XIX
MATERIA RESERVADA
1971-1980
—Si algún día sales de aquí, Waldo —dijo Gustavo, recostado contra la fría pared de su celda—, prométeme que buscarás a mi hermano Dimas de Ureka y le hablarás de mí.
Waldo asintió con los ojos cerrados y mentalmente se hizo otra promesa.
Saldría de ese lugar.
De pronto, escucharon jaleo de gritos, insultos, golpes y pisadas. Segundos después, el cerrojo de la puerta de hierro chirrió, la puerta se abrió y dos fornidos guardias arrojaron un cuerpo desnudo, como si fuera un saco de patatas, al suelo de tierra de la celda.
—¡Aquí tenéis a un nuevo compañero! —gritó uno de los guardias mientras lanzaba una lata vacía al fondo del cubículo—. ¡Enseñadle las normas!
Soltó una carcajada.
Gustavo y Waldo esperaron a que las pisadas se alejaran y entonces se arrodillaron junto al hombre malherido. ¿Cuántas veces habían pasado por esa misma situación? Más de una docena desde aquel día que cruzaron la puerta de hierro, primero Gustavo y un tiempo después Waldo, hasta el gran patio rodeado de altos muros en los que se alzaban tres tenebrosas construcciones en forma de nave. Ambos habían sufrido la misma rutina. Los llevaron a la oficina del jefe, los azotaron hasta que perdieron el conocimiento y los encerraron en una caja de cemento, de la altura y anchura de un hombre, exactamente igual que las otras dispuestas en hileras dentro de una de las naves. Un pequeño tragaluz en el techo, protegido por barrotes, permitía la entrada de los inquietantes sonidos de la noche y la comunicación con otros presos, siempre y cuando todavía no hubiesen pasado por el cuarto de interrogatorios. Entonces, los únicos sonidos que circulaban por los muros de la prisión de Black Beach eran los alaridos inhumanos, los gritos de desesperación y de sufrimiento y algún ronquido gutural.
El hombre intentó moverse.
—Quieto —dijo Gustavo—. Es mejor que te quedes tumbado sobre el pecho y el vientre. Sé lo que digo.
Los guardias se habían ensañado salvajemente con ese pobre hombre. Tenía la espalda y las piernas llenas de heridas abiertas y le faltaba piel y algún trozo de carne. Seguro que el sargento jefe de la cárcel había soltado a su perro. Tardaría dos o tres días en poder cambiar de posición. Cuando pudiera hacerlo, se lo llevarían de nuevo para darle más azotes sobre el cuerpo cubierto de llagas. Y así hasta que se muriese, o se cansasen, o decidiesen enviarlo a chapear como a ellos. Para los carceleros, el preso no tenía alma, así que no se le debía ningún respeto y se le podía matar sin que constituyera ningún crimen, ni siquiera una leve falta. Si pudieran leer las inscripciones de las paredes, pensó Gustavo, en las que los presos habían escrito con su propia sangre sus últimos pensamientos angustiados, sabrían qué habían hecho con sus almas…
Durante un buen rato, Gustavo y Waldo hablaron sin obtener respuesta. Sabían por experiencia que las palabras de consuelo hacían mucho bien a los recién llegados. Le explicaron dónde estaban, cuál sería la rutina de comidas y de limpieza de la lata donde tendría que hacer sus necesidades. Le dijeron que el cuerpo se acostumbraba a los golpes y que existía la posibilidad de sobrevivir —como ellos, que llevaban mucho tiempo en la cárcel y aún estaban vivos— o de salir, por cualquier golpe de fortuna.
Cuando percibió que la respiración del otro se calmaba, Waldo le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Maximiano… ¿Por qué estáis aquí?
—Por lo mismo que todos.
Gustavo prefirió no dar más explicaciones. Desde que Macías había concentrado en su persona todos los poderes del Estado y creado un régimen de partido único, había comenzado una interminable y cruel caza y una indiscriminada purga tanto de opositores como de todos aquellos que, por su capacidad e influencia, pudiesen pretender llegar a la presidencia de la república. De repente, cualquiera podía ser un subversivo o enemigo del pueblo. En el caso de Gustavo, que había pertenecido a un movimiento político, las razones de su detención eran evidentes; no así las de Waldo, cuyos atrevidos y desafortunados comentarios en presencia de un antiguo guardia colonial, vestido de paisano, reconvertido en espía de Macías, habían bastado para encarcelarlo. En muchos otros casos funcionaba el sistema de la denuncia por cualquier motivo absurdo, incluso entre miembros de la misma familia, con tal de conseguir una promoción o saldar viejas cuentas. Gracias al ir y venir de presos, Waldo y él habían ido recibiendo noticias del exterior y de la paranoia del caprichoso presidente de la república.
—¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?
—Alguien me acusó de quejarme por el sueldo.
—Oh, eso ya es mucho —bromeó con amargura Gustavo.
Los funcionarios nunca sabían cuándo iban a recibir su sueldo ni el importe exacto. Cuando a Macías le convenía, sacaba algo del dinero de la nación, que guardaba en el cuarto de baño de su casa, y obligaba a los empleados del Gobierno a acudir a una reunión multitudinaria para entregarles la cantidad que a él le daba la gana como fruto de la benevolencia del «incansable trabajador al servicio del pueblo», que era como le gustaba referirse a sí mismo.
—Conocimos a uno a quien encerraron por criticar la calidad del arroz chino… ¿Verdad, Waldo?
—¿Y qué pasó con él? —preguntó Maximiano. En su voz había un deje de desesperación.
—Se lo llevaron de nuestra celda —mintió Gustavo.
Waldo se recostó contra la pared. Estaba harto de esa sucesión de días de pesadilla y noches de lamentos. Hacía semanas que él ya no derramaba lágrimas de dolor y rabia como Maximiano. Una única idea le permitía soportar los golpes y latigazos.
Aún no sabía cómo, pero un día encontraría la ocasión de fugarse.
—A ver, Laha. ¿Quién expulsó a los colonialistas e imperialistas españoles de Guinea Ecuatorial?
—¡Su excelencia Masie Nguema Biyogo Ñegue Ndong!
—Muy bien. ¿Y quién abortó las maquinaciones del imperialismo español del 5 de marzo de 1969?
—¡Su excelencia, el Gran Maestro en Enseñanza Popular, Arte y Cultura Tradicional, el Incansable Trabajador al Servicio del Pueblo…!
—¿Y quién ha construido los soberbios nuevos edificios de Malabo?
Laha recordó haber leído un cartel con el nombre de una empresa constructora frente a uno de esos edificios.
—¡La compañía Transmetal! —respondió sin dudar.
El maestro le arreó un golpe con una vara de madera. Laha soltó un quejido y se frotó el hombro.
—No. Los ha hecho su excelencia. Ten cuidado, Laha. Dentro de unos días nos visitará personalmente y te haré estas mismas preguntas. Más te vale que lo digas bien.
La semana siguiente, Laha y sus compañeros, perfectamente arreglados para la ocasión y contagiados por los nervios de los maestros, esperaban de pie a que la puerta de la clase se abriera y el objeto de sus devotos calificativos los visitara. Afuera se veía la fila de coches elegantes que conformaban la comitiva presidencial. Pasaban los minutos y nadie acudía al aula. De pronto, escucharon gritos y voces. El maestro fue el primero que se lanzó a mirar por la ventana. Varios escoltas se llevaban por la fuerza al director del colegio y a tres de sus compañeros sin escuchar ni sus explicaciones ni sus súplicas. Uno de los escoltas blandió una foto del presidente, como las que colgaban en cada aula, para que todos aquellos que miraban a través de la ventana la vieran. Alguien había dibujado una soga alrededor del cuello de Macías.
El maestro se sentó en su mesa y continuó la clase con voz temblorosa. Laha y sus compañeros se sintieron decepcionados por no poder conocer en persona al Único Milagro de su país.
Unos minutos después, Laha miró por la ventana y distinguió una figura conocida. Se puso en pie de un salto y llamó al maestro. Volvieron a pegar sus narices contra los cristales. Otro maestro de los cursos superiores daba instrucciones a cuatro o cinco jóvenes entre los que se encontraba Iniko. El maestro de Laha abandonó el aula. Al poco tiempo, se sumó al grupo del patio. Laha no comprendía qué pasaba, pero los adultos hacían gestos nerviosos mientras hablaban a los muchachos, quienes, después de asentir varias veces con la cabeza, desaparecieron. Laha apoyó una mano en el cristal. ¿A dónde iría su hermano?
El maestro regresó al aula y fue directo a Laha. Se agachó y le susurró al oído:
—Dile a tu madre que Iniko se ha ido a Bissappoo. Es mejor que se quede allí algún tiempo.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí?
Waldo, sobrecogido por los altísimos edificios de Madrid y los cientos de coches que cruzaban las avenidas más anchas que había visto en su vida, salió de su escondite y se situó frente al policía con la mirada fija en el suelo.
—Solo quería dormir un poco.
—¡Vaya! Hablas muy bien español. ¿De dónde eres?
—De Guinea Ecuatorial —repitió por enésima vez desde que había llegado a la Península.
—Enséñame los papeles.
Waldo sacó una pequeña tarjeta plastificada que se había encontrado cerca del muelle de Bata y se la entregó, confiando en que el hombre no notara la diferencia entre su rostro y el de la fotografía.
—Esto ya no sirve. Nos han avisado en una circular de la Dirección General de Seguridad de que tenemos que retirar el DNI a los guineanos que lo tenéis.
—No tengo nada más.
Waldo se frotó los antebrazos. Tenía frío y no había comido nada en varios días. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Todos sus esfuerzos no habían servido para nada. Todavía no se había recuperado del agotador viaje que había comenzado aquella mañana en que una boa de dos metros y medio había provocado la confusión en los cañaverales del aeropuerto y con la disputa entre los guardias para ver quién la mataba y se la llevaba de regalo al jefe de Black Beach para que se la comiera. Él mismo se había arrastrado como una serpiente, reptando sin respirar para alejarse del horror, durante cientos de metros hasta que le sangró la piel. Horas después había comenzado la huida nocturna en cayuco desde la isla hasta el continente y luego, el terror de las noches en la selva, el arriesgado paso a Camerún, la odisea como polizón en un buque mercante hasta Canarias y de ahí en otro hasta Cádiz.
Allí había trabajado unos días en el muelle para conseguir algo de dinero con el que pagar el billete del autobús hasta Madrid en el que había tenido que soportar las miradas desconfiadas de aquellos que evitaban ocupar el asiento contiguo de ese extraño negro desarrapado que hablaba español. Ni siquiera la curiosidad les había hecho preguntarse cómo había llegado hasta allí. Y tampoco él había tenido ocasión de explicarles la tragedia que vivía el pueblo guineoecuatoriano. Pensaba que todo sería más fácil. Que en cuanto les dijese que una vez habían sido todos españoles, abrirían los brazos y lo acogerían con comprensión y cariño.
—No tengo nada más —repitió, desolado.
El policía se levantó la gorra con una mano y se rascó la cabeza.
—Pues aquí no queremos ni vagos ni maleantes. Tendré que llevarte a comisaría.
Waldo lo miró con extrañeza. ¿Había asumido un terrible riesgo para terminar en el mismo punto? Se sintió tentado de echar a correr, pero las fuerzas comenzaban a fallarle.
—Allí al menos te darán de comer y ropa limpia —continuó el policía—. Luego ya veremos qué pasa contigo.
Waldo asintió con resignación. El policía lo introdujo en su coche y Waldo aprovechó los minutos de trayecto para cerrar los ojos y sumirse en un estado de sopor hasta que llegaron a los bajos de un edificio gris de varias plantas donde estaba la comisaría, en cuyo vestíbulo, abarrotado de personas que lo miraban con descaro, tuvo que esperar.
Después de un rato que le resultó interminable, el policía regresó acompañado de otro.
—Estás de suerte —le dijo—. Aquí, el compañero me comenta que sabe de alguien que se hace cargo de personas como tú. Te llevaremos con él.
El otro intervino:
—Iremos andando. La parroquia del padre Rafael no está lejos.
Waldo juntó las manos ante su pecho y sintió renacer la ilusión. ¿Sería posible que ese fuese el padre Rafael de Sampaka? Cuando distinguió su gruesa figura, su cojera y su poblada y canosa barba, dio gracias a Dios y a todos los espíritus que pudo recordar.
No fue hasta después de largos minutos de sollozos y balbuceos cuando, sentado en uno de los bancos de la iglesia, pudo narrarle el calvario que sufrían sus hijos abandonados.
Ese mismo día, el padre Rafael llamó a Manuel y le informó de la aparición de Waldo y de las terribles noticias que traía de Guinea. Manuel envió un telegrama urgente a Kilian para que se pusiera en contacto con él.
«Sé cómo puedo ayudar a Bisila», escribió.
La senda que subía a Bissappoo había sido recientemente abierta a base de machetazos. La alfombra de hojarasca removida indicaba el paso de muchas botas. José tuvo un mal presentimiento. Cuando llegó a la buhaba, sin aliento, sus sospechas se confirmaron. Entonces más que nunca lamentó que su cuerpo encorvado hubiera perdido su agilidad. No había llegado a tiempo al poblado para dar aviso de que buscaban a su hijo Sóbeúpo, de lo cual se había enterado Simón por medio de otros. Un penetrante olor a humo llegó desde el otro lado del arco de entrada. Se acercó con cuidado y vio las llamas. Bissappoo ardía entre los gritos de angustia de sus vecinos, agrupados bajo las amenazas de los fusiles de los guardias. José se llevó las manos a la cabeza, cubierta ya por un cabello completamente cano.
Algo se clavó en sus costillas.
—Tú, viejo. Andando.
Lo llevaron con los demás. Al primero que distinguió fue a Iniko. ¡Pero si todavía era demasiado joven! Les indicó con un gesto que guardaran silencio. Un vistazo rápido le indicó que, según el plan de reclutamiento masivo para sustituir a los nigerianos en las plantaciones, los hombres en edad de trabajar incluían a ancianos, enfermos y niños. Localizó con la mirada al mando superior de los militares y se acercó para mostrarle un documento que siempre llevaba en el bolsillo.
—Soy el encargado de la finca Sampaka.
El militar leyó el documento y se lo devolvió en actitud arrogante.
José frunció el ceño. Extrajo unos billetes del bolsillo y se los entregó al militar.
—Perdone, me había olvidado del sello de garantía.
El hombre sonrió.
—Esto está mejor.
Una vez más, José dio gracias mentalmente a Kilian por su ayuda desde la distancia. ¡Ojalá pudiera contarle lo imprescindible que estaba resultando el dinero que enviaba para que él y su familia pudieran sobrevivir!
—He subido a buscar trabajadores para la finca —mintió José de manera convincente—. Necesito una docena.
—Pues cógete cinco. Los demás van a otro sitio.
—¿Por qué quemáis el poblado? ¿No es suficiente con llevarse a los hombres?
—No nos han querido decir dónde se oculta un conspirador. Todos ellos están acusados de subversión.
—Entonces, ¿no lo habéis encontrado?
—No.
José suspiró aliviado para sus adentros. A su hijo Sóbeúpo no lo encontrarían tan fácilmente si se había ocultado en el bosque. Con el corazón en un puño, vio cómo las llamas devoraban su casa y las de sus familiares y vecinos. Las mujeres recogían lo que podían en hatillos y se despedían de sus hombres entre lamentos. Algunas se acercaban a José.
—¿Y ahora adónde iremos? —le preguntaban.
—A Rebola. Allí os ayudarán.
—¿Y los hombres? ¿Qué harán con ellos? ¿Cuándo los volveremos a ver?
—Intentaré averiguar a qué plantaciones se los llevan. Necesitan trabajadores, les darán comida, no les pasará nada. —Ni él mismo se creía lo que decía—. Algún día todo esto terminará.
Señaló a Iniko y a cuatro sobrinos de su misma edad y les indicó que le acompañaran sin decir nada. Caminaron hasta el militar que le había dado permiso para elegirlos.
—Me llevo a estos.
—Muy jóvenes. No eres tonto.
—Tienen fuerza, sí, pero les falta experiencia. Me costará enseñarles.
—No te olvides de las dos horas diarias de instrucción militar.
Los seis lanzaron una última mirada a lo que quedaba de Bissappoo y se marcharon con la incertidumbre de si volverían a ver a los hombres que, abatidos, esperaban entre cañones de fusiles e insultos el momento del último adiós de sus madres, mujeres e hijas.
La radio comenzó su emisión como todos los días, con la letanía de todos los cargos que Macías ostentaba. A continuación, sonaron las primeras canciones de alabanza a su persona. Bisila apagó el aparato. Estaba harta de no poder escuchar otro tipo de música.
—¿No te gusta la música? —preguntó el médico, un hombre de facciones finas y sonrisa amable.
—Me molesta cuando estoy concentrada.
Edmundo esbozó una sonrisa.
Bisila estaba harta de muchas cosas. Nunca antes había habido tanta escasez de todo, hasta de cosas tan básicas como el azúcar, la sal, la leche o el jabón. No había luz, ni agua, ni carreteras, ni transportes. Para colmo, hacía pocos días, unos policías habían irrumpido en su casa para registrarla mientras Laha estaba en el colegio. Buscaban cualquier resto de la época colonial para destruirlo y habían recibido el chivatazo de que ella, en concreto, había tenido mucha relación con los españoles. Había guardado el salacot en un hueco en la pared, que luego había cerrado. Todavía recordaba la mirada del policía cuando, de manera imprudente, le había preguntado con sorna:
«¿No es mucho trabajo recorrer todas las casas de Fernando Poo?».
«Ya no se llama Fernando Poo sino Isla de Macías Nguema Biyogo Ñegue Ndong. —El hombre se había inclinado sobre ella—. ¿O es que echas de menos a tus amigos españoles?».
Bisila había cambiado rápidamente de actitud y había tenido que recurrir una vez más a la técnica del soborno, arriesgándose a ofrecerles la excusa para volver otro día y preguntarle de dónde había sacado el dinero. Y así pasaban los días, en continua alternancia de miedo e incertidumbre, sobreviviendo gracias a su ángel guardián que, desde la distancia, velaba por ella como si lo tuviese pegado a su piel…
—¿Entras conmigo? —dijo Edmundo—. Se prevé un parto difícil.
Edmundo era un excelente médico y compañero. Desde que había llegado al hospital de Santa Isabel, bueno, se corrigió Bisila mentalmente, de Malabo, su vida había mejorado. Edmundo gozaba de buen nombre y prestigio y gracias a sus influencias siempre podía conseguir alimentos en el mercado negro.
Entraron en el quirófano. Una mujer yacía en la cama con la mirada un tanto perdida. Una enfermera se acercó y les susurró:
—No quiere colaborar. Dice que le da igual morir o que el bebé muera, que se lo saquemos como queramos, pero que ella no piensa empujar.
Bisila frunció el ceño.
—¿Por qué no habría de querer una madre a su bebé? —preguntó Edmundo.
—Por lo visto, la violaron un grupo de esos jóvenes del presidente… —explicó la enfermera, en voz baja. Luego se marchó.
Edmundo soltó un bufido.
Bisila se acercó a la mujer y buscó su mirada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Wéseppa.
—¿Es cierto que no quieres a tu hijo, ahora que está a punto de ver la luz?
Los ojos oscuros de la mujer se llenaron de lágrimas.
Bisila la cogió de la mano, se inclinó y le habló al oído. Solo alguien como ella, que había pasado por la misma situación, podía comprender a la mujer.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Edmundo desde los pies de la cama.
Bisila lo miró y asintió.
—Wéseppa colaborará —dijo.
El parto fue difícil, pero al cabo de dos horas, Bisila puso sobre el pecho de la mujer una preciosa niña.
—¿Cómo la vas a llamar?
—No lo he pensado —respondió Wéseppa, acariciando tímidamente una de las diminutas manitas del bebé.
Bisila recordó un bonito nombre de la mitología bubi.
—¿Qué te parece Börihí? —sugirió.
La mujer asintió.
De pronto, la puerta se abrió y entraron dos policías.
—¡Estamos en un hospital! —se indignó el médico—. ¡Aquí no se puede entrar de esta manera!
—Buscamos a una tal Bisila.
—¿A mí? —Ella se sobresaltó—. ¿Por qué?
—¿No eres tú hermana de Sóbeúpo de Bissappoo?
A Bisila le dio un vuelco el corazón. La recién nacida comenzó a llorar.
—Sí.
—Entonces dinos dónde está ese conspirador. —Se giró hacia la cama donde una aterrada Wéseppa mecía a su hija—. ¡Haz que se calle!
La mujer se acercó el bebé al pecho.
—No lo sé —respondió Bisila.
«Entonces, no lo han encontrado…».
El policía se situó frente a Bisila en actitud intimidatoria.
—¿No lo sabes? —La cogió por el brazo—. Te vienes con nosotros y lo comprobamos.
Bisila se quedó muda. Cuando la policía entraba en un sitio buscando a alguien, nunca se marchaba con las manos vacías. Mentalmente dio gracias por que Iniko, que estaba en una edad difícil, estuviera en Sampaka con el abuelo Ösé. Pero ¿qué pasaría con Laha? ¿Quién lo recogería esa tarde del colegio?
Edmundo se apresuró a intervenir:
—¡Suéltala ahora mismo!
El otro policía se acercó:
—¿También quieres tú acompañarnos?
—Soy el doctor Edmundo Nsué. Conozco al presidente en persona. Bisila es muy necesaria en este hospital y no vamos a prescindir de ella. Si hace falta, hablaré yo mismo con el presidente.
Ambos hombres cruzaron una mirada de duda. Bisila se soltó de su brazo y se apartó.
Los hombres no se movían.
—Muy bien —dijo Edmundo, quitándose la bata—. Yo iré con vosotros a ver a nuestro presidente, Gran Maestro y Único Milagro. Él sabrá cómo solucionar esto. Y lo hará bien, como siempre hace todo.
Los policías se sorprendieron de la determinación del médico. Uno de ellos hizo una seña al otro para que se dirigiera a la puerta.
—Comprobaremos lo que has dicho —dijo malhumorado antes de salir.
Bisila soltó un suspiro y se dejó caer en una silla.
—Gracias, Edmundo. ¿Es cierto eso?
El médico se inclinó sobre ella y le susurró al oído.
—Sí. Tranquila. Estás a salvo. No he conocido a nadie más hipocondríaco que Macías, y tus remedios de plantas funcionan con él. Los he probado.
Bisila sonrió. En cualquier otra circunstancia, Edmundo podría haber sido un buen compañero de vida. Era evidente que él deseaba algo más con ella y a ella le resultaba muy difícil mantener el equilibrio de una relación de amistad y trabajo. Por un lado, no podía rechazar sus insinuaciones abiertamente. —No sería la primera acusada de conspiración contra el régimen por el despecho de un amante rechazado—. Por otro, la soledad era tremendamente cruel en esos tiempos de abandono y desánimo.
Se puso en pie y caminó hacia la ventana. El sol del atardecer intentaba abrirse paso entre las brumas. En pocas horas llegaría la noche y, con ella, los recuerdos. Se llevó una mano a los labios que tanto añoraban los besos de Kilian. Habían pasado años desde su marcha y todavía podía sentir su olor, su sabor y el sonido de su voz. A veces soñaba con él, y las imágenes eran tan nítidas que odiaba despertarse. ¿Qué estaría haciendo Kilian en esos momentos? ¿La echaría tanto de menos como ella a él?
—Trae a la niña. —Carmen cogió a Daniela de los brazos de Kilian—. Nos vamos a casa, Clarence, que empieza a hacer frío.
—Nosotros también nos vamos —dijo Jacobo.
Los últimos rayos del sol otoñal chocaron contra los cristales de un enorme hotel construido junto al río y produjeron cientos de destellos. Kilian y Jacobo siguieron los pasos de Carmen, aunque con mayor lentitud. Al poco, ya la habían perdido de vista.
—Cómo ha cambiado todo, ¿verdad? —comentó Jacobo.
Kilian asintió. El antiguo sendero a las fincas más alejadas del pueblo se había convertido en una ancha carretera a cuyos lados se elevaban bloques de apartamentos. Su mente se trasladó a otro lugar donde la selva y las tradiciones habían sucumbido, primero a la colonización de extranjeros, y luego a la incertidumbre. Cualquier cosa o comentario servía para que sus pensamientos se llenasen de imágenes de aquellas personas a quienes no había visto en una década y de quienes no había podido saber nada después de las noticias de Waldo.
Jacobo carraspeó. No sabía muy bien cómo sacar el tema. En los últimos años habían pasado muchas cosas. Las negociaciones de permuta de terrenos con la estación de esquí estaban siendo más lentas de lo previsto. Jacobo no podía asistir a las reuniones porque le hervía la sangre. Ambos hermanos se sentían ofendidos por la actitud intimidatoria de los abogados de la empresa de la estación de esquí, que pretendía obtener los terrenos de los vecinos a precios irrisorios, con el argumento de que, gracias a ellos, llegaría la prosperidad al valle, y la promesa de que, a cambio, recibirían parcelas urbanizadas sin fecha de entrega.
Les hablaban como si fueran unos ignorantes pueblerinos a quienes les estaban haciendo el favor de sus vidas, como si nunca hubieran salido de ese cerrado valle ni conocieran el funcionamiento del mundo.
«¿Recuerdas, Jacobo —le había preguntado Kilian—, cómo se obtuvieron las tierras de los bubis? Pues esto es lo mismo. Y, al final, les tendremos que estar agradecidos porque viviremos mejor».
Lo que nunca se comentaba en las reuniones era el beneficio que obtendrían los promotores inmobiliarios por unos terrenos cuyo valor se inflaba artificialmente en el mismo momento que dejaban de pertenecer a los habitantes de Pasolobino.
Jacobo miró a su hermano. ¿Cómo conseguía seguir adelante después de todo? Cuando por fin había conseguido llevar una vida normal en España, había perdido a su esposa. Recordó el día que Pilar, una mujer callada, sencilla y cauta, había llegado a la casa para hacerse cargo de Mariana durante sus últimos meses de vida, que pasó postrada en el lecho. ¿Quién le hubiera dicho que poco a poco iría haciéndose un hueco en el corazón de su hermano hasta el extremo de llevarle al altar? Sí, era cierto que Kilian no había dudado en casarse con ella en cuanto se enteró de que estaba embarazada porque seguía teniendo un alto sentido de la responsabilidad. Pero también era verdad que, gracias a ella, su hermano había conseguido calmar el desasosiego que se había traído de África. Pilar había supuesto un breve paréntesis de paz en la vida de Kilian. Ahora, la intranquilidad había regresado y Jacobo tenía una ligera idea de por qué.
—Supongo que habrás leído la prensa últimamente…
Kilian sacudió la cabeza.
—Hemos estado años sin saber nada y ahora no paran de salir noticias terribles.
—No todas son terribles. Dicen que el que está ahora quiere mantener buenas relaciones con España y que han empezado programas de cooperación.
—Ya veremos cuánto duran.
A Kilian no le importaban tanto las novedades políticas como las descripciones de los periodistas que habían estado en Malabo después del llamado Golpe de la Libertad de agosto de 1979, a manos del nuevo presidente Teodoro Obiang, en el que las puertas de las casas se abrieron y las calles se llenaron de gente que, aturdida, comenzaba a abrazarse, primero con timidez y recelo y, a medida que pasaban las horas, con euforia.
Todos los reporteros describían la situación del país que había dejado Macías como catastrófica. Malabo estaba en ruinas, sumida en el más completo abandono y devorada por la selva y la podredumbre. ¿Realmente podían creerse que se había terminado la pesadilla? ¿Los liberarían de los trabajos forzados? ¿Dejarían de robarles sus exiguas cosechas? Con motivo del juicio por el que se había condenado y ejecutado a Macías, había leído espeluznantes relatos que confirmaban la barbarie que había reinado en Guinea en los últimos años en los que el país se había convertido en un campo de concentración. Las regiones estaban devastadas por la huida de los habitantes, por el genocidio cometido por ese loco, o por las plagas de enfermedades debidas a la falta de alimentación y sanidad. Guinea había llegado al borde de la desaparición absoluta. ¿Y allí había abandonado él a su Bisila con dos niños? ¿Había sido capaz de permitir que viviera en el infierno mientras él se esforzaba por llevar una vida aparentemente normal? ¡Cuántas veces había sentido asco de sí mismo!
Si no hubiera sido por la ayuda de Manuel se hubiera vuelto loco. Cada cierto tiempo enviaba a su amigo un cheque cuyo importe él entregaba a médicos que viajaban en misiones humanitarias. Solo el dinero. Sin cartas. Ni una sola línea que pudiera servir para acusarla de nada. Por esa cadena de médicos, ambos sabían que estaban vivos. Ese pequeño gesto de entrega y recepción había sido su consuelo por las noches porque confirmaba el sentimiento permanente en su pecho, íntimo, secreto, misterioso, arcano, de que ella estaba viva, de que su corazón latía allí donde lo dejó…
—No le des muchas vueltas —dijo Jacobo—. Me alegro de que las cosas les vayan mejor, pero aquello para nosotros quedó atrás, ¿no?
Se frotó el ojo en el que tenía una mácula, recuerdo indeleble de los golpes que un día le propinara su hermano. Sabía que Kilian nunca le había perdonado, pero él tampoco había podido olvidar aquellos momentos.
Kilian permaneció en silencio. Para él, nada de aquello había quedado atrás.
Cada segundo de su vida se resistía a aceptar que aquella separación terrenal forzosa fuera el fin.