XVIII

BËKÖTTÒ

DÍAS DE DUELO

1965-1971

Lorenzo Garuz se encargó personalmente de agilizar los trámites para el rápido regreso de Jacobo a España y la finalización del contrato que unía a este con la finca Sampaka. Los últimos acontecimientos debían ser olvidados cuanto antes. Jacobo, poniendo en peligro su vida, había disparado contra quien había matado ya a dos europeos. Asunto resuelto. Por su propia seguridad, era mejor que se marchara cuanto antes, sin fiesta ni cena de despedida; solo unas palmadas en la espalda por parte de sus emocionados amigos y dos leves besos de Julia, quien le mostró un apoyo y comprensión —que echó de menos en Kilian y Manuel— sosteniendo sus manos durante unos segundos mudos.

Kilian no acompañó a su hermano al aeropuerto. Tampoco asistió al entierro de Mosi. José le había convencido de que era mejor así. Ninguno de los compañeros y vecinos del marido de Bisila comprendería la presencia del hermano de quien lo había asesinado. Kilian había dejado de ser massa Kilian: ahora era otro blanco.

Desde la muerte de Mosi no había parado de llover y el viento soplaba en ese rincón de la isla con una intensidad que Kilian no recordaba. No veía a Bisila desde hacía veinte días. Había preguntado a José, pero este había rehusado darle noticias de su paradero, y acercarse a la zona de barracones hubiera sido una imprudencia. Las jornadas se le hacían insoportablemente largas en la finca mientras los hombres iniciaban los preparativos para la siguiente cosecha. Con más frecuencia de lo habitual, los tornados le traían a la mente las palabras de su padre: «Los tornados. La vida es como un tornado. Paz, furia, y paz de nuevo».

A medida que pasaba el tiempo, iba comprendiendo mejor muchas de las cosas que Antón le había dicho. A sus treinta y seis años, Kilian tenía la sensación de haber disfrutado de poca paz y mucha furia. Solo Bisila había sido capaz de proporcionarle momentos de paz. Y necesitaba más. ¿Cuándo volverían a verse?

Por fin, una noche, alguien abrió la puerta de su habitación y entró sigilosamente cuando acababa de acostarse. Se incorporó con miedo, dispuesto a defenderse, pero una inconfundible voz se apresuró a tranquilizarlo:

—Sigues dejando la puerta abierta.

—¡Bisila! —Kilian se levantó, como empujado por un resorte, y corrió hacia ella.

Bisila llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Kilian deseaba estrecharla entre sus brazos y aspirar su aroma inconfundible, susurrarle al oído todo el torrente de emociones que lo embargaban, besarle la cara y el cuerpo, hacerle entender que nada había cambiado para él.

En lugar de eso, permaneció clavado frente a ella como si esperase una señal que le indicara que ella deseaba lo mismo.

—Tengo que hablar contigo —dijo ella con dulzura.

Se llevó las manos a la cabeza y retiró el pañuelo que la cubría. Kilian soltó un grito de asombro al ver que llevaba la cabeza afeitada.

—¡Tu pelo, Bisila! ¿Qué ha pasado?

Ella tomó una mano entre las suyas, lo guio hasta el borde de la cama y se sentó a su lado sin soltarle la mano. Comenzó a acariciársela, se la llevó a los labios y la besó. Entonces, él sintió que la esperanza encontraba un hueco en su pecho.

La luz de la luna iluminaba la estancia. Aun sin cabello, Bisila estaba más hermosa que nunca. La dureza de su mirada había desaparecido y sus labios habían abandonado el amargo rictus de sus últimos encuentros para atreverse a esbozar una tímida sonrisa.

—Siento tanto por lo que has pasado… —comenzó a decir él. Las palabras le salían como un torrente, atropellándose unas a otras—: No debería haberme marchado. Lo único que deseo es que todo sea como antes… Mosi ha muerto… Ahora eres libre para estar conmigo…

Bisila posó una mano sobre sus labios para evitar que continuara y dijo:

—Te dije que eso era posible si una mujer cumple con rigor el ritual del duelo… Nunca he renunciado a mis creencias. Lo que siento por ti me ha apartado temporalmente de lo que una vez fui, pero algo en mi interior me pide que me aleje para pensar en lo que ha pasado, en lo que quiero y en quién soy realmente.

Kilian frunció el ceño.

—¿Necesitas tiempo para admitir que en tu corazón yo soy tu verdadero marido?

Bisila esbozó una triste sonrisa.

—Ante los ojos de la ley divina y humana, Mosi era mi marido, así que, de cara a mi gente, el periodo de duelo es indispensable. Pero hay algo más. —Los ojos se le llenaron de lágrimas y la voz le tembló—. Las imágenes de lo sucedido están siempre ahí, en mi mente. No puedo borrarlas. Y sus palabras, Kilian… No solo se apoderaron de mi cuerpo, sino también de mi alma. Me hicieron sentir tan insignificante como un gusano. Tengo que superarlo. Si no, no seré libre para amarte. No quiero compararte con ellos, Kilian, con los blancos que han abusado de nosotros durante tanto tiempo. Por eso necesito distanciarme de ti.

Kilian se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación. El recuerdo de la agresión sufrida por Bisila le dolía profundamente, pero el sentimiento de temor por sus últimas palabras era todavía más inquietante.

—Mañana me iré a Bissappoo y estaré sola otros veinte días en una cabaña a las afueras… —añadió ella recuperando la serenidad.

—¡Casi otro mes! —exclamó Kilian, exasperado.

Bisila se mordió el labio inferior y permaneció en silencio unos segundos antes de atreverse a continuar:

—Después me alojaré en una casa junto a la de mi madre, con quien se quedará Iniko. Mosi no tenía familia, así que nadie reclamará a mi hijo, lo cual me alegra. Me pintaré el cuerpo con una pasta arcillosa y me adornaré las rodillas, los brazos, las muñecas y la cintura con pulseras de esparto. Tendré que estar unos días sin que nadie me vea con ese atuendo de viuda. Luego podré salir y pasear adonde yo quiera, pero ni yo bajaré a Sampaka ni tú subirás a verme mientras dure el periodo de duelo —concluyó precipitadamente—: Ya está. Eso es todo. No es tan complicado.

Kilian había escuchado las palabras de Bisila sin detener su ir y venir por la habitación.

—¿Y cuánto tiempo estarás así? ¿Cuánto tiempo estaremos así?

Bisila murmuró algo.

—Un año —respondió ella, con voz apenas perceptible, mientras se ponía de pie.

Kilian se detuvo al instante.

—No me pidas tanto —susurró, desesperado—. ¿Qué voy a hacer aquí? —Se acercó a ella y buscó su mirada—. ¿No temes que el tiempo se nos acabe?

Los ojos de la mujer desprendían una firme determinación.

—No puedes prohibirme que suba a verte a Bissappoo…

—Si subes… —le advirtió Bisila—, ¡nunca más volveré contigo! ¡Tienes que prometerlo!

—No puedo prometerte eso, Bisila —replicó Kilian con obstinación. Sus manos acariciaron la piel de su cabeza, su nuca, sus hombros y descendieron por su espalda hasta la curva de sus caderas. Su voz se volvió suave, casi lastimosa—. Tenerte tan cerca y no poder estar contigo…

—Te lo dije una vez y te lo repito. Siempre estaré a tu lado… —Bisila alzó una mano para acariciarle la mejilla, se puso de puntillas y lo besó con una ternura tan palpable que Kilian se estremeció—, aunque no puedas verme.

En aquellos momentos, Kilian no podía saber que el periodo transcurrido entre mayo de 1965 y abril de 1966 no sería ni el más dramático ni el más insoportable de su vida, aunque a él así se lo pareciera. Una vez más se refugió en la rutina del trabajo y agradeció que la cosecha de ese año fuese de las más generosas que había producido la finca en décadas. Desde finales de agosto, los secaderos funcionaron a todo gas y él no faltó ni un solo día a su encuentro con el agobiante calor que lo sumía en un estado de sopor y adormilamiento permanente. Dormir y trabajar: esas eran sus ocupaciones. Afortunadamente, los recién casados, Mateo y Marcial, andaban ocupados con sus nuevas vidas en la ciudad y se marchaban de la finca en cuanto terminaba la jornada laboral, y Julia se dedicaba exclusivamente al cuidado de sus dos hijos, Ismael y Francisco. Así, Kilian ya no tenía que buscar excusas para abandonar por completo la vida social y podía contar cada minuto de los que restaban para que el duelo de Bisila —y el suyo propio— llegase a su fin, ajeno por completo a los sucesos que estaban cambiando la historia a su alrededor.

La época de la cosecha se superponía con las labores de poda. José y Kilian caminaban por las amplias calles de los cacaotales, supervisando el trabajo de los braceros. En cada hilera, los cacaos estaban situados a la misma distancia unos de otros. Se erguían iguales, como fértiles vasos abiertos, bien formados, con un tronco único, la horqueta a la misma altura, las copas bien equilibradas y limpios de rebrotes, tocones o ramas entrecruzadas. No muy lejos de ellos, se escuchaba la voz de Simón, que alternaba gritos de protesta, risas y cantos con los nigerianos de su brigada.

Kilian caminaba pensativo.

El mundialmente conocido cacao de Sampaka provenía del trabajo diario de los cientos de trabajadores que pasaban sus días cortando maleza, regulando la sombra de los árboles nodriza, reemplazando las plantas enfermas, curando los cortes accidentales, injertando diferentes tipos de cacao y cosechando cada quince días cuando los árboles producían sus frutos.

Y siempre los oía cantar.

Las alegres voces armonizadas de manera improvisada en cantos solemnes se imponían a la matemática exactitud con la que los cacaotales marcaban el paso de las estaciones.

Algunos de esos hombres llevaban años sin ver a sus esposas, a sus hijos, a sus familiares cercanos. Trabajaban de sol a sol. Se levantaban, acudían a las fincas, comían, continuaban su trabajo, cenaban, cantaban y conversaban hasta que se retiraban a descansar a sus barracones —todos iguales, dispuestos en ordenadas filas como los árboles del cacao—, confiando en un nuevo día que los engulliría en su rutina. Lo único que esperaban de la vida era que les pagasen bien para poder enviar el dinero a su país y dar una vida mejor a sus familias.

Y aun así seguían cantando.

Día tras día. Mes tras mes. Estación tras estación…

Hacía once meses y una semana que no veía a Bisila.

Durante todo ese tiempo, él no había sentido ganas de cantar.

—Estás muy callado —dijo José, observando la expresión absorta de Kilian—. ¿En qué piensas?

Kilian dio unos golpecitos en el suelo con su machete.

—¿Sabes, Ösé? Llevo muchos años aquí y nunca me he sentido extraño. He hecho lo mismo que todos vosotros. Trabajar, comer, divertirme, amar, sufrir… —Pensó en la muerte de su padre y en la ausencia de Bisila—. Ösé, creo que la mayor diferencia entre un bubi como tú y un blanco como yo es que el bubi deja crecer el árbol del cacao libremente, pero el blanco lo poda y lo educa para sacar el mayor provecho de él.

José asintió con la cabeza. Al crecer, el cacao producía una gran cantidad de retoños que había que cortar para que no le chupasen la savia. Y aun haciendo eso, con el paso de los años, los árboles se iban deformando. Por esa razón, se comenzaba a podar cuando el árbol era joven. Si se cortaban muchas ramas, el árbol se desmandaba y agotaba a la vez porque la planta tenía que gastar demasiada energía en producir las hojas necesarias para cargar flores; y si no se cortaban las suficientes ramas secas, enfermas, mal formadas, desgarradas o mal dirigidas, los suficientes chupones o los restos de la cosecha anterior, el sol no podía llegar hasta el mismo tronco y el árbol podía pudrirse hasta morir.

Al cabo de un rato, José dijo:

—Ahora hay negros que podan como los blancos y negros que quieren que los cacaotales crezcan a su ritmo. También hay blancos que quieren seguir podando y blancos que abandonan sus plantaciones. Dime, Kilian, ¿cuál de ellos eres tú?

Kilian sopesó la pregunta.

—Soy un hombre de montaña, Ösé —respondió, encogiéndose de hombros y mirándole directamente a los ojos—, que ha pasado trece años entre tornados tropicales.

Sacudió la cabeza con aire de resignación y añadió:

—Por eso sé que solo hay una cosa cierta. No se puede poner riendas a la naturaleza. Se podan cacaotales, pero los árboles siguen generando retoños y ramas desordenadas en tal cantidad que no hay machetes suficientes que acaben con ellos. Igual que las aguas de los ríos y barrancos, Ösé. Las tormentas acrecientan sus cauces y se desbordan.

—Hay un refrán que dice que las aguas siempre vuelven a su cauce… —repuso José.

Los labios de Kilian dibujaron una breve sonrisa.

—Dime, mi frend, ¿sabes algún refrán que pueda explicar lo que sintieron esas aguas mientras fueron libres?

Ösé permaneció pensativo unos segundos. Luego, respondió:

—¿No fue un gran jefe blanco el que dijo que, en cuanto empieza a echar raíces, la libertad sí que es una planta de rápido crecimiento?

La jornada llegaba a su fin cuando las pesadillas hicieron emitir ocasionales gemidos a un Waldo que dormía recostado sobre una pila de sacos vacíos.

Nadie maltrata a Öwassa. El bosque está prohibido a los que no son de aquí. Es solo nuestro. El gran espíritu de Öbassa te agradece, misterioso hombre del bosque, que…

—¡Despierta, Waldo! —El chico se incorporó sobresaltado por el grito de Kilian—. No sé qué os pasa últimamente a Simón y a ti, pero por el día parecéis almas en pena.

Alguien carraspeó a sus espaldas y se giró.

—Hombre, de ti estaba hablando. ¿De dónde sales? No me digas que también estabas echando una cabezadita…

Simón esbozó una sonrisa enigmática.

—Pues tendréis que decirles a vuestras amigas que os dejen descansar un poco… —continuó Kilian, pensando que los jóvenes tenían razones poderosas para pasar las noches en vela— si queréis seguir cobrando vuestro sueldo. El trabajo es lo primero.

Simón decidió hacerle tomar de su propia medicina.

—Ha regresado —dijo con voz neutra—. Vuelve a trabajar en el hospital.

Esperó a que el otro se recuperase de la sorpresa y añadió con complicidad:

—Ahora ya puedes volver a ponerte enfermo…

Kilian salió disparado en dirección al patio principal. «¿Querrá verme?», se preguntaba. «¿Habrá pensado en mí como yo he pensado en ella? ¿Por qué no me ha avisado ella en persona de su regreso?».

Bisila no estaba en el hospital cuando él llegó. La impaciencia lo consumía. Comenzó a dar vueltas frente a la puerta de entrada, pensando dónde podría encontrarla.

Decidió preguntar en la parte alta, cerca del límite del patio Obsay. Si Bisila había retomado el trabajo de enfermera en la finca, probablemente Garuz le hubiera asignado una vivienda allí. Enfiló hacia su destino con paso decidido, frenando el impulso de echar a correr. El sudor comenzó a perlarle la frente. Se sentía ansioso y feliz por reencontrarse con ella, pero también enfadado por la tortura a la que lo había sometido. ¡Un año!

A la altura de los primeros barracones, una música y unos cantos se abrieron paso entre sus sentimientos. Era imposible no dejarse embriagar por el ritmo de los tambores que indicaban que en algún lugar se estaba bailando un balele. Pronto pudo divisar a un numeroso grupo de chiquillos disfrazados con telas verdes y rojas que bailaban al son de los tambores, en grupos, individualmente o con sus madres. Se veían felices con su celebración. Kilian había logrado comprender y compartir con los africanos que cualquier razón era buena para celebrar algo.

Se detuvo a escasos metros de la fiesta y se dejó contagiar por la alegría de los niños. Uno de ellos, de unos cinco o seis años, se le quedó mirando sonriente y Kilian reconoció a Iniko bajo el sombrero verde. Por un momento distinguió en sus facciones a Mosi y le devolvió la sonrisa no sin cierta tristeza. Iniko lo miraba atentamente mientras movía con su mano un colgante que pendía de su cuello. El niño se giró y corrió en dirección a una mujer que cargaba con un bulto entre los brazos y comenzó a tirarle de la falda con obstinación hasta que ella miró en la dirección que él señalaba.

La mirada de Bisila se encontró con la de Kilian y los corazones de ambos dieron un vuelco en sus pechos.

Los tambores repetían el mismo ritmo una y otra vez, con una insistencia que acompañaba la virulencia con la que sus sentimientos afloraban. Los ojos de Bisila se llenaron de lágrimas al ver a Kilian, alto y musculoso, con la camisa remangada por encima de los codos, con su pelo oscuro de reflejos cobrizos bien cortado, con la piel tostada por el sol y unas pequeñas arrugas enmarcando el verde de sus ojos.

Kilian permanecía inmóvil agradeciendo a la primavera que le hubiese hecho partícipe de su propia celebración.

Allí estaba Bisila, envuelta en una tela azul turquesa a modo de túnica que no podía ocultar la nueva redondez de sus formas, y con un pañuelo del mismo color cubriendo su cabeza, que resaltaba la profunda expresión de sus enormes ojos.

No podía apartar la vista de sus ojos.

Comenzó a caminar lentamente hacia ella y entonces vio que llevaba un bebé de pocos meses en los brazos. Cuando estuvo a su lado, Bisila le habló con voz dulce:

—Quiero presentarte a mi hijo.

Apartó la tela blanca que tapaba al niño y Kilian pudo comprobar que su piel era de un color más claro que la de los otros niños: era como el café con leche.

—Se llama Fernando Laha. —Kilian sintió un nudo en el estómago—. Nació en enero, pero ya se aprecia que tiene las facciones y los ojos de… —su voz se quebró—… los hombres de Casa Rabaltué.

Kilian contempló al niño con una mezcla de estupor, rencor y sorpresa.

—Podría haber sido mío, Bisila… —murmuró.

—Podría haber sido tuyo, Kilian —repitió ella, con tristeza.

Kilian le pidió que le dejase coger al niño en sus brazos. Era la primera vez que sostenía a un bebé y lo hizo con torpeza. Recordó la piel de serpiente colgada en la plaza de Bissappoo para que todos los niños nacidos la tocaran con la mano.

—¿Le has hecho tocar la cola del boukaroko? —preguntó.

El pequeño Fernando Laha se estaba despertando y miró al hombre con extrañeza, pero gorjeó y le dedicó una mueca que Kilian interpretó como una sonrisa.

—No se lo diré a Jacobo —dijo, confuso y maravillado—. Será nuestro secreto.

Levantó la vista del niño a Bisila.

—Sus futuros hermanos no notarán la diferencia.

Bisila agachó la cabeza.

—No tendrá más hermanos —susurró.

Kilian la miró, desconcertado.

—Estuve muy enferma, Kilian —explicó ella brevemente—. No podré tener más hijos.

Kilian no quiso saber más, no en ese momento. Estaba con ella y tenía en brazos a un descendiente de su padre Antón y de todos los nombres que aparecían en el árbol genealógico de su casa desde el primer Kilian de siglos atrás.

Lo demás no importaba.

—Fernando será nuestro hijo, Bisila —dijo con convicción—. Y me gusta el nombre que has elegido para él. Es de allí y de aquí; tuyo y mío. Dime, ¿qué significa Laha?

—Se refiere a alguien con buen corazón. Como el tuyo.

El bebé cogió el dedo de Kilian con su pequeña mano y este sonrió, emocionado.

Bisila sintió un gran alivio ante su reacción. En ese momento supo que nunca amaría a un hombre como amaba a Kilian.

Había cumplido con la tradición y ahora era una viuda libre para hacer lo que quisiera con su vida. Pero, sobre todo, había conseguido superar la etapa más dolorosa de su vida y resurgir del abismo fortalecida tanto en sus creencias como en su amor por él.

Iniko se acercó a ellos tímidamente, sin dejar de mover los pies al ritmo de la música. Su mano seguía aferrada al colgante del cuello.

—¿Qué ocultas en la mano, hijo? —preguntó Kilian.

Bisila tocó la cabeza cubierta con el sombrero verde.

—Es un signo de castigo. Se lo ha puesto el padre Rafael por hablar en bubi en vez de en español. Lo llevaré otra vez con mi madre. En Bissappoo es feliz.

Iniko comenzó a tirar del vestido de su madre con insistencia mientras se acariciaba una ceja con el dedo índice de la mano libre.

—Sí, ya voy —dijo ella—. Hoy es el comienzo de ëmëtöla

Celebraban la transición de ömögera a ëmëtöla, el sutil paso del principio de la primavera al afianzamiento de esta. Lo que para los blancos era la llegada de la primavera y el comienzo de la estación húmeda en la isla, para los bubis era algo mucho más profundo: ömögera significaba el comienzo, el principio, la mañana, la vitalidad y el movimiento; ëmëtöla representaba la permanencia, la firmeza, la perseverancia, la estabilidad, el afianzamiento y la conservación de ese comienzo. El rojo y el verde. El fuego y la tierra. El momento estelar de la naturaleza.

—Es hora de comenzar a preparar la próxima cosecha —dijo Kilian—. Los cultivos crecen y crecen. Será una buena cosecha.

Devolvió el bebé a los brazos de su madre.

—Mientras tanto —añadió, con tono de incertidumbre—, tendremos un poco más de tiempo… para nosotros.

Justo en ese momento, Kilian sintió unos golpecitos en el muslo. Miró hacia abajo y descubrió a Ismael llamando su atención. El niño le preguntó si también había ido allí a bailar y le explicó, con atropellada locuacidad, que él había subido con su madre, con su hermano y con Oba, y que como él ya era mayor, le habían dejado tocar un tambor. Kilian levantó la vista y vio a una sonrojada Julia acudir en busca del pequeño.

Julia se detuvo para saludar a Bisila, sin apartar la vista del bebé que esta llevaba en brazos. Kilian la vio fruncir el ceño. Bisila e Iniko continuaron su camino, seguidos de Ismael.

—En cuanto Ismael oye los tambores, es imposible sujetarlo… —dijo Julia—. No sabía que Bisila hubiera tenido otro niño. ¿Te has fijado en su piel? Es…

—Sí, Julia —dijo Kilian, mirándola fijamente para borrar la extrañeza de sus ojos—. Este sí que es mi hijo.

—¡Kilian! —protestó Bisila, intentando recobrar el aliento—. Si fuera nieve, ¿me habría derretido ya entre tus manos?

Los dedos ardientes de Kilian reconocían su cuerpo todavía sudoroso y recorrían cada centímetro de su piel una y otra vez. Sus gestos enérgicos e impacientes intentaban recuperar el tiempo perdido.

—Todavía no. —Kilian entrelazó sus dedos con los de ella y la aplastó con su peso—. ¡No sabes cuánto te he echado de menos!

—¡Me lo has repetido mil veces! —Bisila lo empujó con delicadeza para que se apartara. Casi no podía respirar.

Kilian se incorporó sobre un codo para mirarla, y después dibujó las facciones de su cara con un dedo.

—Temía que no quisieras saber nada de mí —confesó finalmente.

Bisila cerró los ojos.

—Tuve mucho tiempo para pensar en .

Kilian frunció el ceño. Le atormentaba profundamente recordar el sufrimiento que Bisila había sido obligada a soportar. No podía ni imaginarse los sentimientos de una mujer en su situación, intentando juntar los fragmentos de su mente y de su alma, en un pequeño poblado rodeado de bosque, cumpliendo los rituales de duelo por la muerte de su marido al que no amaba, mientras una nueva vida impuesta por la fuerza se empeñaba en crecer dentro de ella. Y todo por culpa de Jacobo. Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza para apartar un pensamiento que intentaba cruzar por su mente. También Jacobo era el causante de la libertad de Bisila. Qué ironía: la violencia había desembocado en felicidad. Si Jacobo no hubiera matado a Mosi, ellos seguirían estando obligados a verse a escondidas. De ninguna manera podría disfrutar él en ese momento de la alegría contagiosa de Bisila.

¿Cómo había sido capaz de superar todos los padecimientos y regresar con esa fortaleza que lo desconcertaba? Hubiera comprendido que se mostrara abatida, decaída o apesadumbrada después de todo aquello por lo que había pasado. O incluso que sus primeros encuentros después de la separación hubiesen sido más emotivos y sentimentales.

Todo lo contrario: Bisila lo amaba con una energía y una fuerza desconocidas para él.

Cuando Kilian se hundía en ella, una y otra vez, se sentía como si él fuera un barco y ella un remolino en el mar que lo engullía y lo escupía para engullirlo de nuevo.

Y, a la vez, esa firmeza y solidez de la pasión con la que se entregaba a él, o se apoderaba de él, convertían sus encuentros íntimos en momentos intensamente tiernos y conmovedores.

Como si cada vez fuese la última.

Eso era.

La sólida firmeza y la inmensa ternura eran consecuencia de la desesperación.

—¿Te has enfadado? —preguntó Bisila.

—¿Por qué?

—Porque querías escuchar que no hice otra cosa que pensar en ti…

—¿Pensabas en mí o no?

—¡En cada momento!

—Eso está bien.

Bisila se incorporó sobre un codo para quedar frente a él y comenzó a acariciarle la cara, el cuello y el hombro. Se acercó para abrazarlo y continuar acariciando su cabello, su nuca y su espalda mientras le susurraba palabras al oído que él no comprendía, pero que le hacían gemir.

Cuando Bisila quería volverlo loco, empleaba el bubi.

El propio sonido de las palabras era más estimulante que su significado.

—Quiero que entiendas lo que digo, Kilian.

—Te entiendo perfectamente…

—Estoy diciendo que te has metido tan dentro de mí que no hay nada que pueda hacer para sacarte. No puedo sacarte.

El significado de las palabras era más estimulante que su sonido.

—Y yo no pienso salir de ti. Quiero estar siempre dentro de ti.

—Ah, muchachos… —Lorenzo Garuz se frotó las pobladas cejas que enmarcaban unos ojos que nunca habían estado tan hundidos—. ¿Y qué haré ahora sin vosotros?

Mateo y Marcial cruzaron una mirada cargada de culpabilidad.

—Yo…, lo siento de verdad… —Las manos de Marcial se aferraban al salacot que reposaba en sus rodillas.

—Y yo también —intervino Mateo, más sereno que su amigo—. Pero espero que lo comprenda. Llevamos muchos años y…

—Sí, sí —le interrumpió Garuz, ceñudo, levantando una mano en el aire.

No deseaba escuchar sus justificaciones aunque fuesen lógicas, por mucho que le costase admitirlo. Él mismo había enviado a su mujer y a sus hijos de vuelta a España, y, en más de una ocasión, tenía momentos de debilidad en los que quería tirar la toalla y coger el primer transporte a la Península. No sería el primer gerente que abandonaba su finca a merced de la maleza o de un puñado de nativos. No obstante, su sentido de la responsabilidad siempre lograba imponerse a sus miedos. Él no era un gerente cualquiera: era el propietario mayoritario de Sampaka, la finca más grande, hermosa, productiva y modélica de toda la isla. Mateo y Marcial se conformarían con cualquier empleo mediocre en cualquier empresa de la metrópoli porque no eran como él: las nuevas generaciones carecían del arresto, coraje, orgullo, e incluso temeridad, de quienes habían levantado esa colonia. Gracias a esas cualidades, él había sabido no solo conservar, sino aumentar la propiedad heredada de aquel antepasado suyo que se había lanzado a la aventura hacía más de medio siglo, y por eso se resistía a abandonarla en manos de otros. En cuanto él cejara en su empeño de mantener a salvo la finca, alguien surgiría dispuesto a aprovecharse de la situación.

—¿Y usted no piensa nunca en marcharse? —preguntó Mateo, como si le hubiera leído la mente.

—Mientras no se apruebe la Constitución y se entreguen los poderes, España no nos abandonará. —Suspiró ruidosamente—. Y no veo por qué no he de seguir produciendo cacao, a no ser, claro está, que me quede sin trabajadores.

Alguien llamó a la puerta y Garuz le dio permiso para entrar. Mateo y Marcial respiraron aliviados. Esa era una de las situaciones en la vida que convenía resolver cuanto antes para salir airosos. El big massa siempre había tildado de actos de cobardía las decisiones de otros de retirarse de las campañas.

El wachimán Yeremías asomó la cabeza.

—Disculpe, massa —dijo—. ¿Puedo pasar?

—Sí, claro. ¿Qué sucede?

Yeremías entró, se quitó la vieja gorra y la sujetó entre las manos en actitud sumisa, con la vista clavada en el suelo.

—Ha venido un policía que dice que tiene que hablar con usted urgentemente.

Garuz frunció el ceño.

—¿No habrás dejado de llevarles los huevos y las botellas de siempre?

—No, massa, no, no me he olvidado. Pero este no es de Zaragoza. Viene de la ciudad y lleva un uniforme muy… completo.

—En un momento estoy con él. —Garuz, extrañado por la visita, abrió un cajón de la mesa y extrajo dos sobres que entregó a los dos empleados—. Esto es para vosotros. Una pequeña recompensa por el buen trabajo que habéis llevado a cabo estos años. Empleadlo bien, ¿eh? Ahora los dos tenéis una familia en la que pensar y el dinero se va.

Esperó a que los otros echaran un vistazo al interior del sobre y enarcaran las cejas, complacidos. Entonces se levantó y se acercó a ellos para esgrimir un último argumento.

—De una cosa podéis estar seguros: allá no cobraréis este sueldo.

Mateo y Marcial aceptaron la propina con sinceras muestras de sorpresa y agradecimiento, pero su decisión era irrevocable.

—Ya está todo organizado —dijo Marcial—. Nos vamos en barco para transportar las pertenencias de nuestras mujeres y sus familias. Llevan tantos años aquí que han acumulado muchas cosas.

—Nada que ver con las dos maletas con las que llegamos… —añadió Mateo.

Se produjo un silencio. Por la mente de los hombres desfilaron los recuerdos de tantos años de ir y venir, y de tantas y tantas cosas que contarían a sus descendientes.

—En fin. —Garuz extendió su mano para despedirse de sus empleados—. Si algún día cambiáis de idea, ya sabéis dónde buscarme.

—¿Quién sabe? —Mateo abrió la puerta—. Igual nos encontramos por Madrid…

Antes de que pudiera terminar la frase, un hombre irrumpió en el despacho. Era bastante alto y fuerte, y sus facciones proporcionadas hubieran resultado agradables de no ser por las marcas de viruela que taladraban su rostro, dándole un aire terrible. Llevaba el uniforme gris de la policía española, con sus botones dorados en la guerrera y una cinta roja cosida en mangas, solapas y gorra.

—Me llamo Maximiano Ekobo —se presentó—. Soy el nuevo jefe de la policía de Santa Isabel. ¿Quién de ustedes es Lorenzo Garuz?

Garuz hizo un ademán para que los otros dos se marchasen y extendió la mano para saludar al policía.

—¿Qué se le ofrece?

Maximiano se sentó.

—Estoy buscando a unos jóvenes que se dedican a boicotear las nuevas obras de la televisión. Durante el día, los braceros construyen el camino de acceso al Big Pico para llevar el material que se empleará en el edificio, la torre y la central eléctrica. Por la noche, alguien destruye lo que se hace de día. Desaparecen herramientas, borran las señales de referencia, averían la maquinaria o la cubren con ramaje…

—No sé qué tiene que ver eso conmigo.

—Hace unos días detuvieron a uno de esos misteriosos hombres del bosque que no son sino bubis que quieren despreciar el regalo que nos hace España. El hombre ha confesado que el cabecilla es un tal Simón… —hizo una pausa para observar la reacción del gerente— que trabaja en esta finca.

Garuz cruzó las manos a su espalda y comenzó a caminar en actitud pensativa. Acababa de entregar el finiquito a dos hombres muy trabajadores. En la finca ya solo quedaban tres españoles: Gregorio, Kilian y él mismo. José, Simón, Waldo y Nelson completaban el pequeño equipo de hombres enérgicos y con experiencia. No le gustaba lo más mínimo que Simón anduviese metido en actividades delictivas contra los intereses españoles y, en otras circunstancias, él mismo lo hubiera presentado ante la policía al menor indicio de duda, pero en esos momentos no podía permitirse el lujo de perder un solo empleado más. No veía otra alternativa que mentir, pero tendría que elegir bien sus palabras porque ahora, más que nunca, convenía llevarse bien con las nuevas autoridades.

—Escuche, Maximiano. —Lo miró directamente a los ojos—. Le doy mi palabra de caballero de que estoy absolutamente en contra de cualquier acto violento y más de aquellos que atenten contra bienes valiosos para este país. Pero me temo que ha hecho el viaje en vano. El Simón al que usted alude tuvo un grave percance que lo ha tenido convaleciente más de dos meses. Cayó de uno de los tejados de los secaderos y se partió ambas piernas. No obstante, si escuchase algún comentario que pudiese aportar luz a su investigación, no tenga la menor duda de que me pondría en contacto con usted.

Terminó su alegato y se mantuvo imperturbable, convencido de que sus palabras habían resultado convincentes. Él sabía de qué pasta estaban hechos esos nuevos e impertinentes jefecillos como Maximiano que se creían superiores a todo el mundo, incluso a blancos como él. Con ellos había que emplear un tono extremadamente respetuoso, sí, pero también firme y seguro.

Maximiano asintió, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Eso es todo, de momento.

Salió sin despedirse.

Garuz respiró satisfecho, esperó un tiempo prudencial, y salió en busca de Simón, a quien le tenía que advertir sin perder un segundo de la visita del jefe de policía. Al joven no le quedaría más remedio que simular una cojera durante un tiempo, al menos ante cualquier uniforme oficial. Y a él no le interesaba lo más mínimo tener al tal Maximiano en su contra.

—¡Nadie habla de los españoles que estamos aquí! ¡No se contempla en ningún momento que podamos formar parte de la futura nación! Pero todos los demás tienen su parcela: los bubis separatistas, los bubis neocolonialistas, los nacionalistas unitarios, los independentistas radicales y los independentistas graduales…

—Te olvidas de los nigerianos, Kilian —apostilló Manuel mientras plegaba el periódico Ébano y se disponía a hojear el Abc—. Con eso de la guerra civil en su país entre hausas musulmanes e ibos católicos, en lugar de querer regresar a casa, cada día vienen más. No me extraña que Nelson y Ekon estén contentos de que hayan venido sus hermanos, pero aquí cada vez hay menos trabajo.

Kilian apuró su ginebra de un trago e indicó al camarero que sirviera otra ronda.

—Tal vez aquí no llegue nunca la separación definitiva… Si realmente va a haber independencia, ¿por qué han montado una emisora de Radio Televisión Española en el pico Santa Isabel…?

—Lo han conseguido en contra de la voluntad de los espíritus del bosque… —intervino Simón, con un brillo travieso en sus ojos. Estaba cómodamente sentado en una butaca, disfrutando con aire de triunfo de la posibilidad de tomar una copa en un bar de blancos.

—Es misterioso esto de la televisión… —Levantó la vista hacia el aparato que ocupaba un lugar preferente en la sala—. ¿Recordáis el primer programa que vimos en este mismo salón hace unos tres meses? España, madre de pueblos o algo así.

Su tono se volvió irónico:

—A mí lo que se me quedó en la cabeza fueron las palabras de su jefe de allá. —Se incorporó en la silla y sin apenas abrir los labios parodió con voz aguda—: «Vosotros sabéis que España no ha sido nunca colonialista, sino civilizadora y creadora de pueblos, que es cosa bien distinta…».

Kilian y Manuel sonrieron ante la imitación de Simón.

—Y ahora resulta —continuó este, con voz de fastidio— que los blancos habláis de nuestra independencia como si fuera el mayor éxito de la misión civilizadora y creadora de vuestro país. No me gusta nada eso, no, señor. Que yo sepa, mi pueblo ya estaba creado antes de que llegarais vosotros.

—Pero muy civilizados no estabais —bromeó el doctor, mirándolo por encima de sus gafas y volviendo a su lectura—. Ahora tenéis hasta una Constitución aprobada por mayoría.

—En la isla no, ¿eh? —le interrumpió Simón—. Salió el «sí» por muy pocos votos de diferencia.

—Da igual —dijo Kilian—. El caso es que la cosa sigue adelante y hasta los telediarios se emiten en fang, bubi y español para que se vean bien las tres partes implicadas. Pero la realidad es que aquí el dinero sigue llegando de España. Parece como si se estuviera invirtiendo a marchas forzadas para haceros ver que la autodeterminación tiene un riesgo.

Movió su copa peligrosamente en el aire.

—¿Cómo es posible, entonces, que se tenga tan claro que llegará en cuestión de semanas? ¿Cómo se pasa de la dependencia absoluta a la independencia? ¿De repente se desmonta todo y ya está? Si nos vamos todos, ¿quién os curará, os defenderá y os educará? —Simón quiso decir algo, pero Kilian le hizo un gesto con la mano—. Me temo que la administración de este país caerá en manos de gente que, como mucho, sabe leer y escribir, aunque ahora se desplace en lujosos coches para predicar sus discursos. Eso no es suficiente para gobernar.

Kilian se fijó en José, que no apartaba la vista del televisor. José todavía se sentía cohibido en los bares de los blancos y por eso no hablaba mucho. Eso sí, la televisión lo tenía maravillado. Sobre todo las retransmisiones de fútbol.

—¿No dices nada, Ösé?

José carraspeó, juntó las manos sobre su regazo y dijo:

—Con la ayuda de mis espíritus, yo pienso seguir haciendo lo que sé hacer y me mantendré lo más alejado que pueda de la dichosa política. Caminaré con precaución. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el televisor—. Vienen tiempos difíciles, y más para los bubis. Macías es fang.

En el aparato se veía la imagen de un hombre delgado de aspecto impecable, con traje y corbata, hablando con pasión ante un micrófono. Tenía los ojos estrechos y algo separados, los labios gruesos y los orificios nasales grandes. Los cuatro guardaron silencio para escuchar lo que decía el vicepresidente del Gobierno autónomo, un antiguo funcionario colonial, hijo de un famoso brujo de Río Muni, que había empezado en la política como alcalde de su pueblo en la parte continental.

Prometía salario mínimo, jubilaciones y becas, créditos a pescadores y agricultores, ventajas para los funcionarios y repetía que su lema era la unidad, la paz y la prosperidad. Terminó su intervención con la frase: «Lo que Macías promete, Macías lo cumple».

—Tiene fuerza, carisma y poder de convicción —comentó Manuel—, pero, francamente, a mí me resulta extraño, incluso inestable. Unas veces habla de España como si fuera su amiga íntima, y otras, se opone a cualquier iniciativa española. En la radio de Bata, hace un mes, él mismo pedía que no se votase a favor de la Constitución, y ahora ya lo ves, en plena campaña popular.

Permanecieron unos minutos en silencio. Kilian miró a su alrededor. Excepto por un grupo de ocho o diez blancos que apuraban unas ginebras con tónica a pocos pasos de ellos, la mayoría de las personas del local eran nativos. Kilian se fijó en los blancos. Estaban sentados alrededor de una mesa redonda con maletines metálicos y bolsas de cuero a sus pies. Llevaban camisas de manga corta y pantalones con los bajos acampanados. Uno de ellos, un joven veinteañero de cara redonda, corta barba y ojos vivos levantó la copa hacia Kilian a modo de saludo que él respondió. Debía de llevar poco tiempo, porque, a diferencia de sus compañeros, su piel no estaba quemada y, mientras bebía, no dejaba de mirar a su alrededor con el asombro, la curiosidad y el temor de quien acababa de aterrizar en Fernando Poo. «¿Qué se le habrá perdido por aquí en estos momentos?», se preguntó Kilian. Suspiró, bebió un trago de su bebida y se dirigió a José y Simón.

—¿Ya sabéis a quién vais a votar la próxima semana?

—Oh, sí —respondió Simón en voz muy baja, inclinándose hacia delante—. ¡Y te aseguro que no pienso dar mi voto al gallo!

José sonrió ante la expresión de Kilian.

—El lema de Macías es Todos al gallo —explicó, bajando también la voz—. Y yo tampoco le daré mi voto.

Manuel dobló el periódico y lo depositó en la mesa con energía.

—Pero muchos otros sí lo harán —dijo—. El resto de los candidatos lo tiene difícil. El actual presidente del Gobierno autonómico, Bonifacio Ondó, está haciendo la campaña de la metrópoli. A Atanasio Ndongo no lo conoce nadie. Y la Unión Bubi, de Edmundo Bosió, solo conseguirá votos en la isla. Está claro: Macías es el que más hábilmente está actuando como el devoto y convencido defensor de sus hermanos guineanos y sus intereses. Está muy bien aconsejado por el abogado ese, García Trevijano. Será presidente. Y este otoño de 1968 pasará a la historia.

Los cuatro se quedaron callados.

Al cabo de un rato, Simón rompió el silencio.

Massa Kilian, no te enfades por lo que te voy a decir, ¿eh? —Kilian arqueó las cejas en actitud expectante—. A veces hasta me parece que estás en contra de nuestra libertad…

Kilian meditó tanto las palabras de Simón como su propia respuesta.

—Yo no digo que no desee la independencia para vosotros —dijo finalmente—. Simplemente, digo que no me quiero ir, Simón.

De repente, sintió un profundo alivio. ¡Por fin había dicho en voz alta y clara lo que sentía delante de sus amigos!

Un ruido de sillas al ser arrastradas al unísono con violencia lo interrumpió. Dirigieron su atención hacia el grupo de blancos y no tardaron en comprender la situación. El joven de ojos vivos estaba de pie junto a la barra con una bebida en una mano y con la otra extendida para dar a entender a sus compañeros que no se moviesen de su sitio. El joven se disculpaba por algo que había ofendido a un hombre que se había plantado frente a él en actitud agresiva.

—Ya le he dicho que lo siento.

—Seguro que a tus amiguitos blancos no les echas el humo del cigarrillo a la cara —respondió el hombre con voz ebria—. ¿Te molesta que ahora vengamos a vuestros bares?

—Lo que me molesta es que no sepa aceptar una disculpa —respondió el joven sin perder la calma. Caminó hacia la mesa tranquilamente, se sentó e indicó a sus amigos que hicieran lo mismo.

El hombre de la barra pagó su consumición y se dispuso a salir, pero, antes, extendió un brazo en el aire como queriendo abarcar todo el espacio que ocupaban los blancos, incluida la mesa donde se sentaba Kilian, y dijo:

—No saldréis ninguno vivo de aquí. Os cortaremos el cuello. A todos.

Se produjo un desagradable silencio, que Manuel rompió al susurrar:

—Ya lo verás, Kilian. Julia tampoco me hace caso, pero, al final, tendremos que salir por piernas. Todos. —Le lanzó una mirada de absoluto convencimiento—. Incluido tú.

—¿Estáis seguros de que esto es lo mejor? —preguntó Julia con los ojos llenos de lágrimas—. Papá, mamá… Aún estamos a tiempo de echarnos atrás.

Generosa se arregló el cabello frente al espejo que había sobre el trinchante del comedor, junto al colmillo de marfil. El espejo le devolvió una imagen muy diferente a la de décadas atrás, cuando Emilio y ella montaron la factoría y se instalaron en la vivienda del piso superior. Recordó las lágrimas que había derramado al dejar a su única hija con los abuelos hasta que ellos pudieron ofrecerle la buena vida que habían deseado, y los muchos momentos felices que habían disfrutado los tres en Santa Isabel. Los años habían pasado volando, borrando el brillo de su cabello oscuro y trazando profundas arrugas alrededor de sus ojos. Suspiró.

—Ahora, al menos, podemos sacar algo, no mucho, pero más de lo que tendríamos cuando nos echen…

—Pero… —comenzó a protestar Julia—, si estuviera tan claro que eso fuera a suceder, ¿por qué querría un portugués comprar la factoría?

—João sabe lo mismo que yo.

Emilio terminó de ordenar unos papeles sobre la mesa en la que también había cuatro o cinco ejemplares del Abc de 1968, con grandes fotos en las portadas de los últimos acontecimientos de Guinea. Se levantó y caminó levemente encorvado hacia la ventana.

—Nadie le obliga a quedarse con el negocio. En todo caso, él sí que es un valiente… Ojalá hubiésemos tenido las agallas de no reconocer la nueva república como ha hecho Portugal.

Consultó su reloj y luego miró por la ventana con impaciencia. Deseaba que João llegase pronto y acabasen cuanto antes con ese desagradable asunto. Cuando el amor se terminaba en cualquier noviazgo, pensó, lo mejor era cortar por lo sano. A él le sucedía lo mismo con Guinea. Un montañés tenía su orgullo. Se aclaró la voz antes de añadir.

—Además, tiene aquí un montón de hijos con una nativa. Razón de más para seguir adelante…

El comentario de su padre hizo que Julia pensara en Kilian. Si hacía caso a los terribles presagios de su padre y de su marido, ¿también tendría él que marcharse? ¿Y dejar al hijo de Bisila a merced de la incertidumbre? Era más que evidente cuánto adoraba Kilian al pequeño. No podría abandonarlo.

—¿Por qué no crees al nuevo presidente? —Julia se le acercó y se colgó de su brazo—. ¿No lo han apoyado desde España? Desde el doce de octubre…

—¡No me recuerdes esa fecha! —Emilio apretó la mano de su hija—. Todos esos jóvenes locos convirtieron la ciudad en un infierno… Ese fue el principio del fin, sí, cuando rompieron todos los cristales de las casas y negocios, y derribaron la estatua del general Barrera ante el mismo Fraga Iribarne… ¡Vaya manera de agradecer el traspaso de poderes!

—Era su primer día de libertad, papá. Pero, desde entonces, todos los discursos de Macías han estado llenos de alabanzas a España. Ha prometido que seguirá la política de los últimos treinta años del generalísimo y anima a los empresarios españoles a que sigan invirtiendo en Guinea…

—Sí, ya le daría yo al gallito ese… —intervino Generosa con un tono mordaz y amargo—. Ahora está eufórico, pero ya veremos qué pasa cuando deje de recibir dinero… A ver cómo cumple sus promesas electorales.

Emilio resopló, se soltó del brazo de su hija y comenzó a caminar por el salón, intranquilo.

—Soy perro viejo, Julia. Hacemos lo correcto. Si firmamos hoy, nos quedaremos el tiempo que nos cueste recoger nuestras cosas y encargarnos del envío. Después… —levantó los ojos al cielo— Dios dirá.

Julia se mordió el labio para contener la rabia que le producía la determinada resignación de su padre. Miró su reloj. En realidad, no tenía prisa. Manuel se había quedado con los niños para que ella pudiera convencer a sus padres de que desistieran de la idea de entregar a otro el fruto de los esfuerzos de toda una vida. Pero no se sentía capaz de estar presente. Su alma se resistía a abandonar el que consideraba su hogar. Sintió una punzada de remordimiento. Si Emilio y Manuel estuvieran en lo cierto, estaría haciendo correr a sus hijos un gran peligro. Tal vez debiera abandonar su obstinación y pensar en ellos… Si algo les pasara, no se lo perdonaría nunca. Más valía prevenir que no poder curar. Decidió reconsiderar su postura sobre la posible marcha de la ciudad, pero no quería estar presente en el momento de la firma del contrato.

—Lo siento, pero no puedo esperar más. Tengo que ir a por los niños. De todos modos, no creo que pueda haceros cambiar de opinión.

Cogió su bolso y las llaves del coche. Se acercó a su madre para despedirse y se sorprendió de lo serena que aparentaba estar, aunque en el fondo estuviera desolada.

—Te acompaño a la calle —dijo Emilio—. A ver si llega de una santa vez.

Abajo, la puerta de la factoría se abrió y salió Dimas.

—¡Hombre, don Emilio! ¿Qué es eso que me han dicho de que le vende el negocio a un portugués?

—Al final lo habéis conseguido. Nos vamos.

—¿No cree que exagera un poco?

—Eso pregúntaselo a tu hermano. ¿No lo han vuelto a ascender?

Las arrugas de las mejillas de Dimas se separaron al esbozar una amplia sonrisa de orgullo.

—Sí, señor. Lo han nombrado ayudante del vicepresidente del Tribunal Supremo.

Julia hizo un gesto de asombro. Había escuchado que el nuevo presidente Macías había incluido a miembros de los diferentes grupos tribales y partidos, incluso a los candidatos vencidos, tanto en el Gobierno como en los órganos superiores, como recompensa al apoyo que le dieron todos al ver que se iba a alzar con la victoria, y que los Consejos de Ministros se celebraban en un ambiente de cordialidad y concordia, pero el puesto de Gustavo era realmente importante.

—Espero que le dure —dijo Emilio, en tono mordaz.

—Papá… —intervino Julia, sabedora de lo fácilmente que su padre se enzarzaba en una discusión.

—¿Y por qué no le habría de durar?

Emilio sacudió la cabeza.

—No te hagas ilusiones, Dimas. Yo también lo tuve todo y ahora tengo que desprenderme de ello. Ojalá me equivoque y no tengas que regresar a tu poblado natal… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Ureka.

Alguien pronunció su nombre y se dio la vuelta.

—Aquí estás, João, por fin. —Besó a su hija—. Muy bien, pues, acabemos con esto de una vez.

—A chapear, José. —Garuz se frotó los ojos con cansancio. Los siete encargados de que Sampaka siguiera funcionando aprovechaban la sobremesa para relajarse un rato—. Macías ha dicho que enviará a todos los blancos a arrancar las malas hierbas.

Kilian releyó el último párrafo de la carta que acababa de recibir de su madre, preocupada por las noticias recibidas a través de unos vecinos del valle que trabajaban en otras fincas:

¿Qué haces que no regresas? No entiendo tu obstinación por permanecer allí en esas circunstancias. Ya no sé qué es cierto y qué es mentira. Unos dicen que los españoles duermen con las pistolas debajo de la almohada o que no quieren dormir en sus propias casas por miedo; otros dicen que no es para tanto… Si es por el dinero, no te preocupes. Más no puedes hacer. Tu padre estaría orgulloso de lo que has trabajado para que Casa Rabaltué, tu única casa, luzca como lo hace ahora. Guinea se quedó con mi querido Antón: no me gustaría que se quedara también con uno de mis hijos… Ya es hora de que estemos juntos. Nosotros ya hemos dado y recibido todo lo posible de Fernando Poo.

Un abrazo de tu madre, que te quiere.

Dejó la carta sobre la mesa. Recordó con qué ansias había leído sus primeras cartas en esa misma mesa hacía justo dieciséis años, cuando era un joven con ganas de conocer mundo que, sin embargo, añoraba demasiado su hogar. Ahora leía las palabras de su madre narrándole las ilusiones de Jacobo ante los cambios que se comenzaban a producir en Pasolobino y todo le resultaba más que extraño, ajeno. Como si la carta fuera dirigida a otra persona. Ahora su lugar estaba al lado de su nueva familia. Tenía que trabajar para sacarlos adelante.

Maldijo por lo bajo su mala suerte. Si las cosas no estuvieran cambiando, podrían haber soñado con comprarse una casa en Santa Isabel. En realidad, no aspiraba más que a lo que casi todo el mundo: una familia y un hogar. Quizá no era lo que él había planeado para su vida años atrás, pero, poco a poco, su destino se había ido labrando en esa dirección, y él no quería desviar el rumbo. Eran las circunstancias externas las que se obstinaban en obligarle a modificar su suerte.

—¿Por qué se habrá enfadado tanto Macías? —escuchó que preguntaba José.

—¡Por todo! —respondió Garuz malhumorado—. Se enfada por todo. Ve fantasmas por todos lados. Hace un par de semanas protestó porque todavía había demasiadas banderas españolas ondeando y ordenó que fueran arriadas. El cónsul español se negó y Macías exigió que el embajador abandonara el país. Desde entonces no han parado los casos de violencia, agresiones y saqueos contra los colonos españoles. Cualquier día llegarán a Sampaka.

Simón terminó de servir otra ronda de café que todos, menos Waldo y Nelson, aceptaron.

—Los aviones y barcos se van llenos de gente —dijo—. Tal vez deberían marcharse todos ustedes también.

—Todavía hay tropas españolas y Guardia Civil. Yo no pienso irme.

—No lo digas tan rápido, Kilian —intervino Gregorio—. Macías ha acusado a la Guardia Civil de asesinos y a la Guardia Nacional de planear un golpe de Estado junto con los madereros españoles.

Kilian se encogió de hombros.

—Tú, si quieres, puedes largarte. Con los que estamos nos bastamos para sacar la cosecha adelante.

Garuz lo miró con satisfacción. ¿Quién le hubiera dicho que aquel muchacho tendría tantas agallas?

—Yo no pienso renunciar a mi sueldo mientras pueda —dijo Gregorio—. Pero cuando llegue el momento, me largaré. Afortunadamente, no me he complicado la vida como tú.

Kilian le lanzó una mirada de advertencia que él sostuvo desafiante. No iba a consentir que el gerente creyera que la verdadera razón por la que Kilian no quería irse era su alto sentido del deber.

—A todos se nos ha complicado —comentó Garuz.

—Sí, pero a este más.

Garuz frunció el ceño.

Antes de que Gregorio pudiera añadir ningún comentario desagradable sobre lo que a él le producía tanta felicidad, Kilian, mirando directamente a los ojos de Garuz, se apresuró a intervenir:

—Estoy casado por el rito bubi con Bisila, una de las hijas de José, con quien tengo un hijo llamado Fernando Laha. No lo oculto. Creía que usted también lo sabía.

Todos esperaron en silencio la reacción del gerente.

—Vaya por Dios…

Garuz se sirvió otro café. ¿Cómo no se había enterado antes? Era cierto que nunca había prestado mucha atención ni a la vida privada de los demás ni a las habladurías porque siempre tenían que ver con lo mismo —amoríos, líos, hijos no deseados—, pero la noticia le resultó de lo más sorprendente por referirse, precisamente, a Kilian. ¿Así que esa era su verdadera razón para no marcharse? Sintió una punzada de decepción. Lo que él había tomado por arrojo y valor no era sino un capricho que acabaría como todos los demás: en nada. No obstante, tenía que reconocer que la manera natural, incluso orgullosa, con la que Kilian le había puesto al día de su situación dejaba pocas dudas sobre la importancia de la relación.

—No pienso abandonarles —añadió Kilian, al ver que Garuz se había quedado mudo.

Garuz recuperó su convicción y su tono firme:

—Más tarde o más temprano, Macías se dará cuenta de que nos necesita. ¿De dónde va a conseguir ingresos más que de explotaciones como esta? De todos modos, no está de más que tomemos unas precauciones, al menos por el momento. —Señaló a Simón, Waldo, José y Nelson—. Vosotros no os mováis de la finca…

—Pero esto no va con los nigerianos… —protestó Nelson. Temía que cualquier sugerencia añadiera nuevos obstáculos a sus, cada vez más difíciles, encuentros con Oba.

—De momento no, pero todo se andará… —Garuz señaló a Kilian y Gregorio—. Y vosotros…

El sonido del claxon de un coche que alguien hacía funcionar de manera insistente acompañado de gritos interrumpió la charla. Salieron del comedor a toda prisa y vieron a Emilio, encolerizado, dando voces con medio cuerpo fuera de la ventanilla. A su lado, el padre Rafael, a quien había recogido en el poblado Zaragoza, se llevaba las manos a la cabeza.

—¡Cálmate, Emilio! —dijo Garuz—. ¿Qué pasa?

—¡Tengo que avisar a mi hija! Lorenzo, Kilian, Gregorio… ¡Venid a casa de Manuel!

Las ruedas del Vauxhall levantaron una polvareda y Emilio condujo varios metros hasta la casa del médico.

Minutos más tarde, ya en el salón de la vivienda, les contó lo que había sucedido:

—Ha habido un intento de golpe de Estado. Macías acusa a España y el culpable, Atanasio Ndongo, ha sido asesinado. Bonifacio Ondó y otros políticos que no son de su cuerda han sido detenidos y encarcelados. Gustavo también. No han dejado de pasar por la calle vehículos militares toda la noche. Ahora estamos en estado de emergencia. ¡Deberíamos habernos marchado hace unos días en el Ciudad de Pamplona, con los últimos…! Julia, Manuel, coged lo más importante, dinero, joyas y pasaporte, y olvidaos de lo demás.

—Pero España… —comenzó Julia.

Su padre la cortó, tajante:

—Julia, España ya no intervendrá en los asuntos de Guinea. Yo me voy a la ciudad para gestionar los pasajes. Permaneceremos juntos hasta conseguir barco o avión, lo primero que salga, hoy o mañana… Y vosotros… —se dirigió a los demás—, deberíais hacer lo mismo.

Manuel miró a Garuz, consternado. La preocupación de su suegro estaba más que justificada, pero ¿qué harían las personas que aún quedaban en la finca sin un médico?

—Haz lo que tengas que hacer —respondió Garuz a su dilema—. Yo me quedo.

—Yo también —dijo Kilian. Él no se iría hasta que fueran a buscarlo personalmente con una pistola.

—Y yo… —Gregorio dudó—, sí, de momento también.

Emilio se encogió de hombros.

—¿Y usted, padre Rafael?

—Me quedo, hijo. Mi sitio está aquí.

—Allá vosotros. En cuanto marche la Guardia Civil, la seguridad será por vuestra cuenta y riesgo. —Estrechó la mano de quienes habían decidido quedarse, uno por uno, con los labios apretados y el ceño fruncido para controlar la emoción—. Kilian…, si fuera tu padre…, te sacaría de aquí a rastras.

Tres horas más tarde, Waldo y Kilian terminaban de ayudar a cargar el oscuro y elegante Mercedes que Garuz había ofrecido para llevar a la familia de Manuel a la ciudad. Los pequeños Ismael y Francisco jugaban en la tierra, ajenos a la tristeza que embargaba a sus padres. Julia entraba y salía de la casa con los ojos enrojecidos y Manuel ultimaba su despedida de las dependencias del hospital donde había trabajado dieciséis años.

Kilian se encendió un cigarrillo. Un niño se acercó corriendo adonde estaba él y se sumó, como tantas otras veces, al juego de los hijos de Julia. Kilian sonrió y buscó con la mirada a la madre del pequeño. Bisila se acercaba, acompañada de Simón.

—Los echará de menos —dijo ella.

—Sí, y yo también —dijo Kilian.

Julia salió con su bolso de mano. Lanzó una última mirada al interior de su casa, cerró la puerta, agachó la cabeza y permaneció unos minutos en silencio. El temblor de sus hombros indicaba que sollozaba. Finalmente, extrajo un pañuelo del bolso, se enderezó y se giró para dirigirse hacia el coche.

—¿Dónde está Manuel? —preguntó con voz temblorosa.

—Dentro, en el hospital —respondió Kilian.

—¿Me harías el favor de ir a buscarlo? Quiero que esto acabe cuanto antes.

—Sí, claro.

Kilian encontró a Manuel en el cuartito donde estudiaba y clasificaba sus plantas.

—No he podido llevarme casi nada —dijo en voz alta cuando Kilian entró.

—Tal vez puedas regresar algún día…

—Sí, tal vez.

—Te echaré de menos, Manuel.

El médico sacudió la cabeza con la mirada baja.

—Yo también.

Se pasó la lengua por los labios, nervioso. Dudó si decirle a Kilian lo que hacía tiempo que quería decirle, y al final se decidió:

—Kilian… Sé lo que pasó, sé lo que hizo Jacobo con Bisila… —Su amigo se apoyó contra la mesa—. Tengo incluso mis dudas de quién es el verdadero padre de Fernando, pero es evidente que tú actúas como tal… Yo también tengo hijos, Kilian. Yo tampoco los abandonaría. Pero ten cuidado, ¿de acuerdo?

Kilian asintió. Luego, preguntó:

—¿Lo sabe Julia?

—Siempre tuvo a Jacobo en un pedestal. ¿Para qué sacarla de su error?

—Eres un caballero, siempre lo has sido.

Manuel sonrió débilmente, lanzó una mirada a su alrededor y apoyó la mano en el pomo de la puerta.

—¿Te acuerdas cuando nos conocimos en el Ambos Mundos? —Kilian asintió—. Parece que han pasado siglos… Ahora ya no existe ni la sala…

Salieron al exterior, donde Julia observaba en silencio a los niños junto a Bisila. Manuel se despidió de todos, abrazó a Kilian con fuerza, introdujo a los niños en el coche y se dirigió a la parte delantera con los ojos llenos de lágrimas.

—Venga, Waldo. Haznos de chófer por última vez.

Julia repitió la despedida de su marido. Cuando le llegó el turno a Kilian, se desmoronó en sus brazos.

—Oh, Kilian, ese pequeño cada día se te parece más… Cuida de él, Kilian, no lo abandones… ¿Qué pasará con todos? —Kilian le acarició el cabello y esperó en silencio, con el corazón en un puño, a que ella se tranquilizara un poco. Julia se incorporó y se llevó el pañuelo a la nariz—. Adiós, Kilian. Danos noticias.

Waldo puso el motor en marcha y condujo a través del patio principal de Sampaka en dirección al camino de las palmeras reales. Julia cerró los ojos y se dejó invadir por una languidez y un abatimiento que desfiguraron las últimas imágenes del trayecto hasta la ciudad: una compungida Oba ante la casa de sus padres, la Factoría Ribagorza, donde una joven Julia había esperado que un apuesto Jacobo abriera con energía juvenil la puerta para alegrarle el día; y el casino, donde había hablado con Manuel por primera vez sin saber que acabarían uniendo sus vidas.

Años más tarde, habría de recordar de manera borrosa su viaje de regreso en el barco en el que finalmente embarcaron en Bata. Habría de ser la memoria prodigiosa de su madre, Generosa, la que consiguiera hacerle rememorar los detalles del buque de la unidad de operaciones especiales de la Infantería de Marina en el que se repatriaba a los últimos miembros de la Guardia Civil, a un grupo de religiosos de Fernando Poo, al último miembro de una expedición científica que, años atrás, había encontrado y enviado al zoo de Barcelona un gorila albino al que llamaron Copito de Nieve; a varios gerentes y propietarios de fincas, a cacatúas, loros, monos y otras especies que la tripulación llevaba de recuerdo a sus familiares, a la última bandera española en aquellas tierras, y a tres generaciones de una misma familia. El buque se llamaba Aragón, habrían de pensar Emilio, Generosa y Julia con ironía en más de una ocasión; la nave que los alejaba con dolor de su pasado reciente se llamaba como la región a la que pertenecía Pasolobino, el lugar que los había visto nacer.

—¿Ve? Ya se lo dije. —Simón señaló en dirección al mar desde la balaustrada—. Ahí siguen los sacos. No embarcaron ni uno solo. Se estropeará toda la cosecha, si no lo ha hecho ya.

Garuz no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. En el pequeño espigón de cemento del muelle de Santa Isabel se amontonaban cientos de sacos de esparto, llenos a rebosar, con el sello de Sampaka.

—¡Están locos! —dijo Kilian, desolado—. ¡Eso de ahí vale una fortuna!

—¿Así es cómo piensan encargarse de todo aquello por lo que hemos luchado durante años? —Garuz sintió que un brote de rabia se gestaba en sus entrañas—. ¡La cosecha de un año de trabajo pudriéndose por la insensatez de un gobierno incompetente! —Vio que dos policías salían de la caseta de guardia y se dispuso a descender por la cuesta de las fiebres—. Ahora mismo voy a solucionar esto. ¡Si hace falta hablaré con el mismísimo presidente!

Kilian lo sujetó por el brazo.

—¡Espere! No sé si es buena idea…

—¿Te crees que me dan miedo esos dos? —Garuz se soltó bruscamente.

—Si baja ahí de malos modos, les dará una buena excusa para que lo detengan. Deberíamos volver a la finca. Cuando esté más calmado, ya decidirá qué hacer o con quién hablar.

Justo entonces, un coche se detuvo, varios hombres bajaron y se encaminaron hacia la cuesta. Garuz reconoció a uno de ellos y se acercó.

—Hombre, Maximiano. ¡Qué casualidad! Me alegra encontrarme con usted. Acabo de saber que la cosecha de la finca no ha embarcado. Le estaría muy agradecido si se me informara de las razones.

—¿Usted quiere que yo le dé explicaciones?

—Usted o quien sea, pero no puedo consentir que se tire por la borda mi capital.

Maximiano se lamió el labio inferior con lentitud.

—¿Está poniendo en duda el buen hacer de nuestro presidente?

—¿Cómo? —Algo en la fría mirada de los ojos entrecerrados del jefe de policía le hizo comprender a Garuz que lo mejor sería cambiar completamente de actitud—. Por supuesto que no. Nada más lejos. Si me disculpa…

Hizo un gesto a los otros dos.

—Buenas tardes. Kilian, Simón…, vámonos.

Comenzaron a caminar hacia el coche. Una voz los detuvo.

—¡Eh, Simón! Parece que te has curado muy rápido de tu cojera.

Simón entró rápidamente en el coche. Garuz se dio la vuelta y su mirada se encontró con la de Maximiano, quien levantó el dedo índice en el aire en ademán acusador.

Una vez dentro del coche, Garuz se hundió en su asiento, maldiciendo por lo bajo. Kilian comprendió que el gerente se tenía que sentir enojado y humillado. No le había quedado más remedio que tragarse su orgullo y huir cuanto antes del lugar donde se pudriría su cacao. ¿Qué pasaría ahora?, se preguntó.

Las labores de cuidado de cacaotales proseguían a duras penas. Pocos acudían al trabajo. Se había cancelado el tratado laboral con Nigeria, pero ese no era el problema porque braceros sobraban: no había más que verlos dando vueltas por ahí, desorientados, sin saber muy bien qué hacer ni adónde dirigirse. En realidad, era como si todo el mundo se hubiera contagiado del desaliento que las palabras y los actos de las instancias superiores transmitían.

En su fuero interno, Kilian aún deseaba inocentemente que una voz alegre dijera que las relaciones entre ambos países eran inmejorables y que, aunque el Gobierno de la nueva Guinea fuese independiente, la vida diaria y el trabajo discurrirían con normalidad. Pero la realidad era otra. La sensación general era de abandono. Los escasos medios de comunicación, como Radio Santa Isabel, Radio Madrid y el periódico Ébano, habían ido narrando la metamorfosis verbal desde las primeras palabras optimistas del himno de la recién estrenada independencia —«caminemos pisando la senda de nuestra inmensa felicidad»— hasta el desencanto generalizado y las amenazas contra los blancos. No llegaban las ayudas esperadas, no había dinero, resultaba difícil ajustarse al nuevo orden civil establecido; la población no apreciaba ningún cambio en su bajo nivel de vida ni las promesas electorales se veían por ningún sitio. Era difícil que las palabras de Macías no acudieran continuamente a las mentes de quienes se resistían a marcharse. «Se acabó la esclavitud —repetía—, que nadie ayude al blanco, que ningún negro tenga miedo del blanco…; no somos pobres, Guinea es rica, estamos sobre una bolsa de petróleo…; ahora meteré a los blancos en la cárcel si van contra el Gobierno…».

Condujeron de vuelta a la finca por calles sucias, llenas de basura y manchas de sangre. Al paso del coche, sintieron las miradas de desconfianza de muchos transeúntes.

Garuz le pidió a Simón que acelerara.

—No sé, Kilian —murmuró, pensativo, cuando dejaron el asfalto atrás—, no sé si nos estamos arriesgando mucho. Hasta los de la tele se han marchado ya…

Simón frenó bruscamente. Una menuda mujer caminaba por el arcén portando un abultado hatillo sobre su cabeza. Simón se giró hacia Kilian y le suplicó con la mirada que intercediera ante Garuz para llevarla.

Kilian salió del coche.

—Oba… ¿Qué haces sola por aquí?

—Voy a vivir con Nelson. En la factoría no hay trabajo, massa. Espero que al big massa no le importe…

—Vamos, te llevaremos.

Oba y Kilian subieron al coche. Ella se sorprendió al reconocer a Garuz junto al conductor. Garuz no se dio la vuelta. Tampoco abrió la boca. Le daba exactamente igual lo que la joven hiciera o dejara de hacer, aunque… Abandonó su flaqueza de unos segundos antes y se incorporó en el asiento. Si las mujeres eran la razón por la que hombres como Kilian y Nelson seguían junto a él, en esos momentos le resultaba tan válida como cualquier otra. Además, lo que sobraban en Sampaka eran viviendas de braceros.

A partir del verano, la tensión decreció y los ánimos parecieron calmarse. En octubre de 1969, se firmaron nuevos acuerdos bilaterales y España garantizó un crédito millonario a Guinea. Aprovechando la ocasión del regreso de algunos coloniales a sus propiedades, y después de varios encuentros con ellos, Garuz reconsideró un cambio de actitud y decidió tomar el pulso a la situación real acudiendo a una cena de gala en el casino.

Ante la insistencia del gerente de la conveniencia de codearse con los altos cargos y autoridades del país, a Kilian y a Gregorio no les quedó más remedio que acompañarle. Kilian aceptó con resignación. No le apetecía nada, pero haría cualquier cosa con tal de poder quedarse más tiempo. Recordó a Waldo que tuviera listas varias docenas de huevos y unas botellas de coñac para no tener problemas en los puestos de guardia y, después de mucho tiempo sin asistir a una fiesta, se puso un traje oscuro y una pajarita que le prestó el propio Garuz.

Nada más entrar en el casino, Kilian pudo comprobar con asombro que solo habían cambiado dos cosas en la sala principal desde su primera visita. La primera, que la mayoría de los asistentes eran nativos mientras que los blancos se podían contar con los dedos de las manos, y, la segunda, que el número de uniformes militares casi superaba a los esmóquines. Por lo demás, la música de una orquesta llamada Etofili acompañaba las conversaciones, y los numerosos camareros se aseguraban de que todo el mundo estuviera perfectamente atendido.

Garuz, escoltado por Gregorio y Kilian, saludó a varios de los presentes con exagerada cordialidad, especialmente a quienes presentó como el director general de Seguridad, un hombre recio de mirada severa, y el secretario de Defensa, un hombre serio y pensativo que llevaba uniforme de comandante. Kilian estrechó sus manos y sintió un escalofrío. Ninguna sonrisa se dibujó en las caras de aquellos en cuyas manos estaba el futuro del país y de su vida.

Un sonido de risas llegó desde la puerta que conducía a la terraza exterior, donde estaba la glorieta de baile. Garuz miró en aquella dirección y sonrió con cierto alivio al distinguir a un grupo de europeos disfrutando de la fiesta. Se dirigieron hacia ellos. Kilian tenía la sensación de haberlos visto antes, pero no recordaba dónde. Garuz los saludó e intercambió unas palabras con dos de ellos, en compañía de los cuales se encaminó a una pequeña salita.

—Hola —dijo una voz a su lado—. Si has venido con Garuz, me imagino que serás uno de sus empleados.

Extendió la mano.

—Yo soy Miguel. Trabajo en la televisión. —Hizo un gesto hacia los otros—. Todos trabajamos en la tele. Unos, en la emisora y otros, en los estudios.

Kilian observó al joven de ojos vivos y corta barba y recordó una escena, antes de las elecciones, en la que un hombre ebrio había acusado a Miguel de echarle el humo del cigarrillo al rostro.

—Yo soy Kilian, y sí, trabajo en Sampaka. Pensaba que los de la tele os habíais marchado todos. —Por el rabillo del ojo vio que Gregorio iniciaba una conversación con dos de las jóvenes que integraban el grupo. Por su actitud, Kilian creyó entender que trataba de impresionarlas con historias de sus experiencias coloniales.

—Tuvieron que marcharse por piernas después del golpe de Estado de marzo, pero después nos enviaron a nosotros. Y aquí seguimos… de momento.

—¿Y qué tal las cosas por España? ¿Tienen alguna idea de lo que pasa en Guinea?

—Pues créeme si te digo —respondió Miguel— que, a excepción de la familia y los amigos, nadie tiene ni idea de nada, ni siquiera de que han tenido vecinos negros en provincias españolas africanas. Y eso que el proceso de la independencia iba saliendo en la prensa adornado con alabanzas a la buena labor de España. Pero vamos, te aseguro que ahora en la calle nadie habla de esto.

—Ya… —Aunque Kilian se imaginaba la respuesta, no por ello le resultó menos descorazonadora—. Por cierto, ¿de qué conoces a Garuz?

—A Garuz y a casi todos los empresarios. Con esto de la nueva moneda, andan locos tras nosotros para que les hagamos talones que ellos nos dan en pesetas guineanas. Nosotros nos las gastamos y ellos se quedan tranquilos. Temen que no tengan valor. Así que, ya sabes, si tienes dinero…

Cada segundo que pasaba, a Kilian le agradaba más el joven. De naturaleza nerviosa, sus gestos y sonrisas frecuentes transmitían una refrescante sensación de cercanía y camaradería. Realmente hacía siglos que no conversaba con personas ajenas a Sampaka.

—Muchas gracias —respondió—, pero mi sueldo va a un banco de España. Solo me quedo algo para gastos corrientes.

Se encendió un cigarrillo.

—¿Y qué haces exactamente aquí?

—Me encargo del mantenimiento de la emisora, arriba, en el pico. Los días libres vengo al casino a jugar al tenis. Fíjate en ese tipo. —Señaló a un hombre muy alto y fuerte a cierta distancia—. Es el cónsul de Camerún. Siempre me busca para que juegue con él. —Se rio—. Será porque siempre me gana. Bueno, ¿y tú? ¿Cuánto tiempo llevas por aquí? Yo no mucho, pero tú tienes pinta de ser todo un experto en Fernando Poo, ¿me equivoco?

Kilian sonrió con melancolía. Sí, tenía un especial conocimiento de la isla y sus gentes, pero si Miguel supiera por lo que había pasado y la terrible zozobra que el incierto futuro le provocaba, sus palabras no estarían teñidas de envidia.

Durante un buen rato, charlaron amistosamente sobre sus vidas y sobre la situación política. Miguel fue claro: en la calle tenía una permanente sensación de inseguridad física, por lo que se limitaba a acudir al trabajo y a disfrutar de las instalaciones del casino, adonde insistió en que debería ir Kilian para entretenerse y aliviar la soledad de la finca.

—No estoy solo —explicó Kilian—. Tengo mujer e hijos.

Hacía tiempo que las personas cercanas a él aceptaban la situación con total normalidad, pero el hecho de verbalizarla ante alguien a quien acababa de conocer le produjo una placentera sensación. Miguel le infundía confianza.

—¿Aún están por aquí? —Miguel arqueó las cejas, sorprendido—. La mayoría de los colonos que no se han marchado los han enviado de vuelta a casa.

—Bueno…, en realidad ella es guineana. Bubi.

—¿Y qué haréis si las cosas se ponen feas para ti?

—No lo sé. —Kilian suspiró—. Es complicado.

—Vaya…

Un camarero se acercó para anunciar que se serviría la cena en unos minutos. Garuz se sumó de nuevo al grupo y todos juntos se dirigieron al comedor, dispuesto y adornado como en sus mejores tiempos.

—¿Sabes, Kilian? —dijo Miguel, nada más sentarse a su lado en una de las mesas redondas—. La primera vez que vine no sabía qué hacer con tanto cubierto. En España yo no tengo ocasión de moverme en ambientes tan sofisticados…

—¡Te entiendo perfectamente! —Kilian se rio con ganas.

De pronto, la sonrisa se le heló en los labios y miró a Gregorio, que se había sentado tres o cuatro sillas más allá. El otro estaba tan sorprendido como él.

Una espectacular mujer enfundada en un vestido de fino crepé blanco entró en el comedor cogida del brazo de un hombre con la cara picada de viruela en dirección a una de las mesas cercanas. Cruzó el espacio que separaba la entrada de la mesa de Kilian y Gregorio contoneando el cuerpo y emitiendo ruidosas carcajadas, como si lo que le contase su acompañante fuese lo más divertido del mundo.

—Vaya con Maximiano… —comentó Garuz con sorna al reconocer al jefe de policía.

Kilian bajó la vista cuando Sade les lanzó una mirada altanera y cargada de odio, primero a Gregorio y luego a él. Después, cuando ocupó su asiento en la mesa donde estaban las autoridades de la Seguridad Nacional, incluido el comandante que habían conocido al llegar, no dejó de coquetear y cuchichear al oído de Maximiano, que, en un par de ocasiones, los miró con el ceño fruncido.

—¿Así que los conoces? —preguntó el jefe de policía a su acompañante.

Sade bajó la vista en un estudiado gesto de tristeza.

—El del pelo oscuro con reflejos cobrizos me abandonó por otra después de dejarme embarazada… —Hizo una pausa intencionada que aprovechó para ver de soslayo que el hombre apretaba los labios—. Y el otro, el del bigote, quiso abusar de mí amenazándome con una pistola.

Maximiano se giró sin ningún disimulo y lanzó una mirada asesina hacia la mesa de los blancos.

—No sé qué le habéis hecho a mi tío… —dijo un joven sentándose al lado de Kilian—, pero esa mirada me dice que me alegro de no encontrarme en vuestro pellejo.

—¿Tu tío? —preguntó Miguel, sorprendido, inclinándose para sortear a Kilian, situado en medio de los dos.

—¿No te dije que tenía familia en puestos importantes?

—Perdona, Kilian. Te presento a Baltasar, cámara de televisión. Antes de que preguntes, estudió en Madrid y vive y trabaja allí. Y este es Kilian —guiñó un ojo y esbozó una pequeña sonrisa—, uno de los pocos coloniales que todavía resisten.

A Kilian no le gustó que lo llamara colonial, y más después de haberle hablado de la familia que había formado con una nativa, pero dedujo que Miguel no lo había dicho con malicia. Estrechó la mano de Baltasar y lo observó con curiosidad. Tenía una de las pieles más oscuras que había visto en la isla, de modo que sus ojos redondos y sus blancos dientes relucían como fogonazos de linternas cada vez que parpadeaba o sonreía.

—Entonces, eres fang… —comentó, por fin.

Baltasar arqueó las cejas.

—¿Te molesta?

—No, de momento, no.

Kilian se arrepintió de sus palabras. Lo cierto era que acababa de conocer al joven, y le había causado una buena impresión. Baltasar lo miró en actitud interrogante, abrió la boca para aclarar esa respuesta tan agria, pero cambió de opinión. Entonces, Miguel dijo:

—La mujer de Kilian es bubi…

—¿Y…? —Baltasar mostró las claras palmas de sus manos—. Ah, ya veo. Sí, una simplificación muy comprensible. Bubis buenos, fang malos, ¿no?

Kilian no dijo nada. Baltasar chasqueó la lengua y se sirvió una copa de vino ante la mirada de desaprobación del solícito camarero a sus espaldas. Baltasar bajó la voz.

—Déjame decirte una cosa, Kilian. Al monstruo caprichoso, rencoroso y vengativo lo han despertado los jefes de España, no yo. Primero Macías les pareció bien, y cuando se dieron cuenta de su error, lo intentaron derrocar con un golpe de Estado, justo cuando estaba a tope de su fama como líder máximo de un pueblo libre e independiente… Y ahora, si pudieran lo asesinarían. ¿Y sabes qué es lo que más obsesiona al señor presidente? La muerte. Le tiene terror. ¿Sabéis que sancionó a uno de sus delegados de Gobierno por toser? Lo acusó de intentar pasar microbios al jefe de Estado. ¿Y qué han aprendido los funcionarios? A aprovecharse de largas vacaciones hasta que están curados del todo. —Se rio—. ¡Esto es surrealista! Macías se asegurará a cualquier precio de que la mantiene lejos, a la muerte me refiero. Sobornará, aplaudirá la delación, apoyará a sus fieles y matará sin dudarlo a quien él crea, sospeche o intuya que está contra él. Así que, amigo mío, mientras España no reconozca su parte de culpa en la elección del candidato, no estará libre de pecado en la degeneración que vendrá hasta que uno de sus lacayos se vuelva contra él…

—No deberías contarnos estas cosas, Baltasar —susurró Miguel—. Te pones en peligro.

—Yo me iré pronto, afortunadamente. La política se la dejo a mis familiares. —Cogió la tarjeta que había sobre el mantel—. A ver con qué platos nos sorprenden hoy.

Kilian aceptó de buen grado el cambio de tema y participó de los comentarios jocosos sobre el elaborado menú, que consistía en crema de ave, huevos escalfados Gran Duque, langosta con salsa tártara, lubina fría Parisien, pollo asado a la inglesa y macedonia tropical. Poco a poco se fue relajando, e incluso tuvo que reconocer para sus adentros que estaba disfrutando de la savia nueva que suponían la compañía y conversación de Miguel y Baltasar. Por este, además, sentía una curiosidad especial. Baltasar había estudiado en España, había obtenido una plaza fija por oposición en la televisión y no tenía intención de cambiar de lugar de residencia.

—Miguel me ha dicho que ahora, en España, no se habla nada de Guinea…

—Me imagino —dijo Baltasar— que a los políticos de allá les interesa que se olvide cuanto antes que aquí ha tenido lugar… —su tono se volvió sarcástico— un ejercicio de democracia. El gobierno del dictador Franco promovió un referéndum y votaciones en Guinea, algo impensable en su propio Estado…

Kilian frunció el ceño. En ningún momento se le había ocurrido analizar la situación de los últimos meses desde esa perspectiva. Se sintió un poco avergonzado. Se había involucrado tanto en la vida de la isla que no había prestado atención a la situación de su propio país. Nunca pensaba en el hecho de que en España había una dictadura. Su vida transcurría entre el trabajo y lo demás. Hubiera sido incapaz de explicarle a nadie cómo se veía o proyectaba la dictadura en aquella pequeña España colonial.

—¿Qué tal tu vida en la capital? —preguntó Kilian.

—Llevo tantos años fuera que Madrid se ha convertido en mi casa.

—¿Y no has tenido problemas?

—Hombre, aparte de que entre tanto blanco se me ve mucho —se rio—, ninguno. Pero muchos guineanos que llegan ahora a España buscando la libertad se encuentran con que la madre patria se ha convertido en la malvada madrastra. Además de la decepción que les produce darse cuenta de la ignorancia del pueblo español sobre lo que ha ocurrido y está ocurriendo aquí, desde la independencia ya no se les renuevan los pasaportes españoles a los naturales de Guinea, así que, encima, se convierten en apátridas. Pasan de tener dos países a no tener ninguno. A mí no me ha pasado porque estoy casado con una española. —Baltasar lo miró fijamente.

Kilian no pudo ocultar su sorpresa. Por unos segundos, una nueva ilusión se abrió camino en su corazón. Hablaría con Bisila y la convencería para que se fuera con él. Podrían empezar una nueva vida en otro lugar. Si otros lo habían hecho, ¿por qué ellos no?

Justo en ese momento, los camareros terminaron de retirar los platos y ofrecieron unas copas de whisky con soda. La orquesta inició la sesión de baile de noche en la glorieta con un tema de James Brown y la gente comenzó a abandonar las mesas para trasladarse al exterior. Gregorio se levantó y le dijo algo a Garuz. Kilian escuchó que este le respondía:

—No sé si es muy prudente que vayas solo.

—¿Adónde vas? —preguntó uno del grupo de la tele.

—A ver qué hay abierto por ahí.

—¿Podemos acompañarte? —preguntó otro—. Nos gustaría conocer un poco más la ciudad por la noche…

Gregorio se encogió de hombros y comenzó a alejarse seguido de los otros dos.

—Estos no pierden comba —dijo Miguel, con una sonrisa.

—Deberían tener cuidado —advirtió Baltasar haciendo un gesto en dirección a la mesa de su tío y demás autoridades de la Seguridad Nacional—. No les gusta que nuestras mujeres se vayan tan fácilmente con los blancos.

Gregorio salió solo del Anita. Hacía rato que los dos de la tele se habían marchado. Caminó con cierta inestabilidad hacia el coche. No se veía un alma. Abrió la puerta y, antes de meterse en el coche, una mano de hierro lo sujetó por el hombro. En segundos, y sin que pudiera hacer nada para evitarlo, otras manos lo agarraron con fuerza, le colocaron un saco en la cabeza, lo empujaron y lo introdujeron en un coche que salió a toda velocidad hacia un lugar desconocido.

El coche se detuvo. Lo sacaron sin miramientos y lo hicieron caminar unos pasos. Escuchó el sonido metálico y chirriante de una verja de hierro al abrirse. En completo silencio, lo guiaron de malas maneras hacia el destino elegido. Entonces, le quitaron el saco de la cabeza. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde se encontraban. Los cinco o seis hombres estallaron en carcajadas al ver su expresión.

Estaba frente a una fosa abierta en la tierra junto a varias sepulturas. Un sudor frío comenzó a recorrerle el cuerpo. ¡Lo habían llevado al cementerio! Enseguida tuvo claras las intenciones de sus secuestradores. La orina comenzó a deslizarse por la cara interior de sus muslos.

—¿Ves este agujero, massa Gregor?

Sabían su nombre. La oscuridad impedía que pudiera reconocer sus rostros. Solo veía sus ojos inyectados de sangre. ¿Y qué más daba si los reconocía o no?

—Mira, lo hemos cavado para ti. Sí, solo para ti.

—¿Creéis que será lo suficientemente grande?

—¿Por qué no lo probamos?

Risas.

El primer golpe fue en la espalda. El segundo, a la altura de los riñones. Luego, puñetazos indiscriminados. Por último, un fuerte empujón que lo lanzó a la fosa y unas voces amenazadoras, vengativas, cargadas de resentimiento:

—Esto es solo un aviso, blanco. No sabrás cuándo, pero volveremos a por ti.

De nuevo, el estridente chillido de la verja.

Transcurrió un largo rato antes de que Gregorio recuperara la serenidad suficiente para arrastrarse fuera de la fosa, gimiendo por el dolor de las heridas, cruzar el silencio del camposanto con el ánimo sobrecogido, y orientarse. Cuando llegó a su coche, a pocos metros del club, los cortes de la cara habían dejado de sangrar, pero él ya había tomado una decisión.

Una vez en Sampaka, despertó a Garuz y le pidió el finiquito.

En cuanto amaneció, Waldo lo llevó al aeropuerto y Gregorio desapareció de Fernando Poo sin despedirse de nadie.

Miguel y Baltasar recogieron el material y lo guardaron en maletines metálicos.

—Gracias por acompañarnos para filmar el proceso de elaboración del cacao, Kilian —dijo Miguel—. Ha sido de lo más ilustrativo.

—Ojalá lo hubieseis visto hace unos años… Ahora está todo que da pena verlo. Con los que estamos no llegamos a mantener la maleza a raya. Y, además, no sacamos ni una décima parte de la producción anterior… —Unas gotas comenzaron a caer desde el cielo y los tres entraron rápidamente en el vehículo.

El trayecto más corto y seguro al bloque de pisos que ocupaban los miembros del equipo de televisión discurría por la zona residencial donde estaba la casa de la familia de Julia. El par de veces que Kilian había pasado por delante de la factoría Ribagorza se le había encogido el corazón. Había tenido la sensación de que en cualquier momento la puerta se abriría para que saliera Emilio o su hija…

—¿A dónde van todos esos? —preguntó Baltasar.

Sin previo aviso, la calle se había ido llenando de jóvenes que corrían en diferentes direcciones. Los que iban en el mismo sentido que ellos llevaban las manos vacías. Aquellos con quienes se cruzaban llevaban objetos de todo tipo y botellas que rompían contra el suelo, entre risas descontroladas, para beber el contenido. Tuvo un mal presentimiento. Sin aminorar la velocidad, Kilian hizo avanzar el vehículo y, a pocos metros de la antigua factoría de Emilio, se detuvo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Pero qué hacen?

Decenas de jóvenes estaban destrozando la tienda. Unos rompían los cristales con gruesos palos de madera. Otros entraban en el local para salir cargados de productos. De pronto, vieron que sacaban a empujones a un hombre blanco, probablemente el nuevo dueño, el portugués João, quien, con las manos juntas, imploraba que no le hicieran nada. Sin escuchar sus súplicas, comenzaron a darle una paliza brutal. La sangre salpicó el suelo. Sin pensarlo dos veces, Kilian salió del coche disparado y corrió hacia ellos gritando y agitando los brazos.

—¡Parad! ¡Parad de una vez!

Enseguida se dio cuenta de su error. Un joven alto con la cabeza rasurada se giró y esbozó una sonrisa burlona.

—¡Ahí viene otro! ¡A por él!

Con el corazón latiéndole a gran velocidad, a la mente de Kilian llegaron instrucciones confusas de otros tiempos de cómo tratar a los braceros: firmeza, serenidad, entereza…

—¡Dejad ahora mismo a ese hombre! —gritó.

—¿Y por qué, blanco? —El joven de la cabeza rasurada se le acercó balanceando el cuerpo con arrogancia—. ¿Porque lo digas tú?

En un segundo, Kilian se vio rodeado por varios hombres, la mayoría de los cuales no tendría más de veinte años. Sintió que la convicción lo abandonaba.

—Ningún blanco nos da órdenes —dijo el otro.

Los palos se alzaron en el aire. Kilian cruzó los brazos sobre su cara. Esperó, pero no sucedió nada. Entonces, escuchó una voz familiar que, en tono firme pero amable, decía:

—Yo en vuestro lugar no haría eso. —Baltasar se había colocado entre él y los jóvenes sedientos de venganza—. Soy el sobrino del jefe de policía, de Maximiano, y este hombre es amigo suyo.

Sin girarse, le dijo a Kilian:

—Vuelve al coche. Yo quiero hablar con estos muchachos y que me expliquen por qué están tan enfadados. —Les hizo una pregunta en fang y los otros soltaron una retahíla eufórica de explicaciones.

Kilian entró en el coche. Las piernas todavía le temblaban. Miguel estaba encogido en el asiento de atrás.

Kilian no dijo nada. Miró por la ventanilla hacia la ventana del salón de la vivienda y sintió un nudo en la boca del estómago. Una mujer con un bebé en brazos apretaba contra su cintura a un niño de unos cinco o seis años. A pesar de la distancia, creyó escuchar sus lloros provocados por el atroz terror del que estaban siendo testigos. ¿Volverían a ver a su padre y marido con vida?

Baltasar regresó al coche acompañado del joven de la cabeza rasurada. Baltasar se despidió y entró. El joven se inclinó en busca de la mirada de Kilian.

—Otro día no tendrás tanta suerte.

Kilian puso el motor en marcha y comenzaron a alejarse.

—Gracias, Baltasar —dijo—. Me has salvado la vida.

El otro, abatido, sacudió una mano en el aire como queriendo olvidar el asunto y no dijo nada.

—¿Se puede saber qué mosca les ha picado? —preguntó Miguel al cabo de un rato.

—Un grupo de mercenarios portugueses ha intentado invadir Guinea Conackry. Macías ha dado vía libre a sus juventudes para que se manifiesten contra los portugueses.

Miguel soltó un bufido.

—Pues vaya manera de expresar su protesta… Esta tarde me subo a la emisora del pico y no pienso bajar en una semana.

—No es mala idea, tal como están los ánimos… —musitó Baltasar.

Kilian lo miró de soslayo. Estaba seguro de que en su mente se repetía el mismo pensamiento que en la de todos.

¿Qué demonios le estaba pasando a ese maldito país?

—¿Por qué no nos vamos? —insistió Kilian.

—¿Irnos adónde?

Esa conversación ya había tenido lugar.

—A España. Juntos. Eres mi esposa. Te llevaré conmigo.

—Mi sitio está aquí.

—Tu sitio está conmigo.

Kilian se incorporó, se sentó en el borde de la cama y agachó la cabeza.

—Todos se marchan —dijo—. Por eso pienso en todas las opciones.

Bisila se sentó a su lado.

—No puedo irme de aquí. Los hijos de blanco y negra son guineanos, no españoles. No los dejarían salir.

Un silencio.

—Además, yo no pertenezco a Pasolobino. No encajaría. Siempre sería la negra que se trajo Kilian de Rabaltué de la colonia.

Kilian protestó:

—¡Serías mi mujer! ¡Ya se acostumbrarían!

—Pero yo no quiero que nadie se tenga que acostumbrar a mí.

—También podríamos vivir en Madrid, o en Barcelona… Me colocaría en cualquier fábrica.

—Eres un hombre de tierra, de montaña, de finca… En una ciudad serías infeliz. Con el paso de los años me echarías a mí la culpa de tu tristeza y nuestro amor se acabaría.

—Entonces, solo tenemos una opción: quedarme aquí. En la finca todavía me siento seguro.

Bisila se levantó, caminó unos pasos, miró por la ventana, deshizo el camino y se dirigió hacia la mesa sobre la que se apoyaba un pequeño espejo. En el espejo Kilian había pegado la única foto que tenían de los dos juntos. Sonrió al recordar el día que Simón se presentó ante ellos con su recién adquirida máquina de fotos:

A ver, Bisila. Tú ponte aquí… Así… Fernando, ven, ponte junto a tu madre. Aquí quieto. Y ahora sonríe… Kilian, ahora tú, aquí, sí, así está bien. Puedes apoyarte en el camión si quieres. ¡Espero que salga bien!

La vida tenía ironías: en cuanto habían conseguido ser libres para amarse sin esconderse, había comenzado la persecución de los blancos.

—Sí, en la finca estás seguro —repitió ella sin apartar la vista de la fotografía—. Pero… ¿hasta cuándo?

—¿Adónde van? —Kilian, extrañado, siguió a Garuz hasta el centro del patio principal. Varios braceros que portaban abultados fardos con sus escasas pertenencias se habían agrupado allí. Iban acompañados de sus mujeres e hijos. Distinguió a Bisila cogida del brazo de Lialia, y a Oba con uno de los hijos de Ekon en brazos.

—¿Adónde vais? —repitió Garuz.

—Nosotros también nos marchamos, massa —respondió Nelson con voz grave—. Han llegado noticias de que podemos regresar a casa. Aquí hay poca cosa que hacer.

—Pero… ¿y la guerra? —preguntó Kilian.

—Ha terminado. Van a perdonar a los vencidos. Bueno, eso dicen. Y han enviado barcos a buscarnos.

—No queremos que nos pase como a los portugueses —intervino Ekon—. El presidente de aquí solo quiere a los guineanos.

Kilian agachó la cabeza. También ellos. También ellos se iban. Sus últimos compañeros. ¿Y la cosecha? ¿Quién recogería los frutos que maduraban en los árboles?

Garuz soltó un juramento y se fue a su despacho.

Bisila se situó junto a Kilian. Nelson extendió la mano para despedirse de su jefe, pero este sacudió la cabeza.

—Os llevaré en el camión. Es un largo camino para los niños.

—No sé si es…

—Me da igual si es prudente o no. Iré con vosotros.

—Yo también iré —dijo Bisila.

Una hora más tarde, el grupo de nigerianos comenzó a descender por la cuesta de las fiebres con la determinación convertida en preocupación. Cientos de personas se amontonaban en el pequeño espigón mientras las autoridades guineanas pedían la documentación uno por uno, antes de permitirles acceder a la estrecha pasarela por la que subían al barco que el Gobierno nigeriano había enviado para llevarlos a casa.

Kilian y Bisila se quedaron apoyados en la balaustrada de la balconada superior, mezclados con los numerosos curiosos que se habían desplazado al puerto para ver la marcha de los nigerianos. Afortunadamente, no era el único blanco, pensó Kilian. Entre otros, distinguió a lo lejos a varios compañeros de Miguel y Baltasar. Cada pocos segundos, Bisila levantaba la mano y saludaba a Lialia y a sus hijos. Kilian admiró su capacidad para esbozar sonrisas de ánimo cuando sabía lo triste que se sentía al perder a su mejor amiga. Los hijos de Ekon y Lialia, a quienes había curado pequeñas heridas y enfermedades desde pequeños, también se despidieron de ella varias veces desde la distancia hasta que les llegó el turno de embarcar.

Nelson y Ekon mostraron sus papeles. Lialia hizo lo mismo. Cuando le llegó el turno, Oba enseñó su pasaporte y el policía frunció el ceño. Conversó con su compañero unos segundos que a ella le parecieron eternos y finalmente dijo:

—Tú eres guineana. No te puedes marchar.

Oba sintió que la tierra se ablandaba bajo sus pies.

—Pero me voy con mi marido…

Nelson retrocedió unos pasos. Los pasajeros tras Oba comenzaron a impacientarse y a emitir gritos de protesta.

—¿Qué ocurre?

El policía levantó la vista hacia el grandullón de cara redonda que no apartaba la vista de la muchacha intentando mantener una calma que no sentía.

—¿Y a ti qué te importa?

—Esta mujer es mi esposa.

—A ver, papeles.

Nelson y Oba sintieron un súbito temor. Desde mucho antes de que ella se fuera a vivir a la finca tenían planeado casarse, pero, por una razón u otra, lo habían ido retrasando.

—¿Dónde está el certificado de matrimonio?

—Lo hemos perdido —respondió rápidamente Nelson, deseando con todas las fuerzas de su corazón que el policía aceptara la mentira y dejara pasar a Oba.

—Pues entonces no se va. —La agarró por el brazo y la separó de la fila con tanta fuerza que Oba cayó al suelo. Los gritos de impaciencia aumentaron, ahora ya mezclados con la indignación por los malos modos del hombre.

—¡Oba! —Nelson empujó a los dos policías y se agachó junto a ella. Desde el barco llegaron las voces desesperadas de Ekon, Lialia y los familiares de Nelson, extrañados de que tardaran en subir. La sirena del barco indicó que estaba próximo a partir. Los que quedaban en tierra comenzaron a empujar y arrollaron a los policías. Desde el suelo, uno de ellos sacó su arma y comenzó a disparar indiscriminadamente. El otro lo imitó, y varias personas cayeron al suelo. Los gritos de impaciencia e indignación se transformaron en aullidos de pánico y dolor. Los que pudieron subir llegaron hasta la pasarela. Otros, aturdidos, intentaban socorrer a sus familiares heridos.

Desde arriba, Kilian y Bisila observaban atónitos la escena. Cuando los disparos cesaron, el barco comenzó a deslizarse tranquilamente sobre las aguas, ajeno al desconcierto de las personas que inclinaban sus cuerpos sobre la barandilla de cubierta en un vano intento de saber qué les había sucedido a sus amigos o familiares. En el espigón, varios cadáveres yacían en el suelo junto a hombres y mujeres que se llevaban las manos a la cabeza entre lamentos. Bisila apretó con fuerza la mano de Kilian y ahogó un grito cuando reconoció a Oba.

Sentada, con la cabeza ensangrentada de Nelson en su regazo, Oba se mecía hacia delante y hacia atrás, como si estuviera acunándolo. Ningún sonido salía de su garganta. Como un indefenso pez a punto de morir, abría y cerraba la boca mientras sus pequeñas manos acariciaban el cabello de su hombre, empapándose de su sangre.

—¡Qué sorpresa, Kilian! —exclamó una voz mordaz a su lado—. ¿Todavía por aquí? Pensaba que ya no estarías entre nosotros…

Kilian captó la doble intención de las palabras de Sade. No creía que se refiriera tanto a la isla de Fernando Poo como al mundo de los vivos. No había dejado de sospechar que la mujer y sus amistades habían estado detrás de la paliza a Gregorio. Tal como había puesto de manifiesto en el casino, gozaba de la amistad de personas de alto rango. Cogió a Bisila de la mano.

—Será mejor que nos alejemos de aquí —dijo.

Sade entornó los ojos. ¿Por qué le resultaba familiar esa mujer? ¿Dónde la había visto antes? Esos ojos tan claros… Entonces recordó el día en que, a petición de Jacobo, fue al hospital a cuidar de Kilian y ella estaba allí, sujetándole la mano… Y después, el mismo día que Kilian rompió con ella, la había visto cerca de la vivienda de los europeos. ¿Así que esa era la que le había robado los favores de Kilian? Se pasó la lengua por el labio inferior.

No sabía cómo, pero algún día también se vengaría de ella.

Los tres hombres apuraron unos saltos de coñac después de cenar. Hacía semanas que la comida europea escaseaba, pero, gracias a la generosidad de la naturaleza, los huertos seguían produciendo abundantes verduras, y las gallinas, abandonadas a su libre albedrío tras la misteriosa desaparición de Yeremías, no habían alterado su producción de huevos.

—Se habrá marchado a su pueblo —dijo Garuz—. Otro menos.

—¿De dónde era? —preguntó Kilian.

—De Ureka —respondió el padre Rafael—. Se ha ido con Dimas, que va y viene del poblado a Santa Isabel para ayudar a huir a sus amigos. Esta vez no ha querido ni esperarse a la farsa de juicio que Macías ha montado contra los condenados por el intento de golpe de Estado del año pasado. La mayoría ya han sido asesinados. Y de otros, como su hermano Gustavo, no se sabe nada.

De pronto, la luz sobre la mesa del comedor se apagó. Instintivamente miraron por la ventana y solo vieron oscuridad.

—Dichosos generadores… —Garuz buscó unas cerillas en su bolsillo—. ¿Qué más queda por estropearse?

—Iré a ver qué pasa. —Kilian se levantó y cogió un quinqué de una mesita auxiliar.

Salió al exterior, bordeó el edificio y abrió la puerta del pequeño cuarto de máquinas.

Un golpe en la espalda lo dejó sin respiración. No pudo ni gritar. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, nuevos golpes, puñetazos y patadas cayeron sobre cada centímetro de su piel hasta que se derrumbó. Instantes después, perdió el conocimiento.

En el comedor, Garuz y el padre Rafael comenzaron a extrañarse de la tardanza de Kilian. Cogieron otro quinqué y decidieron ir en su busca. Cuando llegaron al pequeño cuarto, Kilian yacía inmóvil en un charco de sangre.

—Kilian, ya está todo organizado —anunció José—. La semana que viene cogerás un avión de vuelta a España. Viajarás con Garuz y el padre Rafael. Los últimos de los últimos. Si no lo haces, Simón y yo te llevaremos a rastras.

—…

—Dime algo, Kilian. No me mires así. Lo hago por ti. Lo hago por Antón. Se lo prometí a tu padre. ¡Le prometí que cuidaría de ti!

—Bisila…

—¡Bisila, ven! ¡Vente conmigo!

—No puedo, Kilian, y tú lo sabes.

—Yo tampoco puedo irme.

—Si no lo haces, te matarán.

—Y si me voy, también me moriré.

—No. No lo harás. Recuerda las veces que me hablaste de tu obligación para con tu pasado. ¿Ves? Los espíritus han resuelto tu dilema moral. Debes irte y vivir tu vida, ocupar tu puesto en Casa Rabaltué. Sé que lo harás tan bien como siempre se ha esperado de ti.

—¿Cómo puedes hablarme de los espíritus ahora? ¿Es esto lo que quieren? ¿Es esto lo que quiere Dios? ¿Separarnos? ¿Qué pasará con Iniko y con Fernando? ¿Qué pasará contigo?

—No te preocupes por mí. Seguiré trabajando. Las enfermeras siempre tenemos trabajo y más en tiempos de conflictos. No me pasará nada, ya lo verás.

—¿Cómo lo sabré? ¿Cómo podré tener noticias de ti?

—Lo sabrás, Kilian. Lo sentirás. Estaremos lejos, pero estaremos cerca. Siempre estaré a tu lado.

¿Cómo habría de recordar Kilian lo que nunca pudo olvidar, sino que permaneció continuamente presente, aunque en medio de una neblina, a ratos nítida, a ratos confusa?:

El apretón de manos de Waldo.

Las lágrimas de Simón y su silenciosa promesa de no hablar más el idioma de aquel a quien había logrado apreciar a pesar de sus sentimientos políticos.

Las palabras de un apesadumbrado Lorenzo Garuz encargándole a José el cuidado de la finca.

El llanto silencioso del padre Rafael.

La textura del cabello de Fernando Laha.

La desesperación con la que amó a Bisila la última noche. Su esencia. El sabor de su piel. El brillo de sus ojos transparentes.

La lluvia tropical. Los relámpagos. El collar de conchas sobre su pecho.

Su guardiana, su waíríbo, su amor, su mötémá, su dulce compañía en la incertidumbre, en el miedo, en los momentos de debilidad, en la alegría y en la tristeza, hasta que la muerte…

La ternura cálida, densa, perezosa y cruel de un último beso.

Los sollozos.

Las palmeras reales, firmes hacia el cielo, impávidas ante la estela de dolor que dejaba a sus pies aquel que se veía obligado a abandonar Sampaka.

La insuficiente presión de las manos de Ösé. El último contacto de sus yemas. El largo, profundo y emotivo abrazo. Su promesa de llevar flores a la tumba de su padre.

El DC8 sobre aquel mundo verde que una vez invadió su ser y que se fue convirtiendo en una leve mancha en el horizonte hasta que desapareció.

Garuz, Miguel y Baltasar a su lado.

Las palabras de su padre, pronunciadas miles de años atrás:

No puedo decirte ni cómo ni cuándo, pero llegará un día en que esta pequeña isla se apoderará de ti y desearás no abandonarla… No conozco a nadie que se haya marchado sin derramar lágrimas de desconsuelo…

La brevedad del viaje en avión que le hizo añorar la sosegada labilidad de aquellos buques.

El aterrizaje en Madrid.

La despedida de Garuz, después de abrazar a su esposa:

—Anímate, al menos estamos vivos.

Las palabras de Baltasar:

—Algún día podremos regresar sin problemas.

Las palabras de Miguel:

—¿Sabes qué es lo primero que me han dicho los jefes de la tele al bajar del avión? Que de todo esto, ni una palabra a la prensa…

El tren a Zaragoza. El autobús hasta Pasolobino.

Los once años de oscuridad.

El silencio.

El tenue pero cada vez más intenso y esperanzador rayo de luz cuando nació su hija, pocos meses después de que él cumpliera cincuenta años.

Daniela.

Como ella.