XX
FIN O PRINCIPIO
2004-…
—¿Y mamá? —preguntó Daniela, con el entrecejo fruncido en el gesto de confusión y alivio que lucía desde hacía días—. ¿Qué lugar ocupó ella en esta historia?
Desde aquella tarde en que Kilian les había abierto su alma para revivir aquello que había guardado en el corazón durante más de treinta años, el goteo de nuevas preguntas no había cesado. No había bastado con el descubrimiento de la verdad de que Laha era hijo biológico de Jacobo, hermanastro de Clarence y primo de Daniela. No. La verdad exigía más explicaciones, decenas de preguntas —tras un largo periodo inicial de silencio— que sirviesen para que cada uno pudiese seguir adelante con su vida después de la revelación.
Kilian suspiró. Él nunca se lo dijo ni ella nunca se lo preguntó, pero Pilar tenía la certeza de que su corazón pertenecía a otra. Lo único que le pidió fue que se quitara el collar africano que llevaba al cuello el mismo día que se casaron.
—Tu madre y yo pasamos buenos momentos juntos y me trajo a ti —respondió por fin—. Dios quiso que muriera poco después.
No le dijo que había llegado a sospechar que los espíritus se la habían llevado pronto para que su alma pudiera serle completamente fiel a Bisila.
—Tío Kilian —intervino Clarence—. ¿Y no pensaste nunca en regresar a Guinea cuando las cosas mejoraron después de Macías?
—Me faltó el coraje de hacerlo.
Kilian se levantó y comenzó a caminar por el salón. Se detuvo ante la ventana y contempló el paisaje brillante y vivaracho de ese mes de junio. Qué complicado le resultaba explicar aquello que, desde la perspectiva de la distancia y el tiempo, se comprendía de otra manera y se convertía en un sentimiento permanente de arrepentimiento. Con el paso del tiempo, tendía a acordarse más de las renuncias que había hecho, o de lo perdido, que de lo ganado. Sería propio de la edad…
Sí. Había sido un cobarde. Le había faltado decisión. Y lo que era infinitamente peor: se había amoldado finalmente a una cómoda existencia en su tierra natal. Recordó todo lo que había ido leyendo en la prensa sobre los acontecimientos de la historia reciente de Guinea Ecuatorial y las relaciones con España. ¿Cómo se había pasado de una íntima unión a la separación absoluta y al doloroso recuerdo? Unos decían que la decisión de no enviar una unidad militar o policial que protegiera a Obiang nada más derrocar a Macías —lo cual había permitido la entrada en escena de la guardia marroquí— había sido la primera razón del fracaso posterior de la actividad española, marcada por la ausencia de una política exterior clara y decidida y un terrible miedo a ser tildada de neocolonialista. España no había respondido con rapidez a la solicitud de respaldo del ekuele, la moneda guineana, ni a la petición de hacerse cargo del presupuesto guineano durante cinco años, lo cual le hubiera garantizado un trato preferente en negociaciones futuras, ni a la creación de un clima jurídico y económico que diera confianza y seguridad a posibles inversores.
El argumento más extendido era que los españoles no habían llegado nunca a plantearse en serio una verdadera cooperación moderna al estilo de Francia, que no había desaprovechado la ocasión para meterse por medio. Francia gastaba miles de millones en cooperación, mientras que España gastaba poco. Manuel le había contado que muchos antiguos propietarios como Garuz se habían quejado de que los millones pagados en sueldos para la cooperación habrían sido mejor empleados si se hubieran dado a personas con experiencia en Guinea, como ellos, para la recuperación de unos bienes con los que hubieran generado empleo y activado la economía. En fin: todas las noticias recogían las incompatibilidades de una situación compleja en la que por un lado estaban las contradicciones de las autoridades guineanas —muchas de las cuales eran las mismas de la época de Macías que no tardaron en volver a sus antiguas costumbres— y, por otro, la imprevisión, descoordinación y tardanza de la Administración española, que abordó una tarea de tanta envergadura sin ninguna experiencia previa.
Después, tanto el Gobierno como la oposición española comenzaron a ignorar el tema, en parte por estar ocupados en otras cuestiones como el golpe de Estado de Tejero, el terrorismo, la OTAN y la CEE, y, en parte, por comodidad. Y luego, cuando apareció el petróleo ya era demasiado tarde y otros países habían irrumpido para repartirse el pastel.
Como España, él había actuado con más complejos que decisión. Una idea —equivocada, tal como lo demostraban los acontecimientos desde el viaje de Clarence a Bioko— había ocupado su mente y su corazón durante muchos años: era imposible que Bisila lo siguiera amando después de haberla abandonado.
—¿Y ahora? —prosiguió Daniela—. ¿Por qué no vienes conmigo? Laha y yo estaremos unas semanas en Bioko antes de ir a California. La conoceré, papá.
Clarence estudió el perfil de su tío. Vio cómo apretaba los labios en un gesto de emoción contenida. Era difícil imaginar qué pensamientos cruzaban su mente.
—Gracias, Daniela, pero no.
—¿No te gustaría volver a verla? —Clarence no tuvo claro si la pregunta de Daniela nacía de la curiosidad o de la incertidumbre, o del miedo a los celos que la usurpadora del corazón de su madre, que ahora se convertiría en su suegra, le provocaba.
Kilian agachó la cabeza.
«Volver a verla…, sí, tal como la recuerdo, con sus vestidos ligeros, su piel de caramelo oscuro, de cacao y de café, sus enormes ojos claros y su risa contagiosa. Ojalá pudiera ser de nuevo el joven musculoso con camisa blanca y amplios pantalones que la hacía vibrar…».
—Creo que a ambos nos gustaría recordarnos como lo que fuimos, no como lo que somos.
—No lo entiendo…
«¿Cómo puede este mundo en color comprender aquellos días en blanco y negro que desaparecieron? Quiero recordar a Bisila tal como la he conservado en mi interior. En nuestros corazones sigue brillando el rescoldo de aquel fuego, pero ya no tenemos leña para que arda de nuevo…».
—Es mejor así, Daniela.
«Es mejor así. Tal vez exista un lugar lejos de este mundo cambiante e impaciente donde podremos juntarnos de nuevo. ¿Cómo lo llamaba ella? No era el mundo de los muertos, no. Era el de los no vivos. En eso confío».
—¿Qué más da que ya seáis mayores? ¿Te crees que no verá fotos en las que salgas tú? ¡Pienso llevarle un completo reportaje de Pasolobino!
—No quiero que le enseñes fotos donde aparezca yo y no quiero ver ninguna de ella. Prométemelo, Daniela. No nos muestres cómo hemos cambiado. ¿Para qué estropear los sueños de unos viejos? ¿No es suficiente con hablar de mí?
«¡Dile que nunca me he olvidado de ella! ¡No he pasado ni un solo día de mi vida sin pensar en ella! Dile que siempre ha sido mi muarána muèmuè… Ella lo comprenderá».
Daniela se acercó a su padre y lo abrazó con una ternura exquisita, como si ya lo echara de menos. Un futuro nuevo se abría ante ella: un futuro lleno de experiencias que vivir junto a Laha. Pero lo inquietante del futuro, además de ser incierto, es su capacidad para alejarnos de lo que fuimos, de lo que hicimos y también de lo que no hicimos. Aun teniéndolo entre sus brazos, Daniela comenzó a echar en falta a su padre, gracias a cuyo pasado su propia vida comenzaba a la misma edad en la que él se había embarcado rumbo a una lejana isla africana, llena de palmeras y cacaotales donde las piñas de negro cacao se doraban al sol, dejando atrás las casas de piedra y pizarra que se apretaban unas contra otras bajo el grueso manto de la nieve inmaculada.
—Bueno, bueno, hija, ya está. —Kilian, conmovido por la muestra de cariño de Daniela, se levantó con los ojos brillantes de emoción—. Os dejo. Estoy cansado.
Ellas se quedaron unos minutos en silencio. Finalmente, Clarence dijo:
—Te echaré mucho de menos, Daniela… Ya nunca será lo mismo.
Daniela tamborileó los dedos sobre la mesa, pensativa. Comprendía cómo se sentía Clarence. Tanto ella como Laha habían pasado por una fase de sorpresa, incredulidad y desconcierto al conocer la verdadera identidad del padre biológico de Laha, que, además, había matado al padre de su hermano, Iniko. Por mucho que aquello hubiera sucedido en defensa personal, la justificación no hacía menos difícil la aceptación. Pero, a pesar de estos comprensibles sentimientos, tanto ella como Laha habían podido entender mejor que nadie el significado de la palabra alivio.
Por el contrario, la situación de Clarence era más complicada. Por un lado, y en parte porque durante algún tiempo ya lo había sospechado, estaba encantada de que unos vínculos superiores a la amistad la unieran para siempre con Laha, a través del cual Iniko también pasaba de ser una aventura vacacional a ser el hermano de su hermano, de modo que sus vidas no se diluirían en la nada del olvido. Ella sabría de él y él sabría de ella aunque siguieran sus propias sendas. Por otro lado, sin embargo, le costaba tanto aceptar el papel de su padre en toda la historia que, directamente, le había dejado de hablar.
—Clarence… —Daniela respiró hondo—. ¿No crees que ya ha pasado el tiempo suficiente para que hables con tu padre? Más tarde o más temprano lo tendrás que hacer.
—Me siento incapaz, Daniela. ¿Y qué le diría? Sigo sin comprender cómo Kilian pudo ocultarnos la existencia de Laha. Me parece vergonzoso por su parte, pero al menos él sufrió el castigo de la separación de Bisila. Pero papá… —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Papá violó y mató y resultó impune. No sé cómo mamá puede seguir con él. Ella no desconocía la fama de mujeriego y juerguista que papá tenía antes de casarse con ella, pero lo que hizo no tiene nombre. ¿Cuánto peso tiene el pasado? Para mamá, por lo visto, nada. ¿Sabes qué me respondió el otro día por teléfono? Que ya eran viejos, que aquello pasó antes de casarse, que cómo no iban a perdonar más de treinta años de matrimonio el acto imperdonable de una noche de borrachera…
Se enjugó las lágrimas.
—Es terrible, Daniela. No reconozco a mis padres.
Daniela se acercó y la abrazó.
—Jacobo no ha resultado impune, Clarence. La sangre africana que correrá por las venas de sus nietos le recordará lo que hizo mientras viva. Y, ahora que ha sabido de la existencia de un hijo que no deseaba, tiene miedo de perder a su única hija.
—Ni siquiera ha querido hablar con él… Con su propio hijo…
Clarence se mordió el labio con fuerza para controlar el llanto. Cerró los ojos y pensó en lo sucedido en los últimos meses, desde que encontró aquella nota en el armario que la llevó hasta Guinea, donde conoció a Iniko, a Laha y a Bisila sin saber que formaban parte de la historia de su familia. El conocimiento de la verdad los había unido ya de manera permanente, a los de la isla y a los de la montaña, para el resto de sus vidas por unos lazos imposibles de cortar. Pero, como consecuencia de esa unión, los personajes de las diferentes historias que ahora eran una irían desapareciendo uno a uno de una manera u otra ante sus ojos y ya nada sería igual. No sabía si mejor o peor, pero sí diferente.
Tan cerca y, sin embargo, tan lejos, pensó. ¿O era al revés? Su corazón deseaba que, a pesar de las despedidas, la frase fuera al revés. Tan lejos y, sin embargo, tan cerca.
Etúlá, Formosa, Fernando Poo, Isla Macías y Bioko.
Ripotò, Port Clarence, Santa Isabel y Malabo.
Pasolobino.
Tan lejos y tan cerca.
En los años siguientes, Casa Rabaltué se inundó ocasionalmente de palabras gritadas en inglés, en español, en bubi, alguna en pasolobinés —de lo cual se encargaba Clarence, en un intento de que sus sobrinos conocieran algo de la lengua de sus antepasados—, e incluso en pichi. Samuel y la pequeña Enoá, los hijos de Laha y Daniela, lo absorbían todo, igual que esponjas. Clarence estaba segura de que si pasasen más tiempo en Guinea que en California, acabarían aprendiendo francés, portugués, fang, annobonés, balengue, ibo y ndowé. ¡Vaya tierra Bioko, esa pequeña torre de Babel! Clarence se fijaba en los enormes ojos oscuros de Samuel y se acordaba de los de Iniko, a quien una vez le había dicho que hablar dos idiomas era como tener dos almas. Pues ahora Samuel y Enoá tenían millones de palabras para combinar en lenguas diferentes y ella solo esperaba que supieran construir hermosas frases con ellas.
Clarence disfrutaba enormemente de las breves vacaciones de Daniela, Laha y los niños en las que la solitaria casa se llenaba de aire fresco. Durante unos días, las paredes rememoraban los ecos de las tertulias de tiempos pasados, a las que se sumaban las voces de las nuevas generaciones. Daniela tomaba el pelo a Clarence por no haber encontrado todavía un candidato apto para ser el padre de sus hijos e insistía en que la experiencia no era tan terrible. Clarence deslizaba su mirada por los juguetes esparcidos por el suelo y sonreía porque, cuando estaban los sobrinos, parecía que por la casa pasaba un huracán del que solo disfrutaba el abuelo Kilian, puesto que Carmen y Jacobo ya no se movían de Barmón.
Jacobo, a quien Carmen cuidaba con abnegación, había pasado de la fase violenta y agresiva del alzhéimer a un estado casi vegetativo. A Clarence, la enfermedad de su padre le había parecido un giro irónico del destino, por no decir tragicómico: el causante de que sus vidas hubieran cambiado para siempre no era consciente de nada. Había perdido la memoria, esa potencia del alma por medio de la cual se retenía y recordaba el pasado, un pasado sobre cuyas consecuencias las primas seguían manteniendo posiciones encontradas, tanto a nivel político como personal.
Cuando Daniela llegaba a Pasolobino, no dejaba de describir en tono eufórico el gran número de mejoras que percibía en Bioko, desde la suerte del casino, que por fin había sido remodelado guardando la estética del anterior después de años de abandono, hasta las reformas políticas, sociales, económicas y judiciales, pasando por los avances en la democratización del país y en el respeto a los derechos humanos. Daniela enumeraba con pasión las campañas públicas para combatir el trabajo infantil y la discriminación y violencia contra las mujeres y contra las personas de otras etnias y religiones; o los esfuerzos para concienciar sobre la importancia de la educación, la sanidad y los derechos de los niños, o la lucha contra el sida, la mejora del acceso a las nuevas tecnologías, o el aumento de programas de formación profesional…
Clarence se sorprendía porque lo que su prima contaba no coincidía con las informaciones que ella leía en Internet y le recriminaba que hablase como el ministro de Asuntos Exteriores, quien admitía que España seguiría apoyando al dictador, aunque le pesase a una parte del pueblo y de la sociedad española. Entonces, Daniela se ponía a la defensiva y le decía:
—¿Y tú, Clarence? ¿Qué postura tomarías? Guinea necesita ayuda internacional, pero entregarla significa tratar con un dictador. Vaya dilema, ¿eh? Pues mira, yo tengo una respuesta clara. Los principios morales son difíciles de mantener en situaciones de pobreza y necesidad. Cuanto más se invierte allí, más trabajo se crea y más fácil resulta avanzar. Lo demás viene rodado.
—No sé… ¿Y no sería más efectivo derrocar al régimen como fuera de una santa vez para liberar al país de la tiranía?
—¿Realmente crees que un golpe de Estado externo tendría como objetivo una acción humanitaria? Si no hubiera petróleo, ¿habría tanto interés en dar un golpe de Estado tras otro? Hay vida allí, Clarence. Hay partidos políticos que buscan el cambio desde dentro, participando en las instituciones y esperando que llegue el esperado día del cambio. Han aguantado y resistido tanto… Yo creo que ya es hora de que se acaben los reproches y se acepte que los guineoecuatorianos quieran hacer su propio futuro sin intromisiones ni intervenciones, y sin que nadie les dé lecciones.
Clarence la escuchaba y deseaba creer en sus palabras. Tal vez las cosas hubieran cambiado desde que ella conociera la historia de Bioko de labios de Iniko…
El último viaje que Daniela, Laha y los niños realizaron a Pasolobino fue muy diferente de los anteriores. No hubo ni alegría, ni bromas, ni discusiones apasionadas. Clarence había llamado a su prima para darle la triste noticia de que Kilian estaba ingresado en el hospital y de que el diagnóstico no era nada tranquilizador.
Le ocultaron la gravedad de la situación, pero una tarde, nada más entrar en la habitación, Clarence tuvo la impresión de que Kilian era más que consciente de que se aproximaba el final y, en lugar de mostrar miedo o rabia, transmitía una sensación de paz y tranquilidad.
Kilian tenía la cabeza ladeada en dirección a la ventana, con la vista perdida en algún lugar del cielo. Daniela permanecía sentada a su lado, cogiéndole de la mano como había hecho durante las últimas tres semanas. Laha estaba cerca de ambos, pero a una distancia prudente para no quitarles intimidad. Clarence se apoyó en la puerta de entrada, parcialmente escondida para que no pudieran ver que no podía contener las lágrimas. Admiró la entereza de su prima, quien no había derramado nunca ni una sola lágrima ante su moribundo padre en todos los días que llevaba junto a él. Al contrario, se esmeraba por parecer alegre —y realmente lo parecía— y se arreglaba y cambiaba de atuendo todos los días para que su padre no percibiera el sufrimiento por el que estaba pasando.
Kilian habló sin apartar la mirada del cielo, que ese día estaba especialmente claro y brillante. ¿Dónde estaba la lluvia que había enmarcado siempre los momentos más tristes de su vida?
—Daniela, hija, me gustaría que me respondieras a una pregunta. Puedo decir que me voy en paz y satisfecho… —hizo una pausa—, pero quiero saber si he sido un buen padre.
Clarence sintió un agudo dolor en el pecho. Era imposible que sucediera, porque Jacobo había perdido todas sus facultades físicas y mentales, pero si su propio padre le pudiera hacer la misma pregunta en semejante situación, se quedaría muda. ¿Qué le respondería?
—El mejor, papá —respondió Daniela mientras le llenaba la cara de besos—. El mejor.
Kilian cerró los ojos satisfecho por la respuesta. Al menos parte de su apagada vida, después de haberse separado de Bisila, había tenido sentido.
Gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Clarence. Ella ya nunca tendría la ocasión de responder a esa pregunta y entonces se arrepintió profundamente de no haberle hecho saber a Jacobo, cuando aún podía comprenderla, que si quienes habían sufrido directamente por sus actos lo habían perdonado parcialmente —ya que no era posible olvidar lo que había hecho— y habían conseguido desterrar de sus corazones sus sentimientos iniciales de indignación, resentimiento y vergüenza, ella no tenía por qué no hacerlo. Demasiado tarde, pensó, se daba cuenta de que había infligido a Jacobo el peor de los castigos: le había hecho sufrir el rechazo de su propia hija.
Kilian abrió los ojos de nuevo y giró la cabeza hacia ellos.
—Tu madre… —comenzó— me dijo que le gustaría que fuésemos enterrados uno al lado del otro y no voy a quitarle ese deseo. —Daniela asintió de manera apenas perceptible. Apretaba los labios con fuerza para controlar la emoción—. Pero me gustaría que hicieras…, que Laha y tú hicierais algo por mí. Cuando volváis a Fernando Poo, llevad una bolsita de mi jardín con dos puñados de tierra y esparcid un puñado en el paseo de las palmeras reales de Sampaka y otro en la tumba del abuelo Antón en el cementerio de Santa Isabel.
Laha se percató de que a Daniela le costaba esfuerzo mantener la compostura. Se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Kilian le dedicó una débil sonrisa. Había sido inevitable que los caminos de Bisila y él se cruzaran de nuevo. Solo había sido cuestión de tiempo que los espíritus les permitieran algo de paz. Estaba completamente seguro de que, al igual que él, Bisila se alegraba de haber vivido lo suficiente como para revivir su vida en la de sus hijos.
Kilian se llevó la mano libre del gotero al cuello y acarició con los dedos las pequeñas conchas de su desgastado collar de cuero.
—Ayúdame, Daniela. Deshaz el nudo.
Daniela lo hizo. Kilian sostuvo el collar en la palma de su mano durante un largo rato, cerró el puño y extendió el brazo hacia su hija.
—Llévale esto a Bisila y dile que donde voy ya no lo necesitaré. Dile también que espero que la proteja lo que le quede de vida en este mundo como me ha protegido a mí. —Se encogió de hombros y volvió su mirada hacia el trozo de cielo azul que enmarcaba la ventana—. Eso es todo. Ahora me gustaría dormir…
Eso quería: dormir y descansar por fin en una pequeña isla alfombrada de cacaotales de hojas brillantes y piñas de color ocre, donde los días y las noches eran iguales y no se echaba de menos ningún tono de verde y donde él había ayudado a cultivar el alimento de los dioses; atravesar el arabesco de calas y bahías antes de ascender por la cuesta de las fiebres y percibir el aroma de las flores pequeñas, blancas y delicadas de los egombegombes; escuchar las risas, las bromas y los cantos de las gargantas nigerianas y vibrar con los ritmos de sus tambores; alegrar su vista con el colorido de los clotes por las calles de una coqueta ciudad desplegada a los pies del brumoso pico de Santa Isabel; impregnarse del olor dulzón y el calorcillo pegajoso; caminar bajo la bóveda verde del paraíso de las palmeras, los cedros, las ceibas y los helechos sobre los que jugaban los pajarillos, los monos y las lagartijas de colores; sentir sobre su cuerpo la fuerza del viento y de la lluvia de una tormenta tropical para dejarse acariciar después por una brisa cálida cargada del perfume del cacao tostado.
¡Ah, cómo deseó ser esa isla y sentir en cada rincón la mirada transparente de Bisila!
Kilian perdió la consciencia esa misma noche. Durante dos días deliró y, en su terrible agonía, pronunció palabras incomprensibles para Daniela y Clarence, pero no para Laha, que no quiso traducirlas. De vez en cuando decía el nombre de Bisila y su expresión abandonaba toda señal de sufrimiento; parecía incluso que se iluminaba antes de volver a contraerse, y así hasta que exhaló el último suspiro que devolvió la paz a su cuerpo.
Una semana después del funeral, Laha tuvo que marcharse por su trabajo y Daniela se quedó con los niños para recoger y ordenar la ropa y las cosas de Kilian. Las primas no permitían que las lágrimas fluyeran para no entristecer más a Samuel y a Enoá, que no acababan de entender que su abuelo no estuviese en Casa Rabaltué, que era donde siempre había estado. Como explicación, les dijeron que el abuelo se había convertido en una mariposa y se había ido volando al cielo. Estaban en una edad en que todavía se podían creer semejante historia.
Una tarde, cuando terminaban de poner las pertenencias de Kilian en cajas, Clarence vio que Daniela guardaba el collar con el cauri y la concha de Achatina y se extrañó. Le preguntó por qué lo hacía y su prima le respondió:
—Le debo a mi madre un poco de justicia. Si se lo llevo a Bisila, estoy aceptando que mi padre engañara a mi madre con el corazón. Y no quiero mirar más al pasado. Laha y yo tenemos un presente y un futuro del que disfrutar y muchas cosas por hacer. ¡Hay tanto por hacer! Ya vale de esta nostalgia que ha impregnado las paredes de esta casa. Lo digo también por ti, Clarence…
Se sentó en la cama con el collar entre las manos y lloró todo lo que no había llorado delante de sus hijos. Clarence no dijo nada. Dejó que se desahogara, que se liberara un poco de la terrible sensación de orfandad que queda cuando mueren los mayores.
Al cabo de un rato, Daniela se enjugó las lágrimas y le entregó el collar.
—Toma —dijo, con una mezcla de resignación y determinación—. Haz tú lo que quieras o lo que creas que debes hacer con esto. Yo no tengo ni las ganas ni el deseo de comprenderlo.
Entonces Clarence se acordó de Iniko y de cuando le puso el collar, que todavía conservaba, alrededor del cuello para que mantuviera alejados a los malos espíritus que los rodeaban. No pudo por menos que extrañarse de lo diferentes que habían sido las historias de los habitantes de esa casa, como si algo superior a ellos se hubiera encargado de emparejarlos de la manera más adecuada a su lugar y a su momento en el devenir de los hechos.
Kilian y Bisila se habían amado más allá de la distancia y el tiempo y, aunque no habían sabido el uno del otro durante décadas, habían mantenido una permanente conversación íntima y secreta. Por otro lado, Iniko y ella se habían amado en un momento concreto de sus vidas y se habían separado de mutuo acuerdo, conscientes de que ninguno iba a renunciar a su vida por el otro.
Sin embargo, Daniela y Laha eran los que más habían sufrido por ser la consecuencia de un pasado que había marcado su relación desde el principio y del que tenían que librarse para encontrar su verdadero sitio, para ser libres, para construir su propio futuro sin la intromisión de nadie, sin rencor y sin odio. Daniela anhelaba librarse de un equipaje demasiado pesado porque el mundo realmente pertenecía a quien sabía ir ligero de equipaje.
Clarence suspiró. Daniela tenía razón al decirle que era demasiado nostálgica. Vivía más de los recuerdos, propios y ajenos, que de su propio presente. Se tomaba tan en serio aquello de perpetuar las tradiciones que se estaba convirtiendo en una piedra más de esa sólida casa. Pero ¿qué le iba a hacer? ¿Cómo no iba a ser nostálgica si allí ya no quedaría nadie dentro de unos días? Después de siglos, le tocaría a ella la dolorosa tarea de cerrar las puertas de una Casa Rabaltué que pasaría, como otras, a convertirse en una residencia de verano. Allí dejaría las voces de decenas de vidas cuyos dueños se listaban en el árbol genealógico del vestíbulo, testigo mudo de los que se fueron y no volverían. Era lo que había. La vida.
Contempló el collar de Bisila y Kilian en sus manos y tuvo claro qué haría con él. Prepararía un pequeño paquete con dos puñados de tierra del jardín y se lo enviaría a Iniko, junto con el collar, para que se lo entregase a Bisila con las últimas palabras de Kilian. Ya que no había continuado con la idea de trasladar los restos de su abuelo a Pasolobino, al menos cumpliría con hacerle llegar la tierra de su valle natal. Estaba segura de que Iniko sabría transmitir a Bisila la información con la misma consideración y cariño con que ella lo haría. A otras personas, todo eso del respeto a los antepasados podría parecerles una estupidez, pero ella sabía que Iniko la comprendería. Y tenía la certeza de que nadie mejor que Bisila podría cumplir los últimos deseos de su tío tal como él los había expresado.
Una niñita con el cabello recogido en muchos moñitos apareció en la habitación abrazada a su osito de peluche. Daniela cogió en brazos a Enoá y la llevó de vuelta a su cama.
Clarence pensó en sus sobrinos y su corazón se alegró.
Daniela no podía haber elegido dos nombres más apropiados. Enoá significaba «mar» y Samuel se refería a aquel Sam Parker cuyo nombre en pichi había dado lugar al de Sampaka. Llegaría un día en que todo lo que habían vivido quedaría atrás, sí, pero los nombres de sus sobrinos resumirían el pasado y el futuro. El mar y el túnel de las palmeras reales. Los símbolos de la resurrección y la victoria sobre el tiempo.
El corazón de Clarence se alegró al pensar en sus sobrinos, pero también sintió una punzada de envidia. Ellos tendrían la suerte de que no les resultase extraño ser blancos y negros, isleños y montañeses. Ella les contaría su historia de bubis y las ancestrales genealogías de Pasolobino, les narraría la historia de amor de sus abuelos y ellos la escucharían sin ningún sufrimiento. Ellos ya pertenecían a otra generación: a una a la que le parecería de lo más normal, incluso anecdótico, que una pequeña parte de los Pirineos estuviera unida a una isla africana para siempre.
Pero para ella siempre sería la historia de unas personas cuya gran hazaña habría sido la de cambiar la inamovible y rígida narración de las incorpóreas páginas del libro de una centenaria casa de piedra, que ahora se enfrentaba a su futuro con la misma expectante y temblorosa determinación de una frágil mariposa.
* * *
Te lo dije, Kilian, sí, al principio de todo. Temiste que la nieve de las palmeras se fundiera, se evaporara y desapareciera para siempre. Temiste que las palmeras no echaran raíces en la nieve.
¡Sube ahora! ¡Aprovecha tus alas y observa tu casa desde lo alto de la montaña! ¡Mira cómo se agarra la vida! El río de la existencia que cruza por el jardín de Casa Rabaltué ahora sí que se llena con pequeños arroyos de diferentes procedencias…
Te lo dije, Kilian, sí.
Supiste que nunca más volveríais a veros, pero ahora…
¡Aprovecha el empuje del aire del norte y vuela hacia el valle! ¡Cruza las llanuras y detente en los acantilados! ¡Sube a lomos del harmatán y planea hasta la isla!
Ya no estás perdido sin dirección. Ya no eres un barco encallado. Ningún tañido de campana te puede desorientar.
¿Ves?
Bisila sonríe.
Pronto acudirá a tu lado. Volveréis a estar juntos en un lugar sin tiempo, sin prisas, sin prohibiciones, lejos de la furia y cerca de la paz, donde solo beberéis agua de lluvia.
Y ahora que ya has renacido en brazos de los baribò, por fin podrás comprender lo que Bisila siempre quiso que supieras:
Que las huellas de las personas que caminaron juntas, nunca, nunca se borran.