Capítulo 19
JOANNA durmió durante casi
toda la mañana hasta que se despertó con la suave luz del mediodía.
Se incorporó bruscamente. Su único pensamiento lo ocupaba Alex y
cómo se encontraría. Salió disparada de la cama, se hizo con la
bata que tenía a los pies de ésta y, mientras se la ponía, abandonó
a toda prisa la habitación.
Después de llamar a la puerta de Alex para
ver si estaba allí y no obtener respuesta, Joanna se coló en su
dormitorio. Las cortinas estaban corridas, de modo que la estancia
estaba sumida en una profunda oscuridad. Apenas podía distinguir la
silueta indefinida del hombre que dormía en su lecho.
Descalza, se acercó a él. Una vez que los
ojos se le hubieron acostumbrado lo suficiente a la falta de luz,
vio que Alex estaba tumbado sobre su costado frente a ella. La
sábana, lo único que lo cubría en un día tan cálido, le quedaba a
la altura de la cintura. El vendaje alrededor del pecho destacaba
mucho. Joanna se inclinó para comprobar por sí misma que el lino de
las vendas no estaba manchado. No había vuelto a sangrar. Con
cuidado para no despertarlo, alargó el brazo para tocarle la
frente. No tenía fiebre.
Sintió un gran alivio. Apenas consciente de
lo que hacía, se dejó caer en la cama junto a él y rozó sus labios
con los suyos propios.
—¡Alex...! ¡A Dios gracias!
Alex se fue moviendo y se giró hasta ponerse
boca arriba. Entreabrió la boca y atrajo más la de ella mientras la
abrazaba. Aquel beso le resultó más dulce que sensual, una delicada
afirmación de la vida y del amor. Cuando se separaron, Joanna se
quedó acurrucada junto a él, con la cabeza sobre su hombro.
—¡Qué estupenda forma de despertarse!
—agradeció Alex con una sonrisa. Luego, miró hacia las cortinas—.
¿Qué hora es?
—No estoy muy segura... No es la hora del
almuerzo, pero puede ser que casi lo sea.
—Impresionante. No recuerdo haber dormido
nunca hasta tan tarde.
Aunque hizo el ademán de incorporarse, la
suave presión de la mano de Joanna contra su pecho logró que se
detuviera.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste lo
suficiente?
—Hace bastante tiempo —reconoció.
—Está bien que todos hayamos
descansado.
Le tocó la cara levemente. El moratón que se
le dibujaba alrededor del ojo se había reducido de un modo
considerable. Parecía recuperar su aspecto habitual. Aunque estar
allí, tumbados en la cama, entrañaba cierto peligro, Joanna no
conseguía levantarse. Aún no.
—Alex..., ¿por qué nos dejaste partir de
Ákora?
La expresión se mantuvo cautelosamente
impasible.
—¿Qué te hace creer que fue decisión
mía?
—El pensar que, en este asunto más que en
ningún otro, tu hermano se dejaría guiar por ti.
Alex le retiró un mechón de pelo de la
mejilla, que acabó acariciando.
—Me resultaría muy fácil decir que te dejé
marchar porque me preocupa mucho lo que sientes y no deseaba
causarte más dolor al obligarte a hacer algo que no querías hacer;
en particular, quedarte conmigo. Si bien todo eso es verdad, no es
toda la verdad.
Mientras saboreaba la agradable afirmación
de que Alex se preocupaba por ella, algo que realmente llevaba
tanto tiempo deseando, Joanna preguntó:
—¿Hay más?
—Aunque no sabía con seguridad las razones
que habían llevado a tu hermano a venir a Ákora, sí estaba
convencido de conocer las tuyas. Sabía que eres una persona
valiente, honorable y digna de confianza. Tuve que limitarme a
esperar que estuvieras en lo cierto respecto a Royce, como parece
ahora que lo estabas. Ninguno de los dos podría ayudar a Ákora si
se os obligaba a permanecer allí. Sin embargo, aquí en Inglaterra,
podéis ser unos inestimables aliados.
Joanna se levantó y se quedó
mirándolo:
—En resumen, habías pensado servirte de
nosotros.
—Joanna...
La profunda carga de preocupación que
traslució la voz de Alex arrancó una sonrisa a Joanna.
—Tranquilízate. No soy ajena a los dilemas
que impone el deber.
Alex la estrechó en sus brazos.
—Ahora ya lo sé. ¿Royce creía realmente que
Atreus era responsable de su encierro?
Joanna asintió.
—Los guardias se quedaban frente a su celda
y se jactaban de las recompensas que recibirían del vanax por los
servicios que estaban prestándole al mantener a Royce
cautivo.
—Eso carece de sentido. Los hombres que
integran la escolta personal de Atreus nunca se comportarían
así.
—Eso es lo que pensé yo.
Dado que Alex se había mostrado dispuesto a
creerla cuando le había asegurado que Royce no guardaba intención
alguna de perjudicar a Ákora, hasta el punto de poner en peligro su
propia vida por salvarlo, ella había aceptado la opinión que Alex
tenía de Atreus.
—También pensé que, para empezar, hombres
tan detestables jamás habrían estado al servicio del vanax. No
obstante, Royce escuchó lo que escuchó. Por muy debilitado que
fuera su estado, Royce se lo creyó.
—Parece razonable... —Alex reflexionó un
momento y continuó—: Quienquiera que fuera el que lo mantuviera
encerrado debía de querer que Royce creyera que el vanax era el
responsable.
—Sí, pero... ¿por qué? ¿Se trataba de una
trama para dejar al vanax en mal lugar, para que pareciera que, al
tratar así a un xenos, estaba violando una costumbre akorana?
—No alcanzo a ver qué es lo que podría
reportar algo así. Incluso aunque la gente lo creyera, y muchos no
lo creerían, nada cambiaría en realidad. El poder de Atreus
seguiría siendo el mismo, salvo que... —Alex se quedó callado y
miró a Joanna—. Quizá no fueran los akoranos quienes debieran creer
que Atreus era el responsable del cautiverio de Royce; quizá fueran
los...
—¡Los británicos! Aquellos que se plantean
invadir Ákora.
—Exactamente: un noble británico, un
aristócrata de alto rango y reputación, cautivo en Ákora, víctima
de maltrato a las órdenes del propio líder akorano. Ha habido
invasiones provocadas por mucho menos que eso.
Mientras hablaba, Alex retiró las sábanas
que lo cubrían y se puso en pie, ajeno a su propia desnudez.
—Hay que informar a Royce de todo esto y, ya
que hablamos de él —sonrió, arrepentido—, no creo que le agrade
este abuso de su hospitalidad por mi parte.
Joanna lo miró sin disimular el placer que
le producía escucharlo.
—Duerme en el jardín. No soporta estar en
interiores durante mucho rato.
—Anoche lo pensé durante el espectáculo de
farolillos mágicos. —Alex tomó la mano de Joanna, la envolvió en la
suya propia y la estrechó entre sus dedos con delicadeza—. Joanna,
¿sabes que casi cualquier otro hombre habría quedado destrozado por
lo que ha vivido tu hermano?
Joanna sonrió profundamente aliviada de que
no tratara a Royce con condescendencia, un sentimiento que su
hermano habría despreciado. Sin soltar la mano de Alex, y tras
apartarse el pelo que llevaba despeinado tras las horas de sueño,
se puso en pie y empezó a retirarse lentamente.
—Debo vestirme —se excusó—, y tú deberías
hacer lo mismo.
—Para enfrentarnos al mundo.
—Al menos, a este pedazo. Sabes que es
importante que te dejes ver.
—Es importante que se vea juntos a Hawkforte
y a Ákora. Las clases distinguidas quedarán encantadas con toda
seguridad. Ahora bien, nuestros enemigos se alarmarán. Los hombres
asustados actúan con estulticia.
Tenerlo tan próximo resultaba enloquecedor;
bastante literalmente. Incluso en aquel momento, después de todo lo
que había descubierto con él, aquello le resultaba sorprendente.
¿Qué le había ocurrido a ella, siempre tan sencilla y tan llana?
Joanna le miró fijamente la boca y recordó cómo la sentía cuando se
posaba en la suya.
—A estas alturas ya habrán dado con los
cadáveres —continuó Alex—. Es probable que quien me atacara anoche
sea ya presa del pánico. —Levantó la mano, tostada por el sol y
curtida por el acero, y la hundió en la sedosa cabellera de
Joanna—. Vuelve a Hawkforte.
—¿Qué?—empezó Joanna.
—Vuelve a Hawkforte —insistió—. Allí estarás
a salvo. Iré cuando hayamos terminado con esto.
—Quieres mi ayuda. La necesitas.
Alex no lo negó, pero replicó.
—Quiero más verte a salvo.
—Pensé que Ákora estaba por delante de
todo.
—Eso pensaba yo también.
Alex, excitado y anhelante, la besó en la
boca con fuerza y con deseo. Joanna reaccionó con igual ansiedad.
Ambos se adentraron juntos en un espacio de preciados momentos
mientras olvidaban todo lo demás, hasta que el sonido de unas
pisadas al otro lado de la puerta atravesó la neblina de pasión que
se había formado entre ambos e hizo que se retiraran, con
reticencia.
Joanna se tranquilizó cuando, al mirar de
forma cautelosa en el vestíbulo antes de volver a su habitación,
comprobó que se trataba de una criada, una de las doncellas que se
afanaba en sus tareas, y dio gracias de que no fuera Mulridge,
quien habría organizado un alboroto, ni Royce, peor aún. Joanna
sabía que su hermano aguardaba su momento, una vez superada la
crisis que atravesaban, y cuando lo hiciera...
Apartó la idea de su mente y se apresuró a
vestirse. Royce se encontraba en la sala de estar y charlaba con
Alex, que se le había adelantado.
—El supuesto líder de los reaccionarios se
llama Deilos —explicaba Alex cuando ella entró en la estancia—. De
la otra facción, los rebeldes, no sabemos nada en absoluto.
—Se trata de una situación difícil —empezó
Royce, que se calló en cuanto vio aparecer a Joanna.
Ambos hombres se levantaron y le desearon
los buenos días. Antes de que ella pudiera animarlos a continuar la
conversación, Royce le señaló la pila de cartas que se amontonaban
sobre la mesita.
—Son invitaciones —aclaró con un tono
ensombrecido por una impaciencia divertida—. Cantidades ingentes de
invitaciones. Parece que todo Brighton ha decidido de repente
celebrar una fiesta.
Joanna se sentó en la silla que Alex le
ofrecía y se sirvió té, temporalmente reconciliada con el maldito
proteccionismo que ambos desplegaban sobre ella. Al menos estaban
dialogando abierta y honestamente. Aquello era un paso en la buena
dirección.
—Bueno, ¿por qué no? —preguntó—. Hay nada
menos que dos príncipes en la ciudad, el nuestro y el de Ákora. Sin
hablar del esquivo conde de Hawkforte, que ha vuelto, tal y como el
propio primer ministro definió tan amablemente, de entre los
muertos. ¿Qué anfitrión se resistiría a una combinación como
ésta?
—Olvidas mencionarte a ti —apuntó Royce—.
Con todo, me parece bien que se hable de poco más que de la
encantadora lady Joanna Hawkforte en Brighton. —Desvió la mirada
hacia Alex, sin duda porque se imaginaba el contenido exacto del
cotilleo—. Sí, claro está, y de esos tres cadáveres que han
encontrado cerca del paseo Steine.
—¿El paseo Steine? —preguntó Joanna, que
prefería centrarse en aquello antes que en los muertos.
—El paseo próximo al palacio y que está tan
de moda. Los pescadores de Brighton solían emplearlo para secar las
redes. Ahora se ha convertido en un centro social de reunión.
—Y esta noche más, supongo —añadió Alex.
Luego, se dirigió a Royce y le dijo con mucho decoro—: Milord, me
apetece dar un paseo. ¿Tiene permiso tu hermana para
acompañarme?
Joanna miró a su hermano, que dejó la taza y
le devolvió la mirada.
—No tengo intención de presentar objeción
alguna —respondió muy despacio.
Joanna respiró tranquila, de nuevo con
discreción, con la esperanza de que ninguno de ellos hubiera notado
su alivio, e intervino:
—Muy amable por tu parte, Royce.
—¿Por qué no nos acompañas? —le propuso
Alex.
—Creo que lo haré. —Se levantó y miró a
ambos—. Podemos presentarnos en familia, como si lo fuéramos.
Con aquella evidente alusión a sus
expectativas futuras, Royce salió al vestíbulo y dejó que lo
siguieran.
Hacía un día espléndido, luminoso, brillante
y lo suficientemente cálido como para que apeteciera ir a un ritmo
tranquilo, incluso junto al agua, donde era sabido que descendían
unas espesas brumas marinas que dejaban a los paseantes cubiertos
de sal, hasta tal punto que los convertían en arenques daneses. No
era el caso aquel mediodía que reverberaba en sus últimos fogonazos
de dorada luz antes de desvanecerse en la tarde suave. El paseo
estaba abarrotado por la alta burguesía y por quienes pretendían
pasar por pertenecer a ella.
Aunque, flanqueada por Alex y por Royce,
Joanna se esforzó por no quedarse boquiabierta, se le hizo muy
difícil lograrlo. Ante ella, en un espacio que se extendía varias
decenas de metros, aparecían damas y caballeros de las clases altas
en todo su esplendor. Había gente rica de ciudad que había bajado
desde Londres y vestía al menos tan extraordinariamente bien como
los nobles; cortesanas que, ataviadas en gasas, ejercían su oficio;
jinetes aún enfundados en sus sedas chillonas después de la carrera
por encima de las colinas calcáreas; caballeros con mirada de lince
en busca de algún juego de azar; miembros de la Guardia que se
pavoneaban, acampados justo a las afueras de Brighton, y lucían sus
uniformes color escarlata, así como todo tipo de individuos, de
todas las edades, que podían o no estar relacionados con la
consagrada actividad del hurto. Contemplaba ante sí, y Joanna lo
supo enseguida, Brighton en todo su esplendor: enérgico, subido de
tono y desenfadado.
—No te alejes —le pidió Royce.
No hacía falta que la animaran. Se acercaban
a un lugar a lo largo del paseo Steine donde la multitud se
apelotonaba. Con una rápida mirada a Alex, sus sospechas se vieron
confirmadas.
—Me pregunto por qué se molestan —comentó
él—; no hay nada más que ver.
No había nada que ver, salvo su propia
actitud imperturbable. Ni el ataque del que había sido víctima, ni
la acción que él mismo se había visto forzado a llevar a cabo —dar
muerte a tres hombres—, parecían haberle causado impresión alguna.
Con todo, a Joanna ya no podía esconderle nada: al verle el arco
sombreado bajo los ojos, le estrechó la mano con cuidado.
La muchedumbre estaba tan ocupada en
observar que no veía nada en realidad, por lo que el trío logró
pasar desapercibido. Continuaban su camino cuando un caballero que
pasó a su lado se detuvo a saludarlos.
Charles, el segundo duque de Grey, era como
Joanna lo recordaba de la fugaz visión que de él había tenido en el
baile celebrado en Carlton House. Se trataba de un hombre esbelto y
de buena planta, que lucía una cabellera oscura y menguante.
Mostraba un aspecto sombrío, que, según se rumoreaba, se debía bien
a sus decepciones políticas, o bien al dolor persistente por la
pérdida de su amante, la duquesa de Devonshire, con quien había
provocado un tremendo escándalo y había tenido una hija ilegítima.
Dado que la duquesa había fallecido hacía ya cinco años y que las
decepciones políticas eran de naturaleza inmediata, Joanna se
sentía inclinada a creer que se trataba de esto último lo que
pesaba más sobre aquel hombre. Con todo, admiraba el compromiso que
mantenía con la reforma parlamentaria y le agradó que se lo
presentaran.
—Lady Joanna —saludó él—, encantado. Ahora
podré caminar con la cabeza bien alta, pues he conocido a la mujer
más admirada en Brighton.
Joanna se sonrojó sin querer. Todo lo que
suponía gozar de éxito social le resultaba aún muy nuevo, tanto que
la incomodaba un poco. No obstante, no iba a sucumbir.
—El placer es mío, lord Grey. He seguido sus
avances con gran interés.
—¿Es eso cierto, milady? ¿Siente inclinación
por la política?
—Soy más pragmática. Parece necio esperar
que la gente se entregue con toda su energía y lealtad a una nación
en la que no tienen voz prácticamente.
El candor que desprendía cautivó a Grey, que
abandonó su solemne semblante y le dedicó una sonrisa de
perplejidad.
—¿Es que las antiguas y honorables torres de
Hawkforte han criado a una radical?
—No sería la primera vez —intervino Royce—.
Me alegro de verlo, milord. —Luego, señaló a Alex y preguntó—: Ya
le habrán presentado a lord Boswick, supongo.
—Por supuesto. ¿Qué tal está, milord? ¿Y
usted, Royce? Ha despertado mucha preocupación, ya lo sabrá.
—Eso he oído. Es impresionante cómo vuelan
los rumores... En cualquier caso, dígame: ¿qué le ha traído hasta
Brighton? Tenía entendido que huía de este lugar como de la
peste.
Grey no lo negó y se limitó a encogerse de
hombros.
—Un hombre no siempre puede elegir sus
circunstancias. Usted ha vuelto a Inglaterra muy poco tiempo
después de haber partido, lord Boswick. Creía que prefería pasar
los meses de verano en Ákora.
—Como usted mismo reconoce, milord
—respondió Alex—, un hombre no siempre puede elegir dónde va a
estar.
Grey lo miró fijamente un rato.
—Pobre Brighton, parece que a ninguno de
nosotros nos gusta demasiado, salvo a usted, quizá, lady Joanna...
¿Qué le parece la nueva joya arquitectónica costera de nuestro
príncipe?
—Sobrepasa todas mis expectativas, milord.
Parece una fantasía hecha realidad.
—Acaso el príncipe prefiera la fantasía a la
realidad —afirmó Grey—. En fin, no querría retenerlos. Si acuden al
palacio esta noche, puede ser que nuestros caminos vuelvan a
cruzarse.
—¿Iremos al palacio esta noche? —quiso saber
Joanna una vez que se hubo marchado Grey. La dureza con que éste
había hablado del príncipe regente la había sorprendido, como lo
había hecho la desaprobación que no había tratado de
disimular.
—No sé cómo podemos evitarlo —respondió
Alex—. Prinny cuenta con nuestra presencia.
—Aunque espero que no para otro espectáculo
de farolillos mágicos. Con uno es suficiente.
Royce miró hacia el mar, donde el sol iba
poniéndose gloriosamente.
—El príncipe no suele repetirse. Tendrá
alguna otra sorpresa reservada.
Tras aquel comentario, que nada bueno
presagiaba, Alex se marchó a su residencia en Brighton, y los
Hawkforte, a la suya. Antes de irse, Alex tomó las manos de Joanna,
las elevó a la altura de la boca y las besó con dulzura.
—Hasta luego —se despidió.
El corazón seguía latiéndole demasiado
deprisa a Joanna cuando Alex desapareció entre la multitud.
—Un hombre magnífico —sentenció Mulridge—.
Es lo que yo creía.
—Creías que era un villano —corrigió
Joanna—. Cuando no quiso ayudarme, dijiste que no te
sorprendía.
—Eso fue entonces. Ha sido muy valiente con
las puñaladas.
—Es un guerrero: está entrenado para luchar
y para ganar.
Mulridge sacudió un paño húmedo que se había
calentado al fuego y se lo pasó a Joanna por encima del
biombo.
—No es una mala cualidad en un hombre.
Joanna apareció envuelta en la toalla y se
secó antes de mirar el vestido que Mulridge le había preparado. Era
precioso, una sombra de verde claro que iluminaría sus ojos. En
otras circunstancias, le habría encantado llevarlo. Sin embargo,
aquella noche, la tentación de hacer travesuras hizo que le
apeteciera lucir algo... diferente.
—Creo que mejor el traje de muselina blanca
—dijo mientras se preguntaba qué hacerse en el pelo.
Media hora después, cuando bajó las
escaleras hasta donde Royce estaba esperándola, se encontraba
satisfecha por el resultado de sus esfuerzos. Su hermano se limitó
a mirarla fijamente. Ya iban de camino al palacio en el coche de
caballos cuando se lamentó:
—Pobre Darcourt.
—¿Cómo? —se sorprendió Joanna.
—Darcourt no tendrá escapatoria, está
atrapado como un zorro en su madriguera.
—¿Alex, sin escapatoria?
—É sabría a qué me refiero.
—Bueno, pues está claro que yo no. Alex es
el último hombre al que yo imaginaría sin recursos.
—No hay duda de que él pensaba lo mismo, y
ahora piensa distinto.
Royce se reía y parecía bastante contento
consigo mismo cuando su querida hermana saltó:
—Sabes bien, hermano, que un hombre
inteligente se detendría a pensar en las implicaciones de lo que
acabas de decir. Si Alex Darcourt ya no es invencible, no hay
hombre que pueda considerarse a salvo.
Como recompensa, Joanna recibió una mirada
de sorpresa que se transformó en una de recelo mientras el carruaje
se detenía delante del palacio. Los hermanos se unieron al resto de
los invitados, que avanzaban arremolinados hasta el interior.
En la entrada, con la mano sobre el brazo de
Royce, Joanna apenas tuvo dudas sobre lo acertado de su atuendo.
Era muy consciente de los ojos que se fijaban en ella, aunque le
interesaba un par en concreto, que encontró antes de un
segundo.
—La mitad de la población de algunas zonas
quiere desgravaciones —explicaba el príncipe regente—. Resulta
bastante increíble. ¿De dónde quieren que se obtengan los fondos,
entonces?
Alex resistió la tentación de recordarle al
príncipe que sus propios excesos, y se encontraban en uno de los
más destacados, podrían reducirse en beneficio de su pueblo, que
atravesaba dificultades. Luego, desvió la vista hacia la
entrada.
—Estamos en guerra, después de todo
—continuaba el príncipe—, creo que lo normal es esperar que la
gente lo tenga en cuenta y...
El príncipe seguía hablando, pero Alex ya no
lo escuchaba. Toda su atención quedó captada por la mujer que
acababa de entrar en la habitación: Joanna, la mujer que conocía
más íntimamente que a cualquier otra porque había alcanzado partes
vitales de su propia alma. Poco a poco fue recordando su imagen, su
aroma, su tacto, la forma en que respiraba entrecortadamente cuando
se entregaba al amor, la profunda intensidad de su risa. Todo le
resultaba dolorosamente familiar y aun así... no Joanna. Era una
visión como extraída de un sueño.
Por un momento, creyó que el vestido que
Joanna llevaba era akorano, pero enseguida se dio cuenta de su
error. Aunque era del estilo de Ákora, había sido genialmente
combinado con el inglés. Joanna, una mujer a quien nunca le había
importado la moda, debía de haber ayudado a madame Duprès a
diseñarlo. ¡Qué magnífica manifestación de su aprecio por Ákora y,
según creyó intuir, por él! Al estar cubierta de encaje y llevar
incrustadas cuentas de cristal que reflejaban la luz, la sencilla
y, de otro modo, decepcionante túnica brillaba impecablemente
cuando Joanna se movía. El pelo, que llevaba medio recogido, caía
en una cascada de rizos que se le posaban por detrás de los hombros
desnudos y se sostenían amarrados por unos lazos de seda blanca
bordada con similares abalorios. Parecía una princesa. Su princesa;
suya y de nadie más.
Era una cuestión de orgullo por su parte
haber mantenido el control suficiente para hacerle una reverencia
al príncipe regente, quien, como pudo comprobar, se quedó perplejo,
siguió la dirección de la mirada de Alex y comprendió. Prinny llegó
incluso a sonreír y a asentir para prestar su consentimiento. No
era que importara: no había fuerza en la naturaleza que pudiese
haber detenido a Alex.
Atravesó la estancia a zancadas. Joanna lo
vio acercarse y se separó un poco de Royce, que era el único de los
tres que no parecía aturdido. Le dedicó a Alex una sonrisa y le
susurró algo que sonó al grito de la caza del zorro, algo así como
«¡A por ella!»; no podía ser, por carecer de sentido. Tampoco
importaba. Nada importaba salvo la desbordante sensación de que
hacía lo correcto cuando le tomó la mano a Joanna y se la llevó a
los labios.
Aquella noche, el marqués de Boswick, quien,
casualmente —como los invitados allí reunidos estaban ansiosos por
recordarse unos a otros—, era también su alteza, el príncipe de
Ákora, acompañó a lady Joanna de Hawkforte en la cena. Era bueno,
además de adecuado, que los nobles británicos tuvieran preferencia,
aunque tampoco venía mal recordarles que él también era miembro de
la realeza.
La conversación en la mesa del príncipe fue
tan divertida como erudita. Joanna perdió la noción del tiempo y se
quedó atónita cuando se dio cuenta de que los criados estaban
retirando los últimos servicios de la mesa. Como había dormido
hasta tan tarde, no se sentía en absoluto cansada, y se quedó
encantada, y algo recelosa, cuando el príncipe se levantó y los
condujo, ansioso, a otra de las aparentemente interminables series
de espléndidas salas que componían el palacio.
—Esperad a verlo —avisó con una sonrisa—. Es
algo realmente especial, muy divertido.
Al menos no estaban a oscuras. Royce se
había retirado a un extremo de la estancia y parecía haber comido
bien y estar disfrutando. Alex estaba a su lado. El príncipe los
llevó a ellos y a una decena de privilegiados más hacia el extremo
más alejado de la sala. El resto de invitados los siguió,
arremolinándose como podían.
Tras el extraño espectáculo de la noche
anterior, Joanna se sorprendió a medias cuando vio que había una
serie de dianas dispuestas en el lado opuesto de la estancia. ¿Iba
a celebrar un concurso de tiro? Esperaba que sólo participaran
aquellos que se mantenían más o menos sobrios, y el príncipe no se
contaba entre éstos.
Sus esperanzas quedaron aguadas poco
después, cuando el príncipe tomó de las manos de un impertérrito
lacayo un objeto que generó un murmullo de sorpresa entre la
gente.
—No es...—empezó Joanna.
—Un revólver —acabó Alex mientras cogía a
Joanna del brazo y la colocaba detrás de él—. Imagino que se trata
de su último juguete. Por desgracia, también es potencialmente
letal.
Aunque Joanna nunca había visto algo así, sí
había oído hablar de ello. Consistía en una cámara que contenía
aire comprimido y que, al ser liberada, lanzaba perdigones o
incluso balas de plomo.
—Alex —susurró con urgencia—, Prinny está
borracho.
—Como casi todo el mundo que hay aquí,
cielo. Creo que es hora de que nos vayamos.
Mientras hablaba, Royce se les unió. Al ver
que Joanna estaba situada detrás de Alex, hizo un gesto de
aprobación.
—Es hora de irse.
Joanna reprimió un gruñido. Era asombroso
que ambos pensaran de forma tan parecida.
—Sin duda alguna —confirmó Alex.
Él y Royce, que escoltaban a Joanna,
empezaron a caminar hacia la puerta. Sin embargo, antes de que
hubieran avanzado mucho, el príncipe gritó de pronto:
—Darcourt..., he oído que sois un tirador
nato. Probad con esto.
Alex farfulló en voz baja una maldición que
aumentó el vocabulario akorano de Joanna.
—¿Aquí, su alteza? —preguntó—. ¡Sería
terrible dañar un entorno tan magnífico!
—Bueno, pero vos no lo dañaréis —insistió el
príncipe—. Estoy convencido de ello. —De nuevo, volvió a ofrecerle
el arma.
—Lo ha preparado todo —avisó Royce con
discreción—; estará borracho pero quiere demostrar algo.
—¿Quién dispara? ¿el marqués de Boswick, un
lord de Gran Bretaña, leal súbdito del rey y del príncipe regente,
o el príncipe de Ákora, aguerrido defensor de su patria?
Alex dudó.
—¿Es de eso de lo que se trata?
—Eso sospecho. Mirad, Perceval está allí
mismo.
Y lo estaba. El primer ministro parecía
especialmente adusto. Clavaba los ojos alternativamente en el
príncipe y en Alex una y otra vez.
—En ese caso, alteza —comenzó Alex, antes de
pasarle la mano de Joanna a Royce, a quien lanzó una mirada
masculina muy privada que le fue plenamente correspondida, e
ignorar el sonoro suspiro de Joanna—, será un honor.
La multitud se agitó, emocionada. Aunque
enseguida se lanzaron apuestas, que fueron rápidas y agresivas a
favor de Alex, la gente hizo un hueco entre las luces y las
dianas.
Alex se situó en la línea que habían
dibujado con tiza en el suelo de madera. La diana estaba a unos
sesenta metros de distancia, al otro extremo de la preciosa
estancia. Se quitó el abrigo de corte exquisito que llevaba puesto
y se lo pasó a un lacayo. Joanna lanzó una mirada dura a varias
damas que habían osado suspirar al verlo. Parecían perras
excitadas. En el sentido de la caza, por supuesto. Ella jamás
pensaba siquiera en el otro significado de aquellas palabras. No
era descabellado comparar a Alex con un zorro, después de
todo.
—Se desvía un poco hacia la izquierda
—advirtió el príncipe.
Alex asintió, bajó el cañón del arma y
disparó. Al final de la estancia, cayó una de las dianas. Un lacayo
se apresuró a levantarla.
—Un tiro directo —observó el príncipe cuando
se la acercaron—. Fijaos, justo en el centro.
Mientras hablaba, Alex aceptó otra de las
armas que le tendía un lacayo, se la colocó a la altura del hombro
y, sin detenerse, volvió a disparar un tiro que derribó otra de las
dianas atravesándola justo por el centro.
En rápida sucesión, fue dando cuenta de
todas. Disparó una y otra vez, de modo que parecía que ni siquiera
respirara entre disparo y disparo. Y una y otra vez, dio en el
centro.
La multitud estaba fuera de sí. Hombres y
mujeres se agitaron en un arranque de locura. Joanna miró, a su
alrededor, las caras enrojecidas de la gente y se preguntó si
comprenderían lo que estaban viendo: un príncipe akorano había
disparado a una diana británica. Un príncipe akorano había
demostrado que su puntería era certera. Y aun así, todos le
aplaudían.
No, no todos. A un lado, Perceval se
mantenía hierático y apesadumbrado. A su lado, Grey tenía el mismo
aspecto, aunque en él era lo normal.
—¡Magnífico! —exclamó el príncipe. Y luego,
acaso por su embriaguez, levantó la voz y allí, en la opulenta
estancia china al borde del mar, preguntó—: ¿Sabe mucho de cañones,
Darcourt? He oído que son objetos fascinantes.
—Cañones —repitió Alex.
Joanna pensó que hacía bien en esconder su
sorpresa ante los conocimientos del príncipe regente. Alex disparó
la última de las pistolas y lanzó una mirada a la gente allí
reunida.
Al contrario que estos juguetes, los cañones
no son un juego. Tienen un único propósito: destrozar al enemigo
hasta hacerlo añicos, acabar con él, derribarlo y enterrarlo bajo
tierra.
Los caballeros se quedaron entristecidos y
las damas temblaron de deliciosa excitación.
—¡Qué terrible —continuó Alex— tener que
apuntar armas como tales hacia quienes deberían ser amigos y
hermanos!
—Absolutamente de acuerdo —exclamó el
príncipe. Asintió con tanta energía que pareció que la cabeza se le
desencajaba—. Muy bien dicho. Ya hay suficientes enemigos en este
mundo. Hay que saber bien quiénes son nuestros amigos. —Con un
gesto rápido y bastante torpe, abrazó a Alex—. El viejo Boswick
sabía bien lo que hacía al nombrarlo su heredero. —El príncipe dio
un paso atrás e indicó a Joanna que se uniera a ellos—. Una antigua
y noble familia, Boswick. Se remonta a Guillermo el Conquistador.
Por supuesto, aquí hay familias más antiguas aún. ¿Sabías —preguntó
a Alex— que el primer señor de Hawkforte luchó junto a Alfredo el
Grande? Eso sí que es antiguo.
—Luchó y ganó —añadió Royce en voz
baja.
El príncipe asintió de nuevo. Estaba rojo y
arrugado, borracho como una cuba y, aun así, era consciente de lo
que hacía.
—La Corona siempre ha podido contar con la
ayuda de los Hawkforte. Nunca nos han dado la espalda, ni una sola
vez.
—Bueno, aquella vez con Ricardo III —bromeó
Royce.
—No hay que regodearse en eso, hijo mío
—respondió el príncipe—, en absoluto. Bueno, esto está bien, está
muy bien, de hecho. Dos antiguas familias, tres viejos amigos. ¡Qué
velada tan estupenda!
«Desde luego», pensó Joanna, básicamente por
el hecho de que hubieran podido huir antes de que les llegara el
turno de tomar las armas al resto de los invitados.
* * *