VII
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TIEMPO DE TORNADOS
Kilian descendió la cuesta a toda prisa. El barco que traía a su padre de España había atracado hacía un rato y él llegaba con retraso. Cuando alcanzó la parte inferior, tres hombres estaban descargando la última gabarra en el espigón. Aparte de eso, no había más movimiento. Jadeante y sudoroso, se detuvo y buscó con la mirada a Antón. El sol provocaba sobre la superficie del mar miles de reflejos dorados que competían con los plateados de los bancos de sardinas. Se colocó una mano a modo de visera y entrecerró los ojos.
Como una diminuta sombra recortada sobre el horizonte infinito distinguió la figura de su padre de espaldas, sentado sobre su maleta de cuero y con los hombros algo hundidos. Kilian dio unos pasos en su dirección y abrió la boca para llamarle, pero se contuvo. Había algo en su postura que le extrañó. Esperaba encontrarlo caminando impaciente y enfadado por ser el último pasajero a quien iban a buscar, pero, en vez de eso, Antón parecía meditabundo, como si tuviera la mirada perdida en algún lugar más allá de la playa circular de la bahía enmarcada por los abanicos de las palmeras reales, las frondosas bananeras y los cocoteros. Esa imagen de absoluta soledad produjo en Kilian un estremecimiento que intentó mitigar acelerando el paso y forzando una voz alegre:
—¡Perdóneme, papá! No he podido llegar antes. —Antón levantó la cabeza y, todavía ensimismado, lo recibió con una triste sonrisa.
Kilian se asustó al verle la cara. En pocos meses había envejecido años.
—Es que… —continuó— había un árbol cruzado en la carretera por culpa de la tormenta de anoche. No fue muy fuerte, pero ya sabe cómo son estas cosas… He tenido que esperar un buen rato a que lo quitaran.
—No te preocupes, hijo. He disfrutado de unos momentos muy agradables mientras te esperaba.
Antón se puso de pie con lentitud y los dos se abrazaron. Aunque el cuerpo de su padre continuaba siendo el de un hombre bastante alto y fornido, Kilian sintió que el saludo, además de ser inusualmente prolongado, transmitía una honda debilidad a sus fuertes brazos.
—Venga, vamos. —Kilian carraspeó y cogió la maleta—. No sabe la de ganas que tengo de que nos cuente cosas de casa. ¿Cómo están mamá y Catalina? ¿Había mucha nieve cuando se fue? ¿Y tío Jacobo y su familia?
Antón sonrió y sacudió una mano en el aire.
—Será mejor que esperemos a juntarnos con tu hermano —dijo—. ¡Así no tendré que responder a todo dos veces!
Cuando llegaron al fondo del espigón, Antón lanzó una mirada al empinado camino y soltó un resoplido.
—¿Sabes, Kilian, por qué la llaman la cuesta de las fiebres?
—Sí, papá. ¿No se acuerda? Me lo contó Manuel el primer día.
Antón asintió.
—¿Y qué te dijo exactamente?
—Pues que nadie se escapa de… —No quiso terminar la frase y le ofreció el brazo con naturalidad—. Papá, es normal estar cansado después de un viaje tan largo.
Antón aceptó su brazo y ascendieron de manera pausada. Kilian no dejó de hablar en todo el trayecto hasta el coche y después hasta Sampaka, poniéndole al día de las cosas de la finca, de los demás empleados, de los braceros nuevos y de los más veteranos, de los conocidos de Santa Isabel, de las jornadas en los cacaotales… Antón escuchaba y asentía, incluso sonreía de vez en cuando, pero en ningún momento le interrumpió.
Él ya había vivido lo suficiente como para saber que la excepcional locuacidad de su hijo se debía al temor de llevar del brazo por primera vez a un padre que se sentía cansado y viejo.
—¡Massa Kilian! —Un sofocado Simón gritaba por la ventanilla del camión—. ¡Massa Kilian! ¡Rápido, venga!
El vehículo levantaba una gran polvareda por el camino de los cacaotales. Kilian estaba comprobando que las trampas para ardillas estuvieran bien colocadas. Las ardillas de su país eran animales graciosos que hacían las delicias de los niños. En Fernando Poo eran más grandes que conejos y se comían las piñas de cacao. Algunas incluso tenían alas para planear de un árbol a otro. El camión se acercó haciendo sonar el claxon con insistencia. Por fin se detuvo a su lado y Simón salió como una exhalación.
—¡Massa! —gritó de nuevo—. ¿Es que no me oye? ¡Suba al camión!
—¿Qué pasa? —preguntó Kilian, asustado por los gritos de su boy.
—¡Es Masantón! —Simón le explicó de un tirón, casi sin respirar—: Lo han encontrado inconsciente en la oficina… Está en el hospital con los massas Manuel y Jacobo. José me ha enviado a buscarle. ¡Vamos, suba al camión!
Aunque Simón condujo hacia la finca con peligrosa rapidez, a Kilian el trayecto al hospital se le hizo eterno. No podía dejar de pensar en su padre.
Desde marzo, la salud de Antón se había ido deteriorando progresivamente, lo cual no le había impedido comportarse ante sus hijos con total entereza. En ocasiones, incluso bromeaba para quitarle hierro al asunto, diciéndoles que el trabajo en la oficina, entre montañas de papeles, era mucho más duro que el de los cacaotales. Kilian y Jacobo habían renunciado finalmente a sus seis meses de vacaciones y habían solicitado posponerlas para más adelante, quizá para cuando su padre se encontrara mejor…
Lo único que había cambiado en la forma de ser de Antón era la constante necesidad de contar a sus hijos, de forma minuciosa, todos los detalles de las finanzas de Casa Rabaltué. Les repetía el número de cabezas de ganado que debían conservar, el importe acertado para vender bien una yegua, el precio de los corderos, el sueldo del pastor, y los segadores que se necesitarían ese verano para cortar la hierba y guardarla para el próximo invierno. También comentaba los arreglos que necesitaba la casa. Había que retejar, cambiar una viga del establo, enderezar un muro del gallinero, encalar las paredes del patio, mejorar la instalación eléctrica, y hacer un cuarto de baño más grande y completo. Con los sueldos de ambos hermanos, calculaba, más lo que producía la venta del ganado, tendrían para acometer todos esos proyectos. Si fallaba un sueldo, habría que ir poco a poco y arreglar algo cada año. Y por si no les había quedado claro, apuntaba todas las instrucciones y los cálculos en decenas de notas duplicadas con papel de calco: una copia para los hermanos y otra para enviar a España por correo. A pesar de la distancia, seguía dirigiendo Casa Rabaltué desde África.
También había aprovechado Antón varios momentos a solas con Kilian para contarle con más detalle otros asuntos más vagos que un buen amo debía tener siempre presente, como las relaciones entre las casas de Pasolobino y Cerbeán y las deudas y favores prestados y recibidos entre familiares y vecinos desde tiempos muy lejanos. Kilian lo escuchaba sin intervenir porque no sabía qué decir. Le producía una profunda tristeza ser consciente de que su padre le estaba dictando su testamento, por más que adoptase un tono casual, o utilizase como pretexto las cartas que llegaban desde casa cada vez con mayor frecuencia. Era evidente que su padre tenía una imperiosa necesidad de dejar todo dicho antes de…
El camión frenó bruscamente ante la puerta del hospital. Kilian subió las escaleras de tres en tres e irrumpió en la sala principal. Un enfermero lo reconoció y le indicó que pasara a una habitación contigua al despacho del médico. Allí vio a su padre postrado en la cama, con los ojos cerrados. Jacobo estaba sentado en un sillón en una esquina y se levantó nada más ver a Kilian. José permanecía de pie al lado de la cama. Una enfermera recogía utensilios en una pequeña bandeja metálica. Cuando se dio la vuelta para salir de la habitación, casi chocó con Kilian.
—¡Perdón! —se disculpó.
Aquella voz…
La muchacha alzó la cara y sus miradas se encontraron.
¡Era ella! ¡La novia de sus sueños! ¡La mujer de Mosi!
¡No sabía ni su nombre!
José se dirigió a su hija para preguntarle algo, pero en ese mismo momento entró Manuel.
—Ahora está sedado —informó—. Le hemos suministrado una dosis más alta de morfina.
—¿Qué quiere decir una dosis más alta? —preguntó Kilian, extrañado.
El doctor miró a José y este movió la cabeza a ambos lados. Kilian no sabía nada.
—¿Podríamos hablar en mi despacho?
Los cuatro pasaron a la otra estancia. Una vez dentro, Manuel fue directo al grano.
—Hace meses que Antón recibe morfina para soportar los dolores. No quería que nadie lo supiera. Tiene un mal incurable, intratable e inoperable. Es cuestión de días. Pocos días, me temo. Lo siento.
Kilian se giró hacia Jacobo.
—¿Tú sabías algo?
—Lo mismo que tú —respondió Jacobo con voz triste—. No tenía ni idea de que fuese tan grave.
—¿Y tú, Ösé?
José dudó antes de contestar:
—Antón me hizo jurar que no diría nada.
Kilian agachó la cabeza, presa del desaliento. Jacobo, también cabizbajo, se acercó y colocó una mano en el hombro de su hermano. Por un momento, coincidieron plenamente en sus pensamientos. Sabían que su padre estaba enfermo, pero no tanto. ¿Cómo había podido ocultarles la gravedad de la situación? ¿Por qué no le habían dado más importancia a su cansancio permanente, a su falta de apetito…? Todo era debido al calor, les había repetido mil veces… ¡Al maldito calor! ¿Lo sabría su madre? Los hermanos se miraron con los ojos llenos de congoja. ¿Cómo se lo iban a contar? ¿Cómo se le decía a una mujer que su marido iba a morir a miles de kilómetros de distancia y que nunca más volvería a verlo?
—¿Podremos hablar con él? —acertó por fin a preguntar Kilian con un hilo de voz.
—Sí. A partir de ahora tendrá momentos en los que estará despierto y consciente. Pero espero que la morfina le sirva para engañar el momento en que entre en la agonía final. —Manuel le dio unas palmadas en el brazo—. Kilian… Jacobo… Lo siento de veras. A todos nos llega la hora. —Se quitó las gafas y empezó a limpiar un cristal con una esquina de su bata—. La medicina no puede hacer más. Ahora sí que ya es la voluntad de Dios.
—Dios no envía la enfermedad —comentó José cuando regresaron al lado de Antón, que aún permanecía con los ojos cerrados—. El creador de las cosas bellas, del sol, de la tierra, de la lluvia, del viento y de las nubes no puede ser la causa de nada malo. La enfermedad es cosa de los espíritus.
—No digas tonterías —repuso Jacobo mientras Kilian se dirigía hacia su padre y le cogía la mano—. Las cosas son como son y punto.
La hija de José los observaba desde la puerta.
—Para nosotros —intervino con voz suave—, la enfermedad resulta de los maleficios de los espíritus de los antepasados que han sido insultados u ofendidos por el paciente o su familia.
Se acercó a José antes de continuar. Kilian se fijó entonces en que llevaba una bata blanca de manga corta abierta sobre un vestido verde pálido de anchos botones.
—Por eso mostramos tanto fervor al solicitar sus favores intentando satisfacerles con sacrificios, bebidas y fiestas funerarias.
José la miró complacido por su forma de explicar lo que a él le resultaba tan difícil. Kilian seguía en silencio.
—Pues entonces, dime —dijo Jacobo con sorna. Sus ojos centellearon—. ¿Qué haces tú en este hospital? ¿Por qué no te vas a invocar a los espíritus?
Kilian lamentó el tono de voz empleado por su hermano, pero ella respondió con la misma voz delicada y tranquila.
—Lo que no se puede evitar no se puede evitar. Pero sí podemos aliviar a un enfermo de su dolor. —Caminó hacia Antón y le colocó un paño de tela humedecido sobre la frente con mucha delicadeza—. La mayoría de las dolencias se calman con sencillos remedios de baños de agua fría o caliente, con unciones y fricciones de aceite de palma o de almendras, pomada de ntola o cataplasmas de hierbas y hojas, y con pociones de vino de palma mezclado con especias o con agua de mar.
Kilian observaba sus finas y pequeñas manos negras sobre el paño blanco. Lo apretaba ligeramente sobre la frente de su padre. Luego lo cogía y lo devolvía al cuenco, donde lo empapaba de nuevo, lo retorcía para escurrir el exceso de líquido y de nuevo lo colocaba amorosamente sobre la frente o lo aplicaba con leves presiones sobre las mejillas. Se mantuvo absorto en ese proceso durante mucho rato. De fondo escuchaba la conversación de los otros, pero en su mente solo había lugar para la metódica labor de esas manos.
No quería pensar.
No quería enfrentarse a lo que iba a suceder.
—A veces —empezó José, refiriéndose a su hija con orgullo—, massa Manuel le permite aplicar algunos de nuestros conocimientos ancestrales…
Jacobo lo interrumpió irritado y se puso en pie.
—¡Pues dime tú, ya que sabes tanto, qué remedio hay para mi padre!
Kilian volvió a la realidad de la habitación.
—¡Cálmate, Jacobo! —le increpó—. A José le duele tanto como a nosotros lo que le pasa a nuestro padre.
Jacobo soltó un resoplido escéptico y volvió a sentarse.
—Dime, Ösé. —Kilian hablaba a su amigo, pero tenía clavada la vista en la joven enfermera—. ¿Qué harías si fuera tu padre?
—Kilian, yo no dudo de las medicinas de los extranjeros. No te ofendas, pero en su estado, yo… —Titubeó unos segundos y finalmente dijo con convicción—: Consultaría a un brujo doctor para que rezase por él.
Se oyó una risa sarcástica desde el sillón de la esquina. Kilian hizo un gesto enérgico con la mano para que su hermano se callara y pidió a José que continuara.
—Si fuese mi padre —prosiguió este—, lo llevaría a la capilla del espíritu protector más poderoso de mi poblado para que lo liberase de la maldición que lo atormenta. Sí, eso haría.
—Pero no podemos moverlo en su estado, Ösé —objetó Kilian—. Y tampoco nos lo permitirían ni Manuel ni el señor Garuz.
—Tal vez podría conseguir que… —propuso José con cautela— nuestro doctor viniera aquí.
Jacobo se levantó furioso.
—¡Claro! ¡No será nada difícil convencerle a cambio de tabaco y alcohol!
Kilian no dijo nada. Seguía mirando fijamente a la hija de José, que levantó la cabeza y clavó la mirada en él esperando una respuesta. Sus ojos claros parecían querer decirle que no perdía nada al intentarlo; que lo que consolaba a unos bien podía confortar a otros. ¿Se atrevería a solicitar la ayuda de los indígenas? Ella parecía desafiarlo sin palabras.
—De acuerdo —accedió finalmente.
Ella sonrió y se volvió hacia su padre.
—Enviaré a Simón a Bissappoo —dijo simplemente.
Jacobo cruzó la habitación moviendo la cabeza de un lado a otro en dirección a la puerta.
—¡Esto es ridículo! —bramó—. ¡Tanto contacto con los negros te ha trastornado! ¡Estás loco, Kilian!
Salió dando un portazo. Kilian corrió tras él y lo detuvo en las escaleras de la entrada.
—¿A qué ha venido eso, Jacobo?
Su hermano no lo miró a los ojos.
—Está claro. Hace tiempo que prefieres los consejos de José a los míos.
—Eso no es cierto… —protestó Kilian. Jacobo torció el gesto—. Papá y José son amigos, Jacobo. Solo quiere ayudar.
—Ya has oído a Manuel. Papá se va a morir. Es inevitable. Tal vez tú prefieras agarrarte a falsas esperanzas, pero yo no. Está bien atendido. Eso es lo que importa. —La voz le tembló—. Solo quiero que todo acabe cuanto antes. Llegados a este punto, sería lo mejor.
Miró a Kilian y vio que este permanecía callado con los labios fuertemente apretados. Intentó recordar en qué momento Kilian había comenzado a alejarse de él. La fugaz imagen de un joven hermano preguntándole miles de cosas y escuchando sus respuestas con asombro, admiración y total credulidad cruzó por su mente. De eso hacía mucho tiempo. Las cosas habían cambiado demasiado deprisa: Kilian ya no lo necesitaba, su padre se moría, y él se sentía cada día más solo. La culpa de todo la tenía la isla. Atrapaba a sus habitantes con sus intangibles redes, a cada uno de una manera diferente. Y acabaría con todos ellos como antes lo hiciera con otros.
—Te has vuelto testarudo, Kilian. Antes no eras así. Deja a papá tranquilo, ¿me oyes?
—He dado mi consentimiento y no pienso volverme atrás —replicó su hermano con voz firme.
—Eso ya lo veremos.
Antón tuvo breves momentos de lucidez en los que pudo conversar con José y sus hijos, sobre todo con Kilian, quien apenas se movió de su lado en las siguientes horas. Quizá fue la primera vez en sus vidas que padre e hijo hablaron sin prisa ni vergüenza de temas más personales. La lejanía del hogar, el clima aturbonado de junio y la certeza de la despedida inevitable creaban el ambiente perfecto para las confidencias entre hombres de la montaña acostumbrados a la vida dura.
—Kilian, no es necesario que estés aquí todo el tiempo —le dijo una vez más Antón—. No debes abandonar el trabajo. Ve con Jacobo, anda.
A Jacobo las paredes del hospital se le caían encima y prefería suplir a Kilian en sus tareas con tal de alejarse de ese entorno de dolor.
—No lo abandono, papá. Pueden prescindir de mí. En esta época todos estamos a la espera de que los frutos maduren para la próxima cosecha. No sé si son imaginaciones mías, pero cada año las piñas de cacao son más grandes…
—Aquí estoy bien —afirmó Antón con todo el convencimiento del que fue capaz, en un intento de aliviar el evidente sufrimiento interior por el que estaba pasando su hijo—. Las enfermeras me cuidan muy bien, sobre todo la más jovencita, la que está aprendiendo, la hija de José. ¿Te has fijado en sus ojos, hijo? Son casi transparentes…
Kilian asintió. Sabía perfectamente cómo eran los ojos de la muchacha, su rostro, sus manos, su cuerpo… Cuando ella aparecía por la puerta, su sola presencia servía de efímero bálsamo para su desaliento. Estaba muy asustado. Había visto morir animales y era muy desagradable. Había visto a familiares y vecinos muertos en los velatorios de su tierra. De pronto te avisaban y uno que vivía había muerto. Sin embargo, la certidumbre de que él estaría presente cuando su padre exhalara el último suspiro le ponía enfermo. Era una experiencia por la que no quería pasar y no le quedaba más remedio. No sabía ni qué decir. Ahora conversaban y tal vez dentro de una hora… Seguro que su madre hubiese sido mejor acompañante en ese tramo final de la vida. Por lo menos, más cariñosa. Pensó en Mariana y Catalina, a quienes acababa de enviar un telegrama por medio de Waldo para notificarles la situación. Había llorado tanto que ante su padre ya no le quedaban lágrimas. Mejor.
—¿Kilian?
—Dígame, papá.
—Tendrás que encargarte de la casa y de la familia. Eres más responsable que Jacobo. Prométeme que lo harás.
Kilian asintió sin ser consciente entonces de que hay promesas que pesan más que una losa de piedra. Se encargaría de Casa Rabaltué igual que lo habían hecho sus padres y otros antes que ellos.
—¿Por qué volvió, papá, si no se encontraba bien? En la Península hay buenos médicos y estaría en casa bien cuidado y acompañado.
Antón titubeó antes de responder:
—Bueno, he hecho como los elefantes, buscar mi sitio para morir. He pasado tantos años aquí que hasta me parece justo. Esta tierra nos ha dado mucho, hijo. Más que nosotros a ella.
A Kilian no le convenció la respuesta.
—Pero papá… Lo normal sería estar en casa, con mamá…
—Si te lo explicara, no sé si me entenderías.
Kilian recordó haber escuchado esa frase varias veces en su vida.
—Inténtelo.
Antón cerró los ojos y suspiró.
—Kilian, yo no quería que tu madre viera mi cuerpo sin vida. Tan sencillo como eso.
Kilian se quedó helado ante la franqueza de su padre.
—Tu madre y yo —continuó Antón— nos hemos querido mucho a pesar de la distancia. Cuando nos despedimos, los dos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Eso es algo que se sabe, no son necesarias las palabras. Dios ha querido que yo me vaya primero y le doy gracias por ello…
Su voz se quebró. Cerró los ojos y apretó los labios con fuerza para contener la emoción. Al cabo de unos segundos, abrió los ojos, pero su mirada ya no era la mirada serena de antes.
—Me gustaría descansar un poco —dijo, con voz queda.
Kilian solo quería que el tiempo girase en el sentido contrario a las agujas del reloj y lo enviara de regreso a los verdes campos de la montaña para que su madre guisara conejo o sarrio con chocolate y preparara rosquillas los días de fiesta, para que su padre le trajera regalos de una tierra lejana, su hermana protestase por sus travesuras con los brazos en jarras, su hermano le retase a caminar por los más altos muros de piedra mientras saboreaba un trozo de pan con nata de la cremosa leche de vaca y azúcar, y la nieve apaciguase la melancolía de los otoños.
En cuanto faltara su padre, él tendría gran parte de la responsabilidad de cuidar de su familia y de la casa heredada generación tras generación. Deseó ser como Jacobo, ahuyentar las penas con cuatro guiños y varios sorbos de malamba, whisky y saltos de coñac, y expulsar sus temores en forma de enojo antes de que anidasen en su corazón.
Pero él no era así.
Apoyó la cabeza entre las manos y permaneció un largo rato evocando su infancia y su juventud.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Su alma se helaba y añoraba la nieve.
Se estaba haciendo mayor y tenía miedo. Mucho miedo.
La puerta se abrió y Kilian dirigió una anhelante mirada en esa dirección, pero esta vez entró José. Se acercó a la cama y estrechó la mano de Antón con afecto, sosteniéndola entre las suyas todo el tiempo.
—¡Ah, José, mi buen José! —Antón abrió los ojos—. Tú también estás aquí ahora. ¿Y esa cara? —Intentó bromear—. Tengo más suerte que los indígenas, José. ¿Sabes, Kilian, qué hacían los bubis antes cuando uno estaba muy grave? Lo llevaban a un cobertizo de su poblado y allí lo dejaban. Todos los días le ponían por la parte de fuera un plátano o ñame asado y un poquito de aceite de palma para su sustento y así continuaba hasta que la muerte ponía fin a sus sufrimientos.
Hizo una pausa porque tanto hablar le suponía un gran esfuerzo.
—Me lo contó un misionero, el padre Antonio creo que se llamaba, que convivió muchos años con los bubis. Dime, José, nunca te lo había preguntado… ¿Es cierto? ¿Hacíais eso?
—Los espíritus siempre nos acompañan, Antón, en una cabaña o en este hospital. Nunca estamos solos.
Antón esbozó una pequeña sonrisa y cerró los ojos. José liberó su mano con suavidad y se acercó a Kilian. De fondo, se escuchaban unas voces que provenían del otro lado de la pared.
—El padre Rafael está discutiendo con el doctor —le informó José en un susurro—. Tu hermano les ha contado que piensas dejar que uno de nuestros médicos trate a Antón.
Kilian frunció el ceño y salió al pasillo. Desde el despacho de Manuel llegaban las voces acaloradas de varios hombres, entre ellas la de su hermano. Abrió la puerta sin llamar y todos se callaron. Manuel estaba sentado ante su mesa, frente a Jacobo y al padre Rafael, que permanecían de pie.
—¿Hay algún problema? —preguntó Kilian directamente.
—Pues sí, Kilian —respondió enseguida el padre Rafael, con las mejillas coloradas por el enfado—. Has de saber que no me parece nada bien que uno de esos brujos se acerque a tu padre. Si ni siquiera nuestra desarrollada medicina ha sido suficiente para curarle, eso quiere decir que está en manos de nuestro Dios, el único y verdadero. ¿A santo de qué vas a permitir que un pagano pose sus manos sobre él? ¡Es ridículo!
Kilian lanzó a su hermano una mirada de reproche. Podían haberse evitado esa situación si no se hubiera ido de la lengua. Con los ojos clavados en Jacobo, alegó:
—Mi padre… Nuestro padre ha repartido su vida entre Pasolobino y Fernando Poo. Yo diría que casi al cincuenta por ciento. No veo por qué no puede despedirse de este mundo con los honores de cada sitio.
—¡Porque no está bien! —soltó el sacerdote—. ¡No puedes compararlas! Tu padre siempre ha sido un buen católico. ¡Lo que quieres hacer es absurdo!
—Si estuviera aquí mamá —intervino Jacobo—, te haría entrar en razón.
—¡Pero no está, Jacobo! ¡No está! —gritó Kilian. Sorprendido por su reacción, se sentó en una de las sillas dispuestas frente a la mesa de Manuel, bajó la voz y preguntó en tono desafiante—: ¿Hay en toda la isla, en el gobierno civil, o en los mandamientos de la Iglesia, alguna ley escrita que prohíba explícitamente a un negro rezar por la salvación del alma de un blanco?
—No, no la hay —respondió tajante a sus espaldas el padre Rafael, dando cortos paseos con las manos juntas sobre su grueso vientre—. Pero estás sacando las cosas de quicio, Kilian. Lo que tú quieres no es que un negro rece, sino que cure a tu padre. Es eso, ¿verdad? No estás poniendo en duda solo la actuación de los médicos, sino la voluntad de Dios. Eso es pecado, hijo. Estás cuestionando a Dios. Más que eso. Pretendes retar a Dios.
Se dirigió al doctor:
—Manuel, dile que todo este asunto es… es… ¡una completa sinrazón!
Manuel miró a Kilian y suspiró.
—Ya no hay remedio, Kilian, ni con nuestra medicina ni con la bubi. Todo lo que hagas será una pérdida de tiempo. Y no solo eso. Aunque no esté prohibido, si se entera Garuz, se pondrá furioso. No le parecerá nada adecuado que se sepa que los blancos hacemos caso de las tradiciones negras. —Sus dedos tamborilearon sobre la mesa—. No están las cosas para bromas, en estos momentos, ya sabes…, con esos aires de independencia…
—Confío en la discreción de José —adujo Kilian con obstinación—. Y espero poder confiar también en la vuestra. ¿Alguna cosa más?
El padre Rafael apretó los labios y sacudió la cabeza mostrando su disconformidad por el incomprensible empeño de Kilian. Se dirigió airado hacia la puerta, puso la mano en el pomo y dijo:
—Haz lo que quieras, pero yo le daré el último santo sacramento después de que ese… —Se interrumpió y reformuló sus palabras antes de salir—: Yo seré el único y último en darle la extremaunción.
Se hizo un incómodo silencio. Jacobo, que había permanecido callado mientras los otros exponían sus razones, comenzó a caminar nervioso de un lado a otro mesándose el cabello y emitiendo algún que otro resoplido. Finalmente se sentó al lado de su hermano.
—También es mi padre, Kilian —dijo—. No puedes hacer esto sin mi consentimiento.
—¿No te basta con que yo quiera hacerlo? ¿Qué más te da? ¿Qué hay de malo, Jacobo? ¿Y si hubiera algo…? Manuel, tú mismo nos has contado cosas de las plantas que investigas… —Manuel negó con la cabeza.
Kilian apoyó los codos sobre la mesa y se frotó las sienes. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar delante de los dos hombres.
—¡Solo tiene cincuenta y siete años, maldita sea! ¿Sabéis cuántos nietos tiene José? ¡Pues papá nunca conocerá a los suyos! No ha hecho otra cosa en toda su vida que trabajar, partirse la espalda para conseguir una vida mejor para nosotros, para su familia, para la casa… No es justo. No. No lo es.
—Está bien, allá tú. —Jacobo suspiró, derrotado al fin por el tono implorante de su hermano—. Pero yo no quiero saber nada.
Lanzó una breve mirada de soslayo al médico.
—¿Manuel?
—En última instancia no es asunto mío. Te aprecio, Kilian… —titubeó imperceptiblemente—, os aprecio a los dos, Jacobo. No servirá de nada, ni para mal ni para bien. Por tanto, a mí me da igual lo que hagáis…, lo que hagas, Kilian. —Se encogió de hombros—. Después de tantos años en Fernando Poo, pocas cosas pueden sorprenderme ya.
A la mañana siguiente, cuando llegó el hechicero o tyiántyo, Antón estaba prácticamente en coma. Apenas balbucía algunas palabras inconexas. Nombraba a personas y ocasionalmente sonreía. De pronto ponía cara de sufrimiento y se quejaba y su respiración se volvía dificultosa.
Solo José y su hija acompañaban a Kilian en la habitación.
Nada más entrar, el médico y sacerdote bubi agradeció al hombre blanco los generosos presentes que había enviado por medio de Simón. Enseguida preparó su intervención. Primero se colocó un llamativo sombrero de plumas y una larga falda de paja y encendió una pipa. Después, empezó a atar diversos amuletos en los brazos, cintura, piernas y cuello de Antón. José había adoptado una actitud respetuosa, de pie, con la cabeza agachada y las manos cruzadas, y su hija se movía por la habitación atendiendo a las indicaciones del doctor con exquisita diligencia y serenidad. Los amuletos eran conchas de caracol, plumas de aves, mechones de pelo de oveja y hojas del árbol sagrado Iko.
Kilian observó la escena en silencio, sin intervenir. Supuso que esos objetos, como los de la entrada a Bissappoo, servían para ahuyentar a los malos espíritus. Al ver a su padre decorado de esa manera, parte de su ser empezó a arrepentirse de no haber hecho caso a su hermano. Pero en algún lugar de su corazón parpadeaba la pequeña llama de un ingenuo e irracional anhelo que, alimentado por los relatos poblados de milagros que recordaba de su infancia y por la imagen de aquella Fe de Zaragoza que sujetaba con su firme brazo a un hombre sin fuerzas, lo mantenía con la vista clavada en Antón esperando un gesto enérgico, una sonrisa abierta, un movimiento ágil que indicara que todo había sido una falsa alarma, una gripe, un engañoso ataque de paludismo, un cansancio pasajero…
El brujo desató de su cintura una calabaza rellena de pequeñas conchas y comenzó el ritual. Invocó a los espíritus y les pidió que revelara la enfermedad, su causa y la medicina más efectiva para su cura. Extrajo dos pequeñas piedras muy redondas y lisas de una bolsa de cuero y las colocó una sobre otra. Las piedras, explicó José, eran la herramienta imprescindible para averiguar si el enfermo se recuperaría o moriría. No había más alternativas.
El hechicero hablaba, silbaba, murmuraba, susurraba. Kilian no podía entender ni las preguntas ni las respuestas. Al cabo de un rato, cuando José tradujo el diagnóstico final —el enfermo no había cumplido sus obligaciones para con los muertos y, probablemente, moriría—, la débil llamita se extinguió en el corazón de Kilian y un definitivo vacío ocupó su lugar. Agachó la cabeza y apenas fue consciente de que, a instancias de José, le prometía al brujo que él no caería en el mismo error y cumpliría las obligaciones requeridas para con sus antepasados fallecidos. Entonces, el doctor bubi asintió satisfecho, recogió sus cosas y se marchó.
—Has hecho bien, Kilian. —José, complacido y agradecido por el respeto del joven hacia sus tradiciones bubis, apoyó una mano en su hombro.
Kilian no se sintió reconfortado por las palabras de José. Arrastró una silla y se sentó al lado de su padre. La hija de José le dedicó una tímida sonrisa a la que él no respondió, por lo que terminó de arreglar el embozo de las sábanas y salió seguida de su padre. Durante un buen rato, Kilian sostuvo la mano de Antón fuertemente apretada entre las suyas, impregnándose del calor caduco de su cuerpo. Las aspas del lento ventilador del techo marcaban el paso del tiempo con golpes regulares y monocordes, rompiendo cruelmente la falsa quietud del estado de ánimo del joven.
Un largo rato después, Jacobo entró en la habitación, acompañado del padre Rafael. Los dos hermanos observaron en actitud respetuosa, en la misma postura que había adoptado José ante el hechicero bubi, como Antón recibía los santos sacramentos y la bendición apostólica de manos del sacerdote.
De pronto, como si sintiera la presencia de sus dos hijos, Antón empezó a manifestar un desasosiego que nada podía calmar, ni las palabras de los hombres, ni los mimos de la enfermera a la que Jacobo llamó, nervioso, ni la nueva dosis de morfina que pidieron que Manuel le suministrara. Apretaba con una inusitada fuerza las manos de los hermanos y movía la cabeza de un lado a otro como si luchase contra una fuerza descomunal.
En un momento, Antón abrió los ojos y dijo en voz alta y clara:
—Los tornados. La vida es como un tornado. Paz, furia y paz de nuevo.
Cerró los ojos, su intranquilidad cesó, y expiró.
Fue un sonido seco, ronco, rápido.
Entonces, Kilian pudo observar con total aflicción cómo llegaba la temida pérdida de expresión, la rigidez del rictus y el acartonamiento de la carne.
Eso era la muerte.
Cuando el peor tornado que recordaban los más viejos arrasó la finca, Kilian lo analizó en profundidad para comprender las últimas palabras de su padre. Hasta entonces, un tornado simplemente había sido para él una combinación de viento, lluvia y furiosas descargas eléctricas. Un calor sofocante precedía al fenómeno; durante el tornado la temperatura bajaba entre doce y veinte grados; y después de la lluvia volvía el calor intenso y desagradable.
Sin embargo, esta vez no pudo ser un mero espectador, sino que su espíritu se mezcló con la tormenta y él mismo rugía y se destruía.
Todo comenzó con una nubecilla blanca que se apreciaba en el cenit; una nubecilla que iba creciendo y oscureciéndose a medida que descendía hacia el horizonte. De momento pareció que todo ser viviente cesaba su actividad; la naturaleza parecía muerta.
No se oía ni un ruido.
Kilian recordó ese instante previo al primer copo de nieve; esa calma intensa que produce una sensación placentera de debilidad e irrealidad.
Reinaba una tranquilidad absoluta, profunda, solemne. Empezaron a sentirse ecos lejanos de truenos y a verse relámpagos que se acercaban. Los relámpagos eran tan intensos que parecían durar minutos en los que la atmósfera se incendiaba. Y de pronto, el viento; rachas de tal furia que doblaba todo.
El tornado duró más de lo normal y concluyó con un furioso diluvio. El viento y la lluvia amenazaban con acabar con el mundo, pero, cuando cesaron, la atmósfera fue invadida por una pureza y una claridad deliciosas. Los seres vivos volvían a palpitar de una forma nueva, como activados por un fuego regenerador.
De la misma manera, tras la muerte de Antón, Kilian pasó de la calma del aturdimiento a la cólera.
La claridad y serenidad posteriores tardarían años en llegar.
Decidieron que el cuerpo de Antón fuera enterrado en el cementerio de Santa Isabel, en una tumba abierta en la tierra.
Las enfermeras limpiaron y vistieron el cadáver de Antón con presteza ante las miradas angustiadas de Jacobo y Kilian. La hija de José le pintó unas pequeñas marcas en el pecho, cerca del corazón.
—Estas señales hechas con ntola purifican tu cuerpo —murmuró—. Ahora serás recibido con todos los honores tanto por tus antepasados blancos como por los nuestros. Podrás pasar de un entorno a otro sin dificultad.
El féretro salió del hospital y cruzó el patio principal de la finca a bordo de un camión que lo conduciría a la ciudad. Los empleados de la finca siguieron al camión repartidos entre un par de furgonetas y el Mercedes del gerente, conducido por un triste Yeremías, que había solicitado a massa Garuz que le permitiera hacer de chófer de los hermanos en recuerdo del fallecido. Al paso del cortejo fúnebre, la mayoría de los trabajadores cerraron las puertas y ventanas de sus barracones y algunos hicieron sonar unas campanas de madera.
Los africanos creían que el alma seguía al cuerpo hasta que era enterrado. E incluso que, una vez enterrado, el alma continuaba rondando cerca de los lugares donde había vivido el fallecido. Por eso tocaban las campanas al paso de un cuerpo sin vida: pretendían asustar y desorientar al alma para que no retornase al pueblo. Y por eso mismo cerraban puertas y ventanas. Kilian escuchaba las explicaciones de José mientras las palmeras reales de la entrada y salida de Sampaka estampaban su intermitente reflejo sobre la superficie brillante del vehículo. Dejó volar su imaginación hacia las cumbres de Pasolobino e imaginó cómo hubiera sido el entierro de Antón en su pueblo. Cuando alguien fallecía, permanecía unas horas en su casa y tenían lugar el velatorio y el rezo del rosario. El murmullo de los rezos y letanías en latín servía para calmar el dolor de los presentes. Mientras se repetían las oraciones nadie lloraba ni se lamentaba; a fuerza de decir una y otra vez lo mismo, la respiración se tornaba regular y desaparecía momentáneamente la ansiedad. La mente estaba ocupada en recordar, responder y repetir.
En tiempos pasados —que Kilian recordaba vagamente—, mientras los hombres se encargaban de preparar el féretro a medida, la tumba en el cementerio, las sillas en la iglesia y la casa para recibir visitas, las mujeres cocinaban para los familiares y vecinos de otros pueblos que acudían a dar el pésame. Cocían grandes ollas de judías, el menú típico de los funerales. A ratos lloraban y a ratos comentaban si necesitaban rectificar de sal o no. Para los niños, un entierro era como una fiesta en la que conocían a parientes lejanos, solo que, a diferencia de otras fiestas, en esta algunos lloraban o tenían los ojos enrojecidos. Al día siguiente, los varones más fuertes de la familia sacaban a hombros el sencillo féretro de tablas de madera por la puerta principal de la casa, la que daba a la calle y no a los huertos, y la gente lo seguía hasta la iglesia, donde se celebraba una misa. Después, precedido por el sacerdote, lo trasladaban al cementerio situado al lado de la iglesia. Todos los recorridos del cadáver se realizaban al son del tañido lento y uniforme de la campana de la iglesia, cuyo sonido resaltaba tétricamente sobre el silencio del proceso.
Kilian nunca se había preguntado por qué se tocaba la campana de esa manera en los funerales.
Tal vez, como la campana bubi de varios badajos, sirviera para desorientar el alma del muerto.
Pasolobino estaba muy lejos.
¿Podría el alma encontrar el camino de vuelta?
Habían elegido un rincón del cementerio, a la sombra de dos enormes ceibas, para que descansasen allí los restos de Antón. Varios hombres, contratados por Garuz, colocaron una sencilla cruz de piedra en la que los hermanos habían encargado tallar el nombre de su padre, el de su casa y el lugar y fecha de nacimiento y fallecimiento. A Kilian le resultó muy extraño dejar escrito el nombre de Pasolobino en ese rincón de África.
Todos los empleados de la finca, incluidos el gerente y Manuel, así como Generosa, Emilio, Julia y conocidos de Santa Isabel, acompañaron a los hermanos en el entierro. De todos, Santiago era el más afectado porque había llegado a la isla a la vez que Antón, décadas atrás. De cuando en cuando, Marcial le daba unas palmaditas en el hombro, pero solo conseguía que el otro derramara más lágrimas por su pálido y enjuto rostro.
Cuando el féretro descendió al interior de la tierra, con los pies en dirección al mar y la cabeza hacia la montaña por indicación de José, Jacobo se aferró agradecido a la mano de Julia, que sujetaba la suya con fuerza. Sintió la mano libre de ella acariciando su brazo y se dejó confortar por sus palabras de ánimo y consuelo. Cuando la tierra terminó de cubrir el hoyo y Manuel se acercó para avisar a su novia de que los demás se retiraban, Jacobo se resistió a soltar esa mano firme y suave que le proporcionaba entereza. Finalmente, Julia se puso de puntillas, le dio un beso en la mejilla, acarició su rostro con gestos breves y cariñosos, lo miró con ojos embargados de pena y se marchó.
Junto al redondeado caballón quedaron Kilian, Jacobo y José, quien se apartó para coger unos objetos que había ocultado discretamente antes del entierro. Con una pala cavó un agujero a la cabeza de la tumba y plantó un pequeño árbol sagrado. Luego rodeó el montículo con unas piedras y unos palos.
—Esto servirá para ahuyentar las almas de los otros muertos —explicó.
Jacobo se retiró unos pasos, pero no dijo nada. Ahora ya daba lo mismo lo que dijese, y tanto su hermano como él mismo estaban tan tristes que no era un momento adecuado para comentarios mordaces.
Kilian no apartaba su vista de las letras grabadas en la cruz de piedra.
«¿Quién visitará su tumba cuando ya no estemos aquí?», se preguntaba.
Sabía que incluso para José sería difícil acudir a limpiar la tumba y ponerle flores. Yeremías le había explicado que, una vez enterrados sus muertos, los bubis tenían mucho miedo de visitar los cementerios y de limpiar los sepulcros. Creían que hacerlo podría provocar muchas muertes en el poblado. Si estuviese en Pasolobino, su madre iría primero todos los días a hacerle compañía en su descanso eterno, y luego, todas las semanas. Siempre habría alguien hablando a sus pies.
«¿Por qué volvió de España? —pensó—. ¿Por qué me ha hecho pasar por esto?».
Tendría que revivir los últimos días al escribir la carta a su madre. Ella querría saber todos los detalles: sus últimas palabras, el momento de la extremaunción, el sermón del sacerdote alabando sus cualidades y recordando los momentos más relevantes de su vida, y el número de asistentes y los pésames recibidos. Tendría que ponerlo por escrito y aparentar que él se encontraba bien a pesar de todo y que no tenía por qué preocuparse, que la vida seguía y que tenía mucho trabajo, y que el dinero no faltaría.
—¿En qué piensas? —preguntó José.
—Me pregunto… —respondió Kilian, señalando con la cabeza hacia la tumba de Antón— dónde estará ahora.
José se acercó.
—Ahora está con los miembros de vuestra familia fallecidos anteriormente. Seguro que está feliz con ellos.
Kilian asintió con resignación y mentalmente rezó una sencilla oración con la que deseaba un buen viaje a su padre, dondequiera que estuviese.
Jacobo comenzó a caminar hacia la verja de entrada del cementerio para que no lo vieran llorar.
Antón falleció a finales de junio de 1955, el mismo día que comenzaban las fiestas patronales en su valle en honor de los santos del verano. En julio comenzaba la cosecha de los pastos en Pasolobino; en agosto, la del cacao en Fernando Poo, que se prolongaría hasta enero del año siguiente. Eran los duros meses de trabajo en los secaderos.
Kilian trabajaba día y noche. Toda su vida giraba en torno al trabajo. Y cuando descansaba no hacía sino fumar y beber más de la cuenta. Se volvió huraño, taciturno e irascible. Jacobo y José, los únicos con los que conversaba algo, comenzaron a preocuparse. Nadie podía resistir semejante esfuerzo físico. Al principio, creyeron que su enfado y ansiedad eran el resultado lógico de la muerte de Antón. Pero no remitían con el paso de las semanas.
Al contrario: trabajaba por dos siguiendo una disciplina dura e intransigente.
Estaba continuamente intranquilo, como si hubiera problemas en los secaderos, que no los había, y protestaba porque las cosas nunca estaban bien hechas, que lo estaban. Gritaba a los trabajadores, algo que nunca había hecho antes, y se preocupaba por problemas imaginarios.
—¡Kilian! —le suplicaba su hermano—. ¡Tienes que descansar!
—¡Ya descansaré cuando me muera! —le respondía Kilian desde el tejado de un barracón—. ¡Alguien tiene que hacer las cosas!
José lo observaba con cara de preocupación. Antes o después, su cuerpo explotaría. Era imposible resistir esa mezcla de euforia e intranquilidad.
Poco después de Navidad, Kilian cayó enfermo. Todo comenzó con unas leves décimas de fiebre que, en una semana, aumentó a cuarenta grados. Solo entonces accedió a ir al hospital.
Durante días estuvo delirando. Y en su delirio, la misma imagen se repetía una y otra vez: él y su padre estaban en una casa y fuera llovía mucho. Se podía oír como el barranco próximo a la casa escupía piedras y amenazaba con desbordarse e inundar todo a su paso. Ese barranco ya se había desbordado otra vez y había arrastrado las viviendas más resistentes. Tenían que salir o morirían. Kilian insistía, pero su padre no quería salir, le decía que estaba muy cansado y que se fuese sin él. Fuera, rugían el viento y la lluvia y Kilian le gritaba desesperado a su padre que se moviese, pero este seguía dormitando en su mecedora. Kilian lloraba y gritaba mientras se despedía de su padre y salía de la vivienda.
Una mano apretó la suya para tranquilizarlo. Abrió los ojos, parpadeó para alejar las terribles escenas de sus pesadillas y frunció el ceño al distinguir las aspas de un ventilador moviéndose sobre su cabeza. Una cara familiar entró en su campo de visión y unos grandes ojos claros lo miraron cariñosamente.
Cuando percibió que Kilian era plenamente consciente de dónde se encontraba, la hija de José le dijo con suavidad, mientras apartaba mechones cobrizos de su frente sudorosa:
—Si no has honrado a tus muertos bien, ahora los espíritus te atormentan. No tienes que hacer sacrificios de cabras y pollos. Hónralo bien, a tu manera, si no puedes a la manera bubi, y el espíritu de Antón te dejará tranquilo. Déjalo ir. Si quieres puedes rezar a tu Dios. Al fin y al cabo, Dios creó todo; también a los espíritus. Déjalo ir. Eso valdrá.
Kilian apretó los labios con fuerza y su barbilla comenzó a temblar. Se sentía cansado y débil, pero agradeció las palabras y el tono cariñoso y sin embargo firme de la muchacha. Se preguntó cuántas horas o días habría estado él en esa cama, y cuánto tiempo lo habría acompañado ella como testigo mudo de su sufrimiento. Percibió que ella seguía acariciándolo y no quiso que parara. Sus manos eran finas y su fresco aliento existía a pocos centímetros de sus labios resecos. Abrió la boca para preguntar su nombre, pero las palabras no salieron de su boca porque la puerta se abrió de golpe y entró Jacobo como un huracán. La joven detuvo sus caricias, pero Kilian no dejó que le soltara la mano. Jacobo alcanzó la cabecera de la cama en tres zancadas y al ver a Kilian consciente exclamó:
—¡Santo Dios, Kilian! ¿Cómo te encuentras? ¡Menudo susto nos has dado!
Frunció el ceño en dirección a la enfermera, que, aunque se deshizo del apretón de la mano, no se apartó de Kilian. Durante unos segundos, la mirada de la joven le produjo un estremecimiento. «Vaya… —pensó—, ¿de dónde ha salido esta preciosidad?». Estudió sus facciones, sorprendido por esa inesperada belleza. Enseguida se recompuso.
—¿Cuánto hace que está despierto? ¿Es que no pensabas avisarme, eh? —Sin esperar respuesta, centró la atención en el rostro de Kilian—. ¡Madre mía! Un poco más y te vas con papá…
Kilian puso los ojos en blanco y Jacobo se sentó en la cama.
—En serio, Kilian. He estado muy preocupado. Llevas aquí cinco días con un fiebrón tremendo. Manuel me aseguró que la fiebre remitiría, pero le ha costado… —Sacudió la cabeza—. Tardarás en volver a estar fuerte. He hablado con Garuz y hemos pensado que podrías pasar la convalecencia en el barco de camino a casa…
Jacobo cogió aire y Kilian aprovechó para intervenir:
—Yo también me alegro de verte, Jacobo… Y no. No pienso irme. De momento, no.
—¿Por qué?
—No me apetece. Todavía no.
—Kilian, no he conocido a nadie más terco que tú. Mira, hace un par de días llegó carta de mamá. —Metió la mano en el bolsillo de la camisa y extrajo un papel—. ¡Noticias frescas! Me moría de ganas de poder contártelo. ¡Catalina se casa! ¿Qué te parece? ¿Y sabes con quién? Con Carlos, el de Casa Guari, ¿te acuerdas de él?
Kilian asintió.
—No está mal, no es de casa grande, pero es trabajador y honrado. Mamá nos escribe la dote que ha pensado para ella, a ver qué opinamos… La boda no será hasta después del luto, claro, por eso no lo han hecho oficial, pero… —Se detuvo al percatarse de que su hermano no mostraba ningún signo de alegría—. Chico, has pasado de un extremo a otro. Antes te interesaba todo y ahora no quieres saber nada. La vida sigue, Kilian, con y sin nosotros…
Kilian giró la cabeza hacia la ventana y su mirada se encontró con la de la joven enfermera que no se había apartado de su lado, haciendo ver, mientras Jacobo hablaba, que preparaba el termómetro y la medicación del enfermo. Con un gesto perceptible solo para Kilian, ella mostró su conformidad con las últimas palabras de Jacobo. La vida sigue, se repitió él mentalmente, absorto en la contemplación de esos ojos celestiales.
Unos nudillos dieron unos golpecitos en el marco de la puerta.
—¡En buen momento llegas! —Jacobo se levantó para recibir a la mujer, que caminó hacia ellos dejando una estela de perfume a su paso.
Kilian volvió la cabeza y reconoció la escultural figura de Sade cubierta por un sencillo vestido de algodón blanco con una cenefa estampada con motivos de lobelias azules, como pequeñas palmeras terminadas en punta, a la altura de las rodillas y ajustado a la cintura por un estrecho cinturón. Nunca la había visto vestida así, sin adornos ni maquillaje. En realidad, nunca la había visto a plena luz del día, y le resultó incluso más hermosa que en el club.
—Ayer le mandé aviso de que hoy la recogería Waldo —explicó Jacobo con toda naturalidad, si bien en sus ojos brillaba una pincelada astuta de triunfo.
Hacía semanas que no sabía cómo convencer a Kilian de que las penas del alma se podían vencer gracias a la avidez del cuerpo que, en hombres como él, enardecía la certeza de la muerte. La ocasión se le había presentado en bandeja ahora que su hermano no disponía de excusas para evitar un descanso prolongado.
—No quería que estuvieses tantas horas aquí solo y ella se ofreció a hacerte compañía. Yo no me puedo escapar mucho rato de los secaderos. Sade cuidará de ti hasta que vuelvas a ser tú mismo, Kilian. —Miró el reloj, se levantó y le dio unos golpecitos en el hombro—. ¡Te dejo en buenas manos!
Mientras Jacobo salía, Sade se acercó para ocupar su puesto junto al enfermo. Se sentó en el borde de la cama, se besó las yemas de los dedos índice y corazón y con ellas acarició los labios de Kilian, lenta y continuadamente, hasta que, con un pequeño gesto, él movió la cara para librarse del contacto.
—Esto no puede ser, mi massa —le reprochó ella con voz melodiosa—. Hace semanas que no vienes a verme. Eso no está bien. No, no. —Chasqueó la lengua—. No dejaré que te olvides de mí.
Lanzó una sonrisa de complicidad a la enfermera y añadió:
—Puedes marcharte. Procuraré que no le suba la fiebre.
Kilian sintió que el cuerpo de la enfermera se tensaba. No dejó de mirarla hasta que ella, por fin, hizo lo mismo y entonces le dedicó una sonrisa cansada y agradecida. En esos momentos, hubiera deseado volver atrás en el tiempo, hasta el punto exacto en que su pesadilla terminaba y unas suaves manos le acariciaban el pelo. Como si le leyera el pensamiento, ella le posó la palma de la mano sobre la mejilla ante los ojos de Sade, que no pudo evitar arquear las cejas, y le susurró varias frases, lentas, melodiosas, sedantes, en bubi. Kilian no entendió su significado inmediato, pero cerró los párpados y un reconfortante sueño se apoderó de él.
El tiempo pasó sobre las plantaciones y llegó la estación húmeda con su alternancia de copiosas lluvias, chubascos pasajeros y brisas frescas que se rendían con facilidad al pegajoso calor diurno. Aunque en pleno día se hiciera de noche y un pequeño tornado desatase su furia sobre los cacaotales cubriéndolos de ramas de eritrinas, el ritmo de trabajo no se detenía en ningún momento porque los frutos del cacao —cuyo nombre científico Kilian había aprendido que era teobroma o alimento de los dioses— crecían y engordaban en los troncos. Cuando adquirían un color rojizo, estaban listos para la cosecha.
De agosto a enero, a lo largo de semanas idénticas —desglosadas unas de otras por los lunes, día de racionamiento semanal de dos kilos de arroz, un kilo de pescado seco y salado, un litro de aceite de palma y cinco kilos de malanga o ñame para los trabajadores, y los sábados, día de cobro—, miles de piñas de cacao pasaron por las manos de unos hombres perfectamente organizados. Vigilados por Jacobo, Gregorio, Mateo y los capataces, los braceros fueron recolectando las bayas maduras y sanas con un pequeño gancho en forma de hoz fijado sobre una vara larga. Con sumo cuidado y destreza picaban el cacao, haciendo caer, sin tocar las otras, las piñas elegidas que amontonaban en los cacaotales para que otros hombres las rompieran con sus machetes y extrajeran de su interior los granos con los que iban llenando los sacos que apilaban a lo largo del camino.
El patio principal rebosó de actividad muchos días con sus correspondientes noches. Los encargados de los camiones transportaban desde los cacaotales los sacos cuyo contenido se vertía en unos grandes depósitos de madera, donde fermentaba e iba dejando escurrir un líquido viscoso y denso durante unas setenta y dos horas. Tras la fermentación, otros hombres extendían las almendras sobre las planchas de pizarra de los secaderos, bajo las cuales circulaba una corriente de aire caliente que las calentaba hasta alcanzar los setenta grados.
Kilian, José, Marcial y Santiago se turnaron sin tregua para supervisar el proceso de secado, que duraba entre cuarenta y ocho y setenta horas, durante las que se aseguraban de que los trabajadores no dejaran de remover los granos hasta que daban el visto bueno. Entonces, ordenaban primero trasladarlos a unas grandes carretillas con el fondo agujereado para que se enfriasen y luego pasarlos a las máquinas limpiadoras antes de envasarlos en sacos rumbo a diferentes destinos.
Tanto en el trabajo como en el ánimo de los hombres, después de la tempestad llegó la calma. Gracias a las metódicas jornadas, la impaciencia de Kilian de los meses anteriores a su enfermedad fue cediendo poco a poco, aunque se transformó en una apatía que amenazaba con marcar su carácter —hasta entonces más alegre y desenfadado— de manera crónica.
Esa impasibilidad de ánimo se proyectaba en todos los ámbitos de su vida a excepción del trabajo, donde continuaba destacando por su dedicación y su entrega, y se manifestaba en el poco interés que mostraba por lo que sucediera más allá de la finca. Iba a Santa Isabel cuando le tocaba comprar material en las factorías, o cuando Sade le enviaba mensajes amenazadores de que iría a su habitación si pasaba otro mes sin verlo. Kilian no tenía claro si esos mensajes eran idea de ella o de su hermano. Más bien suponía que de este —empeñado en que mantuviese el único hilo de diversión que lo unía al resto de los mortales—, porque sabía que ella no le guardaba ausencia. Dejó de ir al cine, consiguió que los demás empleados dejaran de insistir en que les acompañase a las diversas fiestas que salpicaban el calendario y declinó varias invitaciones de veladas con Julia, Manuel, Generosa y Emilio. Solo se encontraba a gusto en la soledad de la selva, y solo aceptaba de buen grado la compañía de José porque le hablaba sin recriminaciones ni sermones.
A poco de cumplirse los dos años de la muerte de Antón, Jacobo regresó de sus vacaciones en España, que había hecho coincidir con la boda de Catalina. Después de cenar y de que los demás se retirasen a dormir, preparó un whisky para cada uno y le contó a Kilian todos los detalles de su estancia en Pasolobino.
—Todos te echaron de menos, Kilian —terminó su relato—. A Catalina le hubiera gustado tenernos a los dos para llevarla al altar en ausencia de papá… Y mamá, bueno, fuerte como un roble, a pesar de todo. Tendrías que haber visto cómo se encargaba de que todo saliese bien, del menú, de los trajes, de la iglesia… —Soltó una carcajada—. ¡Puso Casa Rabaltué patas arriba para que reluciese!
—Le dijiste que ahora no podemos irnos los dos a la vez…
—Sí, Kilian, se lo dije. Pero ella sabe que no es exactamente así. Ahora podrías coger uno de esos aviones nuevos y plantarte en casa en tres o cuatro días.
—El avión sale demasiado caro. Con la boda, la dote y sin el sueldo de papá no estamos para excesos.
—En eso llevas algo de razón… —Jacobo apuró su vaso—. ¿Sabes, Kilian? Cuando llegaste aquí hace cuatro años, me aposté con Marcial que no aguantarías ni una campaña completa y…
—¡Y perdiste la apuesta! —continuó la frase su hermano—. Espero que no fuera muy grande…
Los dos rieron como en los viejos tiempos, como si nada hubiera pasado y fueran los mismos jóvenes cargados de ilusiones, fuertes como los troncos de los fresnos, a los que el viento del norte respetaba a los pies de las cumbres nevadas de Pasolobino. Después de las risas, se hizo un silencio nostálgico, con las miradas de ambos puestas en sus bebidas, que interrumpió la puerta al abrirse.
—¡Qué bien que os encuentro aquí! —Manuel cogió un vaso y se sentó junto a ellos—. He visto luz por la ventana y me ha apetecido un poco de conversación. Vendría más de una noche, pero acabo cansado y luego me da pereza.
—Es lo que tiene vivir solo en casa aparte. —Jacobo llenó su vaso.
—Espero que por poco tiempo…
Kilian arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Es que piensas marcharte?
—No, qué va. —Manuel levantó su vaso hasta la altura de sus ojos—. Me gustaría brindar por mi boda.
Esperó a que, después de la sorpresa inicial, los hermanos lo acompañaran en el brindis y los cristales chocaran en el aire para continuar:
—Julia, su familia y yo nos vamos a Madrid dentro de quince días. Nos casaremos allí, y estaremos fuera unos tres meses. Bueno, Generosa y Emilio regresarán antes, por el negocio.
Jacobo se bebió el whisky de un trago. Dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco.
—Me alegro por ti, Manuel —dijo, sin mirarlo, con un tono forzadamente alegre—. De verdad. Has tenido mucha suerte. Julia es una gran mujer.
—Lo sé.
—Yo también me alegro por los dos —intervino Kilian—. Es una gran noticia, Manuel. Y después, ¿qué haréis?
—Oh, Julia está de acuerdo en que vivamos aquí, en Sampaka, en la casa del médico. Es bastante grande para una familia. Y como sabe conducir, podrá seguir trabajando en la factoría de sus padres. Así que, de momento, todo seguirá igual…
—Hombre, igual, igual no… —intentó bromear Jacobo—. ¡Estarás vigilado a todas horas!
—Es fácil tener a Julia de wachiwoman, Jacobo, muy fácil —alegó Manuel con una sonrisa.
Kilian vio que Jacobo torcía el gesto y dijo:
—¿Y no habéis pensado en instalaros en Madrid? ¿No le resultará dura y aburrida la vida en la finca? Julia está más acostumbrada a la ciudad, ¿no?
Manuel se encogió de hombros.
—Julia se siente más de Fernando Poo que nadie. No quiere ni oír hablar de irse de aquí. De todas formas, si le cuesta adaptarse a Sampaka, siempre podemos alquilar una casa en Santa Isabel más adelante, ya veremos… —Estiró el brazo para alcanzar la botella y servirse otro trago, pero miró el reloj y cambió de idea—. Bueno, ahora que ya os he contado la última y gran novedad de mi, por otra parte, rutinaria existencia, será mejor que me vaya. Aún tengo que echar un vistazo a un par de enfermos antes de acostarme.
Los hermanos reiteraron sus felicitaciones y cuando se quedaron solos, Kilian miró a Jacobo y le dijo en tono neutro:
—Te lo has tomado mejor de lo que esperaba.
—¿Y cómo me lo tenía que haber tomado? —Jacobo se puso a la defensiva.
—Hombre, la dejaste escapar… Ya sabes que me hubiera gustado como cuñada.
—No digas tonterías, Kilian. En el fondo, le he hecho un favor.
—No te entiendo. —Kilian arqueó las cejas.
—Pues está bien claro. Alguien como Julia se merece a alguien como Manuel.
—Me sorprende que seas tan comprensivo, Jacobo. —Sacudió la cabeza y sus labios se curvaron hacia abajo—. Ya lo creo que me sorprende.
Jacobo lo miró fijamente y en su cara se dibujó una expresión melancólica, resignada y taimada a la vez. Levantó su vaso y lo hizo chocar suavemente contra el de su hermano.
—La vida sigue, hermano. Y no pasa nada. Ya te lo dije.
Julia y Manuel regresaron de su largo viaje de novios a principios de otoño. Tal como habían planeado, se instalaron en la casa del médico de Sampaka y Julia iba todos los días a la ciudad para trabajar en el negocio de sus padres.
Una lluviosa mañana de noviembre, Jacobo se dirigió a la factoría para recoger un pedido de material. Cuando aparcó la picú, vio a Generosa y Emilio, muy elegantes, que entraban en su coche rojo y crema con adornos cromados. De todos los vehículos caros que había en la isla, Jacobo sentía predilección por ese Vauxhall del 53. Se acercó a ellos y los saludó amablemente.
—Perdona que no te prestemos mucha atención, Jacobo —se excusó Generosa hablando a gran velocidad desde la ventanilla mientras estiraba repetidamente del cuello de su chaqueta de seda adamascada color canela como si no acabara de convencerle cómo le quedaba—, pero es que tenemos mucha prisa. Llegamos tarde a la misa en honor a la patrona de la ciudad y después estamos invitados a un almuerzo en el gobierno general. —Señaló a su marido, orgullosa—. ¿Sabes? Emilio acaba de entrar en el Consejo de Vecinos. —El hombre sacudió una mano en el aire para quitar importancia al asunto—. ¡Hay meses que no pasa nada, y luego se junta todo! Tenemos que empezar ya a preparar las fiestas del año que viene. Se celebrará el centenario de la llegada del gobernador Chacón y los jesuitas y las bodas de diamante de los misioneros claretianos en la isla.
Jacobo reprimió una sonrisa al ver la cara de impaciencia de Emilio.
—Por cierto —continuó ella—, ¿os habéis enterado de la tragedia de Valencia? ¡Casi cien muertos por el desbordamiento del Turia! —Jacobo no sabía nada—. Pues dile a Lorenzo Garuz que el Gobierno de la colonia ha respondido a la llamada. Llevamos recogidas doscientas cincuenta mil pesetas, y también se va a enviar cacao. Bueno, cualquier colaboración es bienvenida…
Su marido apretó el acelerador sin soltar el embrague.
—Sí, ya, adiós, adiós.
—Julia te atenderá, muchacho —dijo Emilio antes de ponerse en camino—. Está en el almacén. Ven cuando quieras. Y tráete a tu hermano.
Con una divertida sonrisa en los labios, Jacobo pensó que, con una madre así, no era de extrañar que Julia tuviera ese carácter tan decidido. Entró en la factoría y no vio a nadie. Se dirigió hacia el pasillo, flanqueado de estanterías abarrotadas de objetos, que conducía a la parte posterior y distinguió la figura de Julia encaramada a una frágil escalera, intentando alcanzar de puntillas una caja a la que no llegaba por un par de centímetros. En esa postura, Jacobo pudo ver casi todo el recorrido de sus bronceadas piernas bajo una falda del color del fuego vivo y sintió un destello de inesperado deseo. Se extrañó de su reacción, pero decidió contemplarla un poco más. Una vocecilla interior le recriminó de nuevo lo idiota que había sido por dejarla escapar. ¿Acaso había podido olvidar su apoyo en el entierro de Antón? Una mujer como aquella estaría siempre al lado de su marido. No había más que ver la cara y el aspecto de Manuel para darse cuenta de lo feliz que se sentía con ella, con su esposa.
La palabra se le atragantó.
Julia estaba casada con otro.
Otra vocecilla contraatacó diciendo que casarse con ella hubiera significado no solo la pérdida de su ambicionada libertad, sino también una atadura con la isla. Jacobo disfrutaba de su vida allí porque podía marcharse a España de vez en cuando. Él no haría ni como su padre ni como Santiago; no aguantaría tantos años en Fernando Poo. Estaba seguro de que más tarde o más temprano volvería a la Península. Kilian haría lo mismo. Y Julia se quedaría cerca de Santa Isabel. Tan claro como que el sol salía todos los días.
Entonces, ¿qué estaba haciendo ahí parado, espiando los sugerentes movimientos de una amiga recién casada con un amigo? Porque Manuel era eso, un buen amigo. ¡Hasta para alguien como Jacobo esos pensamientos suponían pasarse de la raya!
Se acercó sigilosamente hasta ella.
—¡Ten cuidado, Julia! —dijo a modo de saludo con un brillo malvado en los ojos.
La joven se asustó y se tambaleó. A punto estuvo de caerse, pero pudo sujetarse a unas barras de hierro que sobresalían sobre su cabeza. A tientas, consiguió estabilizar el pie sobre el último peldaño de la escalera segundos antes de que unas fuertes manos la cogieran por la cintura para bajarla con intencionada lentitud hasta el suelo, trazando un tentador recorrido de la cara de Jacobo por sus muslos, su cintura, su pecho, su cuello y su rostro encendido. Cuando tocó tierra, su cara quedó a la altura del torso del hombre y durante unos segundos no se atrevió a levantar la cabeza para mirarlo.
Jamás había estado tan cerca de Jacobo.
Podía sentir su olor.
Debería deshacerse del abrazo y no quería. Si él la había cogido, pensó, que fuera él quien la liberara. El corazón le latía con fuerza. Jacobo la apartó unos centímetros sin soltarla y se inclinó, buscando su mirada. Ella respondió al gesto levantando los ojos hacia él. Descubrió algo extraño, diferente, en los ojos verdes del hombre, oscurecidos por una duda, una incertidumbre, un titubeo, un expectante deseo.
Julia entreabrió los labios para él y permitió que, por primera vez en su vida, él los saboreara con el mismo tierno abandono de ella, retrasando con ardiente pereza la inevitable culpabilidad. Se pegó a él para sentir sus manos cubriendo su espalda, en un delicioso momento fugaz de posesión y entrega, y acarició su negro cabello con las yemas de los dedos para no acostumbrarse a su tacto.
Julia y Jacobo se besaron, lenta y codiciosamente, hasta que la necesidad de tomar aire separó sus labios. Entonces ella se llevó las manos a la espalda, cogió las manos de él y deshizo el abrazo.
—No vuelvas a hacerlo nunca más —dijo, con voz entrecortada.
—Lo siento. —Jacobo respondió de manera automática, pero enseguida rectificó—. En realidad, no lo siento.
—Me refería a asustar a alguien subido a una escalera. Casi me mato. Bueno, a lo otro también, a las dos cosas.
—Me ha parecido que te gustaba… —Jacobo intentó rodear su cintura.
—Demasiado tarde, Jacobo. —Julia colocó las palmas de las manos sobre su pecho y lo apartó con suavidad—. Demasiado tarde.
—Pero…
—No, Jacobo. Juré ante Dios y mi familia que sería fiel a mi marido.
—Entonces, ¿por qué has consentido…?
A Julia le hubiera gustado responderle que ese era el premio por las horas en las que había soñado con besarle, con tenerle tan cerca como lo había tenido hacía un par de minutos. Le hubiera gustado decirle lo dichosa que la había hecho al transmitirle con la mirada que hubieran podido diseñar un futuro juntos. Si él hubiera querido… Pero ahora era demasiado tarde. Se encogió de hombros y respondió:
—Ha surgido así. Nunca más mencionaremos este asunto. ¿De acuerdo?
Jacobo asintió a regañadientes. Julia había zanjado el tema demasiado deprisa. Él, que estaba acostumbrado a encuentros rápidos y a no dar demasiadas explicaciones, no podía comprender la actitud de la joven. Nunca podrían negar que allí no había sucedido nada especial. ¿Cómo podía haber recuperado la sensatez tan rápidamente después de haberle transmitido una pasión tan arrebatadora? En su experiencia con las mujeres blancas, hubiera comprendido unas lágrimas de culpabilidad, un arrepentimiento inmediato, o incluso todo lo contrario, una proposición de encuentros esporádicos clandestinos… Pero esa negación consciente de un disfrute deseado lo había dejado estupefacto.
—¿Qué necesitas llevarte hoy? —preguntó Julia, intentando recuperar una actitud de normalidad.
—Eh, mejor volveré otro día. —Pocas veces en su vida se había sentido Jacobo tan incapaz de mantener un diálogo superficial.
—Como quieras.
En ese momento, una joven menuda con una corta melena oscura arreglada y adornada con una ancha cinta rosa entró en la factoría.
—¿Cómo estás, Oba? —preguntó Julia. Jacobo reconoció a la amiga de Sade del Anita Guau, pero no hizo ningún comentario—. Jacobo, hemos contratado a Oba para que nos ayude en el negocio. Mis padres están cada vez más ocupados y yo no puedo estar aquí a todas horas. Ahora tengo otras obligaciones… —Hizo una pausa cargada de intención.
—Es una buena idea —comentó él con voz átona—. Bueno, será mejor que me marche. Hasta pronto, Julia.
—Adiós, Jacobo.
Jacobo salió del edificio y permaneció unos minutos bajo la persistente lluvia antes de sentarse en la picú. Dentro de la factoría, Oba comenzó a seguir a Julia por las estanterías mientras esta le explicaba dónde se guardaban las cosas. Cuando llegó a la escalera, Julia se detuvo unos segundos y se llevó una mano a los labios. Oba, una muchacha habladora, aprovechó para decir:
—Ese massa tan guapo… Yo lo conozco, ¿sabe? ¿Ustedes son amigos? Pues él y yo tenemos amigas comunes. A veces nos juntamos en…
—¡Oba! —Julia se sorprendió de su propio grito. Al ver la expresión de la joven cambió el tono—. No te despistes, que todavía tengo muchas cosas que enseñarte.
Lo que menos deseaba Julia en esos momentos era que, cuando aún tenía el sabor de Jacobo en los labios, alguien le recordase a ella, precisamente a ella, cómo era ese hombre.
Hacia finales de diciembre, todos los empleados de la finca recibieron una invitación por escrito para festejar el Año Nuevo en la casa del médico.
—Hace días que queríamos celebrar con vosotros nuestro enlace, pero lo íbamos retrasando por una cosa o por otra —explicó una radiante Julia a sus invitados—. Al final lo hemos hecho coincidir con el refrán, ya se sabe, año nuevo, vida nueva…
Kilian solía ver con frecuencia al nuevo matrimonio, pero ese día encontró a Julia especialmente feliz. Llevaba un vestido de viscosilla amarillo pálido con nesgas por debajo del pecho para darle vuelo y se había recogido el pelo en un moño alto que realzaba su piel de porcelana. Julia no era una belleza. Nada destacaba en su rostro, pero el conjunto resultaba hermoso por su frescura continuamente renovada por una amplia y franca sonrisa. También Manuel y los padres de Julia estaban especialmente alegres.
Julia había decorado la casa de manera parecida a la de sus padres en Santa Isabel, sencilla y acogedora. El salón no era muy grande, pero se las había ingeniado para colocar una mesa alrededor de la cual cupieran cómodamente los catorce comensales: su familia, los seis empleados, el gerente, el sacerdote, y sus dos amigas íntimas, Ascensión y Mercedes, que, por lo que todos pudieron apreciar, habían afianzado su relación con Mateo y Marcial, respectivamente.
Kilian se entretuvo unos segundos contemplando dos peculiares cuadros colgados en la pared que quedaría a su espalda una vez sentado. Sobre un fondo negro, con estrechas e ingenuas pinceladas de colores, el artista había representado formas perfectamente identificables. En uno, varios hombres guiaban un cayuco por un río que se abría paso en la frondosa vegetación. En el otro, varios guerreros con penachos y lanzas abatían una fiera. Julia pasó por su lado de camino a su sitio en la cabecera.
—Son bonitos, ¿verdad? —Kilian asintió—. Los compré hace poco en un puesto callejero. Los pinta un tal Nolet. Me enamoré de ellos nada más verlos. Son… ¿Cómo te diría…? Simples y complejos, serenos y violentos, enigmáticos y transparentes…
—Como esta isla… —murmuró Kilian.
—Sí. Y como cualquiera de nosotros…
A pesar de que varios de los presentes soportaban los efectos de la resaca y de la falta de sueño de la noche anterior en el casino, durante la comida el ambiente fue distendido gracias al menú especial, típicamente pasolobinés, que Generosa había preparado para la ocasión. Comieron un fino puré de garbanzos seguido de gallina en pepitoria. Los tiernos trozos de carne rebozados en harina y fritos en aceite antes de ser guisados a fuego lento con vino, leche, nueces, ajo, cebolla, sal y pimienta provocaron los comentarios nostálgicos y los recuerdos de las habilidades culinarias de las madres ausentes. De postre, saborearon un exquisito soufflé de ron y pastas de yemas.
Kilian se percató de que Jacobo estaba especialmente callado y apenas miraba a Julia. Recordó que el saludo entre ambos había sido forzadamente frío y distante. No le dio mayor importancia. Lo más probable era que su hermano hubiera celebrado la Nochevieja en su línea y no estuviera para cortesías.
En un momento de la conversación, los otros jóvenes intercambiaron tantas bromas con Manuel sobre su nueva condición de hombre casado que este al final zanjó el tema en verso:
—Cuando veas las barbas de tu vecino cortar… —señaló a Mateo y Marcial—, ya sabéis…
—¡Pon las tuyas a remojar! —terminó Ascensión tirando cariñosamente del bigote de Mateo.
Los demás estallaron en carcajadas.
Después de los postres, dos boys ofrecieron Johnny Walker y Veuve Clicquot. Emilio, colorado y con los ojos brillantes, se puso en pie, alzó su copa y propuso un brindis por los recién casados y por la familia que, tal como Manuel había confirmado esa misma semana, pronto aumentaría. Los invitados corearon sus palabras con vítores, aplausos y comentarios tan subidos de tono que Julia se sonrojó y el padre Rafael sacudió la cabeza. Ascensión y Mercedes corrieron a abrazar a su amiga y a la futura abuela, y todos los hombres se acercaron a palmear el hombro de Manuel y del futuro abuelo.
Kilian aprovechó el barullo para levantarse y salir afuera a fumarse un cigarrillo. Al poco salió Julia, todavía con las mejillas encendidas, y se apoyó en la barandilla que rodeaba el pequeño jardín que separaba la casa del patio.
—Enhorabuena, Julia —dijo Kilian, ofreciéndole un cigarrillo que ella rechazó.
—Gracias. Estamos muy contentos. —Juntó sus manos sobre su vientre—. Es una sensación extraña…
Miró a Kilian y le preguntó sin rodeos.
—¿Cuándo vas a volver a casa, Kilian? ¿Cuánto hace que no ves a tu madre?
—Casi cinco años.
—Es mucho tiempo…
—Lo sé. —Kilian apretó los labios dando a entender que no iba a dar más explicaciones.
Julia se entretuvo estudiando sus facciones y su físico. Kilian y Jacobo se parecían mucho y transmitían una apabullante sensación de robustez. Pero no podían ser más distintos. La diferencia más palpable para ella era la especial sensibilidad que llenaba ese cuerpo tan grande y lo desbordaba a pesar de los esfuerzos de su dueño por aparentar frialdad y desapego. Kilian sufría por dentro. Había sufrido al llegar a la isla, al adaptarse a ese mundo tan diferente, al ganarse el respeto de sus compañeros, al acompañar a su padre en sus últimos momentos, al negarse a regresar con su familia… No tenía que resultar nada fácil controlar unos sentimientos de compasión, de humanidad, e incluso ternura, en un universo de hombres embrutecidos por el duro trabajo y el clima extremo. Ambos hermanos producían unos sentimientos diferentes en ella. La atracción que sentía por Jacobo era directamente proporcional al cariño fraternal que sentía hacia Kilian.
—Yo no podría estar tanto tiempo sin ver a mi hijo —insistió—. No podré. Seguro que no.
Kilian se encogió de hombros.
—Las cosas vienen así —dijo.
—A veces, las cosas son como uno quiere que sean. —Recordó el beso con Jacobo y se estremeció. Podría haberlo evitado y no quiso—. Este es un ejemplo. ¿Qué te costaría coger un barco o un avión y darte una vuelta por casa?
—Mucho, Julia, mucho.
—No me refiero al dinero.
—Yo tampoco. —Kilian apagó el cigarrillo, se inclinó y apoyó los antebrazos sobre la barandilla caliente por el sol—. No puedo, Julia. Todavía no.
Cambió de tema:
—Veo que tu nueva vida te sienta muy bien.
—Oh, sí, pero no te creas… Al principio, la convivencia cuesta.
—Manuel es una buena persona.
—Sí, muy buena. —Julia bajó la vista al suelo—. Te propongo un trato. Te contaré un secreto si tú me dices por qué no quieres ir a casa.
Kilian sonrió. Era una mujer verdaderamente tenaz.
—Es pronto.
—¿Pronto? —Julia frunció el ceño—. ¿Para qué?
—Para todo. Para ver el sufrimiento en la cara de mamá, para tropezarme con la imagen de papá en todos los rincones… Para todo, Julia. Nada estará igual que cuando vine. La distancia mantiene los sentimientos a raya. —Buscó su mirada—. Ya está. Ahora te toca a ti. ¿Qué secreto puedes tener?
Julia permaneció en silencio unos segundos. En su caso, pensó, la distancia evitaba la tentación. Decidió esquivar la pregunta diciendo con voz alegre:
—Me he enterado de que tu hermana también está encinta. ¡Los niños siempre son un motivo de alegría! ¿Sabes que mi padre ya está pensando en nombres? Dice que, si es niña, que la llame como yo quiera, pero que, si es niño, se llamará Fernando, por encima de todo. Se ha apostado mil pesetas con los amigos del casino a que en todas las casas de los españoles que han estado en Guinea hay un Fernando. ¡Hemos ido repasando familias, y al final puede que tenga razón…!
Kilian no pudo evitar esbozar una sonrisa.
—Es bonito el nombre. Muy apropiado.
—Se lo podrías sugerir a Catalina. Aunque igual prefiere llamarle Antón, como su abuelo, si es chico, claro…
—No sé. Eso de repetir nombres solo sirve para hacer comparaciones. Al final no sabes cuál es el original y cuál la copia.
—¡Oh, vamos, Kilian! ¿Aún no te has contagiado del todo del espíritu africano? ¿Qué te enseña José?
Kilian arqueó una ceja, desconcertado.
—La vida es circular, los hechos se repiten; en otras circunstancias, sí, pero son básicamente semejantes. Como la naturaleza. En ningún sitio como aquí es tan fácil darse cuenta del ciclo de la vida y de la muerte. —Se encogió de hombros—. Una vez te lo aprendes, es todo más fácil. ¿Sabes qué me decía una y otra vez mi abuela, allá en nuestro valle, cuando era pequeña? Pues que para saber vivir hay que saber morir. Y ella ha visto morir a mucha gente, en la Guerra Civil ni te cuento…
Julia experimentó un escalofrío y se frotó los antebrazos.
—Será mejor que entremos —dijo Kilian, incorporándose.
—Sí. Me apuesto lo que quieras a que sé de qué están hablando ahora.
—¿De política? —se arriesgó él.
Julia sonrió y asintió. Kilian la miró a los ojos, sonrió también y le dio un cariñoso beso en la mejilla.
—Te mereces todo lo bueno que te pase, Julia —dijo antes de guiñarle un ojo y añadir—: Aunque no cumplas tus tratos…
Ella se sonrojó.
—Y tú también, Kilian. Ya lo verás… Lo mejor de la vida aún no te ha llegado.
Nada más entrar en el salón, Mateo, Marcial, Ascensión y Mercedes se despidieron porque habían quedado con otros amigos en la ciudad. Los demás seguían de sobremesa hablando, como Julia y Kilian habían supuesto, de política.
—Lo contaban el otro día en el casino —decía Emilio con voz fuerte—. Por lo visto, ya ha habido una advertencia de la ONU sobre la descolonización. Por eso, Carrero Blanco ha propuesto la provincialización.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Santiago.
—Está claro —intervino Lorenzo Garuz—. Se trata de que estos territorios sean provincias españolas.
—Hombre, no soy tan tonto —dijo Santiago, atusándose el pelo ralo con su mano huesuda, un poco molesto por la explicación—. Eso ya lo entiendo. Me refería a que cómo cambiarán las cosas si son provincia.
—Pues depende. A mí me pareció algo razonable. Después de tantos años, ¿qué es esto más que una prolongación de España? —Emilio alzó su copa hacia el boy para que la rellenara—. Pero claro, los morenos no lo ven así. Al final no voy a poder hablar más con Gustavo porque acabamos a gritos. ¿Os podéis creer que tuvo el valor de decirme que todo era una hábil estrategia para seguir con nuestra explotación?
—Ya me imagino su sencilla lógica —comentó el padre Rafael—. Si son provincias, no son colonias, por tanto no se puede plantear la descolonización.
—Eso mismo dijo, bueno, con otras palabras más fuertes, pero eso quería decir.
—Bah, no creo que todo este asunto siga adelante —intervino Generosa—. Sin España no hay Guinea, y sin nosotros, ya se pueden volver a la selva de donde los sacamos… —Julia torció el gesto, pero no la interrumpió—. En realidad, la colonia cuesta más de lo que rinde. Pero esto no lo saben valorar, qué va.
—Bueno, eso no lo tengo yo tan claro —dijo Jacobo, pensando en las toneladas de cacao de la última cosecha—. Nosotros sabemos lo que rinde, nadie mejor que nosotros, ¿verdad, señor Garuz?
—Sí, pero… —El aludido sacudió la cabeza—. ¿Y quién paga los colegios, los hospitales, el mantenimiento y los servicios de la ciudad, sino España? No sé… No sé si salen las cuentas.
—Es imposible que salgan —comentó Generosa—. ¿Habéis visto las obras del orfanato? ¿Quién paga los gastos de las sesenta criaturas que viven allí? ¿Y qué me decís de las mejoras en Moka? Hace unas semanas estuve con Emilio en la inauguración de la traída de aguas para los poblados de Moka, Malabo y Bioko y en la entrega de viviendas para los cooperativistas. El Patronato de Asuntos Indígenas ha pagado la mitad de cada casa, que hasta tienen dobles ventanas de cristal y madera…
—Y eso no es todo —añadió Emilio, subiendo el tono de voz—. ¿Adónde creéis que ha viajado Gustavo hace nada? A Camerún, nada más y nada menos que a juntarse con esa panda de independentistas que no pararán hasta conseguir lo que quieren. ¡Pero si hasta habla de una posible federación con Gabón…!
—Claro —le interrumpió el padre Rafael—, como Francia está a punto de conceder la independencia a Camerún y a Gabón, todo se contagia. ¡Con el trabajo que nos ha costado enseñarles el buen camino! ¿Os habéis fijado estas navidades? Las calles de Santa Isabel estaban llenas de esos mamarrachos con sus máscaras. Antes no salían de sus recintos, y ahora se pavonean con movimientos incontrolados, ruidos inconexos y colores hirientes con la intención de renacer lo absurdo. ¿A esto se refieren las cruzadas de liberación y el apasionamiento nacionalista? Ya lo advierten los obispos en una reciente carta pastoral: el mayor enemigo será dentro de poco la ideología comunista.
—Esperemos que aquí no se repitan los graves incidentes de Ifni… —dijo Garuz con preocupación.
Todos asintieron. Marruecos, que había obtenido la independencia un año antes, reclamaba ahora el pequeño territorio español. Habían llegado noticias de que las guarniciones de Ifni habían sido atacadas por nacionalistas marroquíes apoyados por el rey.
—¡Como Franco no se mantenga firme, no sé yo qué pasará!
—¡Papá! —exclamó Julia, temiendo que Emilio se excitara demasiado y la tertulia terminara mal.
—Pues se está arriesgando mucho tu amigo —comentó Gregorio—. Cualquier día lo detienen y lo envían a Black Beach. El gobernador no está para bromas…
—A mí me parece bien que actúe con energía, que vigile las fronteras con Camerún y Gabón y que detenga a cualquiera que atente contra la españolidad de estas tierras —aseveró Generosa con convicción—. Esto es España y seguirá siéndolo por mucho tiempo. Aquí estamos muchos españoles luchando cada día por nuestros negocios. España no nos abandonará.
Un súbito silencio siguió a la última frase de la mujer. Manuel aprovechó para indicar a los boys que rellenaran las copas.
—Qué pesados nos ponemos los mayores a veces, ¿verdad, hijos? —Emilio deslizó su mirada por los rostros de Jacobo, Kilian, Manuel y Julia—. En fin, propongo otro brindis por vosotros, por el futuro… —Levantó su copa en el aire y los demás le imitaron—. Feliz Año Nuevo, eso es lo que deseo, muchos años felices para todos.
Kilian participó del brindis mientras pensaba en las palabras que había escuchado. No podía comprender con exactitud el alcance de la preocupación de los padres de Julia, pero claro, él solo era uno de los empleados de una de las numerosas fincas del país, no el dueño de un negocio. Si tuviera que abandonar la isla, buscaría otro trabajo en España, y no pasaría nada. No dejaría muchas cosas atrás. Bebió de su copa y, de pronto, experimentó un estremecimiento. Sus sentidos dejaron de prestar atención a ese entorno y se descubrió imaginando cómo celebrarían el Año Nuevo en Bissappoo los miembros de la extensa familia de José.
Meses más tarde, nació el hijo de Julia y Manuel. Al final decidieron llamarlo Ismael, porque, según explicó Julia a los hermanos después del bautizo, Emilio no solo había ganado la apuesta, sino que se había dado cuenta de que había demasiados Fernandos por todas partes. Por esas mismas fechas, Catalina dio a luz a un niño al que llamaron Antón y que falleció a los dos meses de bronquitis capilar, según supieron por una triste carta de su madre.
Kilian encajó la noticia con una honda tristeza por su hermana, a quien le costaría superar esa dura prueba. Catalina nunca había gozado de buena salud. El embarazo le había resultado pesado, había tenido que guardar reposo absoluto los últimos meses y, durante el parto, se había temido por su vida. Recordó lo mal que había encajado él la muerte de su padre e intentó imaginar cómo se tendría que sentir Catalina al perder a su hijo. Su dolor tendría que ser profundo, lacerante, insoportable.
Por primera vez en mucho tiempo, Kilian decidió afrontar la situación y escribió una emotiva carta a Mariana y a Catalina en la que les anunciaba que, en pocos meses, a principios del siguiente año, regresaría a casa. Tal vez, pensó mientras elegía las difíciles palabras de consuelo, la inesperada alegría de su vuelta sirviera para distraer, que no atenuar, su aflicción.
Como si la tierra comenzara a despedirse de él, ese año la cosecha sufrió un ataque de virulencia inesperada del charocoma, un gusano que minaba superficialmente las piñas de cacao. La finca presentaba un aspecto lastimoso. No había piña que se hubiera librado de las galerías de las diminutas orugas rosadas. Las escamas y costras de las pieles necrosadas cubrían prácticamente la superficie de todos los frutos. Por culpa de la plaga, no podía apreciarse bien el proceso de maduración. De hecho, en algunas zonas, la cosecha había sufrido cierto retraso porque las costras habían frenado no solo el acceso de la iluminación y el calor directo a las piñas, sino también la acción de los fungicidas. Si ya una cosecha era dura de por sí, aquel año tenían más trabajo del habitual. Ante el temor de nuevos ataques invasores de los persistentes colonizadores de las plantaciones, se hacía necesario tomar medidas drásticas. Una vez partidas las piñas, se recogían las cáscaras para enterrarlas, quemarlas o cubrirlas de cal. También había que quemar los chupones, no dejar ni un solo fruto en los árboles, y adelantar y aumentar la frecuencia de los tratamientos con pesticidas.
—Garuz no estará muy contento —dijo José mientras cogía puñados de granos, los observaba, los tocaba, los olía y los devolvía a la plancha de pizarra del secadero—. Entre la lluvia y el bicho, el cacao no será el mismo que el de otras cosechas.
A su lado, Kilian parecía nervioso. Cada poco rato, daba golpecitos en el suelo con la punta del pie derecho.
—¿Qué te pasa? ¿Es momento para bailes?
—Hace unos días que me pica el pie. Y hoy además me duele.
—Déjame ver.
Kilian se sentó y se quitó la bota y el calcetín.
—Es justo aquí. —Señaló debajo de la uña del cuarto dedo—. Me pica mucho.
José se arrodilló y se acercó para confirmar sus sospechas.
—Has cogido una nigua. —Soltó una risita—. Te pasa como a los árboles de cacao. Te quiere colonizar un gusano.
Vio la cara de asco de Kilian y se apresuró a explicar:
—No te asustes, es muy frecuente. La nigua es tan pequeña que la puedes coger en cualquier sitio. Se mete entre los dedos de las manos o los pies y se va comiendo la carne con su trompa alargada mientras llena una bolsa de hijos. ¿Ves? En este bulto están los hijos.
Kilian estiró la mano a toda prisa con intención de arrancársela de un pellizco, pero José lo detuvo.
—Ah, no. Hay que sacar la bolsa con mucho cuidado. Si se rasga, los hijos se extienden por los demás dedos. No serías el primero que pierde parte de un dedo…
—¡Ahora mismo voy al hospital! —Kilian, nervioso y asqueado, se colocó el calcetín y la bota con todo el cuidado del que fue capaz.
—Pregunta por mi hija —le aconsejó José—. ¡Es una experta sacando niguas!
De camino al hospital, apoyando solo el talón del pie derecho, la aprensión de unos segundos antes se transformó en una agradable expectación. Hacía semanas que no veía a la hija de José. Tenía que reconocer que las pocas veces que había acompañado a su amigo ese año a Bissappoo había albergado la esperanza de toparse con ella allí, pero, por lo visto, no subía con mucha frecuencia al poblado. Repartía su vida entre el hospital y su marido. En alguna ocasión, José le había comentado su extrañeza por el hecho de que todavía no tuvieran hijos, después de cuatro años de matrimonio. ¡Cuatro años! A Kilian le parecía mentira que hubiera pasado tanto tiempo desde que la conociera el día de su boda. Los recuerdos de ese día habían sido suplantados por la imagen de la joven acariciándolo durante su enfermedad. Después de eso, nada. Nunca habían tenido la ocasión de verse a solas. Alguna vez la había visto cuando cruzaba, decidida y resuelta, el patio principal en busca de José. Se acercaba a su padre, lo saludaba amablemente, asentía a las explicaciones de su trabajo y echaba la cabeza hacia atrás para soltar más de una refrescante carcajada contra el calor sofocante del cacao recién tostado. Kilian aprovechaba esos momentos para observarla, esperando ese instante, que siempre llegaba, en el que ella se giraba hacia él discretamente y lo miraba con esos ojos que luego se le aparecían en la oscuridad de la noche.
Tenía que admitirlo, sí. Muchos días, amenizadas por los cantos de los braceros en las plantaciones, las fantasías en las que él suplantaba a Mosi y ella a Sade lo habían entretenido horas y horas. Y una vez más, maldijo su mala suerte. De todas las mujeres posibles, él se había empezado a ilusionar con una mujer casada y, por tanto, prohibida allí, en España, y probablemente en cualquier otro lugar. Afortunadamente, razonó mientras ascendía los peldaños del edificio, nadie podía conocer ni sus pensamientos ni sus sentimientos. Y, gracias al asqueroso bicho que intentaba apoderarse de su pie, cabía la posibilidad de poder disfrutar de un precioso rato a solas con ella.
Entró directamente en la gran sala donde atendían a los braceros enfermos y paseó la mirada por las camas dispuestas de manera ordenada a un lado y otro de la estancia. Un enfermero se acercó y, en respuesta a su pregunta, le indicó el pequeño cuarto donde se realizaban las curas. Kilian dio unos golpecitos en la puerta y sin esperar respuesta la abrió.
Emitió un sonido de sorpresa y sus ilusiones se desvanecieron.
Su hermano estaba en una silla con la camisa manchada de sangre y un palo de madera entre los dientes mientras la hija de José cosía un corte profundo en su mano izquierda. La mujer se detuvo y colocó una gasa sobre la herida.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Kilian con preocupación.
Jacobo se quitó el palo de la boca. Tenía el rostro cubierto de sudor.
—Me he cortado con el machete.
—¿Y en qué estabas pensando? —Miró a la enfermera con curiosidad—. ¿No está Manuel?
—Ha ido a la ciudad —respondió ella. Al ver que él no apartaba la mirada, pensó que tal vez el hombre ponía en duda sus habilidades y añadió, un tanto altiva—: Pero yo sé curar heridas como esta.
—Estoy seguro de ello —replicó Kilian con firmeza—. ¿Es una herida grave?
—Un par de puntos y habré terminado. El corte es limpio pero profundo. Tardará días en cicatrizar.
—¡Menos mal que es la mano izquierda! —dijo Jacobo—. Al menos podré abrocharme los pantalones yo solo. —Soltó una risita nerviosa—. Es broma. Anda, Kilian, siéntate a mi lado y háblame mientras termina esta preciosidad. Es la primera vez que me cosen y duele mucho.
Kilian arrastró una silla a su lado y la enfermera continuó con su labor. Jacobo se puso tenso.
—¡Con lo guapa que eres y el daño que haces!
Su hermano le colocó la madera entre los dientes, que apretó con fuerza mientras respiraba agitadamente. Kilian frunció el ceño al ver el corte y se admiró de que la hija de José no mostrase ningún signo de desagrado. Seguro que estaba acostumbrada a ver cosas peores, se dijo. En un momento terminó la última puntada, cortó el hilo, desinfectó nuevamente la herida, la cubrió con una gasa limpia y vendó la mano con cuidado.
—Gracias a Dios que ya has terminado. —Jacobo se pasó la lengua por los labios resecos y suspiró—. Un poco más y me saltan las lágrimas.
—No te preocupes, Jacobo. Tu orgullo está a salvo. —Kilian le dio unas palmaditas en el brazo—. Te has portado como un hombre.
—Eso espero… —guiñó un ojo a la enfermera—, porque aquí todo se sabe.
Ella ni se inmutó. Recogió las cosas y se levantó.
—Tendrá que venir dentro de unos días a que don Manuel revise la herida y le diga cuándo hay que quitar los puntos. Procure no mover mucho la mano.
Se giró y se dirigió a la puerta.
—¡Espera! ¡No te vayas! —dijo Kilian—. Yo también te necesito.
Ella se dio la vuelta.
—Perdóname. Pensé que habías venido a buscar a tu hermano. —Frunció el ceño—. ¿Qué te sucede?
—Una nigua.
—Enseguida vuelvo —dijo ella con una sonrisa—. Necesito un palillo de bambú.
—¿Te has fijado, Kilian? —dijo Jacobo cuando ella salió—. A ti te tutea y a mí no.
Su hermano se encogió de hombros.
—Será que le pareces más serio que yo —comentó Kilian, y Jacobo se rio con ganas—. Oye, puedes marcharte ya si quieres. Igual te apetece tomarte un café después de lo mal que lo has pasado.
—Ni hablar. Yo me quedo aquí hasta que esta enfermera acabe con los dos.
Kilian procuró que su voz no denotara fastidio. Tampoco ese día podría hablar a solas con ella.
—Como quieras.
No pudo hablar a solas con ella, pero almacenó la impresión de las yemas de sus dedos en su tobillo, en el empeine del pie, en el talón, en cada centímetro que ella tuvo que tocar mientras iba cortando con el palito los bordes de la bolsa de los huevos de nigua hasta que se desprendió completa. Memorizó todos y cada uno de sus gestos durante los escasos minutos que duró la intervención, en los que Jacobo no dejó de hablar, como si no hubiera nadie más con ellos, del próximo viaje de su hermano a España. Ella parecía concentrada en lo que hacía, pero hubo un instante en que Kilian percibió que su mirada se enturbiaba y una fina arruga se dibujaba en su entrecejo. Fue cuando Jacobo dijo, de manera inoportuna:
—¿Y qué hará Sade tanto tiempo sin ti, hermanito? ¿Querrás que la cuide en tu lugar? ¡Estará tan triste!
Kilian apretó los labios y no respondió.
Las semanas anteriores a su viaje, Kilian no pudo dejar de compararse con los trabajadores nigerianos de la finca. Como ellos, cuando llegó era un muchacho fibroso lleno de curiosidad que regresaría al cabo de los años a su patria transformado en un hombre musculoso, grande y fornido. También él acumulaba cosas que había comprado para llevar a casa y una generosa cantidad de dinero. La única diferencia radicaba en que los braceros iban de nuevo a Nigeria porque en su contrato, redactado hábilmente para que el capital no solo no se quedase en Guinea, sino que volviera al territorio nigeriano, estaba estipulado que cobrasen el cincuenta por ciento en la colonia y el otro cincuenta por ciento en su país. En el caso de Kilian, los miles de kilómetros de distancia separaban dos extremos de una misma patria y por tanto, su viaje consistiría especialmente en un reencuentro con su pasado; un pasado que los seis años en una finca de cacao en tierra tropical habían conseguido difuminar, pero no borrar ni de su mente ni de su corazón.
Sin embargo, cuando llegó a su valle —después de una noche en una Zaragoza donde muchas mujeres ya llevaban pantalones, donde los Fiat 1400 acompañados por algún Seat 600 habían desplazado a los Peugeot 203, Austin FX3 y Citroën CV, y donde ya no existía el café Ambos Mundos— y divisó los aledaños de Pasolobino —después de ascender por el pedregoso camino limpio de zarzas y malas hierbas, con el mismo abrigo gris oscuro que no había necesitado en los últimos años, y tras los pasos de la yegua que, guiada por uno de sus primos, había transportado su abultado equipaje—, levantó la cara hacia la estampa apagada del pueblo delineado rígidamente contra el cielo claro de un frío día de marzo del año 1959 y sintió una confusa mezcla de sensaciones.
Pasolobino y Casa Rabaltué estaban tal como los recordaba, a excepción del edificio que iba a ser la nueva escuela y de la ampliación del pajar de su casa, y las personas tampoco habían cambiado tanto, aunque el tiempo las hubiera transformado o marcado físicamente.
Al principio, le costó entablar una conversación fluida con una Mariana de pelo cano recogido en un escueto y apretado moño que resaltaba las nuevas y numerosas arrugas de su rostro. Ni siquiera podía mantener su insistente y maternal mirada mucho rato. Prefería que los breves diálogos de temas generales y superfluos actuasen de barrera y mantuviesen las innegables emociones bajo control. Mariana se desvivió por agasajarlo, pero en ningún momento lo atosigó con comentarios nostálgicos ni lastimeros que, su hijo presentía, inundaban su ser. Kilian envidió la fortaleza exterior, carente de esa quejosa resignación que acompañaba a otras mujeres, con la que animaba a una demacrada y abatida Catalina a que no abandonase sus tareas diarias y a que cuidase más de su esposo Carlos porque —decía— la vida pasaba muy rápido y ella había perdido tres hijos y un marido y continuaba batallando para los siguientes que llegaran, que los habría; antes o después siempre había otros. Que ella recordase, ninguna casa se había quedado vacía por mucho tiempo.
Kilian repartió regalos por todo el pueblo. Los objetos más delicados, adquiridos en los almacenes Dumbo de Santa Isabel, fueron para su madre y su hermana: telas preciosas de algodón y seda, dos mantones de Manila y bolsos, una mantelería preciosamente bordada y nuevas colchas para las camas. Para los familiares y vecinos había traído latas de cigarrillos Craven A y botellas de los mejores whiskies irlandeses y escoceses —todo un lujo en esa parte del mundo—, y algo tan desconocido en Pasolobino como las piñas y los cocos. Ante el asombro de los demás, sujetaba un coco en la mano izquierda, levantaba su machete con la derecha, cortaba la dura corteza con un golpe seco, y ofrecía a los presentes la oportunidad de beber el líquido del interior antes de saborear la crujiente carne del fruto.
Las hijas de las casas vecinas, convertidas en mujeres, le sonreían con coquetería y aprovechaban sus visitas para preguntarle, entre otras cosas, si se acordaba de ellas. Él respondía pacientemente a las mismas preguntas mientras fumaba sus cigarrillos favoritos, los Rumbo, intentando acostumbrar de nuevo su oído al sonido del pasolobinés, y ellas cuchicheaban entre risas al escuchar las peculiaridades lingüísticas de los nigerianos de la finca de las que se había contagiado el apuesto joven, especialmente de sus frases simples y cortas y de su extraño vocabulario.
Después de que la novedad de su regreso se aquietara con la misma rapidez que había irrumpido en la vida de Pasolobino, Kilian se incorporó a los trabajos de los establos, la poda de árboles y la preparación de leña, la limpieza de maleza de las paredes de las fincas, el abono de los pastos para el ganado y el labrado para los huertos de verano. Así, pasaba muchas horas al aire libre por los prados que dormían a la espera del tímido saludo de la fría primavera.
Aparentemente, nada había cambiado mucho. Las mismas cuadras de su infancia retenían el calor de las bestias que se inquietaban ante la inminente libertad. El mismo humo lamía los laterales de las piedras de las chimeneas coronadas por las imperturbables piedras para espantar a las brujas. Pero, en esos momentos, Kilian tenía que hacer esfuerzos para no comparar el mundo de Pasolobino con la isla de Fernando Poo. Por más que intentara que su pueblo natal resultara vencedor de la comparación, las calles le resultaban sucias y desiguales; los cuerpos, blandos y de piel lechosa; los tejidos, monocromáticos y aburridos; la luz del sol, pálida y mortecina; el paisaje, sometido a un verde insuficiente; el clima, demasiado sereno, y Casa Rabaltué, fría y sólida, como una montaña agrietada y rocosa.
Entonces, cuando reconocía para sus adentros que tantos años habían dejado una huella más profunda de lo que él creía en su cuerpo y en su alma, la sangre se agitaba en sus venas, cerraba los ojos, y su pensamiento se convertía en un tornado de imágenes que lo lanzaban de manera inmisericorde a los pies del colosal pico volcánico de Santa Isabel, permanentemente engalanado de brumas, cubierto de bosque hasta cerca de la cima y marcado por las cicatrices de sus riachuelos.
Y allí, en el silencio de su imaginación, Kilian se dejaba poseer por el sol y la lluvia de un paraíso donde, día tras día, el lujurioso crecimiento de los miles de especies vegetales confirmaba con absoluta tenacidad la certeza de la vida cíclica.
Recurrente, constante.
Imparable.