XVI

RIBALÁ RÉ RIHÓLÈ

MATRIMONIO POR AMOR

De camino a Bissappoo, Kilian iba pensando en el privilegio que suponía para él asistir a la fiesta de nombramiento de un nuevo jefe bubi. En más de una ocasión, José le había confesado su pena por que las nuevas generaciones de su tribu se estuvieran relajando en el cumplimiento de las tradiciones. La influencia española en la educación y en la vida diaria de la isla era la principal causante de ello, pero José añadía que los propios jóvenes ya no escuchaban las palabras de los ancianos como antaño, y que, algún día, habrían de lamentar el desconocimiento de muchas de sus costumbres.

La ceremonia que iba a presenciar era especial porque aunque la metrópoli se había inmiscuido en la vida tribal hasta el extremo de nombrar a los jefes de poblado y crear la figura del administrador español de las aldeas indígenas, en Bissappoo seguían preservando sus costumbres y nombrando a su propio jefe, aunque solo fuese por defender el valor simbólico de lo que una vez fueron. Quizá era de los pocos poblados que conservaban sus tradiciones prácticamente intactas. Y desde luego, si había un joven que contribuía a que así fuera ese era Simón, que ahora los guiaba con una celeridad y energía que ese día sorprendía a todos.

Kilian conocía el trayecto a Bissappoo de memoria. La senda entre palmeras. El riachuelo. El bosque de cedros. La pendiente en ascenso. Había subido al poblado al menos veinte veces en los años que llevaba en Fernando Poo. Ya no tenía que seguir los pasos de José ni esperar a que este desbrozase la maleza con su machete. Sabía con certeza que, incluso en la oscuridad de la noche, encontraría el camino.

No obstante, en esa ocasión prefirió ir en último lugar, justo detrás de Bisila, admirando el movimiento de su cuerpo.

Llevaba un ligero vestido estampado con pequeñas hojas verdes, fruncido a la cintura y abotonado por delante, que le llegaba por la rodilla, y unas sandalias blancas. Al caminar por las zonas más escarpadas, Kilian podía percibir como la tela se le pegaba al cuerpo y marcaba sus formas. Bisila se daba cuenta de que el silencio de él se debía a su presencia y, por eso, giraba la cabeza de cuando en cuando y le lanzaba una sonrisa.

Kilian pensaba que era un privilegio para él asistir a la fiesta de nombramiento de un jefe bubi, en contra de la opinión de Jacobo, que le había criticado por querer participar en un acto que no hacía sino dar alas al sentimiento independentista. Pero su hermano no podía saber que la verdadera razón de la ilusión de su escapada a Bissappoo era otra. Lo que realmente satisfacía a Kilian era la posibilidad de disfrutar de la compañía de Bisila durante unas largas horas sin las prisas y los nervios de los encuentros forzadamente casuales.

A poca distancia de Bissappoo, justo después de atravesar la buhaba, divisaron un gran número de personas que esperaban con nerviosismo la llegada del nuevo jefe, bajo el arco de madera escoltado por los dos árboles sagrados que hacía las veces de umbral del poblado y que, ese día, lucía especialmente engalanado con todo tipo de amuletos. Simón se marchó corriendo, alegando que tenía que cambiarse. José comenzó a saludar a unos y otros. Todos se habían vestido y adornado a la vieja usanza: los hombres portaban enormes sombreros de paja con plumas de gallina; las mujeres lucían largas sartas de cuentas de cristal, conchas y vértebras de serpiente en los brazos, las piernas y el cuello. La mayoría se habían untado con la pomada ntola, a cuyo fuerte olor se había acostumbrado Kilian.

Bisila aprovechó el jaleo para explicarle con todo detalle a Kilian lo que ya había sucedido hasta ese momento. Se acercó a él lo suficiente para que sus hombros se rozaran, pero se aseguró de que, ante los ojos de los demás, la postura pareciese la natural en alguien que ilustra a un extranjero, levantando de cuando en cuando la mano en el aire para señalar aquí y allá.

—El ritual de elección y coronación de un nuevo jefe —comenzó a explicar— sigue unas reglas tan estrictas como el de entierro y duelo del jefe anterior, aunque algunas cosas han sido modificadas, como la antigua costumbre, según cuentan los ancianos del lugar, de quemar el poblado del jefe muerto.

—¿Te imaginas quemar Santa Isabel si falleciera el alcalde? —bromeó él.

Bisila se rio y aumentó la presión del hombro.

—Una vez elegida la fecha para la ceremonia, se construye una vivienda para que el nuevo jefe y sus principales mujeres vivan durante una semana…

—Muy curioso… —la interrumpió él de nuevo, lanzándole una ávida mirada— y agotador…

—… Al cabo de la cual —continuó ella sin hacer caso de su comentario, pero con una sonrisa en los labios— se sitúa al nuevo botuku bajo la sombra de un árbol, consagrado a las almas de los anteriores batuku fallecidos. Allí invocamos a las almas, a los espíritus, a los morimó o barimó del otro mundo para que bendigan y protejan al nuevo jefe, y que este nunca mancille el honor y la memoria de los que ocuparon el trono antes. También sacrificamos una cabra y con su sangre untamos el pecho, los hombros y la espalda del nuevo jefe. Luego, el rey tiene que trepar a lo alto de una palmera con arcos de madera en los pies y realizar las operaciones para extraer el vino de palma y cortar los racimos de los que se obtiene el aceite de palma. Y, por último, lo llevamos a la playa o a un río, donde lavamos su cuerpo para purificarlo de todas las manchas de su vida anterior, lo untamos de ntola y lo vestimos antes de regresar en procesión al pueblo, cantando con entusiasmo y felicidad y bailando el balele o baile ritual.

La voz de Kilian se convirtió en un susurro:

—Me encantaría que tú sola me nombrases botuku. Me gusta especialmente la parte del baño en el río y tus manos untándome de ntola, pero me costaría subir a una palmera, a no ser que tú estuvieras esperándome arriba…

Bisila se mordió el labio inferior. Le suponía un gran esfuerzo mantener la compostura cuando lo que deseaba era lanzarse a sus brazos riendo abiertamente para que todos supieran lo feliz que se sentía.

La gente comenzó a apiñarse frente a la nueva casa del jefe. Ellos se quedaron donde estaban, situados discretamente tras los presentes. Un murmullo indicó que el jefe salía en dirección a la plaza pública. Debido a la distancia que los separaba, Kilian no pudo distinguir las facciones del rostro del padre de Simón, un hombre de baja estatura, anchos hombros y recios muslos. Pero sí apreció que todo su cuerpo estaba decorado con unas conchas blancas llamadas tyíbö, que habían servido de moneda bubi en tiempos remotos. Las conchas habían sido ensartadas a modo de brazaletes y aros para los brazos y las piernas y para formar un cinturón del que colgaba una cola de mono.

El nuevo botuku anduvo unos metros acompañado por los gritos entusiastas de sus vecinos y se sentó en un rudimentario trono de piedra donde le colocaron una corona de cuernos de cabra, plumas de faisán y loro en la cabeza, y un cetro en la mano derecha que no era sino una caña, con una calavera de cabra insertada, de la que colgaban cuerdas con conchas. Todos, incluso Kilian, emitieron un sonido agudo para expresar su alegría y excitación.

Cuando Kilian gritó como uno más, sintió los suaves dedos de Bisila abrazar los suyos y él respondió acariciando su palma con el pulgar, memorizando sus pliegues y saboreando con el tacto los huecos entre sus dedos.

Un hombre viejo se acercó al jefe y le colocó las manos sobre la cabeza y murmuró una oración en la que lo instaba a actuar y honrar a los anteriores jefes. Terminó su sermón con una frase que Kilian repitió en voz baja después de que Bisila la tradujera:

—No beberás otra agua que no sea de las montañas o de la lluvia.

Meditó sobre ella. Para alguien que provenía de un valle rodeado de altas cumbres también tenía un sentido especial. Para él no había agua más pura que la de la nieve derretida.

Bisila apretó su mano con más fuerza antes de soltarla por precaución. Como pudo, él centró de nuevo su atención en la ceremonia con el corazón palpitante. Un grupo de hombres escoltaban al nuevo jefe. Iban vestidos de guerreros, armados con largas lanzas dentadas de hoja ancha y enormes escudos de piel de vaca. Todos eran de constitución robusta y musculosa y la gran mayoría lucía escarificaciones en diversas partes del cuerpo. Se habían teñido con barro rojizo el pelo, que, en algunos, caía formando diminutas trenzas como las de Bisila.

Ella señaló a dos de ellos.

—¡Mira quién está allí!

A Kilian le costó distinguir a Simón. ¡Se había vestido como los antiguos guerreros! Era la primera vez que veía con sus ojos a guerreros africanos, pues hacía años que las batallas habían terminado y solo se vestían así en ocasiones tan especiales como aquella.

—A pesar de su juventud —comentó Bisila—, Simón es un buen guardián de las costumbres de nuestro pueblo.

—¿Y quién es el que está a su lado?

—¿No te acuerdas de mi hermano Sóbeúpo?

—¡Pero si era un niño hace cuatro días! Y míralo ahora. Parece todo un hombre.

—Sí, Kilian. El tiempo pasa muy deprisa…

«Sobre todo cuando estamos juntos», pensaron ambos.

La ceremonia terminó y comenzó la fiesta que, según dijo Bisila, duraría una semana, en la que no harían más que comer, beber y bailar un balele tras otro.

—Lástima que no podamos quedarnos tanto tiempo —se lamentó él.

—Entonces, tendremos que aprovechar el que tenemos —repuso ella.

Durante el banquete, Kilian y Bisila se mantuvieron prudentemente separados, aunque, cada poco tiempo, hacían ver que contemplaban la escena para buscarse con la mirada. Junto a José, sus hijos varones y otros hombres, Kilian comió carne de cabra con ñame y bangásúpu o salsa de banga, y bebió topé, el vino de palma, y coñac.

Entre risas, José consiguió que Kilian se descalzase e intentase imitar el baile de los hombres, cosa que no le resultó nada fácil, porque no tenía ni el ritmo africano ni ningún otro metido en el cuerpo. No obstante, agradeció que los bailes bubis fueran más pausados que las danzas tremendamente vistosas, agitadas y eróticas de los braceros.

Con los ojos cerrados, consiguió ablandar el cuerpo y sentir el ritmo sincopado de las campanas guiando sus pies. Un súbito escalofrío hizo que abriera los ojos de repente y se girara. No muy lejos de él, descubrió la mirada transparente de Bisila, brillando por el reflejo de las llamas de una hoguera, clavada en él. Sin apartar la vista de la hechizante imagen, se concentró en bailar lo mejor posible, sin rigidez ni exageración, sino como uno más de los hombres que lo acompañaban. Sus esfuerzos fueron recompensados por la sonrisa de aprobación que ella mantuvo en los labios hasta que el baile cesó y Kilian rehusó continuar con otro. A pesar de que su cuerpo y su cabeza comenzaban a avisarle de que no resistía grandes cantidades de vino de palma, aceptó un último cuenco de manos de José y comenzó a pasear sin rumbo, saludando a unos y otros, tal como había comenzado a hacer Bisila, con el objetivo de conseguir unos segundos junto a ella.

A su mente acudieron imágenes de las fiestas en Pasolobino: los hombres trepando por un tronco muy alto colocado para la ocasión en la plaza, el baile al ritmo de las castañuelas adornadas con cintas de colores, la música de la orquesta, el paseo del santo en procesión…

Se dio cuenta de que últimamente pensaba muy poco en Pasolobino y sus habitantes. Y no solo eso. ¡Apenas los echaba de menos! ¿Desde cuándo era así? Estaba seguro de que desde que su vida había comenzado a girar en torno a los encuentros con Bisila.

Incluso su propia madre le había recriminado por carta que las que él escribía eran cada vez más cortas, más escuetas, y giraban única y exclusivamente en torno a temas de gestión de Casa Rabaltué. Eran cartas en las que Kilian daba instrucciones de cómo emplear el dinero que enviaban los hermanos.

Jacobo le había hecho algún comentario al respecto, quizá porque Mariana le había escrito preocupada por Kilian, pero no había profundizado en el tema porque él mismo estaba demasiado ocupado con el trabajo, sus amigos y las fiestas como para prestar atención a lo que Kilian hacía en su tiempo libre, que no era mucho. Hacía años que no compartían las mismas diversiones ni amistades. Habían hecho un trato justo: como a Kilian no le gustaban los amigos de su hermano, y a Jacobo no le agradaban las compañías indígenas del suyo, cada uno llevaba su vida y no se inmiscuía en la del otro.

Además, a Jacobo jamás se le hubiese ocurrido que Kilian se estuviese enamorando de una mujer negra, porque para él las mujeres negras servían para divertirse con ellas, no para enamorarse. Aun en el caso de que supiese que su hermano se estaba encaprichando de alguna, aseguraría con contundencia que la historia no tenía futuro porque, antes o después, se irían de Fernando Poo. Era cuestión de tiempo. Y Jacobo no conocía a ningún hombre blanco que se hubiese llevado a su amante negra a la Península.

Kilian cerró los ojos y dejó que los cantos africanos, el olor de la comida y el sabor del vino de palma se apoderaran de sus sentidos para no pensar en otra cosa que no fuera ese instante y ese lugar.

Llegarían otros días duros de trabajo y de decisiones, pero, en ese momento, estaba en algún punto de África compartiendo unos días de fiesta con personas a las que había cogido cariño.

En ese momento tenía a Bisila a su lado. No necesitaba nada más.

Estaba muy oscuro cuando Kilian se retiró a la cabaña que habían preparado para el único hombre blanco de la fiesta, una fiesta que continuaba con la misma intensidad de las horas anteriores. Había decidido desaparecer discretamente antes de que, como había sucedido otras veces, el alcohol lo dejara fuera de combate, y después de que Bisila se despidiera de todos mostrando evidentes signos de cansancio. Durante la media hora de su ausencia, a Kilian lo había invadido una terrible sensación de soledad tras todo un día disfrutando de su presencia, y le había tentado ahogar su pena en el topé. Afortunadamente, el sentido común había acudido al rescate, alegando que los otros sentidos deseaban estar despejados para lo que pudiera pasar, si es que existía alguna posibilidad, pensó con amargura, de que pudiera pasar algo más con Bisila, aparte del insuficiente flirteo al que las circunstancias les obligaban.

Al pasar por la puerta, sintió un dolor punzante en el pie derecho. Bajó la vista y vio que se había cortado con algo y que empezaba a manar abundante sangre de la herida. Entró y buscó un trozo de tela con la que taparse el pie y cortar la hemorragia. La visión de su propia sangre hizo que comenzara a sentirse mareado y se sentó un tanto aturdido.

La puerta se abrió y para su alivio vio que entraba Bisila.

Un sonido de admiración escapó de su garganta.

Se había quitado el vestido europeo y se había adornado con conchas y cuentas de cristal como las otras mujeres bubis. Su cuerpo brillaba por los afeites rojizos y ocres con los que se había untado. Debían de ser especiales, pensó Kilian, porque no olían como la típica pomada ntola. Llevaba una tela de colores enrollada al cuerpo que se pegaba como una segunda piel.

Bisila sintió que un agradable calor se apoderaba de su cuerpo ante la intensa mirada de Kilian, pero enseguida vio la herida y se arrodilló para observarla de cerca.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, mientras cogía el pie suavemente entre sus manos.

—Siempre acabo arrodillada ante ti —bromeó.

Kilian sonrió.

—He pisado algo al entrar. He sentido cómo se clavaba en la carne y ha empezado a salir sangre a borbotones.

Bisila se dispuso a curarlo. Humedeció la tela en un cuenco de agua y le lavó la herida con mucho cuidado.

—Te has clavado un vástago de palmera.

Kilian abrió los ojos, sorprendido.

—¿Quieres decir que hay una palmera creciendo justo en medio de la puerta?

—Creía que sabías que en los umbrales de las casas ponemos conchas de Achatina con agujeros por los cuales hacemos pasar vástagos de palmera.

—¿Y para qué hacéis eso, si puede saberse?

Bisila le respondió sin levantar la vista del vendaje que le estaba aplicando.

—Para guardarnos del diablo cuando vaga por las proximidades. Al tocar una de esas conchas con sus garras retrocede inmediatamente.

Kilian echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada.

—¡Pues Satanás debe de tener los pies muy delicados si creéis que unas conchas y unos palitos pueden detenerle!

Bisila apretó la venda con fuerza.

—Cuidado, Kilian. Estas cosas no deben tomarse a broma. Y, por cierto, solo ha sido necesario un débil vástago para tumbarte a ti…

Kilian se incorporó y la miró directamente a los ojos.

—No pretendía reírme de ti. En Pasolobino también hay gente que todavía coloca patas de cabra o de aves rapaces para mantener alejados a los espíritus malignos y a las brujas. Es solo que me he imaginado al diablo emitiendo un «¡ay!» de dolor como yo he hecho y me ha resultado gracioso…

En silencio, Bisila encendió el fuego situado en medio de la vivienda, extendió la gruesa esterilla sobre las pieles de ciervo que había en el suelo y colgó la mosquitera de manera que abarcase toda la longitud del improvisado lecho.

Entonces, clavó su mirada en la de Kilian, permitió que la tela que cubría su cuerpo se deslizara hasta el suelo, se giró, se tumbó sobre la esterilla y extendió el brazo para indicar a Kilian que acudiera junto a ella.

Kilian se levantó sin apartar la vista del cuerpo de Bisila.

Le pareció mucho más hermoso de lo que se había imaginado. La maternidad había proporcionado a sus pechos una rotundidad que ocultaban muy bien las camisas blancas que solía llevar. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Se acercó a ella, se tumbó a su lado y puso su brazo izquierdo a modo de almohada para que Bisila se acurrucase junto a él.

Kilian deslizó la mano derecha por su costado hasta llegar a la cintura, se detuvo en la cadera y regresó por el vientre hacia su pecho. Repitió el gesto varias veces para convencerse de que realmente Bisila estaba entre sus brazos. Su piel era suave y tersa. La blanca mano de él resaltaba sobre la piel oscura de ella. Incomprensiblemente, se sentía nervioso. Tenía experiencia con las mujeres, pero Bisila era especial.

Cuando ella sonreía, él se olvidaba de todo.

Bisila aspiraba el aroma del hombre sobre el que se apoyaba. Deseaba impregnarse de ese olor que había deseado durante tanto tiempo. Sentía que su corazón latía de una manera diferente, alegre y expectante. Esa noche no tendrían prisa, ni hablarían midiendo las palabras porque estaban, al fin, solos.

El futuro no importaba.

Mosi no importaba.

—Al final estamos juntos, tú y yo, la nieve y el cacao —dijo Kilian, con voz ronca—. No sabes la de veces que me he imaginado este momento.

Bisila levantó la cabeza hacia él y lo miró con sus enormes ojos.

—Yo también. Deja que esta noche te honre como a un verdadero jefe. Mi cuerpo no es virgen, pero mi corazón sí. A ti te lo entrego. A ti te rindo homenaje.

Kilian se sintió conmovido por las palabras de Bisila. Inclinó la cabeza y posó sus labios sobre los carnosos labios de ella.

—Esta noche tú serás mi reina —murmuró—. Más que eso. Tú serás mi waíríbo, la guardiana de mi espíritu.

Los dos cuerpos se acoplaron a la perfección, como si fuera el predecible resultado de una larga espera durante la cual se habían tenido que conformar con miradas, palabras, besos rápidos y prometedoras caricias. Por fin podían sentir el calor del contacto de la piel dentro de la piel y la refrescante humedad del aliento más profundo en todos los recovecos de sus organismos.

Ambos habían estado con otros cuerpos, pero nunca antes habían entregado el alma.

Ahora sí. Desde hacía mucho tiempo, sabían exactamente que eso era lo que deseaban.

Un largo rato después, todavía se escuchaban cantos, aunque con menor intensidad. Kilian supuso que la mayoría de los habitantes se habrían retirado a descansar para poder resistir los siguientes días de fiesta. Pronto Bisila tendría que regresar a su cabaña para no levantar sospechas.

La espalda de Kilian reposaba sobre el vientre de Bisila y su cabeza se acomodaba entre sus pechos. Ella le acariciaba el cabello con movimientos constantes y delicados y, de vez en cuando, se inclinaba sobre su frente y apoyaba los labios en ella. Él se sentía en la gloria, aunque no podía quitarse una preocupación de la cabeza.

—Es injusto esto de tener que escondernos —dijo con voz somnolienta—. No sé si podré disimular cuando te vea.

—Tendremos que tener más cuidado todavía —dijo ella, incorporándose—. Ahora soy una adúltera.

La palabra cayó como una tonelada de sacos de cacao sobre ambos. Bisila pertenecía a Mosi. Y aquello era algo que no tenía remedio. No solo eso: si alguien los descubriera y acusara, Bisila sería duramente castigada. Era un riesgo que habían asumido, pero ella siempre tendría las de perder.

—En esto no hay mucha diferencia entre tu país y el mío —admitió Kilian—. Un hombre puede tener varias mujeres y no pasa nada, pero si se descubre que una mujer le es infiel al marido, solo puede esperar el infierno, en todos los sentidos.

—Cuando era pequeña, para asustarnos, nos contaban que a las adúlteras se las colgaba de un árbol y se les ataban piedras en los pies para aumentar su tormento, o que se les cortaban las manos, e incluso que se las enterraba vivas dejando la cabeza fuera para que las alimañas se la comieran. —Kilian se estremeció al imaginar las escenas—. Sin embargo, a diferencia de otras tribus, aquí, y según la tradición bubi, cuando una mujer enviuda y cumple con rigor los rituales del duelo, entonces sí puede tener todos los hombres que quiera, pero no puede casarse de nuevo.

Kilian no pudo evitar sonreír.

—Si tú fueses mi mujer, no desearía compartirte con nadie.

Bisila deslizó las manos sobre el pecho de Kilian y las posó sobre su corazón.

—Tendremos mucho cuidado —murmuró—. Será nuestro secreto. No podemos aspirar a más. Pero esto es mucho más de lo que yo soñé conseguir.

Kilian cogió sus manos entre las suyas y se las acercó a los labios para besarlas.

—Yo aún sueño con más, mi dulce waíríbo, mi guardiana —dijo en un susurro.

Bisila emitió un gemido. La noche había engullido todos los sonidos. En el poblado reinaba la calma más absoluta. Debía irse. Apartó con cuidado la cabeza de Kilian y extendió el brazo para coger la tela de colores. Se puso de rodillas y se envolvió con ella. Kilian se tumbó de costado y flexionó un brazo para apoyar la cabeza sobre el codo. No dejaba de mirarla y de acariciarle los muslos. Bisila detuvo sus movimientos con las manos, se inclinó para besarlo una vez más y se incorporó. Antes de salir sigilosamente se giró para lanzarle una última mirada y decirle:

—Pase lo que pase, Kilian, no olvidaré esta noche. —Un soplo de aire fresco invadió la estancia y transportó las palabras que él juraría que había escuchado cuando ella se alejaba—: Siempre estaré contigo.

Semanas después, Bisila cerró la puerta de la habitación de Kilian con cuidado de no hacer ruido, se aseguró de que llevaba el vestido bien abrochado y caminó por el pasillo, ensimismada por las sensaciones de su último encuentro con él. Giró a la izquierda, en dirección a la escalera, y se detuvo en seco. ¿Había escuchado una voz?

Se retiró unos pasos, pegó su cuerpo a la pared y prestó atención.

Nada. Habrían sido imaginaciones suyas. La posición de la luna indicaba que era más tarde que otras noches. Y, entre semana, todos los empleados dormían a esas horas. Bajó los peldaños agarrada a la barandilla para compartir con ella el peso de su cuerpo y amortiguar el ruido de sus pisadas, como si eso le fuera a servir de mucha ayuda, pensó, en caso de que se encontrase con alguien. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Sabía que era arriesgado desplazarse a la habitación de Kilian, pero ¿qué otra opción tenían?

Desde la ceremonia de nombramiento del padre de Simón como jefe, habían continuado viéndose a escondidas. Él se acercaba al hospital con diversas excusas como recoger una medicina, tomarse la tensión, o visitar a un bracero enfermo justo a la hora en que ella terminaba su turno. Hacían el amor apresuradamente, sin apenas hablarse, en un pequeño cuarto trastero donde guardaban viejas camas que se había convertido en su incómodo nido de amor y en el que nadie entraba a esas horas.

No obstante, ambos preferían aquellas otras ocasiones en las que, aprovechando que tenía turno de noche, Bisila acudía a la habitación de Kilian amparada por la oscuridad. Y precisamente por eso, ella solicitaba con mayor frecuencia trabajar de noche, algo que Mosi aceptaba con conformidad porque pagaban mejor. Entonces podían yacer cómodamente, aunque entre susurros, en la cama de Kilian y disfrutarse con menos miedo a ser descubiertos que cuando estaban en las dependencias del hospital.

Llegó al final de la escalera, atravesó el porche de columnas blancas y caminó pegada a la pared mirando a su derecha y al frente para asegurarse de que el patio principal estaba vacío. No se veía ni un alma. De repente, una puerta, al abrirse, la golpeó con tanta fuerza que se tambaleó. Emitió un grito y se llevó la mano a la cara.

—¡Por todos los santos! ¿Pero de dónde sales a estas horas, muchacha? —Lorenzo Garuz se imaginaba la respuesta. No le hacía mucha gracia que los empleados permitiesen a sus amigas que los visitasen en los dormitorios de la finca, pero después de tantos años en ese clima, había aprendido que lo mejor era simplemente no hablar del tema.

—¡Bisila! —José se acercó a su hija y estudió su rostro.

—¿Te has hecho daño? Es mi hija —explicó—. Trabaja de enfermera con don Manuel.

El gerente entornó los ojos para analizar sus facciones.

—¿Y qué estás haciendo por aquí en plena noche?

Bisila tragó saliva mientras buscaba una excusa plausible. Desde luego, a esas horas realmente no le serviría el argumento de que buscaba a su padre. Dos hombres más salieron del cuarto y reconoció a Jacobo y a Mateo. El rostro de José pasó de la preocupación a la curiosidad. La misma que sentían los demás. Las piernas comenzaron a temblarle. Respiró hondo y respondió con toda la serenidad de la que fue capaz:

—Me han mandado aviso de que Simón no se encontraba bien, ni siquiera para caminar hasta el hospital. —Hizo una pausa que aprovechó para agradecer mentalmente que una nube cubriera la luna y la oscuridad fuera casi completa. Así no podrían ver las marcas de la mentira reflejadas en sus ojos.

—¿Simón? —preguntó Jacobo con extrañeza—. Lo he visto a la hora de la cena y estaba como siempre.

—No podía parar de vomitar. Le habrá sentado mal algo. Pero creo que mañana estará bien. Estas cosas, las indigestiones, solo duran unas horas. Si no les importa, debo regresar a mi trabajo. —Bisila miró a su padre y le dedicó una encantadora sonrisa—. Buenas noches, papá.

La nube se alejó de la luna, que volvió a iluminar claramente a Bisila y a los hombres. Garuz y Mateo se sorprendieron de la inusual belleza de la hija de José; Jacobo recordó que había sido ella quien le había cosido la herida de la mano, y José mantuvo el ceño fruncido. ¿Eran imaginaciones suyas o su hija irradiaba últimamente una extraña felicidad? Ni siquiera después del nacimiento de Iniko la había visto así, tan deslumbrante, tan rebosante de satisfacción…

Bisila continuó su camino con el paso ágil que le marcaba el alivio de haberse salvado de la situación por poco. Por unos segundos, con el corazón detenido en el pecho, había temido que Simón fuera el siguiente en aparecer tras Jacobo y Mateo. Afortunadamente para ella, no había sido así. Pronto, por la mañana, antes de retirarse a descansar, acudiría en su busca para pedirle que mintiera si alguno de los cuatro le preguntaba. Simón haría eso por ella y mucho más. Eran buenos amigos desde la infancia y se tenían mucho aprecio. Suspiró con el ánimo reconfortado y recuperó las imágenes de su encuentro con Kilian.

José se quedó pensativo, pero no comentó nada. ¿Había ido su hija a visitar a un enfermo sin llevar su pequeño maletín de material médico?

A la mañana siguiente, José fue el primero en ver a Simón, mucho antes de que Bisila pudiera encontrarse con él.

—¿Cómo estás del estómago? —le preguntó sin rodeos.

—¿Del estómago? —preguntó a su vez Simón, sorprendido.

José resopló.

—Si alguien te pregunta, di que ya se te ha pasado la indigestión gracias a los consejos que anoche te dio Bisila, ¿de acuerdo?

—¿Puedo preguntar por qué debo mentir? Ya sabes que por ti y por Bisila haría cualquier cosa, pero tengo curiosidad…

José elevó los ojos al cielo. ¿Qué extraños motivos movían a los espíritus? ¿Acaso se habían vuelto locos? ¿No bastaba con que estuviese preocupado por el futuro de los suyos? ¿Por qué añadir otra preocupación? ¿Es que no había cumplido él con todas sus obligaciones hacia ellos? El mundo se estaba volviendo un lugar complicado.

—No te diré más —dijo con voz queda.

Con uno que sospechase lo que estaba pasando, era más que suficiente.

—Creo que Ösé sabe lo nuestro.

Kilian apuró su cigarrillo antes de apagarlo en el cenicero que había sobre la mesilla. Bisila yacía recostada sobre su brazo. Levantó la vista hacia él y dijo sin el menor asomo de preocupación:

—Es su… —Kilian titubeó— silencio el que me hace sospechar que sabe algo. Ya no nos vemos ni hablamos tanto como antes y ni me ha preguntado ni me ha hecho ningún comentario recriminatorio.

Bisila le acarició el pecho.

—¿Y eso te inquieta?

Kilian sopesó sus palabras antes de responder:

—Me entristecería mucho que pensara que le he ofendido. —Se atusó el pelo y miró al techo—. ¿Y a ti? ¿No te preocupa?

—Creo que, en otras circunstancias, se alegraría de tenerte como yerno.

—Tal vez sería prudente salir con los demás, no sé, dar alguna vuelta por el casino con Mateo y Marcial… Si tu padre sabe lo nuestro, otros pueden saberlo también y eso te coloca en una situación peligrosa.

—¡Él nunca diría nada! —protestó Bisila.

—Pero también está Simón —la interrumpió él—. No sé si podemos fiarnos. Ayer mismo me preguntó de malas maneras que qué parte del cuerpo me dolía para tener que ir al hospital de nuevo.

Bisila estalló en carcajadas.

—¿Y qué parte le dijiste que te dolía?

Se incorporó para situarse a horcajadas sobre él, se inclinó y comenzó a acariciarlo suavemente con los labios recorriendo con lentitud su cara: los ojos y los párpados, la nariz, las orejas, el labio inferior, la boca y el mentón, mientras le decía los nombres en bubi:

¿Dyokò, mö papú, mö lümbo, lö tó, möë’ë, annö, mbëlú?

Kilian se estremecía cuando ella le hacía eso y le susurraba en su lengua.

—No era allí donde me dolía —dijo con malicia, girándose hacia un lado de manera que ella tuviera que situarse detrás de él.

Bisila continuó con sus caricias, deslizando las manos por su espalda, su cintura, sus nalgas y sus piernas.

¿Attá, atté, matá, möësò?

Kilian se tumbó de espaldas, pasó el brazo por los hombros de Bisila y la atrajo hacia sí.

—No, Bisila —susurró—. Le dije que me dolía aquí.

Se llevó la mano al pecho.

Ë akán’völa. En mi pecho.

Bisila, complacida, le dedicó una amplia sonrisa.

—Lo has dicho muy bien. ¡Estás aprendiendo!

Kilian le devolvió la sonrisa y la miró con ojos encendidos.

—Ahora me toca a mí —dijo, colocándose sobre ella—. No quiero que olvides lo poco que sabes de mi lengua.

Comenzó a recorrer el cuerpo de Bisila con los labios:

Istos son els míos güells, els míos parpiellos, el mío naso, els míos llabios, la mía boca, el mío mentón… —Se deslizó para situarse tras ella y acariciarle la espalda, la cintura, las nalgas y las piernas—. La mía esquena, la mía cintura, el mío cul, las mías camas… —Subió su mano y la detuvo en el pecho de ella—. Iste ye el mío pit.

Bisila cogió su mano entre las suyas.

—¡Qué combinación más extraña! —dijo, pensativa—. Bubi y pasolobinés.

Kilian comenzó a mordisquearle la oreja.

—¿Y qué hay de malo en esta combinación? —susurró mientras le deslizaba la mano por el costado y por la cadera hacia el interior de los muslos.

Bisila se apretó todo lo que pudo contra el cuerpo de él. Kilian podía sentir el calor de su piel.

El calor de la piel de Bisila lo encendía en cuestión de segundos. Kilian notó la humedad que lo invitaba a entrar en ella.

Wë mòná mö vé —dijo Bisila lentamente, girándose para tumbarse de espaldas—. Creo que en tu idioma esto quiere decir algo así como Yes… un… bordegot… ¡borche!

Pronunció lentamente las palabras para asegurarse de que Kilian la comprendía. Kilian se detuvo, sorprendido. Ella aprendía mucho más rápido que él.

—Tú lo has dicho —dijo—. ¡Soy un chico malo! Pero ni la mitad de malo de lo que puedo ser…

Se incorporó y disfrutó de su cuerpo una vez más y ella disfrutó de él.

Más tarde, cuando ambos recuperaban el aliento uno en brazos del otro, Kilian emitió un suspiro y comentó:

—Desearía no tener que escondernos…

Bisila esbozó una tímida sonrisa. Al cabo de unos segundos dijo:

—Kilian… En otras circunstancias, ¿admitirías que soy tu mujer?

Él la obligó enérgicamente a que levantara la cabeza y la miró de manera intensa. Su voz sonó dura.

—Lo que más desearía sería salir a pasear contigo del brazo a la luz del sol, ir a bailar a Santa Isabel y tener nuestra propia casa, en donde esperaríamos al día en que los matrimonios entre españoles y guineanas fuesen permitidos…

Bisila parpadeó, tragó saliva y se atrevió a preguntar:

—¿Y no te importaría lo que dijeran de ti?

—La opinión de los blancos de aquí, si te refieres a eso, me importa bien poco, incluida la de mi hermano, quien, por cierto, está harto de acostarse con mujeres negras. Y el resto de mis familiares están tan lejos que, dijeran lo que dijeran, no podría oírlos.

La estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Pertenecemos a dos mundos muy diferentes, Bisila, pero si tú no estuvieras casada, te aseguro que todo sería diferente. Yo no tengo la culpa de que las leyes y las costumbres sean las que son. —Hizo una pausa—. ¿Y a ti te importaría lo que dijeran tus familiares?

Bisila se soltó de los brazos de Kilian. Se sentó para que él pudiera apoyar la cabeza sobre su regazo y le acarició el pelo mientras decía:

—Yo lo tendría más fácil. No estoy en otra tierra diferente a la que me vio nacer. No dejaría de ver a mi gente. Estaría contigo en mi propio lugar. Y mi padre daría encantado su consentimiento a un matrimonio por amor con un hombre al que quiere.

Deslizó sus pequeñas manos hacia las mejillas sin dejar de acariciarle. Kilian la escuchaba con los ojos cerrados, asimilando lo que ella trataba de decirle.

—Parece que mi situación es complicada porque estoy casada, pero, Kilian, si no lo estuviera, tu situación sí que sería difícil. Tú tendrías que elegir entre dos mundos, y tu elección estaría cargada de renuncias.

Kilian se quedó mudo ante las palabras de Bisila.

Ella siempre se percataba de cosas que él creía bien ocultas en algún lugar de su corazón. El hecho de que Kilian viviera sus días por y para Bisila no significaba que los lazos que lo ataban a Casa Rabaltué se hubieran disuelto como hilos de telarañas. Sabía perfectamente que no era libre del todo y que estaba atado a su pasado, de la misma manera que su padre Antón lo había estado y muchos otros antes que él. Por eso, en el lecho de muerte, Antón le había pedido que se hiciera cargo de la casa centenaria y todo lo que ello significaba, que no era sino una losa heredada generación tras generación; una losa con la que había que cargar y a cuyo peso no era tan fácil renunciar.

Su hermano Jacobo tenía la suerte de no sufrir por nada. Trabajaba y enviaba dinero a casa, sí, pero tenía claro que su relación con Guinea era meramente utilitaria y más pronto que tarde regresaría a España, pues, al fin y al cabo, ese era su sitio. No se cuestionaba siquiera la posibilidad de vivir en otro lugar que no fuera su país.

Sin embargo, para Kilian, Casa Rabaltué suponía una obligación moral que ponía trabas a su libertad para elegir dónde vivir y aumentaba su temor de que antes o después tuviera que regresar a ella.

Bisila sabía eso. Ella lo conocía mejor que nadie. Comprendía que los lazos que lo ataban a su mundo eran más fuertes que las cadenas; podían aflojarse un poco, pero, en cualquier momento, podían tensarse y apretar con más fuerza. Quizá no fuera él quien las apretara. Quizá fueran las propias circunstancias. O los espíritus y sus razones. Tal vez por eso Bisila nunca le había pedido nada ni recriminado nada. Era plenamente consciente del lugar que ocupaban cada uno en el mundo.

Pero él temía tanto como ella el día en que los blancos tuvieran que abandonar la isla. Durante meses habían vivido su romance ajenos a todo lo que sucedía a su alrededor, y, muy especialmente, a los cambios que se estaban forjando de cara a la independencia, una palabra que ninguno de los dos quería pronunciar ante el otro porque sabían que la independencia del país podría terminar con su historia de amor. Sí, era inevitable que casi todas las conversaciones en aquellos momentos tuvieran un cariz político. Y era difícil apartar de sus mentes las voces que escuchaban continuamente, todavía en voz baja, pero con una intensidad creciente: «Echaremos a los blancos. Los expulsaremos a todos. No quedará ni uno…».

Quizá todo fuese obra de los espíritus. Quizá estaba escrito que sus caminos acabarían por cruzarse para continuar en una misma dirección. En lo más profundo de sus almas, ambos deseaban que esos mismos espíritus interviniesen en el discurrir de la historia y detuviesen el tiempo; que nada sucediese, que nada cambiase, que no tuvieran que verse obligados a decidir.

Kilian cogió las manos de Bisila entre las suyas y las besó.

—¿Cómo se dice «mujer bonita» en bubi?

—Se dice muarána muèmuè —respondió ella con una sonrisa.

Muarána… muèmuè —repitió él, en voz baja—. Te prometo que no lo olvidaré.

Jacobo amartilló la pistola Star de nueve milímetros, extendió los brazos, entrecerró los ojos y disparó. La bala surcó al aire y atravesó la diana a pocas pulgadas del centro.

—Unas semanas más y serás tan bueno como yo —dijo Gregorio, secándose el sudor con el pañuelo—. ¿Quién quiere probar ahora?

Los otros hicieron un gesto negativo con la mano. Gregorio se encogió de hombros, preparó su pistola, se situó frente a la línea y disparó. La bala agujereó el centro de la diana. Hizo un gesto de satisfacción, puso el seguro al arma y se la colgó del cinturón antes de sentarse con los demás.

El sol de la tarde continuaba implacable sobre el Club de Tiro, situado bajo el paseo de palmeras y jardines sin edificaciones de Punta Fernanda. Los trabajadores españoles de Sampaka apuraban unas cervezas. Hacía tiempo que no coincidían todos juntos. Por una razón u otra siempre faltaba alguno. Esa tarde, Mateo había querido invitar a sus compañeros a unas rondas, como en los viejos tiempos, para celebrar su cumpleaños con ellos antes de cenar en casa de los padres de su novia. Jacobo había sugerido el Club de Tiro, adonde acudía últimamente con cierta frecuencia. Una vez que el oído se acostumbraba al ruido de los disparos, era posible disfrutar de las maravillosas vistas sobre el mar y, además, estaba muy cerca de la plaza de España, donde luego podían acudir Ascensión, Mercedes y Julia.

—¿Y qué?, ¿te ha dado ahora por aprender a disparar con pistola, Jacobo? —preguntó Kilian—. Las cacerías de sarrios siguen siendo con escopeta, ¿no?

—¿Cómo sarrios? —exclamó Marcial de manera exagerada—. ¿Pero no te estabas convirtiendo en un experto cazador de elefantes?

Los demás se rieron. Todos habían escuchado la única experiencia de Jacobo en Camerún. La había repetido tantas veces que parecía que habían sido no uno, sino decenas los elefantes abatidos.

—En realidad, Dick nos ha aconsejado a Pau y a mí que mejoremos nuestra habilidad con las armas, por si acaso.

—¿Tiene miedo? —preguntó Kilian. En su mente se dibujó la piel clara con manchas de sol del rostro del inglés y la mirada desconfiada y torva de sus ojos azules—. Yo pensaba que tu amigo no temía a nada ni a nadie. El otro, el portugués, parece más apocado, pero Dick no.

—Si los tratases más, te caerían mejor —protestó Jacobo.

Kilian levantó las manos en son de paz.

—Vosotros también deberíais practicar —intervino Gregorio, señalándolos con la botella—. En estos tiempos, conviene estar preparado.

—Yo lo tengo claro —dijo Marcial—. El día que las cosas se pongan feas, cojo y me largo.

—Lo mismo digo. —Mateo tomó un largo trago de su bebida—. Hombre, no creo que haya que correr tanto como ha hecho el novato…

Todos corearon el comentario con risas. El joven compañero de Jacobo no había aguantado en la finca ni una campaña completa. Una noche, unos hombres habían decidido meterse con él en el Anita Guau por ser blanco. Al final no pasó nada gracias a la oportuna intervención de los empleados de otras fincas, pero, a la mañana siguiente, pidió el finiquito y se marchó sin atender a razones. A Garuz no le sentó nada bien perder a un trabajador ya entrenado, y Jacobo tuvo que asumir el doble de trabajo porque cada vez era más difícil encontrar españoles dispuestos a viajar a Fernando Poo.

—Vosotros podríais marcharos sin mirar atrás —intervino Manuel—. A mí los que me dan pena son personas como mis suegros, que tienen aquí su negocio. Llegado el caso, tendrían que abandonarlo.

—¿Pero de qué habláis? —Kilian no quería oír ni una palabra de alejarse de la isla—. Aquí hay cacao para rato. Todo funciona igual que hace años.

—¿Tú en qué mundo vives? —le recriminó Jacobo—. ¿Es que no escuchaste al ministro diciendo que este es un momento de grandes cambios?

Su hermano torció el gesto.

—¿Quién lo hubiera dicho, eh, Kilian? —Gregorio ladeó la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados—. Al final eres el que mejor se ha adaptado a la isla. Me gustaría saber por qué… Igual Sade tiene razón. Ya sabes lo que va diciendo por ahí, ¿no?

Kilian se puso tenso. Comenzó a arrepentirse de su decisión de retomar su vida social para no levantar sospechas. Los ratos en el casino con Mateo y Marcial eran relativamente agradables, pero seguía sin soportar a ese hombre, aun cuando sus encuentros con él fuesen infrecuentes.

—¿Y qué va diciendo por ahí? —preguntó Jacobo—. ¿Por qué siempre soy el último en enterarme de las cosas?

—Tal vez porque te juntas más con Pao y Dick que con nosotros —dijo Marcial, con el deseo de esgrimir una razón plausible que explicase la decisión de Mateo y él de ocultarle los rumores que afectaban a su hermano—. ¿Es que los clubes de Bata son mejores que los de aquí?

Jacobo se giró hacia Gregorio.

—¿Y bien?

—Pues dice que tu hermano la ha abandonado por otra, precisamente ahora… —Ante la expresión de extrañeza de Jacobo continuó—: Sade ha tenido un hijo de tu hermano. Bueno, eso es lo que dice ella, claro —se apresuró a añadir—. Y mulato lo es.

Jacobo abrió la boca, estupefacto. Se produjo un largo silencio.

—Pero… ¿Cómo? —Frunció el ceño—. ¿Kilian?

Su hermano ni se había inmutado.

—Un momento. —Miró a todos, uno por uno—. ¿Y vosotros lo sabíais? ¿Manuel?

—Nunca he dado crédito a esa noticia, Jacobo —respondió el médico—. Gregorio, ¿no es cierto que Kilian dejó de estar con Sade mucho antes de que ella se liara contigo?

Jacobo respiró más tranquilo. Una cosa era disfrutar de las amigas, y otra muy diferente que te quisieran complicar la vida, y más con un hijo, la mejor arma para conseguir dinero de un hombre blanco.

—Entonces, Gregorio, tal vez debamos darte la enhorabuena a ti por tu reciente paternidad —dijo Kilian con voz calmada—. ¿No eras tú el que siempre criticabas a los dueños y gerentes de las fincas de ser unos miningueros y los acusabas de tener hijos mulatos por ahí? Pues mira, ahora te has convertido en uno de ellos.

—No soy el único que se ha acostado con ella.

—Sí, pero me apostaría cualquier cosa a que fuiste tú quien dio en la diana.

Gregorio le lanzó una mirada amenazadora.

—No me gusta nada que vaya por ahí difamando a mi hermano —interrumpió Jacobo—. Espero que no se le ocurra acudir a las autoridades.

—¿Y qué si lo hiciera? —Gregorio se encendió un cigarrillo—. Nadie haría mucho caso a alguien como ella.

—Es un alivio, ¿verdad, Gregorio? —Kilian se levantó. Ya había tenido bastante vida social por ese día. Afortunadamente, en unas horas estaría con Bisila—. Bueno, yo me voy.

Mateo le dio unos golpecitos en el brazo.

—¡Cada vez te pareces más a tu padre! Del trabajo a casa y de casa al trabajo.

Kilian no dijo nada. Su mirada se encontró casualmente con la de Manuel, quien la apartó rápidamente y agachó la cabeza. De la misma manera que conocía a Kilian lo suficiente para saber que no mentía sobre el asunto del hijo de Sade, creía conocer las razones de sus viajes continuos al hospital. No estaba ciego. A Kilian siempre lo atendía la misma enfermera.

—¿Sabéis qué dice Julia? —dijo finalmente Manuel, minutos después de que Kilian se marchara—. Que si nos diéramos una vuelta por el orfanato de la ciudad, se nos caería la cara de vergüenza.

Sade apresuró el paso sobre el polvoriento camino que conducía a la casa de maternidad indígena de Santa Isabel, donde había dado a luz a su hijo hacía tres meses. El edificio constaba de un ala de dos alturas junto a un torreón de tejado a cuatro aguas pegado a otra construcción con una galería superior y unos arcos a través de los cuales se accedía a las instalaciones. Llegó hasta los peldaños de la entrada y se detuvo. Levantó la vista hacia el cielo estrellado y respiró hondo. No se oía nada. La naturaleza disfrutaba de los últimos minutos de calma previos al amanecer.

El bebé dormía plácidamente en sus brazos. Cubrió su cuerpecito con una delgada tela blanca, acarició sus mejillas, se inclinó y lo depositó ante la puerta. Permaneció unos segundos observándolo, se dio la vuelta y se marchó.

Cuando llegó a su casa, ubicada cerca del club, se preparó una infusión de crontití y se sentó junto a la ventana del pequeño saloncito. Una vez más se repitió que había hecho bien en librarse del niño. En algún lugar de su corazón percibió una débil punzada de remordimiento y suspiró profundamente. Ni las quejas ante todos los organismos de Gobierno insular ni ante el gerente de la finca Sampaka habían dado resultado. Como mucho, había conseguido que se abriera una discreta y rápida investigación, tras la cual se había concluido que, gracias a las firmes declaraciones de los amigos de Kilian, no había ni la menor prueba o sospecha de que Kilian fuera el padre de la criatura. Y no solo eso: le habían advertido de que si persistía en sus acusaciones, la ley caería sobre ella por difamación. ¿En qué momento su orgullo la había convencido de que, ahora que era una ciudadana española, existía alguna oportunidad de que alguien obligase a Kilian a asumir su responsabilidad? ¿No era eso lo que hacían en España? Durante los meses de su embarazo había llegado incluso a fantasear con que él le proponía una vida en común para sacar adelante a ese niño que acababa de abandonar.

Después de la investigación, ya no tenía sentido admitir la verdadera paternidad del bebé. Todo le había salido mal. Había perdido a Kilian y había traído al mundo a un niño del que ni siquiera su madre se encargaría.

Se secó con un gesto brusco una lágrima que se deslizaba por su mejilla a traición. De ninguna manera iba a permitir que los sentimientos la hicieran actuar otra vez de manera irreflexiva, aunque, gracias precisamente a la decisión de quedarse embarazada, se hubiera abierto ante ella un futuro prometedor. Sí. Ahora tenía mucho en qué pensar.

Durante los últimos meses del embarazo, Anita había consentido en aceptar su ayuda en la gestión del club. Con el paso de los días, la mujer, ya mayor, se había dado cuenta de la habilidad de la joven, para, entre otras cosas, atraer clientes, aconsejar a las chicas nuevas, y diseñar las actuaciones de las orquestas de tal manera que los clientes no deseaban abandonar el local —que también Sade se había encargado de redecorar— una vez habían traspasado el umbral de la puerta. Anita quería vivir sus últimos años con más tranquilidad que la que le proporcionaban las noches del club, y había descubierto en Sade a la persona idónea a quien traspasar el negocio.

Por su parte, a Sade le salían las cuentas, siempre y cuando pudiera librarse del único obstáculo que se interponía entre ella y sus ambiciones. Todas sus energías estarían centradas en seguir con el negocio, y, ¿por qué no?, ampliarlo. Seguro que en el orfanato cuidarían bien del niño, se dijo, y se encargarían de que recibiese la adecuada educación que ella no podría darle en los próximos años. No había más que ver la diferencia entre los niños que crecían medio abandonados por las otras madres del club y los que se criaban en el centro español. Si todo salía bien, podría incluso recuperar a su hijo más adelante… No era una mala madre después de todo, se consoló. Tan solo había llevado una mala vida.

De ella y solamente de ella dependía que, muy pronto, las cosas cambiasen.

—¿Por qué no puedes hacerme ese pequeño favor?

Generosa no cedía ante la insistencia de su hija.

—No entiendo tu interés después de tanto tiempo. ¿Qué más te da lo que esa mujer hiciera?

—Oba me dijo que, en cuanto puede, su amiga se da una vuelta por el orfanato para verlo. El niño ya debe de tener más de un año. Simplemente, me gustaría saber qué nombre le pusieron. Nunca se sabe, tal vez algún día su verdadero padre quiera saber de él…

—Con lo desagradable que fue todo, lo mejor sería olvidarnos. —Generosa extendió las manos para evitar que su hija replicara—. Además, no es asunto tuyo.

Ismael se puso de puntillas para coger una de las figuritas del pequeño belén que había sobre una estantería, se tambaleó, cayó hacia atrás y rompió a llorar. Sus grititos y balbuceantes palabras de protesta se mezclaron con otras que provenían de la calle. Generosa lo cogió en brazos y se asomó a la ventana.

—Ya estamos otra vez.

—¿Qué pasa? —preguntó Julia.

—Tu padre y Gustavo.

—Ya voy yo.

Cuando Julia llegó abajo, se juntó con Oba, que también se había asomado a la puerta de la factoría alertada por el follón.

—¿Cómo ha empezado esto, Oba?

La muchacha señaló al grupo, entre los que Julia distinguió a Gustavo y a su hermano Dimas:

—Han entrado en la factoría a comprar alcohol para celebrar la Navidad y su padre se ha negado porque no tienen el permiso de la policía. Ellos se han enfadado y le han dicho que ahora pueden comprar los mismos productos que los blancos y don Emilio ha dicho que sí, pero que alcohol no, porque aún faltan días para la Navidad y por culpa del alcohol no acuden al trabajo. Su padre los ha echado y han ido a buscar a Gustavo, como representante de la Junta Vecinal, y ya llevan un rato discutiendo.

Una docena de hombres rodeaba a Emilio, quien, fuera de sí, gritaba:

—Para lo que os interesa sí que somos iguales, ¿no? Pues si somos iguales, ¿por qué no voy a poder votar yo? ¡Tengo el mismo derecho que vosotros! ¡Qué digo el mismo! ¡Tengo más derecho que algunos de vosotros! ¡He vivido más tiempo aquí que muchos de los que venís de fuera reclamando que esta es vuestra tierra! Y ahora solo pueden votar los guineanos con nacionalidad española… ¡Para perder esa nacionalidad! ¡Nos hemos vuelto todos locos!

Julia comprendió que el tema original de la disputa había derivado ya en el asunto del futuro referéndum anunciado para votar la autonomía de Guinea. Realmente las cosas iban deprisa. Si los pronósticos se cumplían, en menos de seis años, la antigua colonia pasaría, de ser provincia española, a gozar de un régimen de autonomía previo a la concesión de la independencia. Las Naciones Unidas habían instado a que se concediera sin excusas la independencia a los países bajo tutela colonial y a España no le iba a quedar más remedio que hacerlo. Sacudió la cabeza. Incluso a alguien como ella, que había vivido años en la isla, la situación le resultaba confusa. Hasta hacía bien poco las fuerzas coloniales habían detenido a independentistas como Gustavo, y a cualquiera que atentase contra la nacionalidad española y se les había enviado a Black Beach, y ahora se daba por segura la independencia. ¿Quién lo entendía?

Y además, aun cuando esa transformación debería ser un motivo de satisfacción para los nativos, había posturas encontradas en cuanto al proceso para conseguirla, lo cual complicaba más las cosas y provocaba malestar e incertidumbre entre unos y otros. Cada vez eran más frecuentes las discusiones subidas de tono en cualquier momento y en cualquier lugar. Por un lado, estaban los independentistas gradualistas, partidarios de aceptar la autonomía organizada e impuesta por y desde España como paso previo a la independencia, pues entendían que eran muchos los lazos que unían a ambos países después de tantos años de régimen colonial. Por otro lado, estaban los independentistas radicales, en su mayoría los fang de la parte continental, muy superiores en número, que querían la independencia automática y conjunta de la parte continental y de la isla. Los segundos criticaban a los primeros por aceptar el régimen de España, y los primeros criticaban a los segundos por su urgencia cuando aún no estaban preparados para el autogobierno.

Para complicar más aún las cosas, muchos bubis como Gustavo, que deseaban la independencia separada de la isla de Fernando Poo, seguían con su propia lucha. Su principal queja era que la distribución presupuestaria por provincias no era proporcional a la aportación de cada una de ellas. De hecho, la mayor aportación del presupuesto provenía de la isla, pero se apreciaba una evidente tendencia a llevar todas las mejoras e inversiones a la provincia continental de Río Muni. Y, por último, estaban aquellos que, aunque no lo manifestaran abiertamente, daban la razón a personas como Emilio, quien aún se atrevía a defender con vehemencia que los nativos seguirían mejor como provincia española. Julia estaba convencida de que alguien como Dimas, a quien tanto le había costado conseguir una vida privilegiada comparada con la de muchos otros, entraría en este grupo minoritario, pero nunca lo reconocería por no chocar frontalmente con las opiniones de su propio hermano.

Emilio seguía explicando sus razones en el mismo tono iracundo:

—¡Te aseguro una cosa, Gustavo! ¡Desde mi puesto del Consejo de Vecinos no pienso parar hasta conseguir que hombres como yo podamos votar! ¡No pienso quedarme de brazos cruzados!

—Tú votarías que no con los ojos cerrados con tal de conservar tus privilegios —atacó Gustavo.

—¿Pero no me acabas de decir que tú también votarás que no quieres la autonomía? —Emilio extendió los brazos a ambos lados en un gesto de exasperación.

—Tu «no» sería un signo de fidelidad a España. Mi «no» sería una muestra evidente de mi deseo de independizarme separadamente de Río Muni. Si los blancos votarais, habría más confusión.

En un momento, el grupo de personas que rodeaban a los dos hombres aumentó considerablemente. Los murmullos iniciales se convirtieron en gritos airados tanto de apoyo como de disconformidad con las palabras de Gustavo.

—¡Pues yo pienso votar que sí! —gritó un joven alto de facciones proporcionadas, cabeza rasurada y cuerpo fibroso—. Y eso es lo que deberíamos votar todos, que sí, que nos dejen solos de una vez…

—Tú debes de ser fang, ¿verdad? —repuso otro joven, más bajo y con la frente exageradamente abombada—. Hablas como un fang…

—Pues yo soy bubi y también pienso votar que sí —intervino un tercero, que llevaba un brazo vendado.

—¡Entonces no eres un verdadero bubi! —le recriminó Gustavo con voz fuerte—. ¡Ningún bubi aceptaría que los del continente se nos llevasen las riquezas!

—Mejor eso que continuar como esclavos de los blancos… —se defendió el aludido.

—¡No sabes lo que dices! —Gustavo se inclinó sobre él en actitud amenazadora—. ¡Peor que eso! ¡Te han sorbido el seso!

—¡Los fang ahora tenemos la culpa de todo! —El joven alto se acercó para atraer la atención de Gustavo—. También a nosotros nos han explotado. ¿Cuánta madera y café han sacado de la parte continental con nuestro sudor? —Levantó más la voz—. ¡Lo único que queréis los bubis como tú es poner las cosas más difíciles y apoyar así a los mismos de siempre!

—Los bubis llevamos décadas luchando y sufriendo represalias por manifestar nuestro deseo —le interrumpió Gustavo—. ¿Quieres saber cuántas cartas y escritos han enviado los jefes de tribus y poblados tanto a las autoridades coloniales como a España y a la ONU? ¿Y qué hemos recibido a cambio? Exilio, persecución y cárcel. —Se abrió la camisa para mostrarle sus cicatrices—. ¿Realmente crees que quiero apoyar a quienes me han hecho esto?

—Eres un necio —replicó el joven fang—. España nunca aceptará la existencia de dos Estados. Lo que hay que hacer es unir fuerzas. —Un murmullo de aprobación lo animó a elevar el tono de voz—. Esto es lo que quieren los blancos, que no nos pongamos de acuerdo.

Dimas sujetó a su hermano del brazo al ver que el otro hombre apretaba los puños. Emilio soltó una risotada sarcástica.

—Lo que te decía, Dimas —dijo—. Esto se ha convertido en un gallinero.

«Un gallinero con demasiados gallos y en el que todos hablan español», pensó Julia con ironía.

—¿Así pretendéis tomar las riendas de vuestro propio destino? —seguía Emilio.

—Déjalo ya, papá —intervino Julia—. Entra en casa. —Se dirigió a Gustavo—: Sigue adelante con tu lucha, Gustavo, pero deja a mi padre en paz. Dejadnos a todos en paz.

—¡Eso es lo que tenéis que hacer vosotros! —gritó el joven fang—. ¡Fuera! ¡Largaos a vuestro país de una vez!

Varios repitieron sus palabras en un tono cada vez más alto. Emilio sintió que la sangre le subía a la cabeza y apretó los dientes. Julia percibió que la respiración de su padre se agitaba. Le tiró del brazo con toda la fuerza de la que fue capaz para arrastrarlo en dirección a la factoría. Oba abrió la puerta y entraron.

Pocos segundos después, una piedra golpeó en el cristal de la fachada del negocio con tanta fuerza que estalló en miles de pedazos que cayeron al suelo con el ímpetu de una granizada imprevista. Durante unos segundos de silencio, nadie se movió, ni dentro de la tienda ni fuera. Finalmente, Emilio dio unos pasos hacia delante sobre los cristales que crujían bajo sus pies y miró a los hombres que poco a poco empezaban a alejarse.

—¡Cuántas veces os acordaréis de nosotros! —bramó—. ¡Recordad lo que os digo! ¡En la vida viviréis como lo hacéis ahora! ¿Me oís? ¡En la vida! —Su mirada se cruzó con la de Dimas, quien la sostuvo unos segundos antes de sacudir la cabeza a ambos lados en actitud pesarosa y alejarse.

Julia se situó junto a su padre. Gruesas lágrimas de frustración y rabia rodaban por sus mejillas.

Gustavo era el único que permanecía a unos pasos de ellos. Miró a Julia de frente y murmuró un débil «lo siento» antes de marcharse.

Oba apareció con una escoba y comenzó a barrer los trocitos de cristal. Julia acompañó a su padre al almacén para que se sentara. Le ofreció un vaso de agua y se aseguró de que estaba completamente calmado antes de acudir a ayudar a Oba.

—Y tú, Oba, ¿de parte de quién estás? —preguntó al cabo de un rato.

—Yo no podré votar, señora —respondió ella de manera evasiva—. Solo lo harán los hombres, y no todos. Solo los cabeza de familia.

—Ya. Pero si pudieras, ¿qué harías? Sé sincera, por favor.

—Mi familia es fang. A muchos de mis antepasados los sacaron de su tierra y los obligaron a trabajar a la fuerza en las plantaciones de la isla. En mi familia aún se recuerda cómo los blancos perseguían a los hombres y los cazaban como animales. —Oba levantó la barbilla en actitud orgullosa—. No se ofenda, señora, pero votaría que sí.

Julia dirigió su mirada hacia el fondo. Emilio seguía sentado en actitud abatida, con los hombros caídos y las manos apoyadas en los muslos. ¿Cuántos años llevaban sus padres en Fernando Poo? Toda una vida llena de ilusiones y esfuerzos… ¿A dónde irían? A Pasolobino no, desde luego. Después de la vida cosmopolita que habían llevado en Santa Isabel se ahogarían en un lugar tan anclado en el pasado. Podrían establecerse con ella y Manuel en Madrid y volver a empezar. No, eso no. A su edad ya no podrían hacerlo. Su única misión sería la de disfrutar de Ismael y de los futuros nietos entre suspiros de añoranza por su isla perdida…

«Sí, papá —pensó con los ojos llenos de lágrimas—. Esto se acaba».

Nelson, que llevaba una ginebra con tónica y una botella alargada de Pepsi-cola en cada mano, intentaba con dificultad desplazar su voluminoso cuerpo entre el gentío. Nunca antes había estado el Anita Guau tan lleno. La banda nigeriana enlazaba una pieza con otra sin ofrecer un respiro, ni a los instrumentos de percusión acompañados de un acordeón y una guitarra eléctrica, ni a las numerosas parejas que se encontraban en la pista disfrutando de la fusión de los ritmos yoruba y latinos. La nueva propietaria había cambiado la decoración del local: taburetes altos en la barra, algún sofá de escay rojo oscuro bajo lámparas de globo, espejos ahumados en las paredes, y una máquina de discos redondeada Würlitzer en un rincón, para disfrutar de música entre semana. Los clientes, tanto antiguos como nuevos, acudían atraídos por la curiosidad y la promesa de una noche inolvidable en la que la mezcla del olor a tabaco, sudor y perfume no había cambiado.

Oba lo saludó desde una de las mesas del fondo. Su pequeña mano delimitada por varias pulseritas de colores ondeó en el aire y Nelson sintió la misma alegría que si no se hubieran visto en meses, y eso que solo se había separado de ella el tiempo necesario para ir a buscar la bebida. A su lado, Ekon y Lialia, cogidos de la mano, seguían con los hombros el ritmo de la música. Por fin, Nelson llegó hasta ellos, depositó los vasos en la mesa y se sentó.

—Había tanta gente en la barra que han tardado mucho en servirme —explicó en castellano. Cuando Oba estaba con ellos hablaban en castellano porque ella no había aprendido el pichi.

—Por lo que veo, hoy estamos todos los nigerianos —comentó Ekon—. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo.

—La ocasión lo merece, ¿no? —dijo Nelson. Esa misma semana se había firmado un nuevo convenio laboral de cuatro años más entre Nigeria y Guinea. A pesar de la incierta situación política, el trabajo de los nigerianos estaba garantizado para una larga temporada.

—Así que aquí es donde venís los hombres a gastaros parte del sueldo… —comentó Lialia deslizando sus brillantes ojos por la sala.

—Sabes que yo no he venido mucho —protestó Ekon—. Tengo demasiados hijos que alimentar.

—Y yo dejé de venir solo en cuanto conocí a Oba… —apuntó Nelson. Ella agradeció el comentario con una sonrisa—. Aunque no lo creáis, en este lugar han nacido muchos matrimonios.

—¿Y a qué esperáis vosotros dos, eh? —preguntó Lialia con una expresión divertida.

Oba se mordió el labio, ilusionada.

—Estamos ahorrando para montar un pequeño negocio, ¿verdad, Nelson?

—Tenemos planes, ya lo creo, pero tendrán que esperar. Aún somos jóvenes.

—Hombre, Oba sí que lo es —dijo Ekon—, pero a ti ya te empiezan a sobrar años y kilos.

Nelson echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Luego, apuró su gin-tonic de un solo trago y maldijo su mala previsión por no haberse pedido más. Tendría que volver a cruzar entre la gente. Oba le ofreció su refresco y él se lo agradeció con un beso.

—¡Mira! —La muchacha interrumpió su cariñoso gesto y señaló al frente—. ¿No es ese uno de los massas de vuestra finca? ¿Qué está haciendo? —Oba se puso de pie rápidamente—. ¡Sade!

Oba corrió hacia su amiga seguida de los demás. Una barrera de hombres que gritaban se cerró ante ellos impidiéndoles el paso. Con gran esfuerzo, Oba se abrió camino hasta la primera fila. Un hombre blanco blandía un arma frente a Sade.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Oba al hombre que estaba a su lado.

—El blanco se ha puesto a discutir con ella. Le pedía algo y ella se ha negado. Él la ha cogido de la muñeca y le ha retorcido el brazo. Varios hombres se han levantado para ayudarla y entonces él ha sacado la pistola.

—¡Al primero que se acerque le vuelo la cabeza! —gritó el hombre, que sujetaba a Sade a modo de escudo ante él. Sus ojos brillaban con una mezcla de miedo, maldad y ebriedad.

—¡Ya basta, massa Gregor! —Nelson se situó frente a él—. Será mejor que baje la pistola.

—¡Hombre, Nelson! —Gregorio soltó una carcajada nerviosa—. ¿Has visto qué cosa más rara? ¿Desde cuándo se ha discutido aquí la elección de una mujer?

—Yo soy la que elige siempre, maldito blanco —dijo Sade, furiosa—. Y hace mucho tiempo que decidí librarme de ti.

Miró a los espectadores de la escena:

—¿Tanto les cuesta hacerse a la idea de que ya no van a decidir por nosotros nunca más? Esta es la verdadera cara de los blancos. Si les obedeces de forma sumisa, dicen que todo va bien. Si les plantas cara, sacan la vara de melongo, el látigo y la pistola.

Gregorio la sujetó con más fuerza y ella emitió un gemido de dolor. Varios hombres dieron un paso al frente.

—Nosotros somos muchos y usted está solo. —Nelson extendió el brazo como para abarcar el espacio a su alrededor—. Puede disparar, sí, pero en cuanto se le acaben las balas iremos a por usted. ¿Ve algún blanco por aquí esta noche? No. Creo que no ha elegido el día más acertado para venir al club.

Gruesas gotas de sudor cubrieron la frente de Gregorio. La situación no pintaba nada favorable para él. Nelson, acostumbrado a manejar a decenas de braceros en su brigada, se percató de ese pequeño momento de debilidad y continuó hablando con voz firme:

—Le propongo algo: usted baja el arma, me la entrega, y nosotros lo dejamos marchar.

Hubo un murmullo de protesta. Los ánimos estaban tan calientes que cualquier chispa podría provocar el linchamiento del hombre. Gregorio dudó.

—Hoy es un día de celebración —intervino Ekon en tono conciliador—. Muchos hemos traído a nuestras mujeres a bailar. Nadie quiere que esto termine mal… Nelson y yo lo escoltaremos a Sampaka.

Nelson asintió. Varios hombres retrocedieron de mala gana y otros regresaron a sus mesas para apoyar con su gesto la sugerencia de Ekon.

—¿Me das tu palabra, Nelson? —preguntó Gregorio con un deje de desesperación en la voz.

El capataz sonrió para sus adentros. Que un hombre como ese confiase su vida a la palabra de un negro le hizo gracia. Realmente el miedo transformaba a las personas.

—¿Aún no se ha dado cuenta de que yo sí que soy un hombre de palabra, massa Gregor? —preguntó.

Gregorio bajó la vista y cedió. Liberó a Sade, inclinó la pistola hacia el suelo y esperó con calma a que Nelson la recogiera.

—Ekon, quédate con las mujeres hasta que yo regrese.

Nelson cogió al hombre del codo y lo guio rápidamente a la salida acompañado de algún que otro insulto hacia el blanco.

Poco a poco la música y las ganas de fiesta hicieron que el incidente se fuera olvidando. Sade aceptó tomar un trago con Oba y sus amigos.

—Se merecía una buena paliza —murmuró Sade.

—Nelson ha hecho bien, Sade —dijo Lialia con firmeza—. Es mejor no meterse en líos. Por más que ahora se hable de igualdad, al final nos castigarían a nosotros.

Ekon trajo más bebidas. La orquesta tocó un tema pegadizo y Lialia cogió a su marido de la mano para ir a bailar. Cuando se quedaron solas, Oba preguntó:

—¿Por qué quería volver contigo?

Sade se encogió de hombros con arrogancia.

—Todos los que han estado conmigo han querido repetir. —Tomó un sorbo de su bebida, que saboreó con lentitud.

Un amargo pensamiento cruzó su mente:

«Todos menos uno».

Y por culpa de ese, toda la vida tendría que cargar con el secreto de que el verdadero padre de su hijo era alguien tan desagradable como massa Gregor…

En diciembre de 1963 tuvo lugar el referéndum para acceder a la autonomía, que fue aceptada por mayoría, aunque con la peculiaridad de que en Río Muni votaron a favor el setenta por ciento y en la isla de Fernando Poo votaron en contra el sesenta por ciento. Tal como había planteado Gustavo, el resultado obtenido en la isla se interpretó según los intereses de cada cual: bien como una señal de la fidelidad de la isla a España, bien como una muestra evidente de su deseo de independizarse separadamente de Río Muni.

España declaró por decreto el Régimen Autónomo para las antiguas provincias. Desde ese momento, los independentistas guineanos comenzaron a obtener por nombramiento de las autoridades metropolitanas las presidencias de las diputaciones y los puestos importantes del recién estrenado Gobierno autónomo, incluyendo el de primer presidente y vicepresidente, que recayó en un tal Macías. Todos los cargos pasaban por ser fieles a España. Paradojas de la vida, muchas personas que no hacía mucho habían sido perseguidas por ser independentistas comenzaron a disfrutar de buenos empleos y sueldos.

—Así es la vida, Julia —comentó Kilian en tono bromista—. Yo sigo recolectando cacao y Gustavo es consejero del Gobierno autónomo. ¿Quién lo iba a decir, eh? Todavía recuerdo aquella discusión con tu padre en este mismo lugar, hace… ¿cuánto?

Julia posó las manos sobre su abultado vientre cubierto por la ligera tela de un vestido de tirantes anchos fruncido bajo el pecho y lo acarició con delicadeza. Hacía una tarde espléndida. Una deliciosa brisa suavizaba el intenso calor del día que se aproximaba a su fin. Como cada domingo, habían quedado con el resto del grupo para tomar algo, pero los otros se estaban retrasando. A Manuel cada vez le costaba más esfuerzo levantar la cabeza de sus estudios, y más después de la buena acogida de su primer libro sobre las especies vegetales de la isla. Ascensión y Mercedes andaban ocupadas con los preparativos de sus respectivas bodas con Mateo y Marcial, que habían planeado celebrar el mismo día y a la misma hora en la catedral de Santa Isabel. Puesto que las novias habían nacido y vivido siempre en la isla, la decisión sobre el lugar donde celebrar el matrimonio había sido fácil. Sería una ceremonia sencilla para que no se notase tanto la ausencia de los familiares de los novios, y aunque todavía faltaban varios meses, querían tenerlo todo organizado con tiempo, sobre todo la confección de los trajes. Por su parte, los novios apuraban al máximo su jornada laboral, incluidos los festivos, para recuperar los días con los que deseaban ampliar su permiso de viaje de novios sin perder sueldo.

Kilian seguía cumpliendo con el razonable propósito de no abandonar del todo su vida social para no levantar sospechas acerca de su relación con Bisila. Así, alternaba sus encuentros con ella y con las personas de su entorno. Su vida, pensaba con tristeza, estaba condenada a continuar repartida entre dos mundos —las montañas y la isla, el blanco y el negro—, a ninguno de los cuales podía pertenecer por completo. Lo que más desearía en ese momento sería tener a Bisila ocupando el lugar de Julia, recostada tranquilamente sobre la hamaca, disfrutando de una apacible tarde de domingo, con las manos sobre el vientre en el que crecería el fruto de la unión de ambos… ¿Era tanto pedir?

Hasta la terraza llegaron los gritos de los jóvenes que jugaban en la piscina. Alguien colocó en el tocadiscos un disco de Chuck Berry y gritos de entusiasmo acompañaron al sonido de un frenético rock and roll.

—No lo digas, Kilian.

—¿Que no diga qué?

—Que nos hacemos mayores.

—¡Eh! Eso lo dirás por ti…

Kilian intentó ejecutar con torpeza unos pasos al ritmo de la música y Julia se rio. Enseguida, él volvió a apoyarse sobre la barandilla y ella lo observó. El joven inexperto, silencioso y sensible de los primeros años en la isla se había transformado en un hombre alegre, satisfecho y seguro de sí mismo. Si no fuera porque sabía de su metódica vida, diría que actuaba como un enamorado, con una sonrisa permanente en los labios, una mirada ensoñadora y una actitud resuelta ante cada circunstancia. Julia conocía esos síntomas a la perfección, aunque hacía años que habían cedido a la tenacidad de un cariño sosegado y una placidez reconfortante.

—¡Hola, hola! —dijo una voz—. ¡Os traigo una bolsita llena de nieve!

Kilian dio un respingo y se incorporó.

—¡Jacobo! No te esperábamos hasta la semana que viene.

—Hubo un error en el billete de avión y tuve que adelantar el viaje.

Los hermanos se abrazaron con afecto. Hacía seis meses que no se veían. A diferencia de Kilian, que tenía una buena razón para no marcharse, Jacobo había viajado a España para disfrutar de sus vacaciones después de cada campaña. Cada vez le daba más pereza regresar, decía, como si tuviera el presagio de que su estancia en África llegaba a su fin.

Jacobo señaló el vientre de la mujer.

—Manuel me lo ha dicho. Enhorabuena de nuevo.

—¿Y qué tal las vacaciones? —preguntó Kilian—. ¡Tienes un aspecto estupendo!

Jacobo sonrió y lo miró de arriba abajo.

—También a ti te veo muy bien. ¿Me lo parece o estás feliz? —Entrecerró los ojos en actitud inquisidora—. ¿Cómo es posible que no te canses de esta isla?

Kilian sintió que se sonrojaba y decidió cambiar de tema mientras tomaba asiento.

—¿Fue todo bien con el coche?

Jacobo se había comprado un precioso Volkswagen negro en Guinea y lo había llevado a España. Rápidamente se olvidó de la evidente felicidad de su hermano y los ojos le brillaron de excitación cuando le respondió:

—No tuve ningún problema para matricularlo. Y el viaje a Pasolobino… ¡Toda la carretera para mí! Llegué con el coche hasta la mismísima plaza. ¡Tendrías que haber visto la cara de los del pueblo cuando lo aparqué y comencé a tocar el claxon! —Kilian se imaginó la cara de satisfacción de Jacobo al ser el centro de atención—. Ha sido la novedad estos meses. Todos me preguntaban qué significaba la matrícula TEG y yo tenía que explicar una y mil veces que las siglas correspondían a los Territorios Españoles del Golfo de Guinea… ¡No veas la de gasolina que he gastado llevando a unos y otros de aquí para allá…!

—Me imagino que también habrás llevado a más de una de aquí para allá… —le interrumpió Kilian, divertido.

—Todas las mujeres en edad casadera se peleaban por ir en mi coche.

Julia puso los ojos en blanco. El mundo cambiaba, pero Jacobo no.

—Bueno, me gustaría más saber si alguna en particular repitió viaje —bromeó Kilian. No podía imaginarse a su hermano saliendo con una misma mujer más de dos veces seguidas.

Jacobo carraspeó.

—Se llama Carmen y la conocí en un baile. No es de Pasolobino.

Julia abrió los ojos sorprendida. ¿De modo que alguien había conseguido ganar su corazón? Le fastidió reconocerlo, pero la fugaz molestia en el pecho había sido motivada por una pequeñísima pero existente punzada de celos.

Kilian se levantó, se acercó a Jacobo y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Querido hermano —dijo en tono burlón—. Deduzco por el tono de tu voz que tus años de noches locas y desenfrenadas se han terminado.

Ahora fue Jacobo quien se sonrojó.

—Bueno, todavía nos estamos conociendo. —Bajó el tono hasta convertirlo en un susurro—. Y ahora yo vuelvo a estar aquí y ella allí…

Julia suspiró. Esa tal Carmen, pensó, tendría mucho trabajo para transformarlo en un hombre de familia, si no lo abandonaba por imposible.

Kilian deslizó la vista por el horizonte. Su hermano era un juerguista incorregible, pero el hecho de que le hablase abiertamente solo de una mujer —y delante de Julia— indicaba dos cosas: una, que le importaba más de lo que creía, y dos, que realmente su estancia en Guinea se iba a acortar. De pronto, sintió un repentino acceso de remordimiento. Su hermano tenía muchos defectos, sí, pero nunca le había ocultado nada. Sin embargo, él sí llevaba meses ocultándole su amor por Bisila; un amor tan profundo que, ya que no podía ser pregonado a los cuatro vientos como merecería, sí podía, al menos, ser compartido con quien nunca lo traicionaría. Se pasó la lengua por los labios resecos. Tal vez debería hablar con su hermano sobre Bisila, pero algo en su interior le decía que esperase. A pesar del afecto fraternal que los unía, dudaba de que su hermano lo pudiera comprender. Pensaría que se había vuelto loco, que era exactamente como se sentía: enajenado, aturdido y completamente seducido por ella.

Julia se ofreció a ir a buscar otra ronda de bebidas. Cuando se quedaron solos, el semblante de Jacobo se ensombreció.

—¿Pasa algo en casa? —preguntó Kilian.

—Es Catalina. Está muy enferma.

Kilian sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

Jacobo se aclaró la voz.

—Yo…, bueno, yo me he despedido de ella. Te he traído una carta de mamá en la que me imagino que te pide que vayas tú ahora para estar con ellas.

—¡Pero justo ahora es cuando más trabajo hay aquí! —protestó Kilian débilmente. Lamentó sus palabras nada más pronunciarlas. Su corazón le estaba traicionando. No quería aceptar ninguna razón que lo apartase de Bisila, pero su hermana era su hermana y no había tenido una vida fácil, con un cuerpo enfermizo y una mente debilitada por la muerte de su único hijo. Hacía más de tres años que no veía a su madre y a su hermana. No podía dejarlas abandonadas. Tendría que ir. Bisila lo comprendería.

Jacobo lo distrajo de sus reflexiones.

—No estará mal que des una vuelta por casa, Kilian. Las cosas están cambiando. Hay rumores de que se podría poner una estación de esquí en lo alto de Pasolobino. ¿Sabes lo que eso significaría? —Los ojos de Jacobo comenzaron a brillar y sus explicaciones se aceleraron—. La tierra valdría mucho dinero. Ahora no vale nada y lo del ganado es una esclavitud. Podríamos cambiar de vida, trabajar en la construcción o en la estación de esquí, ¡incluso montar un negocio! Dejaríamos de ser un pueblo olvidado de la mano de Dios para convertirnos en un lugar turístico.

Kilian lo escuchaba atentamente.

—Ya han visitado la zona unos inversores que tienen experiencia en estos temas. Dicen que la nieve es el oro blanco del futuro…

Kilian se sentía aturdido. Su hermana se estaba muriendo. Tenía que ir a despedirse de ella. Tendría que separarse de Bisila por un tiempo. Una gran pena le corroía por dentro y, sin embargo, su hermano tenía la pasmosa fortaleza de pensar en el futuro.

El futuro era lo que más inquietaba a Kilian. Él no quería pensar en el futuro. Solo quería que las cosas nunca cambiasen, que el mundo se redujera a un abrazo con Bisila.

—Eh, Kilian… —La voz de Jacobo lo volvió a la realidad.

—Estaba pensando… que tendré que ir a casa.

A casa.

Hacía siglos que no pensaba en Pasolobino como en su casa.

—Pronto todos nos iremos definitivamente de aquí, Kilian. —Jacobo sacudió la cabeza con una mezcla de resignación y alivio—. El futuro ya no está en Guinea.

Julia regresó con las bebidas. Alguien saludó a Jacobo, que se ausentó unos segundos.

—¿Sabes, Julia? —dijo Kilian—. Tienes razón. Nos hacemos mayores.

Unas semanas después, Bisila envió a Simón para que acompañase a Kilian al hospital. Una vez allí, extrajo un papel y le mostró el dibujo de una pequeña campana rectangular con varios badajos.

—Es un elëbó —explicó—. Sirve para ahuyentar a los malos espíritus. Me gustaría que Simón te lo tatuara para que te proteja en el camino. ¿Te parece bien en la axila izquierda?

A Kilian le gustó el obsequio de Bisila. ¿Qué mejor regalo que uno que estuviera permanentemente pegado a su piel? En la axila, cerca del corazón, podría acariciarlo en cualquier momento.

—Te dolerá un poco —le advirtió Simón—. El dibujo es pequeño, pero complicado. Cierra los ojos y respira hondo.

—Creo que podré soportarlo —dijo Kilian, mirando a Bisila fijamente.

Kilian no cerró los ojos ni dejó de mirar a Bisila durante todo el proceso. La última vez que regresó de Pasolobino, Bisila había tenido un hijo de Mosi. Quería que ella tuviera bien claro que esta vez no tardaría en volver. Tenía la mirada clavada en la de ella. Apenas parpadeó cuando Simón le trazó el dibujo con un bisturí, ni cuando le aplicó sobre la herida trozos de palma a los que prendió fuego para que quemaran la piel. Ni siquiera se mordió el labio para soportar el dolor. Los enormes ojos de Bisila leían los suyos y le transmitían fuerza y calma a la vez.

Cuando Simón terminó, recogió sus cosas y, antes de marcharse, esbozó una sonrisa y dijo:

—Ahora, massa Kilian, ya eres un poco más bubi.

Bisila se inclinó sobre él, le untó la herida con una pomada y le susurró de forma casi imperceptible:

—Mi guerrero bubi.

Por la noche, Kilian daba vueltas por la habitación sin saber qué hacer. Bisila no había acudido. Miró el reloj. A esas horas era probable que ya no viniera. ¿Es que no iban a poder despedirse? Por fin se tumbó en la cama, abatido, y un ligero adormecimiento se apoderó de él.

Poco después, un ruido seco hizo que se incorporara de un salto. Enseguida sintió a Bisila, que entraba con sigilo, cerraba la puerta y echaba el pestillo. Kilian emitió un sonido de alegría. A pocos pasos de la cama ella le indicó que se mantuviera en silencio y que se tapara los ojos.

Bisila se quitó la fina bata de tela, la falda plisada y la blusa y extrajo unos objetos del pequeño cesto que había traído. A Kilian, los minutos que tardó en terminar lo que quiera que estuviera haciendo se le hicieron eternos. Por fin, ella avisó de que podía mirar.

Kilian abrió los ojos y emitió una exclamación de sorpresa.

Bisila iba cubierta de pies a cabeza con cuerdas de tyíbö sobre su piel desnuda. Las cuerdas, cargadas de pequeñas conchas, se abrían sobre sus pechos y sus caderas, como si no tuvieran más remedio que evitar sus curvas. Sobre la cabeza lucía un ancho sombrero adornado con plumas de pavo real. Una púa de madera lo atravesaba de parte a parte y permitía mantenerlo sujeto al cabello.

Bisila indicó a Kilian que se levantara y se dirigiera hacia ella.

Siempre en silencio, lo desvistió muy lentamente.

Una vez desnudo, ella vertió agua en un cuenco y extrajo unos polvos de colores que fue mezclando con el agua hasta obtener una pasta de color rojizo con la que untó el cuerpo de Kilian comenzando por los pies y las piernas. Ungió con suavidad sus muslos y sus nalgas, luego la espalda y por último el pecho.

Kilian recordó aquel día en el poblado, cuando mostró su deseo de que solo ella lo nombrase botuku, untándole de ntola en un río de agua pura, y agradeció que ella recordase el comentario. Quiso rodearla con sus brazos, pero ella negó con la cabeza y continuó con la placentera tortura de pintar su vientre y su pecho. Entonces se lavó las manos y cogió otros polvos de color azul y amarillo, los mezcló con agua, y con la pasta resultante trazó unas líneas en su cara, con suavidad, como si quisiera memorizar la distancia desde la nariz a cada oreja, y desde la base del pelo a la barbilla.

Cuando terminó, Bisila se lavó y secó las manos y tomó las de Kilian entre las suyas.

—Me he vestido de novia bubi, según la tradición más antigua —dijo, con la voz embargada por la emoción—. Y a ti te he pintado como a un guerrero.

Kilian agradeció escuchar por fin el sonido de su voz, pero no dijo nada.

—Sabes que nosotros tenemos dos tipos de matrimonio —continuó ella—. Uno se llama ribalá rèötö, o matrimonio para comprar la virginidad. Es el matrimonio verdadero ante la ley y es el que me une a Mosi. El otro se llama ribalá rè rihólè, o matrimonio por amor. No tiene valor ante la ley, pero sí ante nosotros mismos.

Levantó los ojos hacia Kilian y continuó con voz temblorosa:

—No tenemos a nadie que haga de sacerdotisa, pero supongo que no importa.

Kilian subió sus manos y las de ella hasta la altura del pecho y las apretó con fuerza.

—Primero debo hablar yo —continuó ella—. Y debo decirte, pero no te rías, que no olvidaré mi deber de cultivar las tierras de mi marido y de elaborar aceite de palma y que prometo serte fiel, al menos en mi corazón, dadas las circunstancias…

Bisila enmudeció tras sus últimas palabras y cerró los ojos para repetir mentalmente sus promesas.

—Ahora me toca a mí —dijo Kilian con voz ronca, al cabo de unos segundos—. ¿Qué debo decir?

—Tienes que prometer que no abandonarás a esta esposa —Bisila abrió los ojos—, a pesar de las muchas más que puedas tener.

Kilian sonrió.

—Prometo que no abandonaré a esta esposa, al menos en mi corazón, pase lo que pase.

Sellaron sus promesas con un largo y cálido beso.

—Y ahora, ¿qué se hace antes de pasar al lecho nupcial? —preguntó Kilian con un brillo especial en sus ojos.

Bisila echó la cabeza hacia atrás y rio abiertamente.

—Bueno, diríamos amén y alguien tocaría un elëbó y cantaría…

—Yo ya llevo el elëbó conmigo para siempre —dijo Kilian, alzando la mano hacia la axila izquierda y apoyándola con cuidado sobre el tatuaje—. Siempre estaremos juntos, Bisila. Esta es mi verdadera promesa, mi muarána muèmuè.