VIII
EL CAMINO DE LAS PALMERAS REALES
2003
¡Por fin estaba en Santa Isabel!
Enseguida rectificó mentalmente: ¡por fin estaba en Malabo!
Le costaba referirse a la ciudad con su nombre actual. Y mucho más hablar de la isla de Bioko en lugar del Fernando Poo de las narraciones de su padre y de su tío.
Clarence abrió los ojos y acompañó con la vista durante unos segundos el movimiento de las aspas del ventilador del techo. Hacía un calor sofocante y pegajoso. No había parado de sudar mientras deshacía el equipaje y los efectos refrescantes de la ducha no habían durado mucho.
«¿Y ahora qué?», pensó.
Se levantó de la cama y salió al balcón. La misma humedad viscosa mezclada con el olor fuerte y penetrante que había percibido nada más llegar a Malabo después de un cómodo viaje en un Airbus A139 se apoderó de sus sentidos. Todavía se sentía aturdida por el rápido cambio de escenario. Intentó imaginarse las impresiones de su padre cuando pisó por primera vez ese lugar, pero las circunstancias eran completamente diferentes. Seguro que él no había tenido la sensación de que llegaba a un país tomado por los militares. Resopló al recordar el largo proceso para abandonar el moderno aeropuerto de cristal y acero: se había visto obligada a enseñar varias veces el pasaporte, el certificado de penales, el de vacunación y la carta de invitación de la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial antes de pasar por los diferentes controles de aduanas en los que le abrieron la maleta y cotillearon todo lo que llevaba; le habían hecho rellenar un formulario de entrada en el que explicaba los motivos de su viaje y le habían pedido el nombre del hotel donde se iba a alojar. Y, para colmo, tendría que llevar ese fajo de papeles consigo a todas horas para evitar problemas en cualquier control policial de los muchos que le habían avisado que había por todas partes.
Encendió un cigarrillo e inspiró profundamente. Se entretuvo contemplando los reflejos del sol sobre las palmeras y los árboles que surgían entre las desconchadas casas, escuchando los gritos mezclados de pájaros y de niños jugando al fútbol en el callejón de enfrente, y tratando de descifrar las voces de los hombres y mujeres con vistosas ropas de colores que pasaban por la calle junto a coches de todas las marcas y estados de conservación. ¡Qué lugar tan especial! En esa pequeña isla, del tamaño de su valle, habían vivido personas de diferentes países y se habían hablado al menos diez idiomas: portugués, inglés, bubi, inglés africano, fang, ndowé, bisio, annobonés, francés, español… Probablemente se olvidara de alguno, pero una cosa le había quedado bien clara en apenas unas horas: la influencia española todavía pervivía de manera intensa.
El paso de los españoles, algunos de los cuales eran miembros de su familia, había dejado profundas huellas en el país, sí, pero de lo que nadie hablaba era de cómo ese pequeño lugar había marcado a personas como ella que ni siquiera habían vivido allí.
Pensó en su extraña relación con Fernando Poo-Bioko. Un pequeño pedazo de papel y unas palabras de Julia le habían dado el último y definitivo empujón para cumplir uno de los sueños de su vida: viajar a la isla en pos de los lugares que rondaban por su cabeza desde niña. Por fin iba a tener la ocasión de caminar por las sendas que habían pisado durante tantos años sus antepasados. Respirar el mismo aire. Disfrutar del mismo colorido. Alegrarse con su música. Y tocar la tierra donde descansaba su abuelo Antón.
Mentalmente dio gracias a la isla por existir. Solo el hecho de haber llegado hasta allí significaba para ella un grandísimo triunfo porque era lo más atrevido que había hecho en su vida, dedicada exclusivamente al estudio. Había tenido el coraje suficiente para responder a una débil llamada que en su corazón resonaba con la fuerza de un tambor.
Alguien mayor que ella nacido en Sampaka…
La búsqueda adoptaba la forma de misteriosas personas a las que quería poner nombre y rostro.
Desde el mismo momento en que Julia le había hablado de Fernando, había crecido en ella la sospecha de que parte de su sangre pudiera estar en la isla. ¿Y si tuviera un hermano? ¿A qué otra cosa se podía referir Julia si no? ¡No se atrevía casi ni a pensarlo! ¡Y mucho menos a decirlo en voz alta! En más de una ocasión se había sentido tentada de confiar sus inquietudes a su prima Daniela, pero finalmente había preferido esperar a tener pruebas definitivas, si es que las había.
Pero ¿y si fuera cierto?
¿Cómo podía haber vivido su padre con ello? Y su tío… ¡tendría que saberlo! Era absolutamente imposible que no lo supiera…, a no ser que ella estuviera equivocada y en vez de un hermano tuviera que buscar a un primo. Sacudió la cabeza. La carta estaba entre la correspondencia de su padre, y Julia le había sugerido que hablase con él. Además, no se podía creer que Kilian hubiera hecho algo así. Era la persona más recta y seria que conocía. Su tío era un hombre de palabra, capaz de pasar por alto las opiniones de los demás en honor de la verdad, ya fuese en conflictivos temas de linderos de fincas como en cuestiones más personales de relaciones entre vecinos y familiares. Por un momento se asombró de la facilidad con la que excusaba a su tío y culpaba a su padre, pero ya no era una niña. No le resultaba nada inverosímil imaginarse a su padre huyendo de una situación no deseada, por decirlo suavemente, y más si la historia tuviera que ver con un niño de piel oscura. En más de una conversación su padre había hecho comentarios racistas. Ante la indignación de su hija, zanjaba la cuestión con un «yo he vivido con ellos y sé de lo que hablo» al que Kilian respondía con un «yo también, y no estoy de acuerdo» que Daniela celebraba con una sonrisa de orgullo por que su padre fuera más razonable, moderado y juicioso. ¡Como para reconocer a un hijo negro! ¡Y más en la España de hacía tres o cuatro décadas!
Clarence frenó sus pensamientos: de momento, solo tenía un papel, las palabras de Julia, y cuatro datos sueltos que repasó una vez más.
De las primeras cartas escritas por su tío Kilian, no había podido extraer ninguna información objetiva que arrojase algo de luz a las palabras de Julia sobre la intrigante nota. En uno de los escritos detallaba lo bien atendido que había estado el abuelo Antón, sobre todo por parte de una enfermera nativa, y todas las personas que habían asistido al funeral y posterior entierro. Aparte de Manuel y Julia, conocía algunos nombres de oídas. Tras la muerte de Antón, su tío había escrito con menos frecuencia y las cartas eran más repetitivas, centrándose sobre todo en las finanzas de Casa Rabaltué.
Solo una de las cartas era un poco más personal. En un breve párrafo, Kilian intentaba consolar a la tía Catalina del fallecimiento de su bebé para, acto seguido, anunciar su viaje a la Península, sobre el cual añadiría detalles —en qué barco viajaría, a qué ciudad llegaría, cuántos días tardaría— en escritos posteriores. Permaneció en España hasta 1960 para volver a la isla con la intención de cumplir ya solo dos campañas más de dos años cada una. Por lo tanto, sus planes eran regresar a Pasolobino definitivamente en el año 1964, a la edad de treinta y cinco años. Era probable que su tío tuviera en mente, igual que Jacobo y otros muchos, el retirarse de las campañas de cacao a una edad razonable para formar su propia familia en su tierra.
Sin embargo, había algo que no encajaba.
Había muy pocas cartas escritas después de 1964, pero su existencia demostraba que la estancia en Guinea se había alargado más de lo previsto.
Algo había pasado en 1965, después de la muerte de la tía Catalina.
Y coincidía en el tiempo con una breve alusión a un enfrentamiento entre Kilian y Jacobo que también había encontrado en otra carta. ¿Sería esa la razón por la que su padre había dejado su trabajo en la finca? ¿Una discusión con su hermano…?
Clarence chasqueó la lengua. No tenía sentido. La relación entre ambos había perdurado con el paso de los años, luego no podía haber sido algo muy serio. ¿Qué habría pasado?
Miró su reloj. Todavía faltaban un par de horas hasta la cena. Decidió salir a dar una vuelta, y en pocos segundos, estaba ya caminando por la avenida de la Libertad. Le había resultado difícil elegir hotel, puesto que la capacidad hotelera de la ciudad era muy limitada. Había descartado los conocidos barrios de Los Ángeles y Ela Nguema para no tener que depender de autobuses. El histórico Hotel Bahía, en pleno puerto nuevo, de cuatro estrellas, era el que más le había atraído por acercarse a su idea de buen hotel, pero finalmente se había decidido por el Hotel Bantú porque estaba muy cerca de los lugares de visita obligada en la ciudad y porque los comentarios de otros viajeros en Internet eran bastante positivos.
Dirigió sus pasos hacia el casco antiguo de la ciudad, que, aunque poco cuidado comparado con los lugares europeos a los que ella estaba acostumbrada, encontró en mejores condiciones que los sucios aledaños de solares convertidos en escombreras y montañas de basura que había visto desde el taxi durante el trayecto del aeropuerto al hotel. Además de las bandadas de chiquillos que cada dos por tres se le acercaban, dos cosas llamaron sobre todo su atención, haciéndole esbozar una sonrisa tras otra. Por un lado, los cables de luz que, enredados y sueltos a modo de lianas artificiales, campaban a sus anchas creando un complejo entramado aéreo que conectaba una calle con otra. Y por otro, la extraña combinación de vehículos que circulaban por las calles asfaltadas de manera irregular. Gracias a la pasión por los coches que su padre le había transmitido desde pequeña, supo reconocer destartalados Lada Samara, Volkswagen Passat, Ford Sierra, Opel Manta, Renault 21, BMW C30 y varios Jeeps Laredo junto a novísimos Mercedes y pickups Toyota.
Decidió ser positiva y concentró su curiosidad en los edificios.
Poco a poco distinguió otra ciudad que resaltaba sobre la suciedad. Malabo parecía una ciudad antillana o andaluza. Estaba llena de edificios coloniales de la época inglesa y española. Era evidente que la sucesiva presencia de portugueses, británicos, españoles y comerciantes que trataban con las Antillas había imprimido en su arquitectura un carácter muy particular. Entre las viviendas desvencijadas de poca altura aparecía, de repente, una vieja casa con galería, construida en madera, que le recordaba a una hacienda española de balcones de hierro forjado.
Y palmeras, muchas palmeras.
Después de un buen rato, se detuvo, agotada y sedienta. Escuchó música procedente de un pequeño edificio azul con tejado de uralita. Asomó la cabeza y vio que era un bar, tan sencillo como cualquiera de los que ella pudiera recordar de su infancia en los pueblos de su valle. Había dos o tres mesas tapadas con hules, sillas de formica y una pequeña barra tras la cual colgaban varios calendarios cuyas hojas mecía intermitentemente un pequeño ventilador. La música no conseguía mitigar el molesto ruido de un generador situado al lado de la barra.
En cuanto puso un pie en el local, las cuatro o cinco personas que había allí se callaron y la miraron con cara de sorpresa. Clarence se ruborizó al sentirse observada y dudó si continuar hasta la barra o largarse rápidamente, pero optó por actuar con normalidad y pedir un botellín de agua. La atendió una gruesa mujer de mediana edad con voz aguda que enseguida tomó el protagonismo de sonsacar información a la extranjera. Clarence prefirió ser prudente y no entrar en muchos detalles sobre las razones de su estancia en la isla y en esa parte de la ciudad. Junto a la puerta, dos jóvenes con camisetas sudadas no le quitaban el ojo de encima. Se tomaría el agua sin prisa pero sin pausa, decidió, y saldría del bar con toda naturalidad, actuando como si supiera dónde se encontraba.
Miró hacia el exterior y el corazón le dio un vuelco. Pero ¿cómo…?
Se despidió amablemente aunque con rapidez y salió a la calle, donde, para su sorpresa, reinaba la noche.
Sacudió la cabeza. ¡Si solo había estado en el bar durante unos minutos!
Comenzó a caminar por la calle solitaria, intentando distinguir por los edificios el trayecto de regreso. ¿Dónde se había metido todo el mundo? ¿Por qué solo funcionaban algunas farolas?
Unas gotas de sudor comenzaron a perlarle la frente y la nuca.
¿Eran imaginaciones suyas o escuchaba unos pasos tras ella? ¿Y si la habían seguido los jóvenes del bar? Aceleró el paso. Tal vez estuviera un poco paranoica, pero juraría que alguien la estaba siguiendo. Giró rápidamente la cabeza sin aminorar el ritmo y distinguió dos uniformes de policía. Maldijo en voz alta. ¡Se había dejado toda la documentación en el hotel!
Escuchó una voz que la llamaba, pero no hizo caso y continuó caminando deprisa, intentando refrenar las ganas de echar a correr, hasta la siguiente esquina, donde se topó con un grupo de adolescentes que la rodearon divertidos. Clarence aprovechó esos segundos de confusión para girar a la derecha, empezar a correr y tomar diferentes calles para despistar a los policías. Cuando le pareció que el corazón le iba a reventar en el pecho se detuvo, jadeante y completamente empapada de sudor, y se apoyó contra una pared con los ojos cerrados.
Un susurro le indicó la presencia de un río. Abrió los ojos y se dio cuenta de que había caminado hacia el noreste en lugar de hacia el sur. Ante sus ojos se extendía una gran muralla verde. Pero ¿qué le había pasado? ¡Con lo fácil que le había parecido la ciudad desde el avión! Había incluso imaginado la mano de un artista guiando una escuadra y un cartabón para trazar calles rectas y paralelas en manzanas perfectamente cuadradas con pulso decidido desde el mismo borde del mar hacia el interior, y cruzándolas luego con otras líneas perpendiculares.
La culpa de su desmedida reacción la habían tenido los libros que había leído en el avión. Sintió un estremecimiento. Pues sí que era valiente. Si tenía miedo en esos momentos, ¿cómo hubiese resistido ella un viaje de cinco meses en un barco sometido al capricho de las tempestades sabiendo que el destino era una isla donde si no morías a manos de los feroces y hostiles nativos que envenenaban las aguas y degollaban y decapitaban a los navegantes lo hacías por culpa de las fiebres? Para calmarse, Clarence intentó ponerse en el lugar de los cientos de personas que durante dos siglos habían formado parte de las expediciones para tomar posesión de aquellas tierras, mucho antes de que Antón, Jacobo y Kilian disfrutasen del momento más glorioso y cómodo de la época colonial, y sintió otro estremecimiento.
Había leído que dormían vestidos y con el fusil en la mano presa del miedo, que a veces la tripulación no conocía el destino del viaje para que no se amotinara, que muchos eran condenados políticos a quienes se les prometía la libertad si lograban aguantar dos años en Fernando Poo… Imaginó a los emprendedores a quienes les concedían tierras de forma gratuita, a los presos que soñaban con la libertad, a los misioneros —jesuitas primero y claretianos después— convencidos del mandato divino de su labor evangelizadora, a algún que otro intrépido explorador acompañado de su insensata esposa… ¡Cuántos murieron y cuántos suplicaron por regresar a casa aun perdiendo la libertad! ¡Esos sí que tenían razones para pasar miedo y no ella! Pero claro… ¿acaso no había leído también una novela sobre el secuestro de una joven blanca y las terribles actuaciones de la policía en tierra guineana?
En esos momentos, no sabía si echarse a reír o a llorar.
Deslizó la mirada por los alrededores y sintió una nueva punzada de inquietud al alejarse del río. Intentaría visualizar el mapa de la ciudad que tantas veces había estudiado en el avión para dirigirse hacia el oeste, hasta la concurrida avenida de la Independencia…
Apenas llevaba recorridos unos metros cuando el claxon de un coche la sobresaltó.
—¿Necesita que la lleve? —gritó alguien para llamar su atención.
Localizó al autor de la pregunta, un hombre joven con gafas a bordo de un Volga azul con las rectas líneas de los automóviles de los años ochenta.
¡Lo que le faltaba!
Sin responder, aceleró el paso.
El hombre acomodó la velocidad del coche a la de ella y repitió la pregunta antes de añadir:
—Señora, que yo soy taxista. —Clarence, desconfiada, le lanzó una mirada de soslayo—. En Malabo, los taxis no tienen colores ni marcas especiales.
Clarence esbozó una débil sonrisa. Eso era algo que ya había aprendido en el aeropuerto ese mismo día. Por otro lado, la entonación cantarina y ligeramente melosa del hombre le inspiró confianza. Se detuvo y lo observó. Calculó que tendría unos treinta años. Llevaba el pelo muy corto, con lo cual la frente parecía muy ancha, tenía una nariz y una mandíbula bastante prominentes y su sonrisa parecía franca.
Se sentía tan cansada y desorientada que finalmente hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Pocos minutos después de subirse al coche, Clarence ya estaba tranquila y convencida de que había tenido mucha suerte. El conductor, que se llamaba Tomás, resultó ser maestro en un colegio y taxista en su tiempo libre. El hecho de que ella también estuviera vinculada a la docencia hizo que entablaran conversación.
Sin querer, comenzó a anotar mentalmente las características de la forma entrecortada de hablar de Tomás, que eran poco perceptibles porque hablaba muy bien el castellano. Ni omitía el artículo, ni confundía los tiempos verbales, ni los pronombres ni las preposiciones, como había leído en algún artículo. Como mucho, pronunciaba la «rr» igual que la «r», la «d» como una «r» floja, debilitaba un poco la «ll» y mostraba algo de seseo y una tendencia a acentuar las sílabas finales.
Desde luego, los nervios la estaban traicionando. Había pasado tanto miedo esa tarde que el análisis lingüístico le estaba sirviendo de terapia…
Respiró hondo para relajarse.
—¿Y qué le parece Malabo? —preguntó Tomás.
—No he podido ver mucho porque he llegado hoy —admitió ella mientras pensaba—: «Sucia, llena de cables y me he perdido».
Tomás la miró a través del espejo retrovisor.
—Seguro que esto le parecerá muy diferente a su tierra de allá. Los viajeros se sorprenden de que con lo rica que es Guinea, por el petróleo, claro, parezca tan pobre. El nuevo barrio elegante de Pequeña España está cerca del barrio de chabolas de Yaundé. —Se encogió de hombros—. Nosotros estamos acostumbrados a los contrastes. Si quiere, le puedo dar ahora un paseo rápido para que sepa dónde está lo más importante.
Como si le hubiera leído el pensamiento y deseara borrar del rostro de la extranjera la primera imagen negativa de la ciudad, Tomás le mostró algunos de los hermosos lugares que ella había visto en fotografías: la plaza del Ayuntamiento, con sus bellos jardines; la bahía en forma de herradura; la plaza de la Independencia, con su Palacio del Pueblo de color rojizo y numerosas ventanas de arco; el Palacio de la Presidencia en lo alto del puerto viejo… Ni las escasas imágenes en blanco y negro de la época colonial que había visto de sus familiares, ni las fotos actuales en color del ordenador hacían honor a lo que estaba viendo, y eso que era de noche.
Con la boca abierta y el corazón palpitante, Clarence se trasladó a otra época e imaginó a su padre y a su tío, en traje blanco, paseando por esos mismos lugares, décadas atrás, saludando con la mano a sus conocidos, blancos y negros. Recordó que había leído en algún sitio que la esperanza de vida en Guinea rondaba los cincuenta años, y la imagen se diluyó. Las personas que pudieran haber convivido con Kilian y Jacobo tendrían que estar todas muertas mientras que ellos todavía gozaban de buena salud a sus setenta y tantos años. De manera irremediable, los históricos edificios que resistían orgullosos pero decrépitos el paso del tiempo pertenecían ahora a otros ojos.
Su taxista dejó por fin la avenida de la Independencia, llena de edificios institucionales y restaurantes, giró hacia la de la Libertad y al poco detuvo el coche, salió y se apresuró a abrirle la puerta. Ella le pagó el precio que le pidió, más una generosa propina en dólares.
—Este sitio está bien… —dijo Tomás—. En esta misma calle hay tres restaurantes y un pequeño centro comercial. —Titubeó—. ¿Me permite un consejo? Mejor no salga sola de noche. Una mujer blanca y sola… No es corriente aquí.
Clarence sintió un escalofrío al recordar su desastroso paseo.
—No se preocupe, Tomás. —Le resultó extraño que ambos, siendo tan jóvenes, se trataran de usted, pero como él había comenzado, no quiso parecerle maleducada—. Y muchas gracias. Por cierto, mañana tengo que ir a la finca Sampaka. ¿Podría llevarme?
—Mañana… —Tomás pensó unos segundos—. Sí. Mañana es sábado, no tengo colegio. La llevaré con mucho gusto.
Esperó en silencio a que ella añadiera algo, pero su curiosidad pudo más:
—¿Conoce a alguien en Sampaka?
—Al gerente. Es un conocido de mi padre. He quedado con él… —respondió ella, diciendo una verdad a medias.
Lo cierto era que le había enviado un correo electrónico a un tal F. Garuz pidiéndole si podría enseñarle la finca aprovechando su visita de trabajo en la isla, a lo cual él había accedido con mucha amabilidad. El apellido coincidía con el del gerente de la finca de la época de su padre y, en cuanto a la F, había concluido que no podía existir tanta casualidad como para que correspondiera a un…
—¿Con el señor Garuz? —preguntó Tomás.
—No me diga que lo conoce…
—Señora, esto es muy pequeño. ¡Aquí nos conocemos todos!
Ella lo miró incrédula.
—Ah, claro. Entonces, ¿le parece bien a las diez de la mañana?
—Aquí estaré. Esto… ¿Por quién pregunto?
Clarence se percató de que no le había dicho su nombre.
—Me llamo Clarence.
—¡Clarence! ¡Como la ciudad!
—Eso mismo. Como la ciudad.
Después de lo que había leído en las últimas semanas sobre Guinea, supuso que en los próximos días escucharía más de una vez ese comentario. Extendió la mano para despedirse de él.
—Gracias de nuevo y hasta mañana, Tomás.
De nuevo en la habitación, Clarence se desplomó en la cama, completamente agotada. Jamás se hubiera imaginado un primer día tan intenso en Guinea. Menos mal, pensó aliviada, que todavía tenía varias horas por delante para descansar antes de la visita a Sampaka.
A las diez en punto de la mañana, Tomás detuvo el coche a la puerta del hotel. Como el día anterior, iba vestido con pantalones de color beis hasta la rodilla, camiseta blanca y sandalias. Clarence, que en el último momento había cambiado una veraniega falda larga por pantalones y chaqueta, lo esperaba con cara de fastidio.
Llovía a mares.
—Me parece que hoy no podrá recorrer la finca —dijo Tomás—. Es que estamos en la época. Agua y más agua. Por suerte, no creo que hoy haya ningún tornado.
No se veía nada a través de los cristales salpicados de miles de gotas. Clarence se dejó llevar a ciegas por la carretera asfaltada. Al cabo de unos diez minutos, el coche paró en un control de peaje donde dos guardias aburridos, armados hasta los dientes, pidieron los papeles de la mujer. Afortunadamente, esta vez sí los llevaba encima y el trámite fue rápido porque conocían a Tomás y no era el día más propicio para charlas.
En el momento en que el joven anunció que acababa de coger el desvío hacia la pista de tierra que conducía a la que había sido la finca emblemática de la isla, a Clarence le dio un vuelco el corazón y pegó la nariz contra la ventanilla.
—Si sigue lloviendo así —advirtió Tomás—, no nos libraremos del poto-poto.
—¿Y eso qué es? —preguntó ella, sin apartar la vista del paisaje borroso.
—El barro. Espero que no tenga que estar mucho rato en Sampaka o no podremos volver.
De repente, Clarence distinguió la pintura blanca de los troncos de unas enormes palmeras reales que se erguían hacia el cielo como escoltas sagradas, inmutables ante el baño celestial que caía sobre ellas.
—Pare el coche, Tomás, por favor —pidió con un hilo de voz—. Será solo un momento.
Abrió la ventanilla y dejó que la misma lluvia que regaba esos majestuosos árboles de más de treinta metros de altura humedeciera su rostro. El hecho de estar en el lugar donde pasaron años Antón, Jacobo y Kilian le produjo una atenazadora mezcla de alegría y tristeza. Pensó en los hombres de su familia y pensó en sí misma. Al ver con sus ojos lo que ellos habían hecho suyo hacía décadas, la embargó un curioso e imposible sentimiento de nostalgia.
¿Cómo podía sentir tristeza por el recuerdo de un lugar en el que nunca había estado? ¿Cómo era posible que le llenara una profunda melancolía por el recuerdo de una pérdida que aún no había sufrido?
Estaba sintiendo allí mismo lo que tenían que sentir Kilian y Jacobo cuando se les llenaban los ojos de lágrimas al recordar sus años jóvenes en Guinea. Una leve opresión en el pecho y la garganta. Un tenue dolor en la boca del estómago. Una necesidad de silencio y aislamiento.
—¿Se encuentra bien, Clarence? —preguntó Tomás—. ¿Quiere que continúe?
—Sí, Tomás. —Ella supo que regresaría a ese lugar donde todavía no había ido ni de donde todavía se había marchado. Tenía que verlo con toda la luminosidad de un día resplandeciente—. Entremos en Sampaka.
A partir de entonces, la lluvia ya no le importó más. Aun con los ojos vendados, Clarence hubiese podido dibujar el trayecto del coche por el camino vigilado por las palmeras hasta el patio central de tierra rojiza donde se levantaba la casa principal, grande y cuadrada, soportada parcialmente por columnas blancas, con el tejado a cuatro aguas y paredes encaladas sobre las que resaltaban los postigos de madera pintados de verde, al igual que la galería exterior que rodeaba la parte superior del edificio, y con la barandilla de gruesas pilastras blancas a ambos lados de una espectacular escalera de amplios peldaños.
Tomás aparcó el coche en los porches bajo la galería y tocó la bocina, que apenas se oyó porque la tormenta tropical amortiguaba cualquier otro sonido que no fuera el de los chorros de agua. Sin embargo, cuando salieron del coche, no tardó en aparecer un hombre de unos cincuenta años de aspecto serio, complexión fuerte y piel tostada por el sol que saludó a Clarence con afabilidad. Llevaba pantalones cortos y una camisa azul, y tenía el pelo gris muy corto —con un pequeño flequillo rebelde—, cara ancha y ojos algo hundidos.
—Bienvenida a Sampaka… ¿Clarence, verdad? Yo soy Fernando Garuz.
Clarence se quedó de piedra al escuchar el nombre. ¡Pues sí, F de Fernando! ¿Se referiría Julia a ese Fernando? ¿Así de fácil? ¡Imposible!
—Eres más joven de lo que pensaba. —Ella sonrió sin dejar de fijarse en todo lo que podía con expresión de asombro—. ¿Qué? ¿Te la imaginabas así?
—Más o menos. Lo que más me sorprende es el color. Las cuatro fotos que he visto son en blanco y negro. Y está muy vacío…
—Con este tiempo no se puede hacer nada. Me temo que tampoco podré enseñarte la finca ni los nuevos viveros; como mucho los edificios del patio. Te vas a quedar unos días, ¿verdad? Ya elegiremos otro momento más apropiado para los exteriores. Hoy, si te parece, podemos tomarnos un café y conversar.
—Yo la esperaré aquí —dijo Tomás.
—No es necesario. —Fernando le dio unos billetes—. Al mediodía tengo que ir a la ciudad. Yo la llevaré. —Se dirigió a la mujer—. ¿Te parece bien?
—Si no es molestia… —Sacó un cuaderno y un bolígrafo del bolso y pidió a Tomás que apuntara su número de teléfono—. Lo llamaré desde el hotel si lo necesito otra vez.
El joven se marchó y Clarence siguió a Fernando hasta una pequeña salita con muebles coloniales donde le preparó el café más delicioso que ella había probado en su vida. Se sentaron en unas butacas de ratán cerca de una ventana y él le preguntó sobre cuestiones personales y profesionales y sobre su relación con Sampaka. Ella respondía y lo escuchaba analizando sus facciones y sus gestos, tratando de encontrar algún indicio que lo relacionara con los hombres de su familia. Pero nada. No se parecían en nada. A no ser que… Igual Julia le había querido decir que ese Fernando podría ayudarla en su búsqueda.
Clarence decidió empezar por el principio:
—¿Por casualidad eres familia de Lorenzo Garuz? En casa mencionaban alguna vez el nombre del gerente de Sampaka de aquellos años.
—Pues sí. —Fernando sonrió y ella se fijó en que la separación de los incisivos superiores le daba un aire juvenil—. Era mi padre. Falleció el año pasado.
—Vaya, lo siento.
—Gracias. Pero bueno, tenía muchos años…
—¿Y cómo es que sigues aquí? ¿Has vivido siempre en Guinea?
—No, qué va. Yo nací en Santa Isabel. —Clarence apretó los labios. Julia le había dicho que buscase a un Fernando nacido en Sampaka—. Mi infancia transcurrió entre Guinea y España. Luego estuve muchos años sin volver y al final me establecí definitivamente aquí a finales de los ochenta.
—¿En Sampaka?
—Al principio, en otra empresa de la ciudad.
—¿Y cómo acabaste en la finca? ¿No pertenecía al Gobierno como otras? Me refiero a lo que pasó después de la independencia…
—De la finca se quedó encargado un hombre de confianza que la llevó como pudo unos años en los que las fincas funcionaron algo, desde luego ni de lejos como en tiempos de tu padre. Pero algo hacían. Ten en cuenta que suponían la única entrada de divisas al país para sobrevivir. Después del golpe de libertad del año 79 que acabó con Macías, los antiguos dueños, entre ellos mi padre, que tenía la mayoría de las acciones, perdieron la propiedad y el Gobierno se la adjudicó a un militar de alto rango.
—Y entonces, ¿cómo la conseguiste tú de nuevo?
—Cuando falleció ese militar, a principios de los noventa, yo ya estaba por aquí trabajando en un proyecto de desarrollo agrícola financiado por la Unión Europea y Cooperación Española para renovar plantaciones de cacao y tratar de introducir nuevos cultivos como la pimienta y la nuez moscada. Se dio la circunstancia de que los herederos del militar estuvieron de acuerdo en vender la finca. He conseguido recuperar lo que era de mi familia desde principios del siglo pasado —añadió con orgullo— y volver al lugar de mi infancia.
Fernando le ofreció otro café y ella aceptó.
—Supongo que te llamarían Fernando por la isla.
—Creo que en todas las familias españolas que tuvieron relación con Guinea hay un Fernando…
Clarence torció el gesto. Eso complicaba aún más las cosas.
—¿También en la tuya? —preguntó él, malinterpretando la expresión de ella.
—¿Eh? Ah, no, no. En casa solo somos mujeres —sonrió—. Y ninguna Fernanda…
Se detuvo e intentó ser prudente.
—Por curiosidad, ¿se ha conservado algún archivo de los cincuenta?
—Algo queda. Antes de irse, mi padre guardó los ficheros de los trabajadores en un armario. Cuando yo volví, el despacho estaba todo desordenado, pero no habían quemado nada, cosa rara. Se darían cuenta de que no había nada peligroso.
—Y tu padre, ¿regresó alguna vez?
Fernando se encogió de hombros.
—Sí, claro. No podía pasar mucho tiempo sin pisar su isla. La echaba continuamente de menos. Cumplí la promesa de enterrar sus restos bajo una ceiba. ¿Sabes? Hasta que murió, mi padre soñó con devolver a la finca su antiguo esplendor. —Miró por la ventana, en actitud nostálgica—. En esta tierra hay algo contagioso porque yo pienso como él. Aún creo que el cacao de Sampaka podría volver a explotarse a gran escala…
Clarence suspiró y decidió dar un paso más:
—Fernando, ya que estoy aquí… ¿Sería mucho pedirte que me dejases echar un vistazo a los archivos? Es una tontería, pero me gustaría ver si hay algo de mi abuelo y de mi padre…
—No tengo ningún inconveniente. —Se puso de pie—. Lo malo es que los papeles volvieron al armario sin ningún orden. —Cogió un paraguas del rincón y se dirigió hacia la puerta—. Ven, el antiguo despacho está enfrente.
Abrió el paraguas y lo sostuvo con caballerosidad sobre Clarence mientras cruzaban el patio hacia un edificio blanco de una sola planta con el tejado a dos aguas y un pequeño porche. Clarence se alegró de que Fernando fuera tan amable y hablador y estuviera tan dispuesto a facilitarle las cosas.
Entraron en una estancia amplia con una gran mesa frente a un ventanal que parecía el cuadro de un frondoso paisaje mojado. A la derecha, una librería con puertas de celosía cubría la mitad de una pared. Fernando empezó a abrir las puertas y Clarence resopló. Las estanterías estaban abarrotadas de fajos de papeles puestos de cualquier manera. Allí había trabajo para horas.
—¿Ves? Aquí está la historia caótica de Sampaka. ¿En qué años dices que estuvo tu padre?
—Mi abuelo vino en los años veinte. Mi padre, a finales de los cuarenta. Y mi tío, a principios de los cincuenta.
Clarence cogió un papel al azar. Era una plantilla hecha a mano con un listado de nombres a la izquierda y huellas dactilares a la derecha fechada en 1946. Lo dejó en su sitio y cogió otro que resultó ser igual, pero de tres años más tarde.
—A ver. —Fernando se aproximó—. Sí, esos son los listados del reparto semanal de comida. Bueno, en realidad con un simple vistazo se descartan muchos de los papeles. —Miró su reloj—. Yo no tengo que regresar a Malabo hasta las tres. Si quieres, puedes aprovechar hasta entonces. Espero que no te importe que no te ayude…
—Por supuesto que no me importa. —Clarence estaba encantada de quedarse a solas, así podría buscar tranquilamente algo sobre los niños nacidos pocos años antes que ella, tal como le había dicho Julia—. Es más, si puedo, a cambio lo dejaré un poco más ordenado. A mí se me dan bien los papeles.
—Muy bien, entonces. Si necesitas algo, me buscas en este patio… —se acercó al umbral y señaló algo en la pared exterior— o haces sonar esta campana. ¿De acuerdo?
Clarence asintió. Por fin se quedó sola y se dispuso a aprovechar el tiempo al máximo. Empezó por sacar brazadas de papeles del armario que depositó en la mesa. Sacó el cuaderno del bolso y escribió en varias hojas los títulos de sus criterios de clasificación: listados de trabajadores y contratos, adjudicación de viviendas a familias, listados de reparto de comida, cuentas, facturas, pedidos de material, fichas de empleados, certificados médicos y variedades sin importancia. A continuación, se dispuso a distribuir los papeles en diferentes montones.
Una hora más tarde abrió una carpeta llena de fichas, grapadas a contratos de trabajo, nóminas y certificados médicos, con las fotos desgastadas y poco nítidas de hombres jóvenes. Fue pasando una a una hasta que identificó primero a su abuelo y, justo después, a su padre y a su tío. Sintió una profunda emoción. El hecho de imaginarse a cualquiera de los tres estampando su firma en las fechas que allí constaban le provocó un sentimiento parecido al de su encuentro con las palmeras reales de la entrada, pero aderezado con una pizca de orgullo que evitó que nuevas lágrimas rodaran por sus mejillas. Permaneció unos minutos deslizando sus dedos por las fotos. ¡Habían sido tan jóvenes y guapos! ¡Y tan valientes! ¿Cómo, si no, se hubieran atrevido a marcharse a África desde las montañas del Pirineo?
En la carpeta aparecieron casi cincuenta fichas de otros tantos hombres como ellos. En su cuaderno anotó los nombres de aquellos que trabajaron en la finca entre los años cincuenta y sesenta. Preguntaría a Kilian y Jacobo si se acordaban de Gregorio, Marcial, Mateo, Santiago…
Antes de continuar con nuevos papeles, dedicó un buen rato a leer con detenimiento la información de los hombres de su familia. Lo que más le sorprendió fue una parte del historial médico de su padre. Descubrió que había estado muy enfermo de malaria.
Frunció el ceño.
Jacobo y Kilian siempre contaban el cuidado que tenían en tomarse las pastillas de quinina y Resochín puntualmente para evitar enfermar de paludismo. Si alguna vez se olvidaban de tomarlas, era fácil sufrir de fiebre muy alta y escalofríos, pero por lo que decían, aquello se parecía a una gripe muy fuerte. De ahí a estar ingresado varias semanas… Le resultó extraño y decidió preguntarle a su padre cuando regresara a Pasolobino.
Miró el reloj. ¡La una! A ese paso no terminaría nunca. Calculó que habría clasificado un sesenta por ciento del material. Se desperezó, se frotó los ojos y bostezó. Sospechaba que no iba a encontrar nada de lo otro, del nacimiento del tal Fernando. En los contratos de los braceros ponía el nombre del cabeza de familia y su familia, sin especificar nada más, ni nombres ni número de hijos. En algún parte médico constaba el parto de una mujer y si había dado a luz a un varón o a una hembra, pero no aparecía el nombre del recién nacido. Supuso que serían partos de nativas. Que ella supiera, en aquella época el único matrimonio blanco que había en Sampaka era el de Julia y Manuel. Estaba empezando a desilusionarse. Sin embargo, decidió continuar con esa tarea un rato más. Si alguien como ella, algún descendiente de los compañeros de sus padres, decidía un día visitar la finca, al menos los papeles estarían ordenados.
Enfrascada como estaba murmurando los rótulos junto a los cuales iba depositando los documentos correspondientes, no se percató de que alguien entraba hasta que sintió una presencia a pocos pasos de ella. Dio un respingo y se giró con el corazón palpitante.
Se quedó clavada en el sitio, con la boca abierta.
Ante ella había un gigante de piel negra como la noche que la observaba con una mezcla de curiosidad, sorpresa y desdén. Ella era alta, pero tuvo que levantar los ojos para ver que ese cuerpo de marcada musculatura terminaba en una cabeza completamente afeitada por la que resbalaban gotas de agua.
—Me ha asustado —dijo ella, desviando la mirada hacia la puerta. Se mordió el labio, un poco nerviosa. Entre ella y la campana que le había indicado Fernando había un hombre, además de grande, silencioso y extraño.
—Busco a Fernando —dijo él al cabo de unos violentos segundos con voz profunda.
«Vaya. Yo también», pensó ella. Se le escapó una risita.
—Como ve, aquí no está. Tal vez en el edificio de enfrente.
El hombre asintió mientras cubría con su grueso labio inferior el labio superior en actitud pensativa.
—¿La han contratado de secretaria? —Señaló la mesa con la cabeza.
—Eh, no, no. He venido de visita y… bueno… —No sabía cuántas explicaciones dar. Miró el reloj nuevamente. Fernando no tardaría en llegar—. Buscaba documentos antiguos de cuando mi padre trabajó aquí.
El hombre levantó una ceja.
—Es hija de colonial.
Su tono fue neutro, pero ella recibió la frase como un insulto.
—Empleado de finca —corrigió ella—. No es lo mismo.
—Ya.
Se hizo un irritante silencio. El hombre no dejaba de observarla y ella no sabía si seguir con su trabajo o salir en busca de Fernando. Eligió la segunda opción.
—Si me disculpa, tengo que ir al otro edificio.
Pasó al lado del hombre y cruzó el patio a toda prisa. La lluvia torrencial había perdido fuerza, pero seguía lloviendo. En la parte baja de la casa no había nadie. Se dirigió al porche donde había aparcado Tomás. Aparte de un todoterreno que antes no había visto, estaba vacío. ¿Dónde estaba todo el bullicio del que hablaba su padre? ¿Y los cientos de trabajadores? ¡Aquello era una finca fantasma! Lo mejor sería regresar a la oficina. Pero… ¿y si ese grandullón seguía allí? Soltó un bufido. Estaba actuando de manera ridícula. ¿Es que tenía que asustarse por todo?
Se giró con intención de volver a sus papeles y vio que un hombre no muy alto con el pelo completamente blanco se dirigía hacia ella gesticulando y hablando en un idioma que no conocía. ¡Lo que faltaba! Antes de que pudiera pensar nada, tuvo la cara horriblemente marcada del hombre frente a ella. El hombre la escudriñaba, se alejaba unos centímetros y volvía a acercarse, murmurando palabras extrañas y sacudiendo la cabeza.
—Disculpe, pero no entiendo qué me dice —dijo Clarence, con el corazón desbocado.
Comenzó a caminar hacia la tierra roja del patio. El hombre la siguió, levantando sus manos deformadas por la artrosis hacia el cielo y dirigiéndolas luego hacia ella como si la quisiera coger. Tuvo la sensación de que la estaba riñendo.
—Déjeme, por favor, ya me voy. Fernando Garuz me está esperando en la oficina, ¿ve? —Señaló el pequeño edificio—. Sí, allí está.
Aceleró el paso y entró en el cuarto como una exhalación mirando hacia atrás para asegurarse de que el extraño hombre no la seguía.
Y entonces chocó contra un muro de granito que llevaba pantalones tejanos y una camiseta blanca.
—¿Está ciega o qué? —Unas fuertes manos atenazaron sus brazos y la apartaron. Notó que algo húmedo resbalaba por su rostro—. Pues sí que es usted delicada. Le sale sangre de la nariz.
Clarence se llevó la mano a la cara y comprobó que era cierto. Se acercó a su bolso y buscó unos pañuelos. Así que el grandullón seguía allí.
—Pensaba que ya se habría ido —dijo ella mientras cortaba un trozo del pañuelo para taponar la nariz y frenar la débil hemorragia.
—No tengo prisa.
—Pues yo sí. Tengo que recoger todo esto antes de que llegue Fernando.
El hombre se sentó tranquilamente frente a la mesa. La silla crujió bajo su peso. Clarence comenzó a trasladar los montones de papeles ordenados hasta el armario ante la atenta supervisión de él. Su mirada intensa le ponía nerviosa. Y encima, ni siquiera se había ofrecido a ayudarla. Era un hombre verdaderamente grosero.
—Perdona mi retraso, Clarence. —La joven dio un respingo. Fernando cruzó el umbral a grandes zancadas y se sorprendió al ver al otro hombre—. Pensaba que con este tiempo vendrías otro día.
Caminó hacia él y se saludaron con un apretón de manos.
—¿Hace mucho que estás aquí?
Clarence se acercó a recoger el último montón de papeles.
—Vaya, ¿qué te ha pasado? —preguntó Fernando.
—Nada, me he dado un golpe con una puerta.
Fernando la acompañó hasta el armario y echó un vistazo al interior.
—¡Menudo cambio! Veo que has aprovechado el tiempo… ¿Has encontrado algo interesante?
—En realidad, poca cosa que no supiera… Me sorprende que no haya nada sobre los niños nacidos en la finca. Únicamente constan los nombres de las madres que dieron a luz en el hospital. No sé. Tenía idea de que en Sampaka había muchos niños, ¿no?
—Sí que había. —Fernando señaló al hombre que los observaba con el ceño fruncido—. Precisamente tú fuiste uno de ellos, ¿no?
Clarence sintió un súbito interés por él. Calculó que tendría unos cuarenta años, lo cual lo situaba en la época que a ella le interesaba…
—Pero ya no te puedo decir si había censos o no. Tal vez en la escuela… Lo que pasa es que de eso sí que no queda nada. ¿Tú qué dices, Iniko?
«Iniko —repitió mentalmente ella—, se llama Iniko. Qué nombre más raro».
—Éramos muchos —respondió él, sin gran entusiasmo—. Y yo pasaba más tiempo en el poblado con la familia de mi madre que en la finca. En cuanto a los censos, los bubis solían nacer en sus poblados y los nigerianos, en los barracones de sus familias. Solo si había problemas llevaban a las mujeres al hospital de la finca. Las blancas se iban al hospital de la ciudad.
—¿Por qué te interesa, Clarence? —preguntó Fernando.
—Bueno… —Buscó una mentira plausible—. En mi investigación, me refiero a mi trabajo, hay un apartado dedicado a los nombres de los niños nacidos en época colonial…
—¿A qué niños? —la interrumpió Iniko en tono mordaz—. Nuestros padres nos ponían un nombre y en la escuela nos lo cambiaban por otro.
«Lo cual complica más las cosas», pensó Clarence.
—Ah. —Fernando chasqueó la lengua—. Un tema, este, un poco… espinoso.
—Sí. —Ella decidió no darle mayor importancia para no levantar sospechas—. En fin, como te digo, aquí no he visto nada nuevo que no supiera.
«Bueno, solo que mi padre pasó una grave enfermedad».
—No he podido terminar de ordenarlo todo. Si me permites que vuelva otro día, prometo hacerlo.
—Es que tienes que volver. ¡No has visto nada! —Se dirigió al otro hombre—. ¿Vas ahora a Malabo?
El hombre asintió.
—¿Podrías llevar a Clarence de vuelta a la ciudad? —Su tono era más una afirmación que una pregunta, por lo que enseguida se dirigió a la mujer—. Esto… Perdóname, Clarence, pero ha surgido un pequeño problema. Se ha inundado el cuarto de los generadores y no me puedo marchar todavía.
Sacó una llave de su bolsillo.
—Si nos disculpas, solo retendré a Iniko un minuto.
Clarence comprendió que tenían que hablar de algo privado, así que asintió. Cogió su bolso mientras Fernando abría un armario y se dio cuenta de que Iniko seguía con la mirada, fría como un témpano, clavada en ella. Probablemente le había hecho la misma gracia que a ella la imposición de un buen rato juntos y a solas. Apretó los labios y salió. No podía imaginarse, pensó con ironía, nada más divertido que aguantarlo todo el trayecto de regreso a Malabo. Supuso que el jeep que había visto era de Iniko, pero ni se le ocurrió cruzar el patio hasta allí por miedo a encontrarse con aquel otro loco, así que esperó cerca de la puerta.
Escuchó que hablaban de cuentas. Hubo un momento que le pareció que discutían porque la voz de Iniko se elevó, pero Fernando pareció tranquilizarlo con una larga explicación. Al poco, ambos salieron. Fernando insistió en que Clarence regresara a Sampaka tantas veces como quisiera durante su estancia en la isla; le entregó un papel donde había anotado un número de teléfono, y le hizo prometer que lo llamaría para cualquier cosa que necesitase.
Cuando quiso darse cuenta, Iniko ya había cruzado medio patio. Clarence tuvo que correr para alcanzarlo y seguir su ritmo hasta un Land Rover blanco. Él entró, puso el vehículo en marcha y dio la vuelta. «¿Es que no piensa llevarme?», se preguntó ella. Vio que Iniko se estiraba para bajar la ventanilla del lado del acompañante.
—¿A qué espera para subir? —preguntó.
Ella entró en el coche y al sentarse se dio cuenta de que llevaba los pantalones completamente salpicados de gotas rojas. Intentó sacudirlas con la mano, pero solo consiguió que las pequeñas manchas se fundieran y formaran una fina película de barrillo.
El incómodo silencio impuesto por Iniko duró varios kilómetros. Clarence miró por la ventanilla. Había dejado de llover, pero unas bajas brumas envolvían el paisaje de maleza y espesura a ambos lados del camino. El todoterreno avanzó sin problemas a bastante velocidad hasta la carretera principal. Al poco tiempo, distinguió al frente las primeras edificaciones de la ciudad. A su lado, Iniko miró el reloj.
—¿Dónde se aloja?
Ella le dijo el nombre del hotel y la calle y él asintió.
—Tengo que ir al aeropuerto. Si quiere que la lleve a su hotel, tendrá que esperar. Si no, puedo dejarla por aquí.
Clarence frunció el ceño. Calculó que estaba lejos del centro y no pensaba deambular sola otra vez por esos barrios destartalados.
—De acuerdo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que, si no le importa, prefiero acompañarlo al aeropuerto —respondió, irritada—. Solo espero que luego no me anuncie que va a coger un vuelo.
Era un comentario ridículo, pensó. Siempre podría volver en taxi a su hotel.
Iniko torció el gesto en algo parecido a una sonrisa contenida.
—Tranquila. Voy a recoger a alguien. Llego tarde.
Giró a la izquierda para tomar una circunvalación que llevaba hasta la avenida del aeropuerto y, en unos minutos, Clarence comenzó a reconocer parte del trayecto del día anterior. Al llegar al pequeño aparcamiento salpicado de árboles enormes sobre los que descansaban grandes cuervos negros con collares de plumas blancas, distinguió, entre los numerosos pasajeros que esperaban un taxi, a un hombre joven que les hacía señas con la mano. Se fijó en que iba muy bien vestido, comparado con la mayoría de la gente que había visto. Llevaba unos tejanos de marca de color claro y una camisa blanca. Cogió su maleta y comenzó a caminar hacia ellos. Iniko salió del coche y los dos hombres se saludaron con un afectuoso abrazo y palmadas en la espalda. Miraron hacia el interior del vehículo y Clarence supuso que hablaban de ella. Dudó si salir o no, pero decidió esperar.
Enseguida los dos subieron al Land Rover.
—¿Me siento detrás? —preguntó Clarence en voz baja a Iniko.
—No, por favor —dijo el otro hombre a sus espaldas—. Iniko me ha dicho que eres española y que os habéis conocido en Sampaka.
Su inmediato tuteo le transmitió una sensación de cercanía. Y además, tenía una voz muy alegre.
—… Y que te llamas Clarence, como la ciudad. —Ella asintió. Nunca más sería Clarence a secas. En ese lugar estaba condenada a ser llamada Clarence-como-la-ciudad. Él extendió la mano—. Yo me llamo Laha.
—Mucho gusto, Laha.
—¿Y qué haces en Malabo? ¡Déjame adivinar! Eres cooperante de alguna ONG.
—Pues no.
—¿No? —Pareció sorprenderse. Se apoyó con los codos en los asientos delanteros, entre Clarence e Iniko, y entrecerró los ojos—. A ver… ¿Enviada de Naciones Unidas para redactar algún informe?
—No. —Cada segundo que pasaba, a Clarence le agradaba más Laha. Era muy simpático, además de enormemente atractivo, y su castellano era perfecto, aunque con un ligero acento que le pareció norteamericano.
—¿Empresaria? ¿Ingeniera? ¡Iniko! ¡Ayúdame!
—Investigadora —dijo Iniko con voz neutra—. Supongo que de la universidad.
«Bueno, memoria al menos sí tiene», pensó Clarence.
—¿Y qué investigas? —preguntó Laha.
—Soy profesora de lingüística. He venido aquí a recoger información para un proyecto sobre el español que se habla en Guinea.
—¡Qué interesante! ¿Y qué? ¿Qué tal hablamos?
Clarence se rio.
—¡Llegué ayer! Todavía no me ha dado tiempo a nada… Y tú, ¿a qué te dedicas? ¿Has venido de vacaciones?
—Sí y no. Soy ingeniero y me ha enviado la empresa para revisar el montaje del tren de licuefacción que se va a construir en la planta. —Vio que Clarence abría los ojos con sorpresa—. ¿Sabes de qué te hablo?
Ella negó con la cabeza.
—Mira —señaló por la ventanilla hacia la izquierda—, en algún lugar por ahí hay un laberinto de tuberías que forma el complejo petroquímico de Punta Europa. Aquí tenemos mucho petróleo y gas, pero lo explotan empresas extranjeras como la mía y se exporta todo. Con las nuevas instalaciones podremos licuar aquí el gas. Lo siguiente será construir una refinería…
Iniko soltó un bufido seguido de unas palabras en una lengua africana y Laha frunció el ceño.
—En fin, que hay muchos proyectos en marcha…
—Y, claro, tienes que venir con frecuencia —intervino Clarence—. ¿Dónde vives habitualmente?
—En California. Pero me encanta venir porque yo nací aquí.
—¡Vaya! —Cada vez que Laha hablaba, Clarence se sorprendía más.
—Estudié en Berkeley y me coloqué en una multinacional. Casualidades de la vida, mi empresa compró los intereses de una empresa petrolífera en Guinea y me propuso estar al tanto de las ampliaciones de las instalaciones, precisamente porque conozco esta isla y no me importa hacer muchos viajes. Así puedo ver a la familia, ¿verdad, Iniko? —Le dio una palmada en el hombro.
—¿Sois familia? —preguntó Clarence, ahora ya realmente asombrada. Esos dos hombres no se parecían en nada.
—¿No te ha dicho Iniko que venía a recoger a su hermano al aeropuerto?
—La verdad, no.
«En realidad, no me ha dicho absolutamente nada». ¿Cómo podían ser tan diferentes? A Iniko nada parecía interesarle.
Laha emitió un bostezo y cambió de tema:
—¿Y qué planes tienes? ¿Has quedado con alguien para que te enseñe la ciudad?
—Todavía no. El lunes iré a la universidad. —Deseó que Laha propusiera alguna idea para esa misma tarde o para el día siguiente, pero no quería sonar ni desesperada ni aburrida. Además, él acababa de llegar de un largo viaje—. Hoy aprovecharé para hacer algo de turismo.
—Nosotros tenemos una reunión familiar —dijo Iniko de tal manera que quedó claro que ella no estaba incluida en sus planes.
—Yo no creo que aguante mucho —dijo Laha, ahogando otro bostezo.
«Mala suerte», pensó Clarence, un poco frustrada. Miró por la ventanilla y reconoció la calle de su hotel.
Iniko detuvo el vehículo ante la puerta y no hizo ademán de bajarse. Sin embargo, Laha sí lo hizo.
—Clarence…, ¿quieres que te acompañe el lunes a la universidad? —propuso, como si se hubiera dado cuenta de lo sola que estaba ella en la isla—. Tengo amigos en el departamento de mecánica. Suelo ir a verlos.
Meditó unos segundos.
—¿Qué tal a las diez en la puerta de la catedral? ¿O prefieres que te recoja aquí?
—En la catedral está bien. Muchas gracias.
—Hasta el lunes, entonces.
Laha tendió la mano para despedirse y Clarence la estrechó, agradecida y contenta de haber conocido a alguien como él. Entonces se percató de que no se había despedido de Iniko y, al fin y al cabo, él le había hecho el favor de llevarla. Se inclinó para ver el interior del Land Rover, pero él no se había movido ni un centímetro. Seguía con el codo apoyado en la ventanilla y la mirada al frente. Clarence reprimió una sonrisa cortés y apretó los labios.
No había conocido a nadie tan antipático en toda su vida.
Después de comer y de echarse una siesta, Clarence se atrevió a ir hasta la catedral, una impresionante construcción de estilo neogótico cuya fachada estaba flanqueada por dos torres de cuarenta metros. De nuevo se dio cuenta de que todo el mundo la miraba. No debía ser frecuente ver a una mujer blanca paseando sola. Lo cierto era que se sentía incómoda, y, por primera vez, se arrepintió de no haber convencido a Daniela o alguno de sus amigos para que la acompañasen. ¡Y solo llevaba un día en la isla!
Se refugió durante un largo rato en el interior de la catedral —el único lugar donde se sentía tranquila y segura—, embelesada por las altas y esbeltas columnas de color amarillo pálido con base de mármol negro que soportaban la bóveda de crucería de la nave principal. Luego caminó hacia el altar y se entretuvo unos instantes contemplando la talla de una Virgen negra con la mano derecha apoyada en el hombro izquierdo. Tras ella se distinguía la cabeza tallada de un niño pequeño. La luz del atardecer, que se colaba por las vidrieras de colores de los ventanales, iluminó el rostro de la imagen, levemente inclinado hacia el suelo. Le pareció que la Virgen negra tenía una expresión muy triste y que su mirada se perdía en algún punto más allá del infinito. ¿Por qué la habrían tallado así, tan apenada?, se preguntó. Sacudió la cabeza. Tal vez solo fueran imaginaciones suyas… Por culpa del exceso de tiempo libre se estaba fijando en los detalles más extraños.
Decidió regresar al hotel y se tumbó en la cama, con la mirada fija en el techo, pensando en las opciones para el domingo. ¿Qué haría hasta el lunes?
Encendió la televisión, pero no se veía nada. Llamó a recepción para dar aviso, pero, para su sorpresa, la señorita le informó, con una pronunciación atropellada y llena de eses, de que la emisión había sido suspendida. Según le dijo, a veces sucedía que se olvidaban de repostar de combustible el grupo electrógeno gracias al cual funcionaban los transmisores de radio y televisión instalados en el pico Basilé, adonde no llegaba la luz eléctrica.
Pues qué bien…
¡Todo un país nuevo para ella, y no tenía nada que hacer!
La verdad era —tuvo que admitir— que su irritación se debía no solo a su temor a volver a salir sola, sino a que su visita a Sampaka no había sido lo fructífera que había deseado. Por un lado, no había podido ver nada por culpa de la lluvia, y, por otro, ahora las palabras de Julia se le antojaban más imposibles que nunca. Allí no encontraría nada.
Tendría que esperar hasta su encuentro con Laha para sonsacarle información sobre su infancia y la de su hermano. Él podría ser un cabo del que tirar. Afortunadamente, no se parecía a Iniko, con quien conversar sería tan difícil como que nevara en Bioko. Si Iniko había nacido o vivido en Sampaka, era lógico pensar que Laha también. «Algo es algo», pensó.
Permaneció unos minutos más cavilando sobre qué hacer y finalmente cogió el teléfono y marcó el número de Tomás.
En su agenda de propósitos había anotado tres lugares que quería visitar en Bioko. Ya conocía Sampaka… ¿Por qué no aprovechar el siguiente día para conocer el segundo?
—Qué poco me gusta este sitio, Clarence —dijo Tomás, arrugando el entrecejo mientras lanzaba miradas nerviosas hacia el viejo cementerio de Malabo, que se encontraba en el barrio Ela Nguema—. Yo la esperaré fuera.
—Tomás, a partir de ahora nos tutearemos. ¿De acuerdo? Tenemos la misma edad.
—Como quieras, pero no pienso entrar.
—Muy bien, pero ni se te ocurra marcharte.
Nada más llegar a la puerta, Clarence se arrepintió de su decisión de visitar el cementerio. No le atraía mucho la idea de deambular ella sola por un lugar que, ya desde la misma entrada, se intuía tenebroso. Preguntó con la mirada a Tomás, en un último intento de que él la acompañase, y este negó con la cabeza. Apoyó la mano en la herrumbrosa verja y se detuvo, debatiéndose entre la curiosidad por ver la tumba de su abuelo y las ganas de echar a correr y refugiarse en el Volga azul.
—¿Desea algo? —preguntó una grave voz masculina.
Se llevó tal susto que definitivamente optó por darse la vuelta y marcharse, pero enseguida la voz continuó:
—Puede usted pasar. La puerta está abierta.
Clarence se detuvo y se giró. La voz pertenecía a un anciano menudo de aspecto amable, con el pelo completamente blanco y casi sin dientes.
—Soy el guardián del camposanto —se presentó—. Dígame si puedo ayudarla en algo.
Caminó hacia él con el pequeño ramo de orquídeas que había comprado en un mercado callejero y le explicó que su abuelo había sido enterrado allí en los años cincuenta y que, puesto que estaba pasando unos días en la isla, le apetecía visitar su tumba si es que aún existía.
—Por la fecha —dijo el hombre—, tendría que estar en la parte vieja. Si quiere, yo la puedo acompañar. No suele venir mucha gente por aquí.
¡Ni en los pueblos abandonados de su tierra había visto un cementerio más descuidado! Algunas tumbas sobresalían a duras penas entre la maleza y otras se habían hundido. La sensación era de completo abandono. Por lo visto, era cierto eso de que a los nativos no les gustaba visitar las tumbas de sus fallecidos… Su guía explicó, con la normalidad que dan los años, que, debido a la elevada mortalidad del país, era frecuente cavar encima de otras tumbas provocando situaciones muy desagradables. No se veían ni las lápidas perfectamente ordenadas ni las inscripciones a las que Clarence estaba acostumbrada. Parecía una selva, y eso que, según el hombre, ahora el cementerio estaba mejor cuidado. Hacía pocos años, dijo, no se podía ni entrar sin peligro de que se te comiera una boa.
La parte vieja del cementerio, no obstante, resultaba más tranquilizadora. Quizá porque se distinguían mejor las tumbas, rodeadas de verjas oxidadas por el paso de los años. O quizá porque las tumbas se encontraban a los pies de unos enormes y hermosos árboles cuya corteza le recordó a la piel de los elefantes. Por su tamaño, debían de ser centenarios, y aunque algunos parecían secos, no habían perdido nada de su majestuosidad.
—¡Qué ceibas más hermosas! —exclamó Clarence, sobrecogida por su imponente presencia.
—Es un árbol sagrado —comenzó a explicar el anciano—. Ni los huracanes ni los rayos pueden con ellas. Nadie toca las ceibas. Nadie se atrevería a tocarlas. Echarlas abajo es pecado. Y las ceibas no perdonan. Si su familiar fue enterrado aquí, su tumba estará igual de intacta que ellas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Clarence. Por un lado, aún tenía ganas de salir corriendo, pero algo la retenía allí. Había una quietud especial, una paz que conseguía aplacar el miedo.
Comenzó a pasear mientras leía los nombres de las cruces y lápidas de las tumbas. Se acercó a una en concreto que parecía querer esconderse entre los pliegues de dos ceibas entrelazadas. También estaba escoltada por un árbol más pequeño que no supo identificar. Esa tumba llamó su atención porque estaba más cuidada que las demás.
Alzó la vista y leyó en voz alta:
Antón de Rabaltué. Pasolobino 1898-Sampaka 1955.
El corazón le dio un vuelco y no pudo controlar las lágrimas.
¡Qué extraño le resultaba ver escrito el nombre de su pueblo en un sitio como aquel! ¡Como si no hubiera miles de kilómetros de separación entre el origen y el final de la vida de su abuelo!
Se limpió las lágrimas y se agachó para retirar un ramo casi marchito, que alguien había apoyado sobre la cruz de piedra, y colocar el suyo.
¿Pero qué…? ¡Esas flores eran relativamente recientes!
¡Alguien continuaba visitando esa recóndita parte del cementerio y le llevaba flores a Antón!
Frunció el ceño.
—¿Ha visto usted a la persona que visita esta tumba? —El guardián del camposanto había permanecido todo el tiempo unos pasos tras ella.
—No, señora. Los pocos que vienen no me necesitan para acompañarlos. Solo los extranjeros como usted me piden ayuda, muy de cuando en cuando… Y ninguno ha visitado esta tumba. De eso me acordaría, sí, de eso sí.
—Y esos pocos que vienen, nativos por lo que dice, ¿son hombres o mujeres?
—No sabría decirle, hombres y mujeres. Siento no poder ayudarla.
—Gracias de todos modos.
La guio de nuevo a la entrada, donde ella le dio una propina que agradeció estrechándole la mano repetidamente.
Tomás se fijó en los ojos enrojecidos de la mujer y dijo:
—Esta isla no te sienta bien, Clarence. Allá donde vas, lloras.
—Es que soy demasiado sentimental, Tomás. No lo puedo evitar.
—¿Quieres que nos tomemos una cerveza en una terraza frente al mar? A mí me funciona cuando estoy triste.
—Buena idea, Tomás. Qué suerte he tenido de conocerte. Eres muy amable.
—Es que soy bubi —dijo él. Y su cara reflejó la convicción de quien sabe que lo que ha dicho es pura lógica.
El lunes por la mañana, Clarence acudió a su cita con Laha un poco antes de lo acordado. Como el día anterior, hacía una mañana fresca y soleada. Con el paso de las horas, probablemente llegaría el calor insoportable que impedía hacer nada que no fuese dormitar o tomarse unas cervezas en alguna terraza.
Ya le habían advertido que no estaba permitido hacer fotos ni filmar en el país —y de que era conveniente actuar con discreción en cuanto a comentarios y actitudes en público—, pero a esas horas estaba todo muy tranquilo, así que sacó su pequeña cámara digital y comenzó a disparar en dirección a la catedral. Empezó por la fachada principal, frente a una fuente de mármol blanco, redonda, con varias figuras que sujetaban sobre sus hombros una pequeña ceiba. Luego, caminó por una callejuela lateral. En algún momento, su entusiasmo le hizo olvidar la prudencia porque, de pronto, se encontró escoltada por dos policías que le pedían la documentación de malas maneras.
Se estaba empezando a poner nerviosa al ver que ni el pasaporte ni todos los demás papeles que les enseñaba parecían satisfacerles. Asustada, elevó el tono de voz, recriminándoles su paranoia. ¿Tenía ella pinta de ser una espía? Ellos tomaron su miedo por chulería y endurecieron su actitud aún más, y cuando ya tenía la mano de uno de ellos agarrándola por el brazo, un tercer hombre salido de la nada intervino y muy amablemente se ofreció a aclarar la situación.
Laha hablaba deprisa, pero con tono firme. Explicó quién era ella y qué hacía allí. Se metió la mano en el bolsillo y de la manera más sutil posible extrajo unos billetes. Con esa mano estrechó afectuosamente la mano de uno de los policías y le dijo:
—No querrá que el rector de la universidad se entere de cómo tratamos a sus invitadas, ¿verdad?
Y, antes de que Clarence pudiera abrir la boca para expresar su asombro y agradecimiento, la empujó suavemente pero con decisión en dirección a un coche.
Los policías parecieron darse por satisfechos y hasta se despidieron amablemente de su salvador, que en aquel momento le pareció el hombre más atractivo y maravilloso del mundo. Esa mañana se había puesto un traje claro. Probablemente se vistiese así para ir al trabajo.
—Muchas gracias, Laha —dijo ella—. Ya estaba un poco apurada.
—Lo siento, Clarence. Son cosas como estas las que detesto de mi país. Bueno, y más, pero en fin, ya tendrás ocasión de descubrirlas por ti misma…
—¿No tendrías que estar en tu trabajo a estas horas? —preguntó ella.
—Vengo de allí. Lo bueno de los ingenieros americanos es que nadie nos controla. —Se rio—. Al menos a mí. ¿Sabes? La mayoría prefiere quedarse en sus bungalós de Pleasantville, como llamamos a un barrio de mentira con aire acondicionado, supermercados y comodidades iguales que las de las casas americanas. Viven aparte de todo. Aunque no me extraña. Conozco a más de uno que ha sido devuelto a su país por criticar al régimen. Así que mejor no moverse. Ya se sabe: ojos que no ven…
Clarence agradeció una vez más que Laha fuese tan hablador. Además, acompañaba sus palabras con tal cantidad de risas contagiosas y gestos que ocupaba todo el aire a su alrededor, envolviendo a su interlocutor en una atmósfera jovial y cercana. Estudió su perfil. Había algo en su rostro de facciones proporcionadas que le resultaba familiar. Tenía la vaga sensación de haberlo visto antes. Probablemente, su desbordante y natural cordialidad hicieran que ella se sintiera como si lo hubiese conocido toda la vida.
—Por cierto —continuó diciendo él—, anteayer te quise preguntar una cosa y al final no lo hice. ¿Sabías que Malabo se llamó en tiempos Clarence? ¿No es un nombre extraño para una española?
—Sí, lo sé —respondió ella, sacudiendo la cabeza con resignación—. Durante años pensé que era el nombre de alguna heroína de novela inglesa. Más tarde descubrí que así se llamaba esta isla cuando fue declarada colonia inglesa, en honor al rey Jorge, duque de Clarence.
Ella le explicó muy brevemente que varios hombres de su familia habían formado parte de la época colonial. No entró en detalles porque no quería mostrarse apasionada respecto a un tema que, al fin y al cabo, tenía que ver con la colonización de su propio país. Después del encuentro con Iniko, intuía que no todos guardaban buenos recuerdos de esa época. Y también era muy consciente de que solo sabía historias del lado blanco, por eso se mostraba precavida a la hora de hablar sobre España. A Laha no pareció molestarle que una descendiente de aquellos colonizadores tuviera interés en saber más del pasado.
—¡Por eso fuiste a visitar Sampaka! —exclamó él—. Iniko me contó que buscabas documentos antiguos, de cuando tu padre trabajó allí. ¡Ha llovido mucho desde entonces! Me imagino que verás las cosas muy diferentes de como te las han contado…
—Pues sí, muy diferentes —repuso ella, fingiendo decepción—. De momento no he visto ni salacots, ni machetes, ni sacos de cacao.
Laha se rio y Clarence se alegró de que tuviera sentido del humor. Eso quería decir que podría hablar de muchos temas con él.
—No sé si sabes —dijo él—, que Malabo se llamaba Ripotò o lugar de los extranjeros en bubi. ¡Menos mal que tu padre eligió uno y no otro! Bueno, si tu padre te puso el nombre de este lugar, es porque realmente sentía algo por él.
—Te voy a decir una cosa, Laha. Todos los que he conocido, y son bastantes, que vivieron en esta isla y que aún están vivos para contarlo coinciden en una cosa: todos admiten que siguen soñando con ella.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Y se les llenan los ojos de lágrimas cuando lo dicen.
Laha asintió con la cabeza como si comprendiera en el fondo de su corazón lo que quería decir.
—Y ellos no habían nacido aquí… —Interrumpió su comentario con mirada triste.
A Clarence le vino a la mente algo que había leído sobre los blancos, de los que nadie hablaba, que sí habían nacido allí y se sentían de allí; blancos que no habían elegido dónde nacer y que habían sido obligados a marcharse de la que consideraban la tierra de su infancia, perdiendo la posibilidad de revisitar los primeros lugares que habían visto sus ojos… Pero no dijo nada porque era improbable que Laha se estuviera refiriendo a ellos.
—¡Imagínate lo que sienten los que viven en el exilio…! —Laha se interrumpió de nuevo tras un leve suspiro—. Bueno, ya hemos llegado. Espero que encuentres lo que buscas, pero no te hagas ilusiones. En los países con graves carencias, la educación se encuentra al final de la lista de cuestiones a mejorar.
Ella asintió, pensativa. Caminaron en silencio hacia los edificios de paredes blancas con arcos bajo tejados rojos rematados con estrechos aleros verdes que conformaban el recinto de la universidad, lleno de parterres de césped brillante salpicados de palmeras y delimitados por senderos de tierra batida. Cuando llegaron a la puerta del edificio principal, Clarence dijo:
—Dime una cosa, Laha. Me imagino la respuesta, pero por estar segura. Tu hermano y tú, ¿sois bubis o fang?
—Bubis. ¡Menos mal que me lo has preguntado a mí y no a Iniko! —Laha se rio—. Él te hubiera respondido en tono ofendido: «¿Acaso no es obvio?».
En los siguientes días, Laha fue el anfitrión perfecto para Clarence. Por las mañanas, se dedicaban cada uno a su trabajo. Mientras él revisaba las instalaciones petroleras, Clarence buscaba viejos documentos sobre la historia de Guinea, tanto en la biblioteca de la universidad como en las otras de la ciudad, especialmente en la del Centro Cultural Hispano-Guineano y la del Colegio Español del barrio Ela Nguema, con la débil esperanza de encontrar algo útil sobre la época que le interesaba, fuesen censos, fotografías o testimonios. Por las tardes, Laha la llevaba a conocer diferentes rincones de la ciudad y terminaban conversando tranquilamente en alguna terraza frente al mar. Por las noches, quiso que conociera restaurantes de comida típica del país, pero a los dos días Laha tuvo claro que ella se inclinaba más por los pescados y mariscos del Club Náutico y la comida italiana del Pizza Place que por los enormes caracoles que ofrecían en muchos locales.
Sí, realmente Clarence estaba disfrutando de unas verdaderas vacaciones, pero también era consciente de que los días pasaban deprisa y ella no avanzaba absolutamente nada en el motivo principal de su viaje.
Tampoco sabía por dónde seguir.
Recordó que Fernando Garuz le había dicho que se iría de viaje en breve y pensó que debería volver a Sampaka. Tal vez se le hubiera pasado algo… Con un poco de suerte, se podría tropezar con Iniko y preguntarle por su infancia, ya que no se había dignado quedar con ellos ninguna de esas tardes. De Laha no había obtenido mucha información porque él apenas se acordaba de la finca. Era seis años más joven que su hermano y sus primeros recuerdos eran del colegio de Santa Isabel y de su casa en la ciudad. Clarence había llegado a la conclusión de que los primeros años de vida de ambos hermanos habían sido diferentes, pero todavía no se había atrevido a profundizar más en el tema. Solo una vez le había preguntado a Laha por Iniko, en un tono casual, y él le había dicho que su trabajo como representante de algunas empresas de cacao le obligaba a viajar mucho por la isla. Por eso se habían conocido en Sampaka: Iniko hacía de contable y se encargaba de pagar a los agricultores bubis.
El jueves por la noche, Clarence decidió no posponerlo más y quedar de nuevo con Fernando. Sin embargo, cuando lo llamó desde su habitación, él lamentó muchísimo comunicarle que había tenido que cambiar sus planes y que al día siguiente partía para España por motivos familiares urgentes y que no sabía si regresaría antes de que ella se marchara de Bioko. No obstante, le dijo, tenía su permiso para visitar la finca cuantas veces quisiera, y había dejado encargo de que le enseñasen todas las instalaciones. Ella se lo agradeció y le deseó un buen viaje.
Clarence cerró con demasiado ímpetu el cuaderno donde había anotado el número de teléfono de Fernando y la nota causante de su visita a Bioko voló por los aires. Se agachó a recogerla y su mirada se detuvo en una frase:
… Volveré a recurrir a los amigos de Ureka…
Suspiró. Ni siquiera se había atrevido a contratar una excursión a Ureka.
Desde luego, pensó decepcionada, como investigadora privada no se ganaría la vida.
Al día siguiente, Laha llamó para decirle que su madre los invitaba a cenar esa misma noche en su casa, a ellos y a Iniko.
Clarence se olvidó rápidamente de la desilusión de las últimas horas y su mente se puso de nuevo en movimiento. Solo deseaba que a la madre de Laha e Iniko, como a todas las personas mayores, le gustara contar sus recuerdos, especialmente los de la finca Sampaka. Según sus cálculos sobre la edad de Iniko, su vida allí se remontaría a los años sesenta. Tal vez incluso hubiera conocido a su padre. Un gusanillo de urgente expectación recorrió su estómago todo el día.
No terminaba de decidir qué ropa ponerse. Quería ir arreglada pero informal. No sabía nada de la madre de Laha y no quería parecer ni demasiado sencilla ni demasiado exagerada. Una impertinente vocecilla interior le preguntó si su preocupación por la imagen no estaría motivada en realidad por la presencia de Iniko en la cena. Frunció los labios y optó por la comodidad de unos pantalones tejanos de color crudo y una camiseta blanca con pedrería cuyo escote sabía que le favorecía. Dudó si llevar el pelo suelto o recogido en una trenza y eligió lo segundo, más sencillo para una cena con la madre de unos amigos. Si es que se podía considerar a Iniko un amigo…
La casa de la madre de Laha e Iniko era una modesta edificación de poca altura en una urbanización que parecía de los años sesenta en el barrio de Los Ángeles. Se notaba que, en su momento, había sido moderna, pero necesitaba una renovación. Sin embargo, el interior de la vivienda, con muebles de estilo colonial, le resultó muy acogedor. Todo estaba muy limpio, ordenado y decorado con objetos y pinturas africanas de una forma sencilla y elegante. En cuanto Clarence conoció a la madre de Laha, supo de dónde provenían su sencillez y elegancia.
Aún se estaban saludando cuando se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y un hombre entró como un huracán en el salón. Iniko besó a su madre, dio una palmada en el hombro a su hermano y, para sorpresa de la joven, abrió la boca y dijo, con voz grave:
—Hola, Clarence.