío sin escolta o sin la
protección de un hombre, ella y todo lo que llevaba con ella le
pertenecía, y si Joanna no lo sabía, pronto se enteraría.
Una botella de hojalata vacía, un paquete de
carne seca, otro de galletas saladas, una manta fina, una camisa
limpia rasgada en la parte inferior, una bolsa que contenía
veintiséis guineas de oro, una pastilla de jabón, una brújula, un
minúsculo e inapropiado maletín médico, un cuchillo que Alex se
apresuró a requisar y un libro titulado Especulaciones en torno a la naturaleza del reino de
Ákora, escrito por William, el conde de Hawkforte.
Alex ya había visto antes aquel libro,
incluso lo había leído, aunque había sido en la biblioteca de
Mansfield a la edad de quince años, recién llegado a Inglaterra y
fascinado por haber encontrado una obra que hablara de su tierra.
Escrito por el abuelo del actual conde de Hawkforte, el
desaparecido Royce, el libro daba a entender que algunos de los
datos que ofrecía se habían obtenido gracias a algún antiguo lazo
familiar con Ákora. Darcourt consideraba aquello harto improbable,
si bien no imposible. Tenía, además, razones personales para creer
que el reino-fortaleza no era tan impenetrable para los foráneos
como se animaba a los extranjeros a pensar.
Una vez que hubo examinado el contenido del
hatillo, Alex volvió a dejarlo todo como estaba y fue de nuevo a
ver cómo se encontraba la chica. La fiebre le había bajado aún más
y, por suerte, parecía que ya no estaba en peligro, si bien no
gracias a su estúpido comportamiento. Era ya muy tarde y el día
siguiente prometía ser... todo un reto. Aunque él no tenía ningún
interés particular en que lo echaran de su propia cama, nunca había
compartido una con una mujer para algo que no fuera el propósito
más obvio. Y aquél no parecía el momento idóneo para intentarlo. Ya
había logrado controlar la rabia, que, no obstante, seguía
presente. Si el intruso hubiera sido un hombre, Alex no habría
dudado en tratarlo con dureza, pero era una mujer, a pesar de
mostrar una actitud impropia de una fémina, y como tal debía ser
tratada de modo distinto.
Mientras ocupaba su mente en decidir cómo
tratar a aquella chica indomable que se había introducido
bruscamente y por propia voluntad en su hasta ahora ordenada vida,
el príncipe de Ákora subió a cubierta para encontrar su lecho bajo
las estrellas.
Durmió poco y sin que el sueño le
proporcionara descanso alguno. Se despertó bajo la luz fría y gris
del alba, y permaneció tumbado, con los brazos cruzados bajo la
cabeza, para reflexionar sobre la situación en que se encontraba. A
primera vista, su última misión había resultado ser todo un éxito,
y los cañones que transportaban en la bodega eran buena prueba de
ello. La compra en cuestión había requerido la máxima discreción,
de modo que se produjera, como así había sido, sin el conocimiento
ni la aprobación del Gobierno británico. También se había asegurado
de que nadie, fuera de las fronteras del reino-fortaleza, hubiera
percibido siquiera una mínima señal de la crisis que se avecinaba
en Ákora. Por lo que los ingleses sabían, Ákora continuaba siendo
lo que siempre había sido: un poderoso monolito unido frente al
mundo. Alex sabía que si llegara a conocerse cualquier pista que
hiciera pensar lo contrario, los codiciosos ojos que se habían
posado en Ákora se apresurarían a poner sus garras, ya afiladas,
sobre ella. Acabar con los problemas internos deprisa y de una vez
por todas era más necesario que nunca. En un momento como aquél, la
intrusión de la inglesa resultaba particularmente...
perturbadora.
Sí, aquélla era la palabra, y la explicación
de que él no pareciera ser capaz de quitarse a la mocosa de la
cabeza.
El valor que ella había mostrado lo
desarmaba y minaba la rabia que era justo y correcto sentir y a la
que debía haber podido aferrarse. No había nada en su vida, desde
luego ni en Ákora y ni siquiera en Inglaterra, que lo hubiera
preparado para enfrentarse a la desconcertante e irritante criatura
que ocupaba ahora su camarote. Debía obligarse a recordar que ella
era una mujer, una engendradora de vida, y que, como tal, debía
protegerla a toda costa. No importaba que por apenas un instante
hubiera tenido una sorprendente necesidad de reprenderla.
Sólo pensarlo lo avergonzaba. Era impropio
de un guerrero akorano, y más aún de un hijo de la familia
real.
¡Maldición! ¿Qué iba a hacer con ella?
Era cierto que Joanna le era leal a su
hermano —en extremo, no había duda—, y la lealtad había de
respetarse siempre. Y tenía valor; de eso estaba seguro.
—¿Archos?
Alex levantó la vista para mirar al hombre
que se dirigía a él: un guerrero que conocía bien y con el que
había compartido muchas misiones. Aunque la expresión del hombre
era impasible, como correspondía, en el fondo de sus ojos podía
descubrirse un ápice de preocupación.
—Hemos avistado navíos, mi comandante.
Alex se volvió en la dirección que le
indicaba y miró por encima del agua agitada. Era un día claro y él
tenía una excelente vista de cazador, por lo que no tuvo dificultad
a la hora de distinguir las velas hinchadas de tres navíos que se
acercaban por el este.
—¿Son franceses?
El hombre asintió e hizo un leve gesto con
el catalejo que sostenía. El catalejo era una creación akorana. Las
lentes pulidas por los artesanos de allí, aficionados a actividades
de aquel tipo, se encajaban en un tubo de latón de complejo diseño
que medía unos treinta centímetros cuando estaba cerrado, pero que
doblaba su longitud cuando se extendía. Este tipo de artilugios
existían en Ákora desde hacía mucho tiempo, mucho antes de que se
hubieran conocido en el mundo exterior, y era una de las razones
por las que el reino habría permanecido intacto durante tantos
siglos, mientras las luchas por el poder arrasaban la cercana
Europa, las civilizaciones surgían y desaparecían, los jefes eran
ensalzados y se desvanecían, y el progreso avanzaba a minúsculos
pasos y sólo recibía algún estímulo de vez en cuando. Mientras
tanto, Ákora continuaba desarrollándose. Era, por tanto, una fuente
de orgullo y, en ocasiones, de seguridad.
—Navegan con la bandera francesa,
archos.
Darcourt se permitió sentir una breve
punzada de excitación, que se extinguió de inmediato antes de que
se hiciera real. Los franceses podían ser unos exaltados, pero de
tontos no tenían ni un pelo. Reconocerían el navío akorano y lo
evitarían a pesar de la sospecha de que había zarpado de
Inglaterra. Eso, claro estaba, salvo que fuera él mismo quien se
acercara a ellos. Cualquier capitán francés estaría encantado de
entablar relaciones con un príncipe akorano y de informar de ello a
su comandante. Más aún, cualquier capitán francés estaría más que
encantado de liberar al mismísimo príncipe akorano de una inglesa
indeseada. Los franceses estaban en guerra con los ingleses,
cierto, pero no eran un pueblo incivilizado. Muy al contrario, tras
su sangrienta revolución y la ascensión al poder de su
autoproclamado emperador, se mostraban ansiosos por aparecer como
el ejemplo de todo lo que había de considerarse culto e ilustrado.
La retendrían durante un tiempo y quizá incluso la presentarían
como una «invitada» de honor en la corte de Napoleón, pero no le
harían ningún daño. Con el tiempo, la devolverían a su hogar. En
general, sería una experiencia muy saludable para ella. De no ser
porque ponerla en manos del enemigo, por muy bueno que fuera el
trato que recibiera, sería todo un deshonor, la idea habría sido
demasiado tentadora como para dejarla pasar.
Se quedó mirando aquellas velas hinchadas
con el ceño fruncido un poco más, y luego se volvió.
—Ignoradlos.
El hombre asintió y volvió a sus quehaceres,
mientras Alex se quedaba solo con su peculiar problema. ¿Qué iba a
hacer con ella? Dentro de unos días ya estarían frente a las costas
españolas. Podía dejarla allí, en manos británicas, si lograba dar
con las coordenadas correctas de la posición costera de Wellington,
pues ésta era bastante incierta. Con todo, no podía verse
abandonándola en medio de la zona bélica. Aquello sería demasiado,
incluso para una mujer de fortaleza y voluntad tan
impresionantes.
El problema radicaba en que no era sólo eso,
sino también una hermana asustada, a la vez que valiente, que
trataba de hacer lo correcto por su hermano. El propio Alex no
carecía de experiencia en asuntos de amor y lealtad en el seno
familiar.
Se quedó allí sentado un rato más y se
dedicó a pensar mientras miraba el mar. Los casi imperceptibles
cambios de color del agua y la calidad de la luz del horizonte de
levante le dijeron tanto como podrían haberlo hecho los varios
instrumentos de navegación que había a bordo. Era capaz de saber si
se producía cambio alguno en las profundas corrientes, cuyos
caminos habían permanecido inalterables a lo largo de los siglos en
que los navegantes akoranos las habían rastreado. Igualmente podía
saber lo lejos que se encontraban de la costa sólo con fijarse en
las variaciones de la luz en el cielo. El roce del viento en el
pelo y en la piel desnuda le indicaba la velocidad y la
temperatura. Ahora bien, por encima de todo eso, estaba el olor. Se
encontraban a suficiente distancia de la costa como para que sólo
oliera a mar. Era el olor del buen viento y del cielo despejado el
que daba tranquilidad a los marineros, pues había otros olores —más
intensos y aletargados— que avisaban del peligro. Había olido el
hielo en dos ocasiones, en misiones especialmente largas. Y no le
importaba demasiado volver a hacerlo.
Por eso permaneció en aquella misma postura,
con todo el cuerpo en sintonía con el mar, y continuó pensando en
qué hacer con aquella mujer. Podía volver, poner rumbo a Inglaterra
y devolverla al lugar al que pertenecía. Y eso era lo que podría
haberse planteado de no haber sido por los cañones, de cuya
existencia nada sabía mucha gente en Inglaterra, que quedaría
encantada al enterarse. Si volvía allí con los cañones en la bodega
estaría incurriendo en una negligencia por incumplimiento del
deber. Y podía enfrentarse a cualquier cosa menos a eso.
Lady Joanna Hawkforte conseguiría lo que
anhelaba: iba a ir a Ákora. La cuestión se centraba más bien en qué
le ocurriría una vez allí.
Estaba considerando las posibles opciones
cuando sus aberturas nasales le avisaron de algo. Alex miró hacia
la proa y sonrió al ver a varios de sus hombres pendientes del
fuego de la parrilla de hierro. En la olla que había encima estaban
preparando un guiso de pescado, y no uno cualquiera, sino unos
marinos, el plato nacional de Ákora,
sobre el que cada akorano guardaba su propia opinión y del que
existían infinitas variaciones que se transmitían entrañablemente
de generación en generación.
Después de tres meses de comidas inglesas,
Alex habría sido capaz casi de matar sólo por probar unos marinos.
Por suerte, lo único que tenía que hacer para satisfacer su deseo
era caminar un poco y unirse a la atenta tripulación que ya estaba
reunida. Justo cuando aceptaba un cuenco y la habitual rebanada de
pan ácimo, Alex vio sus pensamientos de nuevo interrumpidos por el
recuerdo de la polizona.
Con seguridad ella tendría hambre, aunque,
desde luego, aún conservaba las galletas saladas y la carne seca
que había traído consigo. Por un momento, se regodeó en la
agradable posibilidad de vengarse dejando que se apañara con
provisiones tan frugales. Tras dejar escapar un suspiro, apartó esa
idea y se dirigió de nuevo a su camarote.
* * *