I
EL MES MÁS CRUEL
PASOLOBINO, 2003
Unas pocas líneas hicieron que Clarence sintiera primero una gran curiosidad y después una creciente inquietud. En sus manos sostenía un pequeño pedazo de papel que se había adherido a uno de los muchos sobres casi transparentes, ribeteados de azul y rojo, en los que se enviaban las cartas por avión y por barco hacía décadas. El papel de las cartas era fino, para que pesase menos y el importe del envío fuese más barato. Como consecuencia, en ligeras y pequeñas pilas de papel se acumulaban retazos de vidas apretadas en palabras que pugnaban por no salirse de los inexistentes márgenes.
Clarence leyó por enésima vez el trozo de papel escrito con caligrafía diferente a la de las cartas extendidas sobre la mesa del salón:
… yo ya no regresaré a F.º P.º, así que, si te parece, volveré a recurrir a los amigos de Ureka para que puedas seguir enviando tu dinero. Ella está bien, es muy fuerte, ha tenido que serlo, aunque echa en falta al bueno de su padre, que, lamento decirte, porque sé cuánto lo sentirás, falleció hace unos meses. Y tranquilo, que sus hijos también están bien, el mayor, trabajando, y el otro, aprovechando los estudios. Si vieras qué diferente está todo de cuando…
Eso era todo. Ni una fecha. Ni un nombre.
¿A quién iba dirigida esa carta?
El destinatario no podía pertenecer a la generación del abuelo porque la textura del papel, la tinta, el estilo y la caligrafía parecían más actuales. Por otro lado, la carta iba dirigida a un hombre, tal como dejaba claro el uso del adjetivo tranquilo, lo cual reducía el círculo a su padre, Jacobo, y a su tío Kilian. Por último, el papel había aparecido junto a una de las pocas cartas escritas por su padre. Qué extraño… ¿Por qué no se había conservado el texto completo? Se imaginó a Jacobo guardando la misiva para luego arrepentirse y decidir sacarla nuevamente sin percatarse de que un pedazo se rasgaba en el proceso. ¿Por qué habría hecho eso su padre? ¿Tan comprometedora era la información que allí aparecía?
Clarence levantó la vista del papel con expresión de aturdimiento, lo dejó sobre la gran mesa de nogal situada tras un sofá chester de cuero negro, y se frotó los doloridos ojos. Llevaba más de cinco horas leyendo sin parar. Suspiró y se levantó para arrojar otro trozo de leña al fuego. La madera de fresno comenzó a chisporrotear al ser acogida por las llamas. La primavera estaba siendo más húmeda de lo normal y el hecho de haber permanecido sentada tanto tiempo hacía que sintiese más frío. Estuvo unos segundos de pie con las manos extendidas hacia el hogar, se frotó los antebrazos y se apoyó en la repisa de la chimenea, sobre la que colgaba un trumeau rectangular de madera con una guirnalda tallada en la parte superior. El espejo le ofreció la imagen cansada de una joven con cercos oscuros bajo sus ojos verdes y mechones rebeldes de cabello castaño, que se habían soltado de la gruesa trenza, enmarcando un rostro ovalado en cuya frente la preocupación había dibujado pequeñas arrugas. ¿Por qué se había alarmado tanto al leer esas líneas? Sacudió la cabeza como si un escalofrío le recorriera el cuerpo, se dirigió de nuevo hacia la mesa y se sentó.
Había clasificado las cartas por autor y por orden cronológico, comenzando por las del año 1953, fecha en la que Kilian había escrito puntualmente cada quince días. El contenido casaba a la perfección con la personalidad de su tío: las cartas eran extremadamente detallistas en sus descripciones de la vida diaria, de su trabajo, del entorno y del clima. Contaba todo con pelos y señales a su madre y a su hermana. De su padre había menos cartas; en muchas ocasiones se limitaba a añadir tres o cuatro líneas a lo escrito por su hermano. Por último, las cartas del abuelo Antón eran escasas y cortas y estaban llenas de las formalidades típicas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, informando de que, a Dios gracias, estaba bien, deseando que todos estuvieran bien, también, y agradeciendo a quienes ayudaran entonces —algún familiar o vecino— en Casa Rabaltué su generosidad por hacerse cargo de una u otra cosa.
Clarence se alegró de que no hubiera nadie en casa. Su prima Daniela y su tío Kilian habían bajado a la ciudad para una revisión médica de este y sus padres no subirían hasta dentro de quince días. No podía evitar sentirse un poco culpable por lo que había hecho: leer las intimidades de aquellos que todavía vivían. Le resultaba muy extraño fisgar en lo que su padre y su tío habían escrito hacía décadas. Era algo que se solía hacer al ordenar los papeles de quienes habían fallecido. Y, de hecho, no le producía la misma extrañeza leer las cartas del abuelo, a quien ni siquiera había conocido, que las de Jacobo y Kilian. Ya sabía muchas de las anécdotas que acababa de leer, sí. Pero narradas en primera persona, con la letra inclinada y temblorosa de quien no está acostumbrado a la escritura, e impregnadas de una emoción contenida que intentaba ocultar de manera infructuosa unos más que evidentes sentimientos de añoranza, le habían provocado una mezcla de intensas emociones, hasta tal punto que en más de una ocasión se le habían llenado los ojos de lágrimas.
Recordaba haber abierto el armario oscuro del fondo del salón cuando era más joven y haber rozado las cartas con sus manos mientras se entretenía y curioseaba por entre aquellos documentos que le permitían diseñar la imagen de lo que había sido la centenaria Casa Rabaltué: recortes de prensa amarillos por el tiempo; folletos de viajes y contratos de trabajo; antiguos cuadernos de compraventa de ganado y arriendo de fincas; listados de ovejas esquiladas y corderos vivos y muertos; recordatorios de bautizos y funerales; felicitaciones navideñas con trazo inseguro y tinta borrosa; invitaciones y menús de boda; fotos de bisabuelos, abuelos, tíos abuelos, primos y padres; escrituras de propiedad desde el siglo XVII, y documentos de permuta de terrenos por parcelas edificables entre la estación de esquí y los herederos de la casa.
No se le había ocurrido prestar atención a las cartas personales por la sencilla razón de que, hasta entonces, le habían bastado los relatos de Kilian y Jacobo. Pero claro, eso era porque todavía no había asistido a un congreso en el que, por culpa de las palabras de unos conferenciantes africanos, unas sensaciones desconocidas e inquietantes para ella —hija, nieta y sobrina de coloniales— habían comenzado a anidar en su corazón. Desde aquel momento, se había despertado en ella un interés especial por todo aquello que tuviera que ver con la vida de los hombres de su casa. Recordó la repentina urgencia que le había entrado por subir al pueblo y abrir el armario, y la impaciencia que se iba apoderando de ella mientras sus obligaciones laborales en la universidad se empeñaban en retenerla contra su voluntad. Afortunadamente, había podido liberarse de todo en un tiempo récord, y la inusual circunstancia de que no hubiese nadie en la casa le había proporcionado la ocasión de leer los escritos una y otra vez con absoluta tranquilidad.
Se preguntó si alguien más habría abierto el armario en los últimos años; si su madre, Carmen, o su prima, Daniela, habrían sucumbido también a la tentación de hurgar en el pasado, o si su padre y su tío habrían sentido alguna vez el deseo de reconocerse en las líneas de su juventud.
Rápidamente desechó la idea. A diferencia de ella, a Daniela las cosas viejas le gustaban lo justo para admitir que le agradaba el aspecto antiguo de su casa de piedra y pizarra y sus muebles oscuros, sin más. Carmen no había nacido en ese lugar ni en esa casa, y nunca la había llegado a sentir como suya. Su misión, sobre todo desde la muerte de la madre de Daniela, era que la casa se conservase limpia y ordenada, que la despensa estuviera siempre llena, y que cualquier excusa sirviera para organizar una celebración. Le encantaba pasar largas temporadas allí, pero agradecía tener otro lugar de residencia habitual que sí era completamente suyo.
Y en cuanto a Jacobo y a Kilian, se parecían a todos los hombres de la montaña que había conocido: eran reservados hasta extremos enervantes y muy celosos de su intimidad. Resultaba sorprendente que ninguno de los dos hubiera decidido destruir todas las cartas, al igual que ella había hecho con los diarios de su adolescencia, como si con ese acto de destrucción se pudiera borrar lo sucedido. Clarence sopesó varias posibilidades. Quizá eran conscientes de que no había realmente nada en ellas, aparte de unos fuertes sentimientos de nostalgia, que las convirtiera en candidatas al fuego. O tal vez hubieran conseguido olvidar lo allí narrado —cosa que dudaba, dada la tendencia de ambos a hablar continuamente de su isla favorita— o, simplemente, se habían olvidado de su existencia, como suele pasar con los objetos que uno va acumulando a lo largo de su vida.
Fueran cuales fueran las razones por las que esas cartas se habían conservado, tendría que averiguar lo sucedido —si es que había sucedido algo— precisamente por lo no escrito, por los interrogantes que le planteaba ese pequeño pedazo de papel que reposaba en sus manos y que pretendía alterar la aparentemente tranquila vida de la casa de Pasolobino.
Sin levantarse de la silla, extendió el brazo hacia una mesita sobre la que reposaba una pequeña arca, abrió uno de sus cajoncitos y extrajo una lupa para observar con mayor detenimiento los bordes del papel. En el extremo inferior derecho se podía apreciar un pequeño trazo de lo que parecía un número: una línea vertical cruzada por un guión.
Luego… el número bien podría ser un siete.
Un siete.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa.
Un número de página resultaba improbable. Tal vez una fecha: 1947, 1957, 1967. Hasta lo que había podido averiguar, ninguna de las tres encajaba con los hechos descritos en las cartas que configuraban el emotivo legado de la vida colonial de unos españoles en una plantación de cacao.
En realidad, nada le había llamado tanto la atención como esas líneas en las que un tercer personaje, desconocido para ella, decía que no regresaría con la misma frecuencia, que alguien enviaba dinero desde Casa Rabaltué, que tres personas a quienes el destinatario de la misiva —¿Jacobo?— conocía estaban bien, y que un ser querido había fallecido.
¿A quién podía enviarle dinero su padre? ¿Por qué habría de preocuparle que alguien de allí estuviera bien o, más concretamente, que le fuera bien en los estudios o en el trabajo? ¿Quién sería esa persona cuyo fallecimiento habría sentido tanto? Los amigos de Ureka, decía la nota… No había oído nunca el nombre de ese lugar, si es que era un lugar… ¿Tal vez una persona? Y lo más importante de todo: ¿quién era ella?
Clarence había escuchado cientos de historias de la vida de los hombres de Casa Rabaltué en tierras lejanas. Se las sabía de memoria porque cualquier excusa era buena para que Jacobo y Kilian hablasen de su paraíso perdido. La que ella creía que era la historia oficial de los hombres de su casa adoptaba siempre la forma de leyenda que comenzaba hacía décadas en un pequeño pueblo del Pirineo, continuaba en una pequeña isla de África y terminaba de nuevo en la montaña. Hasta ese momento, en que unos interrogantes surgían de la lectura de un pequeño pedazo de papel para aumentar su curiosidad, a Clarence ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haber sido al revés: que hubiera comenzado en una pequeña isla de África, que hubiera continuado en un pequeño pueblo del Pirineo y que hubiera terminado de nuevo en el mar.
No, si ahora iba a resultar que se habían olvidado de contarle cosas importantes… Clarence, presa de la tentación de dejarse llevar por pensamientos novelescos, frunció el ceño mientras repasaba mentalmente las personas de las que hablaban Jacobo y Kilian en sus narraciones. Casi todas tenían que ver con su entorno más cercano, lo cual no era de extrañar, pues el iniciador de esa exótica aventura había sido un joven aventurero del valle de Pasolobino que había zarpado a tierras desconocidas a finales del siglo XIX, en fechas cercanas a los nacimientos de los abuelos, Antón y Mariana. El joven había amanecido en una isla del océano Atlántico situada en la entonces conocida como bahía de Biafra. En pocos años había amasado una pequeña fortuna y se había hecho propietario de una fértil plantación de cacao que se exportaba a todo el mundo. Lejos de allí, en las montañas del Pirineo, hombres solteros y matrimonios jóvenes decidieron ir a trabajar a la plantación de su antiguo vecino y a la ciudad cercana a la plantación.
Cambiaron verdes pastos por palmeras.
Clarence sonrió al imaginarse a esos hombres rudos y cerrados de la montaña, de carácter taciturno y serio, poco expresivos y acostumbrados a una gama cromática limitada al blanco de la nieve, al verde de los pastos y al gris de las piedras, descubriendo los colores llamativos del trópico, las oscuras pieles de los cuerpos semidesnudos, las construcciones livianas y la caricia de la brisa del mar. Realmente todavía le seguía sorprendiendo imaginar a Jacobo y a Kilian como a los protagonistas de cualquiera de los muchos libros o películas sobre las colonias en los que se representaba el contexto colonial según los ojos del europeo; en este caso, desde la perspectiva de sus propios familiares. Su versión era la única que conocía.
Clara e incuestionable.
La vida diaria en las plantaciones de cacao, las relaciones con los nativos, la comida, las ardillas voladoras, las serpientes, los monos, las grandes lagartijas de colores y el jenjén; las fiestas de los domingos, el tam-tam de las tumbas y dromas…
Eso era lo que les contaban. Lo mismo que aparecía escrito en las primeras cartas del tío Kilian.
¡Cuánto trabajaban! ¡Qué dura era la vida allí!
Incuestionable.
… Sus hijos también están bien…
La fecha tendría que ser 1977, o 1987, o 1997…
¿Quién podría aclararle el significado de esas líneas? Pensó en Kilian y Jacobo, pero rápidamente tuvo que admitir que le daría mucha vergüenza reconocer que había leído todas las cartas. Alguna vez la curiosidad le había hecho plantear preguntas atrevidas en alguna cena familiar en la que surgiera el tema del pasado colonial, pero ambos habían desarrollado una oportuna habilidad para desviar las conversaciones hacia los asuntos generales e inocentes que a ellos les satisfacían más. Entrar a saco con una pregunta relacionada directamente con esas líneas y esperar una respuesta clara, sincera y directa era mucho esperar.
Encendió un cigarrillo, se levantó y se dirigió hacia la ventana. La abrió un poco para que el humo saliera y respiró el aire fresco de ese día lluvioso que humedecía levemente la pizarra oscura de los tejados de las casas de piedra que se apretaban bajo las ventanas de su casa. El alargado casco antiguo de Pasolobino todavía conservaba un aspecto similar al de las fotografías en blanco y negro de principios del siglo XX, aunque la mayoría de las casi cien casas habían sido rehabilitadas y en las calles se había sustituido el empedrado por el enlosado. Fuera de los límites del pueblo, cuyo origen se remontaba al siglo XI, se extendían las urbanizaciones de bloques de apartamentos turísticos y hoteles que la estación de esquí había traído consigo.
Dirigió la mirada hacia las cumbres nevadas, hacia la frontera donde terminaban los abetos y comenzaba la roca, oculta aún por el manto blanco. El baile de las brumas ante las cimas ofrecía un panorama precioso. ¿Cómo podían haber resistido tantos años los hombres de su familia lejos de esas magníficas montañas, del olor matinal de la tierra húmeda y el silencio apaciguador de la noche? Algo atrayente tenía que haber en ese esplendor que se desplegaba ante sus ojos cuando todos los que habían viajado a la isla habían terminado por regresar antes o después…
Entonces, de repente, le vino a la mente la imagen de la persona a quien preguntar. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
¡Julia!
¡Nadie como ella para resolver sus dudas! Cumplía todos los requisitos: había estado presente en momentos del pasado de su familia; había vivido en la isla en esas fechas; compartía el tono de la añoranza por el esplendor perdido y la seducción de lo exótico de las narraciones de Jacobo y Kilian; y siempre estaba dispuesta para una larga conversación con Clarence, a quien trataba con un afecto casi maternal desde que era pequeña, quizá porque solo había tenido hijos varones.
Se giró rápidamente buscando un cenicero y apagó el cigarrillo antes de salir del salón y dirigirse a su despacho para llamar a Julia por teléfono. Al cruzar por el gran vestíbulo que servía de distribuidor hacia las diferentes estancias de la casa, y por el que también se accedía a las escaleras que conducían a los dormitorios de la planta superior, no pudo evitar detenerse ante el enorme cuadro que lucía sobre una gran arca de madera tallada a mano con el primor de los artesanos del siglo XVII, una de las pocas joyas de mobiliario que había sobrevivido al paso de los años para recordar la nobleza perdida de su casa.
El cuadro mostraba el árbol genealógico de su familia paterna. El primer nombre que se podía leer en la parte inferior y que databa de 1395, Kilian de Rabaltué, seguía intrigando a Clarence. Que el nombre de un santo irlandés que había recorrido Francia para terminar en Alemania fuera el nombre del fundador de su casa era un misterio que nadie de la familia podía explicar. Probablemente ese Kilian cruzara de Francia a Pasolobino por los Pirineos y él, su gen viajero y los reflejos cobrizos de su cabello se establecieran allí. A partir de esas tres palabras, aparecía dibujado un largo tronco que se extendía verticalmente hacia arriba, del cual salían las ramas horizontales con las hojas en las que aparecían escritos los nombres de los hermanos y hermanas con sus esposas y esposos y los descendientes de las siguientes generaciones.
Clarence se detuvo en la generación de su abuelo, la pionera de la aventura en tierras lejanas, y repasó con la vista las fechas. En 1898 había nacido su abuelo, Antón de Rabaltué, quien se había casado en 1926 con Mariana de Malta, nacida en 1899. En 1927 nació su padre. En 1929 nació su tío, Kilian, y en 1933 su tía, Catalina.
Pensó que los árboles genealógicos podían ser muy previsibles en esas tierras. Había pocas variaciones. Se sabía perfectamente de dónde procedía cada persona. En la casilla correspondiente aparecía su fecha de nacimiento, nombre y apellidos, y su casa natal. A veces los apellidos eran sustituidos por el nombre de la casa y de la aldea de procedencia, puesto que muchos de los nuevos candidatos a gozar de casilla provenían de pueblos vecinos. El tronco central del árbol conducía la vista desde el primer Kilian hasta los últimos herederos en línea directa. Lo normal era que los nombres se repitieran generación tras generación, evocando épocas pasadas de condes y damas —porque los nombres antiguos en papeles antiguos tenían la extraña habilidad de excitar la imaginación de la joven—: Mariana, Mariano, Jacoba, Jacobo, algún Kilian, Juan, Juana, José, Josefa, alguna Catalina, Antón, Antonia… Leyendo árboles genealógicos, una de sus grandes pasiones, Clarence se podía imaginar cómo fluía la vida sin grandes cambios: nacer, crecer, reproducirse y morir. La misma tierra y el mismo cielo.
Sin embargo, los últimos nombres que aparecían en el árbol suponían una clara ruptura con un pasado supuestamente petrificado. Los nombres de Daniela y Clarence rompían la monotonía de los anteriores. Era como si al nacer ambas algo ya estuviera cambiando, como si sus progenitores las estuvieran marcando de alguna manera con unas palabras cargadas de significado para ellos. Habían sabido ya mayores que Kilian había elegido el nombre de Daniela sin que su mujer, Pilar, pudiera argumentar nada para impedirlo. Era un nombre que a él le había gustado siempre y punto. Por otro lado, la explicación para el nombre de Clarence había que buscarla en su madre, gran lectora de novela romántica, que había hurgado entre el pasado viajero de su marido hasta dar con un nombre lo suficientemente contundente como para satisfacerla: Clarence de Rabaltué. Por lo visto, Jacobo no había puesto objeciones, tal vez porque ese nombre, que correspondía a una antigua ciudad africana, le hacía recordar cada día su relación con ese pasado idílico al que tantas veces aludían tanto él como Kilian.
Frente a ese cuadro, por un momento, Clarence abrió mentalmente unas nuevas casillas en las líneas inmediatamente superiores a la suya y a la de su prima. ¿Cómo se llamarían las siguientes generaciones, si es que las había? Sonrió para sus adentros. Definitivamente, a la velocidad que iba ella, pasarían años antes de que se completara una nueva línea, lo cual era una pena porque ella entendía la vida como una larga cadena en la que todos los eslabones con nombres y apellidos creaban una sólida y larga unidad. No podía comprender que hubiera quien desconociera a los antepasados de generaciones anteriores a la de sus abuelos. Pero claro, no todos tenían lo que para ella era la suerte de haber crecido en un entorno cerrado, controlado y anotado al que acudir cuando la vida la desorientaba con sus indecisiones. En su caso, su comprensible pero un tanto exagerado apego hacia su casa natal, su valle y sus montañas traspasaba y superaba lo meramente genético para convertirse en algo más profundo y espiritual que calmaba su aprensión existencial a la intrascendencia. Tal vez por ese deseo de formar parte de una íntima conexión entre pasado y futuro, Clarence había conseguido enfocar su vida laboral, dedicada a la investigación lingüística, hacia el estudio del pasolobinés. La reciente defensa de su tesis doctoral, por cuya razón estaba exhausta y saturada del mundo académico, la había convertido no solo en la persona del mundo que más sabía a nivel teórico sobre esa lengua al borde de la extinción, sino también en guardiana de una parte de su herencia cultural, de lo cual se sentía muy orgullosa.
No obstante, tenía que admitir que en ocasiones se lamentaba de la cantidad de tiempo de vida real que tanto estudio le había quitado. Sobre todo en cuanto a relaciones, porque lo cierto era que su vida amorosa era un desastre. Por una razón u otra, sus noviazgos nunca conseguían traspasar la barrera de los doce meses, algo en lo que coincidía con Daniela, solo que a esta no parecía afectarle tanto, quizá por ser seis años más joven o simplemente por su naturaleza paciente. Se sonrió de nuevo al pensar en la suerte que habían tenido ambas, hijas únicas, de haber crecido prácticamente juntas. ¿Qué hubiera hecho ella sin ese regalo que el cielo le había enviado para sustituir a todas sus muñecas infantiles? A pesar de ser tan diferentes física y emocionalmente, se sentían como hermanas inseparables y, como tales, habían compartido miles de vivencias y anécdotas. Recordó el código de honor que habían pactado cuando la diferencia de edad dejó de ser un impedimento para salir juntas de fiesta: en caso de que las dos se sintieran atraídas por el mismo joven, tenía vía libre aquella que lo hubiera conocido primero. Afortunadamente, por sus caracteres —Daniela era más tímida, más práctica y aparentemente menos apasionada—, y por sus gustos —a Clarence le atraían inexistentes hombres solitarios y misteriosos de cuerpos musculosos y a su prima los reales—, no había sido necesario poner a prueba su fidelidad.
Suspiró y dejó que la imaginación volara unos segundos, solo eso, unos segundos, para completar las casillas de sus invisibles descendientes.
De pronto, un leve escalofrío recorrió su cuerpo, como si alguien hubiera soplado sobre su nuca o se la hubiera acariciado con una pequeña pluma. Dio un respingo y se giró rápidamente. Durante unas décimas de segundo se sintió aturdida, incluso atemorizada, por haber sentido la presencia de alguien, lo cual era ridículo, razonó enseguida, porque sabía que nadie volvería hasta dentro de unos días y todas las puertas estaban bien cerradas: no era excesivamente miedosa —tal vez más de lo que le gustaría—, pero tomaba sus precauciones.
Sacudió la cabeza para alejar los absurdos pensamientos de los últimos minutos y se centró en lo que tenía que hacer, que era telefonear a Julia. Cruzó una de las puertas de cuarterones en forma de rombo de la salita, la que estaba situada bajo la amplia escalera de peldaños de madera que conducía al piso superior, y entró en su despacho, dominado por una ancha mesa americana de roble sobre la que estaba su móvil.
Miró el reloj y calculó que a esas horas Julia, una mujer bastante metódica, ya habría llegado a casa de la iglesia. Cuando estaba en Pasolobino, todos los días acudía con una amiga a misa de cinco, daba una vuelta por el pueblo y se tomaba un chocolate antes de regresar a su casa en coche.
Para su extrañeza, Julia no contestó. Decidió llamarla al móvil y la localizó tan concentrada jugando a las cartas en casa de otra amiga que apenas conversaron. Lo justo para quedar al día siguiente. Se sintió un poco desilusionada. No le quedaba más remedio que esperar.
Tendría que esperar un día.
Decidió regresar al salón y ordenar todos los papeles que había extendido. Devolvió las cartas a su sitio y se guardó el pedazo de papel en la cartera.
Después del entretenimiento de las últimas horas, de pronto no sabía qué hacer para pasar lo que quedaba del día. Se sentó en el chester frente al fuego, se encendió otro cigarrillo, y pensó en cómo había cambiado todo desde que Antón, Kilian y Jacobo fueron a la isla, sobre todo el concepto del tiempo. Las personas de la generación de Clarence tenían el ordenador, el correo electrónico y el teléfono para contactar al instante con sus seres queridos. Eso les había convertido en seres impacientes: no se llevaban bien ni con la incertidumbre ni con la espera, y cualquier pequeño retraso en la satisfacción de sus deseos se convertía en una lenta tortura.
En esos momentos, lo único que le interesaba a Clarence era que Julia le pudiera decir algo que explicara el sentido de esas pocas líneas que en su mente se traducían en una única idea: su padre podría haber estado enviando dinero a una mujer con cierta frecuencia.
El resto de su vida había pasado de golpe a un segundo plano.
Al día siguiente, a las cinco y media en punto, Clarence estaba en la puerta de la iglesia esperando a que Julia saliera. Apenas llevaba unos minutos contemplando la majestuosa silueta de la torre románica recortada contra el cielo cuando la puerta se abrió y comenzaron a salir las pocas personas que asistían a los oficios entre semana, y que la saludaron con familiaridad. Enseguida localizó a Julia, una mujer menuda, sencilla pero perfectamente arreglada, con su corta melena castaña recién peinada en la peluquería y un bonito pañuelo alrededor del cuello. Julia se acercó a ella con una amplia sonrisa.
—¡Clarence! ¡Cuántos días sin verte! —Le dio dos afectuosos y sonoros besos y pasó su brazo por el de la joven para comenzar a caminar en dirección a la salida del recinto, rodeado de un muro de piedra coronado por una alta verja de forja—. Perdona que ayer no te hiciera mucho caso, pero me llamaste en plena revancha. ¿Cómo es que estás por aquí? ¿Y el trabajo?
—Este cuatrimestre tengo pocas clases —respondió Clarence—. Es lo bueno de la universidad. Me organizo para tener temporadas libres y poder investigar. Y tú, ¿te vas a quedar mucho tiempo esta vez?
La familia materna de Julia era oriunda del valle de Pasolobino y ella todavía conservaba una de las muchas casas emplazadas en medio de los campos a unos kilómetros del pueblo. Su madre se había casado con un hombre de un valle vecino y ambos se habían ido a trabajar a África cuando ella era muy pequeña, dejándola al cuidado de los abuelos hasta que el negocio de ferretería comenzó a ir bien y decidieron llevársela con ellos. Allí, Julia se había casado y había dado a luz a sus dos hijos. Después de instalarse definitivamente en Madrid, ella y los niños habían disfrutado de cortas vacaciones en Pasolobino a las que se sumaba su marido de manera ocasional. Desde que había enviudado hacía un par de años, sus estancias en su valle natal eran cada vez más largas.
—Por lo menos hasta octubre. Es lo bueno de tener a los hijos mayores, que ya no me necesitan. —Sonrió con picardía antes de añadir—: Y así no me pueden dejar a los nietos a todas horas.
Clarence rio abiertamente. Le gustaba Julia. Era una mujer de carácter fuerte, aunque físicamente no diera esa imagen. También era culta, observadora, reflexiva y sensible, muy abierta y agradable al trato, con un punto incluso de sofisticación que la hacía destacar sobre las demás mujeres del pueblo. Clarence estaba convencida de que esto se debía tanto a su pasado viajero como a sus años en la capital. No obstante, Julia se sentía en Pasolobino como si nunca se hubiera ido, y su sencillez hacía de ella una mujer apreciada. A pesar de su comentario sobre los hijos y nietos, no podía evitar estar siempre pendiente de lo que les pasaba a los demás y ofrecer su ayuda en caso necesario.
—¿Te apetece un chocolate caliente? —sugirió Clarence.
—¡El día que no me apetezca, ya puedes empezar a preocuparte!
Caminaron tranquilamente por las callejuelas dominadas por el gris de las piedras, dejaron atrás el casco antiguo del pueblo y tomaron la amplia avenida que vertebraba la parte nueva, con altas farolas y edificios de cuatro y cinco alturas, hasta el único establecimiento de Pasolobino donde —según la experta Julia— el chocolate era auténtico porque superaba la prueba de dar la vuelta a la taza sin que se derramase. «Cuando has crecido tomando cacao puro —solía decir—, es imposible aceptar sucedáneos».
Durante el trayecto conversaron de cuestiones triviales, del tiempo y del trabajo de la joven, y se pusieron al día sobre los diferentes miembros de sus familias. Clarence creía percibir siempre una ligera variación en el tono de voz de Julia cuando preguntaba por Kilian o por Jacobo. Era algo muy tenue, nada importante, pero precedido por un nervioso carraspeo que solo se producía antes de las preguntas recurrentes en sus conversaciones:
—Hace días que no veo a tu tío. ¿Se encuentra bien?
—La verdad es que está bastante bien, gracias. Empieza a tener alguna gotera, pero nada importante.
—¿Y qué vida lleva tu padre? ¿Es que no sube?
—Sí que sube, sí, pero no con tanta frecuencia como antes. Dice que cada vez le da más pereza conducir.
—¡Con lo que le han gustado los coches!
—Yo creo que con los años se nos está haciendo friolero y espera a que llegue el buen tiempo.
—Bueno, eso nos pasa a todos. Y lo cierto es que hay que tenerle mucho amor a esta tierra para resistir este clima tan salvaje…
«Clima —pensó Clarence—. Contraste entre el calor tropical y el frío de Pasolobino».
Supo que esa era una buena excusa para desviar fácilmente la conversación hacia lo que le interesaba.
—Pues sí —asintió—. Y más si has vivido en el trópico, ¿eh?
—Mira, Clarence, te voy a decir una cosa. —Julia se detuvo ante la chocolatería y se giró hacia la joven—. Si no fuera por todas las circunstancias…, en fin, por cómo nos tuvimos que ir, quiero decir…
La entrada al establecimiento sirvió de pausa. Clarence la guio al interior amablemente sin interrumpirla, encantada de que hubiera picado el anzuelo.
—… Me hubiera quedado allí…
Se acercaron a la mesa libre más cercana al ventanal, se quitaron las chaquetas, bolsos y pañuelos de cuello y se sentaron.
—Porque aquellos fueron los mejores años de mi vida…
Suspiró, hizo un gesto con las manos al camarero indicándole que tomarían dos tacitas, pero reparó en que no había consultado a Clarence. La miró y esta asintió a la par que aprovechaba para llevar las riendas de la conversación.
—¿Sabes dónde estuve hace poco?
Julia arqueó las cejas en actitud interrogante.
—En un congreso en Murcia sobre literatura hispano-negro-africana. —Clarence se percató del gesto de extrañeza de su amiga—. Sí, a mí también me chocó al principio. Me costó entender el término. Conocía algo de literatura de africanos que escribían en inglés, en francés, e incluso en portugués, pero no en castellano.
—No tenía ni idea. —Julia se encogió de hombros—. Bueno, la verdad es que tampoco me lo había planteado.
—Pues por lo visto hay una gran producción literaria desconocida tanto allí como aquí, entre otros motivos, porque esos escritores han estado años en el olvido.
—¿Y a qué fuiste? ¿Tiene algo que ver con tu investigación universitaria?
Clarence titubeó.
—Sí y no. La verdad es que después de acabar la tesis no sabía muy bien por dónde tirar. Un compañero me comentó lo del congreso y aquello me dio que pensar. ¿Cómo es posible que ni siquiera me hubiera planteado ciertas cosas después de toda la vida escuchando las anécdotas de papá y tío Kilian? Francamente, me sentí un poco mal. A cualquier otra persona le tendría que haber sorprendido, pero a mí no.
Cogió la taza de chocolate entre las manos. Estaba tan caliente que tuvo que soplar varias veces antes de poder probarlo. Julia permanecía en silencio observando cómo la joven cerraba los ojos para saborear de la manera que ella le había enseñado la mezcla dulce y amarga.
—¿Y aprendiste algo? —preguntó por fin, con un interés real—. ¿Te gustó?
Clarence abrió los ojos y dejó la tacita sobre el plato.
—Disfruté mucho —respondió—. Había escritores africanos residentes en España, otros que vivían fuera en diferentes países, y los de aquí, que estábamos descubriendo un mundo nuevo. Se habló de muchas cosas, especialmente de la necesidad de dar a conocer sus obras y su cultura. —Se detuvo para comprobar que a Julia no le aburría su explicación y resumió—: En fin, que fue todo un descubrimiento percatarse de la existencia de africanos con los que compartimos la misma lengua y la misma gramática. Chocante, ¿no? Digamos que los temas tratados diferían bastante de las historias que he escuchado en casa.
Julia frunció el ceño.
—¿En qué sentido?
—Evidentemente, se habló mucho de la época colonial y poscolonial; de la herencia ideológica que había condicionado su vida; de la admiración, el rechazo, e incluso el rencor hacia quienes les habían obligado a cambiar el curso de su historia; de sus problemas de identidad y sus traumas; de los intentos por recuperar el tiempo perdido; de las experiencias del exilio y del desarraigo; y de la multiplicidad étnica y lingüística. Vamos, nada que ver con lo que yo creía que sabía… ¡Y no creo que hubiera muchas hijas de coloniales en ese congreso! Yo, desde luego, ni abrí la boca. Me daba un poco de vergüenza… ¿Sabes? Incluso un profesor americano nos recitó poesía en su lengua materna, el bubi… —Metió la mano en su bolso, sacó un bolígrafo y cogió una servilleta de papel—, que, en realidad, se escribe así, böóbë.
—Bubi, sí —repitió Julia—. Un escritor bubi… Reconozco que me sorprende… No me imaginaba yo…
—Ya, ya… —la interrumpió Clarence—. ¡Qué me vas a contar! Mi perrito de la infancia se llamaba Bubi. —Bajó un poco la voz—. Papá le puso ese nombre…
—Sí, poco apropiado, la verdad. Muy típico de Jacobo. Claro que… —intentó justificar— eran otros tiempos…
—No tienes por qué darme explicaciones, Julia. Te cuento todo esto para que entiendas que fue como si de pronto abriera los ojos y viera las cosas desde otro lado. Empecé a darle vueltas a la cabeza y se me ocurrió que a veces también es necesario saber preguntar, que no basta con creerse a pies juntillas todo lo que nos dicen.
Metió de nuevo la mano en el bolso de ante claro y extrajo su cartera, que colocó sobre la mesa y abrió para coger el fragmento de papel que había encontrado en el armario. Creía que el preámbulo había sido más que suficiente para guiar a Julia en la dirección de su propósito inicial, que no era otro que averiguar quién y por qué lo había escrito. Miró fijamente a su amiga y soltó:
—Julia, he estado ordenando papeles por casa y me he encontrado esto entre la correspondencia de papá.
Le extendió el fragmento mientras le explicaba sus razones para creer que había sido escrito en algún momento de la década de los años setenta u ochenta. De pronto se calló al ver la expresión de la mujer.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, alarmada.
Julia estaba pálida. Muy pálida. El papel temblaba en sus manos como una hoja otoñal y, a pesar de sus evidentes intentos por controlarse, una lágrima comenzó a resbalar traicionera por su mejilla. Clarence se asustó y extendió el brazo para tomar la mano de su amiga.
—¿Qué pasa? ¿He dicho algo que te haya molestado? —dijo, preocupada e intrigada a la vez—. Te aseguro que no era mi intención. ¡No sabes cuánto lo siento!
¿Por qué razón reaccionaba así Julia?
Pasaron unos segundos en silencio, Clarence intentando consolarla y Julia haciendo esfuerzos por controlar su emoción. Finalmente, Julia levantó los ojos hacia la joven y le explicó:
—No pasa nada. Tranquila. Una tontería de vieja sentimental. Es que la letra es de mi marido y me he emocionado al verla.
—¿De tu marido…? —preguntó Clarence, extrañada—. ¿Y sabes qué quiere decir? ¿A quién se puede referir? —No podía detener ya su curiosidad—. Habla de dos personas y de su madre, y de otra persona fallecida, cuatro, son cuatro…
—Sé leer, Clarence —la interrumpió Julia, llevándose un pañuelo a los ojos para secarse las lágrimas.
—Sí, perdona, es que es muy extraño. Tu marido escribiendo esta carta a papá.
—Bueno, se conocían —alegó Julia en tono neutro.
—Sí, pero que yo sepa no se carteaban —replicó la otra, recogiendo el pequeño escrito—. Se veían cuando subíais aquí de vacaciones. Hubiera encontrado otras cartas, digo yo. Pero no, solo esto.
Julia giró la cabeza para escapar de la mirada inquisidora de Clarence. Parecía observar con detenimiento a cuantos pasaban por la calle, pero en realidad su mente se había trasladado a otra época y a otro lugar. Por unos instantes, los sólidos edificios de piedra, madera y pizarra se volvieron de color blanco y los fresnos cercanos se convirtieron en palmeras y ceibas. No había pasado ni un solo día de su vida sin dedicarle un pensamiento a su querida porción de África. Hacía apenas unos minutos le había recordado a Clarence que allí había pasado los años más intensos de su vida. Era injusto reconocer eso, cuando se tenía que sentir más que agradecida por lo bien que le había tratado la vida en general dándole unos hijos y nietos maravillosos y una vida cómoda. Pero, en el fondo de su corazón, eran los recuerdos de esos años pasados allí los que surgían cuando despertaba cada mañana. Solo alguien que hubiera pasado por su misma situación podría comprenderla; alguien como Jacobo o Kilian.
A pesar de todo lo que habían vivido, ella estaba convencida de que no habían tenido un solo día de paz.
¿Qué debía responder a Clarence? ¿Era su interés completamente inocente? ¿En verdad no sabía nada? ¿Le habrían dicho algo Jacobo o Kilian? Tal vez ahora, a sus años, no pudieran evitar que una oculta parte de sus conciencias, o de sus corazones, buscara la luz. ¿Qué habría hecho ella? ¿Cómo podría haber vivido toda su vida con semejante carga?
Emitió un profundo suspiro y se giró de nuevo hacia Clarence, que no había dejado de observarla ni un segundo. Los ojos de la joven, de un profundo verde oscuro, idénticos a los de Jacobo y Kilian, embellecían y suavizaban un rostro de rotundas facciones enmarcado por una preciosa melena ondulada de color castaño que ese día no llevaba recogida en una trenza. La conocía desde pequeña y sabía lo insistente y convincente que podía ser.
—¿Y por qué no le preguntas a tu padre?
Clarence se sorprendió al escuchar esa pregunta tan directa. La reacción de Julia estaba consiguiendo que se reafirmase en su convencimiento de que allí había gato encerrado. Parpadeó varias veces sin saber muy bien qué responder, bajó la vista y comenzó a cortar una servilleta de papel en pedacitos.
—La verdad, Julia, es que me da vergüenza. No sé cómo plantearlo. Si le enseño la nota, sabrá que he fisgado entre sus cosas. Y si guarda algún secreto, no creo que me lo cuente sin más, así, de repente, después de tantos años.
Se enderezó en la silla y suspiró.
—En fin. No quiero ponerte en ningún compromiso. Pero sería una pena que algo tan importante cayera en el olvido más cruel… —añadió en un tono intencionadamente lastimoso.
Clarence esperaba que Julia le respondiera de manera firme que perdía el tiempo, que no había ningún secreto que revelar y que se estaba montando una película en su cabeza que no tenía nada que ver con la realidad. En lugar de eso, Julia permanecía en silencio dándole vueltas a la cabeza a una pregunta:
«¿Por qué ahora?».
Tras la ventana, se representaba la pelea anual típica del mes de abril en la que unos débiles rayos de sol del atardecer luchaban por disolver las minúsculas gotas acristaladas de la intermitente lluvia.
«¿Por qué ahora?».
Recordó cómo su marido protestaba por la mala influencia que —según él— los brujos ejercían sobre los nativos. «No he visto cosa más simple —decía— que los dioses de esta gente. ¿Tan difícil resulta comprender la causa y el efecto? En la vida y en la ciencia, una serie de circunstancias motivan que los hechos sucedan de una manera y no de otra. Pero no, para estos ni hay causa ni hay efecto. Solo la voluntad de los dioses y se acabó».
Tal vez había llegado el momento, sí, pero no sería ella quien traicionara a Kilian y a Jacobo. Si Dios o los dioses bubis así lo habían dispuesto, sería Clarence quien descubriera la verdad antes o después. Y mejor antes que después, porque a ellos ya no les quedaba mucho tiempo.
—Escucha, Clarence —dijo al fin—. Esta carta la escribió mi marido en el año 1987. Lo recuerdo perfectamente porque fue en ese viaje cuando supo que un viejo conocido había muerto. —Hizo una pausa—. Si tanto te interesa el significado de esta nota, ve allí y busca a alguien un poco mayor que tú que se llame Fernando. Solo uno de esos hijos que se nombran es el que te interesa. Es probable que en Sampaka aún conserven los archivos porque la plantación sigue funcionando, de aquella manera, pero sigue ahí. No creo que lo destruyeran todo, bueno, esto no puedo afirmarlo con rotundidad. Busca a Fernando. Aquello es tan pequeño como este valle, no puede ser tan difícil…
—¿Quién es ese Fernando? —preguntó una Clarence con los ojos brillantes mientras señalaba con el dedo una de las líneas del fragmento de papel—. ¿Y por qué debo buscarlo en Sampaka?
—Porque nació allí. Y es todo lo que te diré, querida Clarence, te pongas como te pongas —respondió Julia con firmeza. Bajó la vista y se entretuvo unos instantes acariciando la mano de Clarence, quien había tomado de nuevo la suya en un gesto de agradecimiento y afecto—. Si quieres saber más, es con tu padre con quien tienes que hablar. Y si Jacobo se entera de lo que te he dicho, negaré haber hablado contigo de esto. ¿Está claro?
Clarence asintió con resignación; una resignación que pronto cedió ante una incipiente ilusión.
En su cabeza se repetían una y otra vez las palabras que la acompañarían de manera obsesiva los próximos días:
«Ve a Sampaka, Clarence. ¡A Sampaka!».
—Tengo algo muy importante que deciros.
Clarence esperó a que los comensales le prestaran atención. Los diferentes miembros de su risueña y habladora familia estaban sentados alrededor de la mesa rectangular de madera como siempre lo hacían. Situado a la cabecera, el tío Kilian presidía todas las comidas y cenas desde que ella podía recordar. Aunque Jacobo era mayor que él, Kilian había asumido el papel de cabeza de familia y, por lo que parecía, aquel había aceptado complacido una situación que le permitía seguir vinculado a su casa natal sin más obligaciones que las propias de las relaciones familiares cercanas. Todos los presentes sentían la casa como suya, pero Kilian se encargaba de su mantenimiento, del arriendo de las tierras para pastos, ahora que ellos ya no tenían ni vacas ni ovejas, de decidir si era conveniente vender una finca o no a la creciente estación de esquí, y fundamentalmente, de mantener las tradiciones, costumbres y celebraciones de una casa que, como todas las demás del pueblo, veía modificada su historia por un progreso en forma de turismo que, paradójicamente, la había salvado de su desaparición.
A la derecha de Kilian, el trabajador infatigable, se sentaba Jacobo. A pesar de que sobrepasaban los setenta años, ambos hermanos continuaban siendo hombres grandes y fuertes —Jacobo lucía además un abultado abdomen— y se sentían orgullosos de conservar su abundante cabello negro aunque muy mechado de canas. A la derecha de Jacobo siempre se sentaba su esposa, Carmen, una guapa y alegre mujer de mediana estatura, cutis liso y sonrosado y corta melena teñida de rubio. A la izquierda de Kilian, frente a Jacobo, se sentaba la responsable y pragmática Daniela, heredera del cabello oscuro con reflejos cobrizos de su padre, Kilian, y —según contaban los mayores del pueblo— de los rasgos finos y delicados de su madre, Pilar. Finalmente, en el extremo opuesto de la mesa, frente a Kilian, siempre se sentaba Clarence, de manera que esta había aprendido a interpretar los gestos y rituales de su tío en cada comida. Le resultaba fácil distinguir si estaba de buen humor o no según plegase la servilleta de una u otra forma, o según fijase su vista más o menos rato en un objeto de la mesa.
Transcurridos unos minutos, Clarence comprendió que su intervención había pasado completamente desapercibida. Hacía días que no coincidían todos por una razón u otra y la cena se había convertido en la típica reunión en la que la conversación fluía y unos y otros intervenían y se reían o se llevaban la contraria y discutían. En esos momentos, sus padres y su prima continuaban repasando la vida de los vecinos y las últimas novedades de Pasolobino, pero su tío permanecía ensimismado. Clarence tomó un sorbo de su copa de vino mientras admitía para sus adentros que se entendía mejor con su tío que con su propio padre. Kilian le resultaba cercano y vulnerable pese a su apariencia de hombre silencioso, duro y distante. Jacobo tenía más sentido del humor, sí, pero también era un humor variable que se convertía en mal genio sin previo aviso, especialmente cuando no podía imponer su opinión. Afortunadamente para el resto de la familia, Carmen había desarrollado una increíble destreza para capear los temporales y conseguir que todas las conversaciones terminasen bien, confundiendo hábilmente a su marido para que tuviese la impresión de que lo que decía no era ni del todo rechazado ni del todo aplaudido.
¿Cómo reaccionaría su padre cuando supiera lo que iba a hacer? Después de otro sorbo de vino para infundirse ánimo, Clarence optó por alzar la voz:
—¡Tengo una noticia que os va a dejar de piedra!
Todos giraron la cabeza para mirarla. Todos excepto Kilian, que levantó la vista del plato con la lentitud de quien ya no cree que algo pueda sorprenderle.
Clarence los observó en silencio mordiéndose el labio inferior. De pronto se sentía nerviosa. Después de la intensidad de las últimas semanas, en las que no había hecho otra cosa que almacenar material —fotografías, planos y artículos sacados de Internet, gracias a los cuales había descubierto entre otras cosas dónde estaba Ureka— y organizar la que iba a ser la aventura de su vida con la desbordante energía que genera la ilusión, en ese momento sentía como si el corazón le latiera de manera irregular.
Daniela la miraba expectante, y, como su prima no hablaba, decidió ayudarla:
—¡Has conocido a alguien! ¿Es eso, Clarence? ¿Cuándo nos lo presentarás, eh?
Carmen juntó las manos a la altura del pecho y sonrió entusiasta. Antes de que pudiera hacer algún comentario, Clarence se apresuró a aclarar:
—No es eso, Daniela. Es…, bueno…, que…
—¡No me lo puedo creer! —intervino Jacobo en tono jocoso y fuerte—. ¡A mi hija no le salen las palabras! ¡Ahora sí que estoy intrigado!
Kilian miró a Clarence fijamente, y con un gesto apenas perceptible de las cejas intentó animarla a decir aquello tan importante que tenía que decirles. Clarence aguantó su mirada, cerró los ojos, cogió aire, abrió los ojos para toparse de nuevo con los de su tío y soltó:
—El jueves me voy a Bioko. Ya tengo el billete y todos los papeles.
Kilian ni siquiera parpadeó. Carmen y Daniela emitieron un grito de sorpresa casi al unísono. Un sonido metálico indicó que a Jacobo se le había caído un cubierto sobre el plato.
—¿Qué dices? —preguntó su padre, más sorprendido que enfadado.
—Que me voy a Bioko, quiero decir, a Fernando Poo…
—¡Sé perfectamente qué es y dónde está Bioko! —la interrumpió él—. ¡Lo que no sé es qué idea te ha dado de ir allí!
Clarence tenía la respuesta más que preparada; una mezcla de realidad práctica y mentiras convenientes para plantear un viaje lógico y seguro y tranquilizar así a sus familiares, y a ella misma:
—Ya sabéis que estoy en un equipo de investigación lingüística. En concreto, ahora estoy centrada en el español africano y necesito realizar una labor de campo para recoger muestras reales. ¿Y qué mejor lugar que Bioko para hacer eso?
—No tenía ni idea de que te interesase el español africano —intervino su madre.
—Bueno, no os cuento siempre todo lo que hago o dejo de hacer en el trabajo…
—Ya, pero esto, en concreto, es algo muy cercano a nuestra familia —dijo Daniela.
—La verdad es que no hace mucho que he dirigido mis investigaciones en esta dirección. Es un terreno poco estudiado… —Clarence sentía unas ganas terribles de preguntarles por ese tal Fernando, pero se contuvo—. Además, siempre he tenido curiosidad por conocer vuestra querida isla. ¡Toda la vida oyendo hablar de ella y ahora tengo la oportunidad de visitarla!
—Pero ¿no es un sitio peligroso? ¿Vas a ir sola? No sé yo si es buena idea, Clarence… —dijo su madre sacudiendo la cabeza con semblante preocupado.
—Sí, ya sé que no es un destino turístico fácil, pero lo tengo todo organizado. Un compañero de la universidad mantiene contactos con un profesor de allí y los dos me han ayudado a agilizar el papeleo de los permisos de entrada. ¡Normalmente cuesta semanas obtenerlos! Hay vuelo directo desde Madrid, unas cinco horas, nada, un paseo… Ahora que lo pienso… —añadió con un tono cargado de doble intención—, ¿no os gustaría a ninguno acompañarme? Papá, tío Kilian… ¿No tenéis ganas de volver a ver aquello? ¡Hasta podríais encontraros con viejos conocidos de vuestra época!
Clarence observó cómo Kilian entrecerraba los ojos y apretaba los labios mientras Jacobo respondía por los dos:
—¡A quién vamos a encontrar! De los blancos no quedó ni uno, y los negros de nuestra época ya se habrán muerto. Además, eso debe de estar hecho un desastre. Yo no iría ni loco. ¿Para qué? —Su voz pareció quebrarse al preguntar—: ¿Para sufrir?
Se giró hacia su hermano. Clarence se percató de que no lo miraba directamente.
—Y tú, Kilian, ¿a que tampoco te gustaría volver a estas alturas de la vida? —le preguntó suavemente, en un tono que intentaba ser neutro.
Kilian carraspeó y, mientras desmigajaba un pedazo de pan, respondió de manera tajante:
—Cuando me fui supe que nunca más volvería, y no, no pienso volver.
Permanecieron en silencio unos instantes.
—Y tú, Daniela, ¿qué? ¿No te gustaría acompañarme?
Daniela dudó. Todavía estaba sorprendida por la decisión de Clarence y por el hecho de que no le hubiera comentado nada antes de esa noche. Miró a su prima con esos enormes ojos marrones que le iluminaban la cara. Era la única que no había heredado los ojos verdes que compartía toda la rama de la familia paterna, y con frecuencia se quejaba de ello, pero la intensidad con la que enfocaban la vida desbancaba al color más hermoso que pudiera existir. Daniela no era consciente de ello, pero cuando miraba a alguien a los ojos, el interlocutor se sentía aturdido.
—¿Cuánto tiempo piensas estar? —preguntó.
—Unas tres semanas.
—¡Tres semanas! —exclamó Carmen—. ¡Pero eso es mucho tiempo! ¿Y si te pasa algo?
—¡Qué me va a pasar, mamá! Por lo que me he informado, es un lugar bastante seguro para los extranjeros, siempre que no hagas nada sospechoso, claro…
Aquel comentario aún alarmó más a su madre.
—Jacobo, Kilian… Vosotros que conocéis aquello, haced el favor de quitarle la idea de la cabeza.
Los mayores entablaron una conversación como si Clarence no estuviera presente.
—¡Como si no conocieras a tu hija! —exclamó Jacobo—. Al final hará lo que le dé la gana.
—Ya es mayorcita para saber lo que se hace, ¿no te parece, Carmen? —dijo Kilian—. Nosotros éramos más jóvenes todavía cuando fuimos…
—Sí —le interrumpió Carmen—, pero en aquellos tiempos había mucha seguridad. Ahora, una joven blanca viajando sola…
—Por lo que he leído, todavía hay gente que tiene negocios y va y viene sin problemas —añadió Kilian—. Y voluntarios de organizaciones de ayuda…
—¿Y tú cómo sabes eso? —quiso saber Jacobo.
—Pues mirando por Internet —respondió Kilian, encogiéndose de hombros—. Soy viejo, pero me gusta estar informado. Daniela me ha enseñado que esto del ordenador es más sencillo de lo que creía.
Le dedicó una sonrisa a su hija.
—He tenido una buena profesora.
Daniela le devolvió la sonrisa.
—¿Y no te puede acompañar algún compañero del trabajo? —insistió Carmen dirigiéndose a su hija.
—La verdad es que a ninguno le ha atraído la idea de un viaje a un país tan poco civilizado… Pero los entiendo, porque, al fin y al cabo, yo tengo un interés personal —recalcó la palabra— que ellos no comparten. ¡Conoceré los lugares de vuestras narraciones!
—¡No reconocerás nada! —intervino Jacobo—. Ya te darás cuenta de la lamentable situación en la que se encuentra el país. Miseria y más miseria.
—Todo lo contrario a lo que nos habéis contado vosotros, ¿no? —dijo Clarence con ironía pensando en las conjeturas que se habían dibujado en su mente tras su encuentro con Julia—. Suele pasar. La realidad siempre supera a la ficción.
Kilian frunció el ceño. Le pareció percibir una inusual impertinencia en la actitud de su sobrina.
—Clarence —dijo de manera amable pero seca—, no hables de lo que no sabes. Si tanto interés tienes en ir, ve y saca tus conclusiones, pero no nos juzgues.
Clarence no supo qué replicar. ¡Ni que su tío le hubiera leído el pensamiento! Para aliviar la tenue tensión que se había instalado entre ellos, se dirigió a su prima:
—Bueno, ¿qué?, ¿te animas a acompañarme?
Daniela sacudió la cabeza.
—¡Ojalá me lo hubieras dicho con más tiempo! —se lamentó—. Ahora no puedo cogerme tres semanas libres del trabajo así como así. Pero, en fin —añadió—, si te enamoras de Fernando Poo, la próxima vez iré contigo. Te lo prometo.
Clarence supuso que su prima pensaba que unas semanas serían suficientes para que le invadiera el mismo sentimiento que había calado tan hondo en el alma de sus padres. Pero ellos habían pasado años en la isla. Ella viajaría en otras circunstancias y en otra época.
—Oh, no sé si unas semanas serán suficientes para que me enamore… Pero ¿quién sabe?
La pregunta quedó suspendida en el silencio que se instaló entre los comensales hasta que la cena concluyó poco después; un silencio que a duras penas podía ocultar las atronadoras voces que se repetían una y otra vez en la mente de los hermanos:
«Sabíais que este momento podría llegar y lo ha hecho. Lo sabíais. Era cuestión de tiempo. Los espíritus lo han decidido. No hay nada que podáis hacer. Lo sabíais…».
Hay que conocer la montaña para comprender eso de que abril es el mes más cruel.
En los lugares de la tierra baja, la Semana Santa trae la resurrección de la vida en primavera tras la desolación del invierno. La diosa de la tierra despierta y emerge de las profundidades del infierno a la superficie terrestre. En la montaña, no. En la montaña la diosa permanece dormida al menos un mes más hasta que se digna reverdecer los prados.
En abril, pues, nada crece, la tierra está yerma y el paisaje quieto. Nada se mueve. Hay una calma blanda y amorfa que se apodera del paisaje acartonado: una calma muy diferente de la que preludia un tornado o una tormenta de nieve. En abril hay que mirar hacia arriba, hacia las cimas y hacia el cielo, y no hacia la tierra baldía, si se busca algo de vida.
En el cielo, sí: las brumas se agarran a las laderas de las montañas, no las sueltan con facilidad y llueve durante días. Empiezan como pellizcos de algodón de azúcar y se van estirando perezosas pero tenaces hasta cubrir el valle con una luz tenue de anochecer que perdura hasta que, un día, sin avisar, aparece un claro en el cielo y el sol regresa para calentar la tierra y vencer la batalla al invierno. La victoria es cierta; la espera, desoladora.
Ese mes de abril estaba siendo especialmente lluvioso: semana tras semana de un chispear manso y constante que no ayudaba precisamente a que el estado de ánimo no fuese sino gris. Sin embargo, aquella noche en que Clarence anunció su viaje, las hojas de los árboles perennes empezaron a temblar mecidas por un incipiente viento del norte que amenazaba con desplazar a la lluvia. Comenzó como un susurro que fue aumentando de volumen hasta que se convirtió en fuertes corrientes de aire que chocaban contra los postigos y se colaban por debajo de las puertas hasta los mismos pies de sus moradores.
Aquella noche, Kilian y Jacobo recuperaron imágenes que permanecían no olvidadas pero sí adormecidas por el arrullo del paso del tiempo y por el manto de la engañosamente tranquila resignación que acompaña a los que envejecen. Solo habían sido necesarias unas palabras para que las escenas de sus años jóvenes cobraran vida y los mismos sentimientos de otras décadas y otros escenarios surgieran para quemar con la misma intensidad de una herida reciente.
Ninguno de los dos podía imaginar que, por una simple mezcla de curiosidad y casualidad, Clarence fuera a propiciar que los hechos discurrieran en una y no en otra dirección. Se convertiría en el vehículo del azar —ese caprichoso rival de la causa y el efecto—, de manera que cada suceso tendría una razón infusa que actuaría para que todo encajara.
Aquella noche en la que Clarence anunció su viaje y las hojas de los árboles palpitaron en sus ramas, varias personas cerraron los ojos tumbados en la soledad de sus diferentes lechos y, en pocos segundos, el viento del norte se convirtió en harmatán.