Capítulo 4

 

¡BENDITO frescor! Aún con el recuerdo del sofocante calor que había sufrido, Joanna suspiró y movió el pómulo contra la suavidad y el frescor del...
¿Lino? Frunció el ceño levemente y reconoció la forma de una almohada bajo su cabeza, aunque no estaba muy segura de por qué le extrañaba algo tan normal. ¿No estaba en Hawkforte, en su cama? Podía ser, pero los ecos de un sueño extraño seguían resonando en su interior. Un sueño de...
Nada de sueños. Había ido a Londres en busca de Royce y había sido objeto del desaire del intolerable Darcourt; luego había subido como polizona al navío akorano y, en el proceso, se había herido el brazo. La había curado... él, quien, pese a lo intimidatorio que parecía, no era tan insufrible después de todo. Ahora recordaba lo que había ocurrido con claridad. Abrió los ojos al mismo tiempo que trataba de averiguar si aún le dolía algo, para descubrir simplemente una ligera molestia.
Estaba acostada en una cama grande empotrada en uno de los lados de un espacioso camarote. Hasta ahí encajaba todo. Respecto al resto, le parecía estar soñando. Las paredes no estaban forradas de paneles de madera oscura como había esperado, sino que aparecían recubiertas de una capa blanca y, de arriba abajo, presentaban estampas de gente, animales, pájaros y peces de aspecto tan real que no le habría sorprendido verlos en movimiento. Un hombre alto y de ojos oscuros la miraba mientras atusaba con la mano el plumaje verde azulado de un loro que estiraba el cuello para coger la chuchería que se le ofrecía. A su lado, había una mujer delgada que, sentada frente a un telar, sonreía mientras tejía. Por detrás de ella, unos delfines jugueteaban en unas aguas que bañaban delicadamente una playa dorada.
Joanna tomó aliento rápidamente al darse cuenta de que podía estar dando el primer vistazo a ese mundo escondido que había venido a descubrir. Pasó un buen rato sin que pudiera apartar la mirada de aquellas pinturas, hasta que acabó obligándose a ver el resto del camarote. A lo largo de la pared que tenía delante había varios ojos de buey que dejaban entrar la brisa fresca y que estaban tan bien encajados en el dibujo que casi los pasó por alto. A través de ellos se adivinaba un cielo azulísimo que parecía balancearse por el movimiento del barco.
Más allá de aquellas troneras había una mesa de despacho fijada al suelo, que habría parecido meramente utilitaria si no hubiera sido por las tallas de complicadas formas geométricas que la recorrían por los bordes y las patas, y que continuaban a lo largo de las paredes y el techo. En ella había mapas extendidos y una caja de madera aneja con decenas de profundos orificios circulares que contenían, enrolladas, otras tantas cartas de navegación. La practicidad del diseño del mueble y de la caja contrastaba sobremanera con la bellísima decoración de las paredes. Aquello le hizo preguntarse más aún cómo sería el complejo carácter de los akoranos.
Lo había conseguido: se encontraba de camino a Ákora, el legendario reino siempre envuelto en un aura de misterio. Eso era lo que ella y Royce habían soñado durante años y ahora estaba ocurriendo, y estaba ocurriéndole a ella. Dio una palmada con las manos y las mantuvo apretadas en un esfuerzo por contener, sin conseguirlo, la excitación que la embargaba.
Aunque la fiebre la había debilitado, no la había dejado tan baldada como para impedirle retirar las mantas y, lentamente, con mucho cuidado, levantarse. Las piernas le temblaron más de lo que había esperado; sin embargo, en cuanto hubo dado unos pasos, se sintió más segura, una sensación más que apropiada dada la inevitable llamada de la naturaleza que la apremiaba.
Había dos puertas en el camarote. Joanna escogió la que le quedaba más cerca y la abrió con cuidado para quedarse mirando fijamente lo que encontró tras ella: adosada a una de las paredes de la habitación descubrió una especie de cabina hecha de terracota. Cerrada por tres de los lados y abierta por uno, el cubículo estaba pintado de blanco y negro, y presentaba la decoración geométrica que adornaba la mesa. En la parte superior sobresalía una cabeza de toro laboriosamente esculpida y de cuya boca abierta pendía una tubería que apuntaba hacia abajo en un ángulo que permitía lanzar lo que quisiera que transportara sobre quien estuviera en el interior de la cabina. En el suelo se abría un desagüe que parecía servir para recoger el exceso de lo que fuera que vertiera el tubo. A media altura había inserta en un lateral una válvula cubierta de una escayola con forma de venera. Rendida ante la curiosidad que sentía, Joanna se acercó y abrió aquella llave un poco. Casi al instante brotó un chorro de agua de la cabeza del toro. Atónita, Joanna cerró la válvula del todo y observó cómo el agua desaparecía por el desagüe.
¡Una bañera para lavarse de pie! ¡Qué impresionante! El año anterior había visto un aparato parecido —si bien mucho más feo y de forma más extraña— en una casa de campo que había visitado con Royce. Se trataba de la invención de un excéntrico amigo de la familia y le resultaba divertido a todo el que la veía. Sin embargo, nadie había considerado seriamente que aquello sustituiría a la bañera tradicional.
Y, no obstante, allí mismo tenía una idea idéntica en una versión mucho más sofisticada, y dentro de un barco nada menos, lo que significaba que los akoranos debían de estar mucho más adelantados en algunos aspectos de lo que ella había imaginado. De hecho, aquella bañera vertical resultaba tremendamente apetecible. Después de haber pasado dos días con la misma ropa no le importaría nada probar aquel aparato...
Ahora bien, no llevaba la misma ropa. Se daba cuenta en aquel momento, tardíamente; la excitación de despertarse en tan extraordinarias circunstancias le había impedido notarlo. Ya no calzaba las botas, ni se cubría con los pantalones y la camisa con los que había embarcado. En realidad, no llevaba nada de rodillas para abajo. El resto aparecía más o menos tapado por una única, y claramente enorme, prenda de lino finamente tejido.
El susto le tensó los músculos. Seguramente no habría sido él quien... Recordaba que Darcourt le había curado la herida, que había tratado de ahorrarle el dolor y que su semblante había traslucido alivio cuando todo había terminado. Y luego ya no recordaba nada más. Había un vacío hacia cuyo interior se precipitaba su acalorada imaginación. Aquello no podía ser. La situación era lo bastante grave y había en juego demasiado como para permitirse esa sensiblería de niña tonta. Aun así, no dejó de temblar mientras se quitaba la túnica y se acercaba a la válvula con forma de venera.
Aunque el agua que le caía sobre la cabeza le proporcionaba una sensación extraña, al cabo de unos minutos, Joanna decidió que le gustaba, al menos la distraía para no cavilar en otros pensamientos más difíciles de controlar. Suspiró y se volvió para colocar el rostro bajo el chorro que salía de la cabeza de toro. Cerró los ojos bien fuerte. Se sentía algo ridícula con un brazo fuera de la cabina, pero no había otra forma de evitar que el vendaje se mojara.
Se dio la vuelta para aclararse la espuma que aún tenía en el pelo. Había encontrado un jabón en una caja de madera, de preciosa decoración, que estaba colgada de la pared situada al lado de la cabina y de un lavabo de terracota. En su interior había pastillas con olor a limón y a algo más, un aroma limpio y penetrante que no alcanzaba a reconocer. También había una botella de piedra con un tapón que contenía un jabón líquido que desprendía esa misma y desconocida fragancia. Joanna había empleado este último para enjabonarse el cabello, confiada en que podría aclararlo antes de haber usado más agua de la que debía. Se trataba de agua dulce, probablemente extraída de alguna cisterna que hubiera a bordo y de la que salía una tubería que llegaba al cuarto de baño. Estaba segura de que no convenía vaciar el depósito, ni siquiera en una travesía relativamente corta, así que acabó con rapidez, cortó el chorro, salió fuera y alcanzó el estrecho trozo de tela de algodón tan finamente tejida que había encontrado en un taburete bajo que había al lado. Se secó, se enrolló un pedazo de tela en la cabeza y otro alrededor del tronco, bajo los brazos, y pinzó las puntas entre los pechos. Luego, volvió al camarote a por su ropa.
Si bien no logró encontrarla, sí dio con el hatillo, que estaba al lado de la cama. Todo estaba intacto salvo el cuchillo, que había desaparecido. Acababa de descubrirlo y trataba de comprender qué significaba aquello cuando la otra puerta se abrió de repente.
El hombre que entró en el camarote no era el Alex Darcourt que había visto en la fiesta de Prinny. Aquel lord de austera elegancia había desaparecido para dar paso a una figura de primitivo esplendor que sólo había intuido, aturdida por el dolor y la fiebre, la noche anterior. Vestía una falda plisada de lino blanco sujetada por un cinturón que le rodeaba la apretada cintura. En las muñecas lucía unas bandas doradas, y en la frente, tocada por un aro de oro blasonado en el centro por un brillante rubí, nacía una apenas disciplinada mata de pelo del color del ébano que le acariciaba el contorno duro y redondeado de los hombros. El pecho —sorprendentemente ancho y que mostraba las costillas y los músculos pectorales— también lo llevaba desnudo, del mismo modo que las piernas —largas y aparentemente esculpidas en piedra—, que mostraba de rodillas para abajo. Toda aquella piel que Joanna veía estaba bronceada, excepto en las finas líneas blanquecinas que delataban la presencia de antiguas heridas, entre las que destacaba una que le descendía por el costado izquierdo, peligrosamente cerca del corazón.
Algo en el interior de Joanna dio un vuelco lento y prolongado que la dejó ligeramente mareada. De pronto se dio cuenta de que no estaba respirando y hubo de inspirar profundamente. Con todo, le fue imposible desviar la vista.
Él se limitó a depositar un cuenco sobre la mesa y a mirarla.
—Está despierta, estupendo. ¿Cómo se encuentra?
La voz era tal y como ella la recordaba: profunda y suave como una capa de agua que se desliza por una roca. Tenía un ligerísimo acento que permitía deducir que no era nativo inglés. Sus ojos azules contrastaban de modo impactante con la piel morena y aquel cabello oscuro, y se asemejaban, siendo de un celeste intenso y brillante, a un cielo despejado de mediodía.
Durante un instante de horror, Joanna sólo pudo pensar en que se encontraba prácticamente desnuda en el camarote de un hombre que parecía haber salido directamente de las páginas de Homero y que, sin embargo, resultaba tremendamente real. La rutina sensata y ordenada que había llevado en Hawkforte casi parecía pertenecer a otra vida, que tan distante quedaba en aquel momento. No obstante, fueron precisamente las virtudes de la valentía y la determinación que la vida le había infundido las que la rescataron. Elevó la barbilla y, a pesar del rubor de sus mejillas, habló con una digna calma.
—Bastante mejor que la noche anterior, gracias. Lamento mucho haber abusado de su amabilidad. Espero que comprenda que, dadas las circunstancias, no tenía elección.
También esperaba que él no recurriera a ninguna de las opciones que tenía. Aunque no podía negar que no quería que la confinara al calabozo, en el caso de que hubiera uno, aquello sería mejor que el que pudiera abandonarla en cualquier costa que le viniera bien.
Alex tomó aliento. Joanna miró con involuntaria fascinación cómo aquel pecho preciosamente torneado se hinchaba y se deshinchaba. Hasta tal punto estaba distraída que casi ignoró la respuesta que le dio.
—Su comportamiento ha sido impulsivo, poco inteligente y peligroso. Y su presencia a bordo entraña graves dificultades.
—Lo lamento mucho, de veras —contestó con sinceridad mientras trataba de disimular su sorpresa porque él no estuviera enfadado—. Haré todo lo que pueda por resolver los problemas que pueda haberle causado.
Alex la miró con escepticismo y no respondió. Con un gesto que señalaba la mesa, indicó:
—El guiso está caliente. Debería tomarlo antes de que se enfríe.
Joanna miró a Alex y luego desvió la vista de nuevo hacia el mueble. Le había traído comida. Aquello era, sin duda, una buena señal. No tenía intención de hacerla morir de hambre y le había curado la herida, incluso había permitido que descansara en lo que ella sospechaba que debía ser su camarote. Si no hubiera sido por la dureza de su mirada y aquella calma retorcida que percibía en él, Joanna podría haberse relajado un poco. En cambio, agradeció, dubitativa:
—Gracias.
El olor era delicioso y el estómago reaccionó haciendo ruidos. Sin embargo, semidesnuda como estaba, no podía sentarse a la mesa y empezar a comer, al menos delante de él.
Tras un momento, Alex pareció percatarse de lo que ocurría y, con la expresión inalterable, aclaró:
—La desnudez se ve con más normalidad en Ákora. Es probable que sea por nuestro clima cálido y por nuestras tradiciones culturales.
Joanna se quedó boquiabierta, en parte por cómo la miraba él y en parte por cómo sospechaba que lo hacía ella, y era posible que también fuera porque lo de dejarla sin palabras estaba empezando a convertirse en una costumbre. Selló sus labios de golpe e hizo caso omiso de los repentinos latidos de su corazón.
—No estoy desnuda.
En absoluto: aparte de la toalla, la cubría una intensa capa de rubor.
—Claro que no.
Luego se quedó mirando a un punto en la pared por encima del hombro de Alex.
—¿Dónde está mi ropa?
—¿Esos harapos que llevaba puestos? Los he tirado. Hay más túnicas ahí —le ofreció al mismo tiempo que señalaba el mueble situado a los pies de la cama.
—No sientan muy bien.
—No hay otra cosa —se excusó él antes de rebuscar de nuevo en el arcón hasta encontrar lo que buscaba. Entonces, le tendió una prenda muy similar a la que llevaba puesta al despertarse, si bien de un tejido más pesado—. No estará muy cómoda con esto.
—Estaré bien, gracias.
Enseguida se dirigió al cuarto de baño, retiró la toalla de algodón y se vistió metiéndose la túnica por la cabeza. Aunque la prenda le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas y le dejaba los hombros al descubierto, consiguió mantenerla en su sitio, más o menos, encorvándose ligeramente.
Cuando volvió al camarote, su anfitrión estaba mirando por uno de los ojos de buey. La observó un instante antes de contemplar de nuevo el horizonte.
Después de repetirse a sí misma que se sentía más aliviada, Joanna le preguntó.
—¿A cuánto estamos de Ákora?
—A diez días si se mantiene el viento. —Alex señaló la mesa con un gesto de la cabeza e insistió—: Siéntese y coma.
Esa vez, Joanna hizo lo que le ordenaba, y abrió los ojos, perpleja, en cuanto probó el guiso. Aparte del hecho de que estaba más hambrienta de lo que pensaba, la comida era exquisita. Aquel gesto fue lo único que pudo hacer para evitar zampárselo todo de golpe. Una vez aquél hubo terminado, suspiró suavemente y se recostó en la silla.
—Estaba delicioso.
—Me alegra que así lo crea. Comerá comida akorana en el futuro inmediato.
Sus miradas se encontraron. Joanna trató de ocultar la sonrisa de victoria que esbozó en su interior, aunque no lo logró del todo.
—Me alegra oír eso —respondió con gravedad.
La contestación de Alex, en cambio, consistió en fruncir el ceño de un modo que convirtió la alegría de Joanna en una venganza.
—Debería atemperar su entusiasmo. Como ya le he dicho, su presencia crea problemas.
—¿A qué tipo de problemas se refiere?
—Es una xenos.
Joanna dedicó un segundo a dar gracias por haber estudiado griego.
—Una extranjera.
Él asintió y continúo:
—Ákora está cerrada a los xenos. No les permitimos venir para comerciar ni para ningún otro propósito. Ha sido así como hemos protegido la pureza de nuestra cultura, así como nuestra soberanía, durante más generaciones de las que cuenta la historia de Inglaterra. ¿Lo entiende?
Un escalofrío de pánico recorrió el cuerpo de Joanna, que lo ignoró con vehemencia. Conocía el riesgo que corría cuando habría dado el salto en el muelle.
—He oído los rumores sobre lo que les ocurre a los extranjeros que tratan de llegar a Ákora. Hace tan sólo unos años, cuando una fuerza expedicionaria francesa desapareció en aguas akoranas, se habló mucho del hecho de que siquiera acercarse a la isla lleva a la muerte. No obstante, eso no puede cumplirse siempre.
—¿Por qué no? —quiso saber él con los párpados caídos sobre unos ojos impenetrables.
—Por usted. Al menos una persona, su padre, no fue castigada con la muerte. De haber sido así, usted no estaría aquí.
Por un momento, a Joanna le pareció que las comisuras de los labios de Alex se movían ligeramente, aunque la impresión fue tan vaga que bien podía haberlo imaginado. Sin duda, su voz no ofreció señal alguna que hiciera pensar que se había ablandado cuando replicó:
—¿Y por eso piensa que su hermano puede aún estar vivo?
—Además del hecho de que es obvio que no todos los xenos acaban muertos, mi hermano es un ciudadano británico. No puedo creer que el rey de Ákora vaya a desviarse de su camino de neutralidad precisamente ahora para irritar a Gran Bretaña.
Darcourt se quedó callado un rato antes de corregir:
—El nombre correcto es vanax. No coincide con el concepto inglés de rey. La traducción se acercaría más a «el elegido».
—¡Ah! No lo sabía, aunque, claro, es que no sé casi nada sobre Ákora.
—A pesar de lo cual confía su vida a lo que cree que sus líderes harán o no harán.
Joanna se sonrojó. Visto así ella parecía tonta, y supuso que se trataba precisamente de conseguir eso.
—Como creo que ya le he manifestado, no tenía elección. No me es posible aceptar sin más la desaparición de mi hermano. Tengo que hacer algo para ayudarlo.
Alex entornó los ojos. Se acercó al lugar en que ella estaba sentada, con un porte y unos movimientos que no hicieron sino recordarle a Joanna que aquel hombre pertenecía a una casa real: cada centímetro de aquella persona pertenecía a un príncipe. Sin avisar, preguntó:
—¿Por qué ha dicho que no querríamos irritar a Gran Bretaña precisamente ahora?
Debería aprender a mantener la boca cerrada. Con todo, ya era demasiado tarde para retractarse. El brillo severo de la mirada de él dejaba bien claro que no permitiría una retirada. En un tono de voz ligeramente más débil, Joanna se explicó:
—Por los cañones que llevan en la bodega.
—Estaba oscuro y tenía fiebre.
—Los palpé. Más aún, los olí. El hierro y la pólvora constituyen una combinación bastante fácil de reconocer. Ya han sido empleados para disparar, desde luego; imagino que para probarlos.
Alex no respondió y se limitó a seguir observándola.
—Los vi —continuó con más arrojo y la misma curiosidad, puesto que, después de todo, había visto lo que había visto y ahora se preguntaba qué significaba— en cuanto se hizo de día. Impresionan mucho. No creo que haya muchas fundiciones en las que moldear tubos de semejante tamaño.
—¿Cómo sabe esas cosas?
Aquel comentario la enfureció un poco. Según parecía, aquel hombre tenía una opinión bastante desmerecedora de las mujeres. De todos modos, la mayor parte de los ingleses que Joanna había conocido pensaban como él, al menos los que pertenecían a la aristocracia. Quizá aquello tuviera que ver con la elevada opinión de sí mismos que tenían.
—Todavía hacemos muchos trabajos con metales nosotros mismos en Hawkforte, donde vivo. Eso significa que aún contamos con nuestras fundiciones. Alcanzo a comprender lo que implica moldear cañones de ese tamaño. Además, todo lo que tenga que ver con Ákora interesa siempre a la gente. Si se supiera que han estado adquiriendo armas tan poco habituales, estoy segura de que se habría hablado de ello.
—Ya veo.
En realidad, no lo parecía, más bien daba la sensación de que se esforzaba en comprender.
—¿Las akoranas no se preocupan por asuntos como éste?
—Rara vez. Y eso me recuerda el tema que nos ocupa. Deberá cambiar su forma de comportarse —indicó mientras la miraba con dureza—, modificarla considerablemente. Si no, se verá envuelta en importantes apuros.
—Porque soy una xenos.
Darcourt asintió.
—Levántese.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Su primera lección: las mujeres son obedientes. Haga lo que le ordeno.
Muy despacio, Joanna se puso en pie. Aunque se mostraba tremendamente reacia, apenas podía negarse. Hacerlo habría parecido infantil e incluso una grosería. Después de todo, él se había tomado su intrusión con bastante mejor talante de lo que habría cabido esperar. Como mínimo, debía mostrar que cooperaba. Con todo, Joanna era ahora plenamente consciente de lo alto que era —le llegaba justo hasta aquellos hombros, tremendamente anchos— y de la amplitud de aquel pecho desnudo que tenía ahora tan cerca que con acercarse lo mínimo podría tocarlo.
Él situó sus largos dedos por debajo del cuello de la túnica y, sin avisar, se la retiró del hombro izquierdo hasta casi dejarle el pecho al descubierto.
Joanna trató de agarrar la tela.
—¿Qué hace?
Él la miró sin más.
—Me aseguro de que vuestra herida se cura convenientemente.
—Está bien; no podría estar mejor. Apartaos.
A juzgar por el impacto que había provocado su respuesta —es decir: ninguno—, también podría haberse quedado callada.
—No se la ha mojado al ducharse, ¿verdad? —se interesó.
—No, claro que no... ¿Ducharme? ¿Es eso lo que he hecho? ¿De dónde proviene el nombre? ¿De doccia, el nombre que dan los italianos al caño de agua?
Alex asintió al mismo tiempo que le retiraba el vendaje.
—Eso es. ¿Le ha gustado?
—Claro, ha sido maravilloso. El año pasado vi algo parecido en Inglaterra, pero en absoluto estaba tan bien hecho. ¿Hace mucho que cuentan con ellas en Ákora? ¿Son algo normal?
Joanna se dio cuenta de que llevaba hablando un buen rato. Y aquello no era más que el resultado de los esfuerzos de Alex por distraerla para que no prestara atención mientras le examinaba la herida, que fue palpando suavemente con los dedos, de modo que provocó la fugaz sensación de que contenía su tremenda fuerza para tratarla con suma delicadeza.
—La infección va sanando como debe —informó.
La curiosidad venció a Joanna, que echó un vistazo por encima de la mano de Alex, a pesar de que él trataba de impedírselo.
—No es necesario que lo vea.
Joanna observó con tranquilidad el corte enrojecido. Aunque le dolía, la intensidad de la molestia nada tenía que ver con la del día anterior. Por lo que recordaba de cómo se había sentido en la bodega, se sorprendía de que la herida no ofreciera un peor aspecto.
—No resulta tan desagradable. La cosió muy bien —reconoció antes de seguir analizando los puntos—. Me saldrá una cicatriz, claro, pero no creo que vaya a ser muy grande.
—Lamento que vaya a quedarle un recuerdo —replicó con brusquedad.
Luego, tomó una tira de tela y volvió a vendarle el brazo.
Para cuando hubo terminado, Joanna se sentía extraña y agitada, a pesar de lo cual no deseaba que él se marchara. Si bien Alex, por su parte, dejó caer los brazos, se mantuvo muy cerca de ella, tanto que Joanna sintió el calor de su cuerpo, y aunque trató de no mirarle los pectorales, acabó fijándose en la prominente garganta y en la marcada línea de la mandíbula, que él apretaba con fuerza.
—Puede ser que esto no haya sido una buena idea —afirmó en voz baja.
Sus miradas se encontraron.
Joanna encogió los dedos de los pies como si se hubieran acercado al borde mismo de un precipicio. Con un hilo de voz, preguntó:
—¿A qué parte se refiere? ¿A la de que me haya trasladado a Londres, al hecho de que haya tratado de verlo, a que me haya convertido en una polizona o a mi herida...? ¿Os referís acaso a que, para empezar, Royce no tendría que haberse embarcado rumbo a Ákora? Podríamos culparlo a él de todo.
Con esfuerzo, Alex trató de no sonreír. Joanna se dio cuenta de que él libraba una batalla interna y notó el momento en el que la perdía: su sonrisa, por mucho que hubiera tratado de ocultarla, era impresionante. Joanna se preguntó si él sería consciente de ello.
—Parece que tendremos que encontrar a su hermano para contarle lo mal que se ha portado usted —explicó pausadamente.
—Esa sí que es una buena idea.
Alex suspiró y se apartó de Joanna después de haberla dejado agobiada por la culpa.
Joanna respiró profundamente, empeñada en no alterarse.
—¿Conoce bien a mi hermano?
Alex cerró los puños que llevaba por detrás de la espalda y se volvió para mirar a Joanna antes de responder desde el otro extremo del camarote:
—No muy bien. Coincidimos unas cuantas veces y luego vino a verme para explicarme que quería viajar a Ákora. Le respondí que aquello era impensable y que olvidara tales planes. Por desgracia, parece que hizo caso omiso de mis advertencias.
—Mi hermano no partió movido por un mero capricho. Estoy convencida de que tenía una buena razón para ello, aunque ni yo misma la conozca. Me aseguró que estaría de vuelta por Navidad. Y de eso hace ya seis meses. Desde entonces, no he sabido nada de él.
—Dejé Ákora hace más de tres meses, Y no había oído a nadie hablar de ningún inglés; ni desde entonces, tampoco.
Joanna se quedó sin respiración, enfrentada como estaba ahora al temor que la había perseguido día y noche.
—No creo que mi hermano esté muerto.
—¿Sabe al menos que es posible que así sea?
—No está muerto. Es difícil de explicar, pero sé que está en algún sitio y que espera que lo encontremos.
Alex guardó silencio un momento. Cuando por fin respondió, su tono fue sorprendentemente amable.
—Entonces, debemos intentarlo.
Joanna asintió mientras trataba de contener las lágrimas. Después de la creciente preocupación que había ido atrapándola durante los últimos seis meses y tras los acontecimientos de los días anteriores, estaba a punto de desmoronarse. El agotamiento acumulado cayó sobre ella de repente e hizo que perdiera el equilibrio sin darse cuenta. Alex se acercó enseguida para sostenerla. Aunque su voz seguía siendo dura y distante, le sujetó el brazo sano con sumo cuidado.
—Me temo que ha tocado fondo. Le vendrá bien tener algo de tiempo para descansar antes de llegar.
—Estoy bien, de verdad. No soy ninguna señorita pusilánime y no sé cómo ha podido pensar otra cosa. En mi casa soy yo quien gestiona la hacienda familiar y la gente cree, de hecho, que soy una persona capaz y responsable —se explicó antes de dejar escapar una débil risa, sobrecogida y a punto de echarse a llorar.
—Y aunque así fuera, debe descansar un poco.
Joanna decidió no tratar de entender qué había querido decir él con aquellas palabras. Quería mostrarse fuerte y lúcida, como solía ser, para escuchar los problemas a los que tendría que enfrentarse y la forma de solucionarlos. Sin embargo, había en aquel momento una gran distancia entre lo que deseaba y lo que podía hacer. Apenas fue consciente de que Alex la llevaba a la cama y le acariciaba la mejilla antes de abandonar el camarote.

 

 

 

Y así transcurrió casi toda una semana. Alex visitaba a Joanna tres veces al día para traerle comida, a pesar de lo cual ella pasaba muy poco tiempo con él y en cada breve encuentro apenas entablaban la conversación obligada. Después de insistirle mucho, había accedido finalmente a que fuera ella quien se cuidara de la herida, lo que a Joanna le provocó un sentimiento dividido de alivio y de arrepentimiento. El tacto de aquel hombre, no obstante lo impersonal de la situación, la desencajaba tanto como la frecuencia con que se descubría pensando en él. Sabía que él dormía en la cubierta y a veces oía cómo charlaba con sus hombres. Poco a poco, la lengua que hablaban fue haciéndosele más transparente; si bien no se trataba del griego que ella había estudiado, compartía con él los rasgos suficientes para permitirle comprender algunas palabras e incluso algunas frases.
Se le había prohibido salir al exterior. Aquella imposición le resultaba irritante, pero, dadas las circunstancias, no podía protestar. Alex le había dejado claro que no se le permitiría a ninguna mujer, ya fuera una xenos o no, entrometerse en lo que tradicionalmente había sido una tarea reservada a los hombres, algo que a Joanna le hacía pensar en los clubes masculinos que tan conocidos eran no sólo entre los círculos privilegiados, sino en todas las capas de la sociedad. Aquellos encuentros se celebraran tanto en un salón londinense lujosamente decorado como en el rincón de un pub rural cargado de humo, y probaban que, en ocasiones, los hombres parecían sentir la imperiosa necesidad de apartarse de las mujeres, un deseo bastante confuso, dado que el resto del día mostraban un enorme interés en perseguirlas. Había en aquello una lógica que se le escapaba.
A pesar de todo, la soledad presentaba también algunas ventajas. Con el cielo despejado y los vientos favorables, Joanna sabía que avanzaban a buen ritmo. El mundo no tardaría en hacerse presente. Antes de que ocurriera, dedicó sus pensamientos y, según esperaba, su don a encontrar a Royce. Primero, sólo por probar, y luego, con creciente determinación, Joanna trató de dar con él. Lo mantuvo en su cabeza en todo momento, hora tras hora, y se esforzó en captar cualquier visión fugaz, por pequeña que fuera, que le indicara dónde podía encontrarse.
Visualizó mentalmente... un pequeño martillo que se colaba entre dos de los paneles que cubrían la pared del camarote..., una pluma estilográfica fabricada en plata que quedaba olvidada bajo la cama..., un folio de papel blanco doblado que se encontraba detrás de la caja de los mapas..., y en una ocasión le pareció que captaba una imagen de una isla que emergía del mar minutos antes de que se hiciera visible.
Sin embargo, nada de aquello tenía que ver con Royce, salvo la tremenda jaqueca que la asaltó junto con la dolorosa sensación de la desesperación.
El cuarto día, Alex la miró a la cara, pálida y tensa, e informó:
—Hay libros dentro de aquel baúl —dijo, y señaló el que estaba junto a la mesa—. Puede cogerlos para leer si quiere.
¿Cuán a menudo había soñado con disponer de tiempo y de libros a la vez? Abrió el baúl con el solo deseo desesperado de escapar de aquel purgatorio de espera, aparentemente interminable e inútil.
Encontró pesados tratados repletos de arcanos detalles sobre minería, tácticas militares y construcciones de barcos, así como varios volúmenes de unos métodos agrícolas actualizados que le habrían resultado interesantes de no ser porque se sintió tentada por otros ejemplares más jugosos. Álex leía poemas del romántico Coleridge, según descubrió, pues las páginas de aquel libro ya estaban cortadas. Lo mismo ocurría con las obras de los poetas coetáneos Keats y Wordsworth. Se topó también con un libro que había leído el año anterior y que le había encantado: La dama del lago, de Walter Scott. Cuando se disponía a acomodarse para deleitarse con una segunda lectura del libro en cuestión, descubrió, sorprendida, una copia de la novela de la que parecía que hablaba todo el mundo, incluso en la tranquila Hawkforte. De firma anónima, si bien se rumoreaba que correspondía a una dama de la aristocracia terrateniente, la obra titulada Sentido y sensibilidad estaba llamando mucho la atención.
Joanna no tardó en comprender por qué. Totalmente concentrada en las aventuras de la familia Dashwood, se quedó despierta hasta más tarde de lo normal y acabó durmiéndose sólo cuando las románticas peripecias de las hermanas protagonistas hubieron quedado convenientemente resueltas.
Al día siguiente se levantó tarde y se encontró con que ya tenía el desayuno preparado en la mesa. Alex debía de haber entrado mientras ella dormía. En cuanto se convenció de que ella misma era la razón de aquella amabilidad, hubo de recordarse que no debía ser tan vanidosa. ¿Acaso no le había curado la herida, le había cedido su camarote y la había tratado con toda la atención? Él se había comportado como un verdadero caballero inglés, aunque fuera akorano.
Una vez que hubo acabado de comer y tras darse una ducha rápida, Joanna volvió a rebuscar en el baúl. Un poco más al fondo, bajo las novelas inglesas, descubrió, encantada, varias capas de pergaminos. Con avidez, eligió uno y lo abrió cuidadosamente: era de papel grueso de vitela, un material que le resultaba familiar porque algunos de los libros antiguos que conservaban en Hawkforte estaban hechos con él. Estaban escritos con una letra cuidada y muy clara, y en un alfabeto que, sorprendentemente, Joanna se vio capaz de comprender, si bien con alguna dificultad. De hecho, la frase inicial se le reveló pronto: «Háblame, ¡oh, musa!, del hombre que anduvo errante largo tiempo tras saquear la sagrada ciudad de Troya».
La Odisea. Tenía en sus manos una copia del gran relato épico de Homero sobre Ulises, una obra que Joanna conocía bien. Aunque la lengua empleada presentaba grandes parecidos con el griego que ella había estudiado, también revelaba grandes diferencias. Del mismo modo que podía entender parte de lo que oía hablar en cubierta, ahora era capaz de leer fragmentos del pergamino, aunque no en su totalidad.
El resto de la mañana transcurrió con rapidez. Joanna apenas levantó la vista de los pergaminos. Muy lentamente, fue captando, una a una, más palabras que le eran en principio desconocidas. Aunque no esperaba recordarlas todas, y ni siquiera podía saber si las pronunciaba correctamente, sentía que iba haciendo avances.
Ulises ya había alcanzado la tierra de los lotófagos cuando Alex bajó con la comida. Joanna no oyó siquiera cómo se abría la puerta ni notó su presencia hasta que éste le preguntó:
—¿Qué está leyendo?
Levantó la cabeza, se quedó mirándolo y fue entonces consciente de que estaba sentada con las piernas cruzadas encima de la cama y con el pergamino desplegado sobre el regazo, en una postura que, si bien era impropia de una dama, resultaba tremendamente cómoda. Al menos el papel era tan amplio que le cubría las piernas, más o menos. Con todo, Joanna trató de recolocarlo con disimulo con la esperanza de cubrirse, al mismo tiempo, las extremidades y la dignidad.
¿Llegaría un momento en que sus apariciones dejarían de perturbarla? Sin duda, se trataba de un hombre muy guapo, pero eso ya debería de haber dejado de sorprenderla. Sí, llevaba puesta menos ropa que cualquier inglés que ella conociera, pero decía mucho de él el hecho de que no se visitera con pantalones ajustados que no dejaran nada que hacer a la imaginación y que a menudo mostraban no los atributos masculinos, sino algún aderezo adicional. Alex llevaba varios días sin afeitarse, de acuerdo, pero aquella sombra oscura no lograba suavizar la dureza de su mandíbula; más bien al contrario, lo hacía parecer más peligroso, lo que, dadas las circunstancias, ya era bastante.
De hecho, a Joanna le pareció prudente mirar hacia otro lado antes de responder:
—La Odisea. Es una de mis obras favoritas.
Alex dejó la bandeja en la mesa. De soslayo, Joanna le descubrió una fugaz e incontrolada sonrisa que le pareció manifestar una tremenda fascinación.
—También lo es en Ákora.
—¿Es por el origen griego de los akoranos?
Alex dudó, como solía, antes de desvelar cualquier tipo de información sobre Ákora. Hasta ahora le había contado poco, pero le había permitido investigar en el baúl y respondía siempre que ella le preguntaba directamente.
—Esa era la teoría de su abuelo, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabe?
—He leído su libro: Especulaciones en torno la naturaleza del reino de Ákora, que sé que ha traído con usted. Creo que su abuelo tenía una visión muy interesante, aunque, en general, el libro no le será de mucha ayuda.
—¿De modo que los akoranos no eran griegos?
Alex se aproximó al el escritorio y se apoyó en él con los brazos cruzados sobre el pecho. La luz del sol penetraba por los ojos de buey y se le reflejaba en la piel brillante de los hombros y de los pectorales.
—Sí y no. Aunque algunos de mis antepasados proceden de allí, cuando abandonaron Grecia, ésta fue invadida y gobernada por otros pueblos, lo que llevó a un oscuro periodo. La Grecia que surgiría siglos después, lo que conocéis como la Grecia de Homero y luego la de Atenas y Esparta, era muy diferente de la que mis antepasados habían habitado.
Algo de aquello molestó a Joanna. Despacio, respondió:
—A pesar de esa diferencia, parece que emplean básicamente el mismo alfabeto.
Alex asintió levemente para darle la razón.
—Eso es porque ambos lo adaptamos del fenicio al mismo tiempo más o menos. Aunque contábamos con un alfabeto anterior a ése, el nuestro resultaba extremadamente complicado e impreciso en comparación con el fenicio, cuyo uso supuso una notable mejora. Somos uno de los muchos pueblos que se dio cuenta de ello y supo aprovecharlo.
Joanna suspiró.
—He aprendido más sobre Ákora en los últimos tres días que en toda una vida. Aun así, no sé apenas nada y eso me preocupa porque no tardaremos en llegar —confesó al mismo tiempo que le lanzaba una atrevida mirada de reojo con la esperanza de que le siguiera el juego y le permitiera enterarse de más.
La expresión de Alex, en cambio, fue tan poco estimulante como de costumbre. Darcourt se mantenía siempre distante y muy reservado cuando trataba con Joanna. No obstante, al cabo de un momento, esa cautela pareció desvanecerse un poco en cuanto comenzó a hablar.
* * *