II

PANTAP SALT WATER

SOBRE EL MAR

1953

—¡Venga, Kilian! ¡Perderemos el autocar!

Jacobo intentaba imponer su voz sobre los aullidos de la ventisca de enero mientras apartaba con un trozo de tabla vieja la nieve que se había adherido a la puerta de entrada. Cuando terminó, se subió las solapas de la gabardina, se encajó el sombrero, cogió su maleta con una mano, sujetó sus esquís de madera en el hombro con la otra, y comenzó a pisar con fuerza sobre el suelo para marcar el surco por el que comenzarían a descender hasta la entrada del pueblo y, de paso, para quitarse el frío intenso que le congelaba los pies.

Se disponía a gritar de nuevo el nombre de su hermano cuando escuchó voces en el dialecto de Pasolobino procedentes de la escalera de piedra que conducía al patio. Al poco, Kilian salió a la calle acompañado de su madre, Mariana, y de su hermana, Catalina. Ambas iban enfundadas en gruesos abrigos negros de lana basta, cubrían sus cabellos con unas tupidas toquillas de punto y se apoyaban en sendos palos de madera para no resbalar con las botas de rígido y ajado cuero que suponían una frágil barrera contra el frío.

Jacobo sonrió al ver que su madre portaba dos paquetitos envueltos en papel de periódico. Seguro que dentro de cada uno había un pedazo de pan con panceta para el viaje.

—Yo iré delante contigo, Jacobo —dijo Catalina, sujetándose de su brazo.

—Muy bien —aceptó su hermano antes de regañarla cariñosamente—. Pero deberías haberte quedado en casa, señorita testaruda. Este frío no es nada bueno para esa tos que tienes. Estás pálida y tienes los labios morados.

—¡Es que no sé cuándo volveré a veros! —se lamentó ella, intentando recoger un rebelde mechón oscuro de su cabello bajo la toquilla—. Quiero aprovechar hasta el último momento para estar con vosotros.

—Como quieras.

Jacobo giró la cabeza para echar un rápido vistazo de despedida a su casa y comenzó a caminar junto a su hermana con paso lento sobre las heladas calles. La nieve acumulada de los días anteriores les llegaba hasta las rodillas y la que levantaba el viento apenas dejaba un par de metros de visión.

Unos pasos más atrás, Kilian esperaba a que su madre, una mujer alta y robusta, se ajustara bien el cuello del recio abrigo para cubrirse la garganta. Aprovechó esos instantes para deslizar la mirada por la fachada de su casa en un intento de grabar en su mente cada aspecto de su fisonomía: los sillares de las esquinas, las ventanas de madera resecas por el sol y empotradas en gruesos marcos de piedra, los postigos anclados en goznes oxidados, el dintel sobre las jambas que escoltaban la recia puerta remachada con clavos del grosor de una nuez, la cruz tallada en la piedra principal del arco de entrada…

Su madre respetó esos instantes de silencio que Kilian necesitaba para despedirse del que hasta entonces había sido su hogar. Observó a su hijo y sintió una punzada de temor. ¿Cómo encajaría él en ese mundo tan diferente hacia el que partía? Kilian no era como Jacobo; era físicamente fuerte y enérgico, sí, pero no tenía el apabullante coraje de su hermano mayor. Desde pequeño, Kilian había mostrado una sensibilidad y delicadeza especial que, con el paso de los años, se había ido ocultando tras una capa de curiosidad y expectación que lo empujaba a imitar a su hermano. Mariana conocía la dureza del trópico y, aunque no quería coartar las ansias de saber de su hijo, no podía evitar sentir preocupación por la decisión que había tomado.

—Todavía estás a tiempo de dar marcha atrás —dijo.

Kilian sacudió la cabeza a ambos lados.

—Estoy bien. No se preocupe.

Mariana asintió, se sujetó a su brazo y comenzaron a caminar por el borroso surco trazado por Jacobo y Catalina. Tenían que agachar la cabeza y hablar en voz alta, sin mirarse a los ojos, por culpa de la ventisca inusualmente rebelde.

—Esta casa se nos queda sin hombres, Kilian —dijo ella. En su voz no había reproche, pero sí algo de amargura—. Espero que algún día vuestros esfuerzos hayan servido para algo…

Kilian apenas podía hablar. Serían tiempos difíciles para su madre y para su joven hermana: dos mujeres a cargo de la gestión de una propiedad en un entorno duro en el que cada vez había menos gente. Desde hacía dos o tres años, muchos jóvenes habían decidido marcharse a diferentes capitales de provincias en busca de trabajo y una vida mejor, alentados por las noticias de los pocos periódicos del pueblo —El Noticiero, el Heraldo, la Nueva España y el Abc— que recibían por correo, con varios días de retraso, algunos vecinos privilegiados. Leyendo los artículos y la publicidad, uno se podía imaginar que el futuro estaba en cualquier otro sitio menos en esa tierra olvidada del progreso y de las comodidades que ya comenzaba a echar de menos aun cuando no se había marchado. Temía el inminente momento de la despedida. Era la primera vez que se alejaba de su casa y de su madre y toda la excitación de los días anteriores se había convertido en un nudo en el estómago.

Envidiaba a Jacobo: la rapidez y decisión con la que había preparado el equipaje. «La ropa de aquí no te servirá de nada allí —le decía—, así que piensa solo en lo que te pondrás en el trayecto de ida y de vuelta, lo mejor que tengas. Además, allí todo es más barato. Podrás comprarte lo que quieras». Kilian había metido y sacado las pocas prendas —camisas, americanas, pantalones, calzoncillos y calcetines— de la maleta varias veces para asegurarse de que elegía lo apropiado. Incluso había apuntado en una lista que luego había pegado en el interior de la tapa todas sus pertenencias, incluidos los sobrecitos de cuchillas de afeitar Palmera acanalada y su loción Varón Dandy, para acordarse de lo que se llevaba. Pero, claro, tanto su padre como su hermano habían ido varias veces a África y estaban acostumbrados a viajar. Él no, aunque lo había deseado con toda su alma.

—Si no estuviera tan lejos… —suspiró Mariana agarrándose al brazo de su hijo con más fuerza.

Seis mil kilómetros y tres semanas —que ahora le parecían una eternidad— eran la distancia y el tiempo que separaban las queridas montañas de Kilian de un futuro prometedor. Los que iban a África volvían con traje blanco y dinero en el bolsillo. Las familias de los que emigraban salían adelante y deprisa. Sin embargo, esta no era la única razón por la que Kilian marchaba; al fin y al cabo, los ingresos de su padre y de Jacobo eran más que suficientes. En el fondo, siempre le había tentado la idea de salir y ver mundo y experimentar por sí mismo lo que otros del valle habían experimentado, aunque eso supusiera un largo viaje que en esos momentos comenzaba a inquietarle.

—El dinero siempre va bien —argumentó una vez más—. En estas casas siempre surge una cosa u otra, los gastos de pastor, de segadores, de albañiles… Además, usted sabe que para un hombre joven Pasolobino se queda escaso.

Mariana lo sabía de sobra y lo comprendía mejor que nadie. Las cosas no habían cambiado tanto desde que ella y su marido, Antón, partieran hacia África en 1918. La vida en el pueblo significaba ganado y más ganado, cuadras llenas de estiércol, barro, nieve y frío. Tal vez no había escasez, pero no se podía aspirar más que a sobrevivir con un mínimo de dignidad. El clima del valle era muy duro. Y la vida dependía continuamente del clima. Los huertos, los campos, las fincas y los animales: si un año la cosecha era mala, se resentían todos. Sus hijos podrían haberse quedado a trabajar en la mina de pirita, o comenzar como aprendices de herrero, albañil, pizarrero o carpintero y complementar así la economía familiar basada en el ganado vacuno y ovino. A Kilian se le daba bastante bien la ganadería y se sentía a gusto y libre entre los prados. Pero era joven todavía, y Mariana comprendía que quisiera vivir experiencias nuevas. También ella había pasado por eso: pocas mujeres de su valle habían tenido la oportunidad de viajar tan lejos y sabía que lo que entraba en la mente por los sentidos cuando uno era joven, allí se quedaba mientras la experiencia de los años iba dejando cicatrices.

Una ráfaga golpeó con fuerza la maleta de Kilian como si pretendiera impulsarla hacia atrás. Caminaron en silencio acompañados por los bramidos del viento a lo largo de la estrecha calle que conducía a la parte más baja del pueblo. Kilian se alegró de haberse despedido de sus vecinos la tarde anterior y de que la tormenta de nieve les hubiera disuadido de salir a la calle. Las puertas y ventanas de las casas permanecían cerradas, lo cual contribuía a dibujar una estampa espectral.

Enseguida distinguieron a pocos pasos las figuras de Jacobo y Catalina y los cuatro formaron un tambaleante corro al borde de la línea que separaba las últimas viviendas de los prados.

Mariana observó a sus tres hijos juntos, que se lanzaban las últimas bromas para relajar la tensión de la despedida. Kilian y Jacobo eran dos hombres fuertes y atractivos que tenían que agacharse para hablar con su hermana, una delgada jovencita que nunca había gozado de mucha salud. Su hija extrañaría mucho el carácter alegre de Jacobo y la paciencia de Kilian. De repente, echó terriblemente de menos a su marido. Hacía dos años que no veía a Antón. Y hacía siglos que no se juntaban los cinco. Ahora se quedarían ellas dos solas. Sentía unas enormes ganas de llorar, pero quería mostrarse tan fuerte como le habían enseñado desde su infancia. Los auténticos montañeses no mostraban sus sentimientos en público, aunque ese público fuera la propia familia.

Jacobo miró su reloj e indicó que era hora de marchar. Abrazó a su hermana y le pellizcó la mejilla. Se acercó a su madre y le dio dos teatrales besos diciéndole con voz forzadamente alegre que el día menos pensado lo tendría de vuelta por ahí.

Ella le susurró:

—Cuida de tu hermano.

Kilian abrazó a su hermana y se separó de ella sujetándola por los hombros para mirarla de frente; a ella comenzó a temblarle la barbilla y se echó a llorar. Kilian volvió a abrazarla y Jacobo carraspeó nervioso y repitió que perderían el autocar.

Kilian se acercó a su madre haciendo verdaderos esfuerzos para no derrumbarse. Mariana lo abrazó tan fuerte que ambos sintieron las convulsiones por controlar los sollozos.

—Cuídate, hijo mío, cuídate —le susurró al oído. La voz le temblaba—. Y no tardes mucho en regresar.

Kilian asintió. Tal como había hecho su hermano, colocó los cables de las fijaciones de los esquís en los talones de las botas y los tensó con las palancas metálicas situadas a un palmo de las punteras. Se metió el paquetito de comida en un bolsillo, cogió su maleta con una mano y comenzó a deslizarse tras Jacobo, que ya se perdía por el sendero que descendía unos ocho kilómetros hasta Cerbeán, el pueblo más grande de la zona, donde tenían que coger el medio de transporte hasta la ciudad. La carretera no llegaba hasta Pasolobino, la aldea más alta, edificada a los pies de una gran masa rocosa que reinaba sobre el valle, así que en invierno los esquís eran el vehículo más rápido, cómodo y práctico para desplazarse sobre la nieve.

Apenas hubo descendido unos metros, se detuvo y se giró para observar por última vez las oscuras figuras de su madre y de su hermana recortadas sobre la masa gris que formaban las apretadas casas de su pueblo y sus chimeneas humeantes.

A pesar del frío, las mujeres aún permanecieron allí un buen rato hasta que los perdieron de vista.

Solo entonces Mariana agachó la cabeza y permitió que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Catalina se acercó, la cogió del brazo en silencio y comenzaron a caminar con paso lento y apesadumbrado de regreso a casa, envueltas en torbellinos de viento y nieve.

Cuando llegaron a Cerbeán, con las mejillas encendidas, las manos entumecidas por el frío y el cuerpo sudoroso por el ejercicio, el viento había amainado un poco. Cambiaron sus botas por zapatos de cordones y las dejaron junto con los esquís en una fonda cercana a la parada del autocar, adonde acudiría uno de sus primos a recogerlos y llevarlos de vuelta a Casa Rabaltué.

Jacobo trepó ágilmente por la escalera trasera del vehículo para atar las maletas a la baca cromada. Después, ambos hermanos ocuparon sus asientos en la parte de atrás. El conductor puso el motor en marcha y avisó de que partirían en cinco minutos. El autocar iba prácticamente vacío porque no eran fechas en las que la gente del valle de Pasolobino se tuviera que desplazar a otros lugares, pero, a lo largo del viaje, se iría llenando de tal modo que los últimos viajeros llegarían a la ciudad de pie o apretados en los únicos peldaños de acceso ubicados a la derecha del conductor.

Jacobo cerró los ojos para echar una siesta, aliviado y agradecido de no tener que soportar más el intenso frío —ahí dentro no hacía calor precisamente, pero era soportable—, y de no tener que hacer la primera parte del viaje en caballería como lo había hecho su padre. Por su parte, Kilian se entretuvo mirando por la ventanilla el uniforme paisaje, que continuó blanco todavía durante un buen trecho antes de cambiar bruscamente al gris de la roca, a través de cuyos túneles dejaban atrás la montaña y se aproximaban a las tierras bajas.

Reconocía el recorrido, pues era el único que conducía a Barmón, una pequeña ciudad provinciana a unos setenta kilómetros de Pasolobino. A sus veinticuatro años, ese lugar era el punto más lejano al que había llegado en su vida. Algún amigo de su infancia había tenido la suerte de ponerse tan enfermo como para requerir los servicios de médicos especializados en la capital de la provincia, o incluso de la región, pero en su caso, que se había criado fuerte como un roble, nunca había sido necesario. Por lo tanto, las ferias de ganado de Barmón habían supuesto su mayor fuente de información directa sobre el mundo exterior, ya que allí llegaban comerciantes de muchos lugares aprovechando que los ganaderos llevaban a cabo sus transacciones comerciales y compraban telas, velas, aceite, sal, vino, enseres domésticos, herramientas y regalos para llevar de vuelta a los pueblos de la montaña.

Para él, ese trajín de hombres y mujeres representaba que había un universo más allá de la estrecha carretera arrancada a la roca que servía de único acceso rodado a su valle: un universo que las palabras y dibujos de los libros de geografía e historia de la escuela, las anécdotas de los mayores, y las voces diurnas del parte de Radio Nacional de España y las nocturnas del informativo de Radio París Internacional o de la revoltosa —según el hermano de su padre— Radio La Pirenaica apenas podían esbozar.

Jacobo se despertó poco después de pasar Barmón. No se había enterado del jaleo que habían armado la docena de personas y niños que allí habían subido al autocar con cestos de comida, ni del cacareo de protesta de las gallinas que algunos portaban en cajas de cartón. A Kilian todavía le maravillaba la increíble facilidad que siempre había tenido su hermano para dormir en posturas imposibles, en cualquier circunstancia y a cualquier hora. Era capaz incluso de despertarse, conversar un rato, fumarse un cigarrillo y volver a dormir. Jacobo argumentaba que era una buena manera de no gastar energía tontamente y de que el tiempo se pasase más deprisa cuando no había nada interesante que hacer. En esos momentos, a Kilian no le importaba el silencio de Jacobo. Al contrario, después de la despedida de Pasolobino, incluso agradecía poder disfrutar de la ausencia de conversación continua para ir acostumbrándose a los cambios del paisaje y de su espíritu.

En uno de esos intermitentes despertares, al percatarse de su estado meditabundo, Jacobo pasó el brazo por el hombro de su hermano y lo atrajo hacia sí enérgicamente.

—¡Anímate, hombre! —le dijo en voz alta—. Un par de copas en el café Ambos Mundos esta noche y se te curarán todas las penas. Un nombre apropiado, ¿no te parece? —Se rio—. ¡Ambos mundos!

Por fin, varias horas más tarde, llegaron a la gran ciudad. En Zaragoza no había nieve, pero sí soplaba un fuerte cierzo, casi tan intenso y helador como el de la montaña. Sin embargo, las calles estaban llenas de gente: decenas y decenas de hombres enfundados en abrigos de lana o gabardinas beis, caminando levemente inclinados, sujetándose con una mano la gorra o el sombrero y mujeres apretando sus bolsitos sobre el pecho. Jacobo guio a Kilian a la pensión, un estrecho edificio de varias alturas en la plaza de España donde se solían alojar Antón y Jacobo cuando estaban de paso por la ciudad. Dejaron las maletas en la pequeña y austera habitación y, para no perder ni un preciado segundo de las pocas horas que estarían allí, se lanzaron de nuevo al exterior con la intención de cumplir los objetivos propuestos por Jacobo.

En primer lugar, y siguiendo la costumbre de muchos de los que iban a la ciudad por cualquier razón, cruzaron las estrechas callejuelas del casco antiguo, conocido popularmente como El Tubo, para ir a visitar la basílica de Nuestra Señora del Pilar y pedirle a la Virgen que los acompañara en su viaje. Después, tomaron una ración de calamares en una taberna abarrotada de gente, donde aceptaron el ofrecimiento de un joven limpiabotas. Con los zapatos deslumbrantes por la acción de la crema Lodix sobre una enérgica bayeta, pasearon sin rumbo fijo mientras el número de personas descendía a medida que los comercios echaban el cierre. En medio de las calles adoquinadas, sobre las que circulaban el tranvía y coches negros de capó redondeado y brillantes adornos metalizados que Kilian nunca había visto, a cuyos lados se levantaban edificios de hasta ocho alturas, los dos hombres caminaban despacio porque Kilian se detenía para observar cualquier cosa.

—Pareces de pueblo —le decía su hermano muerto de risa—. ¿Qué cara pondrás cuando lleguemos a Madrid? Esto solo acaba de empezar…

Kilian le preguntaba continuamente por todo. Era como si de pronto el silencio de los nervios de los últimos días se hubiera transformado en un derroche de curiosidad. A Jacobo le complacía actuar como el típico hermano mayor dispuesto a guiar, con cierto aire de superioridad y autosuficiencia, a un desorientado hermano menor. Recordaba perfectamente su primer viaje y entendía las reacciones del otro.

—¿Ves ese coche? —le explicaba mientras señalaba a un elegante vehículo negro con la parrilla delantera, los faros redondos y la baca relucientes—. Es uno de los nuevos Peugeot 203 familiar que ahora se emplean de taxis. Ese otro es un Austin FX3 inglés, una maravilla. Y ese es un Citroën CV familiar que se conoce como Pato… Bonitos, ¿eh?

Kilian asentía distraído por la prestancia de las fachadas de los sólidos y clásicos edificios de porte monumental, como el del Banco Hispano Americano y el de La Unión y el Fénix Español, con sus grandes ventanales cuadrados y redondeados, los portales con columnas y frontones, los relieves de los áticos y los numerosos balcones de forja…

Agotados por el intenso día y el recorrido por la ciudad, decidieron ir por fin al famoso café propuesto por Jacobo. Cuando llegaron a la entrada, Kilian leyó maravillado el cartel luminoso que anunciaba que ese era uno de los locales más grandes de toda Europa. Cruzó la gran puerta de doble hoja tras su hermano y se detuvo, atónito. Solo unas amplias escaleras y varios arcos soportados por blancas columnas lo separaban de una enorme sala de dos alturas llena de voces, humo, calor y música. Unas finas barandillas recorrían todo el largo de los laterales para permitir a los clientes de la parte superior disfrutar de la vista de la orquesta ubicada en el centro de la zona inferior. Le vino entonces a la memoria la escena de una película que había visto en Barmón en la que un joven descendía por unas escaleras parecidas con la gabardina perfectamente colgada del brazo y sujetando en su mano un cigarrillo. El corazón le latió con fuerza. Fijó la mirada al frente y disfrutó de ese descenso hacia la multitud de mesas, sillas de madera y butacas perfectamente dispuestas que invitaban a la tertulia entre hombres y mujeres que, a simple vista, le parecieron distinguidos y sofisticados. Los vestidos de las mujeres, con lazos en el pecho y escotes en pico, eran ligeros, alegres, entallados y cortos en comparación con las gruesas faldas a media pierna y las chaquetas de lana oscura de la montaña; y, como él, los hombres llevaban camisa blanca bajo la americana, en cuyo bolsillo delantero alguno lucía un pañuelo, y una fina corbata negra.

Por unos instantes se sintió importante. Ninguno de los presentes sabía que apenas un día antes había estado limpiando el estiércol de las cuadras.

Percibió que Jacobo levantaba la mano para saludar a alguien situado al fondo de la sala. Dirigió la mirada en esa dirección y vio que un hombre les hacía señas para que fueran a sentarse a su mesa.

—¡No puede ser! —exclamó su hermano—. ¡Qué casualidad! Ven, te lo presentaré.

Comenzaron a moverse con dificultad por entre las sillas y las mesas, sobre las que se podían ver cajetillas de cigarrillos con filtro Bisonte y Camel, cajas de cerillas de todas las formas y colores, copas de anís o brandy frente a los hombres, y de champán o Martini blanco frente a las mujeres. El local estaba abarrotado de gente. Kilian estaba fascinado por que el tamaño de la sala permitiese a unos conversar tranquilamente y a otros bailar cerca de la orquesta. En todo el valle de Pasolobino no había ningún lugar como ese, ni siquiera parecido. En verano, los bailes se celebraban en la plaza, y en invierno, de cuando en cuando, se organizaban pequeñas fiestas en los salones de las casas, donde había que apartar los muebles y colocar las sillas en círculo contra la pared para hacer sitio. Las muchachas permanecían sentadas hasta que los jóvenes las invitaban a deslizarse por la improvisada pista o decidían bailar unas con otras al son de los pasodobles, valses, tangos y chachachás de un acordeón, una guitarra y un violín que no podían competir ni de lejos con la rumba alegre y pegadiza que salía de los pabellones de las trompetas y saxofones en ese momento.

A unos pasos de su destino, Jacobo se giró y dijo en voz baja:

—Una cosa, Kilian. A partir de ahora, cuando estemos con más gente, no hablaremos en pasolobinés. A solas me da igual, pero en público no quiero parecer un paleto. ¿De acuerdo?

Kilian asintió un poco perplejo. Lo cierto es que no se le había ocurrido pensar en eso porque nunca había estado en otro contexto que no fuera el de Pasolobino. Tuvo que admitir que Jacobo tenía razón y se prometió estar alerta para no meter la pata y avergonzar a su hermano aunque le costase un esfuerzo desacostumbrar a su pensamiento y a su boca del continuado uso de su lengua materna.

Jacobo saludó con efusividad al hombre que los esperaba de pie.

—¿Qué haces tú por aquí? ¿No estabas en Madrid?

—Ahora te cuento. Sentaos conmigo. —Hizo un gesto en dirección a Kilian—. No hace falta que me jures que es tu hermano.

Jacobo se rio y presentó a los dos jóvenes.

—Kilian, este es Manuel Ruiz, un prometedor médico que no sé qué demonios hace en Guinea. —Manuel sonrió y se encogió de hombros—. Y este es mi hermano Kilian. Otro que no sabe dónde se mete.

Los recién presentados se estrecharon la mano y se sentaron en un sofá semicircular de cuero. Jacobo ocupó una silla con el respaldo de barrotes de madera. El vocalista melódico, ataviado con una americana gris ribeteada de plata, comenzó a interpretar una conocida balada de Antonio Machín, Angelitos Negros, que recibió los aplausos del público.

—¿Es que no tenéis locales así en Madrid? —bromeó Jacobo, dirigiéndose a Manuel.

—¡Decenas de ellos! ¡Y el doble de grandes! Ahora en serio. He venido a firmar los papeles para trabajar en Sampaka. Me han ofrecido un contrato más que tentador.

—¡No sabes lo que me alegro! La verdad es que don Dámaso está ya muy mayor para la vida que lleva.

—Ojalá tuviera yo la experiencia de don Dámaso…

—De acuerdo, pero ya no puede con todo. ¿Y cuándo bajas?

—Mañana regreso a Madrid y me han sacado el pasaje para el jueves en el…

—¡Ciudad de Sevilla! —exclamaron los dos a la vez antes de romper en sonoras carcajadas—. ¡Nosotros también! ¡Esto sí que es bueno!

Jacobo se percató de que habían excluido a Kilian de la conversación y le explicó:

—Manuel ha trabajado de médico en el hospital de Santa Isabel. A partir de ahora lo tendremos todo para nosotros. —Levantó la cabeza en busca de un camarero—. ¡Esto hay que celebrarlo! ¿Has cenado?

—Todavía no. Si queréis podemos hacerlo aquí. ¡Es la hora del chopi!

—¡El chopi, sí! —repitió Jacobo soltando una risotada.

Kilian dedujo que esa palabra se refería a la comida y aceptó las sugerencias de los otros a la hora de elegir el menú. Justo entonces, se produjo un expectante silencio y el entregado solista repitió la última estrofa de la canción que estaba interpretando: «… siempre que pintas iglesias, pintas angelitos bellos, pero nunca te acordaste de pintar un ángel negro…». Su actuación fue recompensada con una gran ovación que aumentó de volumen en cuanto el pianista comenzó un blues trepidante que varias parejas se atrevieron a ejecutar.

—¡Me encanta el bugui-bugui! —exclamó Jacobo, chasqueando los dedos y balanceando los hombros—. ¡Qué pena que no tenga con quien bailar!

Barrió la sala con la mirada en busca de una candidata y saludó con la mano a un grupo de muchachas un par de mesas más allá que le respondieron con tímidas risas y cuchicheos. Dudó si acercarse e invitar a alguna de ellas, pero finalmente decidió no hacerlo.

—Bueno, ya me quitaré las ganas dentro de poco…

Kilian, a quien no le gustaba mucho bailar, se sorprendió siguiendo el ritmo con un pie. No dejó de hacerlo hasta que el camarero consiguió llegar a la mesa con lo que habían pedido. Al ver el contenido de los platos, se dio cuenta de lo larga que había sido la jornada y del hambre que tenía. Desde el desayuno, solo había comido el trozo de pan con panceta que había preparado Mariana y los calamares de la taberna. Dudaba de que los canapés de salmón ahumado y caviar y los fiambres de gallina y ternera trufada pudieran llenar su estómago, acostumbrado a guisos más contundentes, pero los encontró deliciosos y, acompañados de varios vasos de vino, lograron el objetivo de saciarle.

Cuando terminaron de cenar, Jacobo pidió una copa de ginebra después de protestar porque en la sala más grande de Europa no tuvieran whisky de su gusto. Manuel y Kilian se conformaron con un sol y sombra de brandy con anís.

—Y tú, Kilian —preguntó Manuel con intención de retomar el tema que unía a los tres hombres—, ¿cómo te sientes ante esta aventura? ¿Nervioso?

A Kilian el doctor le había caído bien desde el primer momento. Era un hombre joven, rondaría los treinta años, de mediana estatura, más bien delgado, de pelo rubio oscuro, piel clara e inteligentes ojos azules difuminados tras unas gruesas gafas de pasta. Su pausada manera de hablar correspondía a un hombre educado y serio a quien —como a él— algo de alcohol no sentaba nada mal para convertirse en franco y jovial.

—Un poco. —Le costaba admitir que en realidad estaba acobardado. Y también le imponía haber pasado en unas horas de estar con ganado a tomar copas con todo un médico en la mejor sala de fiestas de la capital de la región—. Pero tengo la suerte de ir bien acompañado.

Jacobo le propinó una sonora palmada en la espalda.

—No te dé vergüenza reconocerlo, Kilian. ¡Estás muerto de miedo! Pero eso nos ha pasado a todos, ¿verdad, Manuel?

Este asintió con la cabeza mientras apuraba un trago.

—En mi primer viaje, estuve a punto de darme la vuelta nada más llegar a Bata. Pero la siguiente vez ya era como si no hubiera hecho otra cosa en toda mi vida que viajar a Fernando Poo. —Hizo una pausa para buscar las palabras acertadas—. Se te mete en la sangre. Igual que los malditos mosquitos. Ya lo verás.

Después de tres horas, varias copas y una lata roja de finos cigarrillos Craven A que Kilian encontró agradables aunque suaves, comparados con el fuerte tabaco negro que solía fumar, los hermanos se despidieron de Manuel en la puerta de la sala de fiestas hasta el día del embarque y decidieron regresar, con paso inestable y ojos brillantes, hacia la pensión. Al llegar a la plaza de España, cruzaron las vías del tranvía y Jacobo bajó a toda prisa las escaleras de los urinarios públicos. Kilian lo esperó arriba, apoyado sobre una barandilla de forja. Las luces de neón de los anuncios publicitarios ubicados en las azoteas de los edificios circundantes ayudaban a las gruesas farolas de cuatro brazos a iluminar la plaza, en cuyo centro había una fuente con una estatua de bronce sobre un pedestal almenado en piedra.

Bajo una cruz, un ángel con el brazo extendido hacia el cielo sujetaba a un hombre herido ya sin fuerzas para empuñar el fusil caído a sus pies. Se acercó y se concentró en leer la inscripción que una dama, también de bronce, sostenía entre sus manos. Entonces supo que el ángel del pedestal representaba a la Fe y que el monumento estaba dedicado a los mártires de la religión y de la patria. Levantó la vista al cielo y su mirada se topó con las palabras de neón —Avecrem, Gallina Blanca, Iberia Radio, Longines el mejor reloj, Pastillas Dispak, Philips…—. Le estaba costando pensar con claridad. Se sentía un poco mareado y el alcohol de la cena no era el único culpable. Solo hacía unas horas que se había marchado de su casa y le parecía que habían pasado siglos. Realmente había vivido un día lleno de contrastes. Y por lo que había deducido de las palabras de Manuel y Jacobo, le quedaba un largo y extraño camino por delante. Volvió su mirada a la imagen de la Fe y pidió para sus adentros que le diera suerte y fuerzas en la aventura en la que él solo había decidido embarcarse.

—¿Qué, Kilian? —La voz pastosa de Jacobo lo sobresaltó—. ¿Qué tal tu primera noche lejos de mamá? —Pasó el brazo por el hombro de su hermano y comenzaron a caminar—. Cuántas novedades hoy, ¿eh? Pues lo de Ambos Mundos no es nada comparado con lo que vas a ver… ¿A que estabas pensando en eso?

—Más o menos.

Jacobo se llevó la mano libre a la frente.

—¡Qué ganas tengo de beber el whisky de Santa Isabel! Ese sí que no da dolor de cabeza, ya lo verás. ¿Has traído optalidones?

Kilian asintió. Jacobo le dio una palmadita en el hombro.

—Bueno, dime, ¿y qué es lo que más ganas tienes de conocer?

Kilian meditó unos segundos.

—Creo que el mar, Jacobo —respondió—. Yo nunca he visto el mar.

Aunque era la primera vez que viajaba en barco, no había sufrido la tortura del mareo. Muchos pasajeros deambulaban por cubierta mostrando un semblante apagado de color verdoso. Por lo visto, el mal del mar no se curaba a fuerza de viajar más, pues su hermano no mostraba buen aspecto, y ya era la tercera vez que disfrutaba del balanceo de un buque como el Ciudad de Sevilla. Que una cosa de semejantes dimensiones pudiera flotar era algo que se le escapaba a un hombre cuya relación con el agua en estado libre se había limitado a pescar truchas en los pequeños riachuelos de Pasolobino. Y que él soportase tan alegremente la sensación de estar rodeado por todas partes de agua era algo que le sorprendía. Atribuía su buen humor a las diferentes sensaciones que había experimentado en los últimos días y que a buen seguro habrían de continuar en los próximos.

Kilian pensó en su madre, en su hermana y en la vida en Pasolobino. ¡Qué lejos quedaba todo aquello en medio del océano! Recordó el frío que lo había acompañado todo el viaje en autocar hasta Zaragoza y luego en tren hasta Madrid. A medida que se acercaba a Cádiz, la temperatura se había ido suavizando, y también su ánimo, entretenido con la visión paulatina de una España que recorría por primera vez sobre las resistentes y durísimas maderas tropicales de las traviesas de las vías férreas. Cuando el buque se despidió del puerto donde decenas de personas con lágrimas en los ojos agitaban pañuelos blancos en el aire, entonces sí sintió mucha tristeza al pensar que dejaba atrás a sus seres queridos, pero la compañía de Jacobo, de Manuel, y de otros compañeros que también iban a trabajar a la colonia, así como el calor, habían conseguido animarle y el viaje le resultaba agradable. Poco a poco, iba apartándose de sus últimas navidades blancas. ¡Tendría que acostumbrarse a los belenes en tierra tropical!

No recordaba haber tenido en su vida tantos días seguidos de descanso.

De naturaleza enérgica y nerviosa, Kilian pensaba que tanta ociosidad era una imperdonable pérdida de tiempo. Ya tenía ganas de ocuparse en trabajos físicos. ¡Qué diferente era de Jacobo, que buscaba siempre la ocasión para descansar! Giró la cabeza para observar a su hermano, que reposaba en una cómoda butaca a su lado, con un sombrero cubriéndole la cara. Desde que embarcaran en Cádiz, y especialmente desde que salieron de Tenerife, no había hecho sino dormitar de día y pasar las noches de juerga con los compañeros en el salón del piano o en el Veranda Bar. Entre el alcohol y el mareo que le producía el barco, durante el día parecía un alma en pena y estaba permanentemente cansado.

En cambio, él intentaba sacar provecho de todo lo que hacía. Por eso, además de practicar con su diccionario de Broken English, todas las tardes leía números atrasados de la revista La Guinea Española para hacerse una idea del mundo en el que iba a vivir, al menos durante los próximos dieciocho meses, que era lo que duraría su primera campaña. En realidad la campaña completa sumaba veinticuatro meses, pero los últimos seis, pagados también, correspondían a vacaciones. Y, además, el jornal había empezado a contar desde la salida de Cádiz. Una buena razón para estar de buen humor: llevaba casi dos semanas cobrando por leer.

En todos los números de la revista que estaban a bordo, que correspondían al año recién terminado de 1952, aparecía la misma publicidad y en el mismo orden. En primer lugar, se hallaba el anuncio de los almacenes Dumbo, en la calle Sacramento de Santa Isabel, y justo después el de Transportes Reunidos, en la avenida General Mola, ofreciendo los servicios de taller y transporte en una sola factoría, que era como llamaban en los países coloniales a los establecimientos de comercio. Por último, el tercer anuncio mostraba a un hombre fumando que recomendaba los magníficos tabacos Rumbo, con una frase escrita en letras bien grandes: «El cigarrillo que ayuda a pensar». Jacobo le había dicho que en la colonia había muchas marcas de tabaco y muy baratas, y que casi todos fumaban porque el humo del tabaco ahuyentaba a los mosquitos. Después de la publicidad comenzaban los artículos religiosos, las noticias variadas de Europa y los artículos de opinión.

Se encendió un cigarrillo y se concentró en la revista que tenía en esos momentos entre las manos. Le llamó la atención un artículo sobre los niños bautizados entre 1864 y 1868: Pedro María Ngadi, José María Gongolo, Filomena Mapula, Mariano Ignacio Balonga, Antonio María Ebomo, Lorenzo Ebamba… Todos esos nombres le resultaban curiosos porque el nombre de pila era como el de cualquier conocido suyo, pero el apellido sonaba realmente a África.

A continuación, leyó un artículo que hablaba de los más de cinco millones de niños alemanes que perdieron en 1945 a sus familiares. ¡Qué lejos le parecía que quedaba la guerra mundial! Recordó entonces vagamente fragmentos de las cartas de su padre que su madre leía en voz alta a otros familiares —antes de doblarlas y guardarlas con devoción en el bolsillo de su falda— en las que describía un ambiente social preocupante en la isla por los incipientes movimientos y organizaciones de carácter nacionalista y por los temores de una invasión por parte de tropas británicas y francesas. Su padre contaba que el deseo de todos en la isla era el de mantenerse neutrales o proaliados llegado el caso, si bien los círculos del gobernador eran más bien pronazis. De hecho, incluso hubo un momento en el que circulaban libremente por la isla periódicos alemanes con subtítulos en español.

La guerra de España y la guerra europea ya habían pasado. Pero por lo que había ido leyendo durante el trayecto en barco, África tampoco se libraba de los conflictos políticos. En un artículo ponía que en Kenya se amenazaba con excomulgar a todos los simpatizantes del movimiento político religioso Mau Mau y de su líder, Jomo Kenyatta, porque defendía la expulsión de África del elemento europeo y el regreso del pueblo a sus primitivos ritos religiosos «paganos».

Este escrito le había dado que pensar. ¿Expulsar de África a los europeos? ¿No les habían llevado la civilización a una tierra salvaje? ¿No vivían mejor gracias a lo que habían hecho por ellos? ¿Volver a los ritos tradicionales? Estas cuestiones se le escapaban, pero no por ello dejaba de darles vueltas. Al fin y al cabo, la idea que él tenía del continente negro provenía sobre todo de la generación de su padre, una generación orgullosa de servir a Dios y a la patria. Y por lo que aquel le había repetido cientos de veces, trabajar en las colonias significaba servir al todopoderoso y a la nación española, de modo que, aunque todos regresaran con los bolsillos llenos, habían cumplido una noble misión.

No obstante, se hacía muchas preguntas sobre cómo sería la relación con personas tan diferentes. El único hombre negro que había conocido en persona trabajaba en el bar del barco. Recordó haberlo observado maleducadamente durante más segundos de los necesarios, esperando encontrar grandes diferencias con él aparte del color de la piel y la perfección de su dentadura. Pero nada. Con el paso de los días, no veía a un hombre negro, sino al camarero Eladio.

Lo más probable era que las anécdotas que él había escuchado sobre los negros hubiesen forjado en su mente una imagen desvirtuada de la realidad. Cuando Antón y Jacobo hablaban con sus familiares de Pasolobino, se referían a los morenos esto, los morenos lo otro, en general. A excepción de José, parecía que los demás fuesen un colectivo sin más, una masa despersonalizada. Recordaba haber visto una vieja postal que Antón había enviado a su hermano. Mostraba a cuatro mujeres negras con los pechos al descubierto y en ella había escrito a pluma: «Fíjate lo exageradas que van las negras. ¡Así van por la calle!».

Kilian había contemplado la foto con detenimiento. Las mujeres le habían resultado hermosas. Las cuatro llevaban unas telas enrolladas y anudadas a la cintura a modo de falda, el clote, que les cubría hasta los tobillos. De cintura para arriba iban completamente desnudas, excepto por un sencillo collar y unas cuerdas finas en las muñecas. Los pechos de cada una eran diferentes: altos y firmes, pequeños, separados, y generosos. Sus figuras eran esbeltas y las facciones de las caras realmente hermosas, con labios carnosos y ojos grandes. Llevaban el pelo recogido en lo que parecían delgadas trenzas. En conjunto era una bella fotografía. Lo único extraño en ese trozo de papel recio era el hecho de que era una postal. Las postales que él había visto eran de monumentos o de rincones bellos de una ciudad, de un país o de un paisaje, incluso retratos de personas vestidas de manera elegante, pero… ¿de cuatro mujeres desnudas? Pensó que cuando les habían sacado la fotografía, ellas no podían ser conscientes del uso que se iba a hacer de ella. A él le había producido una sensación extraña, como si las hubiesen tratado igual que a un insecto curioso a los ojos de un extraño.

La misma sensación tenía ahora al contemplar una de las muchas fotos que incluía la revista que estaba leyendo. Mostraba a un grupo de negros vestidos a la europea, con camisa y americana, gorras o sombreros. Le pareció una foto de lo más normal, pero el pie de foto decía así: «Las alegrías de Navidad hacen reproducir estas escenas de mamarrachos por fincas y poblados». Le sorprendió la expresión, pues él solo veía hombres vestidos. Sabía por su padre que, en fiestas especiales, algunos indígenas se disfrazaban de nañgüe, una especie de personaje ridículo de carnaval para hacer reír, al que los misioneros llamaban mamarracho, pero él se los había imaginado con máscaras y trajes de paja, y no vestidos de europeos…

La voz ronca de Jacobo interrumpió sus pensamientos.

—Espero que pronto se pueda ir en avión. ¡Yo esto no lo resisto más!

Kilian sonrió.

—Si no abusases de la bebida por las noches, tal vez no te marearías tanto.

—Entonces los días se me harían más largos y más insoportables… ¿Y Manuel?

—Está en el cine.

Jacobo se incorporó, se quitó el sombrero y dirigió una mirada hacia la revista que leía su hermano.

—¿Algo interesante que comentar hoy?

Kilian se dispuso a darle el parte del día. En apenas dos semanas se había instalado entre ellos la misma rutina. Manuel y Kilian leían mientras Jacobo dormitaba. Cuando este se despertaba, conversaban sobre los temas que intrigaban a Kilian.

—Justo ahora iba a leer un artículo sobre el bubi…

—Vaya pérdida de tiempo —le interrumpió Jacobo—. Allí no necesitarás el bubi para nada. La mayoría de los indígenas hablan español, y tú pasarás el día rodeado de braceros nigerianos en la finca. Así que más te valdría estudiar el diccionario de pichinglis que te dejé. Lo necesitarás en todo momento.

Sobre la mesa había un pequeño libro marrón de tapas de tela desgastada titulado Dialecto Inglés-Africano o Broken English, y escrito en 1919, tal como ponía en la primera página, por un misionero «Hijo del Inmaculado Corazón de María». Kilian había intentado memorizar algunas palabras y frases, pero le resultaba muy difícil porque nunca lo había escuchado. En el libro aparecía escrita la palabra o frase en castellano con su traducción al inglés africano, pidgin English, pichinglis o pichi, como lo denominaban los españoles, y su pronunciación.

—No entiendo por qué esta lengua se escribe de una manera y se pronuncia de otra. Supone un doble esfuerzo.

—Olvídate de cómo se escribe. ¡No vas a tener que escribirles cartas a los nigerianos! Céntrate en cómo se pronuncia. —Jacobo cogió el libro y el nuevo bolígrafo negro con capuchón dorado de su hermano, dispuesto a darle una clase abreviada—. Mira, lo primero que tienes que hacer es memorizar las primeras preguntas básicas. —Subrayó en el papel—. Y después te aprendes las palabras y expresiones que más dirás y oirás.

Acompañando a la última palabra, Jacobo cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—Te repetirán que están enfermos, que no pueden trabajar, que no saben cómo se hace, que hace mucho calor, que llueve mucho… —Se reclinó en la butaca entrelazando las manos en la nuca y suspiró—. Estos negros siempre protestan por todo y buscan excusas para no trabajar. ¡Igual que críos! ¡Ya lo verás!

Kilian sonrió para sus adentros. Le parecía que, en parte, Jacobo se describía a sí mismo, pero se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.

Cogió el pequeño diccionario para ver por escrito las palabras que su hermano había marcado y le parecieron las normales de cuando se conoce a alguien que habla otra lengua: «¿cómo te llamas?», «¿cuántos años tienes?», «¿qué quieres?», o «¿entiendes lo que digo?».

Sin embargo, al encontrar la traducción de las expresiones que, según Jacobo, más emplearía y escucharía, se sorprendió: «yo te enseñaré, trabaja, ven, cállate, estoy enfermo, no te entiendo; si rompes esto, te pegaré…». ¡Esas iban a ser las palabras que más tendría que utilizar en los próximos meses! Si alguien le hubiera preguntado cuáles eran las palabras más frecuentes en el dialecto de su tierra natal, jamás se le hubieran ocurrido esas. Se negaba a creer que en los últimos años Jacobo no hubiera mantenido una conversación un poco más profunda con los trabajadores. ¡Tampoco debería sorprenderle! Las anécdotas que su hermano relataba se referían normalmente a las fiestas en los clubes de Santa Isabel.

Jacobo volvió a colocarse el sombrero y se dispuso a continuar con su eterna siesta.

—Jacobo…

—¿Hmmm…?

—Tú que llevas años allí, ¿qué sabes de la historia del país?

—¡Pues lo mismo que todo el mundo! Que es una colonia de la que obtenemos un montón de cosas, que se gana dinero…

—Ya, pero… ¿De quién era antes?

—Pues no sé, de los ingleses, de los portugueses… ¡Qué sé yo!

—Sí, pero… Antes sería de los de allí, de los nativos, ¿no?

Jacobo soltó un bufido.

—Querrás decir de los salvajes. ¡Suerte han tenido con nosotros, que si no aún seguirían en la selva! Pregúntale a nuestro padre quién les puso la luz eléctrica.

Kilian permaneció pensativo unos segundos.

—Pues en Pasolobino tampoco hace tanto que llegó la luz eléctrica. Y en muchos pueblos españoles los niños han salido adelante gracias a la leche en polvo y el queso americano en lata. Vamos, que no es que nosotros seamos un ejemplo de progreso. Si miras las pocas fotos de cuando papá era niño, francamente, parece mentira que vivieran como lo hacían.

—Si tanto te interesa la historia, en las oficinas de la finca seguro que encuentras algún libro. Pero cuando empieces a trabajar estarás tan cansado que no te quedarán ganas de leer, ya lo verás. —Jacobo se reclinó en su butaca y se colocó el sombrero sobre el rostro—. Y ahora, si no te importa, necesito dormir un rato.

La mirada de Kilian se posó sobre el mar en calma, liso como un plato. Así lo había descrito en una carta a Mariana y a Catalina. El sol proyectaba sus últimos rayos desde el horizonte. Pronto se lo tragaría esa línea indefinida que vagamente separaba el mar del cielo.

En las montañas, el sol se escondía al anochecer; en el mar, el agua parecía que lo engullía.

No se cansaba de ver los maravillosos crepúsculos en alta mar, pero ya tenía ganas de pisar tierra firme. Habían atracado una noche en el puerto de Monrovia, capital de Liberia, para recoger y dejar mercancía, pero no habían podido bajar del barco. La costa allí era más bien uniforme. Pudo ver los bosques de acacias y mangles y una línea interminable de playa arenosa con aldeas muy pequeñas. Después viajaron por la costa del Kru, de donde procedían los crumanes, una raza de hombres fuertes para el trabajo, según le habían explicado sus compañeros gallegos de viaje: «Los crumanes son como los astures y gallegos en España: los mejores para trabajar». Su padre aún había visto cómo estos hombres se lanzaban en canoas al mar al paso de los barcos y buques europeos para ofrecer sus servicios en todo tipo de trabajos. Contaba la leyenda que trabajaban hasta que ellos mismos se consideraban independientes y tenían veinte o treinta mujeres a su disposición. Probablemente no fuese más que eso, una leyenda que arrancaba la sonrisa de los hombres blancos al imaginarse en la obligación de tener que satisfacer a tantas hembras.

Encendió un cigarrillo.

Como cada noche, tras la cena, grupos de personas conversaban y paseaban por cubierta. Distinguió a lo lejos al sobrino del gobernador civil junto a una familia de Madrid que volvía a Guinea después de una estancia larga en España. A unos metros, otros futuros empleados de fincas como él jugaban a las cartas. Con el paso de los días, cada vez se diferenciaban menos de los expertos coloniales. Sonrió al recordar la sorpresa y torpeza de sus propios gestos ante algo tan excepcional como el insólito número de cubiertos que acompañaban los platos en el comedor. La curiosidad y tensión iniciales habían cedido ante la laxitud de la monotonía de los días y noches sobre el suave balanceo del buque.

Cerró los ojos y dejó que la brisa del mar le acariciara el rostro. Una noche más, su mente se convirtió en un jeroglífico de nombres cercanos y lejanos. Recordaba a los suyos. Repasaba los nombres de las casas y se preguntaba qué vida llevaría este o aquel. Pensaba y soñaba en su lengua materna. Hablaba en castellano. Escuchaba inglés, alemán y francés en el barco. Estudiaba inglés africano. Se preguntaba si el bubi sería para los indígenas de la isla como el pasolobinés para él. Se preguntaba si a alguien le importaría saber la historia y las costumbres no solo de la metrópoli —nombre dado a España como país colonizador—, que a buen seguro ya conocerían por obligación, sino de esa parte fría y hermosa del Pirineo que ahora le parecía minúscula ante la inmensidad del mar.

A él sí le gustaría saber más cosas sobre ese nuevo mundo que seguramente todavía sobrevivía bajo el dominio de la colonización. A él le gustaría conocer la historia de la isla de las mujeres y los hombres de las fotografías.

La indígena. La auténtica.

Si es que quedaba algo de ella.

Cuando divisó a su padre vestido con pantalón corto, camisa clara y salacot en el muelle del puerto de Bata, la capital de Río Muni, la zona continental de la Guinea Española, su alma ya había sido invadida por todo el calor y el verde del mundo. Para alguien que provenía de un paraíso en las montañas, el color verde no debería sorprenderle tanto, pero lo hizo.

Ante los ojos de Kilian se extendía la porción más bella del continente, la región eternamente verde, cubierta por el bosque ecuatorial. Todo lo demás quedaba superpuesto, como si no fuera verdadero: ni las bajas edificaciones, ni los enormes barcos madereros amarrados en el puerto, ni las manos agitándose en el aire para saludar, ni los hombres acarreando mercancías de aquí para allá.

Era una sensación extraña de irrealidad.

Pero allí estaba él. ¡Por fin!

—¿Qué te parece, Kilian? —preguntó su hermano.

Jacobo y Manuel estaban a su lado esperando a que se terminasen las labores de atraque y de extensión de la pasarela que permitiría descender a los pasajeros. Por todos lados, multitud de personas se movían de aquí para allá realizando diferentes faenas. Tanto a bordo como en tierra se oían voces y gritos en varios idiomas. Kilian observaba la escena sin salir de su asombro.

—¡Se ha quedado mudo! —Manuel se rio dando un codazo a Jacobo.

—¿Has visto cuántos negros, Kilian? ¡Y todos iguales! Ya verás. Te pasará como con las ovejas. Hasta dentro de dos o tres meses no empezarás a distinguirlos.

Manuel torció el gesto ante el comentario de su amigo. Kilian no escuchaba a sus compañeros porque estaba embelesado contemplando el panorama que se desplegaba ante sus ojos.

—¡Allí está papá! —exclamó ilusionado al distinguir la conocida figura entre los que se acercaban a la pasarela.

Lo saludó con la mano y comenzó a descender con paso ligero seguido de Jacobo y Manuel, que compartieron su urgencia por volver a pisar tierra firme.

El abrazo con Antón fue breve pero sentido. Durante unos minutos las frases de saludo y presentación de Manuel, las anécdotas del viaje y las preguntas impacientes de tantas cosas que querían contarse se mezclaron unas con otras. Hacía dos años que Kilian no veía a Antón y este no tenía buen aspecto. Su rostro quemado por el sol estaba surcado por arrugas que no recordaba, y sus grandes pero proporcionadas facciones habían comenzado a doblegarse ante la flacidez. Parecía cansado y se llevaba la mano continuamente a una parte de su abdomen.

Antón quería saber cómo iba todo por el pueblo, qué tal estaba la familia cercana; la de su hermano, que también se llamaba Jacobo; la familia no tan cercana, y qué vida llevaban los vecinos. Reservó para el final del repaso a su mujer y a su hija. Al preguntar por Mariana, Kilian pudo distinguir un destello de tristeza en sus ojos. No tenía que explicar nada. Las campañas resultaban largas para cualquier hombre, pero más para un hombre casado que adoraba a su mujer y se pasaba meses sin verla.

Tras un momento de silencio, Antón miró a Kilian y, extendiendo un brazo para señalar todo lo que podía abarcar su vista, dijo:

—Bueno, hijo. Bienvenido de nuevo a tu tierra natal. Espero que te encuentres bien aquí.

Kilian sonrió con complicidad, se giró hacia Manuel y le explicó:

—Jacobo nació aquí, ¿sabes? Y dos años después nací yo. Después del parto, mi madre se puso enferma y no mejoraba con el paso de las semanas, así que nos volvimos a casa.

Manuel asintió. A muchas personas no les sentaba bien el calor y la densa humedad de esa parte de África.

—O sea, que he nacido aquí, pero nunca he estado. No puedo ni tener recuerdos.

Jacobo se inclinó para continuar la explicación en voz baja:

—Nuestra madre nunca más volvió y mi padre iba y venía, así que entre campaña y campaña de cacao nos nacía un hermano. En ocasiones, lo conocía con casi dos años, dejaba una nueva semilla y regresaba al trópico. De seis hermanos quedamos tres.

Kilian le hizo un gesto de advertencia temeroso de que Antón lo escuchara, pero este estaba absorto en sus pensamientos. Observaba a su hijo, a quien encontraba cambiado, tan alto como siempre y algo delgado comparado con Jacobo, pero convertido en todo un hombre. Le parecía mentira que el tiempo hubiera pasado tan deprisa desde que naciera. Veinticuatro años después, Kilian volvía a su primer hogar. No era de extrañar que tuviera tantas ganas de conocerlo. Al principio no había visto con buenos ojos la decisión de su hijo de querer seguir sus pasos y los de su hermano en tierras africanas. Le apenaba la idea de dejar solas a Mariana y a Catalina a cargo de la casa y las tierras. Pero Kilian podía ser muy obstinado y convincente, y tenía razón a la hora de hacer cuentas y argumentar lo bien que iría otra inyección de dinero en la familia. Principalmente por eso se había decidido a pedirle trabajo al dueño de la finca, que había agilizado el papeleo con el fin de preparar el viaje para enero, justo cuando comenzaba la época de preparación de la cosecha. Tendría tiempo suficiente para adaptarse al país y estar listo para los meses más importantes, los de la recogida y tueste del cacao, que comenzarían en agosto.

El movimiento de personas y maletas a su alrededor les indicó que debían dirigirse hacia otra parte del muelle. Aún restaban un par de horas más de viaje desde Bata hasta la isla, el destino definitivo.

—Creo que el barco hacia Santa Isabel ya está preparado para zarpar —les comunicó Jacobo antes de dirigirse a Antón—. Todo un detalle por su parte venir a buscarnos a Bata para acompañarnos a la isla.

—¿Acaso no se fiaba de que trajera a Kilian sano y salvo? —añadió en tono burlón.

Antón sonrió, algo no muy usual en él, pero Jacobo sabía cómo lograrlo.

—Espero que hayas aprovechado el largo viaje para poner al día a tu hermano. Aunque por la cara que sacas, me temo que habrás pasado el tiempo en el salón del piano… ¡Y no porque te guste la música especialmente!

Kilian intervino para ayudar a su hermano y dijo con voz muy seria, aunque por su sonrisa se notaba que estaba de guasa:

—No podría haber encontrado mejores maestros que Jacobo y Manuel. ¡Tendría que haber visto usted a mi hermano enseñándome el pichi! ¡Casi lo hablo ya!

Los cuatro estallaron en carcajadas. Antón estaba feliz de tenerlos allí con él. Su juventud y energía ayudarían a compensar el hecho de que a él, muy a su pesar, comenzaban a fallarle las fuerzas. Los contempló orgulloso. Físicamente se parecían mucho. Ambos habían heredado sus ojos verdes, típicos de la rama paterna de Casa Rabaltué. Eran unos ojos peculiares: de lejos parecían verdes, pero si se miraban de cerca, eran grises. Tenían la frente ancha, la nariz larga y gruesa en la base, los pómulos prominentes y la mandíbula tan marcada como la barbilla, que en el caso de Jacobo era bastante más cuadrada que la de su hermano. También compartían el mismo cabello negro y abundante, aunque Kilian lucía reflejos cobrizos. Destacaban por su altura, anchos hombros y fuertes brazos —más musculosos en el caso del hermano mayor— acostumbrados al esfuerzo físico. Antón sabía de los estragos que Jacobo causaba entre las mujeres, pero eso era porque todavía no conocían a Kilian. La armonía de sus rasgos rozaba la perfección. Le recordaba a su mujer Mariana de joven.

Por otro lado, sus caracteres no podían ser más diferentes. Mientras que Jacobo era un juerguista con aires de señorito al que no le había quedado más remedio que trabajar para ganarse la vida, Kilian tenía un alto sentido de la responsabilidad, a veces demasiada incluso para su propio padre. Era algo que nunca le diría porque prefería que su hijo fuese excesivamente trabajador y formal y no tan variable como Jacobo y su especial sentido del humor.

En cualquier caso, parecía que los hermanos se entendían bien, se complementaban, y eso era importante en tierra extraña.

Durante el breve trayecto de Bata a la isla, Antón estuvo especialmente hablador. Cuando le narraron el viaje y el permanente mareo de Jacobo, aquel les contó una de sus primeras travesías sin Mariana de Tenerife a Monrovia, en la que el barco sufrió las embestidas de una terrible tormenta.

—Había agua por todas partes, las maletas flotaban en los camarotes; de pronto volabas y de pronto estabas ahogándote. Estuvimos tres días perdidos, sin comer. Todo estaba destrozado. En el puerto de Santa Isabel nos estaban esperando como quien espera a un fantasma. Nos daban por muertos. —Permaneció pensativo unos segundos con la mirada hacia el horizonte recordando la terrible experiencia. Después se volvió hacia Jacobo, que lo escuchaba asombrado—. Es la única vez en mi vida que he tenido miedo. Miedo no, ¡terror! Hombres hechos y derechos que lloraban como niños…

Kilian también se sorprendió.

—No recuerdo haberle escuchado esta aventura. ¿Por qué no nos lo contó en sus cartas?

—No quería preocuparos —respondió su padre, encogiéndose de hombros—. ¿Crees que vuestra madre os habría dejado venir si hubiera sabido la historia? Además, al escribirlo hubiera parecido una anécdota y os aseguro que en esos momentos todos nos despedimos de la vida y nos acordamos de los nuestros. Como dice mi buen José, es difícil describir el miedo: una vez se te ha metido en el cuerpo, cuesta mucho sacudírtelo de encima.

Jacobo intervino colocándose una mano en el pecho, agradecido de no haber pasado por una experiencia semejante.

—Prometo no quejarme nunca más de los viajes y disfrutar de la visión de las ballenas y delfines escoltando los barcos.

Kilian observaba a su padre. Había en él algo diferente. Por lo general era un hombre serio, de carácter más bien difícil y autoritario. Pero en la forma de narrar la historia del naufragio, había percibido un leve toque de tristeza. ¿O era temor? Y además, estaba ese gesto de llevarse la mano al abdomen…

—Papá… ¿Se encuentra usted bien?

Antón pareció recomponerse al oír la pregunta.

—Muy bien, hijo. La última campaña ha sido más dura de lo previsto. —Era obvio que quería cambiar de tema—. La cosecha no ha salido tan buena como esperábamos por culpa de las nieblas. Hemos tenido más trabajo de lo habitual.

Antes de que su hijo pudiera intervenir, retomó su papel de padre controlador.

—¿Has traído la partida de nacimiento?

—Sí.

Kilian sabía que ahora comenzaría el interrogatorio. Jacobo se lo había advertido.

—¿Y el certificado de buena conducta y el de penales?

—Sí.

—¿La cartilla militar?

—También. Y el certificado médico antituberculoso con impreso oficial, y el certificado del maestro diciendo que sé leer y escribir… ¡Por Dios, papá! ¡Me lo repitió en cinco cartas! ¡Era imposible no acordarse!

—Bueno, bueno, no serías el primero que se da la vuelta por no cumplir con los requisitos. ¿Te han vacunado contra la malaria en el barco?

—Sí, papá. Me han vacunado en el barco y tengo el correspondiente papel que lo certifica. ¿Alguna cosa más?

—Solo una, y espero que no te hayas olvidado…, que no os hayáis olvidado… —Su voz intentaba sonar dura, pero sus ojos decían que estaba bromeando—. ¿Me habéis traído las cosas que pedí a vuestra madre?

Kilian suspiró, aliviado al saber que terminaba el interrogatorio.

—Sí, papá. La maleta de Jacobo está llena de ropa, jamón y chorizo, avellanas, latas de melocotón y las maravillosas pastas que prepara mamá. También le traemos una larga carta escrita por ella y que cerró ante mí con siete lacres para asegurarse de que nadie la abriría.

—Bien.

Jacobo y Manuel habían permanecido callados. Estaban próximos a su destino, podían sentirlo. Tenían ganas de llegar, pero ya habían perdido la inocencia, la excitación y el nerviosismo del primer viaje que ahora percibían en Kilian.

Jacobo sabía perfectamente que, una vez pasada la novedad, todo se reduciría al trabajo en la finca, las fiestas en la ciudad, la espera del cobro del dinero, las ganas de volver de descanso a casa y vuelta a empezar. La misma rueda cada veinticuatro meses. Podría ser lo mismo en cualquier parte del mundo. Aun con todo, la certeza de la cercanía de la isla todavía le producía un leve y agradable cosquilleo en el estómago.

Esa sensación solo la sentía cuando el barco enfilaba hacia el puerto de la capital de la isla.

—Mira, Kilian —dijo Jacobo—, estamos entrando en la bahía de Santa Isabel. ¡No te pierdas ningún detalle! —Un brillo especial iluminó sus verdes ojos—. Te guste o no tu estancia aquí, te quedes dos o veinte años, odies o ames a la isla…, ¡escucha bien lo que te voy a decir!, jamás podrás borrar de tu mente esta estampa. ¡Jamás!