Capítulo 20
Y así pasó una semana en aquel
ostentoso palacio de verano del príncipe regente. De este modo, al
menos, lo veía Joanna, que lo vivía sumergida en la brillante y
luminosa luz del encantamiento, sólo ensombrecida por alguna
pasajera sensación de preocupación.
Se levantaba tremendamente tarde todos los
días, se daba largos y letárgicos baños con aceites aromáticos, se
vestía con trajes de impresionante belleza y se aventuraba a salir
en compañía de los dos hombres más fascinantes que había en
Inglaterra. Uno de ellos se recuperaba de la puñalada que le habían
asestado unos asaltantes, cuya identidad aún les era desconocida y
que podían haberse guiado por una mano que quizá continuara
dispuesta a golpear.
También escribía cartas dirigidas a
Kassandra, que no enviaba y que ni siquiera sabía si algún día
enviaría. Había empezado una noche, después de volver a su cuarto
como de costumbre a altas horas de la madrugada. Se había visto,
con la pluma en la mano, sentada frente al escritorio situado junto
a la ventana que daba al jardín.
Royce está dormido —había escrito—. Alex se
ha marchado. El aire de la noche huele a mar. Echo de menos la
fragancia de los limones. No tuvimos la ocasión de despedirnos y
creo que fue lo mejor, ya que espero que nos veamos de nuevo muy
pronto. Cada vez me acuerdo más de ti.
¿Qué ves? ¿Cuánto ves? Dijiste que no hay
nada escrito y que el Creador nos ama a todos. Está en nuestras
manos cambiar el futuro. ¡Cuán desesperadamente quiero creer que
estás en lo cierto!
Y otra noche:
Esta noche, mientras bailaba en el palacio,
he tenido la sensación más extraña de mi vida. Nos vi a todos en la
distancia, como si fuera un viajero de otro tiempo, e imaginé qué
dirá la gente de nosotros. De hecho, imaginé que ya lo dicen, como
si el tiempo se concentrara en un único y sagrado momento. ¿Es eso
lo que tú sientes?
Y otra:
Últimamente pienso en ti y en Royce. ¿Viste
su destino? ¿O debería decir su posible destino? ¿Qué ves sobre ti
misma? ¿Te permite el Dios que nos ama ver los caminos que tú misma
recorrerás?
Ven a Inglaterra. Sé que lo deseas y que te
encantaría estar aquí.
Una tarde, mientras jugaban una partida
cartas, Joanna les dijo a Alex y a Royce:
—Kassandra debería venir a Inglaterra.
—¿Kassandra? —preguntó Royce mientras
repartía las cartas.
—La hermana de Alex, la princesa de
Ákora.
—No sabía que hubiera una.
—Sí, sí, claro que sí.
—Se trata de un nombre poco común. ¿Se llama
de verdad Kassandra?
—Le va muy bien —respondió Alex antes de
prestar atención a la mano que le había tocado.
A la mañana siguiente, se levantaron pronto
para darse unos baños terapéuticos.
—¡Qué bebida tan repugnante! —exclamó Joanna
al observar lo que salía de los grifos de latón en la zona de
bebidas situada fuera de los baños en que hombres y mujeres
aparentemente sinceros ingerían pintas de aquel líquido. Ella era
una dama, y no escupiría por nada del mundo. Le superaba la idea de
que alguien pudiera tragarse algo así y, más aún, pensar que era
saludable.
—Prueba a mezclarlo con leche —le sugirió
Royce, divertido, ya que él no tenía intención de probar más que un
sorbo.
—Antes, la muerte —farfulló Joanna, que se
volvió con discreción, agradecida al encontrar un cubo cerca.
Fueron al teatro que, si bien resultó
entretenido, Joanna pensó que no tenía comparación con el akorano.
Y a las carreras, que le parecieron mucho más emocionantes.
Contemplaron al príncipe regente recibir el saludo de su propio
regimiento, el Décimo de Caballería de Húsares, que desfiló en todo
su esplendor por la plaza de armas que había justo a las afueras de
la ciudad. Aunque les invitaban a ir a todos los sitios y a asistir
a todos los acontecimientos, se reservaban algunas tardes para
pasarlas a solas y en privado. En dichas ocasiones, sentados en el
jardín, Royce y Alex hablaban mucho y hasta bien entrada la noche.
Joanna, acurrucada en el gran columpio que había junto a las
flores, se dejaba arrullar en sueños por sus voces.
Las veladas de agosto se prolongaron. Aunque
no había señal alguna de los atacantes de Alex, Joanna sabía que él
y Royce estaban siempre alerta. Se pusieron de acuerdo para que
ella nunca saliera sin al menos uno de ellos, y, mejor, si lo hacía
con los dos.
—Si no recuerdo mal —protestó una noche
cuando volvían del palacio—, atacaron a Alex, no a mí, y aun así,
él va y viene a su antojo mientras que yo empiezo a parecerme a una
de esas mujeres de Arabia de las que se dice que se las mantiene
detrás de un..., ¿cómo lo llaman, «purdah»?
—«Purdah» —repitió Royce—, sí, la idea de un
velo o una pared tras la que las mujeres del hogar quedan
protegidas de las miradas de los hombres.
—A fin de cuentas —bromeó Alex—, no es un
sistema de protección tan malo. —Luego se rió ante la reprobación
de los ojos de Joanna, aunque enseguida adoptó una expresión más
grave y explicó—: Royce y yo tenemos hombres repartidos por toda la
ciudad y alrededores para que busquen a cualquier persona que pueda
provenir de Ákora. Hasta ahora no han dado con nadie.
—Puede ser que hayan desistido —sugirió
Joanna.
Los dos hombres intercambiaron una
mirada.
—Quizá —respondió Alex sin convicción.
Después de varios días, las fiestas ya empezaban antes y acababan
más tarde. En su mayoría, la gente no supo controlarse, de modo
que, inevitablemente, Brighton acabó pareciéndose a un niño cansado
en un día de calor y, por tanto, un niño pegajoso e irritable. Sin
embargo, hacia mediados de mes, la ciudad brilló con un repentino
chorro de energía mientras se preparaba para el gran acontecimiento
del año: el cumpleaños del príncipe regente.
—No entiendo por qué se alborotan tanto
—dijo el príncipe con los ojos encendidos por la expectativa—. En
fin, es tremendamente encantador por su parte.
No hubo nadie que se excediera hasta el
punto de aclarar que no había apenas elección. Además, Joanna creyó
que hacerlo habría sido una grosería. Las clases privilegiadas de
Brighton parecían sentir verdadero cariño por su príncipe. Y, en
ocasiones, también Joanna, si bien no al levantarse de la cama poco
después del amanecer del gran día.
—Ya era hora de que se despertara a una hora
decente —comentó Mulridge mientras abría de par en par los postigos
tipo persiana de la ventana, para que entrara la brisa del
mar.
Joanna levantó los brazos para taparse el
sol que la cegaba y rezongó:
—Debería haberme quedado levantada, tal y
como Royce sugirió. ¿Por qué tenían que organizar la batalla naval
tan pronto?
La anciana negó con la cabeza.
—¿Para dejar tiempo para el resto de
bobadas? Nunca había escuchado una tontería semejante. ¡Un hombre
maduro comportándose así!
Alex y Royce estaban en la sala y se
animaban con un té. Joanna sabía que la noche anterior habían
vuelto a quedarse hablando hasta tarde, aunque ninguno de los dos
parecía mostrar los efectos de haber trasnochado, salvo la
preocupación que dejaban traslucir sus miradas. Con todo, bebió
delante de ellos. Alex estaba... impresionante; Joanna se negó a
evitar esa palabra. No podía estar delante de él, ni siquiera
pensar en él, sin sentir unas tremendas ganas de estar con él. Los
escasos besos robados que habían compartido en los últimos días no
habían hecho sino aumentar su deseo.
Su hermano volvía a parecerse al Royce de
siempre, lo que constituía una razón para la euforia. Si bien
continuaba durmiendo en el jardín, los signos externos que
delataban su encierro habían desaparecido ya y volvía a tener un
aspecto estupendo. Joanna se había fijado en que las damas se le
acercaban en los bailes y otros acontecimientos a los que habían
asistido. Pese a que sabía que algún día se casaría, aunque sólo
fuera para procurarse un heredero, Joanna esperaba que lo hiciera
guiado por un sentimiento profundo. Su hermano merecía mucho más
que eso.
Aquel pensamiento volvió a pasársele por la
mente una hora más tarde más o menos, cuando se unían al príncipe
regente en el embarcadero situado al otro extremo del palacio, para
contemplar el espectáculo naval. Había allí esperando una bandada
de preciosas damiselas, y ninguna dejó de mostrarse encantadora con
Royce, que soportó el trance con buen humor y alguna mirada de
verdadero interés por —Joanna lo había notado— la más atrevida de
entre ellas. Unas pocas se desviaron hacia Alex, pero resultaba tan
evidente que prestaba toda su atención a Joanna que pareció que
desistían. «Mucho mejor», pensó Joanna.
En honor a la verdad, algunas de las damas
también se acercaron a conversar con Joanna, quien, a pesar de que
sabía que trabar amistad con ellas estaba a su alcance, no quiso
intentar corresponderías. Tenía tan poca experiencia en el trato
con las damas de la sociedad, y la que tenía era tan mala, que no
se sentía muy segura sobre cómo comportarse. Alex pareció darse
cuenta porque le dijo en voz baja para que sólo ella lo
oyera:
—Algunas me recuerdan a Kassandra: de buen
corazón y bastante ingenio.
—Es sólo que nunca he sabido cómo
desenvolverme entre ellas —confesó Joanna—. Toda mi experiencia es
con mujeres del campo, que son muy distintas de las que hay
aquí.
—¿Lo son de verdad o parece que lo son?
Estas mujeres se enfrentan a los mismos problemas: cómo salir
adelante en la vida, cómo colmar las expectativas de los demás a la
vez que buscan algo de felicidad para ellas mismas, cómo entenderse
con sus maridos, sus hijos, sus padres, sus hermanos y todos los
demás. ¿Es eso tan diferente?
—¡Madre mía! —respondió después de mover la
cabeza para mirarlo—. Nos conoces demasiado bien.
La sonrisa de Alex nunca la dejaba
indiferente.
—He tenido la suerte de contar con una madre
y una hermana que me querían. Puede ser que ellas me revelaran
secretos que no debían.
—No, no —contestó con la mirada fija en él—;
conociéndote, yo diría que hicieron muy bien.
Para su deleite, Alex se sonrojó. Joanna
rió, y él reaccionó con una mirada de reprobación. Le pasó un brazo
por la cintura y la estrechó levemente, lo suficiente para que
Joanna recordara su fuerza y su voluntad. Ella le correspondió
acomodándose en su pecho, y Alex se rió y la rodeó con el otro
brazo también. Se mantuvieron en aquella posición de cándida
intimidad mientras se multiplicaron los gestos de asentimiento a su
alrededor.
—¡Huy! Mirad —gritó el príncipe—. Allá
van.
Y lo hicieron. Eran una decena de soberbias
fragatas que se habían trasladado a Brighton especialmente para el
espectáculo. La mitad de ellas navegaban con la bandera del
regente, azul y beige, mientras que en las otras ondeaba lo que una
mirada inocente podría creer que se trataba de la tricolor
francesa, aunque en realidad era ésta dada la vuelta. La primera
reacción de Joanna al verlas fue de sorpresa. Era increíble que
pudieran emplearse tantos barcos de la flota para algo tan frívolo
mientras Gran Bretaña seguía en guerra contra Napoleón. Y se lo
comentó a Alex.
—Mira a tu alrededor —respondió, una vez que
se hubo inclinado para hablarle al oído—. ¿Te has molestado en
pensar cuántos agentes franceses hay hoy aquí? Informarán de que el
príncipe regente es amado por su pueblo, de que los militares se
regocijan en su nombre, y de que se puede permitir emplear una
decena de barcos para esta frivolidad. Desde luego, sus jefes
tratarán de suavizar esa información antes de que alcance a
Bonaparte, a quien le costará mucho asumirlo.
—¿Así que es todo por aparentar?
—Y por alimentar la vanidad del príncipe,
que es bastante real, a veces molesta y hasta útil en
ocasiones.
Joanna guardó silencio, mientras
cavilaba.
—¿Sabes?, de verdad aprecio que siempre
estés dispuesto a explicarme las cosas. Hay hombres, tocados de
estulticia, que asumen que las mentes de las mujeres no están
preparadas para tratar asuntos de esta índole.
—¡Que perezcan esos pobres
desdichados!
Joanna se rió hasta que se sobresaltó cuando
dispararon al mismo tiempo los cañones de varios de los barcos. El
simulacro de batalla naval había comenzado y se prolongaría hasta
la predecible victoria británica. Mientras los barcos que
enarbolaban la tricolor se retiraban de la afrenta pública con
vergüenza, y la multitud situada en los muelles lo celebraba con
energía, el príncipe les indicó que volvieran de nuevo al palacio,
donde ya se había servido el almuerzo. Apenas hubo terminado, se
retiraron en carruaje a Race Hill, una colina desde la que se
observaba toda la ciudad. Allí contemplaron cómo se pasaba revista
al ejército. El polvo que los cientos de hombres y caballos
levantaban a su paso hizo estornudar a Joanna, que se emocionó al
oír aquella música marcial y, en general, se lo pasó bastante bien.
Con todo, agradeció el breve respiro que se concedió a última hora,
al volver a casa.
—Tonterías —volvió a declarar Mulridge tras
ignorar a Bolkum que había acudido a tomarse la cerveza que
ofrecían gratis en la taberna llamada The Castle y se encontraba de
buen humor. Se colocó la falda y le indicó a Joanna que subiera
arriba—. Hay un baño fresquito esperándola.
—A Dios gracias —musitó Joanna. Luego, le
sonrió a Bolkum, quien, en respuesta, le guiñó un ojo.
—Esta noche hay buey asado en The Castle
—informó—; debería venir con el tipo ese con el que se ve.
—¿Alex? ¿Ese tipo?
—Eso es. Un hombre estupendo. Me recuerda a
alguien... En fin, de hace mucho tiempo.
—Cenamos con el príncipe, pero lo tendré en
mente.
—Bien —respondió mientras asentía—, me
alegro de verla salir más a menudo.
Joanna se detuvo mientras subía las
escaleras.
—¿Tan casera era yo?
Bolkum se encogió de hombros.
—¿Quién podría culparla? Hawkforte es un
lugar muy particular.
—Lo echo de menos —confesó Joanna.
Justo en ese instante se dio cuenta de que
ya lo había abandonado de alguna forma fundamental. Aquella idea la
dejó algo dolorida, al mismo tiempo que emocionada.
Royce volvió para acompañarla a palacio.
Alex ya se encontraba allí cuando llegaron y los saludó cerca del
pórtico de entrada. Tomó la mano de Joanna y comentó:
—Aviso, he oído que el chef ha empezado a
hacer locuras.
Joanna se quejó al recordar la fiesta de
Carlton House y la absurda cantidad de comida que se había servido
allí.
—Rezo por que el príncipe no tenga
intenciones de retenernos en la mesa hasta el amanecer.
—Se ha levantado demasiado temprano para
eso. Venid, ha invitado a unos cuantos amigos para que alaben sus
regalos de cumpleaños antes de que pasemos a cenar.
El príncipe era un niño y aquélla era su
mañana de Navidad, o eso le pareció a Joanna en cuanto entró en la
sala privada, apartada del resto, y dispuesta para exponer todos
los regalos entregados por aquellas personas que su alteza real
consideraba más allegadas o más queridas. Joanna observó que Royce
había elegido bien, pues la copia que había encargado de un raro
manuscrito que había en Hawkforte le encantó al príncipe. Prinny
alabó aquella exquisita obra de arte, admiró la caligrafía y se
fijó mucho en la funda de piel magníficamente grabada y que llevaba
joyas engarzadas.
—Maravilloso, absolutamente maravilloso. ¿El
original data del...?
—Del reinado de Alfredo el Grande, su alteza
—respondió Royce—. Creemos que se trata del trabajo de unos monjes
formados en el scriptorium real de la
localidad de Winchester. El libro fue encargado por el primer señor
de Hawkforte para su mujer, que era una gran amante de la
naturaleza. Como ya sabéis, señor, Alfredo era un devoto de la
lengua y la literatura, como vos.
Aquel pequeño halago fue correspondido con
una verdadera sonrisa de agradecimiento. A pesar de todos sus
fallos, el príncipe era ciertamente inteligente, tanto, de hecho,
que no podía evitar ser consciente de que sus súbditos lo tenían en
poca estima.
Un poco después, llegó el turno de abrir el
regalo de Alex. Lo traía un lacayo a quien le había costado
transportarlo debido al peso de aquel paquete largo y rectangular,
envuelto en tela de seda color ámbar. Al príncipe se le pusieron
los ojos como platos mientras lo contemplaba.
—¿Qué será? —se preguntó.
Despacio, como si quisiera mantener el
suspense, el príncipe fue retirando el envoltorio hasta descubrir
una magnífica caja de una rara madera de caoba tallada con unos
diseños que Joanna reconoció típicos de Ákora.
Tras desviar la mirada fugazmente hacia
Alex, el príncipe abrió la caja con cautela y se encontró...
—¡Madre mía! ¿No es...? ¿Lo es...?
Las manos le temblaron ligeramente al
extraer una espada envainada en una funda de oro batido que
brillaba a la luz del candil. La multitud espiró con fuerza cuando
todos, hasta el menos listo, se dieron cuenta de lo que tenían ante
sus ojos.
Se trataba de una espada que pertenecía a
una leyenda que ya era antigua cuando Inglaterra era joven; una
espada que podría haberse desenvainado ante los mismos muros de
Troya, enrojecida con la sangre de los antiguos guerreros cuyos
nombres resonaban en los anales de la historia, el noble Héctor y
el elevado Aquiles, el cornudo Menelao y el irresponsable París,
todos vivos eternamente a través de las canciones y de la
historia.
—Podría ser griega —opinó el príncipe
mientras giraba el arma en sus manos para examinarla—. Sin embargo,
no lo es, ¿no es cierto? —Miró a Alex de nuevo a la espera de una
confirmación de lo que tan profundamente deseaba.
—Es akorana —respondió Alex
pausadamente.
Y en tales palabras se escondía todo un
mundo de significaciones, pues todo hombre y toda mujer en aquella
estancia sabía que nada venía de Ákora —ni el plato más sencillo,
ni una jarra, ni una moneda solitaria—, nada salvo el rumor, el
susurro, la leyenda. Aparte de los objetos de siglos de antigüedad
que se creían akoranos y que permanecían custodiados en Hawkforte,
nadie había poseído nunca ni una mínima parte del reino-fortaleza.
Hasta aquel momento.
—Es nuestro regalo para usted, alteza
—explicó Alex mientras inclinaba la cabeza, de príncipe a
príncipe—. Estamos seguros de que la ponemos en buenas manos.
—Y yo os lo confirmo —dijo el príncipe
cuando logró recomponerse lo suficiente—; éste es el mejor
cumpleaños de mi vida.
Por un momento, Joanna asumió que el
príncipe trataba simplemente de ser amable. Sin embargo, al pensar
en la estéril vida familiar del príncipe, la frialdad que había
caracterizado las relaciones con su padre, que ni siquiera cuando
estaba sano había mostrado el más mínimo gesto de afecto, el
extraño distanciamiento con una esposa a la que le habían obligado
a desposar por necesidades dinásticas y el propio camino hacia la
desintegración que lo había separado de María Fitxherbert, la única
mujer a la que se creía que había amado de verdad e incluso
desposado ilegalmente, cabía que aquel cumpleaños, a unos meses de
alcanzar el poder real una vez que se extinguieran las
restricciones impuestas por la regencia, fuera el mejor que había
vivido en toda su vida, aunque solamente fuera porque le brindaba
la oportunidad real de hacer algo significativo, guiar a su nación
en tiempos revueltos. Fue entonces cuando Joanna tuvo la repentina
seguridad de que el «Prinny» del que tan poco se esperaba podía
acabar sorprendiendo a todos.
En cualquier caso, por el momento, siguió
comportándose como el extravagante y hedonista príncipe de siempre,
y la cena no defraudó sus expectativas. La sala del banquete estaba
decorada de un rojo escarlata que se complementaba con las ricas
tonalidades de las alfombras de diseño Aubusson. Los candelabros de
filigrana dorada iluminaban los elaborados artesonados, así como la
enorme mesa, que aparecía cubierta por la más fina mantelería
blanca de damasco, blasonada en plata con el emblema real y
preparada con la porcelana de Sèvres más apreciada por el
regente.
Nada más sentarse, apareció un ejército de
camareros apresurados que empezaron a sacar fuente tras fuente.
Iban colocándolas en el centro de la mesa para servirlas á la Française, un sistema que consistía en que
los invitados fueran pasándoselas entre ellos mientras los
camareros correteaban y traían más.
Con rápidos vistazos, Joanna vio la
cabalgata de trucha, fletan, langosta, angula, jamón, ganso, pollo,
ternera, salmón, faisán, conejo, perdiz, alondras, carne de vaca,
codorniz, cordero, paloma, y más, y más, y más. Cada plato parecía
mejor preparado que el anterior; todo venía acompañado de salsas y
guarnición, todo troceado y moldeado, dispuesto junto a un sinfín
de añadiduras a las que siguió una verdadera procesión de dulces
que convencieron a Joanna de que si no abandonaba pronto la mesa,
caería en desgracia.
Cuando la cena terminó por fin, Joanna había
comido apenas un poco de sólo algunos de los platos, a pesar de lo
cual caminaba como un pato. Para añadir más molestias a la
incomodidad que ya sentía, en la estancia hacía mucho calor. La
sensación de leve malestar en el estómago se transformaba por
momentos en dolor.
—Si me disculpas —se excusó con Alex—, creo
que iré a refrescarme un poco.
El tocador de las damas estaba situado hacia
la parte de atrás del palacio, tras una serie de salas tan repletas
de detalles chinos que hicieron que Joanna sintiera algo del
rechazo que le provocaban a Royce los espacios cerrados. Con todo,
el relativo frescor del aire alejado de la multitud y el simple
hecho de estar moviéndose hizo que Joanna se sintiera mejor; no
obstante, se alegró al llegar al excusado y encontrarlo vacío,
salvo por la presencia de una doncella traspuesta que, con la
cabeza apoyada en su propio pecho, parecía sumida en un
sueño.
Aquello le pareció fantástico a Joanna, que
pasó junto a la criada sigilosamente, atendió sus necesidades y
luego se recostó en una tumbona de brocado dispuesta frente a unos
espejos dorados. En una mesa colocada delante de ella había todo
tipo de perfumes en frascos de cristal tallado, además de peines y
cepillos de plata, horquillas de oro, cajas esmaltadas que
contenían cosméticos y todo lo que una dama pudiera necesitar para
retocarse. Aunque Joanna sabía que no podía demorarse mucho, pues
otros invitados se habrían concedido el mismo respiro, por el
momento, la soledad se le presentaba como una bendición.
Notaba un cosquilleo en el cuero cabelludo
que no era sino un recordatorio del tiempo que llevaba con la
melena recogida en el sencillo peinado que se había hecho ella
misma y que había sujetado en la coronilla con un lazo, de tal modo
que le caían algunos rizos por encima de los hombros. Con un tirón
impaciente se retiró la cinta y se la dejó en el regazo. Se sacudió
el pelo, suspiró aliviada y cogió uno de los peines que había sobre
la mesa. Un sonido repentino hizo que se detuviera. El crujido de
la tarima, el frufrú de una falda en movimiento...
—Milady...
Joanna se volvió, sorprendida, y vio a otra
doncella. Era una joven de aspecto cansado por el peso del día, que
tan largo se le habría hecho, y de la noche de limpieza, que
también prometía prolongarse. Tras inclinar la cabeza en una
reverencia, preguntó con timidez:
—¿Es usted lady Joanna Hawkforte?
—Sí...
—Siento mucho molestarla, milady, pero hay
un caballero —dijo, y bajó la voz hasta hacerse casi imperceptible—
en el jardín que me ha pedido que venga a preguntarle si sería tan
amable de acompañarlo.
Joanna contuvo una sonrisa. ¡Qué propio de
Alex mostrarse impaciente mientras ella se entretenía en el
tocador!
—¿En el jardín, dices?
—Sí, milady, hay una puerta aquí mismo, al
final del pasillo, que da al exterior.
Joanna se levantó de inmediato y asintió
para darle las gracias. Ya no se encontraba mal y tenía ganas de
ver a Alex, aunque... ¿cuándo no era así? En el momento en que todo
aquello terminara, tendrían que solucionar las cosas entre ellos.
Aunque rehuyó aquellos pensamientos, retornaron a su mente mientras
se apresuraba por el pasillo y salía al jardín por la puerta.
Después de soportar el aire cargado del
interior del palacio, el frescor del exterior cayó sobre ella como
un bálsamo. Los aromas del mar se mezclaban con los nocturnos
jazmines en flor y las hierbas aromáticas. Joanna miró a su
alrededor y, al no ver a nadie, continuó adentrándose en la sombra
de los altísimos setos y las estatuas grecorromanas que se alzaban
sobre elevados pedestales.
—Alex...
Un hombre se aclaró la garganta. Joanna se
volvió hacia el lugar de donde provenía el sonido y no encontró a
quien esperaba, sino a un extraño. Bueno, no tan extraño. Había
algo que hacía que le resultara familiar, aunque no sabía
ubicarlo.
—Señor... —lo interpeló para preguntarle si
había sido él quien había enviado a la doncella.
Sin embargo, antes de que pudiera acabar, el
hombre dio un paso al frente y quedó bañado por la luz de la luna.
Joanna observó al joven. Debía de ser de su misma edad y era
ligeramente más alto que ella. Tenía los ojos grandes y se movía
con energía. La nariz era larga y estrecha, y el cuerpo, estirado
como el de un galgo inglés. Iba elegantemente enfundado en unos
pantalones de montar y un abrigo de levita. Era la vestimenta lo
que confundía a Joanna, aunque la duda se prolongó apenas un
momento. La última vez que lo había visto, el hombre iba vestido de
modo bien distinto.
—¡Deilos!
La sonrisa del caballero era más que fría,
gélida.
—La confianza con que se dirigen a los demás
las inglesas resulta bastante chocante. Os indicaría cómo hacerlo
correctamente, pero el esfuerzo no merecería la pena.
Aquella arrogancia dejó indiferente a
Joanna, que estaba demasiado entretenida con lo inesperado de tal
aparición.
—¿Qué hacéis aquí?
—¿Creía que nuestro magnífico príncipe era
el único en aventurarse fuera de Ákora? A mí también me prepararon
para asumir misiones de esta índole, y aunque se me ha prohibido
moverme en círculos tan exquisitos como los de Alexandros, conozco
bien Inglaterra. Aun así, hay algo que decir sobre mi permanencia
en la sombra.
Joanna sintió el roce helado del miedo
recorriéndole la espalda.
—Fuisteis vos —acusó— quien estuvo detrás
del ataque a Alex.
—Nuestro príncipe tiene la costumbre de
sobrevivir. Es un hábito que resulta realmente fastidioso, aunque
ni siquiera su maldita fortuna puede durar mucho más.
—Estáis loco si creéis que aquí podéis
comportaros de este modo. Cuando el príncipe regente
descubra...
—¿Ese gordo estúpido? De lo único que se
entera es de lo que tiene debajo de las narices. Lograremos que
actúe exactamente como queremos. En fin, basta...
Se movió para coger a Joanna, pero ella se
retiró. No cabía duda de que la había hecho ir hasta el jardín con
muy malas intenciones. Cuanto más rato lo entretuviera charlando,
más posibilidades habría de que alguien se acercara y oyera su
llamada de auxilio.
La resistencia que oponía Joanna pareció
sorprender a Denos.
—No seáis estúpida. Tengo a mis hombres
apostados aquí cerca. Es imposible que huya. Venid conmigo.
—¿Como una oveja al matadero? Ni
hablar.
Joanna fingió que se tropezaba y se inclinó
para coger un puñado de la grava que configuraba los caminos del
jardín. Como arma era bastante rudimentaria, pero en aquel momento
no cabía esperar dar con nada mejor.
—¿Y qué ha ocurrido con la prohibición
akorana de dañar a las mujeres? —preguntó con sorna.
Deilos frunció el ceño y respondió:
—Una xenos no debería conocer ni una sola de
nuestras costumbres. Un fallo más de nuestro ilustre
Alexandros.
—Que es cien veces, no, mil veces más hombre
que vos. ¿Por eso queréis hacerle daño? ¿Es porque no puede
soportar vivir a sabiendas de que son él y su hermano quienes
construirán el futuro de Ákora y no vos?
Las facciones de Deilos se desencajaron por
una rabia tal que, por un momento, Joanna lamentó haber hablado.
Sin embargo, su determinación se fortaleció en cuanto él se le
aproximó con rapidez y, lo que es más importante, sin cautela
alguna, y respondió:
—Vais a morir, igual que Alexandros —gruñó—,
pero no ahora, no hasta que haya dejado de sernos de
utilidad.
Aunque la amenaza a Alex hizo que se le
encogiera el estómago, Joanna ignoró el miedo y se enfrentó a
Deilos con valentía:
—Del mismo modo que pensaba emplear a mi
hermano para provocar la invasión británica de Ákora.
Él se detuvo a medio paso y la miró
fijamente.
—No podéis saber eso.
—¿Por qué no? ¿Imaginabais que vuestros
motivos serían tan difíciles de comprender? Queréis serviros de los
británicos para destruir a los Atreidas, pero en el proceso
destruiréis Ákora.
Deilos torció los labios.
—Sólo a una xenos se le ocurriría algo
así.
Mientras hablaban, Deilos cogió a Joanna,
que entonces le arrojó el puñado de grava a los ojos. La sorpresa
bastó para que él se echara hacia atrás mientras el bramido de
cólera que emitió alertaba a sus hombres. En lugar de quedarse
allí, Joanna se agarró la falda y echó a correr.
Se dirigía al palacio y la seguridad que le
proporcionaría la multitud, y aunque no había en realidad una gran
distancia hasta allí, en aquel momento le pareció tan lejano como
la luna. No huía de unos rufianes de poca monta, sino de unos
guerreros de excelente formación, incluido Deilos, que se había
recompuesto enseguida y lideraba la persecución. Con todo, Joanna
estaba fuerte y ligera gracias a la saludable vida que había
llevado en Hawkforte y las luces de las salas de reuniones estaban
ya muy cerca. Lo habría conseguido si no hubiera sido por la raíz
retorcida y nudosa de un viejo árbol, que se elevaba en el suelo lo
suficiente como para que Joanna tropezara con ella.
Se dio un buen golpe al caer, tanto que se
quedó sin aliento y de inmediato se le paralizaron los pies. El
palacio estaba tan cerca que ya veía gente a través de las ventanas
del salón de baile, que permanecían abiertas al cálido ambiente de
la noche. Sólo tenía que gritar...
Una mano áspera le tapó la boca de repente.
Aunque Joanna luchó con energía por liberarse, no había comparación
entre su fuerza y la agilidad del hombre que la tenía atrapada. No
era Deilos, se fijó, pues éste se encontraba algo apartado y ya de
vuelta a la protección de las sombras. Arrastraron a Joanna tras
él.
—Si trata de escaparse —ordenó Deilos en
akorano—, matadla.
Después de aquello, desapareció en la
oscuridad seguido a corta distancia por sus hombres y la
prisionera, que aún se resistía.
Alex la había echado en falta desde el
mismo momento en que había desaparecido. Antes de que Joanna
estuviera a mitad de camino hasta el tocador, él ya sentía el peso
de su ausencia. Por la noche, al volver solo a su residencia de
Brighton, tal y como el decoro, y Royce, aconsejaban, debía
contener la urgencia que sentía por volver y demorarse como un mozo
desafortunado bajo su ventana. Al despertarse por las mañanas, su
primer pensamiento era verla de nuevo y, aunque le maravillaba el
hecho de poder sentir aquellas ganas tan simples y tan infantiles,
también las disfrutaba mucho. A pesar de la presión que acompañaba
su misión, y del misterio, aún sin resolver, de quién lo había
atacado, las pasadas dos semanas habían constituido un paréntesis
de felicidad en una vida mucho más marcada por el deber.
No, entonces. En aquel momento la ausencia
de Joanna lo tenía preocupado. Era muy consciente de cada segundo
que pasaba, así como de su propia tendencia a echar constantes
vistazos en la dirección por la que había salido. Un hábito poco
productivo, pues no había señal alguna de ella.
Alex miró uno de los relojes de la repisa de
una chimenea cercana. Llevaba ausente al menos media hora. Era
bastante tiempo. Quizá se encontrara mal. Aquella idea le
proporcionó la excusa que necesitaba para disculparse ante el
príncipe regente y dirigirse a zancadas a través de las salas del
castillo, hasta que se aproximó al tocador de las damas, al que,
por supuesto, no podía acceder. Tampoco, sin embargo, deseaba
quedarse deambulando cerca de la puerta. Mientras se debatía sobre
qué hacer, descubrió un rostro familiar.
—Alex —exclamó lady Lampert, contenta—, qué
alegría verte. ¿Qué tal has estado?
—Bastante bien —replicó Alex antes de
inclinarse para hacerle el besamanos.
Su mirada despierta y su buen humor
inquebrantable le recordaron a Alex que se trataba de una dama de
considerable juicio. En ningún momento había dejado de tomarse su
relación como lo que era: una agradable diversión para ambos. Ahora
lo saludaba, con corrección, como a un viejo amigo.
—Eleanor —respondió—, me pregunto si podrías
hacerme un favor.
Ella lo miró con un gesto irónico y
divertido.
—Debo decirte, Alex, que me agrada verte tan
encariñado. La lujuria está muy bien, pero, para serte sincera, el
amor es mejor.
—¿Amor? ¿Vos, Eleanor?
—Sí, ya lo sé, juré que nunca ocurriría. Sin
embargo, Cupido despliega un raro sentido del humor. Me caso en
Navidad. Él es pobre como las ratas, más feo que picio y
francamente brillante. Lo adoro. En fin, y esa joven vuestra, por
supuesto, veré si necesita ayuda. Esperad aquí un momento.
Fiel a su palabra, Eleanor volvió al
rato.
—Lo siento, Alex, no hay ni rastro de ella.
Puede ser que ya haya vuelto y que os hayáis cruzado entre la
gente.
Alex estuvo de acuerdo en que era probable
que hubiera ocurrido algo así, pero después de otra media hora sin
dar con Joanna, cambió de opinión. Volvió al tocador de damas, esa
vez seguido del mayordomo del príncipe. Se pidió a las mujeres que
tuvieran la amabilidad de salir para que pudieran registrarlo. Las
mujeres accedieron y se arracimaron, intrigadas, a la salida,
mientras aumentaban las especulaciones.
Alex entró en la sala dorada con una ligera
sensación de estupidez. Todavía cabía que hubiera una explicación
bien sencilla para la ausencia de Joanna. Tal vez habría salido al
jardín a sentarse o él no la habría visto al buscarla. También
podía ser que se encontrara en algún otro lugar del enorme
palacio.
En cualquier caso, allá donde estuviera no
estaba el lazo que antes llevaba en el pelo. Alex se inclinó
despacio y recogió la larga banda de seda color marfil que se había
caído al suelo. Tenía marcadas varias pisadas de damas que no la
habían visto y, aunque sucia, aún era reconocible.
Alex se preguntó, mientras se enrollaba la
cinta, tirante, en los dedos, dónde habría ido sin su lazo del
pelo.
¿La encontraría enseguida?
* * *