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EL GUARDIÁN DE LA ISLA

—¿Cuál es nuestro próximo destino? —preguntó Clarence mientras consultaba un sencillo mapa en el que había marcado con una cruz la localidad que acababan de visitar.

—¿Es que tienes miedo de perderte? —Iniko hizo una mueca burlona.

Bisila se percató de que la joven se sonrojaba. No hacía falta ser muy brillante para darse cuenta de que entre esos dos todas las frases cobraban un doble sentido.

—Tengo familia en Baney —dijo la madre de Iniko—. De vez en cuando vengo a verlos y me quedo con ellos un par de días.

Su último viaje había tenido lugar hacía apenas dos semanas. Por eso, Iniko se había extrañado un poco cuando ella le pidió que la llevara de nuevo a Baney aprovechando el viaje con Clarence, aunque luego no le había dado mayor importancia. Bisila se mordió el labio inferior. Si Iniko supiera sus verdaderas razones… Oyó que su hijo decía algo y Clarence soltaba una carcajada. Era una joven muy alegre, lo habría heredado de su padre…

De Jacobo.

¿Cuánto hacía que no pensaba en él? Más de treinta años. Había conseguido borrarlo completamente de su mente hasta que Clarence había pronunciado su nombre la noche de la cena. Desde ese momento, lo reconocía en los gestos de su hija, en sus facciones, en sus ojos… Se había enfadado con los espíritus por haber despertado unos recuerdos que creía dormidos. Sí. Se había enfadado mucho. Pero después de darle muchas vueltas comenzó a comprenderlo todo.

Tenía que reconocer que los espíritus estaban siendo muy astutos. Desde el principio, o mejor dicho, desde el final, supo que antes o después todo tendría sentido, que su sufrimiento terrenal encontraría un alivio eterno. Las señales de que se aproximaba el momento eran evidentes. Clarence estaba en Bioko y una lagartija había ejecutado un baile ante ella.

El ciclo no tardaría en cerrarse.

—Ya estamos llegando —avisó Iniko.

Clarence miró por la ventanilla. La densa vegetación dio paso a unas calles sin asfaltar a cuyos lados había pequeñas casas de una o dos plantas, parecidas a las de los aledaños de Malabo. Iniko condujo hacia la parte alta de la población y pasaron por delante de una desconchada iglesia de color rojo con un campanario muy alto, una gran cruz en la enmohecida fachada y dos arcadas sobre una ancha escalinata. Tuvo que tocar el claxon varias veces para avisar del paso del coche a los numerosos chiquillos con camisetas de colores y sandalias de goma que jugaban en las calles.

A Clarence le parecieron todos muy guapos, sobre todo las niñas, con sus vestiditos de colores claros y el pelo recogido en laboriosos moñitos y trencitas. Cuando el coche paró ante una de aquellas casas, varios niños se arremolinaron a su alrededor para saludarlos. Bisila entró enseguida en el edificio, y los otros se entretuvieron con los pequeños que no dejaban de observar y tocar a Clarence, quien lamentó no tener nada en su mochila para regalarles. Buscó su cartera y decidió darles unas monedas. Había repartido solo tres o cuatro, que los afortunados recibieron con muestras de alegría, cuando Iniko le preguntó de malas maneras:

—¿Qué estás haciendo?

—Darles unas monedas.

—No estoy ciego. ¿Por qué lo haces?

—No tengo otra cosa para darles.

—Es que no tienes que hacerlo. ¿Ves? No lo puedes evitar.

Clarence se estaba empezando a enfadar por el tono del hombre.

—¿Qué es lo que no puedo evitar?

—Comportarte como la típica turista paternalista…

—A mí me encantaba cuando de pequeña me daban una propina —se defendió ella airada, aunque en voz no muy alta para que los niños no notasen nada—. ¡Mira sus caritas! ¿De verdad crees que les estoy haciendo algún mal?

—En Baney hay dos mil habitantes —dijo él, con sarcasmo—. Como estos mocosos pasen la voz, te quedarás sin nada.

Iniko entró en la casa. Clarence permaneció todavía unos segundos fuera, molesta por la reprimenda. No estaba acostumbrada a que criticaran sus actuaciones… ¡Pues sí que duraba poco el efecto del amuleto! Decidió no darle mayor importancia y siguió los pasos del hombre.

Al darse cuenta de que Bisila llegaba acompañada de una europea, a la que poder bombardear con preguntas sobre su país, sus hermanas, Amanda y Jovita, con el pelo recogido también con bonitos pañuelos, convirtieron una fiesta familiar informal en un auténtico banquete. Clarence no supo muy bien cómo, pero unas diecisiete personas —las hermanas de Bisila más sus maridos, hijas, hijos, maridos y esposas de estos, y nietos— tomaron asiento alrededor de una mesa rectangular cubierta con un hule estampado con flores que se fue llenando de pollo con yuca, doradas con salsa de aguacate, y el böka’ó de vegetales que ya había probado en casa de Bisila. Encontró los guisos muy sabrosos, pero lo que más le gustó fue el postre: las galletas crujientes de coco y el refresco de jengibre y piña.

Con el bullicio de la sobremesa, no se dieron cuenta de que los cielos se cerraban y de que se preparaba una tormenta tropical que pasó con la misma rapidez con la que había llegado.

Clarence salió a fumar un cigarrillo al porche de la casa. Iniko no le había dirigido la palabra en toda la comida. «Peor para él», pensó. No le gustaba nada que por un gesto inocente y espontáneo hubiese sacado una conclusión más propia de la primera vez que se habían visto en Sampaka que de ahora, que la conocía mejor. Por lo visto, su relación oscilaba entre la atracción y el rechazo. Tan pronto bromeaban como dos adolescentes como se atacaban —sobre todo él—, al reconocer en el otro a un extraño. Temió que, por culpa de la discusión, el viaje se echara a perder, que Iniko decidiera regresar a Malabo, y sintió mucha pena por las ilusiones que se había hecho. Menos mal que la belleza del paisaje reconfortaba el ánimo.

Concentró su atención en la extraordinaria vista sobre el brazo de mar que separaba la isla del continente. Los cielos se abrieron durante una hora y mostraron el lejano y majestuoso monte Camerún coronado de nubes. Poco a poco, las brumas se fueron cerrando sobre la cima y lo ocultaron a sus ojos como un telón sobre un escenario.

—Hermoso, ¿verdad? —Bisila se acercó a la barandilla sobre la que se había apoyado Clarence para disfrutar de la vista.

—Esto es… —Clarence buscó una palabra que hiciera honor a lo que acababa de ver— excesivo. No me extraña que mi padre se enamorara de esta isla.

Bisila apretó los labios.

—Supongo que te contaría muchas anécdotas de su vida aquí —murmuró, sin apartar la vista del horizonte.

Clarence estudió su perfil. Había algo en Bisila que la atraía. Sus ojos inquietantemente claros y sus firmes labios reflejaban inteligencia, fuerza y determinación, aunque parecía una mujer físicamente frágil y delicada. Laha e Iniko decían que era responsable, trabajadora y alegre, pero a ella le transmitía una sensación permanente de tristeza y vulnerabilidad. Tal vez la vida había ido aplacando esa alegría.

—Me temo que los padres nunca cuentan todo… —dijo.

Bisila la miró de reojo. A Clarence le pareció que analizaba sus facciones y se acordó de Mamá Sade. ¿Cuántos años tendría? Calculó que sería un poco mayor que la madre de Iniko. ¡Qué diferente hubiera sido su reacción ante una Bisila que se acordase de su padre!

—¿Sabe qué me pasó el otro día? —preguntó—. No sé si Iniko se lo habrá contado. —Bisila hizo un gesto de extrañeza y Clarence se atrevió a continuar—: En un restaurante me asaltó una tal Mamá Sade. Estaba empeñada en que le recordaba a alguien, a un hombre que conoció hace mucho tiempo.

Forzó una tensa sonrisa.

—Es una tontería, pero por un momento pensé que ella podría haber conocido a mi padre. —Hizo una pausa intencionada, pero el rostro de Bisila no reflejó sorpresa.

—Mamá Sade ha tratado con mucha gente en su vida.

—Entonces, usted también sabe quién es…

Bisila asintió.

—¿Y por qué te importa tanto que ella hubiera podido conocer a tu padre?

—Pues…

Clarence titubeó, pero una vocecita interior la animó a sincerarse. ¿Por qué no confesar en voz alta de una vez la razón de su visita a la isla? Abrió la boca para responder a la pregunta de Bisila, pero Iniko las interrumpió:

—¡Ah! ¡Estáis aquí! Clarence, nos vamos ya —dijo, sin mirarla a los ojos—. Me gustaría llegar a Ureka antes de que anochezca.

Las dos mujeres lo siguieron hasta la entrada. Amanda y Jovita insistieron en que aceptaran unos paquetitos con algo de comida y una bolsita con las galletas de coco que tanto le habían gustado a Clarence. Los mismos alegres niños que los habían recibido a su llegada, incluso más, los rodearon de nuevo. Esa mujer blanca había sido la novedad del día y probablemente del año.

En el último momento, Clarence se percató de que la mirada de Bisila se posaba sobre el sencillo collar que Iniko le había anudado alrededor del cuello. No podría decir si su expresión reflejaba extrañeza al reconocerlo y suponer lo que podía significar el hecho de que ahora lo llevara ella, o si la vista de la pequeña concha despertaba en ella algún tipo de recuerdo. Los ojos de Bisila se nublaron por las lágrimas y, antes de que rodaran por sus mejillas, le dio un fuerte abrazo de despedida, como si no fueran a verse nunca más.

Una vez dentro del coche, Clarence no dejó de pensar en Bisila. Lamentaba no haber tenido la osadía de preguntar más por su vida. La gran mayoría de las guineoecuatorianas de la edad de Bisila no tenían estudios y habían sido educadas exclusivamente para aquellas tareas propias de las mujeres: la casa, la cocina, el cultivo de la finca y la maternidad. Como alternativa, algunas tenían un puesto en el mercado. Y, por lo que le habían contado Rihéka, Melania y Börihí, las cosas no habían cambiado mucho, a pesar de que la Constitución del país —en teoría— protegía y situaba a las mujeres al mismo nivel que cualquier hombre, con los mismos derechos, deberes y obligaciones. Según sus nuevas amigas, en la práctica solo se aplicaba lo de las obligaciones.

Sin embargo, Bisila había conseguido ser una mujer independiente que había comenzado sus estudios en plena época colonial. Clarence no sabía cuánto podía cobrar una mujer en esos tiempos, pero suponía que no mucho. Y encima, el suyo era el único sueldo en la familia. ¿Cómo había conseguido Bisila sacar a sus dos hijos adelante sin la ayuda de un hombre en ese entorno?

—¿En qué piensas que estás tan callada? —Era la primera vez que Iniko se preocupaba por su estado de ánimo después de recriminarle su actitud con los niños de Baney.

Las líneas blancas de los arcenes de la estrecha carretera asfaltada serpenteaban entre la verde maleza.

—Estaba pensando en tu madre —respondió Clarence—. Me gustaría saber más sobre ella. Me resulta una mujer especial.

—¿Y qué te gustaría saber? —preguntó él de un modo complaciente y conciliador que Clarence aceptó como disculpa por la discusión sobre el dinero.

—Bueno, ¿cómo es que no vive en Baney con su familia? ¿Cómo se estableció en Malabo? ¿Por qué pudo estudiar? ¿Cuántas veces se casó? ¿Quién era tu padre? ¿Y el padre de Laha? ¿Cómo fue tu vida en Sampaka?

—¡Vale, vale! —la interrumpió él, fingiendo una expresión de aturdimiento—. ¡Esas ya son demasiadas preguntas!

—Lo siento, tú me has preguntado qué quería saber. —Temió haberse excedido con su curiosidad, pero Iniko no parecía molesto.

—Mi madre —empezó a decir él— trabajaba en el hospital de la finca de Sampaka como ayudante de enfermera, se casó con uno que trabajaba allí y me tuvieron a mí. Mi padre murió en un accidente y nos trasladamos a Malabo. En algún momento debió tener una relación con un hombre de la que nació Laha, pero no sé más. Nunca ha querido hablar de ello y nosotros tampoco hemos insistido en el tema. De mi infancia en Sampaka tengo imágenes sueltas del colegio y de los barracones de los nigerianos donde me cuidaba una vecina. Luego pasé muchos años con mi abuela en el poblado. Me gustaba más que la finca porque allí me sentía libre…

Por un momento, a Clarence le vinieron a la mente fragmentos de las cartas en las que se hablaba de una enfermera que había atendido al abuelo Antón en su lecho de muerte. De pronto, las manos que sostenían un paño húmedo sobre su frente pertenecían a una mujer con el rostro de Bisila.

¿Podría ser?

Permanecieron en silencio, pensativos, durante un rato. Iniko conducía con la mirada al frente, con la cabeza apoyada en la mano y el codo sobre la ventanilla abierta.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Clarence.

—¿Después de qué?

—¿Cómo hizo Bisila para no tener que salir del país como tantos otros después de que Guinea se independizara de España en el sesenta y ocho? ¿No expulsaron a muchos bubis y nigerianos?

—Bueno, por lo visto, ella no suponía ninguna amenaza política. Además, sus habilidades en el campo de la medicina eran iguales o superiores a las de un médico, así que resultaba más bien útil…

Se interrumpió bruscamente y su rostro adquirió una expresión de ira contenida al recordar, supuso ella, la terrible persecución a la que fue sometido su pueblo tras la llegada al poder del dictador Macías. Clarence lamentó haberle molestado con sus preguntas. Le puso una mano sobre el muslo y decidió concentrar su atención en el paisaje. Iniko agradeció el gesto y posó su mano derecha sobre la de ella mientras sujetaba el volante con la izquierda.

Dejaron atrás la pequeña y decadente población de Riaba, conocida como Concepción en la época colonial, que se extendía hacia el mar como un montón desordenado de solares sin aceras —con la espesura acechando para apoderarse de ellos— y desiguales edificaciones que parecían barracones de una sola planta, y se dirigieron hacia el sur de la isla.

—¿Qué significa Iniko? —preguntó Clarence al cabo de un buen rato—. ¿No tienes otro nombre? Pensaba que aquí todos teníais uno español y otro guineano.

—¿Algo así como Iniko Luis?

Ella soltó una carcajada.

—Sí, algo así.

—Pues yo solo tengo este nombre y en realidad es nigeriano. El sacerdote del colegio nos decía que con nuestros nombres Dios no nos reconocería e iríamos directos al infierno. A mí no me daba miedo y solo respondía cuando me llamaba por mi verdadero nombre. Al final se dio por vencido.

—¿Y significa algo?

—«Nacido en tiempos difíciles».

—Muy apropiado…, por la época en que naciste, con el cambio de la colonización a la independencia y eso, y por todo lo que has pasado…

—Si no me hubiera llamado Iniko, me habrían pasado las mismas cosas, supongo. Un nombre no tiene tanto poder.

—Ya, pero le da otro significado, te hace especial.

—Pues aquí tenemos una buena combinación de gente especial: Clarence, la ciudad y el volcán de su mismo nombre… —su voz se volvió suave y cálida—, junto con Iniko, un hombre nacido en tiempos difíciles. ¿Qué podemos esperar de todo esto?

Aunque la miró de soslayo, Clarence pudo percibir la intensidad de su mirada. Sintió que, bajo los restos de la crema protectora solar que se había aplicado a lo largo del día, sus mejillas ardían por los audaces pensamientos que cruzaban su mente. Tenía que aprovechar ese momento mágico antes de que se estropeara, aferrarse a ese fino hilo que una araña invisible había tejido alrededor de ambos antes de que se diluyese.

—Sí —repuso ella, intentando que su voz sonara insinuante—. ¿Qué podemos esperar de un volcán y un guerrero bubi?

«Fuego. Puro fuego», pensó.

Le pareció que la selva a su alrededor, densa y espesa, enmudecía de repente. ¿Dónde estaba todo el movimiento que había creído percibir durante el viaje? Se sintió como si alguien la observara en completo sigilo. Recordó una vez más, con alivio, que, a diferencia de la parte continental, en la isla no había animales salvajes como elefantes o leones, solo monos, pero tanta calma le resultó sospechosa. Pronto anochecería. Como si le hubiera leído el pensamiento, Iniko dijo:

—No falta mucho para Ureka.

Al oír la palabra, una nueva ilusión creció en su interior. ¿Y si al final su viaje tuviera una recompensa? ¿Se acordaría allí alguien de su padre?

El Land Rover tomó una estrecha carretera sin asfaltar y Clarence tuvo la sensación de que iba desapareciendo cualquier signo de civilización. El todoterreno avanzaba con dificultad por las pistas de tierra sin señalizar. A los pocos kilómetros, divisaron una sencilla barrera que cortaba el tráfico.

—Eso es un control de policía —anunció Iniko, un poco tenso—. Tú no digas nada, ¿vale? A mí me conocen. Será un minuto.

Clarence asintió.

Al acercarse, comprobó que la barrera consistía en un bidón a cada lado de la carretera y un tronco de bambú encima. Iniko detuvo el vehículo, salió y saludó a los dos guardias sin mucho entusiasmo. Los hombres uniformados lanzaron varias miradas al vehículo y preguntaron varias cosas a Iniko con expresión seria. Clarence tuvo la sensación de que algo no iba bien y se puso nerviosa. Iniko movía la cabeza a ambos lados y uno de los hombres levantó un dedo hacia él en actitud amenazadora. Clarence decidió desobedecer la advertencia de Iniko, sacó sus papeles y unos billetes de su cartera, y salió del coche.

—Buenas tardes —dijo educadamente, esbozando una tímida sonrisa—. ¿Sucede algo?

Iniko frunció los labios, irritado, y le lanzó una mirada de reproche.

Uno de los policías, un hombre grueso con cara de pocos amigos, se acercó hasta ella y, después de observarla de arriba abajo con una expresión desagradable, le pidió los papeles. Ella se los dio y él los estudió con deliberada parsimonia. Después, caminó hacia el otro policía, se los enseñó, regresó junto a Clarence y se los devolvió con un gruñido. Pasaron unos segundos, pero ninguno hacía ademán de levantar la barrera. Clarence, recordando cómo Laha la había rescatado de aquellos policías junto a la catedral, extendió la mano en la que llevaba los billetes y estrechó la del hombre con rapidez para que no percibiera su nerviosismo. El policía abrió la mano, calculó rápidamente la cantidad que ella le había entregado y, para alivio de Clarence, pareció darse por satisfecho. Hizo un gesto al otro y los dejaron pasar.

Una vez dentro del vehículo, Iniko, más tranquilo, le dijo:

—¿Se puede saber quién te ha enseñado las costumbres del país?

Clarence se encogió de hombros.

—Laha —respondió con una sonrisa de satisfacción—. Como ves, aprendo rápido.

Iniko sacudió la cabeza.

—¡Este Laha…! A él sí que le pusieron el nombre correcto.

—¿Ah, sí?

—Laha es el dios bubi de la música y de los buenos sentimientos. Traducido sería algo así como alguien con buen corazón.

—Es un nombre precioso.

—Más que el otro. Su nombre completo es Fernando Laha.

—¡Para el coche!

Iniko frenó en seco. Clarence abrió la puerta, salió como una exhalación y se apoyó en el coche, aturdida. Se llevó las manos a la frente y se frotó las sienes. La misma frase se repetía en su mente una y otra vez: ¡Laha se llamaba Fernando!

Repasó todas las pistas que creía tener, las palabras de Julia que le habían llevado a buscar a un Fernando mayor que ella nacido en Sampaka, lo poco que sabía de la vida de Bisila, la casualidad de que hubiera vivido en la finca, la taza de café estrellándose contra el suelo al escuchar la palabra Pasolobino, las flores en el cementerio… ¿Podría ser? ¡Laha era mulato y también se llamaba Fernando! ¿Y si…? ¿Y si…?

Iniko puso una mano sobre su hombro y ella dio un respingo.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, Iniko, perdona, yo… —Buscó una explicación plausible—. Me he mareado un poco. Habrá sido el calor, y la tensión del control de policía. No estoy acostumbrada a estas cosas…

Iniko asintió.

Hacía calor, pero Clarence se frotó los antebrazos como si sintiera frío. Miró a Iniko, que la observaba con el ceño fruncido. ¿Y si le contara sus sospechas? Sacudió la cabeza. ¿Qué conseguiría diciéndole que se le estaba metiendo en la cabeza que existía la pequeña probabilidad de que ambos compartiesen hermano? ¿Iba a desaprovechar unos días maravillosos y prometedores por una conclusión precipitada basada en razonamientos cogidos con hilos? ¿Cuánto hacía que no se permitía un pellizco de insensatez en su vida? ¿No sería más razonable esperar a Ureka?

Abrió los ojos y ahí estaba Iniko, plantado frente a ella, con las piernas ligeramente separadas, los brazos cruzados marcando músculo sobre su pecho duro como una piedra, y sus enormes ojos entornados en una cálida y paciente mirada.

—Me encuentro mejor, Iniko —dijo tras un profundo suspiro—. Si te parece, podemos seguir.

La última parte del viaje se convirtió en una pelea continua entre el potente motor del todoterreno y la vegetación que se había apoderado del camino.

—¿Y este recóndito e inaccesible lugar también forma parte de tu ruta de trabajo? —preguntó Clarence, con el estómago algo revuelto por los baches.

—Aquí vengo poco —reconoció él—. Más por placer que por trabajo.

—¿Y cuándo fue la última vez que viniste?

Ella simuló estar celosa, pero una pregunta impertinente rondó por su cabeza: «¿Habrá hecho este mismo recorrido con Melania?».

—No me acuerdo —sonrió—. En realidad, hay un lugar que me gustaría que conocieras. Acéptalo como un regalo.

Detuvo el vehículo en un diminuto claro desde el que se podían ver algunas casas.

—Ahora tendremos que andar un poco para bajar hasta la playa de Moraka, pero te aseguro que el esfuerzo vale la pena.

El acceso al mar discurría primero por un cacaotal de suave pendiente y luego por un sendero a través de un bosque cerrado por grandes árboles cuyas raíces se extendían por la superficie y hacían que Clarence tropezara continuamente. Al cabo de un rato escucharon el rumor de las olas y una gran ventana se abrió en el follaje para mostrar un panorama indescriptible.

A sus pies se desplomaba un acantilado de casi cien metros que le produjo vértigo. Vio que Iniko tomaba un estrecho, escarpado y serpenteante caminito, prácticamente colgado del despeñadero y lo siguió con miedo. Se resbalaba por culpa de las piedras y los troncos de árboles que hacían las veces de peldaños, provocando la risa de Iniko, quien, ante su torpeza, ponía en duda su condición de mujer de la montaña. Cuando llegaron abajo, Clarence volvió la vista atrás y pensó que no podría ascender cuando tuviesen que regresar.

Si es que le quedaban ganas de regresar…

Miró al frente, abrió la boca y se quedó atónita y muda. El esfuerzo había valido la pena. Todas las imágenes que pudiera haber tenido en la cabeza sobre el paraíso se materializaron en ese mismo instante.

Ante sus ojos se extendía la vista más hermosa que hubiera visto jamás. Era una playa larga y ancha, de arena negra y agua transparente. Cerca de donde terminaba el sendero por el que habían descendido caía una enorme cascada de agua que formaba una piscina cristalina. Así desembocaba el río Eola en el mar: convirtiendo su muerte en pura belleza.

El espectáculo era de una hermosura incomparable. Adentrándose en el mar, grupos de rocas irregulares descansaban sobre la arena para ser lamidas plácidamente por las olas. Donde no había playa, el azul del mar y el verde de la selva mantenían una lucha pacífica por ver quién le robaba el límite al otro.

—¿Qué te parece? —preguntó Iniko, feliz ante su expresión de asombro.

—Mi padre, a pesar de ser poco poético, siempre presume de haber tenido la suerte de conocer dos paraísos terrenales: nuestro valle y esta isla. Te aseguro que es cierto. ¡Esto es el paraíso!

Iniko se quitó las botas y le indicó que hiciera lo mismo. Luego, la cogió de la mano y comenzaron a pasear por la playa.

—Cada noviembre o diciembre, miles de grandes tortugas marinas terminan aquí sus migraciones a través del océano Atlántico. La mayoría han nacido en esta hermosa playa y regresan para desovar. Salen del agua hacia la arena seca, donde ponen los huevos y los entierran. Algunas regresan al mar. Otras mueren de agotamiento. Otras son capturadas por los cazadores que esperan al acecho para atraparlas, aunque son una especie protegida en peligro de extinción. Les dan la vuelta, con el caparazón contra el suelo. No pueden enderezarse porque son muy grandes y así se quedan hasta que las matan. —Pasó un brazo sobre sus hombros y la estrechó contra él—. Cuando imagino a las tortugas que salen del agua y se arrastran cansadas hacia la orilla, Clarence, pienso en los de mi país que se fueron y no pudieron volver; en los que volvieron y fueron maltratados; y en los que a toda costa intentan y consiguen mantener su descendencia sobre la playa negra.

Clarence no supo qué decir.

Caminaron un largo rato con los pies desnudos sobre la arena y se detuvieron ante una inmensa roca, cubierta de musgo y pajarillos, que se elevaba como un enhiesto menhir natural de más de treinta metros hacia el cielo. Una pequeña cascada parecía manar de su parte más alta.

—Este es el guardián de la isla —explicó Iniko—. Su misión es la de velar por el pueblo de Ureka.

Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó unas semillas mezcladas con pétalos que depositó a los pies de la roca a la par que murmuraba unas palabras.

—¿Qué haces?

—Le dejo una ofrenda.

—Podrías habérmelo dicho. Yo no he traído nada.

Iniko rebuscó con la mano y sacó un pellizco de semillas.

—Suficiente.

Clarence se agachó y depositó el pequeño obsequio mientras pedía ayuda no solo para la pesquisa que la había llevado a Bioko, sino para todos los planes de su vida. Torció el gesto. Era mucho pedir para tan poca ofrenda.

—¿No te gustaría saber qué le he pedido? —preguntó.

Iniko sonrió.

—Me imagino que lo mismo que yo. Que germinen bien.

Ella asintió. Él la cogió del brazo y en silencio la guio de vuelta al fondo de la playa.

Llegaron al borde de la piscina bajo el salto de agua del río Eola. Sin quitarse la ropa, Iniko se introdujo en el agua con los brazos abiertos y las palmas hacia el cielo. Clarence se deleitó contemplando cómo las gotas de la cascada, protagonistas de un trayecto natural irreversible pero a la vez circular y eterno, se estrellaban contra su piel. Entonces, Iniko se giró y le indicó que ella hiciera lo mismo.

Clarence entró en el agua y permitió que Iniko rodeara su cintura con sus enormes brazos. Muy despacio, él la atrajo hacia su cuerpo sin dejar de mirarla hasta que el abrazo fue completo y su cara se cobijó en el cabello de ella, cuyo corazón comenzó a latir desbocado. Clarence podía sentir su respiración cerca de la oreja, provocándole un delicioso estremecimiento. Le oía inspirar su olor mientras posaba suavemente los labios sobre su piel húmeda deslizándolos por el cuello hasta el hombro y de nuevo al lóbulo de la oreja, para continuar hasta la sien.

Ella permanecía con los ojos cerrados para apreciar con toda su intensidad el sentimiento embriagador de sus caricias. En esos momentos, no existía nada sino su cuerpo pegado al cuerpo de Iniko en medio de la excitante soledad del océano. Nunca antes había podido llevar a cabo semejante fantasía. Él la quería saborear poco a poco, como si fuese el último trozo de dulce que pudiera comer en años y quisiera que su sabor perdurara en su paladar y en sus sentidos. Se frotaba levemente contra ella, pasaba las yemas de los dedos por sus brazos, que abrazaban su ancha espalda, como si no quisiera tocarlos; deslizaba sus carnosos labios sobre sus mejillas; inspiraba el olor de su pelo; apoyaba la oreja en su frente; miraba su rostro unos segundos… Y volvía a empezar, con una lentitud que no hacía sino despertar todavía más su deseo por él.

Iniko comenzó a desabotonarle la camisa muy lentamente, sin dejar de mirarla, y Clarence sintió cómo su respiración se aceleraba y su piel se erizaba con el contacto de sus manos. Él la rodeó con sus fuertes brazos y de nuevo sus labios se entretuvieron en el cuello antes de atreverse a deslizarse por sus pechos, que se endurecían por el calor y la humedad de su boca.

Ella se dejaba hacer. No podía recordar la última vez que un hombre la había saboreado tan hábilmente con unas ganas controladas.

Con el mismo ritmo pausado de los últimos minutos, él posó sus carnosos labios sobre los suyos y la besó con una cálida y blanda succión mientras apretaba sus brazos alrededor de su cintura. Clarence necesitaba aire y entreabrió los labios, permitiéndole que él los mordisqueara antes de que su experta lengua se apoderara de su boca.

Estaban tan juntos que, a pesar del ruido de la cascada, ella pudo percibir los rápidos latidos de su corazón. Deslizó sus manos por los fuertes hombros y la amplia espalda de Iniko hasta su cintura para acariciarle la piel bajo la camisa húmeda pegada sobre los músculos.

Iniko se separó unos centímetros, se quitó la prenda y su torso quedó desnudo. Clarence contempló la firmeza de su musculatura y corroboró lo que las yemas de sus dedos habían comprobado: como si fuese un guerrero escarificado, varias cicatrices le surcaban la piel. Ella no hizo ningún comentario; apoyó las manos sobre las heridas y las acarició. Luego acercó sus labios y las besó.

Al igual que él había disfrutado de su pecho, ella quiso saborear el suyo mientras unos fuertes dedos mimaban su nuca y jugaban con su pelo hasta que lograron liberar la trenza que lo ataba. Entonces, Iniko puso las manos a ambos lados de su cara para sujetarla con fuerza, levantarla hacia él y besarla de nuevo, esta vez con mayor intensidad. Clarence sintió una oleada de excitación y respondió a sus besos con una avidez desconocida para ella.

Iniko le besaba los labios, la frente, la oreja, el cuello… Ella lo oía jadear junto a su oído. Con un susurro, él sugirió que se tumbaran en la arena y sus respiraciones comenzaron a acompasar al murmullo de las olas que lamían la orilla antes de retirarse perezosamente para volver y retirarse de nuevo.

Clarence no podía dejar de acariciarlo. Sus manos solo deseaban leer y grabar cada pliegue de su piel para cuando no lo tuviera junto a ella, en Pasolobino. Allí siempre hacía frío. No habría arena. Ni dos cuerpos desnudos junto al mar. Ese momento con Iniko se convertiría en uno de los recuerdos más hermosos de su vida. Al recordarlo, sonreiría y rememoraría los escalofríos de deseo que le hacían arquear la espalda para recibirlo con toda su energía. Tal vez encontrara a alguien con quien compartir el resto de su vida, consiguió pensar en un breve lapso de lucidez, pero difícilmente superaría esa extraña conexión que se había establecido entre ellos. Sin promesas. Sin reproches. Una conexión surgida de una misteriosa afinidad a pesar de la distancia cultural y geográfica. Cada vez que oyera la palabra África, en su mente se dibujaría el apuesto rostro y la sonrisa triste de Iniko.

Y, por su forma de apoderarse de ella, percibía que Iniko sentía lo mismo.

Siempre sabrían ambos que en algún lugar del mundo existía alguien cuyo olor había impregnado de forma embriagadora sus sentidos; un cuerpo cuyo sudor había empapado su piel sedienta; un cuerpo cuyo sabor había saciado su necesidad de placer justo entonces: en plena madurez, cuando la distancia recorrida ya era larga y la que faltaba por recorrer, incierta.

Cuando tomaron el camino de regreso al poblado, Clarence se detuvo unos minutos para observar el horizonte desde la parte superior del acantilado. El mar se mostraba ante sus ojos en todo su esplendor, y la luna llena, enmarcada por hojas de palmeras, producía miles de reflejos plateados sobre la superficie del agua.

Le parecía que llevaba en ese lugar una eternidad. Se sentía cómoda, tranquila y relajada. Sin embargo, una repentina sensación de soledad la sobrecogió. No sabía exactamente qué era, pero comenzaba a tener la inquietante sensación de que Iniko quería apoderarse de su cuerpo y de su alma. «No te olvides», parecía querer decirle. «No te olvides de estos nombres, ni de estos lugares. No te olvides de mí. Regresa a tu país y recuerda la huella que yo dejé en ti». Bajo aquella cascada, había creído distinguir en sus ojos una expresión confusa de deseo y tenues pinceladas de resentimiento. «No te olvides de que, por unos días, yo te poseí».

—Estás muy callada, Clarence. —Iniko interrumpió sus pensamientos—. ¿La subida te ha dejado sin aliento? ¿Es que en Pasolobino es todo llano?

—¡No me puedo creer que haya estado en este lugar! —exclamó ella con voz alegre para que no percibiese su confusión.

Iniko extendió la mano y acarició su cabello.

—A partir de ahora —murmuró—, cada vez que oiga el nombre de tu país, es posible que sienta algo diferente. Pensaré en ti, Clarence.

Clarence cerró los ojos.

—A mí me sucederá lo mismo cuando oiga hablar de este trocito de África. Lo cual, por cierto, ocurre con mucha frecuencia en mi casa. —Suspiró antes de retomar el camino de vuelta—. En fin, creo que estoy condenada a no olvidarte…

Regresaron al coche, sacaron las mochilas del maletero y entraron en el poblado de Ureka, formado por casas de techos de bambú cubiertos de hojas de palma y rodeadas de un seto verde, pero edificadas sobre altos pivotes para guarecerse de la lluvia.

Había una treintena de casas organizadas a lo largo de una avenida de tierra bordeada por árboles y troncos clavados de los cuales colgaban cráneos de mono y antílope y esqueletos de serpientes para ahuyentar a los malos espíritus. Ese lugar no había evolucionado apenas en las últimas décadas. Si Jacobo y Kilian estuviesen allí, probablemente experimentarían una regresión en el tiempo. No tenía nada que ver ni con la capital ni con la zona norte de la isla.

En uno de los extremos de la avenida se veía un edificio sin paredes. A cierta distancia, varias personas reconocieron a Iniko y saludaron con la mano.

—¿Qué es este edificio? —preguntó Clarence.

—Es la Casa del Pueblo. Es un lugar muy importante para nosotros. Se utiliza para reunirse y explicar historias y para discutir problemas de la vida cotidiana o solucionar conflictos. Todo lo que yo sé sobre mi pueblo lo he escuchado aquí. Por cierto… —hizo un gesto hacia las personas que se acercaban para saludar—, a partir de ahora tú también formarás parte de la tradición oral de todos los lugares que hemos recorrido.

—¿Ah, sí? —Clarence lo miró con curiosidad—. ¿Y cuál habrá sido mi hazaña? ¿Ser blanca?

—Los blancos no nos sorprendéis tanto como os pensáis. Pasarás a la historia por ser la novia de Iniko. ¡Aunque te vayas dentro de unas horas! —Sonrió maliciosamente—. Ya no hay nada que puedas hacer.

Se dio la vuelta y anduvo hacia el grupo de vecinos que caminaban en su dirección. Se saludaron efusivamente, intercambiaron varias frases, y una mujer señaló una de las casas.

—Ven, Clarence —dijo Iniko—. Dejaremos las cosas en nuestro hotel.

Clarence arqueó las cejas, intrigada y divertida. Al entrar en la casa, emitió un silbido de sorpresa.

El suelo de la sencilla vivienda era de tierra apisonada y apenas había enseres domésticos, pero la estancia no podía ser más romántica y acogedora. En el centro había un círculo de piedras con leña preparada para encender fuego. Cerca del rudimentario hogar había un amplio lecho de bambú levantado del suelo a modo de cama. Sobre una pequeña mesa alguien había preparado un cuenco de frutas cuyo aspecto era de lo más apetitoso.

—Dormiremos aquí —explicó Iniko mientras dejaba las mochilas en el suelo—. Ahora tenemos que aceptar la invitación del jefe. Es hora de cenar. Todos juntos.

Clarence sintió un hormigueo en el estómago. ¿Iba a conocer a los habitantes del pueblo? ¿Qué mejor ocasión para preguntar por los supuestos amigos de su padre?

Siguió a Iniko, nerviosa y expectante, hasta la Casa del Pueblo, que poco a poco se iba llenando de gente.

El jefe se llamaba Dimas. Era un hombre recio y bajo de cabello canoso ensortijado y rasgos muy marcados. Dos profundas arrugas surcaban sus mejillas encuadrando la ancha nariz y los gruesos labios. Por cómo saludó a Iniko, con el mismo afecto que la mayoría de los hombres, Clarence dedujo que Iniko era una persona muy apreciada allí.

Se sentaron en el suelo formando un amplio círculo. Clarence e Iniko ocuparon un lugar preferente cerca de Dimas. Algunos hombres lanzaron miradas curiosas a la acompañante de Iniko y varios niños se sentaron a su alrededor. Era inevitable que esa noche ella fuera el centro de atención, así que durante la copiosa cena, que consistió en pescado, plátano frito, yuca y rodajas asadas del fruto del árbol del pan, respondió a muchas preguntas sobre la vida en España. Los hombres permanecían cómodamente sentados y las mujeres entraban y salían con los cuencos de comida y bebida —sobre todo bebida— intentando esquivar a los chiquillos que revoloteaban entre la mujer blanca y las viandas. Cuando salió el inevitable tema de la nieve y del esquí, en parte por la novedad y en parte por los efectos del vino de palma que probaba por primera vez esa noche, Clarence se contagió de la risa de todos los demás.

—¿Cómo hacéis esto tan fuerte? —quiso saber. Los ojos se le habían llenado de lágrimas y la garganta le ardía.

Al lado del jefe, un hombre tan flaco que se le marcaban todos los huesos llamado Gabriel y que tendría la edad de Dimas, respondió:

—Lo hacemos a la manera tradicional. Trepamos a las palmeras ayudados de arcos de lianas y finas cuerdas. Cortamos los pedúnculos de las flores masculinas —hizo el gesto moviendo una mano horizontalmente— y recogemos el líquido con una calabaza o con una garrafa. Luego dejamos que el líquido repose varios días para que coja alcohol —extendió las manos con las palmas hacia el suelo— muy, muy lentamente. Sí. Tiene que reposar para coger fuerza.

—Como los bubis —apuntó Iniko, y todos se rieron asintiendo con la cabeza.

Terminaron de comer y el jefe adoptó una actitud seria. Todos se callaron y Dimas comenzó a narrar en castellano la historia de su pueblo, que seguramente habrían escuchado cientos de veces, pensó Clarence, pero nadie mostró ningún signo de impaciencia. Al contrario, asentían con frecuencia a las palabras de Dimas con las que relató la llegada de los primeros bubis a la isla, miles de años atrás; las guerras entre las diferentes tribus para quedarse con las mejores tierras; la lista de reyes y sus hazañas; la suerte de que la ubicación de Ureka dificultase su hallazgo en tiempos de trata de esclavos; la llegada de los primeros colonizadores y los enfrentamientos con ellos; y la vida con los españoles.

La voz de Dimas adquirió un tono grave al pronunciar los nombres de los reyes:

—Mölambo, Löriíte, Löpóa, Möadyabitá, Sëpaókó, Möókata, A Löbari, Óríityé…

Clarence cerró los ojos para escuchar la narración de la historia de la tierra bubi y su mente se desplazó a la época de la esclavitud y enfrentamientos entre bubis y españoles que tuvieron lugar antes de la total pacificación de los bubis.

—Los coloniales hicieron desaparecer la figura del rey —murmuró Iniko—, pero nosotros mantuvimos nuestro símbolo nacional. Yo conocí a Francisco Malabo Beösá. Era como nuestro padre espiritual. Fíjate, nació en 1896 y murió hace un par de años, a la edad de ciento cinco años.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Clarence en voz baja—. Se cargó la media nacional de esperanza de vida…

—Escucha —la interrumpió él—. Ahora viene la parte que más me gusta, la que cuenta las hazañas de Esáasi Eweera.

Dimas contó la vida del lugarteniente del rey Moka que se proclamó rey en Riaba antes de Malabo. Describió a Esáasi Eweera como un joven fuerte, valiente y decidido, que detestaba tanto al colonizador que atacaba con furia tanto a los pobladores que venían de fuera para apropiarse de las tierras cultivables como a los propios bubis que mostraran simpatías hacia los blancos. Al final, él y sus hombres fueron capturados por las fuerzas coloniales y llevados a la prisión de Black Beach junto con las esposas de aquel, que fueron maltratadas y violadas bárbaramente por los guardias coloniales y en presencia de su esposo y rey, que se declaró en huelga de hambre.

Se hizo un profundo silencio cuando Dimas narró el final de Esáasi Eweera, quien fue, según los colonizadores, convertido, bautizado y enterrado con el nombre de Pablo Sas-Ebuera, y según los bubis, asesinado por los colonizadores y enterrado en las tierras altas de Moka, sentado, según las costumbres bubis para el entierro de un rey.

Dimas terminó su repaso a la historia de los reyes y comenzó a hablar de su propia vida. Al cabo de un rato, Iniko, en tono irónico, susurró:

—Y ahora viene cuando Dimas admite lo bien que se vivía con tu gente.

En efecto, el jefe repasó con añoranza la vida en Santa Isabel durante su juventud; lo cómodo que vivía en la ciudad en una casita junto a su mujer y sus hijos; el dinero que ganaba como capataz de batas —o trabajadores— de una finca de cacao llamada Constancia, que le permitía tener hasta un pequeño coche, y la suerte de que sus hijos hubieran podido ir a la escuela. Clarence observó por el rabillo del ojo como Iniko mantenía la vista fija en algún punto del suelo. Era evidente que esa parte de la narración no le gustaba nada.

Dimas hizo una pausa para beber de su cuenco y Clarence aprovechó para intervenir:

—Y esa finca, Constancia… ¿Estaba cerca de Sampaka?

—Oh, sí, muy cerca. No iba mucho, pero conocía a gente que trabajaba allí. Había un médico… —Dimas entrecerró los ojos— llamado Manuel. Un hombre muy bueno. Una vez me ayudó. Más tarde yo le devolví el favor. Me pregunto qué habrá sido de su vida.

A Clarence, el corazón le dio un vuelco. ¿Un médico llamado Manuel? Por la edad de Dimas, calculó que las fechas podrían encajar. ¿Qué favor sería ese? ¿Se referiría a los envíos de dinero? ¿A ese poblado recóndito? No tenía sentido…

—¿Sabe si ese Manuel estaba casado con una tal Julia?

Dimas abrió los ojos sorprendido.

—Sí, así se llamaba su mujer. Era hija de don Emilio… —Su voz se debilitó—. ¿Es posible que los conozcas?

—Manuel murió hace poco. Yo conozco mucho a Julia… —Intentó no parecer demasiado ansiosa—. Es que estuvieron aquí con mi padre Jacobo y mi tío Kilian. —Observó el rostro del hombre, pero no percibió ninguna variación—. No sé si los recordará…

Dimas sacudió la cabeza mientras murmuraba unas palabras.

—Sus nombres me resultan familiares —respondió—, pero sus rostros se han borrado de mi mente. Es posible que los conociera, pero hace tantos años…

Clarence decidió dar un paso más. Tenía que saber si existía la remota posibilidad de que Dimas fuera uno de esos amigos de Ureka a través de quien enviaba supuestamente el dinero su padre. Pero ¿a quién? ¿Por qué?

—Y dice que Manuel le ayudó y luego usted le devolvió el favor…

Dimas se frotó el entrecejo como si quisiera frenar los recuerdos de aquella época de su vida.

—Fueron tiempos difíciles para todos, negros y blancos…

—Los blancos encarcelaron a tu hermano —intervino abruptamente Iniko, molesto por la actitud nostálgica de Dimas—. Y lo enviaron a Black Beach. Y lo torturaron.

Dimas asintió primero y movió la cabeza a ambos lados después:

—No lo mataron los blancos. Lo mató Macías. Él se encargó de liquidar a los que despuntaban económicamente y a los que se salvaron los arruinó. Como a mí, sí. Pero no es lo mismo.

—Los blancos pusieron a Macías —insistió Iniko, obstinado.

—Pero también os dieron la independencia —apuntó Clarence rápidamente, esperando otra ocasión para regresar al tema que le interesaba a ella—. ¿No era eso lo que queríais, que mi país os dejara en paz?

—A mí nadie me ha dado la independencia —repuso él en tono ofendido sin mirarla—. Yo soy bubi. Los habitantes de esta isla, los primeros, los nativos, antes de que ningún barco se tropezara por una maldita casualidad con la isla, eran los bubis. Aquí no había ni portugueses, ni ingleses, ni españoles, ni fang. Pero cuando a España le interesó y no le quedó más remedio que dar la independencia a Guinea, porque se lo exigía la ONU, lo hizo de la manera más gloriosa que se le ocurrió: entregándosela a un fang paranoico con el brillante pretexto de que seríamos una nación única. ¡Como si juntar la noche y el día fuera posible!

Deslizó la vista por los presentes y elevó la voz:

—Esta isla y la parte continental de Mbini son, bueno, eran hasta hace poco, dos mundos completamente diferentes con etnias distintas. Mis tradiciones bubis son diferentes de las tradiciones fang. —Se giró hacia Clarence y ella vio que los ojos le brillaban con fiereza—. Antes te han explicado cómo obtenemos los bubis nuestro vino de palma. Subimos al árbol y extraemos el líquido. ¿Sabes cómo lo obtienen los fang?

No esperó a la respuesta de la joven.

—Cortan la palmera… Sí, Clarence, los de tu país nos obligaron a aceptar un Estado ficticio, único e indisoluble, sabiendo que no podía funcionar y luego se quejaron de que éramos problemáticos. ¿Y qué pasó después? ¿Has escuchado a Dimas? Él, al menos, tuvo suerte de poder refugiarse en este apartado lugar…

Los hombres mayores movieron la cabeza en señal de asentimiento. Clarence apretó los labios, irritada tanto por la interrupción de Iniko como por su tono. En cuanto las conversaciones derivaban a temas políticos, su actitud hacia ella cambiaba por completo. Y lo que era peor: tal vez no tuviera otra ocasión de preguntar a Dimas sin levantar sospechas con su curiosidad.

—Iniko, tienes razón —intervino Gabriel con voz suave—, pero hablas con el corazón. Los tiempos antiguos no regresarán. Antes era el cacao, ahora es el petróleo.

—Malditas materias primas… —dijo Iniko—. ¡Ojalá esta isla fuese un desierto! Seguro que entonces nadie la querría.

Clarence frunció el ceño y tomó otro sorbo de vino. ¿Cómo podría decirle que estaba equivocado, que esas materias primas podían significar el adelanto de un pueblo? Ella aún tenía recuerdos infantiles de un Pasolobino más bien pobre. Las carreteras estaban sin asfaltar; los cortes de luz y agua eran frecuentes; los cables colgaban de las paredes; algunas casas presentaban el aspecto de estar abandonadas; y, por supuesto, la asistencia médica era escasa. Todavía recordaba la matanza de los cerdos, el ordeño de las vacas, los cepos para las tordas, las cacerías de sarrios, la limpieza de las cuadras, la recogida de hierba para el ganado, la suciedad en las calles transitadas por animales y el barro de los caminos.

Cuando ella tenía diez años —no hacía tanto tiempo—, cualquier europeo de Francia para arriba, o norteamericano que hubiera visto fotos de su pueblo, hubiera pensado que vivían en la Edad Media. En menos de cuarenta años, España había dado la vuelta hasta el extremo de que lugares tan recónditos como Pasolobino se habían convertido en pequeños paraísos turísticos. Tal vez esa minúscula parte de África también necesitara tiempo para equilibrar los extremos.

—No estoy de acuerdo, Iniko —empezó a decir—. Donde yo vivo, gracias a la explotación de la nieve, la vida ha mejorado para muchas personas…

—¡Por favor! —la interrumpió él, enfadado—. ¡No me compares! Aquí hay dinero, gobernantes corruptos y millones de personas viviendo en condiciones precarias. No creo que tú sepas qué es eso.

Clarence le lanzó una dura mirada y se esforzó por no responderle de malas maneras delante de los vecinos de Ureka. No estaba acostumbrada a que le hablasen en ese tono y a que cuestionasen de manera desdeñosa sus opiniones. Afortunadamente, los demás no parecían estar pendientes de su reacción porque un murmullo creciente confirmaba que estaban comentando las palabras dichas hasta el momento. Iniko le sostuvo la mirada, frunció el ceño y se refugió en la acción de buscar algo en la mochila que tenía al lado. Clarence bebió en silencio. El aguardiente le taladró el estómago, pero consiguió frenar las ganas de levantarse y marcharse de allí.

Pocos minutos después, Dimas levantó la mano y la asamblea calló.

—Veo que traes papeles, Iniko. ¿Hay alguna novedad?

—Sí. El Gobierno está preparando la nueva ley de propiedad de las tierras. Os he traído un borrador de solicitud para que las registréis a vuestro nombre.

—¿Para qué? —dijo un hombre albino de ojos despiertos.

Clarence lo observó con curiosidad. Le resultaba extraño que el hombre tuviese los rasgos de los otros, pero que su piel fuera completamente blanca. Una singular fusión de negro y blanco, pensó.

—El bosque no es de nadie, pero el hombre es del bosque. No necesitamos papeles para saber lo que es nuestro.

Varios hombres asintieron.

—Hablas como un fang. —Iniko levantó un dedo en el aire—. Con esa teoría se van a lapidar los derechos centenarios de propiedad de muchas familias.

—Desde hace siglos se ha respetado de palabra la posesión de la tierra que ocupamos —dijo Dimas—. La palabra es sagrada.

—La palabra ya no sirve en estos tiempos, Dimas. Ahora hay que tener los papeles en regla. La nueva ley sigue acogiéndose al derecho africano que rechaza la propiedad privada del suelo y favorece el usufructo, sí, pero al menos se incluye una cláusula sobre el patrimonio familiar tradicional. Dicen que nadie podrá molestaros en las tierras que venís ocupando habitualmente para fines agrícolas o residenciales. Algo es algo. Si mi abuelo hubiera presentado planes para gestionar la finca cuando se marcharon los españoles, quizá se la hubiera podido quedar. Pero no lo hizo. Los españoles no pudieron traspasar el derecho de propiedad porque no tenían la propiedad del suelo, pero sí pudieron traspasar el derecho de la concesión para que otros pudieran continuar con la explotación. Yo lo que quiero es que vuestros hijos puedan recibir el derecho de la concesión del suelo. Para que no vengan otros y se lo quiten.

Hubo un murmullo. Clarence vio que la mayoría de los presentes asentían con la cabeza. A lo lejos se oyeron unos cánticos.

—Gracias, Iniko. Estudiaremos lo que dices y hablaremos la próxima vez que vengas. Ahora disfrutaremos del baile. Llevamos mucho rato hablando y no queremos que nuestra invitada se aburra.

Clarence agradeció que el jefe diera la reunión por concluida. El vino de palma se le estaba subiendo a la cabeza y se sentía somnolienta. El día había sido largo e intenso. Las diferentes enseñanzas de Iniko y sus cambios de actitud hacia ella la tenían un poco desorientada y molesta. Por una parte, se sentía una mujer privilegiada por haber visitado esos lugares tan maravillosos y recónditos en compañía de un hombre por quien sentía una fuerte atracción. Pero, por otra parte, lamentaba que su relación estuviera empañada por un pasado del que ella no había formado parte, y que Iniko no supiera separar a la verdadera Clarence de su nacionalidad. ¿Se comportaría igual si ella fuera australiana?, se preguntó. Quizá en ese supuesto su subconsciente no tendría ninguna razón para aflorar en forma de recriminación como le sucedía cada vez que salía a relucir la época colonial.

Iniko le dio un leve codazo y le indicó que mirase al frente. Clarence levantó la cabeza. Algo distraída y con la vista un poco borrosa, se fijó en el grupo de mujeres que interpretaban un sencillo baile. Iban vestidas con una falda de flecos de rafia y adornadas con collares de conchas y pulseras de las que colgaban amuletos en tobillos y muñecas. Llevaban el pecho al descubierto, el rostro pintado con marcas blancas y el pelo recogido en pequeñas trenzas. Algunas portaban unas campanas de madera que producían un sonido grave y monótono, similar a las voces que coreaban el canto de una de ellas. Otras golpeaban el suelo con palos y con los pies en una danza simple pero penetrante. Al cabo de un rato, Clarence se descubrió acompañando con murmullos alguna estrofa. No entendía lo que decían, pero no le importó. A pesar de la bebida y el cansancio, el mensaje le llegaba nítido, transparente, puro. Todos formaban parte de la misma comunidad, de la misma tierra, de la misma historia. Todos compartían el mismo ciclo vital desde el comienzo de los tiempos. El espectáculo ancestral reducía la distancia temporal desde el infinito hasta ese mismo momento, que ya había sucedido y que volvería a suceder.

Cuando el baile terminó, Clarence se sintió tranquila, reconfortada y relajada. A su lado, Iniko apuró los últimos sorbos de su bebida. Clarence lo observó mientras mentalmente intentaba comunicarse con él. ¿Cómo decirle que había más cosas que los unían de las que él creía? Ella sentía que tenía más en común con él —una misma lengua, una misma tradición católica, unas mismas canciones de la infancia— que con un holandés. ¿Cómo terminar con su resentimiento? ¿Cómo decirle que el rencor no era bueno, que terminaba por salpicar a quienes no tenían culpa? ¿Cómo hacerle entender que cuando ya no se podía luchar por una causa perdida, la mejor opción era lograr un equilibrio? ¿Que a veces tenían que pasar años para que las aguas turbulentas encontrasen un camino adecuado?

Iniko se estiró con lentitud haciendo alarde de su gran envergadura, extendió una mano hacia ella y, con una sonrisa cautivadora dibujada en sus fuertes labios, se inclinó buscando su mirada.

—Podría quedarme semanas aquí… ¿No te gustaría bañarte todas las mañanas en la cascada?

Ella se estremeció al recordar aquellos momentos. Por lo visto, el Iniko encantador había vuelto.

—Es muy tentador, sí, pero yo también tengo mis pequeños paraísos en Pasolobino… Además, ¿qué hay del resto de la isla, de San Carlos o Luba como lo llamáis ahora, y de su gran caldera, de la maravillosa playa de arena blanca, la playa de Aleñá, desde donde viajan los pescadores a la isla de los Loros? ¿Qué hay de Batete y su iglesia construida toda de madera? ¿No querías enseñarme todo eso? ¿Cómo puedes pedirme que renuncie a la mitad del mejor viaje turístico de mi vida?

—Te recompensaré ahora y te lo deberé si alguna vez vuelves a Bioko.

Ella le lanzó una mirada pícara.

—De acuerdo —accedió, deseando que captara el doble sentido de sus palabras—: De todas formas, no creo que nada pueda superar lo de la playa de Moraka.

—¡Espera y verás!

Clarence entrecerró los ojos mientras un escalofrío de placer le recorría la espalda.

—Me refiero a que, por supuesto, por fin recorrerás toda Sampaka. —Se percató de que ella se sonrojaba e hizo una pausa cargada de intención—. ¿Qué te pensabas? ¿Que también te pediría que renunciaras a visitar el lugar donde nos conocimos?

Se puso en pie y extendió la mano para ayudarla a levantarse.

—¿Sabes, Clarence? Hubiera sido imposible que a tu llegada a la isla hubieses conocido a otros que no fuésemos Laha o yo mismo. Los espíritus lo han querido así. Y no se puede luchar contra la voluntad de los espíritus. Deben tener alguna razón.

Recordó haberse preguntado ella misma por qué se había sentido atraída por Iniko y no por Laha. Posiblemente los espíritus también tuvieran una razón para eso.

Afuera comenzó a llover.

El comentario de Iniko le produjo una sensación extraña.

Como si parte de su sangre reconociera esa situación.

—¿Recuerdas el día que me tropecé contigo? —Aquello había sucedido apenas tres semanas antes, pero a Clarence le parecía una eternidad.

—¿Cuando te confundí con una secretaria recién llegada? —preguntó Iniko.

Clarence se rio.

—¡Sí! He de reconocer que me diste un poco de miedo.

—Espero que ya se te haya pasado.

—Hmmm. No del todo. Cuando te conocí en Sampaka, y luego en casa de tu madre, me pareciste hosco y huraño.

Él se giró hacia ella sorprendido.

—Sí —insistió ella—. Incluso me pareció que no te caía nada bien. ¿No te acuerdas? En la cena, tu madre te dijo algo en bubi y entonces cambiaste. —Iniko hizo un gesto de asentimiento—. ¿Qué te dijo?

—Un tópico. Que no te juzgase sin conocerte.

—Pues fue un consejo muy acertado. Fíjate cómo han cambiado las cosas. Si ahora reinara el rey Eweera, estarías amenazado por simpatizar con una blanca.

Él estalló en carcajadas antes de replicar:

—Si ahora reinara el rey Eweera, estarías amenazada por intentar apoderarte de un bubi.

Iniko detuvo el todoterreno frente a la oxidada verja con restos de pintura roja sobre la que lucía un nombre soldado —SA_PAK_— que había perdido dos letras.

—Ya que eres tan lista, has leído tanto y te gustan tanto los nombres… ¿Sabes qué significa Sampaka?

Clarence pensó durante unos segundos. La finca había nacido junto al poblado al que se había llamado Zaragoza…

—Me imagino que es el nombre original del poblado.

Iniko sonrió con aires de superioridad.

—Sampaka es la contracción del nombre de uno de los primeros libertos que desembarcaron en el puerto de Clarence, en la época en que la isla estaba ocupada por los ingleses. El nombre de este liberto, Samuel Parker, se transformó primero en Sam Parker y luego terminó siendo pronunciado como Sampaka.

Clarence se giró hacia él.

—Y esto, ¿cómo lo sabías?

Iniko se encogió de hombros.

—Me lo dirían de pequeño en el colegio. O lo escucharía cuando estuve trabajando de bracero. No me acuerdo. Bueno, ¿entramos?

—Una pregunta más. Tengo curiosidad por saber si sientes alguna vez añoranza de los años pasados en esta finca.

Iniko se quedó pensativo unos segundos.

—Fui feliz en mi infancia, pero cuando tuve que volver por obligación, el trabajo me resultó duro y aburrido. Tal vez sienta una mezcla de indiferencia y familiaridad…

Ella dirigió la vista hacia las majestuosas palmeras cuyos pies estaban pintados de blanco hasta una altura de casi dos metros. Cada palmera apenas distaba un metro de la siguiente. Formaban dos largas hileras paralelas, separadas por un camino de tierra, que parecían confluir en un punto lejano: permitían una entrada que luego se cerraba para apoderarse del viajero.

—El azar quiso que mi familia viniera a trabajar a Sampaka en lugar de a otras fincas como Timbabé, Bombe, Bahó, Tuplapla y Sipopo. A miles de kilómetros, estas palabras eran nombres con una fonética preciosa que evocaban imágenes de tierras lejanas en mi mente cuando era niña. Hoy que no llueve y puedo verla bien, siento como si ahora por fin fuera a entrar en el castillo encantado de mis cuentos infantiles.

—No sé qué esperas encontrar, Clarence, pero en este caso la realidad es más bien… escasa y pobre…, por decirlo de alguna manera.

—¿Ves esas palmeras? —Clarence señaló al frente—. Los hombres de mi familia replantaron algunas de ellas. Eso me enorgullece y reconforta. Mi padre y mi tío envejecen y se doblan, pero las palmeras siguen aquí, bien rectas hacia el cielo. —Sacudió la cabeza—. A ti te parecerá una tontería, pero para mí significa mucho. Un día todos desaparecerán y no habrá quien les cuente a las siguientes generaciones historias de palmeras en la nieve.

Visualizó el árbol genealógico de su casa y experimentó el mismo profundo estremecimiento que sintió el día que encontró la misteriosa nota entre las cartas y decidió llamar a Julia.

—Yo lo haré. Algún día les contaré todo lo que sé.

«¿Y les contarás también lo que sospechas, pero aún te falta por saber?», pensó de manera fugaz, mientras tomaba consciencia de lo rápido que había pasado el paréntesis temporal en el que se había permitido olvidar a su presunto hermano.

Iniko puso el coche en marcha y entraron en la finca, que ese día sí estaba llena de vida: hombres vestidos con pantalones de chándal y camisetas empujando carretillas, camionetas levantando polvo, un tractor transportando leña, una mujer con un cesto en la cabeza, algún que otro bidón abandonado. Luego, el patio. A la derecha, dos naves o almacenes blancos con techos rojos. A la izquierda, una nave levantada sobre un porche de columnas blancas. La edificación principal. El pequeño edificio de los archivos. Montones de leña cortada aquí y allá. Hombres con el torso desnudo desplazándose lentamente de un lugar a otro. Clarence volvió a sentir una profunda emoción, si bien el factor sorpresa del primer día había desaparecido.

Aparcaron bajo el porche junto a varios jeeps e Iniko la guio hasta los cacaotales más cercanos. Clarence vio a unos hombres que picaban cacao con un palo largo, en cuyo extremo había un metal afilado en forma de gancho plano para separar las piñas maduras de las verdes y hacerlas caer del árbol sin tocar las otras.

—¡Mira, Iniko! Mi tío se trajo dos cosas de Fernando Poo: ese gancho y un machete que aún emplea para podar y partir la leña más delgada.

Los árboles del cacao le parecieron más bajos de como se los había imaginado. Unos hombres caminaban con un cesto a sus espaldas, cogían las piñas anaranjadas del suelo con los machetes y las introducían en el cesto. Llevaban botas altas de goma. Había mucha maleza por todas partes. Otros hombres portaban las piñas en carretillas y las amontonaban en una pila alrededor de la cual había seis o siete hombres partiéndolas. En una mano sujetaban una y la abrían hábilmente con dos o tres golpecitos del machete con el que también extraían las pepitas del interior. Casi todos eran hombres muy jóvenes. Sus ropas estaban sucias. Seguramente pasaban muchas horas así, abriendo piñas con el machete y conversando.

A Clarence le brillaban los ojos. Jacobo y Kilian le hablaban desde la distancia: «Cuando había que secar el cacao en los secaderos, ya fueran las cuatro o las cinco de la mañana, yo no me lo perdí ni una vez en todos los años que estuve allí».

Les contaría a su padre y a su tío que se seguía produciendo cacao, y de la misma manera que ellos recordaban. Los secaderos de cacao, aunque viejos y descuidados, estaban intactos. El tiempo parecía no haber pasado en ese lugar: la misma maquinaria, la misma estructura soportando los tejados, los mismos hornos de leña. Todo funcionaba de la misma manera y con las mismas técnicas que a mediados del siglo XX. No había quinientos trabajadores, ni el orden y la limpieza de la que tanto alardeaban Kilian y Jacobo, pero funcionaba. Había sido real y quería seguir siéndolo.

Ni ellos ni otros como ellos estaban ya allí, pero el cacao sí.

Iniko se sorprendía ante su interés por algo que para él no era sino un trabajo pesado. Recorrió todos y cada uno de los rincones del patio principal y de los terrenos cercanos explicándole con detalle todas las actividades. Después de varias horas, cruzaron un pequeño puente sin protección y cogieron el camino de regreso hacia el vehículo. Llegaron a los porches de columnas blancas, sacaron las mochilas del maletero del coche y se sentaron en las escaleras de la antigua casa de los empleados. Clarence estaba exhausta y sudorosa, pero feliz.

Un hombre de unos sesenta y tantos años se acercó a unos pasos de ellos. Iniko lo reconoció, fue hasta él y conversaron un rato. El hombre, que a ella le resultó familiar, no dejaba de mirarla. Entonces cayó en la cuenta. Era el loco que la había perseguido haciendo aspavientos el primer día en Sampaka. Se extrañó de verlo tan calmado y de que Iniko charlara con él tanto rato. Sintió curiosidad y prestó atención a lo que decían, aunque no entendió nada porque hablaban en bubi.

De pronto, su curiosidad aumentó porque creyó escuchar las palabras Clarence, Pasolobino… y ¡Kilian!

—¡Clarence! —exclamó Iniko haciendo señas para que se levantara y se acercara a ellos—. ¡No te lo vas a creer!

Su corazón comenzó a latir con fuerza.

—Te presento a Simón. Es el hombre más viejo de la finca. Lleva aquí más de cincuenta años. Ya no puede trabajar, pero le permiten entrar y salir de la finca a su antojo, recoger leña y dar órdenes a los jóvenes inexpertos.

Simón la miraba con una mezcla de asombro e incredulidad. Su cara era extraña. Tenía unas finas incisiones cicatrizadas en la frente y en las mejillas. Debía ser de los pocos escarificados que quedaban, porque era el primero que ella veía e impresionaba un poco. Al lado de Iniko, esta vez no tuvo miedo.

El hombre se decidió a hablarle directamente, pero lo hizo en bubi. Iniko se agachó para susurrarle algo al oído:

—Sabe español desde niño, pero un día decidió no hablarlo más y nunca ha roto su promesa. No te preocupes, yo te iré traduciendo.

«Otra persona de firmes promesas», pensó ella, recordando la negativa de Bisila a regresar a Sampaka.

Iniko se situó a un lado de Simón y comenzó a traducir las primeras frases del hombre, que hablaba con el tono fuerte de la pronunciación africana.

—Te ha observado todo el tiempo —dijo Iniko—. Le recuerdas mucho a alguien que conoció bien. Ahora ya no tiene dudas. Eres familia de Kilian… ¿Tal vez su hija?

—No soy su hija. —Al ver la desilusión en su cara, Clarence se apresuró a explicar—: Soy su sobrina, hija de su hermano Jacobo. Dígame, ¿los conocía mucho? ¿Qué recuerda de ellos?

—Dice que durante años fue boy de massa Kilian. Era un buen hombre. Se portaba muy bien con él. También conoció a massa Jacobo, pero con él no conversó mucho. Quiere saber si sigue nevando tanto en Pasolobino —tu tío siempre hablaba de la nieve—, y si viven aún y cuántos años tienen ahora y si se casó también massa Kilian.

—Viven los dos. —A Clarence comenzó a temblarle la voz de emoción—. Tienen más de setenta años y están bien de salud. Nuestra familia sigue viviendo en Pasolobino. Los dos se casaron y tuvieron una hija cada uno. Yo me llamo Clarence. La hija de Kilian se llama Daniela.

El nombre de Daniela le sorprendió. Permaneció callado unos instantes.

—Daniela… —murmuró, pensativo, al cabo de unos segundos.

Miró a Iniko. Miró a Clarence. Además de las incisiones, tenía la cara surcada de arrugas. Aun así se podía apreciar claramente que tenía el ceño fruncido. Volvió a mirar a Iniko y le preguntó algo.

—Quiere saber cómo nos conocimos. —Iniko se rio, apoyó una mano en el hombro de Simón y respondió a su pregunta afectuosamente—. Le he dicho que nos tropezamos aquí hace unos días, y que luego nos hemos juntado con Laha varias veces en la ciudad.

Simón emitió un pequeño gruñido y clavó su mirada en Clarence mientras le soltaba más preguntas.

—Sí, Simón, también conoce a Laha —dijo Iniko—. Sí. Ha sido una casualidad.

—¿Por qué dice eso? —quiso saber ella. Había algo en su expresión que parecía ocultar cierto desconcierto. Se giró hacia Iniko—. Yo pensaba que no creíais en la casualidad, que todo era obra de los espíritus.

Simón intervino rápidamente. Iniko retomó su papel de intérprete. Las palabras de Simón tenían sentido, pero su tono evidenciaba que estaba desviando la conversación por otro camino. A Clarence la situación le resultó irritante. ¿No sería todo más fácil si el hombre hiciese el favor de hablar en su idioma?

—Dice Simón que era muy amigo de mi abuelo. Y los dos eran amigos de tu tío y de tu abuelo.

—Entonces, ¿también conoció a mi abuelo? —preguntó Clarence. El corazón le dio un vuelco al recordar las flores en su tumba.

Simón respondió y señaló a Iniko con el dedo.

—Dice que sí, pero que su imagen se ha borrado de su mente porque falleció hace muchos años. Simón era muy joven entonces y solo llevaba trabajando dos años para massa Kilian. Por lo visto, quien lo conocía bien era mi abuelo.

—¿Tu abuelo? —preguntó Clarence. Era difícil que estuviera vivo, pero… ¡El último rey bubi había muerto a los ciento cinco años!—. ¿Y él…?

—Mi abuelo murió hace bastantes años —se adelantó Iniko, intuyendo lo que ella estaba pensando.

—¿Y cómo se llamaba tu abuelo?

—Ösé. Para ti, José. Se pasó toda la vida aquí, en Sampaka, bueno, entre la finca y su poblado natal, que ya no existe. Se llamaba Bissappoo. En 1975, Macías ordenó quemarlo porque, según él, todo el pueblo se había dedicado a la subversión.

—Bissappoo… —repitió ella en voz baja.

—Un nombre precioso, ¿no te parece? —preguntó Iniko.

—Muy bonito, sí, como todos los de aquí —admitió ella, pero no era solo eso lo que la tenía intrigada—: Entonces, José era el padre de Bisila…

—Sí, claro. No conocí a mis abuelos paternos.

De pronto, algo más la unía a Iniko. Su abuelo y el suyo habían sido amigos, si es que eso había sido posible en una época de tan clara separación entre blancos y negros.

—La de cosas que nos podrían contar si estuvieran vivos, ¿verdad? —Iniko pensaba lo mismo que ella—. Si Simón dice que eran amigos, es que eran amigos. Simón siempre dice la verdad.

Entonces, ¿por qué la miraba con la expresión de alguien que sabía algo que no iba a decir?

—¿Te vas a quedar mucho tiempo en Bioko? —preguntó Simón a través de la voz de Iniko.

—Tengo que regresar pasado mañana. —Clarence se dio cuenta entonces de que su tiempo allí se acababa y le entró una enorme tristeza.

—Simón dice que saludes a massa Kilian de su parte. Y que le digas que la vida no le ha tratado mal después de todo. Él se alegrará de saberlo.

—Lo haré, Simón, lo haré.

Simón asintió y, como si se hubiera olvidado de algo, soltó un comentario atropellado.

—Y que saludes también a tu padre —tradujo Iniko.

—Gracias.

Simón estrechó la mano de Iniko, le dijo algo más en bubi, se giró y se marchó.

—¿Y qué te ha dicho ahora? —preguntó Clarence.

—Que te ha reconocido por los ojos. Que tienes los mismos ojos que los hombres de tu familia. No son ojos corrientes. De lejos parecen verdes, pero si te acercas más son grises. —Acercó tanto la cara que ella pudo sentir su aliento—. Creo que tiene razón. ¡No me había fijado!

Iniko la cogió de la mano y comenzaron a caminar en dirección al porche, donde estaba aparcado el todoterreno.

—¡Ah! Y me ha pedido que te diga una cosa, un poco extraña, por cierto…

Clarence se detuvo y lo miró, impaciente.

—Me ha pedido que te diga que si los ojos no te dan la respuesta, que busques un elëbó.

—¿Y eso qué es?

—Una campana bubi que se emplea en rituales y danzas, como la que viste en Ureka, ¿te acuerdas? Es rectangular, de madera, y tiene varios badajos.

—Sí. ¿Y por qué ha dicho eso? ¿Qué significa?

—No tengo ni idea. Pero ha dicho que tal vez un día lo comprenderías. Así es Simón. Dice algo, y si lo entiendes, bien, y si no, también.

Clarence se detuvo y se dio la vuelta. Distinguió la figura de Simón a unos metros, observándola.

—Espera un momento, Iniko.

Caminó hasta Simón. Lo miró directamente a los ojos y le dijo:

—Por favor, solo haga un gesto con la cabeza. Tengo que saber una cosa. ¿Bisila y mi padre se conocían?

Simón apretó los labios y las comisuras se curvaron hacia abajo en un gesto de obstinación.

—Solo sí o no —suplicó ella—. ¿Se conocían Jacobo y Bisila?

El hombre soltó un gruñido y con un golpe seco movió la barbilla hacia el pecho. Clarence tomó aire. ¿Eso había sido un ?

—¿Mucho? —murmuró—. ¿Eran amigos? Tal vez…

Simón levantó una mano en el aire para hacerla callar. Dijo unas palabras en tono agrio y se marchó.

Clarence se mordió el labio. El corazón le latía con fuerza. Jacobo y Bisila se conocían…

Sintió que una mano entrelazaba la suya.

—¿Nos vamos? —preguntó Iniko.

Retomaron la marcha y, al cabo de unos segundos, Clarence se detuvo de nuevo.

—Iniko… ¿Por qué crees que tu madre no ha querido volver nunca más a Sampaka?

Iniko se encogió de hombros.

—Me imagino que todo el mundo tiene recuerdos que no desea avivar —respondió—. Como dijo Dimas, aquellos fueron tiempos muy difíciles.

Clarence asintió pensativa. Su mente era un hervidero de suposiciones y conclusiones atropelladas. Se empezaba a imaginar una historia confusa e imposible a partir de fichas que solo encajaban parcialmente. ¡Tendría que releer todas las cartas que había por casa!

Le entró una repentina urgencia por volver a Pasolobino y acribillar a su padre a preguntas, pero en cuanto entraron en Malabo, al atardecer, ese sentimiento se transformó en desazón.

Hubiese dado cualquier cosa por regresar a la playa de Moraka y a la casita de Ureka. Más que eso: le iba a costar tiempo volver a centrarse en su vida diaria.

—¿Quieres quedarte en el hotel esta noche conmigo? —le preguntó a Iniko. No quería estar sola.

No… No era eso exactamente.

No quería estar sin él.