V

PALABRA CONCLÚ

ASUNTO TERMINADO

Pocos días después, el gerente envió a Kilian y a Gregorio a buscar unas pesadas piezas a la factoría de los padres de Julia. Lorenzo Garuz había sabido por Antón que las relaciones entre ambos hombres eran más bien tensas y pensó que un largo rato a solas fuera de la plantación podría irles bien. Conocía a Gregorio desde hacía años y no le parecía un hombre peligroso, tal vez un poco violento, pero sabía cómo hacerse obedecer. Llevaba a cabo una buena labor para los intereses de la finca: era un excelente tamiz para cribar a los empleados que realmente valían la pena. Después de una temporada en sus manos, los jóvenes, o abandonaban la colonia, o se convertían en unos magníficos trabajadores, como esperaba que sucediera en el caso de Kilian.

Kilian no abrió la boca en todo el trayecto a la ciudad y no solo porque no tuviera nada de que hablar con su compañero, sino porque este le había hecho conducir. Toda su atención estaba concentrada en realizar una perfecta actuación al volante del gran camión de cabina redondeada y caja de madera. No pensaba darle ningún motivo para que se metiera una vez más con él. El robusto Studebaker del 49 avanzó primero por el camino y luego por la carretera con toda la suavidad de la que el joven conductor fue capaz.

Cuando entraron en la factoría los recibió una radiante Julia. Kilian no podía saber sus razones, pero la joven llevaba feliz unos días. La cena en su casa había salido mejor de lo que esperaba. No era fácil conseguir que Jacobo le prestara atención más de cinco minutos seguidos porque siempre acudía a comprar con prisa o permanecía semanas enteras sin salir de la finca. Ella daba vueltas por los lugares más frecuentados de Santa Isabel, asistía a misa de doce los domingos en la catedral y se tomaba un aperitivo en el Chiringuito de la plaza de España deseando, frente al mar, toparse por casualidad con él, lo que nunca sucedía. Por eso, las más de dos horas seguidas que había podido disfrutar de Jacobo mientras su hermano entretenía a sus padres le habían sabido a gloria. Al ver a Kilian junto con otro hombre en la puerta de la factoría, el corazón le había dado un vuelco. Por unos segundos se había emocionado con la idea de que pudiera ser Jacobo. Pero no, hubiera sido demasiada suerte. Reconoció a Gregorio y saludó a ambos con amabilidad.

Kilian se alegró de ver nuevamente a Julia, aunque en el fondo se sentía un tanto avergonzado por la manera en que se habían despedido de ella y de su familia el sábado.

—El pedido está en la parte de atrás —dijo Julia—. Sería más práctico llevar el camión allí. Mi padre está terminando de comprobar que no falte nada.

—Pues ya sabes, Kilian —dijo Gregorio—. Tú eres el chófer hoy.

Julia observó que Kilian salía con gesto de irritación, supuso que por el tono autoritario de Gregorio. Apenas conocía al hombre, así que el trato entre ambos fue meramente comercial: Gregorio le entregaba muestras de tornillos y ella los buscaba diligentemente en las cajas correspondientes.

—¿Al final se solucionó el problema del sábado por la noche en la finca? —preguntó Julia de manera casual.

Gregorio no entendía a qué se refería y puso cara de extrañeza:

—¿El sábado por la noche?

—Sí. Me dijeron que hubo una gran pelea en Sampaka, con muchos heridos…

—¿Y quién te dijo eso?

—Un boy vino a buscar a Jacobo y a Kilian porque no había nadie para poner orden.

Gregorio arqueó una ceja. No estaba seguro del grado de relación entre la chica y los hermanos, pero la ocasión se le presentaba en bandeja para averiguarlo.

—El sábado por la noche no pasó nada en la finca.

Observó que Julia parpadeaba perpleja.

—Pero…

—Es más. Vi a Jacobo y a Kilian en el Anita Guau. A eso de las once… —Esperó a ver qué efecto producían en Julia sus palabras. Al percibir que ella se sonrojaba continuó—: Todos los jóvenes de Sampaka estaban allí. Muy bien acompañados, por cierto.

Julia apretó los dientes y su barbilla comenzó a temblar de rabia. De pronto, lo comprendió todo, y las ilusiones de las horas anteriores se desvanecieron por completo. Jacobo la había engañado. A ella y a sus padres…

Había repasado una y mil veces las palabras de sus diálogos y estaba convencida de haber superado con éxito la prueba de compatibilidad. Compartían tanto una infancia común en Pasolobino como una misma experiencia en África. Era absolutamente imposible que él no tuviera tan claro como ella la cantidad de cosas en las que estaban de acuerdo; de otro modo, él hubiera buscado cualquier excusa para integrarse en la conversación de los demás. ¡Y no lo había hecho! Había disfrutado y se había reído de manera espontánea con ella. En algún momento le había aguantado la mirada. Más aún: había tardado largos y deliciosos minutos en apartar sus maravillosos ojos verdes de los de ella… ¡Y sus manos se habían rozado al menos en tres ocasiones!

Una profunda decepción se adueñó de ella.

Gregorio volvió al ataque de manera astuta. Con voz suave, como si fuera un padre pensativo describiendo las chiquilladas de sus hijos, consiguió dejar en mal lugar a los dos hermanos ante los ojos de la joven mientras hacía ver que analizaba con interés los objetos que estaban sobre el mostrador:

—Kilian no lo sé, pero Jacobo está hecho un mininguero de mucho cuidado… Supongo que no tardará en adiestrar a su hermano. —Chasqueó la lengua—. No hacen caso los jóvenes. Demasiado alcohol y demasiadas mujeres acaban por pasar factura. En fin —levantó la vista y sonrió por el éxito de sus comentarios. Julia estaba al borde del llanto—, es lo que tiene este lugar. No son ni los primeros ni los últimos.

Julia aprovechó que entraba Kilian, seguido de Emilio, para darse la vuelta y morderse el labio inferior con fuerza para evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas.

—¡Gregorio! —saludó Emilio, tendiéndole la mano—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo van las cosas? ¿Es que no sales del bosque?

—Poco, Emilio, poco. —Estrechó la mano del hombre afectuosamente—. Siempre hay algo que hacer… Solo salgo de la finca los sábados, ya sabes…

Julia se giró bruscamente. No quería que su padre se enterara de la descortesía de los hermanos y Gregorio parecía estar disfrutando de la situación.

—Papá —intervino con voz aparentemente serena—, no encuentro pernos de este tamaño. —Le entregó uno—. ¿Puedes mirar en el almacén, por favor?

—Sí, claro.

Kilian advirtió el cambio en la joven. Ni siquiera lo miraba y las manos le temblaban. Miró a Gregorio y se preguntó qué podía haber pasado.

—Espero no haberte molestado… —susurró Gregorio frunciendo el ceño falsamente preocupado.

—¿A mí? —lo interrumpió ella, orgullosa—. ¿Por qué habrías de molestarme? ¿Te crees que las blancas no sabemos en qué malgastáis vuestro tiempo? —Lanzó una mirada dura a Kilian—. ¡No somos idiotas!

—¡Eh! ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kilian, seguro ya de que Gregorio la había molestado—. ¿Julia?

—Me parece que he metido la pata —confesó Gregorio frunciendo los labios con teatral consternación—. Le he dicho dónde estuvimos el sábado por la noche… Todos. No sabes cuánto lo siento.

Kilian apretó los puños y de no ser porque Emilio entraba en ese momento, de buena gana le hubiera estampado un puñetazo. Miró a Julia y se sintió como un gusano bajo su mirada dolida. Julia apartó la vista y se alejó hacia el almacén.

Los hombres conversaron unos minutos y se despidieron. Después de que Gregorio saliera de la factoría con una pequeña sonrisa de triunfo en los labios, Emilio fue en busca de Julia y le preguntó:

—¿Te encuentras bien, hija? Tienes mala cara.

—Estoy bien, papá.

Julia esbozó una sonrisa, aunque por dentro estaba rabiosa. No sabía muy bien cómo, pero Jacobo se enteraría de que ella había descubierto su mentira. Había llegado el momento de cambiar de estrategia con él. Suspiró con decisión y se propuso armarse de paciencia hasta que llegase el momento oportuno.

Afuera, Kilian dio rienda suelta a su enfado.

—¿Te has quedado a gusto, Gregorio? —le recriminó en voz alta—. ¿Qué ganas tú con todo esto?

—¡A mí no me grites! Vaya, vaya… —Chasqueó la lengua varias veces de manera irritante—. ¿No sabes que antes se pilla a un mentiroso que a un cojo?

—¡Te mereces una buena tunda!

Gregorio se cuadró frente a él con los brazos en jarras. Kilian le sacaba media cabeza, pero juraría que no tenía su fuerza física.

—Adelante, venga. —Se remangó las mangas de la camisa—. Veamos si tienes agallas.

Kilian respiraba con agitación.

—¿Te lo pongo más fácil? ¿Quieres que empiece yo? —Empujó al joven con ambas manos. Kilian dio un paso atrás—. ¡Vamos! —Volvió a empujarlo—. ¡Demuéstrame el valor de los hombres de la montaña!

Kilian agarró las muñecas de Gregorio con todas sus fuerzas y las mantuvo inmovilizadas, con los músculos en tensión, hasta que percibió en los ojos oscuros del otro un débil destello de sorpresa. Entonces se apartó con un gesto de asco. Caminó hacia el camión, trepó a la cabina y puso el motor en marcha.

Esperó a que Gregorio subiera y condujo a toda velocidad y con total seguridad.

Como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.

Pocas semanas después llegó marzo, el mes más cálido del año, antesala de la época de lluvias. En las plantaciones, los árboles del cacao, con su tronco liso y sus grandes hojas perennes y aovadas que crecían de forma alterna, lucían sus pequeñas flores amarillas, rosáceas y encarnadas. Kilian se maravillaba de que las flores crecieran directamente del tronco y de las ramas más antiguas. El calor y la humedad de los siguientes meses harían que de esas flores surgieran las bayas o piñas de cacao. En los árboles frutales de Pasolobino, si no llegaba una inesperada y tardía helada, cosa bastante frecuente, los cientos de brotes se transformaban en decenas de frutos. Jacobo le había dicho que, en los cacaotales, los miles de flores que nacían en cada árbol solo producirían unas veinte bayas.

Los días se sucedían sin grandes novedades. El trabajo era rutinario y monótono. Todos sabían qué actividades realizar: reparar viviendas, preparar los cultivos, y poner a punto los secaderos y almacenes de cara a la siguiente cosecha, que comenzaría en agosto.

También Kilian parecía estar más tranquilo o, por lo menos, no ocurría nada que alterara el ritmo diario de trabajo y las jornadas festivas. Hasta Gregorio actuaba de una manera más natural, incluso más prudente, desde la discusión en la factoría, que no había contado a nadie, ni siquiera a su hermano. Gregorio seguía sin darle muchas explicaciones sobre cuestiones laborales, pero tampoco se metía con él. Aun así, Kilian estaba alerta porque seguía sin confiar en él.

Aunque había vuelto al Anita Guau un par de veces más, no había requerido las atenciones de Sade, algo que a ella tampoco parecía molestarle porque tenía trabajo complaciendo a sus numerosos admiradores. Manuel y Kilian habían descubierto que ambos disfrutaban más de las películas del cine Marfil o de una buena conversación en cualquier terraza frente al mar, con la música de fondo del aletear de los enormes murciélagos que se descolgaban al anochecer de las palmeras, que mostrando sus pocas habilidades en el baile.

Una mañana, mientras Antón y José enseñaban a Kilian las funciones de las diferentes partes de los secaderos en el patio principal, Manuel se les acercó y les mostró una tarjeta.

—Mira, Kilian. Mis antiguos compañeros del hospital de Santa Isabel me acaban de enviar varias invitaciones para una fiesta formal en el casino este sábado. Espero que me acompañes. Se lo diré también a los otros.

—¡Una fiesta en el casino! —dijo Antón—. No te la puedes perder. Irá lo mejor de la isla, hijo. Los empleados de las fincas no suelen tener acceso.

—Por mí, encantado. —A Kilian le brillaron los ojos de excitación—. Pero ¿qué se pone uno para ir a un lugar como ese? No sé si tengo ropa adecuada.

—Con una americana y una corbata es suficiente —explicó Manuel—. En la tarjeta dice que no es necesario ir de etiqueta, así que nos ahorraremos el alquiler del esmoquin.

—Yo te prestaré la corbata si no has traído —se ofreció Antón.

Manuel se despidió hasta la hora de la comida y los otros continuaron el recorrido por los secaderos, unos edificios sin paredes laterales cuyos techos cubrían unas enormes planchas de pizarra sobre las que se tostarían los granos de cacao. Kilian aprovechó que José se acercaba a hablar con unos trabajadores para abordar a Antón con un tema que tenía pendiente.

—Papá, déjeme que le diga algo —empezó, con voz seria.

Antón tenía una ligera idea de lo que Kilian quería decirle.

—¿Y bien?

—Jacobo y yo creemos que debería regresar a España. Aunque usted lo niegue, nosotros sabemos que no tiene la energía de antes. ¿Por qué no va y que lo visite el médico de Zaragoza? —Antón no lo interrumpía, así que continuó con todos los argumentos que se había preparado—. Si es por el dinero, ya sabe que con lo que ganamos mi hermano y yo es más que suficiente para cubrir todos los gastos y aún sobra… Además, ¿cuánto hace que no ve a mamá?

Antón esbozó una débil sonrisa. Giró la cabeza y llamó a José.

—¿Sabes qué me dice Kilian? ¡Lo mismo que tú y Jacobo! ¿Acaso os habéis puesto de acuerdo?

José abrió los ojos en un gesto de inocente culpabilidad.

—Antón —hacía tiempo que su amigo no permitía que emplease la palabra massa para dirigirse a él en privado—, no sé de qué me está hablando.

—Lo sabes perfectamente, granuja. Por lo visto, te quieres librar de mí… Los tres queréis que me vaya.

—Es por su bien —insistió Kilian.

—Sus hijos tienen razón —intervino José—. El trabajo aquí es duro. No sé cómo llevará una nueva cosecha. Seguro que los médicos de allá le recetan algo para ponerse mejor.

—Los médicos, José, cuanto más lejos, mejor. Te curan por un lado y te estropean por otro. —Kilian abrió la boca para protestar, pero Antón hizo un gesto con la mano—. Espera, hijo. Ayer hablé con Garuz y después de la cosecha, en otoño, iré a casa a pasar las navidades. No os lo quería decir hasta saberlo seguro. Luego regresaré aquí de nuevo y, según me encuentre, trabajaré en la oficina.

A Kilian le parecía más lógico que su padre se despidiese definitivamente de la colonia, pero no quiso insistir. Quizá una vez en España cambiase de idea. A un hombre acostumbrado al trabajo físico le resultaría extraño ocupar un puesto de massa clak, que era como los trabajadores llamaban a los clerks o empleados de oficina, aunque en muchas ocasiones llamaban así a todos los blancos de la finca porque sabían leer y escribir. En fin, su padre era un hombre obstinado y reservado, así que haría lo que quisiera por mucho que los demás le insistiesen.

—Me deja usted más tranquilo —accedió Kilian—. Pero aún queda mucho para el otoño.

—Cuando los secaderos funcionen a todo gas, el tiempo pasará tan rápido que en cuatro días estaremos todos escuchando villancicos, ¿eh, José?

—¡Ya lo creo!

—¡La de toneladas que habremos embarcado tú y yo en estos años!

Los ojos de su amigo se iluminaron. A Kilian le encantaba escuchar a Antón y a José recordar viejos tiempos que se remontaban al comienzo del siglo. Le costaba imaginar una Santa Isabel pequeñita con casas de bambú y madera de calabó construidas a imitación de las chozas de los poblados; o las calles de firme tierra roja en lugar de asfalto; o los nativos aristócratas de entonces tomando el té de las cinco en recuerdo de su educación inglesa, o acudiendo a oír misa católica por la mañana y misa protestante por la tarde como ejemplo de tolerancia. José se reía a mandíbula batiente haciendo que las ventanillas de su ancha nariz aleteasen sobre sus labios morados cuando recordaba imágenes de su infancia en las que hombres de la edad de su padre sudaban dentro de sus levitas y elevaban levemente sus altas chisteras para saludar a las damas elegantemente vestidas y tocadas con sombreros parisinos.

—¿Sabía usted, massa Kilian, que cuando yo nací no había ni una sola mujer blanca en Santa Isabel?

—¡Cómo puede ser!

—Había algunas en Basilé con sus maridos colonos. Llevaban una vida bien dura. Pero en la ciudad no había ninguna.

—¿Y los días que llegaba el barco de la Trasmediterránea a Fernando Poo? —intervino Antón—. Eso pasaba cada tres meses, hijo. ¡Cerraban hasta las factorías! Todo el mundo acudía al puerto para tener noticias de España…

—¿Y sabía usted, massa Kilian, que cuando yo era niño los blancos tenían que regresar a España cada dos años para poder resistir los males del trópico? Si no lo hacían, morían en poco tiempo. Raro era el hombre que aguantaba muchos años. Ahora es diferente.

—Sí, José —dijo Antón con un suspiro—. Cuántas hemos visto tú yo, ¿eh? Y eso que no somos tan viejos. ¡Pero vaya cómo han cambiado los tiempos desde que vine aquí con Mariana!

—¡Y lo que cambiarán, Antón! —añadió José, sacudiendo la cabeza con una mezcla de melancolía, certeza y resignación—. ¡Lo que cambiarán!

El sábado, Kilian se puso un traje claro —que Simón se había encargado de planchar— y corbata, se peinó el pelo hacia atrás con gomina y se miró al espejo. Casi no se reconoció. ¡Parecía un verdadero galán de cine! En Pasolobino no tenía ocasiones para arreglarse así. Como mucho, había lucido el mismo traje oscuro tanto para los días de la fiesta mayor como para la boda de alguna prima.

A las siete en punto, Mateo, Jacobo, Marcial, Kilian y Manuel, vestidos de igual manera, partieron en dirección a la fiesta.

Por el camino, Kilian le tomó el pelo a su hermano:

—Yo creía que el sábado era sagrado. ¿Te vas a quedar sin tu dosis de Anita Guau?

—Hay que estar abierto a todo —respondió Jacobo—. No todos los días se tiene la oportunidad de ir al casino. Además, si no hay ambiente, nos largamos y solucionado. De todas formas, con lo ñanga-ñanga que vamos, hoy tendremos éxito en cualquier sitio.

Los demás corearon el comentario con risas, a las que se sumó Kilian cuando supo que la graciosa expresión ñanga-ñanga equivalía a elegante.

El casino estaba situado en Punta Cristina, a unos treinta metros sobre el nivel del mar. Atravesaron la pequeña puerta de entrada y vieron que el recinto consistía en un conjunto de edificios alrededor de una pista de tenis y una piscina con dos trampolines rodeada de baldosas cuadradas, negras y blancas. Desde la larga balaustrada de los arcos de la terraza, sobre los que se inclinaba una única palmera recortada contra el horizonte, se divisaba toda la bahía de Santa Isabel repleta de barcos y cayucos anclados.

De todo el grupo, solo Manuel había estado con anterioridad en el casino, de modo que los guio directamente al lugar de donde provenía la música. Entraron en un edificio con ventanas de láminas de madera, cruzaron por un gran salón en el que grupos de personas conversaban animadamente y accedieron a una terraza exterior circundada por un muro blanco sobre el que pequeñas lámparas emitían una suave luz. En medio de la terraza había una glorieta de baile rodeada de mesas de mármol blanco. En esos momentos, la glorieta estaba vacía. Hombres y mujeres, blancos y negros, todos muy elegantes, se saludaban con muestras de afecto. Sobre el escenario, una orquesta con el nombre The New Blue Star escrito en los atriles de las partituras, y que a Kilian le pareció bastante completa comparada con las que había visto hasta entonces, interpretaba una música agradable que no dificultaba las conversaciones.

—Después de la cena tocarán música de baile —explicó Manuel a su lado mientras levantaba la mano para devolver el saludo a unas personas—. Me temo que hoy va a ser una noche intensa. Hay amigos a los que no he visto hace mucho tiempo.

—No te preocupes por nosotros —dijo Jacobo cogiendo una copa de la bandeja que les presentó un camarero—. De momento, buscaremos una mesa en un sitio estratégico y esperaremos a que vengan a saludarnos.

Sus amigos captaron la ironía. En realidad Mateo, Marcial, Kilian y Jacobo se sentían un poco cohibidos porque no estaban acostumbrados a frecuentar lugares como el casino, adonde acudía lo más selecto de la sociedad de la ciudad. Sabían que, a pesar de su impecable apariencia, más de alguno los catalogaría como lo que eran, unos finqueros poco sofisticados para codearse con según qué gente.

Jacobo les indicó que lo siguieran hasta una mesa cerca de la puerta de acceso al salón desde la que podían observar tanto el ambiente del interior del edificio como el de la pista de baile. Al poco, Kilian y Jacobo escucharon unas voces familiares y Emilio y Generosa, acompañados de dos matrimonios más y seguidos de tres muchachas, pasaron al lado de su mesa.

—¡Julia! ¡Mira quién hay aquí! —Emilio se alegró al ver a los hermanos. Se giró hacia las jóvenes—. Jacobo y Kilian con unos amigos… ¡Podéis hacer grupo!

Se hicieron las oportunas presentaciones, intercambiaron frases de cortesía, y Generosa y los otros matrimonios continuaron su camino. Julia y sus amigas se sentaron y los hermanos permanecieron de pie con Emilio. De reojo, Kilian se percató de que Julia estaba un poco tensa y dejaba la conversación en manos de sus simpáticas amigas, Ascensión y Mercedes, que tardaron poco en preguntar a Marcial y a Mateo por su vida diaria en la finca y por sus pasados en España. A su vez, ellas les contaron qué hacían en Santa Isabel y la suerte que tenían de poder disfrutar de las instalaciones deportivas del casino a todas horas.

Emilio, muy paternal y animado por las copas, aún se entretuvo un rato:

—Así que esta es la primera vez que venís al centro de la clase alta europea. ¿Y a dónde vais de fiesta normalmente? —Sacudió una mano en el aire y bajó la voz—. No me lo digáis, que me lo puedo imaginar. Yo también fui joven… —Les guiñó un ojo—. En fin, como podréis comprobar, aquí nos mezclamos todos, blancos y negros, españoles y extranjeros, siempre y cuando nos una un denominador común: tener dinero.

Jacobo y Kilian cruzaron una rápida y elocuente mirada: si ese era el criterio para pertenecer al club, desde luego, ellos no lo cumplían.

Emilio señaló una por una a varias personas mientras listaba sus profesiones: comerciante, banquero, funcionario, terrateniente, agente de aduana, importador de vehículos, otro comerciante, abogado, médico, empresario colonial, jefe de la Guardia Colonial…

—Ese es el dueño de una empresa de maquinaria de obras y coches. Tiene la representación de Caterpillar, Vauxhall y Studebaker. Los padres de las amigas de Julia trabajan para él. Y ese de ahí es el secretario del gobernador general de Fernando Poo y Río Muni. El gobernador no ha podido venir hoy. Una lástima. Os lo hubiera presentado.

Kilian jamás había visto a tanta gente importante junta. Si alguno de ellos se le hubiera acercado, no habría sabido cómo comenzar —y mucho menos continuar— una conversación medianamente inteligente. Seguro que esas personas hablaban de temas elevados relacionados con el gobierno de la colonia y con la economía mundial. Buscó con la mirada a Jacobo, quien parecía escuchar a Emilio con atención, aunque sus ojos recorrían el lugar en busca de algún rincón más divertido al que emigrar. Por fortuna, alguien a lo lejos hacía gestos con la mano.

—Muchachos —dijo Emilio—, creo que mi esposa me reclama. ¡Pasadlo bien!

Los hermanos se unieron al grupo, donde Ascensión y Mercedes brillaban con su ingenio compartido, aunque físicamente eran muy diferentes. Ascensión tenía el pelo muy rubio, casi blanco, la nariz respingona y los ojos azules heredados de su abuela alemana. Llevaba un vestido añil de talle bajo con un ancho cinturón y escote redondo. Mercedes, enfundada en un vestido de crespón de seda verde con el cuerpo ajustado y falda de mucho vuelo, tenía el cabello oscuro recogido en un moño muy alto que le daba un aire sofisticado y resaltaba aún más sus marcadas facciones, entre las que destacaba una nariz prominente.

Varios camareros comenzaron a acercarse a las mesas con bandejas rebosantes de deliciosos canapés. Durante un buen rato comieron, fumaron, bebieron y charlaron. Kilian agradeció la presencia de Mateo, Marcial y las dos amigas de Julia porque esta ni se dignaba mirarlos. Permanecía en silencio, con la cabeza bien erguida, escuchando con falso interés los comentarios de los demás. Kilian pensó que estaba preciosa, con su vestido de cristal de seda de lunares blancos sobre un fondo azul claro. Un fino collar de perlas adornaba su piel sobre el escote redondo. Para que la imagen fuera perfecta, solo faltaba la fresca sonrisa que solía iluminar su rostro. Era imposible que Jacobo no se diera cuenta de la frialdad de la muchacha, si bien era cierto que Kilian no le había contado la indiscreción de Gregorio por no remover el asunto.

Serían cerca de las diez cuando Julia comenzó a mirar su reloj de manera insistente.

—¿Esperas a alguien? —preguntó por fin Jacobo.

—En realidad, sí —respondió ella con voz dura—. Supongo que tu boy no tardará en llegar para rescatarte de esta aburrida fiesta.

Jacobo se quedó de piedra y Kilian, avergonzado, agachó la cabeza. Julia los observaba con expresión de triunfo y los demás, cogidos por sorpresa, esperaron expectantes alguna reacción.

—¿Cómo te has enterado? —La voz de Jacobo expresaba más enfado que arrepentimiento.

—Y eso qué más da. La cuestión es que lo sé todo. —Se irguió todavía más en la silla—. ¿Quieres que te diga dónde estabas ese día a las once de la noche?

—Eso no es asunto tuyo. Que yo sepa, no eres mi novia para controlarme.

Jacobo se levantó y se fue. Los demás permanecieron en silencio. Kilian no sabía dónde meterse. Miró a Julia. A la joven le temblaba la barbilla en un intento de mantener el orgullo y no echarse a llorar después de las hirientes palabras de su hermano. La orquesta eligió ese momento para comenzar a tocar un pasodoble que fue recibido con una gran ovación por los asistentes. Kilian se levantó y cogió a Julia de la mano.

—Ven, vamos a bailar.

Ella accedió, agradecida de que Kilian la sacara de esa situación tan embarazosa. Caminaron en silencio hasta la glorieta, él le rodeó la cintura con el brazo y comenzaron a moverse al ritmo de la música.

—Te advierto que soy un pésimo bailarín. Espero que me perdones. Por los pisotones… Y por lo del otro día. Lo siento de veras.

Julia levantó la vista hacia él. En sus ojos aún brillaban las lágrimas. Asintió con la cabeza.

—Está claro que me he equivocado de hermano… —intentó esbozar una sonrisa.

—Jacobo es una buena persona, Julia. Es que…

—Ya, no quiere comprometerse. Al menos no conmigo.

—Igual es pronto… —Kilian no quería darle falsas esperanzas ni hacerla sufrir—. Tal vez en otras circunstancias…

—¡Oh, vamos, Kilian! ¡Que no tengo quince años! —protestó ella—. Y esto es África. ¿Te crees que no sé cómo se divierte Jacobo? Lo que más rabia me da es que los hombres como él se piensan que las blancas somos unas pobres ignorantes. ¿Qué le da una mininga que no le pueda dar yo? ¿Qué pensaría si le ofreciera mi cuerpo como lo hacen ellas?

—¡Julia! ¡No digas eso! No es lo mismo… No te compares con ellas. —A Kilian la pieza musical ya se le estaba haciendo eterna—. Ahora estás enfadada, y con razón, pero…

—¡No puedo con esta doble moral, Kilian! —le interrumpió la joven—. Todos hacéis la vista gorda con el comportamiento relajado de las amigas negras, y las blancas tenemos que esperar hasta que os canséis de ellas para que acudáis a nosotras en busca de una buena y fiel esposa. ¿Qué pasaría si fuera al revés? ¿Si yo me juntara con un negro? ¿Os parecería bien?

—Julia, yo… —Kilian tragó saliva—. Todo esto es nuevo para mí. Es un asunto difícil…

—No has respondido a mi pregunta.

Kilian titubeó. No estaba acostumbrado a hablar de esos temas con una mujer. Se sentía un poco escandalizado y Julia podía ser realmente insistente.

—Con los hombres es diferente… Y no creo que esta sea una conversación apropiada…

—Sí, ya… Para una mujer —concluyó ella, irritada.

Para alivio de Kilian, justo entonces terminó el pasodoble y la orquesta continuó con un swing.

—Demasiado complicado… —dijo Kilian, forzando una sonrisa.

Salieron de la glorieta y se cruzaron con Mateo, Ascensión, Marcial y Mercedes, que se habían animado a bailar. Caminaron en silencio hasta la mesa, donde encontraron a Manuel tomándose una copa.

—Aquí estoy —le dijo a Kilian—, descansando un rato. No he parado de hablar desde que hemos llegado.

—Manuel, te presento a Julia, la hija de unos amigos de mis padres.

Manuel se levantó y, muy cortés, saludó a la muchacha. Se fijó en cómo la cinta azul de su cabello castaño enmarcaba una bonita cara de ojos expresivos.

—Manuel es el médico de la finca —explicó Kilian—. Antes trabajaba en el hospital de Santa Isabel.

—¿No nos hemos visto antes? —preguntó ella, escrutando sus facciones, su pelo rubio oscuro y sus ojos claros tras las gruesas gafas de pasta—. Seguro que has estado más veces en el casino.

—Sí. Muchas tardes solía venir a nadar. Y los domingos a jugar a las cartas o a tomar algo con compañeros de trabajo.

—Yo vengo todos los domingos y alguna que otra tarde. ¡Qué raro que no hayamos coincidido hasta hoy!

—Bueno, desde que estoy en Sampaka no salgo tanto…

—Con vuestro permiso iré a buscar algo de beber. —Kilian quiso aprovechar que los jóvenes continuaban hablando para dar una vuelta por el salón.

Se alegró de poder estar un rato a solas después del mal trago pasado con Julia. Dentro, el sonido de las voces había aumentado de volumen. Saludó a Generosa y a Emilio y continuó hasta la zona del billar, donde distinguió a Jacobo envuelto en una nube de humo. Jacobo lo miró, pero no hizo ningún gesto para que se acercase. Cuando llegó a su lado, dijo sin mirarle:

—¡Ah! Estás aquí. —Kilian pensó que todavía le duraba el enfado por la reacción de Julia—. Estos son mis amigos, Dick y Pao. Han venido desde Bata. Nos conocimos en mi primer viaje.

Kilian les estrechó la mano y pronto supo que Dick era un inglés que había trabajado años en Duala y que, desde hacía poco, trabajaba con Pao en la industria de la madera de la parte continental. De vez en cuando, aprovechaban su amistad con el piloto del Dragon Rapide para realizar el trayecto de una hora de Bata a Santa Isabel. Dick era un hombre alto y fuerte, de piel muy clara enrojecida por el sol, y con una mirada extraña emitida por los ojos más azules que Kilian había visto en su vida. A su lado, el portugués Pao parecía un huesudo mulato de nariz afilada y largas extremidades. Los tres habían bebido más de la cuenta y, entre risas y bromas, se empeñaron en contarle a Kilian la última vez que habían coincidido con Jacobo.

—Fue en una cacería de elefantes en Camerún —comenzó a explicar su hermano con los ojos brillantes—. ¡La experiencia más impactante que he tenido en toda mi vida! Salimos un montón de hombres armados de escopetas. Seguíamos al guía por la senda de ramas rotas que uno de esos animales había abierto en la selva. Un ruido similar al de un terremoto nos indicó que el elefante caminaba cerca, por delante de nosotros, y que no muy lejos había más…

—¡Estabas muerto de miedo! —intervino Dick en un buen castellano, aunque con fuerte acento—. Tu cara estaba pálida como la cera…

—¡Es que yo pensaba que esperaría escondido en algún lugar seguro y elevado para ver al animal! Pero no, ahí estaba, bien cerca. El guía, un experto cazador, claro, le disparó a un oído y el elefante se volvió loco. Echamos a correr en dirección contraria…

—Porque sabíamos que al ser tan grande le costaría darse la vuelta —continuó Pao con un acento cantarín plagado de palabras terminadas en «u»—. Pero ese día no lo hizo. Chorreando sangre por la oreja, continuó hacia delante y nosotros seguimos detrás…

A medida que pasaban los minutos, a Kilian le desagradaban más Dick y Pao. Había algo en ellos que le producía una sensación de desconfianza y rechazo. Dick no miraba a los ojos de sus interlocutores y Pao soltaba risitas fastidiosas cada poco.

—Por fin, el animal empezó a estar cansado y a aflojar el paso. Entonces aprovechamos para dispararle varias veces y… —Jacobo levantó las palmas de sus manos—. ¡El elefante se marchó! ¡Desapareció de nuestra vista! ¡La cacería había terminado y ahí estaba yo, todo frustrado porque no lo había visto caer!

—A esos bichos les cuesta morir. —Dick inhaló el humo de su cigarrillo y lo retuvo unos segundos en los pulmones antes de expulsarlo.

—¡A este, un par de días! —intervino Pao—. Cuando volvimos con el guía y localizamos su cuerpo, aún estaba caliente.

—Lo descuartizaron con habilidad entre varios hombres… ¡Y no dejaron más que los huesos! —Jacobo había adoptado el tono exultante y embriagado de los otros dos—. ¡Los colmillos eran tan altos como esa puerta!

A Kilian la narración de la cacería le había resultado terrible. Él estaba acostumbrado a cazar sarrios o rebecos en las montañas de los Pirineos, pero no se podía ni imaginar una escena como la que acababan de describir. Desde siempre, a los animales se les evitaba el sufrimiento con un tiro certero. No conocía a ningún hombre de su entorno que disfrutase con el tormento continuo y prolongado de un animal. Solo se le ocurrió decir:

—Suena realmente peligroso.

—¡Ya lo creo! —Dick le miró con sus ojos azules, fríos e inexpresivos. Kilian se encendió un cigarrillo para eludir la mirada—. Yo estuve en una cacería en la que el elefante cogió a uno de los negros con la trompa, lo levantó en el aire, lo arrojó contra el suelo y lo aplastó hasta convertirlo en un amasijo de carne y huesos…

—¡No lo hubiera reconocido ni su madre! —se rio Pao de manera insulsa, mostrando unos dientes irregulares—. ¡Menos mal que no fuimos ninguno de nosotros!

Kilian ya había escuchado suficiente. ¡Menuda nochecita llevaba! Entre el incidente con Julia, la atrevida conversación con ella, la sensación de estar rodeado de personas de un nivel al que él nunca tendría acceso, y la cruel cacería contada por esos idiotas, su primera noche en el famoso casino probablemente sería la última. La bebida se le estaba subiendo a la cabeza, y para colmo, la corbata le molestaba de tal manera que no podía evitar tirar continuamente del nudo para aflojarlo.

—¿Qué te pasa ahora? —le preguntó Jacobo en voz baja.

—Al final resultará que donde mejor me encuentro es en el bosque… —murmuró Kilian, encendiéndose otro cigarrillo con la colilla del anterior.

—¿Cómo dices?

—Nada, nada. ¿Te vas a quedar más rato?

—Oh, nosotros nos vamos a otro sitio más animado. —Jacobo dudó si invitar a su hermano a acompañarlos, pero finalmente dijo—: Puedes regresar a la finca con los demás.

—Sí, claro.

«Si a ellos tampoco les molesto», pensó.

Jacobo, Dick y Pao se marcharon y Kilian se entretuvo unos minutos viendo a unos jóvenes jugar al billar.

Unas voces llamaron su atención. Se giró y a pocos pasos reconoció a Emilio, todo acalorado, discutiendo con un fornido hombre negro, enfundado en un elegante traje de color tostado. Generosa tiraba del brazo de su marido, pero este no le hacía caso. Las voces subían de tono y las personas que los rodeaban comenzaron a guardar silencio. Kilian se acercó para ver qué pasaba.

—¿Cómo puedes decirme tú eso, precisamente tú, Gustavo? —casi gritaba Emilio—. ¡He sido amigo de tu padre desde hace muchos años! ¿Acaso os he tratado mal alguna vez? ¡Me atrevería a decir que he vivido más años en la isla que tú!

—No lo quieres entender, Emilio —se defendía el otro. Unas gotas de sudor perlaban su ancha frente fruncida en arrugas de enfado y se deslizaban por las sienes bajo unas grandes gafas de cristales cuadrados—. Hablo de todos los blancos. Ya nos habéis explotado mucho. Antes o después tendréis que marcharos.

—Sí, claro, eso es lo que queréis la mitad de los que estáis aquí esta noche. Que nos marchemos nosotros para quedaros vosotros con todo… ¡También con mi negocio! ¡Pues eso no lo verán tus ojos, Gustavo!

Golpeó con un dedo el pecho del hombre:

—Me he dejado la piel en esta tierra para que mi familia tenga una vida mejor. ¡No consentiré que ni tú ni nadie me amenace!

Generosa, completamente abochornada, no sabía qué hacer. Suplicaba a su marido que se marcharan de allí. Kilian percibió alivio en su cara al ver a Julia dirigirse hacia ellos acompañada de Manuel.

—¡Nadie te está amenazando, Emilio! Pensaba que eras más razonable. ¿Alguna vez te has puesto en nuestro lugar? —Al tal Gustavo le aleteaban las amplias ventanillas de la nariz por culpa de la agitación.

—¿En vuestro lugar? —bramó Emilio—. ¡A mí nadie me ha regalado nada!

—¡Ya está bien, papá! —Julia lo cogió del brazo y lanzó una dura mirada a los dos hombres—. ¡Por menos de esto han sancionado a otros! ¿Se puede saber qué os pasa? Papá, Gustavo… ¿Vais a permitir que la dichosa política acabe con vuestra amistad? Pues estáis perdiendo el tiempo, porque aquí las cosas van a seguir igual por muchos años.

Los dos hombres se miraron en silencio, pero ninguno se disculpó. Emilio accedió finalmente a seguir a Generosa hacia la salida. Poco a poco, todos los presentes reanudaron sus conversaciones, en las que, a buen seguro, el tema principal sería la disputa de la que habían sido testigos. Manuel y Kilian los acompañaron a la puerta.

—¿Estás bien, Julia? —preguntó Manuel al ver que la joven estaba acalorada y respiraba agitadamente.

—Bien, gracias, Manuel. —Estrechó su mano con afecto—. He pasado un rato muy agradable contigo. En realidad, el único rato bueno de la noche. —De reojo, vio que Kilian torcía el gesto y se apresuró a añadir—: El baile contigo tampoco ha estado mal. Bueno, será mejor que nos marchemos ya. ¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡No podré volver al casino en semanas!

—Lo siento, hija —dijo Emilio en tono apesadumbrado—. No lo he podido evitar. Generosa, me he calentado…

—Tranquilo, Emilio —lo consoló su mujer, ajustándose con gestos nerviosos los finos guantes de encaje—. Me temo que a partir de ahora nos tendremos que ir acostumbrando a las pretensiones de estos desagradecidos. Porque eso es lo que son: unos desagradecidos.

—Vale ya, mamá. —Julia miró a Kilian y a Manuel—. Ya nos veremos.

—Eso espero —deseó Manuel en voz alta—. Y que sea pronto. Buenas noches, Julia.

Manuel y Kilian permanecieron unos segundos en la puerta del casino hasta que los perdieron de vista.

—Una mujer encantadora —dijo Manuel mientras se limpiaba las gafas con el pañuelo.

Kilian sonrió ampliamente por primera vez en mucho rato.

Pocos días después, Julia recibió de manos de un boy de Sampaka una nota escrita por Jacobo:

«Lamento de veras mi comportamiento. Espero me disculpes. No volverá a suceder».

Ese par de líneas rondaron por su cabeza varios días en los que no dejó de imaginar los ojos verdes y brillantes, el cabello negro y el musculoso cuerpo del hombre del que creía estar enamorada. A fuerza de repetirse las palabras de la nota, se forjó en su mente la idea de que esa tregua podría significar algo; de que tal vez su desplante en el casino le había hecho reaccionar y darse cuenta de que ambos podían compartir un futuro juntos.

Resistió dos semanas, pero a la tercera ya no pudo más. Necesitaba verlo y escuchar su voz. Pensó en diferentes opciones para coincidir con él, pero las fue rechazando una a una: otra cena en su casa avivaría las sospechas de su madre de que sentía algo especial por el mayor de los hermanos; no estaba segura de que Jacobo aceptase una invitación para ir ellos dos solos al cine o a tomar algo y no quería arriesgarse a una negativa; y recurrir a otro encuentro en el casino con más amigos no le parecía buena idea después del enfado de su padre, que probablemente aún estaría dando que hablar a los más chismosos. Eso era lo peor de Santa Isabel: en una ciudad tan pequeña, las pocas noticias que rompían la monotonía tardaban semanas en caer en el olvido.

Julia tuvo una súbita y descabellada idea. En un primer momento la desestimó, pero a los pocos minutos lo tenía claro: iría a verlo a la finca una noche después de cenar. Había estado un par de veces con su padre y recordaba la casa principal perfectamente. Se inventaría cualquier excusa y se colaría en su habitación, donde podrían hablar a solas y tal vez… Se mordió el labio inferior presa de una gran excitación. Si alguien la pillaba accediendo a la galería de los dormitorios, siempre podía decir que llevaba un recado de Emilio a Antón. ¡Nadie dudaría de semejante coartada!

Poco a poco fue puliendo los detalles y eligió el jueves como el día perfecto para llevar a cabo su plan. Los jueves sus padres jugaban a las cartas con unos vecinos, era el día que ella usaba el coche para ir al cine, y no había ninguna razón por la que Jacobo no fuera a estar en Sampaka.

El jueves después de cenar, Julia se arregló como de costumbre para no levantar sospechas, aunque se entretuvo en conseguir un maquillaje perfecto. En cuanto se sentó ante el volante del Vauxhall Cresta rojo y crema de su padre, se desabrochó dos botones de la parte superior del vestido rosa con pequeñas flores y manga hasta el codo que finalmente había elegido y cambió el discreto color de los labios por un tono más intenso. El corazón le latía a tal velocidad que lo podía escuchar a pesar del ruido del motor.

En pocos minutos dejó atrás las luces de la ciudad y la oscuridad se adueñó del camino. Los faros apenas iluminaban unos metros por delante del coche. Un escalofrío de miedo recorrió su cuerpo. Podía imaginarse la cantidad de vida que surcaba las venas del bosque por la noche. Mientras unos animales dormían, otros aprovechaban la ausencia de luz para llevar a cabo sus fechorías. Cuando atravesó el poblado de Zaragoza, las débiles llamas de los fuegos de algunas de las frágiles casas proyectaban sombras a través de las ventanas sin cristales. Por un momento, Julia deseó haber elegido una noche de luna llena para que esta iluminase como un potente proyector. Por el rabillo del ojo veía las palmeras de la entrada a Sampaka aparecer y desaparecer como fantasmas a medida que el coche avanzaba. Cuando un hombre de pelo blanco que portaba un pequeño farol levantó su mano para obligarla a parar, el corazón le dio un vuelco. El hombre se acercó a la ventanilla y mostró un gesto de extrañeza al distinguir a una mujer blanca, sola, al volante:

—Buenas noches, mis —saludó Yeremías—. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Traigo un recado para massa Antón. —Había practicado tanto la frase que le salió con toda naturalidad—. ¿Está siempre esto tan oscuro?

—Hemos tenido un problema con la electricidad. No sé cuánto tardarán en arreglarlo. —Yeremías hizo un gesto indicando un lugar—. Tendrá que aparcar un poco antes de la casa. Los nigerianos han llenado el patio principal para…

—De acuerdo —lo interrumpió ella con prisa, pensando que el hombre se iba a extender con explicaciones innecesarias—. Muchas gracias.

Julia hizo avanzar el vehículo unos metros y sin saber cómo, este empezó a ser rodeado por una masa de hombres que hacían bailar machetes en las manos. Algunos sujetaban con una mano un quinqué de petróleo a la altura de la cabeza, haciendo que las enormes bolas blancas de sus ojos destacasen tenebrosamente sobre la piel oscura de sus rostros al inclinarse para observar a la inesperada conductora. Julia calculó que si dejaba el coche allí, apenas tendría que caminar unos cincuenta metros para llegar a la escalera de la casa colonial, aunque para ello tendría que atravesar parte de aquella masa humana. Otra opción sería quedarse en el coche, o ponerse a tocar el claxon como una loca, dar la vuelta y salir de allí. Respiró hondo y dedicó unos segundos a analizar la situación. Se estaba poniendo histérica y la actitud de los hombres, en realidad, no parecía violenta. La miraban un momento y luego continuaban su camino. Decidió armarse de valor y salir del coche. Con las piernas temblorosas, comenzó a caminar con paso ligero acompañada por frases y comentarios que no llegó a comprender, pero cuyo significado podía intuir por el tono en que eran pronunciados. Decenas de torsos desnudos y brazos musculosos la rodeaban por todas partes, un sudor frío le cubrió el cuerpo y la vista se le nubló. Cuando llegó al borde de la escalinata y chocó contra los brazos de alguien que pretendía sujetarla, estaba al borde del desmayo.

—¡Julia! ¡Por todos los santos! ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas?

Ella jamás pensó que el sonido de una voz pudiera resultar tan reconfortante. Levantó la vista hacia el hombre:

—Tampoco es tan tarde, Manuel. Vengo a traer un recado a Antón de parte de mi padre.

—¿Y no podías enviar a uno de los boys?

—No estaban en casa —mintió ella notando que se sonrojaba—, así que de camino al cine he entrado un momento.

—¡Pues vaya rodeo has dado para ir al cine!

Estando al lado de Manuel, Julia se atrevió a mirar a los hombres que continuaban agrupándose a sus espaldas.

—¿Me puedes explicar qué ocurre aquí?

—Los braceros han decidido organizar una cacería masiva de ratas de bosque a golpe de machete en las tierras de los tres patios.

—¿De grompis? ¿A oscuras?

—Así cogerán más. Si no las exterminan ahora, se reproducirán demasiado y dañarán los frutos de la nueva cosecha. Después montarán fiestas en los patios para comérselas.

—¿Y vosotros participáis?

—Yo no, aunque confieso que estoy intrigado porque no he asistido a ninguna. Los demás empleados y los capataces darán alguna vuelta para que no haya problemas.

Julia no sabía si romper a reír o a llorar. De todos los contratiempos que podían haber surgido para entorpecer su encuentro con Jacobo, en ningún momento se le podía haber pasado por la imaginación que unos roedores desbaratarían sus planes.

—¿Te gustaría echar un vistazo? —preguntó Manuel—. La selva por la noche está llena de misterios.

Antes de que Julia pudiera responder, la voz de Jacobo, que descendía por la escalera junto con Kilian, Mateo, Marcial y Gregorio, los interrumpió.

—¿Qué haces tú por aquí?

Julia se mordió el labio con fuerza mientras discurría otra mentira con la que salir airosa del lío en el que se había metido. Se sujetó al brazo de Manuel y con el calor de toda una noche tropical pegado a sus mejillas respondió:

—Manuel me ha invitado a asistir a la cacería y he aceptado encantada.

Manuel la miró con extrañeza, pero algo en sus ojos le hizo comprender que era mejor no preguntar nada. Se hicieron a un lado para que los empleados blancos accedieran al patio principal y esperaron a que los grupos se distribuyeran por zonas y se alejaran. Manuel le pidió que lo acompañara a uno de los almacenes para hacerse con un quinqué y propuso quedarse al final de la brigada que se situaría en los cacaotales más próximos a la finca. No se veía nada. Solo se escuchaban susurros y algún golpe seco de vez en cuando. Aparte del nerviosismo de sentirse rodeada de vegetación por todas partes, y de la inquietante sensación de que bajo sus pies corrían millones de insectos, la cacería no tenía nada de emocionante.

—Tengo la impresión de que alguien nos observa —susurró Julia, frotándose los brazos.

—Eso pasa siempre en la selva. Si te parece, podemos tomarnos un café en el comedor y esperar a que regresen con sus trofeos.

Julia aceptó encantada. Durante un buen rato conversaron sobre muchas cosas, enlazando un tema con otro como si se conocieran desde hacía años.

El sonido de unos tambores los llevó de regreso a la realidad de la finca.

Delante de los barracones de los braceros las mujeres habían encendido varias hogueras donde ya se asaban algunas de las ratas de bosque descabezadas por los machetes. A Kilian la cacería se le había hecho larga en la oscuridad de los cacaotales. Agradeció el calor del fuego porque el fresco de las noches indicaba la cercanía de la época húmeda. Un trabajador se aproximó a los empleados blancos para ofrecerles una botella de malamba y Simón corrió a buscar vasos. Regresó acompañado de Antón, Santiago y José, quienes, aunque no habían participado en la cacería, sí querían apuntarse a la fiesta. Solo faltaba el gerente. Garuz solía reunirse con su familia en su casa de Santa Isabel al término de la jornada laboral. No se quedaba por la noche en la finca a no ser que se celebrase algo muy especial.

—¡Esto es fuerte como un demonio! —Mateo resopló y agitó una mano en el aire al sentir el aguardiente de caña de azúcar quemarle la garganta—. No sé cómo lo pueden resistir.

—¡Pero si ya tendrías que estar acostumbrado! —bromeó Marcial, vaciando su vaso de un trago y pidiendo a Simón que lo volviera a rellenar.

Kilian probó un sorbo de su malamba y los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a toser.

—¡Cuidado, hombre! —Marcial, a su lado, le golpeó la espalda con su manaza—. Al principio hay que ir poco a poco. Este sulfato no va al estómago. ¡Pasa directamente a la sangre!

—Me parece que todos tendremos dolor de cabeza mañana por la mañana —advirtió Antón sonriendo mientras se humedecía los labios con el licor.

Kilian, ya recuperado, aunque con las mejillas ardiendo, se alegró de que su padre se hubiera animado a compartir con ellos la velada. Cerró los ojos, volvió a probar el líquido con cuidado y sintió un agradable calor que le recorría los músculos. Cuando abrió los ojos vio que Julia y Manuel se acercaban caminando.

Julia dio un respingo cuando distinguió a Antón e hizo el gesto de darse la vuelta, pero Manuel la cogió del brazo y le murmuró unas palabras:

—Tranquila. Tu secreto está a salvo conmigo.

Si alguna vez Manuel dedujo la razón por la que Julia había ido esa noche a Sampaka, nunca se lo dijo.

Julia asintió, agradecida y excitada por la oportunidad de participar en una fiesta africana.

—¿Todavía estás aquí? —preguntó Jacobo, sorprendido, cuando ella se acercó a saludar a Antón.

—¡Julia! —Antón también estaba sorprendido—. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo están Generosa y Emilio?

—Muy bien, gracias. Mi padre echa de menos las veladas con usted.

—Diles que algún día pasaré. ¿Y cómo es que estás aquí a estas horas?

Manuel acudió en su ayuda:

—Le prometí que la invitaría a una cacería de grompis y ha venido.

Jacobo frunció el ceño.

—La cacería hace rato que terminó. Pensaba que ya te habrías ido.

—¿Y perderme este espectáculo? —le respondió ella con coquetería.

—No sé si es un lugar apropiado… —comenzó Jacobo mirando a Manuel y a Antón.

—¿Para una mujer blanca? —terminó la frase ella con una sonrisa maliciosa—. Vamos, Jacobo. No me seas antiguo.

Antón miró a su hijo mayor y se encogió de hombros. El súbito recuerdo de una Mariana curiosa que había insistido hasta la saciedad para que le permitiera ver uno de esos bailes le dibujó una pequeña sonrisa. De aquello hacía casi treinta años. ¡Toda una vida! Suspiró, bebió un poco más de malamba, se sentó en una silla que José le había traído amablemente y decidió dejarse llevar esa noche por las imágenes del pasado que los sonidos repetitivos de los tambores a buen seguro le evocarían.

Kilian se sentó en el suelo cerca de Manuel y de Julia y unos metros más allá lo fueron haciendo los demás empleados. Para él, esa también iba a ser la primera fiesta típicamente africana, así que podía entender la curiosidad que sentía la joven por la novedad. Se había sorprendido por la reacción de Jacobo. De repente, su hermano se había preocupado por lo que pudiera sentir Julia y no dejaba de observarla con el ceño fruncido. ¿Sería posible que sintiera celos? No le pareció nada mal que ella le diera a probar una pequeña dosis de su propia medicina, aunque a Jacobo las penas se le pasaban rápido. Aceptó un nuevo vaso de bebida que le ofreció Simón y una deliciosa sensación de bienestar envolvió sus sentidos. Se concentró en el espectáculo y decidió dejarse llevar, al igual que Julia, por la magia de la noche que surgía de las llamas del fuego.

Muchas de las mujeres se habían adornado el cuello, la cintura y los tobillos con collares. Su único atuendo eran unas faldas deshilachadas que se abrían con los movimientos con los que acompañaban la música repetitiva, vibrante y contagiosa de los cueros de los tambores. Los nervios de los brazos trazaban caminos sobre los músculos sudorosos de los músicos.

El ritmo de la música se aceleró y las bailarinas comenzaron a contorsionarse y retorcerse moviendo cada centímetro de su piel y de su cuerpo a un ritmo frenético. Sus pechos oscilaban de manera enloquecedora ante la mirada orgullosa de sus hombres. Julia hubiera deseado quitarse el vestido y dejarse contagiar por la energía de esos cuerpos nacidos para gozar y bailar. Manuel la miraba por el rabillo del ojo, hechizado por el brillo de curiosidad de los ojos de la joven, que parecían absorber la escena y metérsela directamente en la sangre de sus venas.

Los imposibles movimientos continuaron durante un buen rato. A las mujeres se unieron varios hombres en un baile endiabladamente salvaje y erótico. Kilian reconoció a Ekon, a Mosi y a Nelson. Sonrió para sus adentros. Si hubiera estado Umaru, el grupo de sus conocidos estaría completo. Los cuerpos brillaban y gotas de sudor se deslizaban por los miembros en tensión. Cuando el pecho de Kilian —y seguramente el de los demás blancos— estuvo a punto de estallar suplicando el retorno del aliento contenido, el ritmo se volvió más lento y varios chiquillos aprovecharon para practicar unos pasos hasta que la música cesó. Entonces se repartieron trozos de carne y más bebida entre los gritos y los cantos de los nigerianos y el silencio de los españoles, todavía eufóricos y sobrecogidos por la pasión de la danza ancestral.

Para Julia, la magia se rompió en cuanto miró el reloj.

—¡Cielo santo! Es tardísimo. ¡Mis padres…! —dijo en un susurro.

—Si quieres —Manuel se inclinó hacia ella y le habló al oído—, cojo otro coche, te acompaño a casa y decimos que nos hemos encontrado en el cine y nos hemos ido luego a tomar algo.

—¿Harías eso?

—Lo haré encantado. Pero no les diremos qué película hemos visto —añadió con un guiño de complicidad.

Julia y Manuel se despidieron de los otros y se fueron mientras Jacobo los seguía con la mirada.

—Adiós, Julia —dijo Gregorio en voz alta cuando ya estaban lejos—. Recuerdos a Emilio.

Ella se giró y al ver de quién provenía la frase solo hizo un gesto vago.

—No sabía que conocieras a Julia —dijo Jacobo.

—Oh, sí. De hecho, la vi en su tienda hace unas semanas. Me preguntó no sé qué de unos incidentes en la finca. La saqué de su error. ¿No te lo ha contado tu hermanito?

Jacobo miró a Kilian, que hizo un gesto resignado de asentimiento con la cabeza, y supo entonces quién se había ido de la lengua.

—Gregorio, eres un verdadero imbécil —escupió en voz alta y clara. Se levantó como impulsado por un resorte y se plantó frente a él—. ¡Levántate! ¡Te voy a partir la cara!

Antón y los demás se acercaron rápidamente. Gregorio ya estaba de pie dispuesto a enfrentarse a Jacobo. Muchos braceros los observaban en silencio con un brillo divertido en la mirada. Era muy infrecuente que dos blancos se peleasen.

—Tú no vas a hacer nada, Jacobo —dijo Antón con firmeza, cogiéndole del brazo—. Estamos todos cansados y hemos bebido demasiado. Por la mañana se ven las cosas de otra manera.

Jacobo se soltó y, protestando, se alejó acompañado de Mateo y Marcial en busca de más bebida. Gregorio volvió a sentarse buscando con la mirada alguna mujer con la que terminar la noche.

Kilian decidió retirarse con los mayores. Las piernas le parecían de goma por culpa de la bebida y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que su padre no notara lo ebrio que se sentía.

La sensación de calor y tranquilidad seguía acompañándolo cuando entró en su dormitorio. Todavía no había luz eléctrica, y caminó torpemente hacia la ventana con intención de abrir las láminas de madera para que la oscuridad no fuera tan absoluta. Tropezó con un objeto blando y a punto estuvo de caerse. De pronto, escuchó un susurro parecido a un silbido. Se dio la vuelta y toda la sangre se le agolpó en la cabeza mientras los músculos se le paralizaban de terror. Frente a él divisó, erguida con insolencia, con la cabeza triangular del tamaño de un coco, una serpiente de más de un metro de longitud que lo observaba amenazante.

Kilian quiso moverse, pero no pudo. Era como si su cerebro solo pudiera asimilar las funciones de sus ojos, hechizados con las cortas ondulaciones del diabólico animal. Tenía el hocico apuntado y dos largos y agudos cuernos separados por otros más pequeños entre las fosas nasales. Sobre su cabeza destacaba una gran mancha negra en forma de punta de flecha, a juego con los negros rombos unidos de dos en dos por dibujos amarillos que formaban un fascinante mosaico sobre su dorso.

Quiso gritar y no pudo. La serpiente avanzaba hacia él hinchando todavía más el cuerpo y aumentando la intensidad y la duración del silbido. Proyectaba la cabeza hacia delante enseñándole unos largos dientes, ganchudos y acanalados, llenos de un veneno mortal. Los ojos de Kilian localizaron el machete a su derecha, sobre una silla. Solo tenía que estirar el brazo y hacerse con él, pero el brazo le pesaba como una viga de madera. Cientos de golpes de martillo le golpeaban las sienes y un gran vacío había convertido su cuerpo en un tronco hueco. Sintió que el sudor le cubría la piel.

Tenía que hacer algo, vencer esa pesadez con la que lo había paralizado el miedo.

Concentró todos sus esfuerzos en los músculos de la garganta y emitió un grito vibrante, como un rugido, que fue subiendo de volumen cuando su mano agarró el machete y lo volteó en el aire con furia para segar la cabeza de la serpiente. Continuó gritando mientras la machacaba y la convertía en un amasijo de carne con una violencia que no podía controlar. La visión de la sangre provocó que la suya, mezclada aún con el aguardiente, comenzara a circular por las venas enviando mensajes de desorbitada euforia a sus sentidos. Pinchó la cabeza con el machete y salió del dormitorio con una rabia desconocida en él.

En la galería se tropezó con Simón, quien corría hacia el dormitorio alertado por los gritos. Lo agarró con la mano libre y lo zarandeó.

—¡Esto no ha llegado a mi habitación por su cuenta! —aulló—. ¡Tú eres el encargado de mis cosas! ¿Quién te ha pagado para que lo hicieras, eh? ¿Quién?

Simón no reconocía al hombre que le atenazaba el brazo con una mano de hierro.

—¡Yo no he sido, massa! —se defendió con voz suplicante—. ¡He estado todo el tiempo con usted abajo!

Dos puertas se abrieron y Antón y Santiago se asomaron. Rápidamente liberaron a Simón entre palabras que Kilian no escuchaba porque su mente estaba concentrada recorriendo con la mirada al grupo que aún permanecía junto a las hogueras. En su cabeza se sucedían discontinuas imágenes de cuerpos desnudos moviéndose al ritmo del sonido de los tambores, risas inconexas y sonrisas torcidas, sangre y más sangre, un elefante desplomándose en su agonía, ratas sin cabeza, serpientes resbaladizas, golpes de machetes, Mosi, Ekon, Nelson…

Concentró su mirada en Simón.

—¿Has visto a alguien merodeando por aquí?

—No, massa…, bueno, sí, massa. —El muchacho se mordió el labio inferior con fuerza.

—¿En qué quedamos? —gritó Kilian con impaciencia, indicando con un gesto a Antón y a Santiago que no intervinieran.

—Cuando he venido a por los vasos, he visto que Umaru bajaba las escaleras.

«Umaru…».

—¡Limpia la habitación! —le ordenó—. ¡Ya!

Kilian voló sobre los peldaños, cruzó el patio a grandes zancadas y mostró la cabeza ensartada en el machete a los que seguían junto a las brasas del fuego. Las luces de los quinqués de petróleo proyectaron una grotesca sombra sobre el suelo. Jacobo, Marcial y Mateo se levantaron de un salto, sobresaltados por el aspecto ensangrentado y descontrolado de Kilian.

—Que no se mueva de aquí —señaló con un gesto a Gregorio—. ¡Y tú, Nelson! ¿Dónde está Umaru?

—No lo sé, massa. —El capataz mostró las claras palmas de las manos—. Hace rato que no lo veo.

—¡Búscalo y tráelo! ¿Me oyes? Tell him make him come! ¡Tráelo, maldita sea! ¡Y trae también tu vara!

Se hizo un silencio sepulcral. Las mujeres cogieron a los niños y se retiraron sigilosamente. Jacobo y los demás intercambiaron miradas de extrañeza. Antón, Santiago y José llegaron hasta ellos.

Al poco, apareció Nelson sujetando del brazo a Umaru. Lo situó ante Kilian.

—¿Quién te ha ordenado que pusieras esto —le acercó la cabeza de la serpiente a la cara— en mi habitación? ¿Eh? ¿Quién te ha pagado?

A Umaru comenzaron a castañetearle los dientes. Adoptó una actitud de sumisión absoluta y repitió varias veces las mismas palabras, que Nelson tradujo:

—Dice que él no sabe nada, que ha estado todo el rato bailando en la fiesta.

Kilian se le acercó e inclinó la cabeza para mirarlo a los ojos.

—Eso es mentira. —Mordió las palabras—. Te han visto por el pasillo de las habitaciones.

Tiró el machete al suelo y extendió la mano hacia Nelson.

—Dame la vara. —Nelson titubeó—. ¡He dicho que me des la vara! Umaru… If you no tell me true, I go bit you!

Antón dio un paso para intervenir, pero Jacobo lo detuvo.

—No, papá. Deje que lo resuelva él.

Kilian sintió la delgadez de la vara entre sus manos. Le dolían las sienes, el pecho, los dientes… ¡Odiaba ese lugar! ¡Estaba harto del calor, de los bichos, de las órdenes, de los cacaotales, de Gregorio! ¡Dios, si pudiera regresar a Pasolobino! Apenas podía respirar. Umaru seguía sin decir nada. Decenas de ojos esperaban su reacción. Levantó la mano y descargó un golpe contra los brazos de Umaru. Este chilló de dolor e hizo ademán de marcharse.

—¡Sujétalo, Nelson!

Levantó la vara y volvió a preguntar:

—¿Quién te ha pagado, Umaru?

Umaru movió la cabeza de un lado a otro.

I know no, massa! I know no!

Kilian lo rodeó y descargó la vara de nuevo contra la espalda del muchacho, una vez, dos veces, tres, cuatro… Los golpes abrieron finos surcos sobre su carne y la sangre comenzó a salpicar el suelo. Kilian estaba fuera de sí. Ya no oía ni las súplicas ni los lloros de Umaru, que, de rodillas, le imploraba que se detuviera.

Iba a golpearlo otra vez cuando una mano le sujetó el brazo y una voz tranquila le dijo:

—Es suficiente, massa Kilian. El chico ha dicho que se lo contará todo.

Kilian miró al hombre que le hablaba. Era José. Se sintió desconcertado. Un gran vacío lo convirtió de nuevo en un hombre hueco. Fue incapaz de aguantar su mirada. Umaru permanecía arrodillado y entre hipidos y gimoteos explicó que había descubierto el nido de la bitis en los cacaotales, cerca del límite con el bosque; que había llamado a massa Gregor para que la matase; y que este le había ordenado que fuera a buscar una caja, donde la había guardado hasta la noche. La ausencia de luz había favorecido la ocasión para colarse en su habitación.

—¿Y tu miedo a las serpientes? —preguntó Kilian con repentina apatía—. ¿Cuánto te ha pagado massa Gregor para superarlo?

No esperó la respuesta. Se acercó al propietario de la idea, que, impávido, había observado toda la escena con los brazos cruzados sobre su pecho. Cuando tuvo a Kilian frente a frente, sus labios trazaron una pequeña sonrisa y ladeó la cabeza.

—Enhorabuena —dijo Gregorio con desdén—. Ya casi eres como yo. Te irá bien en la isla.

Kilian sostuvo la mirada de rata de Gregorio durante unos segundos que a todos les parecieron horas. Sin previo aviso, y ante el asombro de sus compañeros, le asestó un puñetazo en el estómago tan fuerte que el otro cayó al suelo.

—Se acabó la cuestión. —Arrojó la vara al suelo con rabia—. Palabra conclú.

Y se marchó envuelto en el más absoluto silencio.

Cuando entró en la habitación, Simón había limpiado todo y había dejado un quinqué encendido. No quedaba ni rastro de los despojos de la serpiente. Kilian se sentó en la cama y ocultó la cara entre las manos con los ojos cerrados. Todavía sentía la respiración agitada. Los últimos minutos de su vida desfilaban nítidos y mudos sobre el telón de su oscuridad interior. Veía a un hombre blanco golpeando brutalmente a un hombre negro. Veía cómo se abría la carne y salía la sangre. Veía a decenas de hombres mudos, impertérritos, mientras los golpes del hombre blanco continuaban. ¡Ese hombre era él! ¡Se había dejado dominar por la ira y había golpeado con saña a Umaru! ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Qué demonio se había apoderado de su espíritu?

Sintió asco de sí mismo.

La cabeza le daba vueltas. A duras penas se puso de pie. Se acercó al lavabo y se apoyó en él. Una náusea le recorrió las entrañas y vomitó hasta que no le quedó ni bilis. Levantó la cabeza y vio su cara reflejada en el espejo colgado sobre el lavabo.

No se reconoció.

Sus verdes ojos, hundidos en dos cuencas oscuras que resaltaban sobre la palidez de sus angulosos pómulos salpicados de gotas de sangre, parecían más grises que nunca, y tenía el ceño fruncido en diminutas y profundas arrugas.

—Yo no soy como él —se dijo—. ¡No soy como él!

Los hombros le empezaron a temblar y profundos sollozos le nacieron en las entrañas buscando una salida. Kilian no quiso controlarlos y lloró.

Lloró amargamente hasta que no le quedaron lágrimas.

A la mañana siguiente, el gerente lo mandó llamar a primera hora. En su despacho, Kilian se encontró con Gregorio, Antón y José.

—Iré directo al grano —dijo Garuz en un tono que ponía de manifiesto su malhumor—. Sé todo lo que sucedió anoche, así que os ahorraré el interrogatorio. Es evidente que ya no podéis continuar juntos. —Se dirigió a Gregorio—. Enviaré a Marcial contigo a Obsay. Es el único que sabe mantenerte a raya y a él no le importa.

Le habló a Kilian, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos para aguantar el tipo. Las palabras del hombre rebotaban en su cabeza con la intensidad de un taladro. Se había levantado con una terrible jaqueca y a ratos se le nublaba la vista. Ojalá los optalidones que se había tomado en ayunas hicieran pronto su efecto.

—A partir de ahora trabajarás con Antón y con José en el patio principal. No lo interpretes como un premio. Un incidente más, del tipo que sea, y serás despedido, ¿está claro? —Dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa—. Si no te despido ahora mismo es por tu padre, así que dale las gracias a él. Eso es todo.

Abrió un cajón y empezó a sacar papeles.

—Bien. Podéis marcharos.

Los hombres se levantaron y se dirigieron en silencio hacia la puerta. Kilian iba en último lugar, con la cabeza baja porque no se atrevía a mirar a su padre. Afuera, los demás se marcharon y Kilian decidió ir al comedor a por un café para despejarse. Al poco, entró Jacobo.

—Te estaba buscando. —La voz de Jacobo sonaba ronca—. Papá me ha puesto al día. ¿Te encuentras bien?

Kilian asintió.

—Me alegro de no volver a Obsay —dijo—, pero siento quitarte el puesto. Supongo que te tocaba a ti estar en el patio principal.

—¡Qué va! —Jacobo sacudió una mano en el aire—. Yo estoy muy bien donde estoy. En Yakató no me controla nadie.

Le guiñó un ojo y le dio un codazo amistoso.

—Mateo y yo nos lo hemos montado muy bien. En el patio principal se ve todo… Y a los crápulas nos gusta la oscuridad.

Vio que Kilian no se reía y abandonó el tono jocoso.

—Hiciste lo correcto, Kilian. Les demostraste quién manda. A partir de ahora te respetarán. También Gregorio.

Kilian apretó los labios. Su recién adquirida autoridad no le enorgullecía lo más mínimo. Se sentó y aceptó el café que le ofrecía Simón. Con un gesto de la mano rechazó que el muchacho añadiera un poco de coñac.

—Yo me voy —se despidió su hermano—. Nos veremos en la cena.

En cuanto cruzó la puerta, Simón se acercó a Kilian. Por dos veces hizo el gesto de hablar, pero se contuvo.

—Estoy bien, Simón —dijo Kilian—. No necesito nada más. Puedes irte.

Simón no se movió.

—¿Te pasa algo, chico?

—Verá, massa… Hay algo que debería saber.

—Tú dirás —dijo con voz de fastidio. El café le calentaba el estómago, pero el dolor de cabeza persistía. Lo que menos le apetecía era escuchar problemas de nadie. Bastante tenía con lo suyo.

—Esta noche ha pasado algo, massa. Dos amigos de Umaru quisieron vengarse de la paliza y fueron a por usted. —Kilian, aturdido, levantó la cabeza—. Sí, massa. Después de la fiesta, José no se fue a dormir como los demás. Me dijo que notaba algo raro. Se quedó en vela toda la noche por usted. Sí, sí, y yo también. Aprovechando la oscuridad, subieron a su habitación, y allí estábamos escondidos José, yo y dos de la guardia que deben favores a José.

Abrió sus brillantes ojos oscuros para poner más énfasis en sus palabras.

—¡Llevaban machetes para matarle! ¡Menos mal que estaba José, massa! ¡Menos mal!

Kilian quiso decir algo, pero no pudo. Alzó la taza hacia Simón y este fue a por más café.

—¿Qué pasará con ellos? —preguntó por fin cuando el boy regresó de la cocina.

—La guardia se ha encargado de castigarlos y los enviarán de vuelta a Nigeria. A Umaru también. Pero no se preocupe, el big massa no se enterará de nada. Y nadie dirá nada. No creo que a otros les queden ganas de volver a intentarlo. Ya no hay peligro, massa, pero durante un tiempo será mejor que cierre bien la ventana y la puerta.

—Gracias, Simón —murmuró Kilian pensativo—. Por tu ayuda y por decírmelo.

—Por favor, massa —el tono del muchacho se volvió suplicante—, no le diga a José que se lo he contado. José conoce a mi familia, somos del mismo poblado… Me hizo prometer que no diría nada…

—¿Y entonces por qué lo has hecho?

—Usted es bueno conmigo, massa. Y lo de la serpiente no estuvo bien, no, massa, no estuvo bien…

—Tranquilo, Simón. —Kilian se puso en pie y colocó una mano sobre el hombro del otro—. Guardaré el secreto.

Salió al exterior, miró hacia lo alto y contempló las oscuras nubes bajas que ocultaban al sol. Se podía respirar la humedad. A medida que se consumieran las horas, el calor sería pegajoso, pero solo el hecho de poder disfrutar de un nuevo día lo reconfortó a pesar de su dolor de cabeza, del remordimiento que se había instalado en su corazón y del miedo por lo que podía haber sucedido.

A unos metros, distinguió el andar pausado de José, que se movía de un lado a otro organizando a los hombres para las tareas del día en el patio principal. Era un hombre de mediana estatura y fuerte, a pesar de su constitución delgada, que contrastaba con los cuerpos musculosos de los braceros. De vez en cuando, antes de tomar una decisión, se atusaba la corta y canosa barba con movimientos lentos en actitud pensativa. Los trabajadores lo respetaban, tal vez porque parecía el padre de todos ellos. Se sabía el nombre de cada uno y les hablaba con autoridad pero sin gritos, con gestos enérgicos pero sin violencia, como si supiera en cada momento cómo se sentían, y eso le permitiera incluso anticiparse a sus reacciones.

Al mirar a José, sintió un profundo agradecimiento. Habían intentado vengarse mientras dormía… ¡Le debía la vida! Si José se hubiera acostado como los demás, a esas horas él estaría… ¡muerto! ¿Por qué lo habría hecho? ¿Por qué tendría que preocuparse por lo que le sucediera a un blanco? Probablemente, el afecto de José por Antón hubiera jugado a su favor. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No sabía cómo, pero encontraría el modo de demostrar a ese hombre que su noble y valiente acción había valido la pena.

Esa misma noche, Kilian cogió una picú y, sin decir nada a sus compañeros, condujo hasta Santa Isabel.

Entró en el Anita Guau y fue directo a la barra. Pidió un whisky y preguntó por Sade.

Esa noche, Kilian se aferró al cuerpo de la mujer con la fría avaricia de la impaciencia y disfrutó de ella como el musgo de la ceiba: celebrando la vida sin necesidad de alimentarse de ella.