Capítulo 2

 

JOANNA observó, muy satisfecha, cómo desaparecía el landó. Había sospechado que Darcourt se escabulliría con discreción y no había quedado decepcionada. Por fortuna, se había tomado la molestia de fijarse en dónde tenía aparcado el carruaje, una tarea en buena medida simplificada por el perfecto y sorprendente parecido de la pareja de caballos tordos enjaezados. Mientras Carlton House y la muchedumbre arremolinada iban empequeñeciéndose en la distancia, Joanna se permitió emitir un ligero suspiro, mezcla de alivio y de agotamiento.
Si hubiera necesitado de verdad algo que le recordara por qué no disfrutaba de los actos sociales, aquellas últimas horas habrían bastado. Si bien algunas personas la habían mirado con descaro, y una o dos casi le habían dirigido la palabra, todos se habían contenido a tiempo para evitar meter la pata al prestar atención a una dama a la que el ilustre Darcourt había desairado. Por eso se habían contentado con cuchichear tapándose la boca con las manos, lanzar miradas especulativas que pasaban a su lado casi en un roce y reír burlonamente.
Durante un instante, casi se alegró de que Royce no estuviera allí. En cualquier caso, de haber sido así, nada de aquello habría ocurrido. Y si Darcourt se hubiera dignado recibirla unos días antes, les habría ahorrado a ambos el desafortunado y finalmente inútil encuentro en el salón de baile del príncipe regente. Ahora, sin embargo, tendría que verla, no le cabía ninguna duda. El carruaje de Joanna seguía de cerca al de Darcourt. Antes de que llegara a su casa de la ciudad, lo abordaría, y esa vez la escucharía, aunque para ello se viera obligada a gritar en medio de la calle.
El único inconveniente era que, al mirar por la ventana, había comprobado que Darcourt no se dirigía a su residencia londinense, sino que se alejaba de ella. De hecho, parecía ir hacía el río.
—Síguelo —indicó a su cochero—; no lo pierdas de vista.
La orden llegó a tiempo, pues mientras la pronunciaba, la niebla que solía posarse sobre el río Támesis ya comenzaba a espesarse. Aunque la luz grisácea de la mañana debería haber bastado para iluminar las calles, se disponían a adentrarse en una oscuridad fantasmagórica. Joanna maldijo su suerte sin delicadeza alguna, si bien casi farfullando, y se asomó aún más por la ventana del carruaje.
—¿Ves algo?
—No mucho —respondió Bolkum Harris.
Se trataba de un hombre de baja estatura, aunque fornido, que lucía la barba y la cabellera oscuras y desordenadas, así como una mirada chispeante. Si bien era herrero de profesión, al enterarse de que Joanna iba a viajar a Londres, le anunció enseguida que tenía la intención de acompañarla. Joanna accedió no sólo por creer que él tenía derecho a aquello porque era un viejo amigo, sino por razones puramente prácticas. Londres le parecía un lugar desapacible. Si iba a necesitar un espía, era mejor que fuera alguien que tuviera el coraje y la fuerza de Bolkum.
—¿Adonde crees que se dirige?
—Parece que va hacia Southwark, al sureste; estamos cerca del puente principal.
¿Pretendía el estimable Darcourt darse un homenaje de guisos del área de Southwark como colofón a la velada de hospitalidad desplegada por Prinny? ¿Pretendía hacerlo en compañía de lady Lampert? Joanna consideraba ambas opciones bastante improbables, aunque admitía sin ambages que desconocía cómo se entretenía la alta sociedad.
—No puedo ver casi nada —reconoció en voz baja.
—Sí, pero escuche —le recordó Bolkum—. Podemos oírlos.
Efectivamente. Los tordos con sus arneses no sonaban demasiado lejanos. Había muy pocos carruajes en el puente a aquella hora y se trataba en todos los casos de coches de carga, que de ningún modo podrían confundirse con la elegancia y el porte de un landó.
—Están reduciendo la velocidad —constató Joanna al cabo de unos minutos—. Frena un poco —ordenó.
Y eso hizo Bolkum, hasta parar el carruaje. Ambos escucharon el movimiento del landó, que avanzaba un poco por delante de ellos y que acabó deteniéndose también. Uno de los tordos relinchó ligeramente. Luego, el silencio lo invadió todo. El único sonido que llegaba era el del cercano oleaje que golpeaba los embarcaderos de madera.
—No deberíamos esperar demasiado, milady —advirtió Bolkum—, si no queremos tener dificultades para encontrar el camino de vuelta.
—La niebla irá levantándose a medida que avance el día. —Joanna descendió del carruaje—. ¿Podrías atar los caballos mientras tanto? Luego, ven conmigo. Sólo quiero echar un vistazo al sitio al que han ido.
Bolkum rezongó e hizo como se le había indicado.
—Este no es un lugar en el que se deba pasear mucho, milady.
—No puede quedar muy lejos. Los hemos oído detenerse.
Joanna trató de avistarlos a través de la niebla. Aún se oía el ruido del agua, «y también el de las voces», pensó. Con Bolkum a su lado, empezó a descender por el sendero que se abría entre lo que parecían almacenes hasta llegar a uno de los innumerables embarcaderos que convertían a Southwark en el principal puerto londinense. A plena luz del día, una vez que la niebla hubiera desaparecido, se mostrarían orgullosos los mástiles de cientos de navíos mercantes, algunos de los cuales contaban con buenos sistemas de defensa a pesar del fin pacífico al que estaban destinados. La Armada británica continuaba controlando los mares, si bien la francesa los seguía cada vez más de cerca. En tan agitadas circunstancias, nadie con un mínimo de sensatez se alejaba de las aguas propias sin armarse.
En cuanto sopló una brisa ligera y cortó el manto de niebla, Joanna aprovechó para observar. La repentina definición de una silueta le hizo dar un grito ahogado. La imaginación debía de estar jugándole una mala pasada. Por un momento había creído que se trataba de...
La bruma desapareció de nuevo. Al disiparse a través de las guedejas de gris espectral que se enroscaban en torno al embarcadero y los edificios anejos, Joanna distinguió un majestuoso navío, cuya proa se elevaba muy por encima de la superficie del agua y se curvaba como si se tratara de la garganta de una enorme bestia hasta culminar en la cornuda cabeza de un descomunal toro de ojos rojos que brillaban tenuemente en aquella luz fantasmal. El gran cuello de la cabeza bovina aparecía, como el resto del lateral del casco, profunda y profusamente tallado, en la medida en que alcanzaba a verlo... Las jarcias que colgaban del imponente mástil lo golpeaban y producían un suave sonido metálico. Joanna oyó de nuevo unas voces y avistó varios hombres de gran tamaño que parecían montar guardia cerca de la pasarela que unía el muelle con el barco. Hablaban entre ellos en una lengua que, si bien le era desconocida, le resultaba inquietantemente familiar.
A su lado, Bolkum se tensó y tiró de ella para que regresara. Joanna accedió sin oponer resistencia, consciente de las razones que lo preocupaban. Aquel navío nada tenía que ver con el resto de embarcaciones del puerto. De hecho, difería de cualquier otro que se hubiera visto en los últimos miles de años; cualquier otro, claro estaba, salvo los provenientes del legendario reino de Ákora, aquel mundo fortaleza al que acompañaban el mito y el misterio, la tierra que se encontraba más allá de las Columnas de Hércules y a la que ningún extranjero había tenido acceso desde hacía un sinfín de siglos. A ese lugar había viajado Royce, y aunque su corazón se resistiera a admitirlo, era bastante probable que su hermano hubiera perdido allí la vida.
—Akorano —bramó Bolkum entre dientes.
Bien podría haber dicho «peligroso», dada la fama que acompañaba a los guerreros procedentes de Ákora. Se decía que precisamente en los últimos años una fuerza de expedición francesa se había aventurado en aguas akoranas, y que nada había vuelto a saberse de ella. Y antes de eso, ya había historias de ansiosos exploradores españoles, portugueses y británicos que habían pretendido alcanzar la fama penetrando en aquel reino escondido. También ellos habían desaparecido sin dejar rastro. Por muy antigua que fuera Ákora, contaba con las armas más modernas y con unos hombres tan diestros en su manejo que podían plantar cara a las naciones más poderosas del momento.
—¿Es cierto, entonces, lo que se ha dicho sobre el marqués? —preguntó Bolkum mientras continuaba tirando de Joanna con firmeza para conducirla de vuelta al coche.
—¿Te refieres al hecho de que sea akorano, o al menos medio akorano? Eso parece.
Un escalofrío la recorrió de arriba abajo mientras hablaba, debido en parte a la aprensión, y, sobre todo, a la pura e incontrolable perplejidad que le causaba pensar que pudiera existir una persona, por muy distante y remota que fuera, que encarnara el misterio de aquel lejano lugar. Desde que Joanna recordaba, tanto ella como Royce habían vivido fascinados por Ákora. Y esto no era de extrañar, dado que Hawkforte contaba con la única colección de objetos akoranos conocidos fuera del propio reino. Tanto las joyas como el resto de objetos que poseían habían llegado a Inglaterra en unas circunstancias bastante misteriosas alrededor del año 1100, en el marco de la primera cruzada. De acuerdo con la leyenda familiar, había un hijo más joven que había permanecido en Ákora, por lo que, desde entonces y por algún tiempo, había existido una conexión, si es que podía llamarse así, entre su familia y la isla. Aquello podía ser cierto o no. Lo que sí era verdad era que las largas tardes lluviosas que ella había pasado con Royce en la biblioteca de Hawkforte para estudiar los colgantes de finísima artesanía, los brazaletes, los cuchillos, las estatuillas y los pergaminos habían infundido en ambos el deseo insaciable por saber más. Para Joanna no parecía haber forma alguna de satisfacer su curiosidad; aunque no era ése el caso de su hermano. Royce había buscado un puesto en el Ministerio de Exteriores precisamente porque sabía que el interés por Ákora aumentaba allí cada día.
—Si no permiten la entrada de extranjeros, según tengo entendido —dijo Bolkum—, ¿cómo es posible que alguien de allí resulte ser un lord inglés?
—Al parecer, el padre del marqués naufragó en las costas akoranas —respondió Joanna algo ausente, ocupada en meditar sobre lo que acababa de ver—. Se le perdonó la vida porque lo encontró una hermosa joven que, por fortuna, resultó ser una princesa, que además acabó enamorándose perdidamente de él. Aunque se trata de una bonita historia, puede ser que haya algo de verdad en ella, pues más de diez años después, el entonces marqués de Boswick, que llevaba tiempo lamentando la desaparición de su hijo, anunció de repente que tenía un nieto.
—Que se presentó en la puerta de su casa, ¿no?
—Desconozco las circunstancias. Lo que sí sé es que el marqués no tardó en nombrarlo su heredero. Tras la muerte de su abuelo, hace cinco años, Darcourt se convirtió en el marqués de Boswick, además de heredar el resto de sus títulos. Aquello le bastó para ser admitido en sociedad, sin contar siquiera con su fortuna o el halo de misticismo que lo rodea. Se rumorea que es el representante no oficial del gobierno akorano. Royce se reunió con él una vez por lo menos.
Las palabras se fueron apagando. La presencia de Darcourt en la cubierta de aquel navío akorano parecía indicar sin miedo a equívocos que se preparaba para abandonar Inglaterra.
—Arriba, milady —animó Bolkum con amabilidad tendiéndole la mano para que subiera al carruaje.
Antes de que pudiese cerrar siquiera la portezuela, Joanna lo cogió del brazo.
—¿Harías algo por mí?
El endurecido rostro del herrero se suavizó notablemente.
—Claro, milady, no es necesario que pregunte.
Joanna rezó en silencio una oración de agradecimiento por la incorruptible lealtad de la gente de Hawkforte y continuó:
—Llévame a casa y ve luego a la residencia que el marqués tiene en la ciudad. Mirad a ver si hay algún signo de que ya no se encuentre allí.
Bolkum asintió, se retiró y cerró la portezuela. Un momento después, Joanna sintió cómo los muelles se aplastaban cuando el cochero ocupó su asiento. Las ruedas giraban ya cuando Joanna reclinó la cabeza sobre el asiento de piel almohadillado y se rindió, apenas un instante, a la fatiga de cuerpo y espíritu que amenazaban con hacerse con ella.
Ya había amanecido por completo cuando Bolkum la dejó enfrente del delicadísimo edificio del barrio de Mayfair que había servido de residencia a los Hawkforte en Londres durante más de cincuenta años. Aun así, la niebla se mostraba más espesa que nunca, de modo que las altas lámparas de hierro forjado que flanqueaban la puerta de entrada continuaban encendidas como lo habían estado por la noche, hasta que Joanna regresara. También había luz brillando en el espacioso vestíbulo en el que Mulridge la había recibido con su habitual semblante severo y vestida de modo impecable, como siempre, a pesar de la hora que era.
—Bienvenida a casa, milady —saludó el ama de llaves—. Confío en que la velada haya sido de su agrado.
—Ha sido... reveladora —matizó Joanna al mismo tiempo que le entregaba los guantes y el bolso—. Para mi gusto ha ampliado el significado de la palabra exceso.
Joanna se mantuvo en silencio durante un momento mientras rememoraba algunas de las imágenes —a cuál más extraña— de las últimas horas, hasta dar con la más sorprendente de todas: la visión del navío akorano deslizándose prosaicamente por un puerto londinense como si el mismísimo velo del tiempo se hubiera rasgado. Consciente de que Mulridge la miraba fijamente, meneó la cabeza para despejarse y se encontró con la mirada del ama de llaves. Mulridge tenía el aspecto de siempre y era inexorablemente... Mulridge. De elevada estatura para tratarse de una mujer, debía de ser tan alta como Joanna. Tenía la piel de un tono muy claro, ojos profundos y una nariz afilada que sobresalía sobre una boca de dentadura ordenada.
Joanna desconocía la edad de Mulridge, lo que sí sabía era que no había cambiado desde que llegó a Hawkforte, unos quince años atrás, y se hizo un hueco allí. Lucía el cabello oscuro y la vestimenta acostumbrada. Caminaba siempre erguida y rara vez sonreía. Con todo, Joanna no conocía a nadie con mejor corazón y sabía que, si el ama quería, podía llegar a ser tremendamente protectora.
—Le sentaría bien un baño —afirmó Mulridge con sequedad.
Joanna arrugó la nariz y suspiró.
—No cabe duda. Había muchísima gente y hacía muchísimo calor.
—Entonces, vayamos. El agua está ya caliente.
Tal y como había hecho de niña cuando llegó Mulridge, Joanna se dejó animar para subir las escaleras. Entonces, tenía nueve años, acababa de perder a sus padres y se encontraba tremendamente asustada. Si bien Royce había intentado consolarla, por desgracia el chico, cuyo propio dolor amenazaba con hundirlo, era sólo cuatro años mayor que su hermana. El bondadoso pueblo de Hawkforte había hecho todo lo que estaba en su mano por ayudar a aquellos niños tan repentinamente privados de sus padres, que habían perecido arrastrados por un fortísimo temporal de verano. No obstante, había sido Mulridge, pertinazmente dura e inflexible, quien los había acogido en su regazo siempre negro, los había consolado y los había ayudado a reconstruir sus vidas, que por un tiempo habían parecido tan destruidas que no cabía imaginar que se recuperaran.
—No he podido hablar con Darcourt —explicó Joanna con calma—. Lo he intentado, pero él no ha querido escucharme.
Habían llegado al rellano de la escalera y allí se detuvieron las dos.
—Siempre he pensado que no lo haría —respondió Mulridge.
—¡Malditos hombres! —A Joanna se le tensó la garganta.
—No vuelva a decir eso, como si no hubiera hombres buenos; mire a lord Royce. En cualquier caso, el día en que el exquisito marqués no quiso recibirla en su casa, supe que no le sería de gran ayuda.
Joanna dirigió la mirada a la vidriera del rellano, que en aquella oscura mañana dejaba pasar muy poca luz. Los ojos se le inyectaron en sangre por la rabia.
—¿Qué le costaría?
—¡Quién sabe! En fin, basta ya de entretenimientos. Está demasiado cansada como para tratar de pensar.
Y debía de ser cierto porque no logró percatarse de nada más hasta que estuvo tumbada en una bañera humeante y con una reconfortante taza de manzanilla en la mano.
Mulridge se movió con sigilo por la habitación: dobló la ropa de Joanna, preparó el camisón y dispuso la cama.
—No se quede ahí dentro mucho rato o saldrá arrugada como una uva pasa.
Desde detrás del biombo decorado con motivos florales, Joanna soltó una débil risa.
—Demasiado tarde. Bueno, por lo menos ya no huelo a invernadero rancio.
—¿Tan horrible ha sido?
—Peor aún. Ha sido realmente increíble. Nadie parecía... verdadero. Todo el mundo iba tan peripuesto con sus pelucas, sus joyas y maquillados como si fueran máscaras... que todo resultaba artificial.
—¿Iban todos así?
No..., todos no. Darcourt no. Él había destacado despiadadamente como la clara excepción entre aquel grupo de presumidos. Un ligero escalofrío la recorrió al recordarlo a él y su mirada clavada en ella.
—Casi todos, sí.
El agua debía de estar enfriándose. Joanna se levantó presurosa y se envolvió en la toalla que había preparada para ella, a la vez que extendía el brazo para recoger el camisón que le tendía Mulridge. Poco después apareció y miró la cama.
—No creo que vaya a conciliar el sueño. Nunca he podido dormir durante el día.
—Puede ser que no, pero sí puede tumbarse.
Alguien llamó a la puerta de la habitación. Mulridge se acercó a abrirla y descubrió tras ella a una de las jóvenes doncellas, claramente emocionada porque la hubieran traído de Hawkforte.
—Ya ha vuelto Bolkum, milady —informó—, y quiere hablar con usted.
—Dile que espere —ordenó Mulridge—. La señora necesita descansar.
—No, está bien —interrumpió pronta Joanna. Acto seguido se cubrió con un salto de cama—. Ahora bajo.
Bolkum la esperaba en el vestíbulo. Ignoró la mirada de Mulridge e inclinó la cabeza para saludar a Joanna.
—Le ruego que me disculpe por molestarla, milady, pero he pensado que querría estar informada. La casa parece estar cerrada definitivamente. He hablado con una mandadera de la residencia contigua y me ha dicho que el marqués ha enviado todas sus pertenencias de vuelta a su país.
—Así que es cierto que se marcha —concluyó Joanna en voz baja.
Bolkum asintió.
—Eso parece.
Mulridge y Bolkum intercambiaron una mirada. El ama de llaves tomó entonces a Joanna por los hombros con delicadeza.
—Vuelva ahora a la cama —la animó.
Joanna así lo hizo, fundamentalmente porque en aquel momento no se le ocurrió nada mejor que hacer. Algo más tarde, mientras observaba la seda del pesado dosel, empezó a ingeniar un plan. Si bien al principio lo desechó como una manifestación del absurdo, a medida que pasaban las horas sin que se le ocurriera una opción mejor, la primera idea empezó a resultarle casi razonable.

 

 

 

El periódico debía de estar allí, por algún sitio. Leal como el mismo sol que amanece cada día, The Times aparecía también todas las mañanas. A Joanna aquello le parecía una de las pocas ventajas de vivir en Londres. En Hawkforte siempre había de esperar a que lo trajeran por correo, lo que normalmente implicaba leerlo con un día de retraso.
En la ciudad, en cambio, contaba con que el periódico estuviera en la sala en la que desayunaba. Sin embargo, precisamente aquel día, o más bien aquel mediodía, The Times no aparecía por ningún sitio.
A pesar de lo que ella se había temido, sí había conseguido dormir, aunque poco y de modo irregular por los sueños que no la habían dejado descansar. Levantarse había sido un alivio, como también lo era la ausencia temporal de Mulridge, que resultaba demasiado perspicaz. El ama de llaves había salido para ir al mercado, lo que le daba a Joanna alrededor de una hora para organizarse.
Antes de nada debía encontrar el periódico. No se encontraba ni encima ni debajo de la mesa, ni escondido bajo alguna de las fuentes, que, por cierto, estaban a rebosar, algo que hacía pensar que el servicio creía que Joanna tenía un apetito voraz. Después de echar un vistazo rápido al suelo tampoco encontró nada, ni siquiera una mota de polvo. Mientras masticaba un bollo, Joanna se dirigió al vestíbulo y echó un vistazo a la mesa en la que solían dejar el correo. Había varias cartas, ninguna particularmente interesante, pero el periódico no estaba allí.
Una vez agotadas las posibilidades más evidentes, suspiró, se acabó el bollo y se quedó completamente quieta. Entornó los ojos, respiró despacio y profundamente, y se dedicó a pensar en el periódico. Lo imaginó en su fuero interno, olió la acidez de la tinta, oyó el ruido de las hojas al pasarlas, alargó el brazo y...
Abrió los ojos. Se dio la vuelta con energía y se dirigió a las cocinas. La cocinera se encontraba en su sala tomando un merecido descanso. Las gemelas que servían de mandaderas, según la voluntad de la cocinera, estaban ahora en el jardín situado detrás y se entretenían con una carnada de gatitos lo suficientemente crecidos como para aventurarse a separarse de sus hermanos. Varios lacayos les hacían compañía.
Joanna se detuvo un momento y barrió las cocinas con la mirada. Era la estancia que más le agradaba de la casa de Londres, del mismo modo que le encantaban las cocinas de Hawkforte. Le gustaban mucho los altísimos techos de la sala flanqueada en cada extremo por una profunda chimenea, donde se encontraban las ollas chorreantes, los espetones y un complicado montón de cuerdas y poleas que permitían disponer la comida más o menos cerca según el calor que necesitara. En medio había fregaderos de piedra, encimeras de mármol y unos armarios que escondían la fabulosa batería de cocina que incluía decenas de ollas relucientes y cazuelas de cobre. En el centro de la habitación había una mesa de trabajo, hecha de madera, que tenía más de seis metros de longitud y cuya superficie se había pulido con capas de arena aplicadas durante décadas. El periódico estaba en el extremo de la mesa que tenía más cerca.
«¡Ojalá pudiera encontrar a Royce con la misma facilidad!» Aunque trató de apartar aquel pensamiento de su mente, no pudo evitar tensarse. No tenía ningún sentido ponerse ahora a meditar sobre las rarezas de aquel extraño don que poseía. Si las circunstancias lo permitían, Joanna tenía la capacidad de encontrar cosas. Una vez incluso había llegado a dar con una persona, y rogaba a Dios por que aquello volviera a ocurrir.
Se hizo con el periódico enseguida, se apoyó en la amplia mesa y no tardó en encontrar lo que buscaba. The Times solía contener la mayor parte de los anuncios comerciales, entre los que se encontraban las llegadas y partidas de los navíos mercantes. En ese mismo ámbito, también publicaba las listas de información sobre las mareas.
Lo que leyó la llenó de aprensión. Aquello era una locura. Como poco, estaría repitiendo el error de Royce, el mismo que podía haberlo llevado a la muerte. Con todo, ¿acaso tenía elección? Permanecer en Hawkforte sin conocer el destino de su hermano y atormentada precisamente por ello le resultaba insoportable. Cualquier otra opción era mejor que aquello.
Rápidamente, antes de pararse a pensarlo demasiado, Joanna se dirigió a la sala de la entrada, se sentó en el escritorio de patas torneadas y extrajo papel, tinta y una pluma. Escribió sin descanso y consignó solamente lo que debía. Una vez que hubo secado y doblado la carta, se la metió en el bolsillo del vestido de cintura alta que usaba a diario y volvió al piso de arriba para quedarse allí.
El resto de la jornada transcurrió con tranquilidad. Joanna se excusó por encontrarse fatigada y se retiró a sus habitaciones. Se echó una siesta, luego se sentó frente a la ventana y se dedicó a mirar a la calle, aunque sin ver nada. Tenía la cabeza ocupada en visualizar Hawkforte, los antiguos jardines y las praderas onduladas y majestuosas, los viejos muros de piedra de la fortaleza original, que, en aquella época del año, solía llenarse de flores: polemonios morados, violetas, pensamientos, jacintos silvestres y prímulas. Y al final del todo, el mar que bañaba con delicadeza la playa de guijarros en la que Royce y ella habían jugado de pequeños.
Tras la muerte de sus padres, su hermano no había vuelto al exclusivo internado de Eton, sino que había permanecido en Hawkforte. Ambos se habían apoyado el uno en el otro, hasta que poco a poco habían ido sanando. Royce había continuado los estudios atendido por tutores personales y éstos acabaron instruyendo también a Joanna, hasta tal punto que para cuando él estaba preparándose para ingresar en Cambridge, ella ya hablaba con fluidez varios idiomas, se desenvolvía sin dificultad con las matemáticas y conocía tan bien la gestión de la propiedad que su hermano no dudó en dejarla al cargo de todo y prescindir del administrador que iba a ocuparse de ello.
No tardaría en llegar la época de la siega del heno en Hawkforte. A Joanna le encantaban todas las estaciones cuando estaba allí, especialmente el verano, cuando la tierra donaba tan generosamente su fruto. Sin apenas esfuerzo, imaginó la calidez del sol en su rostro, el aroma que desprendían los campos recién segados, e incluso el penetrante y dulce olor de la sidra fresca que tomaban como recompensa por el trabajo bien hecho.
El corazón le reclamaba la comodidad del hogar y de todos los ritmos familiares. Joanna sabía, en cambio, que se trataba de una falsa esperanza. Mientras el destino de Royce siguiera constituyendo una incógnita, no había reposo alguno que la esperara en ninguna parte.
Fuera, el largo crepúsculo estival iba cayendo en la ciudad al mismo tiempo que suavizaba los contornos de los edificios y proporcionaba un respiro tras el calor de la jornada. Era la hora en la que había más gente en casa, ya fuera porque pretendía quedarse allí o porque estaba ocupada en prepararse para salir por la noche. La calle que se extendía ante Joanna estaba tan serena como lo estaba la residencia. Joanna se levantó y se dirigió al lavabo esmaltado y decorado con flores pintadas que se encontraba inserto en un armario de teca. El agua del aguamanil se conservaba fresca: justo lo que necesitaba. Se salpicó la cara con la intención de disipar la fatiga, y luego hurgó en el fondo de su armario para buscar la ropa que había elegido antes, durante el día. Vestida como estaba, aunque sin botas, reunió el resto de lo que había decidido que le sería útil y lo organizó todo en un pequeño hatillo que pudiera transportar con facilidad. Cuando terminó, nada quedaba ya por hacer, salvo esperar a que oscureciera.
Después de comprobar en el reloj situado encima de la chimenea que aún le quedaban varias horas antes de que cambiara la marea, Joanna volvió a echarse en la cama. Aunque estaba convencida de que se encontraba demasiado nerviosa como para dormir, pensó que lo mejor sería intentarlo de nuevo. En cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada, el agotamiento causado por una noche en vela pudo con ella y la sumió en un profundo y reconfortante sueño.
Al cabo de un rato, se despertó sobresaltada. Con un suave grito de sorpresa, se incorporó en la cama y miró a su alrededor. Los rayos plateados de la luz de la luna atravesaban las finas cortinas de verano para iluminar la habitación. En aquel instante, el reloj dio las doce. Joanna emitió un sonido de protesta y se abalanzó sobre el hatillo de ropa. ¡Maldita fuera su suerte! Corría el riesgo de llegar demasiado tarde. Con todo, se detuvo el tiempo necesario para dejar encima de su almohada la carta que había escrito antes, y luego abrió la puerta del dormitorio. Lenta y sigilosamente, descendió las escaleras. En el vestíbulo había un joven lacayo que dormía plácidamente con la cabeza inclinada sobre el pecho. Estaba allí apostado porque Londres era proclive al malestar social, especialmente en aquellos últimos tiempos en que los trabajadores más desfavorecidos temían perder la poca seguridad que les quedaba en favor de las nuevas fábricas que florecían en el campo. Aun así, la presencia del lacayo era un mero gesto; nadie esperaba de verdad que el selecto barrio de Mayfair pudiera ser objeto de ataque alguno.
A Joanna no le molestaba que estuviera descansando. Al contrario, dejó escapar un pequeño suspiro de alivio al ver que no estaba despierto para verla pasar de camino a las cocinas. Una vez allí, actuó con rapidez: se aprovisionó de galletas saladas, carne seca y una botella de agua, y lo metió todo en el hatillo que llevaba. Aunque se sintió tentada a coger mucho más, sabía que debía viajar ligera. En el último momento y fruto directo de un impulso, agarró rápidamente un cuchillo de los de trinchar y lo añadió al resto. La puerta de la cocina chirrió ligeramente al abrirse. Joanna se quedó paralizada un instante y no volvió a respirar hasta que estuvo segura de que no oía ningún sonido proveniente de las habitaciones contiguas que empleaba la cocinera. Tan silenciosamente como le fue posible, cerró la puerta tras de sí y se apresuró a lo largo del camino de ladrillos que llevaba a la salida lateral.
A pesar del calor del aire de la noche, Joanna sintió un escalofrío. Si bien había repasado mentalmente la ruta, una y otra vez, a lo largo de toda la mañana, ahora le parecía que saber cuál era la dirección que había que tomar y tomarla eran dos cosas muy distintas. De noche, todas las marcas de referencia familiares desaparecían. Antes de que hubiera avanzado siquiera unos diez metros desde la puerta de su casa, ya no era capaz de reconocer nada.
Era una situación que cabía esperar dado el poco tiempo que llevaba en Londres, una ciudad que encontraba extremadamente aburrida, y habría sido estúpido imaginar que se sentiría como en casa en aquel lugar. Joanna conocía el camino. Lo único que tenía que hacer era estar atenta a todo y seguirlo. Cuando llegó al río y lo cruzó en dirección a Southwark, ya era bastante tarde. El corazón le latía de modo frenético mientras corría a lo largo de las últimas calles que quedaban hasta llegar al embarcadero en el que había descubierto el navío akorano. ¿Y si ya había zarpado...?
El alivio que sintió al ver la proa con la cabeza de toro iluminada por la luz de las antorchas dio paso enseguida a la preocupación por la magnitud de la empresa que estaba a punto de intentar. Se detuvo instintivamente y se ocultó al amparo de las sombras de un almacén. El sonido de su propio corazón se le antojó demasiado fuerte, tanto que creyó que haría que la descubrieran. En cualquier momento uno de los guardas del puerto se volvería y la vería: con ello vería esfumarse toda posibilidad.
Había un hombre apostado a cada lado del embarcadero y otro en la pasarela central. En cubierta se veían algunos más. La bruma del alba sólo le había permitido comprobar que se trataba de hombres corpulentos. Ahora distinguía que llevaban túnicas hasta la altura de la rodilla y unos cinturones anchos, ajustados a la cintura, de los que colgaban las vainas de pequeñas espadas. Aunque tenían un aspecto que hacía pensar que se trataba de seres de otro tiempo, quizá similares a los que aparecían en los frescos griegos, todos parecían reales.
Un rápido vistazo a ambos lados le sirvió para asegurarse de que no había más barcos anclados cerca del akorano. Aquello apenas le resultaba sorprendente. Eran tales el misterio y el misticismo en que estaba envuelto el reino-fortaleza, y tal la superstición de los marineros, que comprendía muy bien por qué ningún capitán se atrevería a soltar el ancla a una distancia al alcance de la voz. Los almacenes situados a ambos lados del muelle también parecían desiertos, aunque aquello podía deberse a la hora que era. Más adelante, abajo, al final de las tortuosas callejuelas de Southwark se oía la risa lejana que provenía de los antros de perdición que habían ido apareciendo por allí. Cabía esperar que alguno de aquellos establecimientos estuviera bastante más cerca, porque debía entrar en uno para buscar lo que necesitaba.
Lo encontró a la entrada de una fría y húmeda taberna que parecía estar medio hundida en el suelo, como si ocupara en realidad un local de los tiempos de los romanos en Londres. Como la noche era calurosa, los patrones habían pasado a ocupar la terraza en la que ahora se encontraban sentados y consumían ginebra y cerveza, jugaban a los dados a la luz de la luna y acariciaban a las agradables taberneras.
Había un par de jóvenes paseando por allí. Joanna los observó durante unos minutos. En el saludable ambiente de Hawkforte, el tamaño de aquellos chicos habría hecho pensar que rondaban los diez años. Aquí, en la ruidosa urbe donde el crecimiento quedaba a veces detenido, era probable que fueran algo mayores. Si bien por principio Joanna era contraria a que los niños anduvieran por ahí a esas horas de la noche, y más aún, que se vieran involucrados en cualquier actividad mínimamente nefanda, no estaba tan lejos de la realidad como para imaginar que la oferta que tenía reservada no se vería sino como un golpe de suerte.
Se aproximó con cautela y esperó a que uno de ellos la observara para hacerle una señal con la cabeza. Joanna no miró atrás mientras se alejaba de la muchedumbre que se agolpaba fuera de la taberna. Tras ella, el suave sonido de las pisadas le indicó que los chicos la seguían.
Se apartó a una distancia suficiente para poder hablar con ellos en privado. Los muchachos se mantuvieron de pie, con los hombros caídos y las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos de aquellos pantalones hechos jirones. Cuando la miraron, la expresión de sus delgados rostros estaba a medio camino entre la excitación juvenil y la sospecha de quien ya está curtido. Con prontitud, antes de que pensara una forma más adecuada de decirlo, Joanna espetó:
—Necesito que alguien me haga un trabajito y pago bien. ¿Os interesa?
—¿Un tabajito? —repitió el más alto de los dos, que le sacaba unos centímetros al otro. La miró de arriba abajo con descaro y continuó con desdén—: ¿Y qué tabajito tiene padannos? Lleva ropa güena, pero no es una ricachona.
Y estaba en lo cierto. Vestida con aquellas ropas de niño —probablemente abandonadas por Royce hacía tiempo— que había encontrado en la buhardilla de la casa de Londres, y con el cabello en un moño oculto por una gorra de tela, parecía cualquier cosa menos la dama que era. Como mucho, podrían confundirla con un mozo de cuadra, aunque, eso sí, con uno que tenía dinero para gastar.
—Una guinea ahora y otra al acabar. —Ambos seguían mirándola con incredulidad, así que añadió—: Para cada uno.
Estaba corriendo un enorme riesgo y lo sabía. Al darse cuenta de que tenía dinero, los chicos podrían sencillamente decidir atracarla. La pobreza, sin embargo, no suponía impedimento alguno para el honor, de modo que cabía la posibilidad de que se sintieran atraídos por la oportunidad de vivir una aventura.
—¿Y qué vaser? —preguntó el segundo chico, que había dado un paso atrás y ya echaba ojeadas furtivas por encima del hombro a la relativa seguridad de la taberna.
—Necesito ayuda para subir a bordo de un barco que está atracado cerca de aquí. Quiero que hagáis algo que distraiga la atención de los guardias. —Y añadió enseguida—: Pero no quiero que os hagáis daño o que os pongáis en peligro de ninguna manera.
Los chicos intercambiaron una mirada. Él más alto se lamió los labios, pensativo.
—¿A qué barco?
—Puede ser que lo conozcáis. Se trata del navío akorano, el que tiene una cabeza de toro en la proa.
Ambos chicos se quedaron anonadados y la miraron fijamente con creciente respeto.
—¿Va a subir aise? —preguntó el más pequeño, algo sobrecogido.
El otro se aferró a un argumento práctico.
—¿Ta loca? Naide con dos deos en la frente s'acercaesos.
—¿Sabéis quiénes son? —quiso saber Joanna.
Los chicos asintieron.
—Caro —respondió el más pequeño—. Stán su mueye. También tie sus almacenes. Los barcos dahí yegan ca pocos meses y asín. Noggin dice que nadie se los acerca, y eyos no si mezclan. Na más queyos, van, y esoes así y lo quieren eyos.
A Joanna se le encogió el estómago aún más, pero hizo caso omiso y mantuvo la voz inalterada.
—Pues lo quieran o no, debo subir a ese barco. Como he dicho, pago bien. ¿Vais a ayudarme?
De nuevo, los chicos intercambiaron miradas. El que se llamaba Noggin habló por los dos.
—Séñenos los cuartos.
Con cuidado, y sin tenerlas todas consigo sobre la posibilidad de que fueran a darle un golpetazo en la cabeza para robarle el dinero, Joanna metió la mano hasta la bolsa que llevaba bajo la chaqueta de felpa y, muy lentamente, sacó dos guineas. Las monedas reflejaron la luz de las antorchas que había alrededor de la taberna.
—Y otras dos cuando hayáis terminado —continuó.
Por un momento, los chicos no pudieron hacer nada más que contemplar las monedas de oro. Joanna tardó en caer en la cuenta de que era probable que no hubieran visto tanto dinero junto en su vida, y mucho menos hubieran pensado en poseerlo. De nuevo, Joanna hubo de enfrentarse al sentimiento de culpabilidad que la invadía por involucrarlos. En cualquier caso, todos los reparos que pudieran tener se desvanecieron como agua en el desierto. Con una amplia sonrisa, Noggin planteó:
—Las cuatro ya, sacaso luego nostá bien pa pagar a niuno.
No era un pensamiento muy agradable, la verdad, pero sí de efecto contundente. Joanna asintió y volvió a meterse la mano en la bolsa.
—Está bien, pero primero venid conmigo hasta el muelle.
Ambos trotaron tras ella. Cuando se encontraban al principio de la calle que descendía al muelle en que estaba atracado el navío akorano, Joanna se detuvo. Con suavidad, si bien con inconfundible firmeza, les recordó:
—De verdad, no quiero que ninguno de vosotros salga herido. ¿Me habéis entendido?
—Que sin, que sin —la tranquilizó Noggin con la mirada anclada en la embarcación aún atracada—. ¿Cualis el plan?
—Montáis algo y distraéis a los guardias.
El chico hizo un gesto de sorpresa.
—¿Y luego qué? Ya loba pensao, ¿no? Ya podemos distrarlos Clapper y yo to lo que quere, pero y cómo la va a subil. Nostará pensando a saltar la pasarela.
Clapper empezó a reírse, aunque se calló enseguida cuando Noggin se quedó mirándolo. Ambos esperaron a que Joanna respondiera.
—¿Es que pasa algo con la pasarela?
Noggin suspiró profundamente.
—Mire, concemos ais tos hombres, al menos nalgunas cosas. Como he dicho, están qui ca pocos meses mao menos. No sarriesgan. Los barcos los guardan dientero y por la noche, a bordo o nel mueye. Sarmamos alboroto algunos van a querer ver cai, pero de tontos na. Son soldaos, ¿sabe?, de los de verdá. Por muy brutos, dice el viejo, y tiene que saberlo, siastao quimaños al mástil. Algunos se quedan seguron cubierta sacaso satrevintentar lo que piensa hacer. Tie que pensar nalguna forma de rodéalos.
—Hay troneras —propuso Clapper—, a la popa yola proa. Sace calor, las abrin seguro.
—Vaya pa la proa —sugirió Noggin—; los he visto cargando dése lao. —De nuevo, la miró fijamente—. Nada, ¿no?
—Claro que nado, y os agradezco mucho el consejo. —Con rapidez, antes de que los nervios le jugaran una mala pasada, Joanna les entregó las monedas—. Recordad, tened cuidado.
Las guineas desaparecieron en aquellas manos mugrientas. Un momento después, los chicos se perdieron en la oscuridad.
* * *