Capítulo 1
LONDRES,
19 de junio de 1811
Sí que hacía calor, sí. A Alex no solía
importarle soportar temperaturas como aquéllas; de hecho, había
pocas cosas que le gustaran más que quitarse la ropa en una playa
bañada por el sol y dejar que la dorada calidez le acariciara la
piel palmo a palmo. Aquel pensamiento, sin embargo, estaba fuera de
lugar. No podía resultar más ajeno a la puritana Inglaterra.
Peor aún que el calor era el hedor que ése
potenciaba. Si bien la combinación de aromas de los dos mil cuerpos
allí presentes, todos generosamente perfumados, era ya lo
suficientemente desagradable, la cera derretida de las velas de los
apliques de plata y de los candelabros de cristal que había
repartidos por el salón cargaba el ambiente ya de por sí
enrarecido. El olor impregnaba los pesados cortinajes de seda azul,
que aparecían adornados con el motivo blanco de la flor de lis
bordada para la ocasión en honor de los distinguidos invitados de
la noche: los miembros de la familia real francesa, confinada en el
exilio, y cuya presencia servía de débil pretexto para que el
príncipe regente hiciera gala de sus últimas extravagancias.
Aunque las altísimas ventanas permanecían
abiertas, no lograban renovar el aire, ya que, en lugar de permitir
que corriera una brisa refrescante, daban acceso a la fetidez que
provenía de las calles de Londres y de la muchedumbre que aún las
abarrotaba. Sólo los escogidos —si es que se puede pensar en
selección al hablar de dos mil personas— habían recibido la
codiciada invitación para asistir a la inauguración de la mansión
llamada Carlton House, tras las recientes remodelaciones a las que
había sido sometida. Durante semanas, el rechinar de los dientes
envidiosos había competido con el frenético tronar de sus súplicas,
mientras aquellos que habían sido olvidados trataban de evitar su
cataclismo social. ¡Cuán alegremente habría ofrecido Alex su
invitación a quien la hubiera deseado! Con todo, no había tenido
elección. Para bien o para mal, se veía en la obligación de
permanecer precisamente donde se encontraba en aquel momento,
aunque sólo fuera por unas pocas horas más.
Resultaba realmente complicado decidir qué
se le antojaba peor, si el calor, el olor o el ruido, cada vez más
ensordecedor, de las conversaciones de los invitados, que trataban
de hacerse oír por encima de los demás mientras los músicos se
esforzaban por tocar sin arredrarse ante la total falta de espacio
para bailar. Alex se entretuvo brevemente con la distracción menor
que le proporcionaba la encantadora dama de cabellos castaños que
se le había aproximado poco después de que él hubiera llegado. Lady
Eleanor Lampert era la rica heredera, viuda de un lord potentado
que la había desposado a sus setenta años bien entrados cuando ella
contaba apenas diecisiete primaveras. Era presumible que él fuera
conocedor del riesgo que aquello entrañaba. Tras su defunción, seis
meses después del enlace, se rumoreaba que había abandonado este
mundo con la cabeza, y alguna cosa más, bien alta.
En tales circunstancias, lady Lampert se
mantenía entretenida. Razonable en lo que se refería a su
independencia, rehuía la idea de volver a contraer matrimonio y
elegía cuidadosamente sus aficiones. Alex reconoció en ella a una
compañera de cama experimentada y terrena, lo que encajaba a la
perfección en sus pretensiones. Llevar a una mujer colgada del
brazo le parecía aceptable por un breve periodo de tiempo; pero que
una se le enganchara de por vida le parecía un asunto de índole
bien distinta. Cuando ocurriera —no si,
sino cuando, pues no había duda de que
se casaría—, sería en aquel mundo, completamente diferente, que tan
inesperadamente se descubría anhelando. El deber se había impuesto
para requerir su presencia en Inglaterra por más tiempo del que le
habría gustado. El deber, con todo, era lo que configuraba su
existencia: un deber de por vida. Y, en cualquier caso, no cabía en
realidad quejarse del camino que él mismo había emprendido.
De todos modos, tenía que marcharse pronto,
no sólo de aquel maldito baile, sino también de aquel país. Había
cumplido con sus responsabilidades, incluso a cualquier precio
durante una época, y ya había pasado lejos demasiado tiempo. Sólo
unos cuantos días más y sería libre...
Unos cuantos días. Costaba creer que ella
hubiera estado buscándolo sólo ese tiempo, que a sus ojos parecía
una eternidad, sobre todo después de haber pateado Londres, haber
llamado a su residencia, haber dejado una carta que había sido
ignorada y haber ido dándose cuenta poco a poco de que él debía de
haber dado órdenes después del primer día en que la había rechazado
y en que se le había negado cualquier información sobre su
paradero. A pesar de tener aún las mejillas encendidas por el
agravio del trato recibido, estaba dispuesta a continuar. La
vergüenza y la frustración importaban tan poco como la privación de
comodidades. Ni siquiera la rabia era relevante. Lo encontraría. Él
tendría que escuchar lo que tenía que decirle. La ayudaría. Lo
lograría. Fracasar no formaba parte de sus planes.
Podía ser que al distinguido lord Alex
Haverston Darcourt, marqués de Boswick, conde de Letham y barón
Dedham no se le hubiera pasado por la cabeza la idea de que lady
Joanna Hawkforte careciera de otros recursos aparte de su
testarudez. Y podía ser también que ella no contara con aliados
entre los círculos selectos por haber preferido, como era el caso,
mantenerse a la mayor distancia posible de ellos, pero poseía el
dinero suficiente para conseguir la invitación más codiciada de la
temporada por el sencillo método del soborno, así como contratar a
un avispado caballero que se había ocultado en las inmediaciones de
la residencia de su presa el tiempo necesario para confirmar sus
movimientos. En cuanto le habían comunicado que efectivamente se
dirigía a la fiesta de Carlton House, Joanna se había apresurado
para estar allí antes que él, una premura que se esforzaba en grado
sumo en ocultar mientras continuaba su búsqueda.
Hacía mucho tiempo, en lo que parecía ya
otra vida, su querida madre la había instruido en el arte del
lenguaje del abanico. Supuestamente inventados por una inteligente
dama española, los mensajes en clave permitían crear un espacio de
comunicación protegido de los oídos más aguzados, «aunque no de los
ojos entrenados», pensó Joanna al desplegar el exquisito abanico de
encaje de seda color marfil que había pertenecido a su madre.
Combinaba bastante bien con el vestido que llevaba puesto: ajeno a
los imperativos de la moda, y de seda verde palo, complementaba el
tono avellana de sus ojos y la coloración miel de su cabello. Con
todo, no habían sido las consideraciones estéticas las que la
habían decidido a llevar el abanico, sino, más bien, un impulso,
como si hubiera querido emplearlo como soporte moral. Hacía mucho
que su madre, igual que su padre, la había dejado. La que podía
considerar su familia se encontraba en una lejana orilla. El
abanico al que se aferraba con fuerza la llenaba de valor. Joanna
cerró los ojos un instante, y al abrirlos, se descubrió mirando
fijamente por encima de la seda con lazos a un hombre de belleza
tan impactante que cortaba la respiración.
La primera visión que tuvo de él fue de
perfil: el rostro, anguloso y de rasgos duros, le recordó las
estatuas griegas que cinco años antes había admirado en el
transcurso de una visita a Atenas con Royce. La frente amplia bajo
la cabellera negra, la nariz prominente, la boca grande y la sólida
barbilla despertaban en ella irresistibles recuerdos de aquellos
dioses inmortalizados en mármol.
A pesar de ello, no había escultura que le
hiciera justicia. La vitalidad y la fortaleza masculina innata que
desprendía la dejaron fascinada. Cuando él se volvió ligeramente,
Joanna comprobó que lucía una piel bronceada por el sol. Las cejas
sobresalían como si fueran un par de alas oscuras dispuestas sobre
los ojos y le conferían, incluso de lejos, el aspecto de un
cazador. Frente a la ostentosa moda de salón que predominaba aquel
día, él iba vestido de negro riguroso, salvo por el blanco de las
cascadas de encaje que le caían del cuello y las muñecas, y que no
hacían sino acentuar su implacable virilidad. De altura superior a
la de cualquier otro hombre en el salón, mostraba con naturalidad
un porte majestuoso que se adecuaba a la perfección al poderío de
su cuerpo y que la vestimenta no lograba ocultar. En el salón se
percibía la presencia de una realeza que nada tenía que ver con la
desplegada por el orondo príncipe y sus amistades francesas en el
exilio.
Esa realeza era diferente, extraña y, si las
leyendas no mentían, ancestral.
Aun así, él también era inglés y a Joanna le
agradó recordarlo.
El hombre sonrió de repente, y Joanna se
fijó entonces en que había una dama a su lado. Se trataba de una
mujer muy hermosa, con el cabello castaño y brillante, y una
magnífica figura cubierta por un vestido de seda color escarlata y
cortado a modo de túnica, con escote bajo y de líneas largas y
sueltas que realzaban sus virtudes. A Joanna le llevó un segundo
reconocer aquel rostro exquisito: lady Eleanor Lampert, la célebre
lady Lampert, para quien la recompensa por obviar todas las normas
del decoro había sido la adoración de la sociedad; una sociedad
que, caprichosa, también podía ser dañina cuando quería. Mejor
sería que Joanna se concentrara en el caballero.
Tal vez lo más conveniente fuera que se
acercara a él. Eso, sin embargo, se presentaba como una tarea nada
fácil, dado que se encontraba rodeado por una horda de adláteres y
aduladores que superaban en número a los asistentes pendientes del
anfitrión de la noche. Si bien cabía que Prinny, como se conocía al
príncipe regente, se sintiera contrariado por la situación, se
decía que admiraba a Darcourt más que a ningún otro hombre; más aún
que al feroz Wellington o al exigente adalid del buen gusto,
Brummell. Era fácil adivinar por qué la esquiva marquesa les
honraba con su presencia aquella noche. Y él debía de haber
considerado que declinar la invitación a tan augusto acontecimiento
dejaría al príncipe regente desolado. Consciente de sus
responsabilidades, fueran las que fueran exactamente, había dejado
de lado su conocida aversión por las reuniones de aquella
índole.
Era obvio que Prinny estaba encantado, tanto
como el resto de personajes, ya fueran hombres o mujeres, pues
todos parecían empeñados en conversar con Darcourt. En la medida de
lo posible, Joanna trató de aproximarse a él siquiera un poco, a
pesar de lo cual se vio rechazada por una sólida pared humana que
resultó ser impenetrable.
Hacia la medianoche, el cansancio empezó a
causarle estragos. Aunque no había inconveniente en que la gente
educada remoloneara en la cama hasta pasado el mediodía, a ella le
era imposible, más aún desde que la preocupación se había tornado
un aguijón que la despertaba constantemente. Viajar a Londres había
sido un último recurso, o eso pensaba ella. Ahora bien, en cuanto
había comprobado que no conseguiría ninguna ayuda del Ministerio,
ni siquiera el reconocimiento de que Royce pudiera estar en
peligro, Joanna había concebido un plan, desesperado a todas luces.
Para llevarlo a cabo, necesitaba la colaboración de Darcourt,
quien, inaccesible, permanecía fuera de su alcance aunque lo
tuviera ante sus mismos ojos.
—En verdad, milord, aparte de haber logrado
mantenerse en Lisboa, no alcanzo a ver lo que Wellington ha
conseguido para hacerse merecedor de las alabanzas que de él se
oyen estos días. Si me preguntáis, os diré que considero que todo
son bravatas.
Alex nunca había sentido, y tampoco ahora,
una particular inclinación hacia las discusiones sobre asuntos
militares, un tema extremadamente delicado sobre el que se resistía
a revelar su vasta experiencia. Con todo, tampoco podía ignorar al
sujeto alto y espigado que se le había aproximado abriéndose paso
entre la multitud. Charles, el segundo duque de Grey y uno de los
barones de los whigs, la facción política que derivaría en el
partido liberal, era hombre de confianza del príncipe regente y se
le apuntaba como un probable candidato para ocupar el cargo de
ministro de Exteriores cuando el Parlamento retirara por fin las
restricciones al poder del regente, como se esperaba que ocurriera
aquel mismo año. Siempre y cuando, claro estaba, el debilitado
Jorge III no recuperara la salud y retomara el mando.
—Wellington está agotando a los franceses
—respondió Alex con serenidad—. El hartazgo de Napoleón por la
pérdida de hombres y de material hará que cambie de rumbo.
Grey le dirigió una mirada inquisidora que
logró disimular rápidamente esbozando una sonrisa amable.
—¿Hacia Gran Bretaña, milord? ¿Es eso lo que
espera que ocurra?
Alex dudó. Aunque se sentía tentado a obviar
la pregunta, respetaba a Grey. Además, aquel aristócrata tan bien
situado podía representar el medio adecuado para lanzar un mensaje.
Los whigs contaban con que serían ellos quienes formaran el nuevo
gobierno en cuanto Prinny expulsara a los tories, la facción más
conservadora, que apoyaba a su padre. Alex creía secretamente que
estaban en un error. Con todo, tener ideas que parecieran
peregrinas tampoco podía perjudicarlo.
—Hacia Rusia —respondió con tranquilidad—.
No hay otro modo de que se resarza tras la derrota ante los
turcos.
Grey emitió un sonido de sorpresa, aunque
rápidamente trató de disimularlo y acabó convirtiéndose en una
especie de ladrido.
—Milord, Rusia es una aliada de
Bonaparte.
—Una alianza algo incómoda, ¿no crees? Son
como dos toros uncidos bajo el mismo yugo.
—Puede ser... ¿Es ésta la visión de Ákora?
¿Es eso lo que se espera más allá de las Columnas de
Hércules?
Alex arqueó una ceja y evitó contestar
directamente.
—No hablo en nombre de Ákora, milord.
Recuerde que no ostento representación diplomática alguna. Mi
presencia en la corte es estrictamente extraoficial.
—Eso no se corresponde, señor, con la
opinión generalizada. Lo que se cree es que, en realidad, habla por
vuestro hermanastro, el vanax. Aunque
quizá sea más importante su labor de escucha. En cualquier caso,
debo decirle que desempeña ambas funciones con destreza.
—Os agradezco el cumplido, milord, pero,
como ya sabrá, Ákora mantiene su soberanía al perseverar en su
neutralidad. Cualesquiera que sean las ideas que allí se tengan en
torno a la actual situación en que se ve inmersa Europa no se
comentan fuera de los límites de Ákora.
—Respeto su prudencia en tales asuntos,
milord.
Aunque Grey inclinó la cabeza cortésmente,
la leve sonrisa que se permitió esbozar hacía pensar que en
absoluto había cambiado de opinión sobre la verdadera misión de
Alex en Inglaterra.
Cierto era que tampoco tenía ninguna razón
para hacerlo.
Grey desvió su atención hacia lady Lampert,
que desplegaba sin esfuerzo su habitual encanto. Conversaron
amigablemente mientras Alex se limitaba a escuchar, distraído, al
mismo tiempo que correspondía con ligeros movimientos de cabeza,
apenas perceptibles, a las ansiosas miradas e impacientes saludos
de quienes se arremolinaban a su alrededor y les prestaba atención
con una brevedad justa que no animaría a nadie a iniciar un
intercambio dialéctico. Con el tiempo se había hecho inmune a la
habitual letanía de frases que la gente lanzaba con la intención de
trabar amistad con él. Era siempre lo mismo: hombres de codicia y
ambición ansiosos por presumir de que él se encontraba en sus
círculos, que dejaban caer indirectas sobre contactos políticos o
sobre increíbles oportunidades de negocio y que mostraban una falsa
camaradería que no ocultaba sino la envidia y, en ocasiones,
incluso el miedo que sentían. Y luego estaban las mujeres. Entre
las madres que empujaban a sus hijas hacia él con la esperanza de
que se hicieran con un título que llevaba emparejada una fortuna, y
aquellas evidentes predadoras atraídas por el exótico misterio que
lo rodeaba, bien podría haber renegado del mal llamado bello sexo.
Por fortuna, también había mujeres como Eleanor, empeñada en
disfrutar de la vida sin condicionamientos.
Poco tenía que ver aquello con Ákora, su
amado hogar. Allí las mujeres eran... mujeres, tal y como debían
serlo. Conscientes de su lugar en el mundo, eran contenidas y nunca
se mostraban atrevidas o desaforadas como hacían muchas de las
inglesas, incluida aquella que lo miraba fijamente por encima del
ala del abanico. Se había fijado en ella antes, al pasar por su
lado. Por un instante le había clavado la mirada. Le resultaba
vagamente familiar y no lograba identificarla. Ahora, al observarla
más directamente, sintió de repente que la reconocía. Aquel cabello
color miel, ni rubio ni castaño, trajo a su mente la visión de las
playas de Ákora bañadas por el oleaje. Y aquellos ojos, ligeramente
rasgados hacia arriba, delataban al observarlo una rara
inteligencia y una gran determinación.
Había ido a verlo unos días antes, y Alex
había comunicado al lacayo que le había presentado su tarjeta que
debía despachar a la dama, y luego había permanecido mirando tras
la ventana de la biblioteca y la había visto volver al coche de
caballos. Si bien aquello debería haber dejado el asunto zanjado,
la mujer parecía insistir. Con todo, no podía dejar de sentir
cierta simpatía por el ruego con que ella acudía. Si los rumores
que circulaban por Londres eran ciertos, Royce Hawkforte había
mostrado una singular insensatez, o acaso, sencillamente, un exceso
de empeño.
La boca de Alex se tensó mientras seguía
contemplando a la dama, que, a su vez, lo observaba. El afecto que
él mismo profesaba a su hermanastro le hacía comprender la
preocupación de aquella mujer; aun así, nada había que él pudiera
hacer por ella. Implicarse en la desaparición de un noble inglés
significaba inevitablemente implicar a Ákora, y eso era, de hecho,
una locura. Además, por mucho que entendiera por qué actuaba de ese
modo, no había razón alguna por la que hubiera de aprobar su
comportamiento. Los ingleses eran demasiado permisivos con sus
mujeres. Hasta el akorano más sencillo sabría hacerlo mejor.
Consciente de lo que hacía, Alex sostuvo la
mirada un momento más antes de retirarla. De soslayo vio que ella
fruncía el ceño y supo que la mujer había captado el mensaje: al
cortar el contacto de modo tan abrupto no había dejado dudas de su
falta de interés por saludarla. Hizo caso omiso del momentáneo
sentimiento de culpabilidad que pareció asaltarlo. Por su propio
bien, la dama debía retirarse sin haberlo malentendido; era mejor
que emprendiera el camino de vuelta al campo, el lugar al que
pertenecía. Al cabo de unos minutos, volvió a mirar con cautela,
convencido de que lady Joanna Hawkforte se habría marchado.
No lo había hecho. Por increíble e incluso
sorprendente que pareciera, la dama se dirigía directamente hacia
él. Salvo que se hallara en un tremendo error —y en aquel momento
no podía creer lo que veían sus ojos de lo chocante que era—, ella
parecía avanzar a empujones, animada por la determinación, y se
diría que por la furia, que la llevaba a dar con él.
«¡Qué hombre tan deplorable!» ¿Cómo osaba
mirarla como si ella no fuera más que algo que se le hubiera
quedado pegado a las botas? Después de tantos meses de sufrimientos
—el temor siempre creciente, el esfuerzo inútil por conseguir ayuda
de aquellos que tenían el deber moral de dar un paso adelante para
apoyarla—, en aquel momento, además, debía soportar el inaguantable
y arrogante rechazo de un hombre que parecía obviamente demasiado
acostumbrado a llevar una vida de privilegio y permisividad. Por
Dios, que no tenía por qué tolerar aquello.
—Milord.
Justo cuando ya se iba, se detuvo, se dio la
vuelta y se quedó mirándola. Esa vez, de verdad. Aunque la dama se
vio atrapada por el impacto de los ojos de Alex, de un azul tan
intenso que parecían transportar la luz del sol del mediodía, logró
no estremecerse. No le daría aquel gusto.
—Milord, necesito hablarle de...
Alex levantó la mano en un gesto de orden
tan natural que no podía ser sino innato. La voz se oyó firme e
impersonal.
—Lady Joanna, no puedo complacerla. Creí que
le había quedado claro.
Joanna era vagamente consciente de la gente
que los rodeaba y los escuchaba con atención, así como de lady
Lampert, que la miraba con inesperada simpatía. Sin embargo, nada
de aquello importaba. Sólo le interesaban Darcourt y el mazazo que
estaba asestando él a la esperanza a la que ella se había aferrado
durante todos aquellos meses.
—Milord —volvió a intentar, desesperada—,
creo comprender sus reservas...
El tono de Alex se tornó frío como el viento
helado del invierno.
—No son reservas, sino una negativa —cortó
con brusquedad.
Tras pronunciar aquellas palabras, se marchó
dándole la espalda, una espalda ancha y elegantemente cubierta.
Salvo darle una paliza, nada quedaba que ella pudiera hacer.
Joanna tenía la cabeza a punto de estallar,
probablemente porque continuaba apretando los dientes. El disgusto
la abrasaba por dentro de modo enfermizo, y el miedo atenazador y
horrible a haber fracasado, a la idea de que se desvanecía toda
esperanza para Royce, la desgarraba por dentro.
¡No!
Aunque forcejeó para hacerse con algo a lo
que agarrarse, Joanna se retiró tambaleando mientras la masa de
gente se cerraba de nuevo tras ella para convertirse en un
hervidero de víboras hambrientas, de lengua viperina, y encantadas
de regodearse en el chisme que acababa de proporcionarles. De
alguna manera logró alcanzar la escalera que descendía en curva
hasta el primer piso del palacio. Agarrada a la barandilla por si
se caía en aquel estado lamentable, bajó los peldaños sorteando el
enorme ejército de camareros que correteaban con rapidez de un lado
a otro, demasiado ocupados como para prestarle atención.
El peso que le presionaba el pecho fue
aligerándose al entrar en una habitación que resultó ser una
biblioteca. Al menos eso fue lo que Joanna dedujo a juzgar por la
enorme cantidad de volúmenes exquisitamente encuadernados que se
sucedían en las estanterías que se extendían del suelo al techo a
lo largo de todas las paredes y que, minuciosamente labradas,
quedaban articuladas por columnas doradas. A pesar de los defectos
que el príncipe regente pudiera tener, por lo menos se trataba de
un hombre de letras con una particular inclinación por la
literatura. Con todo, Joanna dudó de que aquellos libros fueran tan
apreciados como la magnífica colección de Hawkforte, donde se
disfrutaba y se cuidaba con cariño cada uno de los ejemplares que
la componían, también los manuscritos con miniaturas, entre los que
se hallaban algunos que databan de novecientos años atrás, casi de
la época en que se había fundado la familia.
Pensar en el hogar y en todo lo que
significaba fue para Joanna como un bálsamo de fortaleza que fue
calmándola lenta pero definitivamente. Novecientos años. Además, la
actual dinastía de los Hannover estaba compuesta por un grupo de
advenedizos, como todos los hombres y mujeres que se encontraban
aquel día entre los invitados a Carlton House. «Todos, salvo
Darcourt», se recordó a sí misma. Acababa de evocar su imagen en su
agotada mente. Un escalofrío revulsivo la recorrió mientras revivía
la debacle. Alex estaba convencido de que la había derrotado y no
cabía duda de que la había expulsado de sus pensamientos sin más
esfuerzo que le habría empleado con un molesto mosquito. Entre lo
que daba por hecho el insufrible Darcourt y la verdadera
determinación de Joanna había, sin embargo, un trecho mayor de lo
que él jamás podría imaginar.
Ella era una Hawkforte, sencilla y
desafiante. No había más vuelta de hoja. Y Joanna acababa de
recordarlo.
Ignoró las pulsaciones de las sienes, y el
cansancio que ya le pesaba, y continuó avanzando más allá de la
biblioteca hasta llegar a un comedor privado, donde las paredes y
el techo estaban decorados con altorrelieves góticos. Desconcertada
y con una nueva sensación de estar dejándose arrastrar por un
sueño, accedió a una sala de pintura que, de un vistazo, reconoció
completamente bañada en oro. Con franqueza, ¿tenía límite alguno la
extravagancia del príncipe? Parecía que no. La siguiente estancia
resultó ser inmensa, larga, estrecha y acristalada. Se trataba de
un jardín de invierno, aunque era, con diferencia, el mayor que
ella hubiera visto jamás. La luz de más de cien farolillos se
derramaba sobre la mesa interminable que había dispuesta en el
centro de la sala. Y sobre ella se festejaban los servicios en oro
y plata más elaborados que habría conocido...
No, no podía ser. Un pequeño arroyo avanzaba
en meandros hacia el centro de la mesa, bordeando las fuentes y las
soperas. Joanna se aproximó y se inclinó un poco para echar un
vistazo a lo que parecía un mundo en miniatura: una representación
de los márgenes del río cubiertos de musgo, puentes diminutos,
plantas que florecían aquí y allá, y peces de colores, dorados y
plateados, que reflejaban en sus lomos la deslumbrante luz de los
candelabros que alumbraban la mesa.
Realmente, Prinny se había superado a sí
mismo. Aun con todos los excesos y sibaritismos que había mostrado
hasta entonces, aquello era sencillamente increíble.
La mesa estaba preparada para los invitados
más selectos del príncipe, y Joanna desde luego no se contaba entre
ellos. Tanto ella como el resto de los inferiores mortales que
conformaban el aforo serían atendidos en el jardín, donde los
esfuerzos de los sirvientes eran ya febriles. Decenas de atareados
jóvenes ataviados con libreas en honor del príncipe, de tonos azul
y blanco, se apresuraban aquí y allá, y transportaban sopas,
asados, carnes frías, refrigerios, frutas, pastas y similares,
además de cubos y cubos de champán helado, a la enorme carpa que se
había desplegado bajo las estrellas.
Resultaba ciertamente impresionante para
quienes se deleitaban en tales arreglos. No era el caso de Joanna,
que saboreaba la amargura de la derrota mientras todos los que la
rodeaban se atiborraban con gula a la salud del príncipe. Desde
donde estaba podía ver a Darcourt al otro lado de las ventanas del
jardín de invierno, aunque por lo que a ella respectaba, podría
haber estado a kilómetros de distancia.
Estaba sentado a la mesa del príncipe, muy
cerca del mismo Prinny, que se había engalanado para la ocasión con
un uniforme de mariscal color escarlata, un honor que su propio
padre, que ahora no estaba en posición de objetar, le había negado
hacía tiempo. A corta distancia, el que iba a convertirse en el rey
Luis XVIII, hermano del decapitado monarca francés cuyas acciones,
según se decía, habían precipitado su muerte, aparecía enrojecido e
incómodo. Se rumoreaba que padecía una gota de carácter leve, algo
verosímil dado su volumen, superior incluso al del regordete
Prinny.
Aunque su sobrina, la duquesa de Angoulême,
era la dama más insigne entre los franceses, ni su estatus ni la
atención que el príncipe regente le prestaba estaban consiguiendo
aliviar la resignación de un semblante que, de otro modo, podría
haber resultado atractivo. Si bien se decía de ella que sufría
jaquecas, Joanna pensaba más bien que el mal que padecía tenía otra
causa bien distinta. De pequeña, la duquesa había permanecido
cautiva junto a sus padres, su hermano y una tía. Habían ido
arrebatándoselos uno a uno para decapitarlos. Sólo el caprichoso
ablandamiento del tribunal revolucionario la había salvado de
unirse a ellos y la había empujado, en cambio, a una vida en el
exilio.
Parecía como si los agitados lazos
familiares se hubieran convertido en el tema central de la velada.
La esposa del príncipe regente, la despreciada Caroline, se
encontraba en Londres, si bien no entre los invitados. De hecho, se
comentaba que Prinny había ordenado a los húsares tan gloriosamente
ataviados que formaban la guardia de honor de la noche que hicieran
todo lo que fuera necesario para frenar a la princesa de Gales, si
a ésta la hubieran aconsejado tan erróneamente que la hubieran
animado a tratar de asistir. Con todo, el de la princesa no era el
único rostro real que se echaba en falta. La reina misma, que no
aprobaba ni los excesos de su hijo ni el descalabro de su
matrimonio, había declinado la invitación y había indicado a sus
hijas que hicieran lo mismo.
Y luego estaba el rey loco, encerrado una
vez más en la celda de la demencia que ya le había golpeado en
cuatro ocasiones y a intervalos a lo largo de su vida, y se
mostraba ahora implacable, de modo que no le dejaba otra opción que
la de otorgar la regencia a su hijo mayor y heredero. En el pasado,
este ilustre personaje y sus hermanos se habían divertido con
imitaciones de los frenéticos gestos y las ilusas charlas de su
padre. No se sabía si esa vez estaban dándose ese gusto. Joanna
sólo esperaba que no fuera así.
A pesar de todo, o precisamente por ello, la
mayor parte de los invitados disfrutaban en apariencia de una
alegría casi febril. Darcourt era la excepción. Parecía... no
precisamente aburrido, sino resignado. Eso era. Parecía resignado.
En cualquier caso, Joanna no conocía la razón de aquel estado, pues
recibía las cortesías de todo el mundo, Prinny incluido, y era como
si lady Lampert se empeñara en resultar aún más encantadora.
¡Qué agradable debía de resultarle! ¡Qué
delicioso debía de ser lo de poder acomodarse en circunstancias tan
seguras y privilegiadas para que lo adularan y lo adoraran! Y,
mientras tanto, ella se veía invadida por la agonía que le producía
el terror, y Royce... No, no pensaría en dónde podía estar su
hermano en aquel momento, ni en las penurias que estaría
atravesando. Sentía que estaba a punto de echarse a llorar y lo
podía soportar todo menos sucumbir a las lágrimas.
El pundonor la rescató. Aquella horrible,
cargada y estúpida fiesta acabaría en algún momento. Darcourt se
iría de allí, y ella haría lo mismo, justo detrás de él. Sería su
Némesis, invencible e incansable. No huiría —no podría huir— de
ella.
Los peces de colores estaban muriéndose.
Darcourt observó que había otro más flotando sobre la superficie
del agua; tenía la boca, antes jadeante, paralizada, y los ojos se
le habían nublado rápidamente. Daba la sensación de que el príncipe
no tenía límites a la hora de gastar. Los enormes montones de
extravagante comida sobrepasaban con creces la capacidad de la
gente para devorar y se estropearían antes de que siquiera un
ejército de sirvientes pudiera dar cuenta de ellos. Los mejores
esfuerzos de los invitados por emborracharse no podían acabar con
el verdadero mar de champán que se les ofrecía, gran parte del cual
acabaría sin gas y acidificado. Las flores, tantas que podrían
llenar cien jardines, ya estaban marchitándose. Y ahora se morían
los peces atrapados en aquel ridículo riachuelo. Otro más.
Verdaderamente, la velada estaba
sobrepasando incluso las expectativas de mal gusto de Alex.
Frente a él, lady Lampert, a quien, a pesar
de sus encantos, no habría descrito como un alma sensible,
palideció y retiró su plato.
—¡Por Dios! —murmuró antes de apartar la
vista.
La agonía de los peces empezaba a llamar la
atención de otros comensales a uno y otro lado de la mesa. Un
repentino malestar empañó de repente las hasta ahora animadas
conversaciones de los invitados. Concentrado en un relato sobre su
propia y absolutamente imaginaria destreza militar, el príncipe
regente tardó en darse cuenta del suceso. Frunció el ceño de modo
que cayeron todos los pliegues de carne situados entre las cejas. Y
acto seguido, realizó un gesto brusco con aquella mano hinchada y
repleta de anillos, como si pudiera así borrar lo que le
disgustaba.
Lamentablemente, no lo logró. En el ambiente
cálido que se respiraba en el jardín de invierno, los peces
tardaron poco en empezar a oler y una grisácea palidez comenzó a
hacerse evidente en los rostros de los allí presentes,
especialmente entre quienes habían comido y habían bebido
demasiado, así como entre aquellos acalorados.
El humor de Alex mejoró por primera vez
desde hacía horas. Eran casi las cinco de la madrugada. Pronto
amanecería y el alba solía ser el momento en que se ponía punto y
final a las fiestas que habían sido todo un éxito. Por supuesto, la
velada en Carlton House no podía ser sino un triunfo absoluto, y lo
sería, no obstante la hediondez de los peces.
Alex se inclinó ligeramente hacia delante y
captó la mirada enrojecida de Prinny.
—Señor, estoy convencido de que aquellos de
entre sus invitados que se encuentran en el jardín no podrían
encontrar mayor placer en este acontecimiento que el deleite de su
compañía, ahora, en este último rato.
Prinny parpadeó una vez..., y luego otra.
Aturdido por la comida, el vino y las adulaciones, el entendimiento
le flaqueaba. Asintió de modo que daba la sensación de no tener la
cabeza fija a su sólido cuello.
—Estás muy en lo cierto, Darcourt. Has hecho
bien en pensarlo. Por mucho que aprecie vuestra presencia aquí,
queridos amigos, no tenemos que ser egoístas. Debería dejar que me
vieran los demás.
Se levantó de modo tan brusco que los dos
lacayos que corrieron a retirarle la silla apenas alcanzaron a
evitar que se cayera. El resto de los comensales también se levantó
y abandonó apresuradamente la mesa, ya claramente sucia y cubierta
de peces muertos o moribundos.
—¡A Dios gracias! —dejó escapar en voz baja
lady Lampert cuando Alex rodeó la mesa para acercarse a ofrecerle
el brazo—. No podría soportarlo un segundo más. ¡Qué desagradable!
Realmente no parece que haya límites para él, ¿no creéis?
Y eso lo decía una dama que apreciaba la
vida de desenfreno. Cuando hasta lady Lampert se ofendía no había
duda de que las cosas habían ido demasiado lejos.
—Parece que no —respondió Alex en el mismo
tono.
Aquello era lo más parecido a una crítica
que Alex haría a su anfitrión. En privado, en cambio, sus
preocupaciones en torno adonde dirigiría la política británica
aquel simple y egocéntrico príncipe regente aumentaban cada día.
Con Napoleón al mando del continente europeo, Gran Bretaña buscaba
el poder y el prestigio allá donde pudiera encontrarlo. Cabía que
Australia y la India no resultaran suficientes. Y cabía también
que, a su debido tiempo, se fijaran en el pequeño pero estratégico
reino situado más allá de las afamadas Columnas de Hércules, un
lugar con la situación idónea para controlar la entrada al
Mediterráneo.
No sería así, desde luego, si él tenía algo
que decir al respecto. Su conversación con Grey había sido sincera:
no ostentaba representación diplomática alguna del reino de Ákora.
Ahora bien, tenía encomendada una misión, una ante la que no
dejaría que nada se interpusiera.
Fuera, en el jardín, los varios cientos de
invitados que se encontraban más próximos al príncipe regente y su
comitiva se arremolinaban a su alrededor y bloqueaban así el acceso
del resto. No cabía duda de que Prinny los creía incapaces de
contener su entusiasmo por él; para el ojo hastiado de Alex, en
cambio, los invitados parecían más bien aliviados ante la señal de
que la fiesta estaba tocando a su fin.
No había nada que pudiera competir con la
anécdota de los peces moribundos, una historia que se relataría
incansablemente y uno de los pocos detalles que la gente recordaría
del encuentro. Con todo, los jardines serían lo segundo de lo que
se hablaría, dado que parecían haber sido sometidos a un grave
destrozo. Allá donde Alex miraba veía parterres abiertos, flores
pisoteadas, e incluso varios arbolitos parecían estar a punto de
caerse. Los asistentes no se encontraban en mejor estado. El
maquillaje de hombres y mujeres se había corrido por igual, las
pelucas se habían ladeado y los fastuosos trajes se mostraban ahora
manchados de comida y bebida después de haber estado sometidos a
tan concurridas circunstancias.
Una vez recibida la aduladora gratitud de
sus invitados, el príncipe regente se preparaba para retirarse.
Alex reprimió la sensación de alivio que lo invadía. En cuanto
divisó un pequeño claro entre la multitud, empezó a caminar a
través de él. Lady Lampert se apresuró a seguirlo. Ambos alcanzaron
el final del jardín justo cuando Prinny se volvía, obsequiaba a sus
invitados con una última y majestuosa mirada, y desaparecía en el
interior del palacio. Apenas hubo terminado, Alex indicó:
—¡Por aquí!
Un agujero abierto, muy convenientemente, en
los arbustos los condujo a una zona de césped en cuyo extremo se
encontraba el muro que rodeaba Carlton House y en el que se hallaba
la verja de salida. Tras ella: la ciudad, el populacho, su
escapatoria.
Alex se concedió un momento para confirmar
que había planeado bien la estrategia de ágil retirada. Su carruaje
estaba apostado exactamente donde esperaba: a una distancia
suficiente de la multitud como para permitirle salir de allí con
facilidad. Mientras los invitados menos avezados permanecerían
atrapados en la aglomeración hasta bien pasada el alba, él y su
encantadora acompañante encontrarían lugares más agradables en que
estar.
Le hizo un gesto al cochero, que ya estaba
en posición y con las riendas preparadas, abrió la puerta y ayudó a
lady Lampert a subir. Luego, la siguió con ligereza. Cuando se
sentó, las ruedas del reluciente landó negro ya estaban en
marcha.
* * *