Capítulo 20

 

Y así pasó una semana en aquel ostentoso palacio de verano del príncipe regente. De este modo, al menos, lo veía Joanna, que lo vivía sumergida en la brillante y luminosa luz del encantamiento, sólo ensombrecida por alguna pasajera sensación de preocupación.
Se levantaba tremendamente tarde todos los días, se daba largos y letárgicos baños con aceites aromáticos, se vestía con trajes de impresionante belleza y se aventuraba a salir en compañía de los dos hombres más fascinantes que había en Inglaterra. Uno de ellos se recuperaba de la puñalada que le habían asestado unos asaltantes, cuya identidad aún les era desconocida y que podían haberse guiado por una mano que quizá continuara dispuesta a golpear.
También escribía cartas dirigidas a Kassandra, que no enviaba y que ni siquiera sabía si algún día enviaría. Había empezado una noche, después de volver a su cuarto como de costumbre a altas horas de la madrugada. Se había visto, con la pluma en la mano, sentada frente al escritorio situado junto a la ventana que daba al jardín.

 

 

 

Royce está dormido —había escrito—. Alex se ha marchado. El aire de la noche huele a mar. Echo de menos la fragancia de los limones. No tuvimos la ocasión de despedirnos y creo que fue lo mejor, ya que espero que nos veamos de nuevo muy pronto. Cada vez me acuerdo más de ti.
¿Qué ves? ¿Cuánto ves? Dijiste que no hay nada escrito y que el Creador nos ama a todos. Está en nuestras manos cambiar el futuro. ¡Cuán desesperadamente quiero creer que estás en lo cierto!

 

 

 

Y otra noche:

 

 

 

Esta noche, mientras bailaba en el palacio, he tenido la sensación más extraña de mi vida. Nos vi a todos en la distancia, como si fuera un viajero de otro tiempo, e imaginé qué dirá la gente de nosotros. De hecho, imaginé que ya lo dicen, como si el tiempo se concentrara en un único y sagrado momento. ¿Es eso lo que tú sientes?

 

 

 

Y otra:

 

 

 

Últimamente pienso en ti y en Royce. ¿Viste su destino? ¿O debería decir su posible destino? ¿Qué ves sobre ti misma? ¿Te permite el Dios que nos ama ver los caminos que tú misma recorrerás?
Ven a Inglaterra. Sé que lo deseas y que te encantaría estar aquí.

 

 

 

Una tarde, mientras jugaban una partida cartas, Joanna les dijo a Alex y a Royce:
—Kassandra debería venir a Inglaterra.
—¿Kassandra? —preguntó Royce mientras repartía las cartas.
—La hermana de Alex, la princesa de Ákora.
—No sabía que hubiera una.
—Sí, sí, claro que sí.
—Se trata de un nombre poco común. ¿Se llama de verdad Kassandra?
—Le va muy bien —respondió Alex antes de prestar atención a la mano que le había tocado.

 

 

 

A la mañana siguiente, se levantaron pronto para darse unos baños terapéuticos.
—¡Qué bebida tan repugnante! —exclamó Joanna al observar lo que salía de los grifos de latón en la zona de bebidas situada fuera de los baños en que hombres y mujeres aparentemente sinceros ingerían pintas de aquel líquido. Ella era una dama, y no escupiría por nada del mundo. Le superaba la idea de que alguien pudiera tragarse algo así y, más aún, pensar que era saludable.
—Prueba a mezclarlo con leche —le sugirió Royce, divertido, ya que él no tenía intención de probar más que un sorbo.
—Antes, la muerte —farfulló Joanna, que se volvió con discreción, agradecida al encontrar un cubo cerca.
Fueron al teatro que, si bien resultó entretenido, Joanna pensó que no tenía comparación con el akorano. Y a las carreras, que le parecieron mucho más emocionantes. Contemplaron al príncipe regente recibir el saludo de su propio regimiento, el Décimo de Caballería de Húsares, que desfiló en todo su esplendor por la plaza de armas que había justo a las afueras de la ciudad. Aunque les invitaban a ir a todos los sitios y a asistir a todos los acontecimientos, se reservaban algunas tardes para pasarlas a solas y en privado. En dichas ocasiones, sentados en el jardín, Royce y Alex hablaban mucho y hasta bien entrada la noche. Joanna, acurrucada en el gran columpio que había junto a las flores, se dejaba arrullar en sueños por sus voces.
Las veladas de agosto se prolongaron. Aunque no había señal alguna de los atacantes de Alex, Joanna sabía que él y Royce estaban siempre alerta. Se pusieron de acuerdo para que ella nunca saliera sin al menos uno de ellos, y, mejor, si lo hacía con los dos.
—Si no recuerdo mal —protestó una noche cuando volvían del palacio—, atacaron a Alex, no a mí, y aun así, él va y viene a su antojo mientras que yo empiezo a parecerme a una de esas mujeres de Arabia de las que se dice que se las mantiene detrás de un..., ¿cómo lo llaman, «purdah»?
—«Purdah» —repitió Royce—, sí, la idea de un velo o una pared tras la que las mujeres del hogar quedan protegidas de las miradas de los hombres.
—A fin de cuentas —bromeó Alex—, no es un sistema de protección tan malo. —Luego se rió ante la reprobación de los ojos de Joanna, aunque enseguida adoptó una expresión más grave y explicó—: Royce y yo tenemos hombres repartidos por toda la ciudad y alrededores para que busquen a cualquier persona que pueda provenir de Ákora. Hasta ahora no han dado con nadie.
—Puede ser que hayan desistido —sugirió Joanna.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—Quizá —respondió Alex sin convicción. Después de varios días, las fiestas ya empezaban antes y acababan más tarde. En su mayoría, la gente no supo controlarse, de modo que, inevitablemente, Brighton acabó pareciéndose a un niño cansado en un día de calor y, por tanto, un niño pegajoso e irritable. Sin embargo, hacia mediados de mes, la ciudad brilló con un repentino chorro de energía mientras se preparaba para el gran acontecimiento del año: el cumpleaños del príncipe regente.
—No entiendo por qué se alborotan tanto —dijo el príncipe con los ojos encendidos por la expectativa—. En fin, es tremendamente encantador por su parte.
No hubo nadie que se excediera hasta el punto de aclarar que no había apenas elección. Además, Joanna creyó que hacerlo habría sido una grosería. Las clases privilegiadas de Brighton parecían sentir verdadero cariño por su príncipe. Y, en ocasiones, también Joanna, si bien no al levantarse de la cama poco después del amanecer del gran día.
—Ya era hora de que se despertara a una hora decente —comentó Mulridge mientras abría de par en par los postigos tipo persiana de la ventana, para que entrara la brisa del mar.
Joanna levantó los brazos para taparse el sol que la cegaba y rezongó:
—Debería haberme quedado levantada, tal y como Royce sugirió. ¿Por qué tenían que organizar la batalla naval tan pronto?
La anciana negó con la cabeza.
—¿Para dejar tiempo para el resto de bobadas? Nunca había escuchado una tontería semejante. ¡Un hombre maduro comportándose así!
Alex y Royce estaban en la sala y se animaban con un té. Joanna sabía que la noche anterior habían vuelto a quedarse hablando hasta tarde, aunque ninguno de los dos parecía mostrar los efectos de haber trasnochado, salvo la preocupación que dejaban traslucir sus miradas. Con todo, bebió delante de ellos. Alex estaba... impresionante; Joanna se negó a evitar esa palabra. No podía estar delante de él, ni siquiera pensar en él, sin sentir unas tremendas ganas de estar con él. Los escasos besos robados que habían compartido en los últimos días no habían hecho sino aumentar su deseo.
Su hermano volvía a parecerse al Royce de siempre, lo que constituía una razón para la euforia. Si bien continuaba durmiendo en el jardín, los signos externos que delataban su encierro habían desaparecido ya y volvía a tener un aspecto estupendo. Joanna se había fijado en que las damas se le acercaban en los bailes y otros acontecimientos a los que habían asistido. Pese a que sabía que algún día se casaría, aunque sólo fuera para procurarse un heredero, Joanna esperaba que lo hiciera guiado por un sentimiento profundo. Su hermano merecía mucho más que eso.
Aquel pensamiento volvió a pasársele por la mente una hora más tarde más o menos, cuando se unían al príncipe regente en el embarcadero situado al otro extremo del palacio, para contemplar el espectáculo naval. Había allí esperando una bandada de preciosas damiselas, y ninguna dejó de mostrarse encantadora con Royce, que soportó el trance con buen humor y alguna mirada de verdadero interés por —Joanna lo había notado— la más atrevida de entre ellas. Unas pocas se desviaron hacia Alex, pero resultaba tan evidente que prestaba toda su atención a Joanna que pareció que desistían. «Mucho mejor», pensó Joanna.
En honor a la verdad, algunas de las damas también se acercaron a conversar con Joanna, quien, a pesar de que sabía que trabar amistad con ellas estaba a su alcance, no quiso intentar corresponderías. Tenía tan poca experiencia en el trato con las damas de la sociedad, y la que tenía era tan mala, que no se sentía muy segura sobre cómo comportarse. Alex pareció darse cuenta porque le dijo en voz baja para que sólo ella lo oyera:
—Algunas me recuerdan a Kassandra: de buen corazón y bastante ingenio.
—Es sólo que nunca he sabido cómo desenvolverme entre ellas —confesó Joanna—. Toda mi experiencia es con mujeres del campo, que son muy distintas de las que hay aquí.
—¿Lo son de verdad o parece que lo son? Estas mujeres se enfrentan a los mismos problemas: cómo salir adelante en la vida, cómo colmar las expectativas de los demás a la vez que buscan algo de felicidad para ellas mismas, cómo entenderse con sus maridos, sus hijos, sus padres, sus hermanos y todos los demás. ¿Es eso tan diferente?
—¡Madre mía! —respondió después de mover la cabeza para mirarlo—. Nos conoces demasiado bien.
La sonrisa de Alex nunca la dejaba indiferente.
—He tenido la suerte de contar con una madre y una hermana que me querían. Puede ser que ellas me revelaran secretos que no debían.
—No, no —contestó con la mirada fija en él—; conociéndote, yo diría que hicieron muy bien.
Para su deleite, Alex se sonrojó. Joanna rió, y él reaccionó con una mirada de reprobación. Le pasó un brazo por la cintura y la estrechó levemente, lo suficiente para que Joanna recordara su fuerza y su voluntad. Ella le correspondió acomodándose en su pecho, y Alex se rió y la rodeó con el otro brazo también. Se mantuvieron en aquella posición de cándida intimidad mientras se multiplicaron los gestos de asentimiento a su alrededor.
—¡Huy! Mirad —gritó el príncipe—. Allá van.
Y lo hicieron. Eran una decena de soberbias fragatas que se habían trasladado a Brighton especialmente para el espectáculo. La mitad de ellas navegaban con la bandera del regente, azul y beige, mientras que en las otras ondeaba lo que una mirada inocente podría creer que se trataba de la tricolor francesa, aunque en realidad era ésta dada la vuelta. La primera reacción de Joanna al verlas fue de sorpresa. Era increíble que pudieran emplearse tantos barcos de la flota para algo tan frívolo mientras Gran Bretaña seguía en guerra contra Napoleón. Y se lo comentó a Alex.
—Mira a tu alrededor —respondió, una vez que se hubo inclinado para hablarle al oído—. ¿Te has molestado en pensar cuántos agentes franceses hay hoy aquí? Informarán de que el príncipe regente es amado por su pueblo, de que los militares se regocijan en su nombre, y de que se puede permitir emplear una decena de barcos para esta frivolidad. Desde luego, sus jefes tratarán de suavizar esa información antes de que alcance a Bonaparte, a quien le costará mucho asumirlo.
—¿Así que es todo por aparentar?
—Y por alimentar la vanidad del príncipe, que es bastante real, a veces molesta y hasta útil en ocasiones.
Joanna guardó silencio, mientras cavilaba.
—¿Sabes?, de verdad aprecio que siempre estés dispuesto a explicarme las cosas. Hay hombres, tocados de estulticia, que asumen que las mentes de las mujeres no están preparadas para tratar asuntos de esta índole.
—¡Que perezcan esos pobres desdichados!
Joanna se rió hasta que se sobresaltó cuando dispararon al mismo tiempo los cañones de varios de los barcos. El simulacro de batalla naval había comenzado y se prolongaría hasta la predecible victoria británica. Mientras los barcos que enarbolaban la tricolor se retiraban de la afrenta pública con vergüenza, y la multitud situada en los muelles lo celebraba con energía, el príncipe les indicó que volvieran de nuevo al palacio, donde ya se había servido el almuerzo. Apenas hubo terminado, se retiraron en carruaje a Race Hill, una colina desde la que se observaba toda la ciudad. Allí contemplaron cómo se pasaba revista al ejército. El polvo que los cientos de hombres y caballos levantaban a su paso hizo estornudar a Joanna, que se emocionó al oír aquella música marcial y, en general, se lo pasó bastante bien. Con todo, agradeció el breve respiro que se concedió a última hora, al volver a casa.
—Tonterías —volvió a declarar Mulridge tras ignorar a Bolkum que había acudido a tomarse la cerveza que ofrecían gratis en la taberna llamada The Castle y se encontraba de buen humor. Se colocó la falda y le indicó a Joanna que subiera arriba—. Hay un baño fresquito esperándola.
—A Dios gracias —musitó Joanna. Luego, le sonrió a Bolkum, quien, en respuesta, le guiñó un ojo.
—Esta noche hay buey asado en The Castle —informó—; debería venir con el tipo ese con el que se ve.
—¿Alex? ¿Ese tipo?
—Eso es. Un hombre estupendo. Me recuerda a alguien... En fin, de hace mucho tiempo.
—Cenamos con el príncipe, pero lo tendré en mente.
—Bien —respondió mientras asentía—, me alegro de verla salir más a menudo.
Joanna se detuvo mientras subía las escaleras.
—¿Tan casera era yo?
Bolkum se encogió de hombros.
—¿Quién podría culparla? Hawkforte es un lugar muy particular.
—Lo echo de menos —confesó Joanna.
Justo en ese instante se dio cuenta de que ya lo había abandonado de alguna forma fundamental. Aquella idea la dejó algo dolorida, al mismo tiempo que emocionada.
Royce volvió para acompañarla a palacio. Alex ya se encontraba allí cuando llegaron y los saludó cerca del pórtico de entrada. Tomó la mano de Joanna y comentó:
—Aviso, he oído que el chef ha empezado a hacer locuras.
Joanna se quejó al recordar la fiesta de Carlton House y la absurda cantidad de comida que se había servido allí.
—Rezo por que el príncipe no tenga intenciones de retenernos en la mesa hasta el amanecer.
—Se ha levantado demasiado temprano para eso. Venid, ha invitado a unos cuantos amigos para que alaben sus regalos de cumpleaños antes de que pasemos a cenar.
El príncipe era un niño y aquélla era su mañana de Navidad, o eso le pareció a Joanna en cuanto entró en la sala privada, apartada del resto, y dispuesta para exponer todos los regalos entregados por aquellas personas que su alteza real consideraba más allegadas o más queridas. Joanna observó que Royce había elegido bien, pues la copia que había encargado de un raro manuscrito que había en Hawkforte le encantó al príncipe. Prinny alabó aquella exquisita obra de arte, admiró la caligrafía y se fijó mucho en la funda de piel magníficamente grabada y que llevaba joyas engarzadas.
—Maravilloso, absolutamente maravilloso. ¿El original data del...?
—Del reinado de Alfredo el Grande, su alteza —respondió Royce—. Creemos que se trata del trabajo de unos monjes formados en el scriptorium real de la localidad de Winchester. El libro fue encargado por el primer señor de Hawkforte para su mujer, que era una gran amante de la naturaleza. Como ya sabéis, señor, Alfredo era un devoto de la lengua y la literatura, como vos.
Aquel pequeño halago fue correspondido con una verdadera sonrisa de agradecimiento. A pesar de todos sus fallos, el príncipe era ciertamente inteligente, tanto, de hecho, que no podía evitar ser consciente de que sus súbditos lo tenían en poca estima.
Un poco después, llegó el turno de abrir el regalo de Alex. Lo traía un lacayo a quien le había costado transportarlo debido al peso de aquel paquete largo y rectangular, envuelto en tela de seda color ámbar. Al príncipe se le pusieron los ojos como platos mientras lo contemplaba.
—¿Qué será? —se preguntó.
Despacio, como si quisiera mantener el suspense, el príncipe fue retirando el envoltorio hasta descubrir una magnífica caja de una rara madera de caoba tallada con unos diseños que Joanna reconoció típicos de Ákora.
Tras desviar la mirada fugazmente hacia Alex, el príncipe abrió la caja con cautela y se encontró...
—¡Madre mía! ¿No es...? ¿Lo es...?
Las manos le temblaron ligeramente al extraer una espada envainada en una funda de oro batido que brillaba a la luz del candil. La multitud espiró con fuerza cuando todos, hasta el menos listo, se dieron cuenta de lo que tenían ante sus ojos.
Se trataba de una espada que pertenecía a una leyenda que ya era antigua cuando Inglaterra era joven; una espada que podría haberse desenvainado ante los mismos muros de Troya, enrojecida con la sangre de los antiguos guerreros cuyos nombres resonaban en los anales de la historia, el noble Héctor y el elevado Aquiles, el cornudo Menelao y el irresponsable París, todos vivos eternamente a través de las canciones y de la historia.
—Podría ser griega —opinó el príncipe mientras giraba el arma en sus manos para examinarla—. Sin embargo, no lo es, ¿no es cierto? —Miró a Alex de nuevo a la espera de una confirmación de lo que tan profundamente deseaba.
—Es akorana —respondió Alex pausadamente.
Y en tales palabras se escondía todo un mundo de significaciones, pues todo hombre y toda mujer en aquella estancia sabía que nada venía de Ákora —ni el plato más sencillo, ni una jarra, ni una moneda solitaria—, nada salvo el rumor, el susurro, la leyenda. Aparte de los objetos de siglos de antigüedad que se creían akoranos y que permanecían custodiados en Hawkforte, nadie había poseído nunca ni una mínima parte del reino-fortaleza. Hasta aquel momento.
—Es nuestro regalo para usted, alteza —explicó Alex mientras inclinaba la cabeza, de príncipe a príncipe—. Estamos seguros de que la ponemos en buenas manos.
—Y yo os lo confirmo —dijo el príncipe cuando logró recomponerse lo suficiente—; éste es el mejor cumpleaños de mi vida.
Por un momento, Joanna asumió que el príncipe trataba simplemente de ser amable. Sin embargo, al pensar en la estéril vida familiar del príncipe, la frialdad que había caracterizado las relaciones con su padre, que ni siquiera cuando estaba sano había mostrado el más mínimo gesto de afecto, el extraño distanciamiento con una esposa a la que le habían obligado a desposar por necesidades dinásticas y el propio camino hacia la desintegración que lo había separado de María Fitxherbert, la única mujer a la que se creía que había amado de verdad e incluso desposado ilegalmente, cabía que aquel cumpleaños, a unos meses de alcanzar el poder real una vez que se extinguieran las restricciones impuestas por la regencia, fuera el mejor que había vivido en toda su vida, aunque solamente fuera porque le brindaba la oportunidad real de hacer algo significativo, guiar a su nación en tiempos revueltos. Fue entonces cuando Joanna tuvo la repentina seguridad de que el «Prinny» del que tan poco se esperaba podía acabar sorprendiendo a todos.
En cualquier caso, por el momento, siguió comportándose como el extravagante y hedonista príncipe de siempre, y la cena no defraudó sus expectativas. La sala del banquete estaba decorada de un rojo escarlata que se complementaba con las ricas tonalidades de las alfombras de diseño Aubusson. Los candelabros de filigrana dorada iluminaban los elaborados artesonados, así como la enorme mesa, que aparecía cubierta por la más fina mantelería blanca de damasco, blasonada en plata con el emblema real y preparada con la porcelana de Sèvres más apreciada por el regente.
Nada más sentarse, apareció un ejército de camareros apresurados que empezaron a sacar fuente tras fuente. Iban colocándolas en el centro de la mesa para servirlas á la Française, un sistema que consistía en que los invitados fueran pasándoselas entre ellos mientras los camareros correteaban y traían más.
Con rápidos vistazos, Joanna vio la cabalgata de trucha, fletan, langosta, angula, jamón, ganso, pollo, ternera, salmón, faisán, conejo, perdiz, alondras, carne de vaca, codorniz, cordero, paloma, y más, y más, y más. Cada plato parecía mejor preparado que el anterior; todo venía acompañado de salsas y guarnición, todo troceado y moldeado, dispuesto junto a un sinfín de añadiduras a las que siguió una verdadera procesión de dulces que convencieron a Joanna de que si no abandonaba pronto la mesa, caería en desgracia.
Cuando la cena terminó por fin, Joanna había comido apenas un poco de sólo algunos de los platos, a pesar de lo cual caminaba como un pato. Para añadir más molestias a la incomodidad que ya sentía, en la estancia hacía mucho calor. La sensación de leve malestar en el estómago se transformaba por momentos en dolor.
—Si me disculpas —se excusó con Alex—, creo que iré a refrescarme un poco.
El tocador de las damas estaba situado hacia la parte de atrás del palacio, tras una serie de salas tan repletas de detalles chinos que hicieron que Joanna sintiera algo del rechazo que le provocaban a Royce los espacios cerrados. Con todo, el relativo frescor del aire alejado de la multitud y el simple hecho de estar moviéndose hizo que Joanna se sintiera mejor; no obstante, se alegró al llegar al excusado y encontrarlo vacío, salvo por la presencia de una doncella traspuesta que, con la cabeza apoyada en su propio pecho, parecía sumida en un sueño.
Aquello le pareció fantástico a Joanna, que pasó junto a la criada sigilosamente, atendió sus necesidades y luego se recostó en una tumbona de brocado dispuesta frente a unos espejos dorados. En una mesa colocada delante de ella había todo tipo de perfumes en frascos de cristal tallado, además de peines y cepillos de plata, horquillas de oro, cajas esmaltadas que contenían cosméticos y todo lo que una dama pudiera necesitar para retocarse. Aunque Joanna sabía que no podía demorarse mucho, pues otros invitados se habrían concedido el mismo respiro, por el momento, la soledad se le presentaba como una bendición.
Notaba un cosquilleo en el cuero cabelludo que no era sino un recordatorio del tiempo que llevaba con la melena recogida en el sencillo peinado que se había hecho ella misma y que había sujetado en la coronilla con un lazo, de tal modo que le caían algunos rizos por encima de los hombros. Con un tirón impaciente se retiró la cinta y se la dejó en el regazo. Se sacudió el pelo, suspiró aliviada y cogió uno de los peines que había sobre la mesa. Un sonido repentino hizo que se detuviera. El crujido de la tarima, el frufrú de una falda en movimiento...
—Milady...
Joanna se volvió, sorprendida, y vio a otra doncella. Era una joven de aspecto cansado por el peso del día, que tan largo se le habría hecho, y de la noche de limpieza, que también prometía prolongarse. Tras inclinar la cabeza en una reverencia, preguntó con timidez:
—¿Es usted lady Joanna Hawkforte?
—Sí...
—Siento mucho molestarla, milady, pero hay un caballero —dijo, y bajó la voz hasta hacerse casi imperceptible— en el jardín que me ha pedido que venga a preguntarle si sería tan amable de acompañarlo.
Joanna contuvo una sonrisa. ¡Qué propio de Alex mostrarse impaciente mientras ella se entretenía en el tocador!
—¿En el jardín, dices?
—Sí, milady, hay una puerta aquí mismo, al final del pasillo, que da al exterior.
Joanna se levantó de inmediato y asintió para darle las gracias. Ya no se encontraba mal y tenía ganas de ver a Alex, aunque... ¿cuándo no era así? En el momento en que todo aquello terminara, tendrían que solucionar las cosas entre ellos. Aunque rehuyó aquellos pensamientos, retornaron a su mente mientras se apresuraba por el pasillo y salía al jardín por la puerta.
Después de soportar el aire cargado del interior del palacio, el frescor del exterior cayó sobre ella como un bálsamo. Los aromas del mar se mezclaban con los nocturnos jazmines en flor y las hierbas aromáticas. Joanna miró a su alrededor y, al no ver a nadie, continuó adentrándose en la sombra de los altísimos setos y las estatuas grecorromanas que se alzaban sobre elevados pedestales.
—Alex...
Un hombre se aclaró la garganta. Joanna se volvió hacia el lugar de donde provenía el sonido y no encontró a quien esperaba, sino a un extraño. Bueno, no tan extraño. Había algo que hacía que le resultara familiar, aunque no sabía ubicarlo.
—Señor... —lo interpeló para preguntarle si había sido él quien había enviado a la doncella.
Sin embargo, antes de que pudiera acabar, el hombre dio un paso al frente y quedó bañado por la luz de la luna. Joanna observó al joven. Debía de ser de su misma edad y era ligeramente más alto que ella. Tenía los ojos grandes y se movía con energía. La nariz era larga y estrecha, y el cuerpo, estirado como el de un galgo inglés. Iba elegantemente enfundado en unos pantalones de montar y un abrigo de levita. Era la vestimenta lo que confundía a Joanna, aunque la duda se prolongó apenas un momento. La última vez que lo había visto, el hombre iba vestido de modo bien distinto.
—¡Deilos!
La sonrisa del caballero era más que fría, gélida.
—La confianza con que se dirigen a los demás las inglesas resulta bastante chocante. Os indicaría cómo hacerlo correctamente, pero el esfuerzo no merecería la pena.
Aquella arrogancia dejó indiferente a Joanna, que estaba demasiado entretenida con lo inesperado de tal aparición.
—¿Qué hacéis aquí?
—¿Creía que nuestro magnífico príncipe era el único en aventurarse fuera de Ákora? A mí también me prepararon para asumir misiones de esta índole, y aunque se me ha prohibido moverme en círculos tan exquisitos como los de Alexandros, conozco bien Inglaterra. Aun así, hay algo que decir sobre mi permanencia en la sombra.
Joanna sintió el roce helado del miedo recorriéndole la espalda.
—Fuisteis vos —acusó— quien estuvo detrás del ataque a Alex.
—Nuestro príncipe tiene la costumbre de sobrevivir. Es un hábito que resulta realmente fastidioso, aunque ni siquiera su maldita fortuna puede durar mucho más.
—Estáis loco si creéis que aquí podéis comportaros de este modo. Cuando el príncipe regente descubra...
—¿Ese gordo estúpido? De lo único que se entera es de lo que tiene debajo de las narices. Lograremos que actúe exactamente como queremos. En fin, basta...
Se movió para coger a Joanna, pero ella se retiró. No cabía duda de que la había hecho ir hasta el jardín con muy malas intenciones. Cuanto más rato lo entretuviera charlando, más posibilidades habría de que alguien se acercara y oyera su llamada de auxilio.
La resistencia que oponía Joanna pareció sorprender a Denos.
—No seáis estúpida. Tengo a mis hombres apostados aquí cerca. Es imposible que huya. Venid conmigo.
—¿Como una oveja al matadero? Ni hablar.
Joanna fingió que se tropezaba y se inclinó para coger un puñado de la grava que configuraba los caminos del jardín. Como arma era bastante rudimentaria, pero en aquel momento no cabía esperar dar con nada mejor.
—¿Y qué ha ocurrido con la prohibición akorana de dañar a las mujeres? —preguntó con sorna.
Deilos frunció el ceño y respondió:
—Una xenos no debería conocer ni una sola de nuestras costumbres. Un fallo más de nuestro ilustre Alexandros.
—Que es cien veces, no, mil veces más hombre que vos. ¿Por eso queréis hacerle daño? ¿Es porque no puede soportar vivir a sabiendas de que son él y su hermano quienes construirán el futuro de Ákora y no vos?
Las facciones de Deilos se desencajaron por una rabia tal que, por un momento, Joanna lamentó haber hablado. Sin embargo, su determinación se fortaleció en cuanto él se le aproximó con rapidez y, lo que es más importante, sin cautela alguna, y respondió:
—Vais a morir, igual que Alexandros —gruñó—, pero no ahora, no hasta que haya dejado de sernos de utilidad.
Aunque la amenaza a Alex hizo que se le encogiera el estómago, Joanna ignoró el miedo y se enfrentó a Deilos con valentía:
—Del mismo modo que pensaba emplear a mi hermano para provocar la invasión británica de Ákora.
Él se detuvo a medio paso y la miró fijamente.
—No podéis saber eso.
—¿Por qué no? ¿Imaginabais que vuestros motivos serían tan difíciles de comprender? Queréis serviros de los británicos para destruir a los Atreidas, pero en el proceso destruiréis Ákora.
Deilos torció los labios.
—Sólo a una xenos se le ocurriría algo así.
Mientras hablaban, Deilos cogió a Joanna, que entonces le arrojó el puñado de grava a los ojos. La sorpresa bastó para que él se echara hacia atrás mientras el bramido de cólera que emitió alertaba a sus hombres. En lugar de quedarse allí, Joanna se agarró la falda y echó a correr.
Se dirigía al palacio y la seguridad que le proporcionaría la multitud, y aunque no había en realidad una gran distancia hasta allí, en aquel momento le pareció tan lejano como la luna. No huía de unos rufianes de poca monta, sino de unos guerreros de excelente formación, incluido Deilos, que se había recompuesto enseguida y lideraba la persecución. Con todo, Joanna estaba fuerte y ligera gracias a la saludable vida que había llevado en Hawkforte y las luces de las salas de reuniones estaban ya muy cerca. Lo habría conseguido si no hubiera sido por la raíz retorcida y nudosa de un viejo árbol, que se elevaba en el suelo lo suficiente como para que Joanna tropezara con ella.
Se dio un buen golpe al caer, tanto que se quedó sin aliento y de inmediato se le paralizaron los pies. El palacio estaba tan cerca que ya veía gente a través de las ventanas del salón de baile, que permanecían abiertas al cálido ambiente de la noche. Sólo tenía que gritar...
Una mano áspera le tapó la boca de repente. Aunque Joanna luchó con energía por liberarse, no había comparación entre su fuerza y la agilidad del hombre que la tenía atrapada. No era Deilos, se fijó, pues éste se encontraba algo apartado y ya de vuelta a la protección de las sombras. Arrastraron a Joanna tras él.
—Si trata de escaparse —ordenó Deilos en akorano—, matadla.
Después de aquello, desapareció en la oscuridad seguido a corta distancia por sus hombres y la prisionera, que aún se resistía.

 

 

 

Alex la había echado en falta desde el mismo momento en que había desaparecido. Antes de que Joanna estuviera a mitad de camino hasta el tocador, él ya sentía el peso de su ausencia. Por la noche, al volver solo a su residencia de Brighton, tal y como el decoro, y Royce, aconsejaban, debía contener la urgencia que sentía por volver y demorarse como un mozo desafortunado bajo su ventana. Al despertarse por las mañanas, su primer pensamiento era verla de nuevo y, aunque le maravillaba el hecho de poder sentir aquellas ganas tan simples y tan infantiles, también las disfrutaba mucho. A pesar de la presión que acompañaba su misión, y del misterio, aún sin resolver, de quién lo había atacado, las pasadas dos semanas habían constituido un paréntesis de felicidad en una vida mucho más marcada por el deber.
No, entonces. En aquel momento la ausencia de Joanna lo tenía preocupado. Era muy consciente de cada segundo que pasaba, así como de su propia tendencia a echar constantes vistazos en la dirección por la que había salido. Un hábito poco productivo, pues no había señal alguna de ella.
Alex miró uno de los relojes de la repisa de una chimenea cercana. Llevaba ausente al menos media hora. Era bastante tiempo. Quizá se encontrara mal. Aquella idea le proporcionó la excusa que necesitaba para disculparse ante el príncipe regente y dirigirse a zancadas a través de las salas del castillo, hasta que se aproximó al tocador de las damas, al que, por supuesto, no podía acceder. Tampoco, sin embargo, deseaba quedarse deambulando cerca de la puerta. Mientras se debatía sobre qué hacer, descubrió un rostro familiar.
—Alex —exclamó lady Lampert, contenta—, qué alegría verte. ¿Qué tal has estado?
—Bastante bien —replicó Alex antes de inclinarse para hacerle el besamanos.
Su mirada despierta y su buen humor inquebrantable le recordaron a Alex que se trataba de una dama de considerable juicio. En ningún momento había dejado de tomarse su relación como lo que era: una agradable diversión para ambos. Ahora lo saludaba, con corrección, como a un viejo amigo.
—Eleanor —respondió—, me pregunto si podrías hacerme un favor.
Ella lo miró con un gesto irónico y divertido.
—Debo decirte, Alex, que me agrada verte tan encariñado. La lujuria está muy bien, pero, para serte sincera, el amor es mejor.
—¿Amor? ¿Vos, Eleanor?
—Sí, ya lo sé, juré que nunca ocurriría. Sin embargo, Cupido despliega un raro sentido del humor. Me caso en Navidad. Él es pobre como las ratas, más feo que picio y francamente brillante. Lo adoro. En fin, y esa joven vuestra, por supuesto, veré si necesita ayuda. Esperad aquí un momento.
Fiel a su palabra, Eleanor volvió al rato.
—Lo siento, Alex, no hay ni rastro de ella. Puede ser que ya haya vuelto y que os hayáis cruzado entre la gente.
Alex estuvo de acuerdo en que era probable que hubiera ocurrido algo así, pero después de otra media hora sin dar con Joanna, cambió de opinión. Volvió al tocador de damas, esa vez seguido del mayordomo del príncipe. Se pidió a las mujeres que tuvieran la amabilidad de salir para que pudieran registrarlo. Las mujeres accedieron y se arracimaron, intrigadas, a la salida, mientras aumentaban las especulaciones.
Alex entró en la sala dorada con una ligera sensación de estupidez. Todavía cabía que hubiera una explicación bien sencilla para la ausencia de Joanna. Tal vez habría salido al jardín a sentarse o él no la habría visto al buscarla. También podía ser que se encontrara en algún otro lugar del enorme palacio.
En cualquier caso, allá donde estuviera no estaba el lazo que antes llevaba en el pelo. Alex se inclinó despacio y recogió la larga banda de seda color marfil que se había caído al suelo. Tenía marcadas varias pisadas de damas que no la habían visto y, aunque sucia, aún era reconocible.
Alex se preguntó, mientras se enrollaba la cinta, tirante, en los dedos, dónde habría ido sin su lazo del pelo.
¿La encontraría enseguida?
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