III

GREEN LAND

LA TIERRA VERDE

La imagen de la llegada a Fernando Poo se apoderaría de sus pupilas para el resto de su vida. A medida que el barco se aproximaba a la isla, se iba vislumbrando una costa diseñada por pequeñas playas, calas y bahías que trazaban una voluptuosa línea ante la asombrosa vegetación, hasta la misma arena del mar de color turquesa, y que incluía toda la gradación de verde que Kilian pudiera imaginar, desde el pálido de las primeras hojas y las manzanas en verano hasta el oscuro y denso del bosque, pasando por el intenso y brillante de los pastos primaverales regados por la lluvia. Una extraña sensación de suavidad, frescura y tranquilidad, mezclada a partes iguales con la fuerza de la exuberancia, la plenitud y la fecundidad que emanaba de tanta vegetación se adueñó de él.

El barco viró para dirigirse de frente a la extensa bahía de Santa Isabel, que parecía una gran herradura ribeteada de verde y remachada con casitas blancas rodeadas de palmeras. Dos espigones naturales —uno hacia el este, llamado Punta Fernanda, y otro hacia el oeste, llamado Punta Cristina— constituían los extremos de la herradura que se mostraba tumbada a los pies de una impresionante montaña cubierta de brumas y que a Kilian le trajo recuerdos del pico que se levantaba sobre Pasolobino.

—Ahora amarrarán el barco a ese viejo espigón —explicó su padre, señalando un pequeño saliente de hormigón que hacía las veces de muelle—. He oído que van a hacer un puerto nuevo bajo Punta Cristina donde se podrá atracar de costado. Será una buena cosa. Esto resulta incómodo.

Kilian se percató entonces de que el barco se detenía de manera perpendicular a la línea de la costa y que varias gabarras se preparaban para efectuar las labores de carga y descarga.

Se dirigieron hacia la popa para descender. Un sutil aroma a cacao, café, gardenia y jazmín empezó a solaparse con el olor a salitre. Aunque era por la tarde, un calor bochornoso los recibió en tierra.

—Qué calor hace —musitó Kilian secándose con la mano el sudor que había perlado su frente—. Y cuánto verde. ¡Es todo verde!

—Sí —estuvo de acuerdo Jacobo—. Es que aquí se te ocurre plantar cualquier palo o poste… ¡y echa raíces!

Sobre el espigón, unos cuantos hombres trasladaban sacos de carbón, otros movían bidones, y otros ayudaban a descargar las gabarras. Se pudo imaginar el frenesí que tendría lugar durante los meses de cosecha cuando partiesen cientos de sacos cargados de café y cacao con destino a diferentes puntos del mundo.

—José nos estará esperando arriba —informó Antón.

Señaló con la cabeza en dirección a un empinado camino que discurría paralelo a una pared sobre la que se intuían los primeros edificios. Cogió la maleta de Kilian y gritó a un par de trabajadores que se acercaran:

Eh, you! Come here!

Los hombres se miraron con cara de fastidio y tardaron en darse por enterados.

You hear what I talk? —Antón subió la voz y comenzó a caminar hacia ellos. Tendió a uno la maleta y señaló las de Jacobo y Manuel—. Take this! ¡Deprisa! Quick! ¡Arriba! Up!

Los hombres obedecieron, cogieron las maletas y se dirigieron, seguidos de los hombres blancos, hacia un empinado y angosto sendero que comunicaba el espigón con la avenida Alfonso XIII, junto a la plaza de España.

—¿Sabes, Kilian, que este caminito se conoce como la cuesta de las fiebres? —preguntó Manuel.

—No, no lo sabía. ¿Y eso por qué?

—Porque dicen que nadie que lo ascienda se escapa de ellas, de las fiebres. Ya lo comprobarás.

—Ahora no pasa nada gracias a la medicina —intervino Jacobo—, pero hace un siglo todos los que venían se morían. Todos. ¿Verdad, Manuel? —Este asintió—. Por eso se enviaba una expedición tras otra. No había manera de resistir.

Kilian sintió un escalofrío. Se alegró de haber nacido en una época más adelantada.

—Yo no lo he visto —dijo Manuel—, pero me han contado que hace años por esta cuesta tan estrecha pasaba un tren. ¿Es cierto, Antón?

—Oh, sí. Yo lo he visto —respondió Antón aprovechando para detenerse y coger aire—. Era útil para llevar mercancías al muelle. Empezaron a construirlo en 1913 con la intención de unir Santa Isabel con San Carlos, en el suroeste. Pero el proyecto se abandonó hace unos veinticinco años por culpa de las averías y de los gastos de mantenimiento en la selva virgen.

Kilian sonrió al imaginarse un trenecito de juguete recorriendo una isla tan pequeña. El camino por el que ascendían tenía bastante pendiente, sí, pero la distancia hasta el destino era más bien corta, al menos para alguien acostumbrado a la alta montaña. Y, además, no tenían que cargar con equipaje. Percibió que su padre, a quien recordaba como un hombre fuerte y ágil, jadeaba como si estuviera realizando un gran esfuerzo.

Enseguida dejaron atrás la pared cubierta de hiedra y algún egombegombe, entre cuyas amplias hojas de color carmín, amarillo y verde asomaban pequeñas, blancas y delicadas flores, y llegaron a la parte superior. Ante sus ojos se abría una gran explanada a modo de balcón sobre la costa, separada de esta por una balaustrada adornada con farolas cada pocos metros. En medio de la explanada, salpicada de cuidadísimos parterres llenos de flores, se levantaban varios edificios típicamente coloniales, con galerías laterales y tejados a dos aguas, cuya belleza sorprendió a Kilian.

—Esa es la misión católica… —comenzó a explicar Jacobo—. Y ese otro, el edificio de La Catalana. En sus bajos hay una taberna que conocerás pronto. Y ese otro que te ha dejado boquiabierto es la magnífica catedral… —Se interrumpió—. No. Mejor dejaremos las explicaciones turísticas para otro día, que te conozco… No te preocupes, que vendrás muchas veces a Santa Isabel.

Kilian no dijo nada, tan absorto como estaba contemplando esa deliciosa simbiosis de naturaleza y armónicas y ligeras construcciones, tan alegres y diferentes de las sólidas casas de piedra de Pasolobino. Su mirada pasaba de un edificio a otro y de una persona a otra, de los atuendos indistintos de los blancos a los coloridos de las telas de los nativos.

—Ahí está José —dijo Antón, cogiendo a Kilian del codo para guiarlo hacia la avenida—. ¡Vaya! Ha traído el coche nuevo, qué cosa más rara. Venga, vamos. Tenemos que llegar a la finca antes de cenar para que te conozca el gerente.

Cuando llegaron a la altura del hombre sonriente que los esperaba junto a un brillante Mercedes 220S negro, su padre presentó al José del que tanto había hablado en los períodos de vacaciones en Casa Rabaltué.

—Mira, José. Este es mi hijo Kilian. Por fin lo puedes ver en persona. Y no sé si conoces a Manuel. A partir de ahora será nuestro médico.

José los saludó con una amplia sonrisa que mostraba una dentadura de piezas perfectas e inmaculadas enmarcada por una corta barba canosa, y un perfecto castellano, si bien con un acento peculiar que se hacía más evidente al pronunciar la «r» de forma un tanto afrancesada en unas ocasiones, o apenas perceptible en otras, así como al acentuar la entonación al término de cada palabra, lo que otorgaba a su manera de hablar un ritmo entrecortado.

—Bienvenido a Fernando Poo, massa —dijo tres veces inclinando levemente la cabeza al dirigirse primero a Kilian, luego a Manuel y, por último, a Jacobo—. Espero que hayan tenido un buen viaje. El equipaje ya está cargado, massa Antón. Cuando quieran, nos vamos.

—¿Por qué no has venido en el Land Rover? —quiso saber Antón.

—Se ha soltado una pieza en el último momento y massa Garuz me ha dado permiso para coger este.

—Pues empezáis con buen pie.

Jacobo abrió la puerta trasera imitando a un solícito chófer para que Kilian y Manuel entrasen.

—Esta preciosidad es solo para autoridades. —Los hombres agradecieron su actuación con una divertida sonrisa y se acomodaron en los asientos de cuero claro—. Papá, usted también, siéntese detrás. José irá delante. Hoy conduciré yo.

José y Antón cruzaron una mirada.

—No sé si a Garuz le parecerá bien… —dijo Antón.

—Oh, vamos —replicó Jacobo—. No tiene por qué enterarse. ¿Y cuándo voy a tener otra ocasión de conducir un coche así?

José se encogió de hombros y se dirigió a la parte delantera del vehículo.

Situado entre su padre y Manuel, Kilian podía observar a José con detenimiento. Se había percatado de que entre él y Antón había una buena relación, incluso amistosa, resultado del tiempo que hacía que se conocían. Debía de tener pocos años menos que su padre. José era de la etnia bubi, mayoritaria en la parte insular, y trabajaba como encargado de los secaderos, algo inusual, pues ese era un puesto normalmente ocupado por blancos. El trabajo más duro lo llevaban a cabo braceros nigerianos, en su mayoría calabares, procedentes de la ciudad nigeriana de Calabar.

Antón le había contado que cuando llegó por primera vez le habían asignado a José como boy, que era como llamaban a los jóvenes criados que los blancos tenían para que se hiciesen cargo de sus ropas y viviendas. Cada blanco tenía un boy —así que a él también le asignarían uno— y las familias podían tener más para cuidar de los niños. Con el paso de los años, gracias a la capacidad de trabajo y la habilidad de José para entenderse con los braceros, Antón había logrado por fin convencer al gerente de la finca de que aquel podía supervisar perfectamente el trabajo en los secaderos, la parte más delicada en el proceso de producción de cacao. Con el tiempo, el señor Garuz hubo de reconocer que había excepciones a la creencia occidental de que todos los bubis o indígenas de la isla eran unos vagos.

Atravesaron las rectas y simétricas calles de Santa Isabel, trazadas de manera uniforme para albergar funcionales edificios blancos; dejaron atrás los viandantes vestidos de manera llamativa que ayudaban a crear la sensación de una ciudad alegre, luminosa, veraniega y coqueta, y se adentraron en una pista polvorienta a cuyos lados no se divisaban más que las primeras líneas de lo que se podía adivinar como una frondosa y tupida extensión de cacaotales.

—Ya lo verá, massa —dijo José mirándolo por el retrovisor—. En la tierra llana, todo es cacao y palmeras. A más de quinientos metros, por las laderas, están los cafetos. Y arriba del todo, las bananeras y el abacá.

Kilian asentía con la cabeza en señal de agradecimiento a las explicaciones de José, quien se mostraba encantado de volver a describir el recorrido tal como probablemente habría hecho hacía tiempo primero con su padre y después con su hermano. En esos momentos, Antón y Manuel contemplaban el trayecto en silencio a través de las ventanillas que habían abierto para que entrara algo de aire y refrescara el ambiente, lo cual era francamente difícil.

Llevaban recorridos unos cinco o seis kilómetros cuando Manuel instó a Kilian a que mirase por el parabrisas delantero.

Kilian miró y emitió un sonido de sorpresa. Por unos segundos pensó que, debido al cansancio acumulado por las emociones tan vivas de las últimas semanas, sus ojos le estaban gastando una mala jugada. Ante ellos, un gran letrero avisaba de que llegaban a… ¡Zaragoza! Pero le costó poco darse cuenta de que ese era el nombre del poblado más cercano a la finca.

—Este poblado lo construyó un antepasado de los actuales dueños de Sampaka —contó Antón mientras pasaban cerca de un árbol de unos veinte metros de altura ubicado delante de un edificio—. Don Mariano Mora, se llamaba.

Kilian, que conocía la historia, asintió, emocionado de poder ver con sus ojos lo que hasta entonces habían sido relatos.

—Sí, Kilian, el que nació cerca de Pasolobino. Y también fundó esa iglesia que veis.

Manuel sacó cuentas mentalmente. De eso hacía más de cincuenta años.

—¿Lo llegó usted a conocer? —preguntó.

—No. Cuando yo llegué por primera vez, hacía poco que había fallecido de una enfermedad tropical. Muchos lo recordaban como un hombre muy trabajador, sensato y prudente.

—Como todos los montañeses —se jactó Jacobo, girándose hacia Manuel.

Este arqueó las cejas escéptico antes de preguntar:

—¿Y quién se hizo cargo de la plantación? ¿Sus hijos?

—No. No tenía hijos. Sus sobrinos siguieron con el negocio, que todavía continúa en manos de la misma familia. Los que os han preparado la documentación a ti y a Kilian en Zaragoza, en la de verdad quiero decir, en la de allá, también son descendientes de don Mariano. El único que quiso venir a encargarse personalmente de la finca es Lorenzo Garuz, que es a la vez gerente y dueño mayoritario.

El poblado, formado por pequeñas barracas, era tan pequeño que en segundos llegaron al puesto de la Guardia Territorial. Jacobo detuvo el coche junto a dos guardias que portaban sendos rifles y que se estaban despidiendo de un tercero, alto y fuerte, situado de espaldas, al que llamaron Maximiano. Este se giró hacia el coche y frunció el ceño en actitud agresiva mientras los otros saludaban amablemente a los nuevos blancos y agradecían a José la última entrega. A Kilian le desagradó el rostro del tal Maximiano, completamente picado por marcas de viruela. El hombre no dijo nada, se agachó para recoger una caja y se marchó.

—¿Y ese quién era? —preguntó Jacobo haciendo avanzar de nuevo el vehículo.

—No lo sé —respondió su padre—. Supongo que de otro puesto. A veces se cambian cosas unos con otros.

—Primera lección, Kilian, antes de entrar en la finca —le explicó Jacobo—. Hay que asegurarse de que los guardias reciben puntualmente presentes, por ejemplo, tabaco, bebida, o simplemente huevos. Cuanto más contentos los tienes, más rápido acuden cuando los necesitas.

Antón le dio la razón.

—No suele haber problemas, pero nunca se sabe… Hace tiempo, en otras fincas, hubo revueltas de braceros porque se quejaban de las condiciones de los contratos. Suerte tuvieron de la intervención de la Guardia Territorial. —Kilian empezó a ponerse un poco nervioso—. Pero no te preocupes, eso pasó hace muchos años. Ahora viven bastante bien. Y una de las funciones de los blancos es evitar conflictos entre los morenos. Ya aprenderás.

Jacobo avisó de que estaban llegando a la finca y redujo la velocidad.

Santa Isabel había producido una profunda impresión en Kilian, pero la imagen de la entrada a la finca Sampaka le cortó el aliento.

El paisaje había cambiado por completo; la realidad de los edificios de la ciudad y los kilómetros de cacaotales se convirtieron en un gran túnel formado por un camino de tierra rojiza flanqueado por enormes y majestuosas palmeras reales que se erguían hacia el cielo imponentes en un intento de bloquear el paso de la luz del sol. Cada metro que el coche avanzaba, cada pareja de palmeras que dejaba atrás, produciendo una intermitente alternancia de luz y sombra, la curiosidad iba cediendo terreno a una ligera angustia. ¿Qué encontraría al final de la húmeda y discontinua oscuridad de ese pasadizo cuyo fin no veía? Tenía la sensación no de entrar, sino de descender al interior de una cueva a través de un corredor enigmático y regio a la vez, como si una fuerza inquietante lo atrajera mientras una voz interna le advertía susurrante que, en cuanto accediera al otro lado, nunca más sería la misma persona.

Entonces no podía saberlo, pero años más tarde, él mismo se habría de encargar de replantar nuevas palmeras en ese camino que se convertiría en el emblema mítico no solo de la finca más majestuosa de la isla, sino también de su propia relación con el país. De momento, era una entrada real en todos los sentidos: auténtica y grandiosa. La antesala de una finca cuya extensión alcanzaba las novecientas hectáreas.

Al final del camino se detuvieron para saludar a un hombre bajo, grueso y de pelo blanco ensortijado, que barría los peldaños de un primer edificio.

—¿Cómo estás, Yeremías? —preguntó Jacobo desde la ventanilla—. You get plenty hen?

Plenty hen, massa! ¡Muchas gallinas! —contestó el hombre con una sonrisa—. ¡Aquí nunca faltan los huevos! ¡Bienvenido de nuevo!

—Yeremías hace de todo —explicó Jacobo a Kilian y a Manuel—. Es el guardián de la entrada, el vigilante de noche, el que nos despierta por la mañana, el que trae el pan… ¡Y encima se encarga del gallinero y de dar instrucciones al gardinboy! —Volvió a dirigirse al hombre—: ¡Eh, wachimán! ¡Quédate con estas caras porque saldremos mucho de noche!

Yeremías asintió y los saludó con la mano mientras el coche se abría paso lentamente entre gallinas y cabras. Desde ese momento, José y Jacobo se fueron turnando para impartir a Kilian y a Manuel unas primeras nociones básicas del universo en el que estaban adentrándose.

Ante ellos apareció el patio central, llamado Sampaka como la finca, donde había dos piscinas, una para los trabajadores y otra para los dueños y empleados, es decir, una para los negros y otra para los blancos. Kilian pensó que no le quedaría más remedio que aprender a nadar. En la finca, que atravesaba un río también llamado Sampaka, había otros dos patios, Yakató, cuyo nombre coincidía con el de una berenjena africana parecida al tomate, y Upside, o parte superior, que era pronunciado Obsay en inglés africano.

Entre los tres patios sumaban un gran número de edificaciones aparte de los almacenes, los garajes y los nueve secaderos de cacao. Había viviendas para más de quinientas familias de braceros; un taller de carpintería, una capilla y una pequeña escuela para los hijos más pequeños de los braceros; una central hidroeléctrica que producía energía e iluminación tanto para las instalaciones industriales como para los patios y viviendas; y un hospital con quirófano, dos salas con catorce camas y una vivienda para el médico. En el patio más grande, una frente a la otra y cerca de los almacenes principales, estaban la casa de la gerencia y la casa de los empleados europeos, que generalmente eran españoles.

Kilian se quedó atónito. Por mucho que le hubieran contado, no se podía imaginar que existiera una única propiedad tan grande, organizada como una pequeña ciudad de cientos de habitantes y rodeada del característico paisaje exuberante de una plantación de cacao. Allá donde mirase veía movimiento y acción: hombres portando cajas y herramientas, y camiones que entraban con provisiones para la finca o que circulaban llenos de trabajadores. Era un ir y venir de hombres negros que le parecían todos iguales; todos vestidos con camisas y pantalones de color caqui rasgados; todos descalzos o con minúsculas sandalias de tiras de cuero oscuro llenas de polvo.

De pronto, sin avisar, sintió un nudo en el estómago.

La excitación del viaje a lo desconocido se iba transformando en algo parecido al vértigo. Las imágenes que recibía del exterior del coche se amontonaban en su retina sin que el cerebro pudiera asimilarlas con claridad.

Tenía miedo.

¡De repente tenía miedo!

Estaba acompañado por su padre y su hermano —y con un médico— y le faltaba la respiración. ¿Cómo iba él a encajar en esa vorágine de verde y negro? Y el calor, el maldito calor que tan agradable le había resultado en el barco amenazaba ahora con asfixiarlo.

No podía respirar. No podía pensar.

Se sentía como un cobarde.

Cerró los ojos y le vinieron a la mente imágenes de su casa, a seis mil kilómetros de distancia, el fuego ardiendo en el hogar, la nieve cayendo pausada sobre los tejados de pizarra, su madre preparando dulces, las vacas tropezando con las piedras de las calles…

Las imágenes se sucedían con lentitud una tras otra, intentando calmar su espíritu alterado por ese exterior al que no sabía cómo se enfrentaría. ¿Cómo era posible que se estuviera derrumbando de improviso, nada más llegar? Nunca había tenido una sensación así. Tal vez porque nunca se había alejado de lo conocido. Durante el viaje, todas las novedades lo habían ido entreteniendo, y el deseo por llegar había sido superior a la consciencia de lo que iba dejando atrás.

Sentía añoranza de su casa.

Eso era.

El miedo que su cuerpo mostraba a lo nuevo no era otra cosa, en realidad, que una tapadera para ocultar el hecho de que echaba de menos su mundo. Hubiera dado cualquier cosa por cerrar los ojos y aparecer en Casa Rabaltué. Tenía que sobreponerse… ¿Qué pensarían su padre y su hermano si pudieran leer sus pensamientos? ¿Que era un pusilánime?

Necesitaba respirar aire fresco y allí el aire no le parecía fresco.

Antón llevaba un rato observando a su hijo, que no se había dado cuenta de que el coche había parado frente a la casa de los empleados. Después de un viaje tan largo pensó que los tres jóvenes agradecerían instalarse en sus habitaciones, asearse y descansar un poco antes de reunirse con el gerente. Ya tendrían tiempo para visitar los almacenes principales y el resto de la finca al día siguiente. Se apearon del coche y Antón le dijo a Manuel:

—Mientras esté don Dámaso, te alojarás aquí. Después te trasladarás a la casa del médico. —Se dirigió a los demás—. Jacobo os acompañará a las habitaciones y os mostrará dónde está el comedor. Yo voy a avisar a don Lorenzo de que ya estáis aquí. Nos veremos en media hora. ¡Ah! Jacobo… Creo que a tu hermano le iría bien un salto.

Jacobo preparó no uno, sino dos vasitos de agua mezclada con coñac y se los llevó a su habitación, una estancia de unos veinte metros cuadrados con una cama, un amplio armario, una mesilla, dos sillas, una mesa y un lavabo con espejo. La bebida tuvo un inmediato efecto sedante en el alterado ánimo de Kilian. Poco a poco comenzó a respirar con normalidad, la opresión que sentía en el pecho cedió, el temblor de rodillas se calmó y se sintió preparado para su primera entrevista con el dueño y gerente de la finca.

Lorenzo Garuz los recibió en su oficina, donde ya llevaba un rato conversando con Antón. Era un hombre fuerte de unos cuarenta años con abundante cabello oscuro, nariz afilada y bigote corto. Tenía una voz amable pero firme, modulada con el tono de quien está acostumbrado a mandar. Sentado en el suelo, un niño pequeño con el pelo oscuro y rizado y ojos algo hundidos, como los del gerente, se entretenía sacando y metiendo papeles en una papelera metálica.

Garuz dio la bienvenida a Kilian y a Manuel —y a Jacobo por su regreso de vacaciones— y enseguida quiso comprobar que habían traído todos los documentos en regla. Kilian advirtió que su padre tenía el ceño fruncido en actitud de enfado. Garuz guardó los papeles en un cajón y les indicó que se sentaran en unas sillas dispuestas frente a su mesa de trabajo. En el techo, un ventilador intentaba de manera pausada mover algo de aire.

—Bueno, Manuel —comenzó a decir—, tú ya tienes experiencia en estas tierras, así que no tengo mucho que explicarte. Dámaso estará por aquí unos quince días más. Él te pondrá al tanto de todo. Esta finca es la más grande de todas, pero los hombres son jóvenes y fuertes. No tendrás grandes complicaciones. Cortes de machete, golpes, contusiones, ataques de paludismo… Nada grave. —Se interrumpió—. ¿Puedo preguntarte un par de cosas?

Manuel asintió.

—¿Cómo es que un hombre joven como tú, con un futuro prometedor, prefiere las colonias a Madrid? ¿Y por qué has cambiado Santa Isabel por nuestra finca? No me estoy refiriendo al generoso sueldo que recibirás…

Manuel no dudó ni un segundo en responder.

—Soy médico, pero también científico y biólogo. Una de mis pasiones es la botánica. Ya he publicado algún estudio sobre la flora de Guinea. Quiero aprovechar al máximo mi estancia aquí para ampliar mis conocimientos sobre las especies vegetales y sus aplicaciones médicas.

El gerente arqueó una ceja.

—Eso suena muy interesante. Todo lo que signifique incrementar el conocimiento de la colonia está bien. Espero que te quede tiempo. —Se dirigió hacia Kilian—. ¿Y tú, muchacho? Espero que hayas venido con ganas. Es lo que necesitamos aquí. Personas enérgicas y decididas.

—Sí, señor.

—Desde mañana por la mañana, los próximos quince días te dedicarás a aprender. Mira cómo se hace todo y copia a tus compañeros. Ya le he dicho a tu padre que empezarás arriba, en el patio de Obsay, con Gregorio. —Kilian vio de reojo como Antón apretaba los labios y Jacobo torcía el gesto—. Lleva años aquí y tiene mucha experiencia, pero necesita a alguien fuerte para poner orden.

—Pensaba que Kilian estaría conmigo en el patio de Yakató —intervino Jacobo—. Yo también le puedo enseñar…

Garuz levantó una mano para evitar que continuara. Tenía claro que si Kilian resultaba ser tan buen trabajador como su padre y su hermano, o al menos como su padre, mantenerlos separados contribuiría al mejor rendimiento de la finca en su conjunto.

El niño emitió un chillido de alegría, se levantó, se acercó a su padre y le entregó el tesoro —una goma de borrar— que había descubierto bajo la mesa.

—Gracias, hijo. Muy bien. Toma, guárdala en ese armario. —Miró a Jacobo y a Kilian alternativamente—. Está decidido. De los tres patios, Obsay no está funcionando como debiera. Irá bien que alguien nuevo ayude a tirar del carro. De momento, es lo que hay.

—Sí, señor —repitió Kilian.

—Y recuerda que a los trabajadores hay que tratarlos con autoridad, decisión y también justicia. Si haces algo mal, te criticarán. Si no resuelves bien los problemas, te perderán el respeto. Un buen empleado tiene que saber hacer de todo y solucionar cualquier asunto. No muestres ninguna debilidad. Y no des pie a una excesiva confianza que se pueda malinterpretar, ni con bubis ni con braceros. ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí, don Lorenzo. —Kilian se sintió de nuevo abrumado. En esos momentos se hubiera tomado otro salto.

—Una cosa más. Creo que no sabes conducir, ¿cierto?

—Cierto, señor.

—Pues es lo primero que tienes que hacer. Mañana tendrás ropa apropiada, un salacot y un machete por cuenta de la casa para empezar bien equipado. Antón, ¿quién es su boy?

—Simón. El nuevo.

—¡Ah, sí! Parece buen chico. Espero que dure. Aunque no te puedes fiar. En cuanto te cogen la vuelta, van y vienen a su antojo sin decir nada. En fin… La vida es dura en Fernando Poo. —Señaló a los otros tres hombres—. No obstante, si otros se han adaptado, no veo por qué no has de hacerlo tú.

Miró su reloj y se puso en pie.

—Me imagino que tendréis ganas de ir a cenar. A estas horas, los demás ya habrán terminado, pero he dejado dicho que cenaríais solos más tarde. Espero que me disculpéis —hizo un gesto en dirección a su hijo—, se hace tarde y tengo que regresar a la ciudad. Su madre es muy estricta con los horarios.

Los otros hombres se levantaron y se dejaron acompañar hasta la puerta, donde uno por uno estrecharon la mano del gerente. Salieron al porche exterior en dirección al edificio de enfrente, donde se ubicaba el comedor junto a la sala de estar, debajo de los dormitorios.

De camino al comedor, Kilian preguntó:

—¿Qué pasa con ese Gregorio?

—Es un mal bicho —respondió Jacobo entre dientes—. Ya lo verás. Ten cuidado con él.

Kilian miró a su padre en actitud interrogante deseando que rebatiera esas palabras.

—No hagas caso, hijo. Tú… haz tu trabajo y ya está.

Manuel percibió el tono de preocupación de Antón y miró a Kilian mientras entraba en el comedor y se sentaba en el lugar que su padre le indicaba. Esperaba que pudiera llegar a saborear los numerosos placeres de la isla una vez superadas las primeras pruebas que los inevitables días de cutlass y poto-poto, de machetes y fango, le plantearían.

Por el momento, Kilian abría los ojos asombrado como un niño ante la comida que los criados habían dispuesto sobre la mesa.

—¡Jamón! —exclamó—. ¡Y gallina guisada con patatas…!

Jacobo se rio.

—¿Qué te pensabas? ¿Que ibas a comer serpiente?

—Es que este menú es como el de casa, incluso mejor.

—Los europeos comemos normalmente comida europea —dijo Antón—. Pero nosotros tenemos la suerte de disfrutar de un maravilloso cocinero camerunés que combina lo mejor de España y lo mejor de África.

—¿Y eso de ahí qué es? —Kilian señaló una fuente cuyo contenido no le resultaba familiar.

Manuel se mordió el labio inferior en un gesto de deseo.

—Hmmm… ¡Así me gusta! ¡Plantín! ¡Nos ha preparado banana frita con arroz y aceite de palma como bienvenida! —Desplegó su servilleta y se dispuso a servirse—. Tu primer plato exótico, amigo. No podrás vivir sin él.

Kilian lo miró escéptico, pero al poco tuvo que admitir que tenían razón, que el cocinero se merecía un aplauso. Gracias a la comida y al buen vino, la cena discurrió de manera amena y relajada. Kilian consiguió disfrutar de la velada, pero no podía evitar que le vinieran a la mente imágenes fugaces de Pasolobino, del viaje por mar y de la llegada a la isla. Tampoco podía dejar de pensar en cómo discurriría su primera jornada en la finca al lado de ese tal Gregorio. Sin previo aviso, el sopor se fue adueñando de él. Los párpados se le cerraban por culpa del vino y del cansancio acumulado.

Apenas prestaba ya atención a la conversación cuando escuchó que su padre se levantaba.

—Yo me voy a la cama, que ya es hora.

Manuel y Jacobo decidieron quedarse un rato más, pero Kilian también se puso de pie, adormilado.

—Yo también me voy, o no habrá quien me despierte mañana.

—No te preocupes, que te despertarás —dijo Jacobo—. A partir de las cinco y media aquí es imposible dormir.

Se desearon buenas noches y Antón y Kilian salieron del comedor, subieron en silencio por la amplia escalera escoltada por elegantes pilastras blancas y gruesos balaustres, giraron a la derecha para tomar el pasillo exterior que conducía a los dormitorios, protegido por una barandilla de madera verde, y llegaron a su destino.

—Buenas noches, papá.

Antón hizo el gesto de continuar hasta su dormitorio, situado varias puertas más allá, pero cambió de idea. Se giró hacia Kilian y lo miró a los ojos. Quería decirle muchas cosas, darle ánimos, transmitirle la fortaleza que necesitaría los primeros meses para acostumbrarse a la vida en la finca, ofrecerse para ayudarle en todo lo que necesitase…, pero no quiso pecar de un excesivo paternalismo —al fin y al cabo, Kilian ya era todo un hombre— y terminar un día agotador con un sermón añadido a toda la información que, estaba seguro, hervía en la cabeza del joven. Así que suspiró, le dio una palmada en la espalda y le dijo simplemente:

—No te olvides de colocar bien la mosquitera, hijo.

Pocas horas después, un profundo y penetrante sonido, como el repiqueteo de palos sobre madera, se empeñaba sin éxito en introducirse en el cerebro de Kilian, quien dormía profundamente gracias a la brisa de la madrugada. Al cabo de un cuarto de hora, otro redoble hueco y rápido anunció el segundo toque de llamada para acudir al trabajo.

Alguien llamó insistentemente a la puerta.

¡Massa, massa! ¡Ya suena la tumba! ¡Despierte o llegará tarde!

Kilian se levantó torpemente y se dirigió a la puerta. La abrió y un muchacho pasó disparado bajo su nariz portando varias cosas entre los brazos y hablando si parar.

—Le he traído una camisa de algodón y unos pantalones fuertes. Se lo pongo aquí, en la cama, junto con el salacot y el machete. Si se da prisa, aún podrá tomarse un café. Y no se olvide de las botas altas.

—Hablas español.

El muchacho lo miró con extrañeza.

—Sí, claro, soy bubi —dijo, como si esa fuera una explicación más que suficiente.

Kilian hizo un vago gesto de asentimiento.

—¿Cómo te llamas?

—Simón, massa. Para servirle.

Kilian supo que ese era el boy que le habían asignado y trató de memorizar sus facciones, que en conjunto le resultaron simpáticas. Tenía unos ojos casi redondos y la nariz un poco aplastada, parecida a la de José. Su pelo, corto y ensortijado, era tan oscuro que no había frontera de color con la piel de la frente, surcada por tres largas arrugas horizontales impropias de alguien tan joven.

—¿Y cuántos años tienes?

—Hmmm… No estoy seguro. Puede que dieciséis.

—¿No estás seguro? —El chico se encogió de hombros—. Bien, Simón. ¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora?

—Dentro de diez minutos todo el mundo tiene que estar formando en el patio. También los blancos. En realidad, los blancos los primeros.

Kilian miró por la ventana.

—Todavía es de noche…

—Sí, massa. Pero para cuando comience el trabajo ya será de día. Aquí los días son siempre igual. Doce horas de noche y doce de día, todo el año. La jornada es de seis a tres. —Cogió la camisa de la cama—. Le ayudaré a vestirse.

—No, gracias. —Rechazó el ofrecimiento con amabilidad—. Puedo hacerlo solo.

—Pero…

—He dicho que no —repitió con voz firme—. Espérame fuera.

En cinco minutos se lavó, se vistió, cogió el machete y el salacot y salió fuera.

—¿Tengo aún tiempo para tomarme ese café?

El chico lo precedió con paso ligero por el pasillo. Al bajar las escaleras, Kilian vio una masa de hombres que se iba ordenando en filas en el patio principal. Entró rápidamente en el comedor, bebió cuatro sorbos del delicioso café que Simón le ofreció y salió al exterior. A unos metros reconoció las figuras de los blancos pasando lista frente a los cientos de hombres negros que esperaban el comienzo de la actividad. Respiró hondo y se acabó de despejar en el breve trayecto. Notó que muchos ojos lo observaban. Supuso que todos querrían ver al nuevo empleado de la plantación y se aferró al salacot para ocultar su nerviosismo.

—Justo a tiempo, Kilian —dijo Jacobo cuando llegó a su lado. En la mano sujetaba unos papeles y una vara de madera flexible—. Un minuto más y no cobras.

—¿Cómo dices?

—El que no llega puntual, ya no se puede meter en la fila y no cobra el día. —Le dio un codazo en las costillas—. Tranquilo, eso solo se aplica a los morenos. ¿Has dormido bien? —Kilian asintió—. Mira, el que está a la derecha de nuestro padre es Gregorio, o massa Gregor, como le llaman. Está preparando nuevas brigadas para Obsay. Suerte y adiós. Nos veremos por la tarde.

Kilian se fijó en Gregorio, que estaba de espaldas hablando con Antón. Era un hombre de pelo oscuro, flaco y huesudo, casi tan alto como él. Cuando llegó a su lado los saludó. Los hombres se giraron y pudo ver su rostro. Tenía unos ojos oscuros de mirada gélida y un pequeño bigote sobre unos labios demasiado finos. Kilian miró a su padre y extendió la mano para saludar a Gregorio.

—Soy Kilian, tu nuevo compañero.

Gregorio sujetaba entre las manos un pequeño látigo de cuero cuya empuñadura acariciaba de manera metódica deslizando los dedos unos centímetros hacia arriba y hacia abajo. Detuvo el movimiento y aceptó el saludo de Kilian. Lo observó detenidamente sin soltarle la mano y esbozó una sonrisa.

—Así que tú eres el otro hijo de Antón. Pronto estaréis aquí toda la familia.

A Kilian la mano de Gregorio le resultó fría, la sonrisa forzada, y el comentario insulso. Miró a su padre y le preguntó:

—¿Usted dónde trabaja?

—Yo me quedo aquí, en los almacenes del patio central. Afortunadamente, ya no tengo que salir a los cacaotales.

El ruido de cuatro enormes camiones de capó redondeado y caja de madera interrumpió la conversación. Gregorio se dirigió a las filas de hombres e indicó los que tenían que subir. Antón se acercó y le susurró entre dientes:

—Más te vale que te portes bien con el chico.

—Conmigo aprenderá todo lo que tiene que saber para sobrevivir aquí —le respondió el otro con una sonrisa.

Antón le lanzó una dura mirada de advertencia y volvió con su hijo.

—Ve con él, Kilian.

Kilian asintió y se dirigió a los camiones.

—Las brigadas constan de cuarenta hombres —le dijo Gregorio—. Una brigada por camión. Ya puedes empezar a contar.

Percibió un gesto de asombro en el joven al observar la extensa masa que formaban los trabajadores.

—De momento fíjate en sus ropas para distinguirlos, llevan siempre la misma. Por la cara tardarás meses en diferenciarlos.

Los hombres iban subiendo lenta pero ágilmente a los camiones, hablando en un idioma que Kilian no comprendía. Supuso que era el pichi. Temió no ser capaz de aprenderlo. Y para colmo, el único español con el que podría conversar en horas sería ese que ahora mismo les gritaba todas las frases con el mismo sonsonete propio de la rutina.

—¡Venga, que estáis dormidos! Quick! ¡Muf, muf!

Quedaban pocos hombres por subir al camión cuando un joven delgado y fibroso, de expresión aparentemente triste, se detuvo delante de Gregorio con la cabeza agachada y las manos cruzadas a la altura de sus muslos.

—¡Y este qué querrá ahora! ¡A ver! What thing you want?

I de sick, massa.

All time you de sick! —vociferó Gregorio. Se hizo un momento de silencio—. ¡Siempre estás enfermo! ¡Todos los días la misma canción!

I de sick for true, massa Gregor. —Subió las manos a la altura del pecho a modo de súplica—. I want quinine.

How your name?

—Umaru, massa.

—Bien, Umaru. ¿Quieres quinina? —El látigo restalló contra el suelo—. ¿Qué te parece this quinine?

Kilian abrió la boca para intervenir, pero el muchacho se subió al camión sin rechistar —aunque lanzó una mirada desafiante al blanco— seguido de los últimos hombres, que ahora fueron más veloces. El conductor del primer camión tocó el claxon con insistencia.

—¡Tú, no te quedes ahí parado! —le gritó Gregorio caminando hacia la parte delantera—. ¡Sube a la cabina!

Kilian obedeció y se sentó en el asiento de la derecha mientras Gregorio lo hacía en el del conductor. La comitiva se puso en marcha. Durante varios minutos, ninguno de los dos dijo nada. Kilian miraba por la ventanilla como los barracones y las edificaciones del patio dejaban paso a los cacaotales cobijados por la bóveda de los bananos y eritrinas que servían como árboles de sombra al delicado árbol del cacao. En algunos lugares, las ramas de los árboles de uno y otro lado se juntaban formando un túnel sobre el polvoriento camino.

—Pensaba que ya no se usaban látigos —dijo Kilian de improviso.

Gregorio se sorprendió por el comentario tan directo.

—Mira, chico. Llevo muchos años aquí. A veces hay que tomar medidas enérgicas para que estos obedezcan. Mienten y mienten. Si un día no trabajan por enfermedad, cobran igual. Ya irás conociéndolos. Son excuseros y supersticiosos. ¡Menuda combinación!

Kilian no dijo nada, así que el otro continuó:

—En cuanto al látigo, el día que me lo quiten me largo. ¿Para qué te crees que tu hermano lleva una vara de melongo? El dueño quiere beneficios y yo se los consigo. —Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa y se lo encendió. Lo mantuvo en la boca mientras soltaba el humo y añadió en tono amenazador—: Si quieres que nos llevemos bien, a partir de ahora estarás sordo y ciego. ¿Está claro?

Kilian apretó los dientes. De todos los posibles empleados que le podían haber tocado como compañero, había tenido que toparse con ese cretino. Mentalmente se enfadó con su padre y con su hermano por no advertirle de que existían hombres así. No era tan estúpido como para creer que todo iba a ser un camino de rosas, pero nunca se había parado a pensar en el significado real de esa expresión, «medidas enérgicas», que ya había escuchado en boca de otros con anterioridad. Ardía en deseos de dar rienda suelta a su indignación por el tono y las palabras de Gregorio, pero optó por mantenerse callado porque una voz en su interior le aconsejaba no buscarse problemas el primer día.

Un fuerte frenazo lo impulsó hacia adelante y se golpeó la cabeza contra el parabrisas.

—¡Qué demonios…! —exclamó.

No pudo decir más porque al mirar al frente vio que algo muy raro pasaba con el camión de delante. Varios hombres habían saltado de la caja con el vehículo en marcha y se retorcían doloridos en el suelo. Otros gritaban y empujaban a sus compañeros para conseguir bajar. El conductor había parado el camión, se había alejado de él y contemplaba la escena, aturdido. Otro hombre corría hacia ellos como loco haciendo aspavientos y gritando algo que Kilian no comprendía:

¡Snek, snek!

—¡Maldita sea! ¡No me lo puedo creer! —Gregorio saltó a tierra hecho una furia.

Kilian llegó a su lado rápidamente.

—Pero… ¿qué sucede?

—¡Una maldita boa ha caído entre ellos y se han vuelto locos!

Echó a andar gritando órdenes a unos y otros, pero la mayoría yacían heridos en el suelo o comenzaban a incorporarse lentamente. Los que podían caminar se alejaban lo más posible del camión. Kilian lo siguió sin saber muy bien qué hacer.

—¡Trae el machete! —le gritó Gregorio—. ¡Ya!

Kilian corrió sobre sus pasos, cogió el objeto del asiento y regresó hasta donde se encontraba el otro empleado, a un par de pasos de la caja del camión.

Se quedó helado.

Allí delante se contorsionaba la serpiente más grande que hubiera podido imaginarse. Era una boa de casi tres metros de longitud.

—Sube y mátala —ordenó Gregorio.

Kilian no se movió. Se había tropezado con otras serpientes en su vida, sobre todo cuando segaban la hierba de los prados en los meses de verano, pero ahora le parecían lombrices comparadas con aquello.

—¿Es que no me oyes?

Kilian seguía sin moverse. Gregorio lo miró con desdén y una desagradable mueca se dibujó en su boca.

—Veo que además de inexperto eres un cobarde. ¡Dame eso!

Le arrancó el machete de las manos, puso un pie en el guardabarros, subió al vehículo ante las miradas de espanto de los trabajadores y las exclamaciones de miedo, y sin dudar lo más mínimo se lio a machetazos con el animal. La sangre comenzó a salpicar por todas partes, pero no parecía importarle. Cada vez que Gregorio descargaba el machete sobre la boa, soltaba un grito de rabia. Cuando terminó, pinchó un trozo de carne con el extremo del arma y lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.

—¡Es solo un animal! ¡Un animal! ¿A esto tenéis miedo? —Proyectó su ira hacia Kilian—. ¿A esto tienes miedo?

Empezó a tirar los restos del cuerpo muerto a ambos lados del camino. Bajó de un salto, le indicó al conductor que diera la vuelta y se acercó a Kilian, que se había quedado mudo.

—¡Tú! ¡Los que estén muy malheridos, al camión! ¡Que se los lleven al hospital para que se estrene el nuevo doctor! ¡Y los demás, que se repartan por los otros camiones!

Kilian miró a un lado y a otro y decidió comenzar por aquellos hombres que tenía más cerca. Se fijó en uno que yacía tumbado sujetándose la cabeza con las manos. Se acercó a él y se arrodilló. No entendía lo que decía, pero supo comprender que se quejaba porque tenía una brecha de la que manaba abundante sangre y gruesas lágrimas salían de sus ojos. Sacó un pañuelo del bolsillo y lo aplicó en la herida presionando con fuerza para detener la hemorragia mientras le explicaba en castellano lo que hacía.

You no talk proper —le repetía el hombre, sin que Kilian pudiera comprenderle—. I no hear you.

Otro hombre se arrodilló junto a él y comenzó a hablar al herido en tono suave. Sus palabras parecieron tranquilizarlo. Le ayudó a incorporarse y le indicó con las manos que permaneciera un rato sentado. Agradecido, Kilian intentó comunicarse con el espontáneo ayudante:

Your name?

—Me llamo Waldo, massa. Soy…

—Bubi, sí. Y hablas mi idioma. —Kilian levantó la vista al cielo, aliviado, y suspiró. Enseguida se fijó en que, como Simón, al que se parecía bastante a excepción de la ausencia de arrugas en la frente, iba vestido de manera diferente a los demás trabajadores. Llevaba una camisa blanca, pantalón corto, calcetines altos y gruesas botas. Debía de tener más años que su boy, puesto que ya conducía—. Supongo que eres uno de los chóferes.

—Así es, massa.

—Bien, Waldo. Me servirás de intérprete. ¿Puedes preguntarle si se siente capaz de caminar hasta el camión?

Los dos hombres intercambiaron varias frases. El herido movía la cabeza de un lado a otro.

—¿Qué dice?

—Cree que puede caminar, pero dice que no se subirá a ese camión lleno de sangre de serpiente.

Kilian abrió la boca sorprendido. Oyó de nuevo gritos a sus espaldas, se giró y vio que Gregorio intentaba obligar a subir al camión a varios hombres y que estos se negaban.

This man no good. Send him na Pañá —dijo el herido con voz solemne. Kilian lo miró y advirtió que señalaba a Gregorio—: I curse him.

—¿Waldo?

—Dice que… —El muchacho titubeó, pero ante la mirada insistente de Kilian decidió continuar—: Dice que ese hombre no es bueno, que lo envíen a España y que lo maldice.

Antes de que el hombre blanco tuviera tiempo de asimilar el significado de las palabras y se enfadase, se apresuró a explicar:

Massa, los nigerianos les tienen terror a las serpientes. Creen que si tocan una, los espíritus malignos que habitan en su cuerpo traerán desgracias y enfermedades y mala fortuna a ellos y a sus familias, sí, a sus familias también.

Kilian hizo un gesto de incredulidad, puso los brazos en jarras, respiró hondo y se acercó a Gregorio, que insistía de malos modos en que los heridos subieran al camión.

—Si no limpiamos la sangre, no subirán —dijo con toda la tranquilidad posible.

—No digas tonterías. Si uno sube, los demás seguirán. ¡Aunque tenga que obligarle a golpes!

—No. No lo harán. —Kilian se mantuvo firme—. Así que tenemos dos opciones. O mandamos a Waldo con este camión a que traiga uno limpio de la finca, o lo limpiamos nosotros.

Gregorio lo miró con los ojos entornados y los puños cerrados. Por un momento, se sintió tentado de soltar un puñetazo contra ese mequetrefe que pretendía tomar el mando de la situación, pero se contuvo. Sopesó las posibilidades para resolver el asunto antes de que se le fuera de las manos. Cientos de ojos estaban pendientes de lo que sucedía. Eran demasiados negros para dos blancos. Si los obligaba a subir, podrían sublevarse. Y si enviaba a por otro camión, lo tildarían de blando al ceder ante esas estúpidas supersticiones.

—Muy bien —accedió—. Ya que tienes tantas ideas… ¿Con qué piensas limpiar el camión?

Kilian miró a su alrededor, se dirigió hacia los árboles que daban sombra a los cacaotales, y arrancó varias hojas largas como su brazo.

—Cubriremos la plataforma con estas hojas. De esa manera no tocarán la sangre.

En unos momentos había apilado suficiente cantidad para alfombrar un buen espacio. Con gestos pidió a varios hombres que le ayudaran a trasladar las hojas en brazadas. Al subir al vehículo, escuchó de nuevo murmullos de desaprobación cuando las suelas de sus botas entraron en contacto con el líquido viscoso, pero continuó con su tarea. Por lo visto, nadie más le iba a ayudar. Ni siquiera Gregorio. El massa había preferido fumarse un cigarrillo en actitud arrogante.

Cuando terminó de cubrir el suelo de la caja del camión, Waldo ya había acercado a los heridos para que vieran con sus ojos el cómodo lecho en el que serían trasladados al hospital. Kilian deseó fervientemente que los hombres no pusieran reparos, de lo contrario quedaría como un perfecto idiota. Bajó de un salto, cogió el machete y lo limpió con una hoja más pequeña que luego arrojó a la orilla del camino.

—Diles que suban, Waldo —dijo intentando que su voz sonara natural si bien el corazón le latía con fuerza—. Explícales que ya no tocarán sangre.

Waldo habló a los braceros, pero ninguno se movió. Gregorio escupió la colilla, movió la cabeza chasqueando la lengua y comenzó a caminar hacia su camión.

—Traeré el látigo —dijo—, pero esta vez lo usarás tú.

Kilian escuchó a Waldo decir unas frases en pichi. Supuso que les había traducido las palabras de Gregorio porque el hombre de la herida en la cabeza extendió un brazo para sujetarse a la caja, puso un pie en el saliente que hacía las veces de reposapiés y subió al camión. Una vez arriba, extendió la mano hacia el blanco para devolverle el pañuelo manchado de sangre y Kilian rehusó cogerlo.

Tènki —dijo el hombre, y Kilian respondió con un gesto de la cabeza.

Uno tras otro, los más de veinte braceros heridos de diversa consideración subieron al camión. Waldo retornó a su puesto de conductor y puso el vehículo en marcha. Al pasar junto a Kilian lo saludó con la mano. Gregorio maniobró su camión para que el otro pudiera pasar por el estrecho camino, tocó la bocina de manera insistente, comprobó que no quedaba nadie en tierra, indicó a Kilian que subiera a la cabina y continuaron la marcha hasta Obsay.

No cruzaron una sola palabra en todo el día. Durante unas tres horas, Kilian siguió los pasos del otro hombre blanco entre las hileras de árboles, limpiando maleza con el machete y podando un árbol del cacao tras otro. Nadie le explicaba nada, así que se limitó a imitar a los braceros, quienes sabían perfectamente lo que tenían que hacer. Sin prisa pero sin pausa, iban avanzando al compás del patrón rítmico con ligeras variaciones de sus canciones de trabajo. Kilian pensó que cantar era una buena manera de tener ocupada la mente y aliviarla de la faena monótona. Él mismo se había descubierto en ocasiones en un estado de relajación extraño, como si otra persona empuñara su machete.

Habían comenzado por las plantaciones más cercanas a Obsay, de modo que cuando Gregorio dio orden de ir a almorzar, caminaron sobre sus pasos en dirección al patio, distribuido de manera parecida al de Sampaka, aunque bastante más pequeño.

Debido al sol que lucía en lo alto y al trabajo realizado, Kilian sudaba a mares. Los trabajadores se sentaron cerca de un edificio de madera levantado sobre gruesas columnas blancas entre las que varios cocineros preparaban la comida en grandes recipientes. Gregorio había desaparecido y Kilian no sabía adónde dirigirse.

¡Massa!

La voz le resultó familiar y distinguió a Simón, que portaba un fardo sobre la cabeza. Tan solo había hablado unos minutos con él al levantarse, pero se alegró de ver a alguien conocido.

—¿Qué haces aquí?

—Le traigo la comida.

—¿No comemos todos juntos?

Simón negó con la cabeza.

—A los braceros se les reparte la comida cada semana y ellos se la entregan a sus cocineros para que la preparen cada día. Si están en el bosque se la llevan hasta allí, y si están en el patio comen aquí, como hoy. De cada blanco se encarga su boy, menos cuando se está en el patio central. Entonces se come en el comedor.

Cada momento que pasaba, Kilian agradecía más las explicaciones de Simón.

—¿Y cómo sabes dónde encontrarme?

—Es mi trabajo, massa. Siempre sé dónde está.

Kilian eligió un lugar apropiado para descansar, se sentó en el suelo y recostó la espalda contra una pared que proyectaba unos metros de sombra. Simón se acercó, se sentó a su lado y comenzó a sacar pan, jamón, huevos duros y bebida del fardo. Kilian bebió con ganas, pero no tenía hambre. Se secó el sudor de la frente y las mejillas con la manga de la camisa y aprovechó unos instantes para cerrar los ojos. De fondo escuchaba el murmullo de las conversaciones de los trabajadores. Percibió unas voces que aumentaban de volumen y unos pasos que se aproximaban. Abrió los ojos y vio a dos hombres que se acercaban discutiendo, se plantaban frente a él y entre gritos parecían querer explicarle algo. Simón se puso de pie e intervino en la disputa para que hablasen de uno en uno y explicasen qué pasaba. Luego se giró hacia Kilian.

—Riñen porque el cocinero les ha cambiado la malanga.

Kilian se lo quedó mirando sin entender nada. Como tardaba en responder, los hombres volvieron a enzarzarse en su discusión. Kilian se incorporó.

—¿Y eso qué quiere decir?

—La malanga, massa. Uno tenía la malanga más gorda y por eso la marcó. Cuando ha ido a recogerla, el cocinero le ha dado otra. Quiere su malanga, antes de que se la coma el otro.

—¿Y por qué me lo cuentan a mí? —Kilian seguía sin entender nada.

—Usted es el juez, massa. Ellos harán lo que usted diga.

Kilian tragó saliva. Se rascó la cabeza y se levantó. Gregorio seguía desaparecido. Miró hacia la sencilla cocina de los trabajadores y advirtió que los murmullos habían cesado y que muchos ojos lo observaban expectantes. Maldijo por lo bajo y se dirigió con paso decidido hacia los cocineros, seguido de Simón.

Cruzaron por entre los hombres sentados en el suelo. Las cabezas giraron para seguir su recorrido hasta el cocinero culpable de la discusión. Este permanecía con los brazos cruzados ante dos platos en los que había bacalao, arroz regado con una salsa roja y lo que parecía una patata cocida. Kilian miró los dos platos. En uno la patata era considerablemente más grande que la otra. Dedujo que eso debía de ser la malanga. Los dos hombres seguían insistiendo con palabras y gestos en que ambos eran los dueños de la más grande. De pronto, le vino a la mente una imagen de Jacobo y él cuando eran pequeños. Estaban junto al fuego, esperando a que su madre sacara la ceniza que cubría las primeras patatas cocidas del otoño y entregara una a cada miembro de la familia. Cuando Kilian recibió la suya, comenzó a protestar porque era mucho más pequeña que la de Jacobo. ¿Y qué hizo su madre?

Indicó al cocinero que le diera el cuchillo. Partió las dos malangas en dos partes exactamente iguales y puso en cada plato una mitad de cada una. Devolvió el cuchillo a su dueño y sin decir nada regresó a donde estaba y se sentó en el suelo. Simón acudió a su lado e insistió en que comiera porque aún quedaban muchas horas hasta la cena. Kilian probó algo, pero sin muchas ganas. Seguía dando vueltas a la absurda situación de la patata.

—Ha sido lo más justo, ¿no te parece? —dijo finalmente.

Simón adoptó una expresión pensativa y su frente se arrugó todavía más.

—¿Simón…?

—Oh, sí, sí, claro, massa —respondió este—. Ha sido justo…, pero no para el verdadero dueño de la malanga grande.

Durante los siguientes días, Kilian se pasó las horas entre ruidos de camiones y caminos polvorientos, cánticos nigerianos, gritos en pichi, golpes de machete, riñas y discusiones, y hojas de bananos, eritrinas y cacaos.

Cuando llegaba al patio de Sampaka estaba tan cansado que comía poco, acudía a las clases de conducir que le impartían Jacobo y Waldo, escribía unas líneas en tono forzadamente alegre a Mariana y Catalina, y se retiraba pronto a dormir acompañado por los inseparables picores que se habían apoderado de su cuerpo debido al sudor permanente que le provocaba la elevada temperatura.

Antón y Jacobo no eran ajenos a los malos momentos por los que atravesaba el joven. En la cena apenas conversaba y era evidente que entre Gregorio y él no existía camaradería de ningún tipo. Simplemente se ignoraban, aunque Gregorio lo importunaba haciendo comentarios delante del gerente con los que cuestionaba su valentía y vigor; comentarios por los que Jacobo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no liarse a puñetazos.

Una noche en que Kilian se retiró a dormir sin terminar el postre, Antón decidió acompañarlo a la habitación.

—Date tiempo, hijo —comenzó a decirle nada más salir del comedor—. Al principio es duro, pero poco a poco, gracias al trabajo, a la disciplina y a las normas establecidas en la finca te irás adaptando. Sé cómo te sientes. Yo también pasé por lo mismo.

Kilian levantó las cejas, asombrado.

—¿También tuvo a alguien como Gregorio de compañero?

—No me refería a eso —se apresuró a aclarar Antón—. Quiero decir que… —carraspeó y bajó la vista—, no sé ni cómo ni cuándo, y apenas sé nada del resto de África, pero llegará un día en que esta pequeña isla se apoderará de ti y desearás no abandonarla. Tal vez sea la increíble capacidad de adaptación que tenemos los hombres. O tal vez haya algo misterioso en esta tierra. —Extendió una mano para señalar el panorama que se extendía a lo lejos de la balconada donde se encontraban y volvió a mirar a Kilian a los ojos—. Pero no conozco a nadie que se haya marchado sin derramar lágrimas de desconsuelo.

En esos momentos, Kilian no podía entender plenamente el significado de lo que su padre le decía.

Habrían de pasar años para que todas y cada una de las palabras cobrasen vida con la intensidad de una maldición cumplida.