XVII
Ë RIPÚRÍI RÉ ËBBÉ
LA SEMILLA DEL MAL
1965
A Bisila se le hacía el tiempo muy largo. Transcurrían los días y las semanas y Kilian no regresaba. No podían tener noticias el uno del otro, y cartearse hubiera sido demasiado arriesgado.
A miles de kilómetros, Kilian sí le escribía cartas que no enviaba. Se las narraba a sí mismo como si ella pudiera leer su pensamiento y entender que el tiempo se le hacía muy largo; que su cuerpo recorría las estancias de la casa, pero su corazón y su mente estaban lejos, y que, sin ella, la vida en Pasolobino le resultaba familiar pero vacía.
Bisila se acercaba casi cada día al edificio principal de la finca, donde se alojaban los extranjeros. Llegaba hasta la escalera exterior, posaba su mano sobre la barandilla, colocaba un pie en el primer peldaño y luchaba para vencer el impulso de subir corriendo hasta la habitación de Kilian para comprobar si ya había regresado. El corazón le palpitaba acelerado y las rodillas le flaqueaban. Escuchaba con atención las voces de los europeos, intentando distinguir el tono grave de la voz de Kilian, pero no, no era su voz, tal vez la de su hermano, pero no la de Kilian.
Así comenzó el año y terminó una nueva cosecha de cacao.
En la isla, el tiempo era excesivamente cálido; tan solo una débil brisa conseguía mitigar el bochorno que ralentizaba la respiración. En el Pirineo, el tiempo era excesivamente frío; el viento del norte arrastraba la nieve de un lugar a otro como si fuesen granos de arena en un desierto helado.
En la finca Sampaka de Fernando Poo comenzaba el movimiento de los trabajadores, que se disponían a preparar los terrenos para el cultivo, hacer leña para los secaderos, arreglar los caminos y comenzar la poda.
En Pasolobino, a Kilian se le caía la casa encima. Nevaba y nevaba y cuando dejaba de nevar, comenzaba a rugir el viento. No se podía salir al campo. No se podía hacer nada. Las horas se le hacían eternas al lado del fuego escuchando los suspiros de su madre, esperando el fatal desenlace de Catalina, consolando a un cuñado al que apenas conocía, y repitiendo una y otra vez las mismas conversaciones con los vecinos sobre la riqueza que la futura estación de esquí traería al valle.
Necesitaba moverse, emplearse en algo. Pero ni siquiera podía dedicarse a hacer arreglos dentro de la casa; no cuando su hermana agonizaba, no era correcto. Ella misma había expresado su deseo de morir en su casa natal, así que esta debía mostrarle respeto con su silencio.
Con los ojos fijos en las llamas del fuego, Kilian resistía el lento golpear del reloj recordando sus momentos con Bisila. Ella se moriría si tuviese que soportar semanas y semanas de frío y nieve. Su cuerpo estaba hecho para el calor.
Kilian echaba de menos el fuego del cuerpo de Bisila. ¿Cómo podría ya pensar en una vida sin sus llamas?
Catalina fue enterrada en medio de las terribles heladas de finales de febrero. El frío aceleró el ritual de la primera misa en Pasolobino que Kilian no escuchó en latín y el posterior entierro.
La rapidez con la que sucedió todo —desde que cerraron la tapa del ataúd hasta que las palas dieron sus últimos golpes sobre la tierra apretada— reavivó en Kilian la sensación de urgencia. Todos los vecinos querían volver a casa y él quería volver a Fernando Poo, pero aún tendría que acompañar a su madre en el duelo.
¿Cuánto más tendría que esperar?
A finales de abril, las lluvias llegaron puntuales a la isla.
Bisila estaba cansada. Llevaba muchas horas en el hospital. En esas fechas aumentaba el número de accidentes y cortes de machete. El trabajo en la finca era más peligroso que en los secaderos, y la lluvia también propiciaba el aumento de enfermedades pulmonares. Necesitaba despejarse un poco, así que decidió dar un paseo.
De nada servía engañarse: sus pasos siempre la guiaban en la misma dirección. Se acercó de nuevo al edificio principal de paredes encaladas y ventanas pintadas de verde. Era sábado por la noche, muy tarde, y el patio estaba desierto. No quería hacerse ilusiones una vez más, pero no perdía nada por intentarlo. Hacía cinco meses que no lo veía, que no escuchaba su voz, que no sentía sus manos sobre su piel. De una manera forzadamente casual había preguntado a su padre si tenía noticias de Kilian a través de Jacobo, y así supo de la muerte de su hermana y de su intención de quedarse más tiempo en Pasolobino. ¿Cuánto más tendría que esperar? Temía que cuanto más tardase en regresar, más probabilidades existirían de que se acostumbrase a su vida anterior y aprendiera a vivir sin la isla y sin ella.
A veces tenía la odiosa sensación de que todo había sido un sueño… Ella sabía que no era ni la primera ni la última nativa que se juntaba con un extranjero y luego el extranjero se marchaba y no volvía y la mujer seguía con su vida.
Sin embargo, Kilian le había prometido que volvería. Le había dicho que siempre estarían juntos. Ella solo podía confiar en sus palabras. Ahora él era su verdadero marido y no Mosi, ante quien le costaba cada vez más representar el papel de esposa. Mosi era un cuerpo con el que se acostaba todas las noches; Kilian era su verdadero esposo, el dueño de su corazón y de su alma.
Se apoyó en el muro que bordeaba la finca para poder observar mejor la vivienda de los empleados. Cerró los ojos e imaginó el momento en que la puerta de la sencilla habitación en la que ambos habían gozado de los momentos más intensos de sus vidas se abriría y Kilian saldría al pasillo exterior, con sus anchos pantalones de lino beis y su camiseta blanca. Entonces, respiraría hondo, se encendería un cigarrillo, se apoyaría en la barandilla de la galería, deslizaría su mirada por los alrededores, primero hacia la entrada de las palmeras reales y luego hacia el muro que bordeaba la finca, y se encontraría con la mirada de ella, observándolo desde abajo, sonriéndole para decirle que allí estaba, esperándole como le había prometido, su esposa negra, su esposa bubi; la mujer que él había elegido entre todas las blancas, las de su pueblo, las de su valle, las de su país; la mujer que él había elegido entre todas las negras, las de Bata, las de Santa Isabel, las de la finca; la mujer que él había elegido libremente, a pesar del color de su piel, de sus costumbres, tradiciones y creencias. Sus miradas confirmarían que no eran un blanco y una negra reconociéndose a unos metros de distancia, no: siempre serían Kilian de Pasolobino y Bisila de Bissappoo.
El ruido del motor de un vehículo la llevó de regreso a la realidad de la noche y la débil lluvia. A la vez, la luz mortecina de las farolas exteriores tembló antes de extinguirse y la oscuridad se apoderó del patio.
Se cubrió la cabeza con un pañuelo y emprendió el camino de regreso al hospital, aprovechando la iluminación transitoria de los faros de la furgoneta para recorrer la primera parte del trayecto hasta el porche de columnas. No era una mujer miedosa, pero, a esas horas, el amplio patio, vacío y oscuro imponía respeto. Prefirió ir pegada a la pared de los edificios.
La picú casi la atropelló.
Pasó junto a ella a gran velocidad levantando una polvareda que la cegó momentáneamente y la obligó a toser. No había llovido lo suficiente como para mantener el polvo pegado a la tierra. El vehículo se detuvo al abrigo del porche bajo los dormitorios de los empleados. Unas voces y risas de hombre resonaron en la oscuridad. Bisila sintió que las risas se acercaban adonde ella se encontraba.
Un mal presentimiento se apoderó de su cuerpo y decidió cambiar de dirección. Iría a la zona de las viviendas de los braceros a través de los secaderos, situados a la izquierda de la vivienda principal. Los ojos le escocían.
Una voz resonó como un trueno justo detrás de ella.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí?
Bisila aceleró el paso, pero una figura surgida de las sombras se interpuso en su camino.
El corazón comenzó a latirle con fuerza.
—¡No tan deprisa, morena! —dijo un hombre con marcado acento inglés, cogiéndola por los hombros.
Sin soltarla, el hombre se situó frente a ella.
Bisila forcejeó con él.
—¡Déjeme pasar! —Intentó que su voz sonara firme—. ¡Soy enfermera del hospital y me están esperando!
Se soltó y comenzó a caminar con paso rápido. Quería mostrar cierta tranquilidad, pero lo cierto es que tenía miedo. Reinaba la más absoluta oscuridad. Nadie acudiría en su auxilio si fuera necesario. De pronto, una mano de hierro atenazó su brazo y la obligó a girarse hasta quedar frente a un hombre alto y fuerte que apestaba a alcohol.
—Tú no vas a ninguna parte —masculló el inglés con voz pastosa—. Una mujer no debería andar sola por aquí a estas horas… —sus labios dibujaron una desagradable sonrisa— a no ser que busque algo o a alguien.
Bisila intentó zafarse, pero el hombre la sujetaba con fuerza. Le retorció el brazo hasta la espalda, se colocó tras ella y comenzó a caminar en dirección al otro hombre. Bisila gritó, pero el hombre le tapó la boca con la mano libre y le susurró al oído en tono amenazador:
—Será mejor que estés callada.
Ella hizo un último intento de liberarse y trató de morderle la mano, pero él reaccionó con rapidez y apretó la mano contra su boca con más fuerza mientras avisaba a su compañero.
—¡Eh! ¿A que no te imaginas qué me he encontrado?
El otro hombre se acercó. También apestaba a alcohol. Extendió una mano huesuda y retiró el pañuelo que cubría la cabeza de Bisila.
—¡Mira por dónde aún nos queda un rato de fiesta! —dijo, con un acento que Bisila no reconoció—. Sí, sí. Es cierto… —soltó varias risitas—, con la cosa esa que nos han dado, no se terminan las ganas.
Acercó su afilada nariz a escasos centímetros de ella y comenzó a recorrer su cara y su cuerpo con una mirada lasciva.
—No puedo verte bien. —Le acarició las mejillas, el pecho y las caderas y mostró su aprobación—: Hmmm… ¡Mejor de lo que esperaba!
Bisila se retorció, aterrorizada, pero el hombre que la sujetaba apretó tan fuerte que temió que le hubiera roto el brazo. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Ponle el pañuelo en la boca, Pao —ordenó el inglés—. Y saca a Jacobo del coche.
Bisila se aferró a un pequeño hilo de esperanza: ¡Jacobo la reconocería y la dejaría marchar!
Pao abrió la puerta de la picú y, después de mucho insistir, consiguió que el hombre que había dentro saliera dando bandazos. Jacobo apenas se tenía en pie. El inglés le dijo en voz alta y clara:
—¡Eh, Jacobo! ¡Despierta! ¡La fiesta todavía no ha terminado! ¿Sabes de algún sitio donde podamos disfrutar de esta preciosidad?
—¿Qué tal los secaderos? —preguntó Pao. En su voz se podía percibir la misma urgencia que en sus ojos.
A Jacobo le costaba razonar con claridad. La euforia producida por la explosiva combinación de alcohol y la raíz de iboga había dado paso a una distorsión de su percepción del exterior. Solo en un par de ocasiones se había atrevido antes a probar la potente droga de uso tan extendido entre los nativos para disminuir la sed y el hambre en condiciones de trabajo extremas. En cantidades pequeñas, la corteza o raíz del pequeño y aparentemente inofensivo arbusto de hojas estrechas, flores pequeñas y vistosas, y frutos anaranjados del tamaño de las aceitunas, tenía propiedades estimulantes, euforizantes y afrodisíacas. En grandes dosis producía alucinaciones. La cantidad ingerida por Jacobo aquella noche lo había llevado al límite entre la excitación y el desvarío.
—Hay un pequeño local… donde se… guardan… aquí mismo… —se giró y les indicó una pequeña puerta en el porche—… los sacos vacíos…, aquí…, sí.
Se acercó a la puerta y se apoyó en ella.
—Es… cómodo —añadió, riéndose estúpidamente.
El inglés empujó a Bisila con violencia.
—¡Vamos! ¡Muévete!
Al llegar a la altura de Jacobo, Bisila intentó que su mirada de súplica se cruzara con la de él. El inglés la empujaba y ella se resistía con todas sus fuerzas intentando que Jacobo la mirara. Cuando él lo hizo, Bisila observó con horror que sus ojos vidriosos no la reconocían. Estaba demasiado drogado. Un sollozo escapó de su pecho y comenzó a llorar porque sabía exactamente lo que iba a suceder y ella nada podría hacer.
El inglés la tumbó sobre un montón de sacos de esparto vacíos, se abalanzó sobre ella, rasgó su vestido y le sujetó los brazos. El hombre era tan fuerte que, con una mano, le bastaba para mantenerle los brazos inmovilizados sobre la cabeza. Con la mano libre recorría su cuerpo con la acelerada torpeza de quien solo quiere satisfacer sus instintos. Por más que se moviera, no podía apartarse del apestoso aliento del hombre, que dejaba un reguero de babas por su cuello y por su pecho.
Bisila deseó morir.
Se retorció con todas sus fuerzas como una serpiente viva arrojada al fuego. Intentó gritar, pero el pañuelo en su boca le producía arcadas. Sollozó, gimió y pataleó hasta que un puño cayó sobre su cara y creyó perder el conocimiento. En medio de las tinieblas, las imágenes de la cara del hombre se intercalaban con la sensación de una mano entre sus muslos y algo duro que la penetraba, y luego otra cara, otro aliento, otras manos, otro cuerpo, una embestida tras otra, otro objeto duro que la penetraba, y luego un silencio, una pausa, unas risas y unas voces, y otro cuerpo y otra cara.
Jacobo.
En medio de las tinieblas, las facciones familiares del tercer hombre se mecían junto a su cuello, se alejaban unos milímetros y volvían a acercarse.
—… aobo… —balbuceó Bisila.
Jacobo se detuvo al escuchar su nombre. Ella levantó la cabeza y le gritó con la mirada.
De nuevo las risas.
—¡Vaya, Jacobo! ¡Parece que le gustas!
—Es lo que pasa con esta gente. Hay que insistir, convencerles de lo que es bueno para ellos.
—Al principio se resisten, pero luego consienten…
Jacobo estaba inmóvil, aturdido por la imagen de unos ojos transparentes intentando apoderarse de su cerebro. ¿Qué le pedían? ¿Qué querían que hiciera?
—¡Venga, termina ya!
Más risas.
Un débil destello de esperanza vencido por los sentidos. Jacobo restregándose lentamente sobre la piel de Bisila, resoplando en su oreja, acelerando el ritmo, derramándose en el cuerpo que su hermano adoraba, humillando el alma que pertenecía a Kilian, reposando mansamente sobre su pecho…
Un gemido prolongado de desconsuelo.
Unos brazos tirando de él.
—Se acabó. Vámonos. Y tú, negra, ¡ni una palabra!
El inglés arrojándole unos billetes.
—¡Cómprate un vestido nuevo!
Y luego, el silencio.
Una eternidad de silencio hasta que retornó la conciencia completa.
Una mujer negra golpeada y violada. Una mujer negra cualquiera ultrajada por un blanco cualquiera. Todas las mujeres negras humilladas por todos los hombres blancos.
No hacía mucho era Bisila de Bissappoo, la mujer de Kilian de Pasolobino.
Cuando abrió los ojos se sintió como un montón de basura sobre sacos vacíos.
Simón oyó ruido y quizá un grito, pero no le dio mayor importancia. Los sábados por la noche, en las dependencias de los criados, emplazadas a continuación de los dormitorios de los blancos, y donde él seguía durmiendo aunque ya no trabajaba de boy para massa Kilian, era frecuente escuchar gritos y risas hasta altas horas de la madrugada.
Se dio la vuelta para continuar durmiendo. Nada. Se había desvelado. Varias respiraciones fuertes y algún que otro ronquido le indicaron que los demás compañeros dormían plácidamente. Decidió abrir la puerta para que entrase algo de fresco y volvió a tumbarse. El aire húmedo le informó de que había llovido y que unos hombres subían las escaleras en medio de risas y tropezones. Distinguió la voz de Jacobo y de sus amigos. Menuda cogorza llevaban. Tampoco le extrañó. Jacobo solo se emborrachaba hasta perder el conocimiento cuando salía con el inglés y el portugués.
Los hombres pasaron junto a la puerta abierta. Simón escuchó su conversación y entonces sí se sintió inquieto. Se levantó, se puso unos pantalones, cogió un quinqué y bajó por la escalera. Llegó hasta el centro del patio principal y se dio la vuelta. No se oía ni se veía nada. Encendió la lámpara y regresó sobre sus pasos. Vio la furgoneta mal aparcada bajo el porche y la puerta del cuarto de los sacos abierta. Se asomó y escuchó un gemido.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó a la oscuridad.
Recibió otro gemido por respuesta.
Se acercó con cuidado.
—¿Quién eres?
—Necesito ayuda —susurró Bisila.
Como movido por un resorte, Simón se acercó al lugar de donde provenía la voz y se arrodilló junto a ella. La luz del quinqué le reveló que su amiga estaba herida. Tenía sangre por la cara y el cuerpo y no se movía. En una mano sujetaba un pañuelo húmedo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó, alarmado, en bubi—. ¿Qué te han hecho?
—Necesito ir al hospital —respondió ella con voz apagada.
Simón la ayudó a ponerse en pie. Bisila se arregló la ropa con dificultad porque no podía mover un brazo. La ira empezó a apoderarse de él.
—¡Sé quiénes son los culpables! —murmuró entre dientes—. ¡Pagarán por lo que han hecho!
Bisila se apoyó en el brazo de Simón y le indicó que comenzaran a caminar. Necesitaba salir de ese maldito lugar.
—No, Simón. —Apretó suavemente el brazo de su amigo—. Lo que ha pasado se quedará aquí dentro. —Cerró la puerta y salieron al patio—. Prométeme que no dirás nada.
Simón señaló el ojo sanguinolento.
—¿Cómo vas a ocultar las heridas? —protestó él—. ¿Cómo le explicarás a Mosi lo del brazo?
—Mi cuerpo me importa bien poco, Simón —respondió Bisila, abatida.
Él no la escuchaba porque solo sentía rabia.
—¿Y qué pasará cuando se entere Kilian?
Bisila se detuvo en seco y se giró hacia él.
—Kilian no se enterará de esto jamás. ¿Me oyes, Simón? ¡Jamás!
Simón sacudió levemente la cabeza en señal de asentimiento y continuaron caminando.
«Kilian no se enterará —pensó él—, pero ellos pagarán por lo que han hecho».
Una vez en el hospital, Bisila le dio instrucciones de cómo recolocarle el hombro desencajado. Se puso un palo entre los dientes y cerró los ojos a la espera del golpe seco de Simón. Soltó un alarido y se desmayó. Cuando volvió en sí, ella misma se curó las heridas producidas por los golpes y se vendó el brazo en cabestrillo.
Después, Simón la acompañó hasta su casa. Bisila esperó un rato hasta asegurarse de que reinaba el silencio más absoluto. Afortunadamente, Mosi e Iniko dormían. Estaban acostumbrados a sus horarios. No verían las contusiones hasta la mañana siguiente.
Simón regresó al dormitorio del edificio principal, todavía temblando por la ira.
Lo que había ocurrido esa noche no era nada que no hubiera sucedido otras veces a lo largo de los años de presencia blanca en la isla. Se trataba de una de las maneras que el blanco empleaba para imponer su poder. La mujer, ultrajada y amenazada, no osaba denunciar al blanco. Sería su palabra contra la de él, y en cualquier tribunal tendría las de perder con el argumento de que era ella la que había buscado la situación.
En la cama, Simón no podía quitarse de la cabeza el estado en el que había encontrado a Bisila. Según las leyes, ahora ellos eran tan españoles como los de Madrid. Simón apretó los puños con fuerza. ¡Era todo mentira! Los blancos eran los blancos y los negros eran los negros, por mucho que ahora se les dejase entrar en los cines y en los bares. ¡Había sido así durante siglos! La cercana independencia no cambiaría nada: llegarían otros y seguirían explotando la isla ante los ojos impotentes de aquellos que una vez la poblaron. Ese era el destino del bubi: soportar con resignación los deseos de otros.
Decidió que hablaría con Mosi y le contaría todo.
Bisila le había hecho prometer que no le diría nada a Kilian y no se lo diría, al menos, de momento.
Pero hablaría con Mosi.
Él sabría qué hacer.
El lunes por la mañana, Simón buscó a Mosi en la zona sur de la finca. Sus hombres avanzaban en hileras de unos diez hombres, uno al lado del otro, golpeando con los machetes para desbrozar y ganarle terreno de cultivo a la selva. Distinguió al capataz enseguida porque su cabeza sobresalía por encima de las de los demás. Lo llamó y con gestos le indicó que acudiera. Se apartaron para que nadie pudiera escuchar su conversación.
—A Bisila la atacaron. Tres hombres blancos. Yo la encontré.
Mosi soltó un juramento y se apoyó contra un árbol. Simón observó que la expresión de su cara se endurecía.
—¿Sabes quiénes fueron? —preguntó.
Simón asintió.
—Los escuché cuando iban a sus habitaciones. Eran tres. Los conozco. Sé quiénes son.
—Dime sus nombres y dónde puedo encontrarlos. De lo demás me encargo yo.
—Dos de ellos no viven aquí y se marcharán hoy. Los conoces, son massa Dick y massa Pao. Les he oído decir que volverían en dos o tres semanas.
—¿Y el tercero?
Simón tragó saliva.
—El tercero es un massa de la finca.
Mosi apretó los dientes y lo miró fijamente, esperando el nombre.
—El tercero es massa Jacobo.
Mosi se incorporó, cogió su machete y pasó su grueso pulgar por el filo.
—Tènki, mi fren —dijo lentamente—. Te buscaré si te necesito.
Comenzó a caminar hacia sus hombres y continuó con su trabajo como si Simón no le hubiese dicho nada importante.
Simón regresó al patio de la finca y cuál fue su sorpresa al escuchar una risa conocida que salía del aparcamiento de camiones.
¡Kilian había regresado!
Levantó la vista hacia el cielo y percibió un leve cambio en el ambiente.
Pronto llegaría el tiempo de los tornados.
Kilian se levantó temprano, se puso unos anchos pantalones de lino beis y una camiseta blanca de algodón y salió al pasillo exterior. Hacía fresco. Las lluvias de los últimos días habían impregnado el ambiente de una humedad tan penetrante y molesta que era necesario emplear estufas para calentar las habitaciones. Decidió entrar y ponerse una camisa de manga larga y una chaqueta. Salió de nuevo al pasillo, respiró hondo, se encendió un cigarrillo, se apoyó sobre la barandilla de la galería y deslizó su mirada hacia la entrada de las palmeras reales.
En cualquier otro momento, a Kilian le hubiera resultado reconfortante el silencio de la mañana. Últimamente, no obstante, el silencio se empeñaba en apoderarse de su vida. Simón estaba huraño y se hacía el escurridizo. José le ocultaba algo. Lo trataba con el mismo afecto de siempre, sí, pero estaba claro que le ocultaba algo. Y Bisila…
Bisila evitaba encontrarse con él.
Nada más llegar había acudido al hospital para verla. Después de meses deseando tenerla en sus brazos había ido en su busca con la certeza de que terminarían en el pequeño cuarto trastero. En vez de eso, se había encontrado con una Bisila más delgada, triste, con un brazo vendado y una parte de la cara hinchada. Aun así, caminaba entre las camas de los enfermos y se dirigía a ellos con la misma amabilidad de siempre. Una amabilidad que se había convertido en frialdad al dirigirse a él para explicarle que la había atropellado un camión al ir marcha atrás.
Kilian no se había creído ni una palabra. Incluso había pensado que tal vez Mosi la hubiera maltratado, pero ella lo había negado. Entonces… ¿Por qué ese cambio de actitud?
Si ella supiera cuánto la había echado de menos. ¡Si supiera cuánto la echaba de menos!
Desde entonces, había esperado que Bisila apareciera una noche en su habitación, pero no lo había hecho.
Apoyado sobre la barandilla de la galería, Kilian respiró hondo. Algo en su interior le decía que ella no acudiría ninguna otra noche a su habitación. Algo horrible tenía que haberle pasado para que ya no quisiera verlo. Cerró los ojos y recordó su boda con ella.
«Prometo serte fiel —le había dicho—, al menos en mi corazón, dadas las circunstancias».
¿Qué circunstancias podían ser peores que las de haberse tenido que esconder durante años? ¿Cómo podía Mosi haberse dado cuenta de la infidelidad de su mujer justamente cuando Kilian estaba en España?
No. Algo no encajaba.
El sonido de las sirenas que marcaba el inicio de la jornada laboral rompió el silencio. A Kilian le desagradaba ese ruido penetrante que había sustituido a los tambores. Sintió el movimiento que se apoderaba paulatinamente del patio principal. El ajetreo del ir y venir de hombres y el ruido de los motores de los camiones que transportaban a los braceros le recordó que tenía que darse prisa si quería desayunar antes de ir al trabajo.
Minutos después, Jacobo acudió a desayunar con paso lento y los ojos entrecerrados. No se encontraba nada bien.
—Será consecuencia del fin de semana en Santa Isabel —dijo Kilian, sin darle importancia.
Jacobo negó con la cabeza.
—Había quedado con Dick y Pao, pero no acudieron. Casi me alegro. Después de la última juerga que tuve con ellos, juré que no volvería a beber.
—¿Y qué hiciste sin ellos? —preguntó Kilian, en tono burlón.
—Aproveché para ver a unas amigas que tenía olvidadas… Me llevaron al cine… —Jacobo se encogió de hombros—. ¡Un fin de semana muy tranquilo! No entiendo por qué me siento como si me hubiera pasado un tren por encima.
Se llevó la mano a la frente.
—Creo que tengo fiebre.
Kilian le sirvió una taza de café.
—Toma algo. Te sentará bien.
—No tengo apetito.
Eso sí que era una novedad.
Kilian se levantó y dijo:
—Vamos, te acompañaré al hospital.
«Con un poco de suerte estará Bisila», pensó.
Kilian estaba convencido de que Jacobo tenía paludismo. Su hermano siempre se olvidaba de tomar las pastillas de quinina y más de una noche, especialmente si había ido de fiesta, no colocaba la mosquitera bien cerrada alrededor de la cama. El cansancio y el dolor muscular, los escalofríos y la fiebre, el dolor de cabeza y de garganta, y la pérdida de apetito eran síntomas claros de la enfermedad. Estaría en el hospital unas semanas y él tendría la excusa perfecta para ver a Bisila todos los días y observarla y presionarla hasta que supiera qué le había sucedido.
—¿Sífilis? —Kilian abrió los ojos como platos—. Pero… ¿cómo es posible?
Manuel levantó una ceja.
—Se me ocurre alguna que otra manera de contraerla… —dijo en tono irónico—. Lo tendremos aquí unas tres semanas. Luego tendrá que medicarse durante meses. Seguro que a partir de ahora tendrá más cuidado.
Cerró su carpeta con un golpe enérgico y se marchó.
Kilian se quedó un largo rato de pie sin atreverse a entrar en la habitación. Una cosa era que hubiera deseado utilizar la enfermedad de su hermano como excusa para ver a Bisila, pero lamentaba que tuviera sífilis. Le costaría sacudírsela de encima. Se atusó el pelo, suspiró y entró.
Jacobo estaba dormido. Kilian se sentó en una silla. La escena le trajo recuerdos casi olvidados de su padre. ¡Cuántas horas se había pasado sentado en una silla como esa acompañando a Antón! ¡Había transcurrido una eternidad!
Sonrió para sus adentros al recordar la imagen del brujo de Bissappoo colocando sus amuletos sobre el cuerpo de su padre. Si no hubiera sido por su amistad con José, nunca se le hubiese ocurrido la idea. Recordó que Jacobo se había puesto hecho una furia. Quizá enviase a buscar al brujo de nuevo para tratar a su hermano, pensó con cierta malicia.
Alguien llamó a la puerta y una dulce voz pidió permiso para entrar. Kilian se levantó de un salto a la vez que Bisila aparecía en la habitación. Ella lo miró sorprendida, dirigió su vista hacia la cama y entonces distinguió a Jacobo. Al reconocerlo, emitió un gemido y soltó la pequeña bandeja que llevaba con dificultad en una mano.
Se quedó clavada en el sitio.
Kilian se acercó y recogió los objetos que se habían desparramado por el suelo. Después, empujó suavemente a Bisila para poder cerrar la puerta y se mantuvo a escasos centímetros de su cuerpo.
La respiración de Bisila era agitada. No podía hablar.
Kilian la abrazó y comenzó a acariciarle el cabello.
—¿Qué sucede, Bisila? —le susurró al oído—. ¿Qué atormenta a mi muarána muèmuè?
El cuerpo de Bisila temblaba entre sus brazos.
Haciendo un leve gesto en dirección a Jacobo, preguntó:
—¿Qué le pasa a tu hermano?
Kilian se separó lo justo para poder contemplar su rostro.
—Nada que no se haya buscado —dijo—. Tiene sífilis.
Bisila apretó los labios con fuerza y su barbilla comenzó a temblar. Los ojos se le llenaron de agua y tuvo que hacer esfuerzos para que el nudo que le atenazaba el corazón no se deshiciera en un mar de lágrimas.
—¡Sífilis! —repitió ella, con una voz cargada de odio—. Na á’a pa’o buáa.
—¿Qué has dicho?
Bisila no respondió. Comenzó a sollozar, se liberó del abrazo, lo miró de manera extraña y salió corriendo de la habitación. Kilian se apoyó en la puerta abierta. Había odio, furia y rencor en la mirada de Bisila, sí, pero también una profunda tristeza envuelta en un halo de amargura.
De pronto, escuchó mucho revuelo de hombres que corrían y gritaban llamando al médico y ruidos de puertas que se abrían y cerraban. Salió de la habitación y se dirigió al vestíbulo.
Manuel estaba arrodillado y observaba el cuerpo de un hombre malherido que yacía en una improvisada camilla. Kilian se percató de que su amigo movía la cabeza de un lado a otro y fruncía los labios con preocupación. Un grupo de hombres los rodearon hablando y gesticulando e impidiendo que Kilian pudiera ver de quién se trataba, aunque le había parecido que era un hombre blanco.
Miró los rostros de quienes le rodeaban y reconoció a uno de los hombres de la brigada de Mosi. Se acercó y le preguntó qué había sucedido. El hombre estaba muy alterado y le respondió en una mezcla de pichi y castellano. Otro hombre intervino en la narración, y luego otro, y entre gestos, gritos y aspavientos pudo comprender la historia.
La brigada de Mosi se había dirigido como todos los días a realizar sus faenas de deforestación. Caminaban en filas de unos diez hombres, abriendo camino con sus machetes, cuando uno de ellos gritó porque había descubierto algo. El hombre salió corriendo despavorido y no fue hasta que llegaron al lugar en cuestión cuando los demás comprendieron el motivo de su terror. Suspendidos de las ramas de unos árboles, balanceándose suavemente en el aire, colgaban los cuerpos desnudos y apaleados de dos hombres blancos con las manos atadas en cruz. Para que la tortura fuera más intensa y atroz, varias piedras de gran tamaño pendían de los pies. Uno de los hombres estaba ya muerto cuando lo descolgaron. El otro todavía respiraba.
Kilian se abrió paso y se arrodilló junto a Manuel. El herido tenía moratones y contusiones por todas partes, profundas heridas en las muñecas y en los tobillos, y respiraba con dificultad. Kilian se fijó en su cara. Sus ojos eran los de una fiera salvaje con signos de locura.
Kilian reconoció al inglés y se le heló la sangre en las venas.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó Manuel.
—Es Dick, uno de los amigos de mi hermano. Vivía en Duala, pero hace un tiempo se trasladó a Bata. Pensaba que tú también lo conocías.
—Por eso me resultaba familiar… ¿No iba siempre con ese…? —Manuel tuvo una sospecha, se incorporó y dio órdenes de que lo llevaran a la sala de operaciones, si bien su expresión revelaba que poca cosa se podía hacer. Los hombres se apartaron para dejar pasar el cuerpo de Dick.
Enseguida entraron con el cadáver del otro hombre blanco. Presentaba el mismo aspecto terrible que el del inglés. Le habían cubierto la cara con una camisa.
Kilian levantó un extremo de la tela para mirarlo.
—Es Pao… —Se llevó la mano al mentón y se lo frotó con nerviosismo—. ¿Quién ha podido hacer esto?
Los hombres que los rodeaban comenzaron a hacer comentarios en voz baja. Kilian solo lograba entender palabras sueltas: «blancos, espíritus, venganza…». Manuel lo cogió del brazo y lo apartó para decirle, también en voz baja:
—En mal momento sucede esto, Kilian. Las cosas se están poniendo feas para los europeos. Si esto trasciende, más de uno abandonará el país. ¿No percibes el miedo? Ahora los nativos aprovecharán para decir que esto es obra de los espíritus…
—No te entiendo —le interrumpió Kilian—. ¿Qué tienen que ver los espíritus en esto?
—¡Que aparezcan dos hombres blancos asesinados a la manera antigua…! Comenzarán a decir que los espíritus ya no quieren a los blancos. No es raro que esto suceda ahora. ¡El mar anda revuelto!
Kilian permaneció en silencio. Volvió a mirar el cuerpo de Pao y dijo:
—Le habían dicho a mi hermano que vendrían a pasar el fin de semana, pero no lo hicieron. Le extrañó que no le avisaran.
—Dile a tu hermano que ande con cuidado.
—¿Por qué dices eso? Entonces, ¿también debemos tener cuidado tú y yo?
Manuel se encogió de hombros y levantando las manos exclamó:
—¡Sí, supongo que sí…! ¡Yo qué sé! Ahora es todo demasiado complicado.
Se dirigió hacia la sala de operaciones no sin antes indicar a un par de hombres que trasladaran al muerto al depósito de cadáveres hasta que la gerencia de la finca decidiera qué se hacía con él, o con ellos, porque el inglés no tardaría en morir. Podían enviarlos a sus respectivos países o enterrarlos en el cementerio de Santa Isabel.
Los hombres se apartaron para dejar pasar el cuerpo sin vida de Pao. Kilian lo siguió con la mirada. A escasos metros, los hombres que lo trasladaban se detuvieron por indicación de alguien.
Kilian prestó atención y vio cómo Bisila levantaba un extremo de la camisa que cubría la cara de Pao y lo dejaba caer de nuevo. Bisila juntó las manos, las apretó con fuerza contra su pecho y permaneció con los ojos cerrados durante unos segundos. No se percató de que Kilian la observaba con detenimiento.
A su lado, escuchó a dos enfermeros murmurar algo en bubi. Se giró y les preguntó:
—¿Qué significa algo así como «Na á’a pa’o buáa»?
Uno de ellos lo miró con sorpresa y dijo:
—Significa «Ojalá se muera».
Kilian frunció el ceño.
Dos hombres habían muerto y Bisila deseaba la muerte del tercero.
Kilian encontró a José y a Simón en los almacenes. Las noticias volaban en la finca y todo el mundo sabía que habían aparecido muertos dos hombres blancos.
—¿Y qué opináis vosotros dos? —Kilian fue directo al grano—. ¿Ha sido obra de los vivos o de los muertos?
José entrecerró los ojos y no dijo nada. Era evidente que Kilian estaba de mal humor.
Simón se plantó frente a él.
—¿Y tú qué opinas, massa? —dijo con retintín—. ¿Crees que hemos sido los pacíficos bubis? ¿Tal vez algún fang aprovechando unas vacaciones en la isla? ¿O los nigerianos celebrando magia negra? Apuesto lo que quieras a que en ningún momento se te ha pasado por la cabeza que pudieran ser otros blancos quienes los hubieran matado.
José le indicó con un gesto que se callara. Kilian le dirigió una dura mirada.
—Los blancos —masculló— no atan a sus víctimas a los árboles ni les cuelgan piedras de los pies para aumentar el sufrimiento.
—Claro que no —respondió Simón sin cambiar el tono—. Tienen otras maneras…
Kilian explotó.
—¡Simón! ¿Hay algo que quieras decirme? —Sus ojos echaban chispas y tenía los puños cerrados con fuerza a ambos lados del cuerpo.
—Y tú —se dirigió a José—, ¿qué me ocultas? ¡Pensaba que éramos amigos!
Comenzó a caminar de un lado para otro dando grandes zancadas y gesticulando.
—¡Voy a volverme loco! Aquí pasó algo mientras yo estaba en Pasolobino. Sé que tiene que ver con Dick, con Pao… —hizo una pausa— ¡y con mi hermano!
José miró furtivamente a Simón, que se dio la vuelta para que Kilian no viera la expresión de su cara.
Kilian se acercó a ellos.
—¿Qué hicieron, José? ¿Quién se quiere vengar de ellos? —Cogió del brazo a Simón y le obligó a volverse. Trató de intimidarlo con su estatura—. ¿Qué demonios hizo mi hermano? ¿También a él queréis colgarlo de un árbol?
José abrió la boca y la volvió a cerrar.
Pasaron unos minutos que no hicieron sino aumentar la tensión entre los tres hombres.
—Nosotros no te diremos nada —dijo finalmente José.
—Si no me lo contáis vosotros —gruñó Kilian—, ¿quién lo hará?
Miró al cielo, derrotado, y preguntó sin esperar respuesta:
—¿Bisila?
Simón carraspeó.
—Sí —dijo casi imperceptiblemente.
Kilian sintió que las fuerzas le abandonaban.
Se acordó entonces del brazo de Bisila y de las heridas de su cara y de su alma y de pronto lo entendió todo y le entraron ganas de vomitar.
¡Bisila había querido ver la cara de los hombres asesinados! ¡Y deseaba la muerte de su hermano!
¿Qué le habían hecho? Se apoyó contra la pared para no caer.
¡No podía ser cierto! ¡Su hermano no…!
Era un juerguista indomable, pero jamás haría daño a nadie. ¡Los hombres de Casa Rabaltué no eran violentos! ¿Por qué no podían vivir tranquilos?
Entonces recordó que su hermano estaba enfermo ¡de sífilis! y le vinieron arcadas.
Lo mataría. Oh, sí. ¡Lo mataría con sus propias manos!
José se acercó a él y le puso una mano en el hombro con la intención de consolarlo. Kilian se apartó. Respiró hondo e intentó recomponerse. Solo sentía odio en su interior.
—Tengo dos preguntas, José, y quiero que me respondas —dijo amenazante—. ¿Mosi lo sabe?
—Yo se lo dije —respondió Simón.
—Y la segunda —continuó Kilian—. ¿Irá a por Jacobo?
José asintió con la cabeza.
—Deja que Mosi haga lo que tenga que hacer —dijo con tristeza—. Esto no es asunto tuyo.
Kilian abrió y cerró los puños con fuerza.
—¡No me digas lo que tengo que hacer, José! —gritó.
—Si haces algo —intervino Simón en voz baja—, Mosi sabrá lo tuyo con ella y los dos acabaréis colgados de un árbol.
Kilian, abatido, volvió a apoyarse contra la pared.
—En estas cosas —dijo José— no sirve la ley blanca. He aceptado y entendido tu relación con Bisila, pero temo que alguien la pueda acusar de adulterio. Si realmente la quieres, te mantendrás al margen y actuarás como si nada. Luego, todo volverá a la normalidad.
Kilian se pasó la mano por la frente antes de incorporarse.
—Después de esto ya no habrá normalidad a la que regresar —dijo en voz baja.
Comenzó a alejarse en dirección a la vivienda principal.
Necesitaba pensar.
Kilian no fue a ver a su hermano en dos semanas. Le importaba muy poco si el otro se extrañaba por el hecho de que no fuera a visitarlo o si había sufrido al enterarse de la muerte de sus amigos. Temía estar cara a cara con él porque aún no se le habían pasado las ganas de darle una paliza. Todos sus pensamientos giraban exclusivamente en torno al deseo de hacerle daño… y el miedo a la venganza de Mosi. De momento, estaba seguro de que Jacobo estaba a salvo porque el gigante no se atrevería a hacerle nada mientras estuviese en el hospital. De lo que ya no estaba tan seguro era de su propia reacción. Solo la intensa actividad al aire libre mantenía a duras penas su autocontrol.
¿Cómo podía haber cometido su hermano un acto tan terrible e imperdonable? ¿Cómo podía haberle herido tan profundamente a través de lo que él más quería?
Descargó el machete con rabia sobre el tronco de un árbol del cacao. Los golpes caían sobre los rojizos frutos maduros, destrozándolos y dejando al descubierto los granos de su interior a través de las cicatrices de los cortes. Se detuvo en seco, recuperó el aliento y sacudió la cabeza, presa del arrepentimiento.
¿Por qué no le había contado antes a Jacobo que Bisila era su mujer desde hacía mucho tiempo? De haberlo sabido, jamás se le hubiera ocurrido tocarla. Su hermano le habría gritado, e incluso empleado todos los medios razonables para quitársela de la cabeza, pero nada más. Hasta para alguien como él había un límite que no se debía traspasar.
Entonces, solo quedaba la opción de que Jacobo no hubiera reconocido a Bisila… Se le revolvió el estómago. Cualquier castigo parecía insuficiente para compensar el daño que esos tres habían causado.
Por su mente cruzaron las imágenes de los cuerpos de Dick y Pao. Visualizó las terribles horas de agonía que habrían sufrido hasta recibir el alivio de la muerte… Un dolor agudo se instaló en su pecho. ¿Se quedaría de brazos cruzados sabiendo que Mosi iría a por Jacobo? ¡Por todos los Santos, claro que no! Llevaban toda la vida juntos… Habían pasado por las mismas experiencias… Compartían la misma sangre de los antepasados de Casa Rabaltué…
No le quedaba otra opción. Tenía que hablar con él. Nada podría justificar la agresión cometida por su hermano, pero tenía que salvarle la vida. A pesar de todo, era su hermano. Tenía que avisarle.
¿Y luego qué? ¿Acudirían a las autoridades y lo explicarían todo? Detendrían a Mosi y sería castigado por los asesinatos. Durante unos segundos le pareció una buena idea, pero la rechazó enseguida. Recordó las palabras de advertencia de José y Simón. Los africanos tenían sus propias maneras de resolver sus asuntos. Sí. No sabría cuándo, pero si denunciaba a Mosi, después también irían a por él por delatar a un compañero, a un esposo que había hecho uso de las leyes de la venganza. Ojo por ojo, diente por diente.
«No te metas, Kilian —pensó—. No te metas. Tú solo quieres recuperar a Bisila. Mirarla a los ojos y hundirte en ellos hasta que el tiempo se detenga de nuevo y solo seáis vosotros dos y la fusión de vuestros cuerpos».
Se recostó contra el árbol que minutos antes había lastimado con el machete. Cerró los ojos y se frotó la frente angustiado. No quedaba otra alternativa. Tenía que avisar a Jacobo. Lo que luego hiciera su hermano le importaba lo mismo que las piñas de cacao que yacían machacadas a sus pies.
Cuando entró en la habitación, Jacobo estaba sentado con la espalda apoyada en el cabecero de la cama terminando de comer. Al ver a su hermano, se apresuró a dejar la bandeja sobre la mesilla y se sentó al borde de la cama.
—¡Kilian! —exclamó con alegría—. Las horas en el hospital se hacen eternas.
Se levantó y caminó hacia él.
—¿Por qué no has venido antes? Bueno, me imagino que Garuz ya tiene bastante con tener a uno de nosotros fuera de combate.
Kilian permaneció inmóvil, observando a Jacobo y tratando de mantener el control. Por su actitud risueña, dedujo que su hermano no sabía nada de la muerte de Dick y Pao. Probablemente Manuel no hubiera querido asustarlo estando enfermo.
Jacobo se dispuso a darle un breve abrazo, pero Kilian dio un paso hacia atrás.
—¡Eh! ¡Que no es contagioso! —Agachó la cabeza, avergonzado—. Estos días me he acordado de lo que nos decía el padre Rafael de que cuanto más pudiéramos aguantar sin una mujer, más lo agradecerían la salud y el bolsillo.
Kilian entornó los ojos, respiró hondo y dijo con voz átona:
—Siéntate.
—¡Oh! ¡Estoy bien! Llevo todo el día tumbado. Me apetece moverme un poco.
—He dicho que te sientes —repitió Kilian entre dientes.
Jacobo obedeció y regresó al borde de la cama. La expresión de la cara de Kilian reflejaba que no estaba enfadado por su enfermedad.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Kilian le respondió sin rodeos con otra pregunta:
—¿Te has enterado de lo de Dick y Pao?
—¿Qué pasa con ellos? ¿También han cogido lo mismo?
—Aparecieron asesinados hace unos días. Colgados de un árbol. Los torturaron.
Jacobo abrió la boca y emitió un grito, pero no dijo nada. Kilian observó su reacción. Pasado un rato, Jacobo, con voz temblorosa preguntó:
—Pero… ¿cómo es posible? ¿Por qué?
—Esperaba que tú me respondieras a eso.
—No te entiendo, Kilian. Yo no sé nada. Te dije que iban a venir a verme y no lo hicieron. —Abrió los ojos, asustado—. ¡Vinieron y los mataron! ¿Pero quién…? ¿Crees que los mataron por ser blancos?
—No. —Kilian se acercó unos pasos—. Es por algo que hicieron en su último viaje a la isla. Por algo que tú también hiciste.
—¡Yo no he hecho nada! —Jacobo se puso a la defensiva—. Nunca me he metido en líos. ¿Se puede saber qué te pasa? Aquel día fuimos a la ciudad y bebimos como cosacos. Yo bebí tanto que no sé ni cómo aparecí en mi cama. Sí, y tal vez me pasé con el iboga ese, pero ya está.
—¿No continuasteis la fiesta con ninguna amiga aquí en la finca? —Kilian mordía las palabras.
En la mente de Jacobo se dibujaron borrosas imágenes de un lugar oscuro, unas voces, unas risas, un cuerpo bajo él, una voz balbuceando su nombre, unos ojos claros… Se pasó la lengua por los labios, nervioso. No entendía por qué Kilian lo estaba sometiendo a semejante interrogatorio. Se puso de pie y se enfrentó a su hermano.
—¿Y a ti qué te importa cómo acabé la noche? —preguntó con arrogancia.
—¡Maldito cabrón! —Kilian se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas, lanzando sus puños contra su rostro y su pecho—. ¡La violasteis! ¡Los tres! ¡Uno tras uno!
Jacobo intentó defenderse, pero su hermano le había cogido desprevenido y su ira era tal que solo podía esquivar algún que otro puñetazo. Se cubrió la cara con las manos y se dejó caer hasta quedar sentado al borde de la cama, atemorizado y asombrado.
Kilian soltó un juramento y se detuvo. La sangre que brotaba de las cejas y el labio partido se deslizó por los dedos de su hermano hasta el suelo.
—¿Sabes quién era?
Jacobo, aturdido, sacudió la cabeza. Se descubrió el rostro, tiró de una sábana y presionó sobre las heridas. No entendía nada. Él no había violado a nadie. ¿Qué tenía que ver su hermano con todo eso?
—Iba tan drogado que me hubiera dado igual una que otra.
Kilian se abalanzó de nuevo contra él, pero esta vez Jacobo tuvo tiempo de reaccionar y se levantó de un salto. Extendió las manos hacia su hermano intentando mantenerle alejado y buscó su mirada.
—Yo no voy por ahí abusando de las mujeres. Juraría que era una amiga de Dick.
Kilian apretó los dientes.
—Era Bisila. La hija de José.
Jacobo abrió la boca. Parpadeó varias veces e intentó decir algo, pero las palabras no salían de su garganta. Su hermano entrecerró los ojos y, con un tono lacerante que nunca le había escuchado, añadió:
—Violaste a mi mujer.
Jacobo sintió que las rodillas le flaqueaban. Se sentó de nuevo en la cama y agachó la cabeza.
Su mujer. ¿Desde cuándo? Sintió un agudo dolor en el pecho. ¿En qué momento se habían distanciado hasta el extremo de ignorar esa información? Ahora la escena cobraba sentido. La desmedida reacción de Kilian solo podía indicar cuán importante era ella para él. ¿Qué había hecho?
Kilian se dirigió hacia la silla que estaba junto a la ventana, se dejó caer en ella y enterró la cabeza entre sus manos. Después de un largo rato en silencio, se incorporó y murmuró:
—Mosi irá a por ti. Lo sabe. Te matará.
Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Apoyó la mano en el pomo y dijo:
—De momento estás a salvo aquí.
Salió y cerró de un portazo.
En la habitación contigua, Manuel se sentó, apoyó los codos sobre la mesa y se sujetó la cabeza con las manos. Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.
—¿Puedo pasar? —El padre Rafael frunció el ceño—. ¿Estás bien?
—Siéntese, por favor. No se preocupe, me encuentro bien —mintió. La discusión que había escuchado entre los dos hermanos le había helado la sangre en las venas—. Estos días han sucedido muchas cosas.
—La gente anda muy alterada, sí.
Cojeando ligeramente, el sacerdote se acercó hasta la silla, tomó asiento y cruzó sus manos rollizas sobre el abultado abdomen. Unos pequeños nódulos rodeaban las articulaciones de los dedos, que parecían hinchados, rígidos y algo torcidos.
—Ahora mismo me he tropezado con Kilian por el pasillo y ni siquiera me ha saludado. Este muchacho… —sacudió la cabeza—. ¿Sabes cuánto hace que no acude a los oficios? ¡Ah! ¡Qué diferente de su padre! Él sí que cumplía escrupulosamente con sus obligaciones religiosas… Espero que no ande con malas compañías… Algo he escuchado por ahí, no sé si tú también…
—Está preocupado por su hermano —lo defendió Manuel con firmeza.
En términos generales, le solían agradar las conversaciones con el sacerdote, a quien consideraba un hombre inteligente y curtido por múltiples experiencias en tierra africana. No obstante, su tendencia a no desaprovechar ocasión para guiar a cualquiera por el buen camino podía resultar incómoda.
—Y más después de los asesinatos de sus amigos.
—Ah, sí. También he oído rumores de que no serán ni los únicos ni los últimos.
Manuel arqueó las cejas.
—Pero ya no sé si creer todo lo que se dice… Garuz sigue consternado. ¿Cómo es posible que esto haya sucedido en Sampaka? —Observó sobre la mesa un ejemplar del último número de la revista claretiana—. ¿Has leído lo del Congo? Han asesinado a veinte misioneros más, con lo cual el número de religiosos muertos después de la independencia asciende ya a cien. Y, por lo visto, hay muchos desaparecidos.
—Eso no pasará aquí, padre. Es imposible. Usted lleva más años que yo en la isla, pero convendrá conmigo en que los nativos de aquí son pacíficos.
—Tan pacíficos como una enfermedad —dijo el padre Rafael con cierto retintín, moviendo las manos en el aire—. No te enteras de que la tienes hasta que duele.
—¿Se ha puesto ya la inyección hoy? —El sacerdote acudía cada vez con mayor frecuencia al hospital en busca de alivio para la artritis de sus manos y rodillas.
—Todavía no. No estaba esa enfermera, Bisila, que tiene unas manos de ángel. Me han dicho que regresaría enseguida, así que he pasado a verte mientras espero.
—Ya sé que no me hará caso, pero creo que está usted abusando de la cortisona. Precisamente Bisila me ha enseñado unos remedios muy eficaces que prepara con el harpagofito de Namibia…
El padre Rafael hizo un gesto enérgico con la cabeza.
—Ni hablar. ¿Te crees tú que me voy a fiar de una planta que se llame uña de diablo? ¡A saber qué efectos secundarios tiene! Antes prefiero soportar los dolores…
—Como quiera. —Manuel se encogió de hombros—. Pero que sepa que su artrosis no irá a mejor. Tal vez debería plantearse el traslado a otro clima más seco.
—¿Y qué haría yo sin mis hijos de la Guinea? ¿Y qué harían ellos sin mí? Si es la voluntad de Dios, aquí estaré hasta el final de mis días, pase lo que pase.
Manuel desvió la mirada hacia la ventana por la que se colaban los últimos rayos de sol del atardecer. Pensó que las palabras del padre coincidían con las de muchos de sus pacientes. Para aquel, era la voluntad de Dios; para los otros, la voluntad de los espíritus. Él no estaba de acuerdo con ninguno. No era otra cosa que la voluntad de los hombres la que estaba cambiando las cosas y volviendo loco al mundo.
—Tú y yo, Manuel —escuchó que decía el padre—, nos debemos a nuestros pacientes. ¿A que no abandonarías a un herido en mitad de una intervención? Pues…
—¿Por qué me cuenta todo esto, padre?
—Seré franco, hijo. He hablado con Julia y me ha dicho que te gustaría marcharte. Y que ella no quiere.
Manuel se quitó las gafas y se frotó los ojos, con una mezcla de cansancio e irritación por tener que hablar de sus asuntos privados.
—Antes o después se dará cuenta de que es lo mejor para nuestros hijos. No se lo tome a mal, padre, pero entre usted y yo existe una gran diferencia. Yo tengo dos hijos a quienes sí puedo salvar. Si usted pudiera llevárselos a todos, no me diga que no lo haría. Y no me argumente que preferiría someterse a los designios de Dios. He visto a muchos enfermos en mi vida, padre, y le puedo asegurar que los pesares del alma no son nada comparados con el dolor físico.
—¡Ah, Manuel! ¡Bendito tú! Si dices eso, es porque nadie te ha hecho daño de verdad. —El padre Rafael se levantó—. En fin, no te entretengo más. Ya pasaré en cualquier otro momento.
De nuevo a solas, Manuel pensó en las palabras del sacerdote. Tal vez los pesares del alma fueran mucho más horribles que los dolores físicos. Pensó en Bisila. Su brazo sanaba y sus hematomas desaparecían. Pero no había medicina, ni nativa ni extranjera, que pudiera borrar la pesadumbre de su rostro.
Bisila entraba en el hospital cuando Kilian chocó contra ella. Pudo ver el fuego que salía de sus ojos y sintió que un hierro atenazaba su corazón. Por unos segundos permanecieron con los cuerpos juntos, las manos de él sujetando sus brazos. Kilian sintió que su ira se iba aplacando.
Bisila se apartó lentamente, pero él no la soltó.
—Bisila —murmuró.
Las palabras se agolpaban en su garganta. Quería decirle que la echaba de menos, que la amaba, que lamentaba su sufrimiento, que le dejara compartir su dolor, que no lo apartara de su lado… Pero no sabía cómo comenzar.
—Lo sé todo. Lo siento.
Quería estrecharla con fuerza entre sus brazos. Quería sacarla de allí, subir a Bissappoo, encerrarse en la casa donde él había sido su rey y ella su reina, en aquel lugar donde se habían amado cuando todo era alegría.
Bisila adivinó sus intenciones y se apartó por prudencia.
—Kilian… —Hacía siglos que ella no pronunciaba su nombre en voz alta. En los oídos del joven sonó como música celestial. Su voz era dulce. Y él necesitaba dulzura después de la agria discusión con su hermano, después de la angustia de las últimas semanas y de los últimos meses—. Necesito tiempo.
«No lo tenemos, Bisila —pensó él—. El tiempo pasa muy rápido cuando estamos juntos. Se nos acabará y entonces nos arrepentiremos de no haberlo exprimido lo suficiente».
Sin embargo, asintió.
—Quiero que me digas una cosa, Bisila. —Inspiró profundamente. La pregunta no era fácil—: ¿Cuándo saldrá Jacobo del hospital?
Bisila giró la cabeza apretando las mandíbulas y fijó su mirada en algún punto del horizonte. Despreciaba a ese hombre, al igual que despreciaba a los otros dos. Al ver sus cuerpos sin vida no había sentido ninguna lástima. Habían recibido su merecido. Las consecuencias no se borrarían con la muerte de los culpables. No. Las consecuencias permanecerían en ella, entre ellos, toda la vida.
Ella sabía que si Kilian le hacía esa pregunta era porque quería proteger a su hermano. Protegerlo de Mosi. Pero Mosi no se detendría. Estaba segura. Jacobo también pagaría por lo que había hecho. Kilian no debería preguntarle a ella nada relacionado con Jacobo.
—Tengo que saberlo —insistió él.
Bisila clavó su mirada en la de él. Pudo leer cómo se debatía entre su fidelidad a ella y el deseo de salvar a su hermano. Para ella no había justificación posible que pudiera borrar el rostro sudoroso de Jacobo sobre su cara. Pero él quería que ella entendiera que, a pesar de todo, seguía siendo su hermano. Le pedía que le ayudara a salvarle la vida. Le pedía que revelase el lugar y la hora en los que la venganza de Mosi, y por supuesto, la suya propia, quedaría satisfecha. ¿Qué haría ella en su lugar? ¿Salvaría a su hermano? ¿O permitiría que el odio la cegara?
—El sábado por la tarde —dijo, con voz dura—. Pero esto se lo podías haber preguntado al médico y no a mí.
—¿Lo sabe Mosi?
Bisila bajó la vista, se apartó de él y comenzó a caminar hacia la puerta. Kilian se giró y con rapidez apoyó la mano en el pomo para detenerla.
—Tú me lo enseñaste —musitó— y te creí. Me dijiste que aunque un hombre malo quede libre de la pena de los habitantes de este mundo, no escapará del atroz castigo que los habitantes del otro mundo, que pertenecen a su familia, le infligirán. Deja que los baribò se encarguen de él.
Bisila cerró los ojos y susurró:
—Mosi lo sabe. Vendrá a por él. Al anochecer.
Kilian tardaría años en borrar de su mente la huella del enorme cuerpo de Mosi aplastándolo contra el suelo, la sensación de asfixia y el aturdimiento de la rapidez con la que todo sucedió. A lo largo de su vida, con frecuencia se habría de despertar en mitad de la noche sobresaltado por el ruido de un disparo y con la angustia de no poder levantarse del suelo porque algo más pesado que una tonelada de rocas se lo impedía.
El sábado, los espíritus se confabularon para que Kilian no llegara a tiempo a recoger a su hermano. El maldito camión se estropeó en la parte más alejada de la finca. Kilian le gritaba a Waldo que se diera prisa, que lo arreglara como fuera, pero que lo arreglara. A Waldo le ponían nervioso los gritos del massa y eso hacía que no pensara con claridad. Por fin, consiguió que el camión se pusiera en marcha, pero habían perdido mucho tiempo y el vehículo no podía pasar de cierta velocidad. Sentado a su lado, Mateo no comprendía nada.
En el horizonte, la creciente nubecilla que iba oscureciéndose les indicó que pronto el mundo enmudecería por unos segundos y que una intensa calma precedería al ruido de los truenos, al rugir del viento y al quebrarse de los árboles.
El tornado era un diluvio cuando Kilian divisó con dificultad la fachada principal del hospital.
Todo era agua.
Se puso el salacot para que las gruesas y rebeldes gotas no le impidieran completamente la visión y saltó del vehículo. Tras la cortina líquida, Jacobo empuñaba una pistola amenazando a Mosi. ¿Por qué había sido tan insensato de llevar a cabo su venganza en la misma puerta del hospital? ¿O solo pensaba seguir a Jacobo en un principio y el imprevisto tornado le había proporcionado la ocasión perfecta para no tener que esperar más? En las escaleras, un Manuel desesperado gritaba intentando convencer a Mosi de que se detuviera. El viento y el agua se tragaban las palabras.
Mosi no tenía miedo. Se acercaba lentamente hacia Jacobo, blandiendo un machete en la mano. Jacobo le gritaba que se detuviera, que no dudaría en dispararle, pero Mosi no escuchaba. Seguido de un aturdido Mateo, Kilian corrió hacia ellos como un loco, desgañitándose para que Mosi abandonara su propósito.
El brazo de Jacobo se tensó. Mosi dio otro paso más. Instintivamente, Kilian se lanzó contra su cuerpo y se oyó un disparo.
La bala pasó rozando la cabeza de Kilian y se incrustó en el pecho de Mosi.
Todo sucedió a la vez: Kilian en el aire, la bala cerca de su cabeza, la sangre de Mosi mezclándose con las insistentes gotas, Kilian en el suelo y el gigante cayendo sobre él.
De pronto, no se oía ni la lluvia.
Llegaron unos pies.
Alguien le quitó a Mosi de encima, lo ayudaron a levantarse y le preguntaron si se encontraba bien.
El médico. Enfermeras.
Jacobo dando explicaciones a un mudo Manuel:
—Intentó atacarme —decía una y otra vez—. Tú lo has visto.
Mateo moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Se veía venir —repetía—. Está claro que los blancos ya no somos queridos aquí.
Y Jacobo:
—Acabaremos todos durmiendo con un arma bajo la almohada… Gracias a Dios que no te ha pasado nada, Kilian.
Y Mateo:
—¡Jamás me hubiese imaginado esto de Mosi!
Bisila arrodillada sobre el cuerpo de Mosi.
Todo era agua y silencio.
«Corre, Bisila. Ve y dile a tu hijo que su padre ha muerto».
Gente y más gente.
Agua y más agua.
Kilian necesitaba algo donde apoyarse.
Y Jacobo:
—Intentó atacarme. Tú lo has visto, Kilian. No tuve más remedio. Fue en defensa propia.
—¿A quién pagaste, Jacobo, para que te consiguiera la pistola?
—¿Por qué te lanzaste sobre él? ¿Acaso querías salvarlo?
Bisila recogiendo su sombrero del suelo, acariciándolo con sus suaves manos.
Y la voz de Jacobo:
—Será mejor que Manuel te eche un vistazo. Yo me encargaré de zanjar este asunto con la policía.
—Vete, Jacobo. Vendrán a por ti.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
«Lárgate de mi isla».