IV

FINE CITY

LA HERMOSA CIUDAD

—De acuerdo —accedió Jacobo—, pero a la vuelta conducirás tú.

Kilian entró rápidamente en la furgoneta de plataforma trasera descubierta, a la que todo el mundo llamaba picú por simplificación del inglés pickup, antes de que su hermano cambiara de opinión. Después de quince días de clases intensivas con Waldo y Jacobo por los caminos de la finca, había obtenido el carné de conducir válido para coches y camiones, pero adentrarse en las calles de la ciudad era otra historia.

—En cuanto haya hecho el trayecto una vez contigo, me sentiré capaz de hacerlo yo solo —prometió.

El gerente les había encargado unas compras de herramientas y material en las factorías de Santa Isabel. Hacía un día de calima y bochorno, propio de la estación seca, que duraba desde noviembre hasta finales de marzo. En la seca se deforestaban nuevos terrenos para cultivar; se hacía leña para los secaderos; se podaba el árbol del cacao y se limpiaba el bikoro, la hierba que crecía a su alrededor; se nutrían los semilleros; y se hacían y arreglaban las carreteras y caminos de las fincas. Kilian había aprendido que la tarea más importante de todas era la de chapear: mantener los machetes siempre en funcionamiento, a pesar del terrible calor, arriba y abajo, a un lado y a otro, para librarse de las malas hierbas que surgían misteriosamente de un día para otro.

Era pronto por la mañana y Kilian ya sudaba dentro de la picú. Pronto regresarían los picores que se habían apoderado de su cuerpo desde el primer día y que lo volvían loco. Hubiera dado cualquier cosa por tener cuatro manos para rascarse por varios sitios a la vez. Por desgracia, los remedios que le había propuesto Manuel no habían dado resultado y solo le quedaba la esperanza de que poco a poco su piel se fuera acostumbrando a los rigores del entorno y que el escozor remitiera de una vez.

—¡No sabes cuánto echo de menos el fresco de la montaña! —comentó, pensando en Pasolobino—. Este calor acabará conmigo.

—¡Mira que eres exagerado! —Jacobo conducía con el codo apoyado en la ventanilla abierta—. Al menos ahora la ropa no se pega a la piel. Ya verás cuando llegue la húmeda. De abril a octubre, agua y más agua. Estarás asquerosamente pegajoso todo el día.

Estiró el brazo hacia afuera para que su mano jugase con el aire.

—Gracias a Dios, hoy tendremos este aprendiz sahariano de harmatán para aliviarnos.

Kilian se fijó en que el poco cielo visible sobre sus cabezas a lo largo de la estrecha carretera empezaba a cubrirse con un fino polvo en suspensión e iba adquiriendo un color gris rojizo.

—No entiendo cómo te puede aliviar este viento molesto que enturbia todo e irrita los ojos. —Recordó las ventiscas de limpia nieve—. A mí me resulta agobiante.

—¡Pues espera a que un día sople fuerte de verdad! Por no verse, no se ve ni el sol durante días. ¡Masticarás arena!

Kilian torció el gesto en una mueca de asco y hastío. Jacobo lo observó por el rabillo del ojo. Su hermano tenía la piel quemada por el sol, pero aún pasarían semanas antes de que el color rojo se convirtiera en el tostado que lucían los demás hombres de las fincas. Lo mismo sucedería con su estado de ánimo: pasaría un tiempo antes de que abandonase esa debilidad que le confería un aire de adolescente distante. Él mismo había pasado por ese proceso: a medida que sus brazos se volvían más musculosos y su piel se curtía, su actitud se acomodaba a los rigores de esa tierra salvaje. Podía imaginarse lo que pasaba por la cabeza de Kilian. Entre el calor sofocante, el trabajo agotador, las riñas de braceros y capataces, su cuerpo poseído por una quemazón continua, y su estupenda relación con el insufrible massa Gregor, a buen seguro se sentía incapaz de detectar alguna de las maravillas que se habría imaginado antes de llegar a la isla. Tal vez, pensó, hubiera llegado la hora de presentarle a alguna de sus amigas nativas para alegrar su espíritu. Una de las ventajas de la vida de un soltero en Fernando Poo era que… ¡no había límites al deseo!

—¿Y qué? ¿Cómo van las cosas por Obsay? —preguntó con la misma naturalidad con la que habían conversado sobre el tiempo.

Kilian tardó unos segundos en responder. Jacobo era la única persona a la que podía confesar sus inquietudes, pero no quería que lo tachase de quejicoso. Quienes los conocían por primera vez siempre aludían al gran parecido que tenían ambos hermanos, y eso era algo que a Kilian le sorprendía sobremanera, porque aunque él le sobrepasase en unos centímetros, a su lado se sentía endeble en muchos sentidos. Jacobo irradiaba fuerza y energía por todos los poros de su piel. Allá donde iban no podía pasar desapercibido. Jamás lo había visto triste, ni siquiera en la época del colegio. Tenía claro lo que esperaba de la vida: disfrutar al máximo cada segundo sin plantearse cuestiones profundas. Había que trabajar porque no quedaba más remedio, pero si un año la cosecha iba mal, eso no era su problema, él cobraría igual. No sufría. Jacobo no sufría por nada.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

—¿Eh? No, no. Gregorio sigue igual. Lo peor es que me hace quedar mal con los braceros. Les dice por detrás que no me hagan caso porque soy novato, pero luego me los envía a mí para que resuelva sus disputas. Lo sé por Waldo.

—Eso es porque te tiene envidia. Garuz dijo que necesitaba a alguien para poner orden en ese patio. Ha sido muy inteligente por su parte enviar a uno nuevo que lo hace bien y muestra interés. Si sigues así, pronto serás encargado en el patio central.

—No sé. Tal vez me falte autoridad. Me cuesta que los braceros me hagan caso. Tengo que repetir las cosas veinte veces. Esperan hasta que me cabreo y les grito, y entonces me miran con una sonrisita y obedecen.

—Amenázales con avisar a la guardia. O con enviarlos a la curaduría de Santa Isabel y que les metan una sanción y les descuenten días del sueldo.

—Ya lo he hecho. —Kilian se mordió el labio un tanto avergonzado—. Lo malo es que les he dicho mil veces que lo voy a hacer, pero luego me arrepiento. Y claro, es el cuento del lobo. No me creen. Me toman por el pito del sereno.

—¡Pues suéltales un melongazo con la vara y ya verás si te obedecen!

Kilian lo miró con expresión de sorpresa.

—¡Pero yo no he pegado nunca a nadie! —protestó. No podía creerse que su hermano sí lo hiciera.

—¿Cómo que no? —bromeó Jacobo—. ¿Te has olvidado de nuestras peleas infantiles?

—Eso era diferente.

—Si no puedes hacerlo tú, se lo ordenas a uno de los capataces y ya está. —Jacobo endureció un poco el tono—: Mira, Kilian, cuanto antes te hagas respetar, mejor. A muchos de España les gustaría estar en tu lugar y cobrar el sueldo que cobras…

Kilian asintió en silencio. Miró por la ventanilla y distinguió unos pequeños monos de expresión graciosa que parecían despedir a la picú de los cacaotales. Un tupido manto verde acompañó su vista hasta los aledaños de Santa Isabel, donde el camino se convirtió en carretera asfaltada.

—Primero daremos una vuelta rápida por la ciudad para que te sitúes —dijo Jacobo—. Tenemos tiempo de sobra. ¡Y deja ya de rascarte! ¡Me pones nervioso!

—¡Es que no lo puedo evitar! —Kilian colocó las manos bajo sus muslos para frenar la tentación de frotar con fuerza cada centímetro de su piel.

Jacobo condujo por las rectas y simétricas calles que parecían trazadas con tiralíneas desde el mismo mar hasta el río Cónsul, que marcaba la línea divisoria con el bosque. Empezaron visitando la parte alta de la ciudad, habitada en su mayoría por nigerianos. Multitud de niños correteaban y jugaban con pelotas de goma hechas con el líquido viscoso del árbol de caucho, o lanzaban bolas secas desde cerbatanas improvisadas con las ramas huecas del papayo. Hombres y mujeres jóvenes, ellos con el torso desnudo y ellas portando bultos sobre las cabezas y con niños en los brazos, caminaban ante los puestos callejeros y comercios exóticos con productos del país o importados de muchas partes del mundo. Las vendedoras intentaban ahuyentar con plumeros de hojas a las insistentes moscas que merodeaban por los palos en los que estaban ensartados pescados y carnes de mono y gronbíf, una rata de campo del tamaño de una liebre. Hasta el coche llegaba el olor picante de los guisos preparados que se exhibían al lado de las nueces de bitacola, que los nativos comían para combatir el cansancio, y las verduras frescas dispuestas sobre el papel del periódico Ébano o sobre hojas de banano. Era todo un despliegue de ruido, color, olor y movimiento. Un festín para los sentidos.

Kilian se fijó en que, aunque la mayoría llevaban camisa sobre el clote anudado a la cintura que el suave viento pegaba a sus piernas, algunas mujeres llevaban los pechos al descubierto. Con una pícara sonrisa en los labios y un brillo de novedosa excitación en los ojos, durante un buen rato aprovechó la oportunidad de detener la mirada en los oscuros y firmes pezones de las muchachas. Se sonrió al imaginar a sus amigas de Pasolobino vestidas, o mejor dicho, desnudas, de esa manera.

Las viviendas de la zona alta eran de chapa de zinc o tablas de madera de calabó con techos también de chapa o de hojas de palmera llamadas nipa trenzadas con cuerdas de melongo. A medida que se aproximaban a la zona de los europeos y de los comerciantes prósperos de todas las razas, las edificaciones se convertían en series de casas parecidas rodeadas de cuidados jardines con árboles de frutos exóticos, de papayas, cocos, mangos, guayabas y aguacates, y arbustos cubiertos de flores, de dalias, rosales y crisantemos. La parte baja y trasera de muchas de aquellas casas eran almacenes y comercios y la parte superior estaba dedicada a vivienda.

Jacobo detuvo la picú frente a una de aquellas casas, saltó afuera, indicó a su hermano que hiciera lo mismo y le dijo:

—Yo voy un momento a la farmacia de la esquina a ver si me dan algo para ese cro-cró que no te deja vivir. —Señaló uno de los edificios, cuya fachada lucía el nombre Factoría Ribagorza y que pertenecía a una familia del valle de Pasolobino—. Tú ve comprando y que lo apunten a nombre de la finca.

Nada más entrar, Kilian se sorprendió de la cantidad de objetos variados que se amontonaban por el suelo y las estanterías. Distinguió todo tipo de herramientas —lo normal en una ferretería— cerca de botes de conserva, zapatos, máquinas de coser, perfumes y accesorios de vehículos. Su actitud debía diferir bastante de la de los clientes habituales porque una alegre vocecilla soltó a sus espaldas:

—Si no encuentra lo que busca, se lo puedo conseguir.

Se dio la vuelta y descubrió a una muchacha de su edad, bastante guapa, no muy alta, con el pelo castaño y una expresión simpática que le resultó vagamente familiar. Para su sorpresa, porque nunca había visto a una mujer ataviada así, vio que llevaba unos pantalones de pinzas de color verde y un jersey blanco de manga corta con rombos. Un favorecedor pañuelo rojo le adornaba el cuello. La chica entornó primero los ojos, luego los abrió de par en par y exclamó:

—¡Pero si eres Kilian, el hermano de Jacobo! ¡Os parecéis mucho! ¿No te acuerdas de mí?

Entonces él cayó en la cuenta. Había estado en su casa, a unos tres kilómetros de Pasolobino, en cuatro o cinco ocasiones, acompañando a su padre. Cada vez que Antón volvía de Fernando Poo, visitaba a los abuelos y a los tíos de la joven y les llevaba productos de parte de sus padres, que residían en la isla. Mientras Antón hablaba con los mayores, él se entretenía jugando con una traviesa niña que le decía que un día se iría a África.

—¿Julia? Perdóname, pero estás tan cambiada…

—Tú también. —La joven movió una mano en el aire de arriba abajo—. Has crecido mucho desde los… —calculó mentalmente— diez años.

—¿Tanto hace que no has estado en casa? Quiero decir, en España… ¿Y tus padres? ¿Están bien?

Julia asintió.

—Las cosas nos van bastante bien por aquí, así que al acabar el bachillerato en el instituto colonial decidí ayudar en el negocio familiar. —Se encogió de hombros—. ¡Todos los años digo que voy a ir a Pasolobino y por una cosa u otra no lo hago! Le pregunto continuamente a Jacobo por nuestras queridas montañas… Por cierto, ¿ha regresado ya de sus vacaciones?

Kilian le puso al corriente de las noticias de los últimos años y respondió a todas sus preguntas, que fueron muchas, relacionadas, fundamentalmente, con bautizos, bodas y funerales. Durante unos minutos, los diálogos sobre el mundo común de Pasolobino hicieron que se olvidara hasta de los picores.

—¡Perdona mi interrogatorio! —exclamó ella de repente—. ¿Y qué hay de ti? ¿Cómo te estás adaptando a tu nueva vida?

Kilian extendió los brazos hacia ella con las palmas hacia arriba para que viera el estado de su piel.

—Ya veo. —Julia le restó importancia—. No te preocupes. Al final se pasa.

—Todo el mundo me dice lo mismo, que no me preocupe. —Se inclinó un poco y bajó la voz—. Te confesaré algo. Pensaba que la vida en la colonia era otra cosa.

Julia soltó una carcajada.

—¡Dentro de unos meses habrás cambiado de opinión! —Ante el gesto de incredulidad de él, puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza—. ¿Qué te apuestas?

En ese momento se abrió la puerta y entró Jacobo. Se acercó y saludó a la joven afectuosamente dándole dos besos. Kilian apreció que Julia se sonrojaba ligeramente y que el tono de su voz empezaba a ser más suave.

—Me alegro de volver a verte. ¿Cómo te han sentado las vacaciones?

—Las vacaciones siempre sientan bien. ¡Y más si te las pagan!

—¿No nos has echado ni siquiera un poquito de menos? —Julia puso énfasis en un plural que se quería referir solo a ella.

—Ya sabes que cuando los cacaoteros nos vamos de la isla —Jacobo mantuvo el sonsonete del plural—, estamos hartos de hierba y machetes…

Al ver la desilusión en su cara, matizó:

—Pero también sabes que nos gusta volver. Por cierto —cambió rápidamente de tema—, que no se nos olvide comprar limas. ¡Mira que gastan! Ni que se las comieran. Estos morenos se pasan todo el día afilando los machetes. —Se dirigió a Kilian—. ¿Has cogido ya lo que necesitamos?

Su hermano negó con la cabeza, sacó del bolsillo un papel donde había anotado los encargos y se lo entregó a Julia, que se apresuró a preparar la mercancía mientras los hombres miraban las estanterías por si necesitaban algo más.

—Eso es turrón de las navidades pasadas —dijo Julia al ver que Kilian estaba intentando descifrar el contenido de una lata—. Como ves, aquí tenemos de todo.

—¡Turrón en lata!

—Cuando alguien desea algo, se agudiza el ingenio, ¿verdad?

Pronto estuvieron listos los paquetes. Jacobo firmó el recibo y pagó con un vale de compra personal una botella de whisky irlandés Tullamore.

—Para la despedida del viejo doctor —susurró a Kilian, guiñándole un ojo—. Es esta noche.

Julia los acompañó hasta la furgoneta.

—¿Qué os parece si venís a comer o a cenar un día a casa esta semana? Mis padres estarán encantados de conversar con vosotros. —Antes de que Jacobo pusiera alguna pega añadió—: Y a Kilian le irá bien salir del bosque.

Jacobo tenía en mente otro tipo de fiesta para su hermano. Las veladas en las casas de las familias de los colonos estaban bien para jóvenes matrimonios. Los solteros buscaban otras diversiones. Intentaba formular una frase educada con la que rechazar la invitación cuando Kilian intervino:

—Muchas gracias, Julia. Aceptamos encantados. ¿Verdad, Jacobo?

—Esto… Sí, sí, claro.

—Entonces, quedamos esta semana. —En la cara de Julia se dibujó una amplia sonrisa—. Os enviaré aviso por el boy. ¡Hasta entonces!

Se giró resuelta y regresó a su trabajo con el paso alegre de quien ha conseguido algo deseado.

Jacobo metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño bote de crema que lanzó a su hermano antes de entrar en el vehículo.

—¡Toma! ¡A ver si esto te funciona!

Kilian se sorprendió por el tono de voz. Entró en la furgoneta y comenzó a extenderse la crema por los brazos y por la parte superior del pecho. Jacobo conducía en silencio.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó Kilian al cabo de un rato.

Jacobo apretó los labios y sacudió la cabeza.

—¡Al final se ha salido con la suya!

—No te entiendo. ¿Te refieres a Julia? Me ha parecido una mujer muy agradable e inteligente. Es fácil hablar con ella y tiene sentido del humor.

—¡Pues toda tuya!

Kilian frunció el ceño pensativo y al poco soltó una carcajada golpeando las manos contra sus muslos.

—¡Ya lo entiendo! ¡Por eso ha cambiado cuando has entrado en la factoría! ¡Está enamorada de ti! Qué callado te lo tenías…

—¿Y qué te iba a contar? No es ni la primera ni la última que me persigue.

—Hombre, no todas serán como Julia…

—Tienes toda la razón —accedió Jacobo sonriendo con picardía al pensar en sus amigas—. No son como ella. Hombre, en otras circunstancias puede que me la llevara por el paseo de los enamorados de Punta Fernanda. Lo que pasa es que es pronto.

—¿Pronto para qué?

—Para qué va a ser. Para comprometerme con una. —Vio que Kilian se quedaba pensativo y suspiró exageradamente—. Chico, a veces pareces tonto. ¡No sé qué voy a hacer contigo! Mira, Kilian, aquí, a nuestra edad, bueno, y más mayores también, todos tenemos muchas… digamos… amigas, pero ninguna fija. Bueno, algunos sí que tienen una fija, pero no como Julia, quiero decir, no de las nuestras, pero esas, las fijas digo, dan problemas porque se encaprichan y pretenden que les des dinero y las mantengas, o te lían con algún hijo… Yo procuro no tener ninguna fija. Espero que tú también seas prudente, no sé si me entiendes.

Kilian se iba haciendo una ligera idea de lo que su hermano quería decir.

—Está claro, Jacobo. —De pronto, le asaltó una duda—. Pero dime, ¿nuestro padre también…? Quiero decir, alguien casado que se pasa aquí largas temporadas solo…

Imaginar a Antón en brazos de otra mujer que no fuera Mariana le producía un extraño cosquilleo en el estómago.

—A ver, yo no sé lo que haría en sus años jóvenes, ni se lo he preguntado. Pero una cosa sí que te puedo decir: desde que yo estoy en la isla, no he visto ni oído nada sospechoso. Y aquí todo acaba por saberse. —Kilian se sorprendió a sí mismo respirando aliviado—. De todas formas, no me extraña. Ya sabes que papá es muy estricto con la religión y la moral…

—Y quiere mucho a mamá… No le haría eso, serle infiel, quiero decir.

—Sí, bueno, pero otros casados también quieren mucho a sus mujeres de la Península y no dudan en buscarse compañía para entretenerse durante las largas campañas. El amor no tiene nada que ver con estas cosas.

Kilian no estaba del todo de acuerdo con las últimas palabras de su hermano, pero no hizo ningún comentario. La embarazosa conversación, lejos de aclararle cuestiones, le planteaba muchas más. Decidió abandonar el tono serio de los últimos minutos.

—¿Y dónde os veis con vuestras amigas? Porque yo aquí en quince días no he visto ninguna…

Jacobo levantó los ojos al cielo.

—Las verás, Kilian, las verás. Es más. Creo que, por tu bien, me encargaré de que las conozcas pronto. Eres el típico que caería fácilmente con alguien como Julia. No puedo permitir que te pierdas lo mejor de esta isla…

—Gracias por tu interés —dijo Kilian con sorna—. Espero estar a la altura de tus amistades.

Se dio cuenta de que su hermano sonreía. Giró la cabeza y vio por la ventanilla que llegaban a Zaragoza. Su primera visita a la ciudad le había sentado bien. Los picores no habían remitido, pero el contacto con su paisana Julia le había hecho sentirse más acompañado en aquella tierra. Incluso el camino de las palmeras reales que dibujaban la entrada de la finca ya no le resultó tan extraño.

Recordó el primer día de su llegada a Sampaka, el nervioso entusiasmo que precedió al desasosiego ante el cúmulo de novedades en que se había convertido su vida, y se sorprendió de la normalidad con la que ahora su espíritu se deslizaba sobre la tierra rojiza del camino. Incluso percibió en el saludo del wachimán Yeremías un gesto reconfortante de familiaridad.

—Por cierto, Jacobo… —dijo cuando el coche se detuvo frente al porche de blancas columnas de la preciosa casa principal.

—¿Sí…?

—Me tocaba conducir.

Después de descargar las compras, Jacobo cogió otro vehículo y se marchó a Yakató. Kilian se sentó en el asiento del conductor para dirigirse a Obsay e incorporarse a las faenas del día. Hizo avanzar la picú a trompicones unos metros y se detuvo para responder al saludo de Antón, que caminaba a lo lejos hacia los almacenes principales acompañado de su inseparable José. Esperó a que entraran en el edificio para concentrarse en la difícil tarea que tenía entre manos porque no quería testigos de su poca habilidad. Afortunadamente, a esas horas no había nadie más en el patio principal.

Cuando llegó a Obsay, sudando a mares, se sintió orgulloso porque el motor no se le había calado ni una sola vez. Aparcó la furgoneta y se dirigió a buen paso hacia los cacaotales por la senda central. Al poco, escuchó los cantos de los trabajadores. Unos metros más adelante divisó a una mujer enfundada en un vistoso clote que portaba un gran cesto vacío sobre la cabeza. Supuso que iría a buscar frutos salvajes o leña para el fuego de su casa. De pronto, la mujer se detuvo como si hubiera escuchado algo desde la maleza y, sin dudarlo, se internó en la selva. Kilian no le dio más importancia porque sabía que las calabares estaban acostumbradas al bosque y con frecuencia muchas acudían a llevar la comida o a ver a sus maridos cuando estos trabajaban.

Continuó su camino hasta que escuchó el susurro de los braceros, el chop-chop indicador de la poda y el chapeo, y el bisbiseo de las sulfatadoras escupiendo el caldo bordelés, la mezcla de sulfato de cobre y cal para prevenir en las jóvenes plantas el efecto del temido mildew, que intentaría atacarlas con fuerza en la época de lluvias.

Enseguida se topó con los primeros trabajadores de una larga fila al final de la cual distinguió a Nelson, uno de los capataces, a quien hizo un gesto con el pulgar hacia arriba para preguntarle si todo iba bien. El hombre le respondió con el mismo gesto. Miró entonces al hombre que tenía más cerca. Rebuscó en su cabeza una pregunta simple, no porque le interesase realmente el paradero del otro empleado blanco, sino para que los trabajadores comprobasen sus progresos en pichi, aunque todavía no se atreviera a construir frases largas.

—¿Whose side massa Gregor?

I know no, massa Kilian. —El hombre se encogió de hombros, levantó la mano y la ondeó en el aire señalando varios sitios—. All we done come together, but he done go.

Kilian no entendió nada, pero asintió con la cabeza. No sabía muy bien qué hacer, así que comenzó a caminar por entre los braceros prestando atención a lo que hacían y moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de aprobación, como si ya fuese todo un entendido en la materia, hasta que llegó a la altura de Nelson, justo donde terminaban los cacaos y comenzaba la selva. Nelson, un fornido hombre tan alto como él, con la cara completamente redonda y plana y una incipiente papada, estaba riñendo a un hombre mientras agitaba la sulfatadora que sujetaba entre las manos. Al ver a Kilian cambió de actitud.

—Todo bien, massa. —Hablaba a golpes y con un fuerte acento. El conocimiento del español era indispensable para ascender a capataz—. El caldo debe estar bien mezclado para que no dañe las plantas.

Kilian volvió a asentir. Se sentía un poco ridículo en esa actitud de hacer ver que controlaba todo cuando ignoraba tanto. Prefería ayudar en los patios a arreglar barracones porque en materia de construcción sí que les daba mil vueltas como resultado de las horas dedicadas a albañilería y mantenimiento de la casa y los pajares de Pasolobino. En cuanto al cacao, todavía lo desconocía todo.

—Ahora vuelvo —le dijo a Nelson cogiendo unas tiernas hojas del suelo.

Introducirse en el bosque a hacer sus necesidades era una buena manera de interrumpir la incómoda situación de la ausencia de diálogo. Los primeros metros estaban bastante despejados, pero a los pocos pasos tuvo que emplear el machete para abrirse paso hasta llegar al destino apropiado. Se bajó los pantalones y se entretuvo observando cómo una araña amarilla y negra daba las últimas puntadas a una gruesa tela que se extendía de un arbusto a otro. Menos mal, pensó, que las arañas y las tarántulas no le daban asco. Esos bichos eran diez veces más grandes y peludos que los más grandes de Pasolobino, pero ninguno era inmune a un buen pisotón. Otro tema eran las serpientes. No las podía soportar. Kilian siempre estaba alerta, y más después del incidente de la boa. ¡A buen sitio había ido a parar! Las serpientes, de todos los tamaños y colores, estaban por todos los lados.

Cuando terminó, se limpió con las hojas y se puso de pie agarrándose a la rama de un arbusto que le resultó blanda y que de pronto cobró vida. Kilian la soltó rápidamente y se quedó de piedra. Seguía viendo una rama de color marrón verdoso, pero esta se retorcía con lentitud. Entornó los ojos y distinguió una cabeza y una lengua temblorosa que se agitaba en el aire.

Lentamente, Kilian se abrochó el pantalón y comenzó a retroceder, se dio la vuelta y se apresuró a alejarse de allí con el corazón palpitante. No se fijó por dónde iba y al cabo de unos minutos se dio cuenta de que caminaba en la dirección contraria a las voces de los braceros. Maldijo por lo bajo y volvió sobre sus pasos. De repente escuchó una exclamación emitida por una voz familiar, a escasos metros de donde se encontraba. Prestó atención y supo que era Gregorio. Probablemente se hubiera internado en el bosque por la misma razón que él lo había hecho. Respiró aliviado. El otro empleado conocía cada palmo de ese terreno. Se acercó con decisión, haciendo ruido para que lo oyera, a la entrada de un diminuto claro entre tanta espesura.

—¡Gregorio! No te lo vas a creer, pero no sé cómo…

Se detuvo en seco.

Gregorio estaba tumbado boca abajo, sumergido en un intenso abrazo con un cuerpo entre cuyas piernas se convulsionaba y gemía. Una mano de mujer señaló hacia donde se encontraba Kilian. Gregorio detuvo sus movimientos, se incorporó sobre un codo, giró la cabeza y soltó un juramento.

—¿Te gusta mirar o qué? —gritó mientras se ponía en pie tratando de subirse los pantalones.

Kilian se sonrojó por la pregunta y por la visión del pene del hombre, todavía erecto entre sus huesudas piernas. La mujer continuaba tumbada en el suelo, sonriendo completamente desnuda sobre el anaranjado clote. A su lado había un cesto vacío. Reconoció a la mujer que se había adentrado en la selva desde los cacaotales.

—Perdona… —comenzó a disculparse—. Me he metido en el bosque y me he desorientado. Te he oído y he caminado hacia aquí. No pretendía molestar.

—¡Pues lo has hecho! ¡Me has dejado a medias!

Indicó a la mujer que se levantara. Ella se levantó y se ajustó la tela alrededor de la cintura. Cogió el cesto, lo colocó sobre su cabeza con intención de marcharse y tendió la mano en dirección al massa.

Give me what you please —dijo.

—¡De eso nada! —replicó Gregorio—. Esta vez no he terminado, así que no cuenta.

Le hizo gestos para que desapareciera.

You no give me some moní? —La mujer puso cara de fastidio.

Go away! I no give nothing now. Tomorrow, I go call you again.

La mujer apretó los dientes y se marchó ofendida. Gregorio recogió su salacot del suelo, lo sacudió y se lo colocó.

—Y tú —le dijo a Kilian en tono sarcástico—, no te alejes del camino si no quieres perderte. —Pasó por su lado sin mirarlo siquiera—. Con lo valiente que eres, no resistirías ni un par de horas en la selva.

Kilian apretó los puños y lo siguió en silencio, todavía avergonzado por lo que acababa de ver. Sin previo aviso, un nuevo brote de picor invadió su piel y empezó a rascarse con rabia.

Su hermano tenía razón. Tendría que espabilar.

En todos los sentidos.

Por la noche, como estaba previsto, cenaron todos juntos para despedir a Dámaso, un hombre amable de pelo completamente blanco y facciones blandas que regresaba a España después de casi tres décadas de prestar sus servicios como médico en la colonia.

Se sentaron alrededor de la mesa agrupados por años de experiencia. Hacia un lado, Lorenzo, Antón, Dámaso, el padre Rafael, encargado de celebrar misa en el poblado de Zaragoza y de las labores de maestro, Gregorio y Santiago, uno de los empleados más veteranos. Hacia el otro extremo de la mesa se colocaron los menores de treinta años: Manuel, Jacobo, Kilian, Mateo y Marcial. A excepción de la fiesta de la cosecha o de la visita de alguna autoridad, pocas veces estaba el comedor tan animado. Mientras los boys, incluido Simón, servían la cena, los mayores recordaban batallitas de sus primeros años en la isla y los más jóvenes escuchaban con la incredulidad y la jactancia de la inexperiencia.

Al finalizar la cena, el gerente pidió unos minutos de silencio para pronunciar, en honor a su buen amigo Dámaso, un breve discurso al que Kilian prestó poca atención por culpa de las generosas cantidades del vino riojano Azpilicueta que Garuz había ofrecido y porque el picor de su cuerpo realmente le producía un terrible malestar. Hubo aplausos, emoción y palabras de agradecimiento.

A medida que el nivel de las botellas de vino decrecía, la conversación aumentaba de tono.

—¿Ya se ha despedido usted de todo el mundo? —preguntó maliciosamente Mateo, un simpático madrileño menudo, fibroso y nervioso cuyo pequeño bigote siempre estaba preparado para adaptarse a una sonrisa bajo su afilada nariz.

—Creo que sí —respondió el doctor.

—¿De todo el mundo? —insistió Marcial, el compañero de Jacobo en el patio de Yakató, un peludo hombretón de casi dos metros de altura de facciones carnosas y una bondad tan grande como sus manos, que parecían palas.

El doctor sabía por dónde iban, pero no quiso entrar al trapo.

—Los que realmente me importan están en esta mesa —dijo, señalando a los que tenía más cerca—. Por lo tanto, repito que sí.

—Si don Dámaso dice que sí, es que sí. —Santiago, un hombre tranquilo y juicioso de cabello lacio, extremadamente pálido y delgado, que tendría la edad de Antón, acudió en su defensa.

—Pues yo sé de una persona que estará muy triste esta noche… —intervino Jacobo.

Los más jóvenes estallaron en carcajadas. Todos menos Kilian, que no sabía a quién se refería su hermano.

—¡Ya está bien, Jacobo! —le reprendió Antón, señalando con la vista al padre Rafael. Esas conversaciones no le agradaban lo más mínimo.

Jacobo levantó las palmas de las manos y se encogió de hombros en actitud inocente.

—Jovencito, no te pongas impertinente —le amenazó Dámaso agitando el dedo índice en el aire—. El que esté libre de pecado, que lance la primera piedra, ¿verdad, padre?

Los demás se rieron de nuevo por la ambigüedad con la que de manera inocente el médico había formulado el comentario. El padre Rafael, un hombre grueso de cara redonda, labios carnosos, barba y calvicie adelantada, a quien todos tenían mucho aprecio por su carácter afable, se sonrojó visiblemente y Dámaso matizó con toda naturalidad:

—No me refería a usted, padre Rafael. Faltaría más. Citaba a la Biblia. ¡Estos jóvenes…! —Sacudió la cabeza—. Se cree el ladrón…, etcétera.

—Así les va —comentó el sacerdote con voz pausada—. Yo no me canso de repetir a todos que cuanto más puedan aguantar sin una mujer, más lo agradecerán la salud y el bolsillo. Me temo que en esta tierra de pecado es como predicar en el desierto. —Suspiró y miró a Kilian—. Cuida tus compañías, muchacho… Me refiero a estos rufianes, claro… —añadió con un guiño de complicidad que provocó de nuevo la hilaridad de los demás.

—En fin, yo creo que ha llegado el momento de irse a dormir, ¿no os parece? —Dámaso apoyó las manos sobre la mesa y se puso de pie—. Me espera un viaje muy largo.

—Yo también me voy a la cama —dijo Antón con expresión cansada.

Kilian y Jacobo cruzaron una rápida mirada. Los dos pensaban lo mismo. Unas oscuras ojeras enmarcaban los ojos de Antón. Últimamente siempre estaba cansado. ¡Qué contraste con el padre que recordaban de su juventud! Jamás lo habían visto enfermo, ni lo habían escuchado quejarse por nada. Había sido un hombre fuerte, física y moralmente. Años atrás, a los dos días de llegar a Pasolobino desde África, ya estaba encargándose de las labores del campo como si nunca se hubiera ido. «Tal vez debería tomarse unas vacaciones —pensó Kilian—. O retirarse de las colonias, como Dámaso».

El viejo doctor se despidió uno por uno con un afectuoso apretón de manos y se dirigió a la puerta acompañado de Antón, Lorenzo, Santiago y el padre Rafael, que aprovecharon la ocasión para retirarse. Jacobo se levantó y también salió, después de hacer un gesto con la mano indicando que regresaba enseguida. Al llegar a la puerta, Dámaso se giro y dijo:

—Por cierto, Manuel. ¿Puedo darte un último consejo? —Manuel asintió—. Tiene que ver con los picores de Kilian. —Hizo una pausa para asegurarse de que los jóvenes le escuchaban—: Alcohol yodado salicílico. —Kilian hizo un gesto de extrañeza y Manuel se ajustó las gafas mientras sonreía agradecido por la sutil manera con la que el viejo doctor le pasaba el testigo—. Que se frote todo el cuerpo con eso y en quince días el sarpullido habrá desaparecido. Buenas noches.

—Buenas noches y buen viaje —le deseó Jacobo, que entraba portando la botella de whisky que había comprado en la tienda de Julia—. Si no le importa, nos tomaremos un último trago a su salud.

Dámaso le dio una cariñosa palmada en el hombro y salió del comedor con el corazón apenado pensando en las veladas como aquella que a partir de ese momento solo formarían parte de sus recuerdos.

Jacobo pidió a Simón que trajera vasos limpios para la bebida. Entre sorbos y risas, Kilian supo que la persona que más echaría de menos a Dámaso era Regina, su amiga íntima fija de los últimos diez años, por lo menos.

—¡Diez años! Pero ¿no tiene esposa e hijos en España? —preguntó con voz pastosa.

—¡Por eso precisamente! —Marcial se sirvió otro trago. Su cuerpo era capaz de admitir el triple de alcohol que el de los demás—. España está muy lejos.

—Y a ellas les gusta hacerse amigas nuestras… —apuntó Mateo con un gesto de resignación que Marcial imitó—. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Conocen nuestra debilidad!

Kilian se acordó de la imagen de Gregorio tumbado sobre una mujer en el bosque y de la conversación en el coche con Jacobo.

—No hay duda de que nuestras amigas nos ayudan a que la vida en la isla sea mucho más llevadera. —Jacobo levantó su vaso por encima de su cabeza—. ¡Brindo por ellas!

Los demás acompañaron el brindis y bebieron, tras lo cual se hizo un breve silencio.

—¿Y qué pasará ahora con esa tal Regina? —preguntó Kilian.

—¡Pues qué va a pasar! —respondió Mateo peleando con los botones de su camisa. El ventilador del techo no proporcionaba el más mínimo alivio al calor intensificado por el alcohol—. Estará triste unos días y luego se buscará a otro. Es lo que hacen todas.

—Hombre, a esta le costará porque ya está madurita —añadió Marcial, rascándose una de sus grandes orejas con lentitud—. Pero ha vivido muy bien estos años, como una señora. ¡Don Dámaso era un caballero!

Kilian contempló con ojos vidriosos el profundo color ámbar del líquido. Le resultaba curiosa la idea que tenían sus amigos de ser un caballero. Según sus palabras, era normal compartir los momentos más íntimos con una mujer durante diez años y luego amoldarse al calor de los brazos de la esposa como si nada hubiera pasado.

Manuel llevaba un rato observando a Kilian. Podía imaginarse las preguntas que pasaban por su cabeza. No era fácil para un joven español, criado en un entorno donde todo era pecado, donde las parejas no podían darse muestras de cariño en público y hasta el adulterio se consideraba delito, comprender las reglas no escritas de una sociedad donde el sexo se disfrutaba casi con la misma naturalidad que el comer. Eran unas reglas a las que la mayoría de los hombres se adaptaban fácilmente, pero no todos eran igual. En comparación con sus amigos, él mismo llevaba una vida que podría calificarse de bastante ordenada.

—¿Y qué pasa si hay hijos de esas uniones? —preguntó al cabo de un rato Kilian.

—Tampoco hay tantos… —intervino Jacobo.

—Cierto, las morenas saben cómo evitarlo —apostilló Gregorio con total seguridad.

—Sí que hay, ya lo creo que hay —los interrumpió Manuel con voz dura—. Lo que pasa es que no los queremos ver. ¿De dónde os creéis que han salido todos los mulatos que veis por Santa Isabel?

Mateo y Marcial cruzaron una rápida mirada antes de bajar la vista un poco avergonzados. Jacobo aprovechó para rellenar los vasos.

—Mira, Kilian, lo normal es que el hijo se quede con la madre y esta reciba una manutención. Conozco muy pocos casos, creo que los podría contar con los dedos de la mano, en que los hijos mulatos han sido reconocidos e incluso enviados a estudiar a España. Pero, como te digo, eso es rarísimo.

—¿Y conoces algún caso en que se hayan casado un blanco y una negra?

—A fecha de hoy no. Y si alguno lo ha intentado, se le ha obligado a marcharse a España.

—¿Y para qué querría uno casarse con una negra? —preguntó Gregorio con cierto desprecio.

—¡Para nada! —respondió Marcial, empujando sus anchos hombros contra el respaldo de la silla—. ¡Si ya te lo dan todo sin necesidad de pasar por el altar!

Jacobo, Mateo y Gregorio sonrieron en actitud cómplice. Manuel hizo un gesto de desagrado por el desafortunado comentario y Kilian no dijo ni hizo nada porque estaba meditando sobre todo lo que habían hablado.

Gregorio hacía rato que observaba con detenimiento el interés de Kilian por la conversación y aprovechó para meterse con él.

—Sí que te interesa el tema. ¿Es que ya tienes ganas de probarlas?

Kilian no respondió.

—Deja al chico en paz, anda —dijo Mateo golpeándole suavemente en un brazo.

Gregorio entrecerró los ojos y echó el cuerpo hacia delante:

—¿O es que igual te crees que Antón es un santo…? ¡Con la de años que lleva en Fernando Poo, habrá tenido un montón de miningas!

—Gregorio… —insistió Mateo al ver que el semblante de Jacobo cambiaba de color.

Una cosa era hablar en tono jocoso de las mujeres y otra, mentir con intención de hacer daño, que era lo que Gregorio pretendía. Todos los allí presentes conocían sobradamente a Antón. Y, en cualquier caso, las conversaciones entre caballeros incluían un pacto implícito de discreción. Todas las bromas se detenían en un límite aceptable. Así se funcionaba en la isla.

—Es posible que hasta tengas hermanos mulatos dando vueltas por ahí… —continuó el otro con una desagradable sonrisa—. ¿Qué opinaría tu madre, eh?

—¡Ya basta, Gregorio! —saltó Jacobo en tono amenazador—. ¡Mucho cuidado con lo que dices! ¿Me oyes? ¡Eso es mentira y lo sabes!

—¡Oye, oye, tranquilo! —dijo Gregorio con arrogancia—. Que yo sepa, es tan hombre como los demás…

Manuel se volvió contra él:

—Desde luego, mucho más que tú.

—Eso, no nos hagas hablar… —añadió Mateo atusándose el bigote.

—¡Solo me estaba metiendo con el novato! —Gregorio trató de justificarse al verse en minoría—. Era una broma. Aunque yo no pondría la mano en el fuego ni por Antón…

Kilian movía el líquido de su vaso con movimientos circulares pausados. La borrachera se le había pasado de golpe y volvía a pensar con claridad. Levantó la vista muy lentamente y clavó la mirada, dura y fría, en Gregorio.

—La próxima vez que te metas conmigo —masticó las palabras—, me conocerás realmente.

Gregorio soltó un bufido y se puso en pie.

—¿Tampoco tienes sentido del humor? ¡Vaya joya!

—Es suficiente, Gregorio —dijo Manuel, tajante.

—Sí, ya vale… —Marcial se levantó para que se notase la diferencia de altura entre ambos.

—Estás muy protegido —Gregorio señaló a los demás—, pero un día no tendrás a nadie que te defienda.

Jacobo se lanzó contra él y lo cogió del brazo con fuerza.

—¿A quién amenazas tú, eh?

Gregorio se soltó bruscamente y se marchó. Marcial y Jacobo se sentaron de nuevo y aceptaron otro trago para calmar los ánimos.

—Ni caso, Kilian —dijo Marcial finalmente—. Antes no era así este hombre. Se ha embrutecido. Pero, en fin, perro ladrador…

—Eso espero —respondió Kilian tranquilamente, aunque por dentro se sentía rabioso—. Porque no pienso pasarle ni una más.

El viernes por la noche, Yeremías le dio a Simón una nota de parte del boy de Julia en la que invitaba a los hermanos y a Antón a cenar en su casa.

Kilian esperó a la mañana del sábado para decírselo a Jacobo. A las seis bajó al patio, donde los braceros, más puntuales que nunca, esperaban el cobro semanal. Permanecían en fila esperando a que los nombrasen uno a uno para recibir el dinero y poner su huella dactilar en el listado que había sobre una mesa dispuesta para ello. La tarea, igual que la del reparto semanal de comida que se hacía los lunes, ocupaba un par de horas. Mientras esperaban a ser llamados, aprovechaban para frotarse los dientes con su inseparable chock stick, un pequeño cepillo hecho de raíces gracias al cual todos lucían unas dentaduras envidiables.

Kilian se acercó a Jacobo y le dio a leer la nota de Julia.

—Muy hábil, sí —dijo Jacobo molesto—. Te la ha mandado a ti para asegurarse de que vamos. ¡Mira si no tendrá días! Pero no… Ha tenido que elegir el sábado.

—¿Y qué más da un día que otro?

—Los sábados por la noche son sagrados, Kilian. Para todos. Fíjate en los hombres. ¿A que están contentos? Por la mañana cobran, y por la noche se gastan parte en Santa Isabel.

—Entonces, ¿mando aviso de que vamos o no?

—Sí, sí, claro. Ahora ve con Gregorio o no acabaréis nunca. Hoy va fino como la seda.

Cuando llegó a la mesa donde estaba sentado, Gregorio le pasó la lista de sus brigadas. Sin mirarle a los ojos, se levantó de la mesa y dijo:

—Toma, sigue tú. Yo voy a ir preparando el material para Obsay. Nelson te ayudará.

Kilian se sentó y continuó leyendo los nombres de la lista. Observó que Simón pululaba por ahí medio aburrido. El muchacho iba vestido de igual manera que todos los días. Llevaba pantalón corto y camisa de manga corta, ambos de color crudo. Cubría sus pies con unas sencillas sandalias de tiras de cuero en lugar de botas. A pesar de su parecido con otros muchachos de su edad, Kilian sabía con certeza que podría distinguir a Simón entre todos porque sus enormes ojos brillaban como si estuviesen en alerta de manera permanente, moviéndose de un lado a otro, absorbiendo todo lo que sucedía a su alrededor. Le invitó con un gesto a que se acercara a la mesa y ayudara a Nelson en la labor de traducción. Al llegarle el turno a uno de los hombres, otro se adelantó y se situó a su lado, hablando sin parar en un tono de protesta. Kilian maldijo su mala suerte. Empezaba el día con otra disputa.

—¿Qué pasa, Nelson?

—Este hombre dice que Umaru le debe dinero.

A Kilian el nombre le resultó familiar. Levantó la vista y creyó recordar al hombre a quien Gregorio no quiso darle quinina antes del incidente de la boa.

—¿Por qué le debes dinero? —le preguntó.

Aunque Nelson iba traduciendo el diálogo, dedujo por sus gestos que Umaru no tenía la menor intención de pagar nada. El otro hombre intervenía cada vez más exaltado. Los demás trabajadores se callaron para prestar atención a la situación.

—Ekon le ofreció a su mujer. Umaru aceptó sus servicios y ahora no quiere pagar.

Kilian parpadeó varias veces y apretó los labios para evitar echarse a reír. Aquello era lo más ridículo que había escuchado en su vida. Miró al hombre bien parecido, de mediana altura, pelo muy corto, pómulos altos y hoyuelos en las mejillas.

—¿Me estás diciendo que Ekon prestó a su mujer?

—Sí, claro —contestó Nelson con toda naturalidad—. Umaru está soltero. Los solteros necesitan mujeres. Los casados aprovechan, si la mujer quiere, y sacan dinero. Ekon quiere su dinero.

¡Moní, moní, sí, massa! —repetía Ekon con insistencia moviendo la cabeza de arriba abajo.

¡Moní no, massa! ¡Moní, no! —repetía Umaru moviendo la cabeza de un lado a otro.

Kilian resopló. Odiaba tener que hacer de juez. A ese paso no terminarían nunca.

—¿Hay testigos? —preguntó.

Nelson tradujo la pregunta en voz alta. Un coloso de casi dos metros de altura y brazos como las piernas de cualquier hombre normal se adelantó y habló al capataz.

—Mosi dice que él los vio en el bosque. Dos veces.

Kilian sonrió para sus adentros. Por lo visto, él no era el único que interrumpía situaciones comprometidas en la selva. Preguntó la cantidad a la que ascendía la deuda, extrajo el dinero del sobre de Umaru y lo introdujo en el sobre de Ekon.

—No hay más que hablar. —Entregó los dos sobres ante la expresión de satisfacción de uno y de irritación del otro. Después se giró hacia Simón—. ¿Estás de acuerdo?

Simón asintió con la cabeza y Kilian respiró aliviado.

Palabra conclú, entonces.

A las siete en punto de la tarde el día se acabó y llegó la oscuridad sin previo aviso. Kilian y Jacobo se subieron a la picú para ir a la ciudad. En la entrada, Jacobo le gritó a Yeremías:

—¡Acuérdate de que Waldo haga lo que le he dicho!

—¿Qué tiene que hacer Waldo?

—Nada. Cosas mías.

A la salida del poblado Zaragoza, Kilian vio a muchos de los braceros riendo y bromeando con los zapatos en la mano. Habían cambiado sus viejas y sucias ropas por pantalones largos y camisas limpias y blancas.

—¿Qué hacen ahí? —preguntó a su hermano.

—Esperan al autobús para ir de fiesta a Santa Isabel.

—¿Y por qué llevan los zapatos en la mano? ¿Para no ensuciarlos?

—Más bien para no desgastarlos. Intentan ahorrar todo lo que pueden. —Soltó una risita—. Pero esta noche se gastarán un pellizco del sueldo en alcohol y mujeres. Por cierto, veo que te rascas menos.

—Manuel me preparó la receta de Dámaso y parece que funciona.

—¡Ah! —exclamó Jacobo con ironía—. ¡No hay nada como la experiencia!

Kilian asintió.

—Oye, Jacobo. ¿No te parece que papá debería irse a casa? Cada vez lo veo más cansado. Ni siquiera le ha apetecido acompañarnos esta noche a la cena.

—Tienes razón, pero es muy obstinado. Le he sacado varias veces el tema y dice que él ya sabe lo que tiene que hacer. Y que es normal cansarse a su edad. No quiere ni que lo visite Manuel. No sé…

Aparcaron el coche frente a la puerta de la factoría Ribagorza. Subieron por las escaleras laterales hasta la vivienda y llamaron a la puerta. Como si los hubiera estado vigilando por la ventana, Julia no tardó ni dos segundos en abrir la puerta y los invitó a pasar a una amplia y acogedora estancia que se abría a una terraza y que hacía las veces de comedor y salón, presidida por una gran mesa y sillas de madera frente a un sofá de ratán natural y reposabrazos de madera. Kilian deslizó la mirada por las paredes, decoradas —a excepción de una fotografía de Pasolobino que le arrancó una sonrisa nostálgica— con cuadros de motivos africanos, una lanza de madera de palo rojo de casi dos metros de longitud y una concha de carey. A su derecha, sobre un mueble bajo, había un enorme colmillo de marfil y, distribuidas por diferentes lugares, numerosas figuritas de ébano. La nota más occidental la ponía una radio tocadiscos Grundig que divisó en una mesita junto al sofá, acompañada de varios ejemplares de la revista Hola y del Selecciones del Reader’s Digest.

Julia presentó a Kilian a sus padres, Generosa y Emilio, y ofreció a los hermanos un contrití, la infusión típica de la isla, mientras la cocinera y los dos boys terminaban de preparar y servir la cena. Entre otros manjares, Generosa había ordenado preparar unas tostadas de caviar iraní y cocinar fritambo, un guiso de antílope muy codiciado que Kilian encontraría delicioso.

—Estuve dudando si abrir un bote de adobo que me envió mi madre desde Pasolobino —explicó la madre de Julia, una mujer un tanto rolliza de piel tersa y media melena ondulada que llevaba una falda marrón y un jersey de punto de color ocre—, pero al final me decidí por el plato estrella de mi cocinera. Espero que vengáis otra vez. Entonces os prepararé alguna receta de mi madre.

A Kilian le agradaron Generosa y Emilio. Conversó largamente con ellos porque querían saber muchas cosas de España, así que repitió lo que ya le había contado a Julia esa semana en la factoría. Generosa le recordaba a su madre, aunque era más habladora que Mariana. Conservaba el temple enérgico y valiente de las mujeres de la montaña y además rebosaba salud, algo imprescindible para aguantar tantos años en Fernando Poo. Emilio era un hombre de mediana estatura, pelo escaso y rebelde, bigote corto y ojos despiertos como los de su hija. A Kilian le pareció tranquilo y bonachón, educado y de sonrisa fácil. Emilio le preguntó por su padre, a quien hacía días que no veía, y lamentó que su salud no fuera la de antes.

—¿Sabes? —le dijo—. ¡Suerte tuvimos de tenernos el uno al otro cuando llegamos por primera vez! ¡Qué diferente era todo! Ahora las calles están asfaltadas y alcantarilladas. Tenemos agua, luz en las casas y en las calles, teléfono… ¡Igual que en Pasolobino, muchacho!

Kilian captó la ironía de sus palabras. No podía haber dos mundos más diferentes que su pueblo y Santa Isabel. Probablemente los europeos que llegaban de grandes ciudades no notaban tanto cambio, pero él, acostumbrado al ganado y a pueblos llenos de barro, sí. Empezaba a comprender por qué Emilio y Generosa habían conseguido adaptarse tan bien a las comodidades de un lugar como ese. Incluso le habían podido ofrecer una buena educación a Julia en los colegios de la isla, todo un lujo… Tal vez un día él consiguiera amar ese pedacito de África como lo hacía la familia de Julia, pero, de momento, todavía suspiraba interiormente por detalles tan pequeños como el descubrimiento, en una esquina del comedor, de un sencillo altar con una talla de la Virgen de Guayente —patrona de su valle— y una imagen de la Virgen del Pilar; o como el recuerdo intenso de las celebraciones de su casa que había avivado el sabor del vino rancio de la cubita que Generosa había hecho enviar desde su casa para acompañar las típicas pastas de manteca de Pasolobino…

Una carcajada de Julia lo distrajo de sus pensamientos. Durante la cena, la joven había estado ocupada tratando de atraer la atención de Jacobo con sus bromas y su inteligente conversación. Se había puesto muy guapa para la ocasión, con un sencillo vestido de manga corta de vichy amarillo y marrón de cuerpo ajustado y cuello grande en pico por delante y por detrás, y llevaba el pelo recogido en un discreto moño que realzaba sus rasgos. Kilian lamentó que su hermano no estuviera interesado en Julia porque hacían muy buena pareja, y más esa noche en que también Jacobo se había esmerado en presentar un aspecto impecable con su pantalón de lino y su camisa blanca. Julia y Jacobo eran jóvenes, atractivos y divertidos. Una buena combinación, pensó Kilian, que no podía funcionar si uno de los dos no estaba enamorado. Sintió lástima por la que empezaba a considerar su amiga. Veía la ilusión de sus ojos cuando Jacobo respondía con una sonrisa, incluso con alguna carcajada, a los comentarios de ella.

Uno de los boys les indicó que el café se serviría en la mesa del porche que daba al jardín, iluminado con quinqués de petróleo alrededor de los cuales pululaban nubes de mosquitos. Hacía una noche tan clara que hubiera bastado con la luna, que proyectaba su luz sobre el gran mango y el enorme aguacate —Kilian calculó que tendrían entre ocho y diez metros de altura— que reinaban entre los árboles exóticos del jardín. Julia propuso que jugaran al rabino, pero sus padres prefirieron continuar la conversación.

El padre de Julia temía que los vientos de independencia de otros lugares como Kenya y el Congo Belga llegaran hasta Guinea y los negocios de los blancos peligraran. Generosa cortó el debate de manera hábil, pero tajante, cuando comprendió que Kilian no iba a dejar de preguntar. El joven se sintió un poco frustrado porque de buen grado hubiese comentado con ellos lo que había leído en el barco sobre el movimiento Mau Mau. No podía ni imaginarse que ese mundo colonial tan perfectamente organizado que estaba conociendo tuviera alguna fisura. Sin embargo, no quiso ser descortés y se amoldó a la conversación que guiaba la mujer.

Cada cierto tiempo, Jacobo miraba el reloj con gesto de preocupación. Los sábados, a él le pasaba lo mismo que a los braceros: quería sueldo y fiesta. Podía imaginarse dónde y qué estaban haciendo en esos momentos Marcial y Mateo y un gusanillo de urgencia le recorría el estómago.

Por fortuna para él, a los pocos minutos avisó el otro boy de que un trabajador de Sampaka, llamado Waldo, pedía permiso para entrar y explicar las razones por las que massa Kilian y massa Jacobo debían regresar sin demora a la finca.

—Varios calabares estaban celebrando una fiesta en los barracones —Waldo hablaba deprisa y con una agitación que a Kilian le resultó un tanto forzada—, cuando se han enzarzado en una gran pelea, con machetes y todo…

—¡Si es que son unos brutos! —intervino Generosa, santiguándose con gesto de preocupación—. Igual son de la secta esa que se comen unos a otros. ¿No os habéis enterado? En el mercado han dicho algo de que en Río Muni se habían comido al obispo…

—¡Pero qué dices, mamá! —protestó Julia.

Jacobo instó a Waldo para que continuara antes de que alguien más hiciera comentarios que lo alejaran de sus propósitos.

—Hay varios heridos —continuó el muchacho—, y ningún blanco para poner orden, ni siquiera el nuevo doctor…

Jacobo estrechó la mano de Emilio, besó las mejillas de Generosa y Julia, y arrastró a su hermano fuera de la casa mientras este repetía su agradecimiento por tan agradable velada y aceptaba futuras invitaciones. Julia los acompañó hasta la furgoneta, esperó a que cargaran la bicicleta de Waldo en la parte trasera y se despidió de ellos con un brillo de frustración en los ojos.

Jacobo condujo veloz hasta que, pasadas un par de manzanas, detuvo el coche, salió, entregó la bicicleta a Waldo y le puso unos billetes en la mano.

—¡Buen trabajo, chico!

Waldo encendió una linterna portátil y se marchó, contento por la facilidad con la que se había ganado un dinero inesperado.

Jacobo entró en el coche y se giró hacia Kilian con una amplia sonrisa.

—¡Serás bribón! —le recriminó Kilian divertido.

—¡Bienvenido a las noches de Santa Isabel! —dijo su hermano—. ¡Allá vamos, Anita Guau!

Jacobo apretó el acelerador y condujo como un loco hasta su destino deseado mientras Kilian se contagiaba de su alegría.

—¡Pero qué dos hola-holas tenemos por aquí! —Nada más acceder a la sala de fiestas, una mujer entrada en carnes y con abundante pecho los saludó estrechándoles afectuosamente la mano—. ¡Cuánto tiempo sin verlo, massa Jacobo! ¡Y este debe de ser su hermano! ¡Bienvenido! ¡Pasen y disfruten!

—Veo que todo sigue igual, ¿eh, Anita? —Jacobo le devolvió el saludo mientras recorría el local con la mirada. Divisó a sus amigos y los saludó con la mano—. Mira, Kilian. Ha venido hasta Manuel. A quien no veo es ni a Dick ni a Pao.

—¿A quién?

—A unos amigos que trabajan en Bata, en las maderas. No es raro que algún sábado aparezcan por aquí… Bueno, para empezar, yo me voy a tomar mi whisky favorito. Apréndete este nombre: Caballo Blanco, etiqueta negra. Aunque resulte difícil de creer, es más barato que la cerveza. Las ventajas de ser puerto franco…

Se acercaron a la barra y Kilian se fijó en que, efectivamente, la mayoría de las copas solicitadas por los clientes eran bebidas fuertes. Las camareras servían generosas cantidades de whisky con nombres desconocidos para él —serían escoceses o irlandeses— y de brandies familiares como Osborne, Fundador, 501, Veterano o Tres Cepas. En las casas de Pasolobino, pensó con asombro, una de esas botellas duraba casi un año; en el Anita, unos segundos.

Jacobo pidió dos copas de Caballo Blanco y, mientras esperaban, Kilian se entretuvo contemplando la pista de baile descubierta. El club era un enorme patio cerrado dividido en dos partes: a la derecha, un tejado protegía la zona de la barra y de las mesas de las posibles lluvias; a la izquierda, la zona dedicada al baile no tenía techo, de manera que al levantar la vista se veían los edificios de los alrededores. Numerosos chiquillos observaban apostados en las balconadas de las casas circundantes lo que los mayores hacían ahí abajo. Hombres blancos y hombres negros con mujeres negras vestidas como las europeas se movían al ritmo de la música de una pequeña orquesta formada por seis hombres que extraían una música trepidante de tambores de diferentes tamaños, un xilófono, un par de maracas que parecían calabazas y una trompeta, consiguiendo lo que le resultó una mezcla curiosa de percusión africana y familiares ritmos latinos. Kilian se sorprendió balanceando los hombros: más que pegadiza, esa música era contagiosa.

Jacobo le entregó su copa y avanzaron hasta las mesas más lejanas del fondo, donde se juntaron con Manuel y Marcial, que bebían acompañados de dos hermosas mujeres. Entre risas señalaron hacia la pista de baile y vieron a Mateo intentando seguir el ritmo desenfrenado de su pareja, una mujer mucho más voluminosa que él. Marcial se levantó para acercar dos sillas a los hermanos. En aquel rincón, destinado a beber y conversar, las ventanas cubiertas de telas oscuras proporcionaban un ambiente íntimo caldeado por el humo del tabaco y el olor a perfume y sudor.

—Os presento a Oba y a Sade —dijo Marcial—. Acaban de llegar del continente. Estos son Jacobo y Kilian.

Las muchachas ofrecieron la mano a los hombres. Oba, más menuda que su amiga, llevaba un vestido amarillo de falda ancha y cuerpo ajustado con un gran lazo en el pecho y escote en pico, y lucía una media melena a la europea. A Kilian, por su estatura y pose altanera, Sade le pareció una hermosa reina adornada con pulseras de semillas de colores y collares de cuentas de cristal. Un vestido rosa pálido con botones hasta la cintura y cuello y puños de piqué blanco, a juego con las sandalias, realzaba su figura. Además, se había recogido el pelo en diminutos moños cuyas líneas de separación trazaban curiosos dibujos, como pequeños mosaicos, por lo que sus enormes ojos parecían aún más grandes, y sus labios, más carnosos.

—¿Os apetece bailar? —sugirió Oba en perfecto castellano.

Marcial y Jacobo asintieron y los cuatro se fueron a la pista. Manuel fue a por más bebida y de camino se cruzó con Mateo, que regresaba solo a la mesa. Kilian sonrió al apreciar con qué buen ritmo seguía su hermano los insinuantes contoneos de Sade y la desproporcionada diferencia de altura que había entre Oba y Marcial, que bailaba prácticamente agachado.

—¡Estoy derrotado! —Mateo, sudoroso, se sentó a su lado—. ¡Estas mujeres tienen el demonio metido en el cuerpo! Y tú… ¿no bailas? No tienes más que pedírselo a alguna.

—La verdad es que a mí esto de bailar no me va mucho… —confesó Kilian.

—A mí tampoco me gustaba, pero una vez que te dejas llevar por los sonidos pegadizos de los dundunes, jembes y bongós, es más fácil de lo que parece. —Se rio al ver la expresión de sorpresa de Kilian—. Sí, hasta he conseguido aprenderme el nombre de los tambores. Al principio, todos eran tamtames… —Buscó su vaso sin dejar de deslizar la mirada por la sala en busca de una nueva compañera—. Hoy está esto muy animado. Hay muchas chicas nuevas.

Manuel llegó con las bebidas y se incorporó a la conversación.

—¡No os lo vais a creer! En la barra están Gregorio y Regina. ¡Qué poco le ha durado el duelo de la despedida de Dámaso! ¿De qué hablabais?

—De los tambores…, de las chicas… —respondió Kilian—. ¿De dónde son?

—Corisqueñas, nigerianas, fang y ndowé de Río Muni… —listó Mateo—. Un poco de todo.

—¿Y bubis de aquí no?

—¡Bubis no! —dijo Manuel—. Si pierden la virginidad, son castigadas.

—Mira que hay diferencias en un sitio tan pequeño… —comentó Kilian recordando al bracero que había prestado a su mujer—. En fin, así que este es el famoso lugar por el que se soporta toda una semana de trabajo.

—No es el único, pero es el mejor —explicó Mateo siguiendo con el vaso el ritmo de la música. Ni siquiera sentado podía parar—. A veces también vamos al Riakamba, detrás de la catedral. Y también está el Club Fernandino, pero no me gusta nada porque las chicas no son tan abiertas como aquí. —Soltó una risotada y sus ojos se empequeñecieron aún más con multitud de arrugas—. Se comportan como las blancas, todas finas y dignas.

—Es el equivalente al casino de los blancos —matizó Manuel, divertido por la explicación de Mateo—. Acude la élite negra. Allí no está tan bien visto que un blanco baile con una negra. Aquí es diferente. Por unas horas somos todos iguales.

Marcial y Sade regresaron a la mesa sin sus respectivas parejas.

—¿Qué ha pasado con los otros dos? —preguntó Manuel.

—Oba me ha abandonado por uno de su talla —bromeó Marcial haciendo crujir la silla al sentar su voluminoso cuerpo—. Y Jacobo se ha encontrado con una antigua amiga. Kilian, ha dicho que no le esperes y que te vuelvas con nosotros. —Sacudió la cabeza—. ¡No pierde el tiempo este hombre!

Sade se sentó muy cerca de Kilian. Con inocente descaro le pidió un sorbo de su whisky y le dio las gracias apoyando suavemente la mano sobre su muslo. Los otros hombres cruzaron unas miradas divertidas. Kilian se puso nervioso. Sintió un cosquilleo bajo el pantalón y se apresuró a desviar la atención de los demás:

—Hoy me han dicho que en el continente unos nativos se han comido al obispo. Una secta prohibida o algo así. ¿Habéis oído algo vosotros?

Mateo y Marcial sacudieron la cabeza con extrañeza. Sade y Manuel se rieron al unísono.

—¡Qué miedo tenéis los blancos de que os comamos! —dijo ella, con una voz cargada de intención—. Y de que nos quedemos con vuestros poderes…

Kilian frunció el ceño.

—Hay tribus en el continente que cazan y se comen a los gorilas —explicó Manuel—. Llaman obispo a una especie de gorila con perilla por su parecido con algún padre misionero de tiempos atrás. Es fácil que la noticia se haya malinterpretado. Por cierto, también se comen a diplomáticos

Sade asintió con la cabeza mientras miraba a Kilian de reojo, quien, sin saber muy bien cómo enmendar su metedura de pata, apuró su copa de un trago. En ese momento, Marcial intervino:

—¡Chicos, chicos! ¡Mirad qué preciosidad acaba de entrar! —Todos se fijaron en una mujer con un vestido lila que caminaba lentamente luciendo su impresionante figura sobre unos tacones altísimos—. ¡Esa sí que es de mi talla!

Salió disparado en dirección a la mujer, pero a los pocos pasos se detuvo. Otro hombre mucho más grande que él se aproximó a ella y le tendió el brazo solícito para guiarla hasta la pista de baile. Marcial se dio la vuelta y regresó a la mesa.

—Mosi el Egipcio es mucho Mosi, ¿eh, Marcial? —se compadeció Mateo.

—¡Ya lo creo! Nada que hacer… En fin, echaré otro trago.

Sade se levantó y cogió a Kilian de la mano.

—Vamos a bailar —dijo en un tono que no admitía discusión.

Kilian se dejó arrastrar a la pista de baile. Agradeció que la orquesta interpretara un beguine, parecido a una rumba lenta, para salir airoso de la situación. Sade pegó su cuerpo contra el suyo, mirándolo con sus ojos profundos y susurrándole palabras cariñosas que le producían un efecto embriagador. A Kilian le sorprendió la naturalidad con la que ella se le insinuaba. Sentía una mezcla de curiosidad y deseo diferente a la que había sentido en otras ocasiones. Sus experiencias se limitaban a una casa de señoritas de Barmón, adonde su hermano lo había llevado por primera vez, aprovechando una feria de ganado, para convertirlo en un hombre, y a varios encuentros fugaces con muchachas que trabajaban en casas grandes de Pasolobino y Cerbeán. Recordó las palabras de Jacobo después de su primera —y desastrosa— vez: «Las mujeres son como el whisky: el primer trago cuesta, pero cuando te acostumbras entra solo y aprendes a saborearlo». Con el paso de los años, había logrado reconocer que su hermano llevaba algo de razón. No obstante, a diferencia de Jacobo, él no buscaba el placer con frecuencia. Necesitaba algún tipo de complicidad, o de afinidad, aunque fuera transitoria, con la mujer con la que iba a compartir unos momentos tan íntimos.

En ese instante, Sade sabía perfectamente cómo convencerlo. Realmente parecía que quería disfrutar de él y con él. Kilian comenzó a sentir entre las piernas la fuerza del deseo y ella lo notó.

—Si quieres, podemos ir afuera —le sugirió con voz cariñosa.

Kilian asintió y salieron del club en dirección a la parte trasera. Caminaron agarrados por una tranquila y silenciosa calle de casitas bajas hasta llegar al final, donde se terminaban las edificaciones y comenzaba el manto verde. Sade lo condujo entre frondosos árboles, cuyas sombras perfiladas por la luna ocultaban a otras parejas en la misma situación, hasta un lugar que le pareció adecuado y discreto para que estuvieran cómodos.

Entonces ella volvió a pegar su piel contra la de él y Kilian se dejó hacer. Sade recorrió su cuerpo con manos expertas y guio las del hombre por todos los rincones de sus curvas sin dejar de pronunciar excitantes palabras en su lengua. Cuando vio que estaba preparado, se tumbó sobre el suelo indicándole que hiciera lo mismo y se abrió a él. Kilian ya no pensaba con claridad. Entró en ella con una mezcla embriagadora de deseo y confusión, como si no se creyera que su cuerpo pudiera responder con tanta avidez a los designios de Sade. Sin palabras, se meció sobre ella hasta que no pudo más y explotó. Una sensación de bienestar corrió por sus venas y permaneció tumbado varios minutos hasta que ella le dio unas palmaditas en el hombro para que se levantara.

Se arreglaron la ropa con movimientos torpes. Kilian estaba aturdido. Todavía no se había recuperado de la intensidad del encuentro. Sade le sonrió comprensiva, lo cogió de la mano y lo acompañó de nuevo al interior del local. En la barra se separó de él.

—Me gustaría verte otra vez —le dijo, adornando sus palabras con un coqueto guiño.

Kilian hizo un gesto ambiguo con la cabeza, se apoyó en la barra y pidió un trago. Poco a poco su respiración se fue normalizando. Necesitaba unos minutos antes de regresar con sus amigos y actuar como si nada hubiera sucedido. Quizá ellos hablasen de esos temas con toda naturalidad, pero él no. No quería ser objeto de sus bromas ni tener que dar explicaciones. A su cabeza regresaron fragmentos de todas las conversaciones y situaciones de los últimos días en las que habían estado presentes las mujeres. Que él supiera, Marcial, Mateo, Jacobo, Gregorio, Dámaso, incluso Manuel, bueno, igual Manuel no tanto…, entendían el disfrute en la isla en los términos que él acababa de experimentar. Y, en unos minutos, él se había convertido en uno de ellos. ¡Tan pronto! ¡Tan fácil! La cabeza le daba vueltas. ¿Volvería a ver a Sade? ¿Se convertiría ella en su amiga fija? ¡Si apenas habían cruzado dos palabras! No sabía ni cómo era, ni qué esperaba de la vida, ni si tenía hermanos, padres… Todo había ido tan rápido… ¿Qué esperaría ella de él? Le había dicho que le gustaría verlo otra vez… ¿Le acabaría pasando un dinero todos los meses cuando cobrara su sueldo a cambio de la exclusividad de sus favores? ¿Así era como funcionaban las cosas? Un leve cargo de conciencia se apoderó de él. Lo mejor sería no volver al Anita Guau en un tiempo prudencial. Sí. El tiempo decidiría por dónde y cómo irían las cosas.

Se atusó el pelo varias veces, tomó varios tragos del vaso y lo mantuvo en su mano durante el trayecto hasta la mesa del fondo en una pose de absoluta normalidad.

—¿Dónde está Sade? —preguntó Mateo con la curiosidad bailando en sus ojos.

Kilian se encogió de hombros y miró hacia la pista de baile.

—A mí también me ha dejado por otro.

—Pobre muchacho —dijo Marcial chasqueando la lengua y agitando una de sus enormes manos en el aire—. Otra vez será.

Manuel estudió su expresión y dedujo que Kilian no decía la verdad. Pensó que tal vez Kilian y él se asemejasen más de lo que a simple vista parecía. Él deseaba fervientemente encontrar a la mujer de su vida, una tarea difícil en medio de aquel paraíso de tentación.

—Creo que yo me vuelvo a Sampaka —dijo, poniéndose de pie—. Si quieres, puedes volver conmigo, Kilian.

Este asintió. Los otros decidieron quedarse un rato más.

El trayecto a Sampaka transcurrió en silencio. Una vez tumbado en su cama, a Kilian le costó mucho rato conciliar el sueño. Los gemidos que provenían de la habitación de su hermano se mezclaban con sus propias imágenes de Sade. Había pasado un buen rato con ella, sí. Un buen rato. Ya estaba. Eso era todo. No tenía por qué darle tantas vueltas al asunto.

A la mañana siguiente, Jacobo entró bostezando en el comedor para tomar el desayuno. Vio a Kilian, solo, concentrado frente a su café y le dijo:

—Buenos días, hermanito. ¿Qué? Nada que ver con las chavalas de Pasolobino y Barmón, ¿verdad?

—No —admitió Kilian sin intención de entrar en detalles—. Nada que ver.

Jacobo se agachó y le susurró al oído:

—Anoche te invité yo. Regalo de bienvenida. No hace falta que me des las gracias. Si quieres repetir, eso es asunto tuyo.

Se sirvió un café, bostezó sonoramente y añadió:

—¿Vienes conmigo a misa de once? Es una suerte que aquí no sea en latín…