XV
BIHURÚRU BIHÈ
AIRES NUEVOS
1960
Antes de que se desatase una tremenda tormenta, cuando quedaban menos de dos horas para llegar a la capital de Níger, Kilian había agradecido su decisión de viajar en avión desde Madrid a Santa Isabel porque, en lugar de en dos semanas, el trayecto de Pasolobino a Sampaka se realizaba en poco más de un día. El viaje era más caro, sí, y el cuatrimotor tenía que realizar frecuentes aterrizajes para repostar, pero el ahorro de tiempo valía la pena.
Sin embargo, cuando el Douglas DC4 comenzó a ser sacudido violentamente por las turbulencias y los cincuenta pasajeros gritaron, presos del pánico, le vinieron a la mente las palabras de su padre al relatarle el naufragio que casi había acabado con su vida. Mientras esperaba que el avión despegase de nuevo de Niamey rumbo a Nigeria, Kilian, con el semblante todavía pálido, decidió que finalmente aceptaría con verdadero gusto el vermut Cinzano o la copita de champán de la azafata. Una vez en Bata, antes de subir a bordo del sustituto del Dragon Rapide que lo llevaría por fin hasta la isla —un pequeño bimotor de ala baja, líneas angulosas y chapa corrugada al que llamaban Junker—, ya tenía claro que volvería a disfrutar de la placidez de un barco como el Ciudad de Sevilla.
En el improvisado aeropuerto de Santa Isabel lo estaba esperando Simón y no José. Lo encontró muy cambiado. No se parecía en nada al adolescente de ojos redondos y vivos que había irrumpido en la habitación su primera mañana de trabajo en la finca. Ahora, tras un año largo de ausencia, Kilian casi no podía reconocer al hombre de constitución robusta y agradable rostro adornado con finas incisiones ya cicatrizadas en la frente —donde se cruzaban con las largas arrugas horizontales que infundían gravedad a su expresión—, en las mejillas y en la barbilla.
—¡Simón! —exclamó Kilian quitándose la americana—. Me alegro de volver a verte. —Hizo un gesto señalando las cicatrices—. Te encuentro muy cambiado.
—Al final decidí marcarme con las señales de mi tribu, massa —respondió Simón, levantando el pesado equipaje sin esfuerzo. Kilian pensó que ya era hora de que el joven dejase de ser un criado y consiguiese un trabajo mejor—. Al padre Rafael no le gustó nada…
Subieron a un redondeado Renault Dauphine de color claro, la última adquisición de Garuz, según le explicó Simón.
—¿Cómo es que no ha venido Ösé? —preguntó Kilian.
—Es que ha llegado justo el día que bautizan a su nieto. Me ha pedido que, si quiere, le lleve directamente al patio de Obsay.
Kilian sonrió. Hacía dos días que habían terminado las fiestas de agosto en Pasolobino. Todavía resonaban en su cabeza los sones de la orquesta y ya había otra fiesta en marcha. ¿Qué nieto sería este? Había perdido la cuenta, pero le extrañó que la celebración fuese en uno de los tres patios de la finca porque allí solo vivían los braceros nigerianos y sus familias.
Entonces se acordó.
La hija enfermera de José vivía en la finca.
—¿No será el bautizo del hijo de Mosi? —preguntó.
Simón asintió.
—¡Su primer hijo! Mosi está loco de contento. Ya llevan años casados y se lamentaba de que los hijos tardasen tanto en llegar. —La confirmación de su sospecha produjo en Kilian una extraña sensación, parecida a la que sintió cuando se imaginó a la muchacha en brazos de su enorme marido la primera vez que la vio, el día de su boda. Supuso que ese solo sería el primer cambio de los muchos que habrían tenido lugar durante sus vacaciones, pero precisamente ese le molestaba especialmente. Pensó que aquel niño había llegado al mundo para unir más aún a sus padres y experimentó una punzada de celos.
Su mente le trajo imágenes de la hermosa mujer con la que había fantaseado tantas noches. Sintió su fresco aliento sobre su rostro en aquella cama durante su enfermedad, tras la muerte de su padre; visualizó su figura caminando de manera resuelta por la finca en dirección al hospital, a la farmacia, a la iglesia o a los almacenes; recordó la suavidad de sus manos sobre la piel de su tobillo cuando le quitó la nigua; y se distrajo unos segundos rememorando su sonrisa y su inquietante mirada.
Kilian suspiró. Apenas llevaba unos minutos en la isla y se sintió como si nunca se hubiera marchado. Los que hasta el día anterior no habían sido sino recuerdos con los que entretener y calmar sus noches de insomnio en Pasolobino resurgían ahora con la nitidez de una realidad que había echado demasiado de menos, sobre todo al principio. Le había costado semanas conseguir que su mundo natal dejara de resultarle indiferente. La selva tropical se había empeñado en extender sus lianas hábilmente por las cumbres nevadas, pero estas habían sabido defender y recuperar sus dominios con tesón. Poco a poco, la solidez e inmutabilidad de la roca había logrado imponerse a la flexibilidad y elasticidad de las enredaderas, obligándole a recordar y recuperar su sitio en Casa Rabaltué, y haciéndole comprender que, al igual que el paso de los siglos no había logrado minar la entereza de la casa, él nunca podría renunciar a la responsabilidad que suponía formar parte de ella. A medida que se reencontraba con las tareas en los mismos campos que habían trabajado sus antepasados y recorría los mismos caminos que otros, antes que él, habían trazado, su alma se había reconfortado y reconciliado con su pasado y su presente. Su padre ya no estaba, pero él sí, y su casa continuaba viva después de quinientos años. A esta tranquilidad existencial también había contribuido la fortaleza contagiosa de una Mariana que se ocupaba de todo como si el tiempo no pasara, como si Antón y Jacobo fueran a llegar en cualquier momento de Fernando Poo, como si Kilian no fuera a marcharse de nuevo dejándola con la única compañía de una débil Catalina que pasaba más tiempo en Casa Rabaltué que en la casa de su marido, intentando absorber algo de la energía de su madre para superar la muerte de su único hijo o simplemente para sobrevivir…
Respiró hondo y el olor de los cacaotales llenó sus pulmones. El hombre a quien el parlanchín Simón ponía al día de las últimas novedades no era el joven impresionable e inexperto que añoraba su tierra y que no distinguía un grano de cacao bueno de otro excelente. Sabía perfectamente qué vendría a continuación. La entrada a la finca. Las palmeras reales. El wachimán Yeremías y sus gallinas. El cacao tostado. Los amigos. Ella.
¿Seguiría siendo tan hermosa?
—¿Qué, massa? —Simón lo distrajo de sus pensamientos—. ¿Tenía ganas de regresar?
A Kilian le dio un vuelco el corazón cuando el vehículo enfiló por el camino de las palmeras reales. La respuesta se dibujó tan clara y rápidamente en su mente que primero se sorprendió y enseguida se sintió un poco culpable. Las pequeñas raicillas de las flexibles y elásticas trepadoras empezaban a agarrarse de nuevo a su ánimo.
—Creo que sí, Simón —respondió, con voz soñadora—. Creo que sí.
Kilian quiso asearse antes de subir a Obsay. Simón le había preparado la habitación de siempre. Colgó la americana en el armario y se dispuso a deshacer el equipaje. Minutos después, alguien llamó a la puerta y la abrió sin esperar respuesta.
—¡Veo que las vacaciones te han sentado muy bien! —Jacobo se le abalanzó y lo abrazó con fuerza. Se apartó para observarlo y aprobó lo que vio—. ¿Cómo va todo por casa? ¿Cómo has dejado a nuestras mujeres?
Kilian encontró a Jacobo tan rebosante de salud y risueño como hacía unos meses. Había ganado algo de peso, por lo que su cinturón ya no se ajustaba a la cintura.
—Están bien. ¿A que no sabes qué llevo en las maletas? ¡Comida y más comida! —Puso los ojos en blanco y Jacobo se rio—. Mamá se piensa que aquí no comemos…
Dio unas palmaditas a su hermano en el abdomen, se acercó al lavabo encastrado en un mueble de madera, vertió un poco de agua y preparó los útiles para afeitarse.
—¿Y tú? ¿Sigues de fiesta en fiesta con los amigos?
—Hago lo que puedo… Tengo suerte de que Dick y Pao vengan de Bata con cierta frecuencia, porque Mateo y Marcial cada día andan más ocupados con sus novias.
Jacobo se sentó y Kilian comenzó a enjabonarse la cara.
—¿Qué? ¿Has encontrado bien la finca?
—Lo poco que he podido ver me ha sorprendido. Todo está muy ordenado y limpio. Está claro que no me habéis echado de menos…
—¡Nadie es imprescindible, Kilian! —bromeó Jacobo—. La semana pasada nos visitó nada más y nada menos que el gobernador de la Región Ecuatorial Española. ¿Te lo puedes creer? ¡Tendrías que haber visto a Garuz! Lo avisaron pocos días antes y nos tuvo a todos arreglando la finca día y noche. Waldo estuvo un día entero encerando el Mercedes que iba a utilizar para recorrer Sampaka… —Kilian sonrió—. Su visita coincidió con la de unos periodistas de la revista La Actualidad Española que querían hacer un reportaje sobre nuestro cacao.
—En todo este tiempo he sabido muy poco de la isla. —Kilian recordó cuánto había echado de menos las noticias semanales de la Hoja del Lunes de Fernando Poo. Aparte de un diminuto anuncio sobre la presentación en Madrid de un libro sobre cacerías de elefantes y la proyección de dos películas, En las playas de Ureka y Balele, con motivo de unas conferencias, en la edición provincial del periódico Nueva España que leía en Pasolobino solo habían aparecido cuatro líneas sobre la resolución del Consejo de Ministros de marzo por la que los territorios de Guinea se dividían en dos provincias españolas: Fernando Poo y Río Muni.
—Yo también pensaba que fuera de aquí a nadie le podían interesar los asuntos cotidianos de Guinea, pero, según dijeron, ese artículo servirá para mostrar a muchos lectores españoles lo bien que se hacen las cosas en la colonia.
—Precisamente ahora… —dijo Kilian mientras buscaba una camisa blanca en la maleta—. En el avión he escuchado la conversación de unos hombres, creo que eran guardiaciviles…
—Están viniendo muchos. Claro, sueldo doble, seis meses de campaña y seis de permiso… No deben andar las cosas muy bien por España. El otro día dijo Garuz que, a pesar del nuevo plan económico que se supone atraerá empresas de fuera y creará empleo, muchos españoles emigran a Europa. ¡Menos mal que de momento aquí tenemos el sueldo asegurado!
—Comentaban que se avecinan nuevos tiempos, que las colonias tienen los días contados…
Jacobo sacudió una mano en el aire.
—El día que las colonias desaparezcan, esta gente está perdida. ¡Ni en sueños tendrían las fincas como las tienen ahora! Además, ¿qué sentido tendría haber creado las provincias si no se tuviera la certeza de que todo iba a seguir igual?
Kilian recordó la discusión del padre de Julia con un tal Gustavo en el casino y la tertulia aquel día de Año Nuevo en casa de Manuel en la que los presentes mostraron su preocupación por los sucesos acaecidos en otros países africanos. Ahora las colonias quedaban más atadas a España, así que la independencia era innecesaria. ¿No era eso lo que había dicho Emilio que temía su amigo Gustavo?
—No sé, Jacobo. El mundo está cambiando muy deprisa… —Aún resonaba en su cabeza el ruido de los motores del avión que se había deslizado por los aires a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Un día antes todo era piedra y pizarra en la montaña y nuevas construcciones de pisos en la tierra baja; unas horas y varios aeropuertos de diferentes países africanos y estaba en la isla.
Jacobo hizo un gesto de asentimiento.
—¿Quién nos iba a decir que habría alcaldes negros en Bata y Santa Isabel y representantes en las Cortes, eh? Y morenos en las salas de cine… Hasta ellos se encuentran incómodos y extraños… Hombre, yo no digo las barbaridades que dicen algunos, pero reconozco que se me hace raro.
—¿Y qué dicen algunos? —Kilian terminó de abotonarse la camisa y se giró hacia el espejo.
—Pues dicen que… —Jacobo bajó la vista al suelo y titubeó— que… por mucho que ahora de repente sean españoles, siguen siendo unos monos.
Kilian lanzó una dura y larga mirada a la imagen de su hermano reflejada en el espejo. Jacobo tosió, un tanto avergonzado. Finalmente, Kilian respiró hondo y se giró.
—¿Qué tal los demás? —preguntó para cambiar de tema.
—Santiago se marchó definitivamente hace un par de meses… Dijo que ya estaba mayor para estos trotes. Y hay uno nuevo conmigo en Yakató.
—Mejor tú que Gregorio. ¿Y Julia y Manuel?
—Los veo poco. —Jacobo no tenía ninguna intención de dar más explicaciones sobre la familia feliz. Julia solo tenía ojos y tiempo para su pequeño Ismael—. ¿Alguna pregunta más?
—¿Qué tal ha comenzado la cosecha?
—Los secaderos funcionan a todo gas. ¡Has llegado justo a tiempo para la peor parte…! —Sí, hasta enero la vida en la finca sería frenética, pensó Kilian, pero a él le encantaba esa época. Pronto terminarían las lluvias y llegaría la seca y su calor sofocante. Se sentía fuerte y preparado para soportarlo—. Aunque tengo una buena noticia. El grano ya se remueve de manera automática, no hay que andar de aquí para allá con palas.
—Buena noticia, sí.
Se hizo un breve silencio. Kilian cogió una corbata y se la pasó alrededor del cuello. Jacobo, extrañado, se incorporó en la silla.
—¿Por qué te pones tan elegante? —preguntó.
—Voy a Obsay. Hoy es el bautizo del nieto de José.
—¿Y para ir a Obsay te arreglas tanto? —Frunció el ceño.
Kilian creyó interpretar la pregunta de otra manera: «¿Y para mezclarte con los negros te vistes así?». Terminó de hacerse el nudo de su corbata.
—Un bautizo es un bautizo, aquí y en cualquier otro sitio. ¿Quieres venir conmigo?
—Tengo mejores planes en la ciudad. —Jacobo se levantó y caminó hacia la puerta—. ¡Por cierto, casi se me olvida! Hay por ahí alguien que te ha echado mucho de menos. En cuanto se entere de que ya has llegado, si no vas a verla tú, vendrá a la finca. Supongo que esperará que le hayas traído algún regalo de España.
Sade…
Kilian resopló. ¿Cuánto hacía que no pensaba en ella? Hubiera comprendido que durante sus largas vacaciones Sade también se hubiera olvidado de él, pero las palabras de su hermano dejaban claro que no había sido así.
—Cada día está más guapa. —Jacobo chasqueó la lengua—. Porque eres mi hermano, que si no… —Interpretó la rápida mirada que le lanzó Kilian como una advertencia—. No te preocupes, hombre, que es broma. —Le guiñó un ojo—. Seguro que, después de tantos meses de abstinencia, la cogerás con gusto. A no ser que hayas conocido a alguna española que pueda competir con ella… —Lo miró de soslayo esperando una reacción que no llegó y se dio por vencido—. En fin, si has vuelto, es que ninguna te ha echado el lazo.
Kilian continuó callado. Prefería que su hermano creyera lo que le diera la gana con tal de no seguir con esa conversación. No tenía la menor intención de perder el tiempo hablándole de sus escasos e insípidos escarceos amorosos o especulando sobre un posible reencuentro con Sade que él no deseaba en absoluto. En esos momentos tenía algo infinitamente más urgente que hacer. Abrió el bote de gomina, cogió una pequeña cantidad con los dedos y se peinó el cabello hacia atrás. Se miró por última vez en el espejo y salió tras su hermano.
José estaba feliz de ver a su amigo de nuevo. O eso, o el vino de palma era el causante de los continuos abrazos que daba a Kilian.
La fiesta estaba en pleno apogeo cuando este llegó al patio de Obsay. Había mucha gente cantando y bailando al son de los tambores. Todos se habían vestido con sus mejores ropas: los hombres, con pantalón largo y camisa blanca, y las mujeres, con vestidos largos y tocados de llamativos colores, aunque alguna había optado por lucir un modelo europeo hasta la rodilla, entallado a la cintura. Kilian recordaba que solo se arreglaban así cuando iban a pasar la tarde por los paseos de Santa Isabel, pero esta vez habían preferido acompañar a Mosi, lo cual demostraba el aprecio que le tenían.
José lo abrazó de nuevo y bajó la voz:
—Te he echado de menos, white man.
—Yo también, Ösé, mi frend. —Kilian lo decía muy en serio, aunque no podía borrar la sonrisa de su cara—. ¡Siempre llego a punto para una de tus fiestas!
—En esta vida hay que celebrarlo todo. Hoy estamos aquí y mañana… ¡con los espíritus!
—¿Y dónde lo habéis bautizado? ¡No me digas que el padre Rafael ha subido hasta aquí, que no me lo creo! —Las cosas estaban cambiando, sí, pero Kilian estaba seguro de que el sacerdote continuaba con su tarea de guiar a sus feligreses por el buen camino, que no discurría precisamente paralelo al de sus costumbres y tradiciones.
—El padre Rafael ha celebrado una ceremonia muy completa y muy bonita, sí, en el poblado de Zaragoza. Hemos cumplido con lo que manda tu Iglesia. —Le guiñó un ojo—. Y no nos hemos quitado los zapatos hasta que hemos cruzado el patio principal.
Kilian soltó una sonora carcajada. Miró a su alrededor. Los gritos le llevaban palabras pronunciadas en bubi y en pichinglis. Seguía sin comprender el bubi, pero el dialecto de los nigerianos le resultaba tan claro como el suyo de Pasolobino. Varios hombres levantaron hacia él sus vasos en señal de bienvenida. Otros —entre los que se encontraban Waldo, Nelson y Ekon— se acercaron y lo saludaron con palmadas en la espalda. Como a Simón, a Waldo también lo encontró mayor, aunque su ancha frente seguía contrastando con la pequeñez del resto de sus facciones. Nelson había ganado peso, con lo cual su cara era aún más redonda y su papada más abultada. Y Ekon, que ya hablaba castellano con bastante fluidez, lucía alguna cana en su ensortijado cabello, aunque los hoyuelos que se marcaban en sus mejillas cuando sonreía conservaban su aire juvenil.
Una mujer bajita y regordeta que se presentó como Lialia, la mujer de Ekon, se acercó a su marido y lo empujó a bailar ante las risas de los demás. Kilian reprimió un gesto de sorpresa al darse cuenta de que era la primera vez que veía a la mujer que Ekon había compartido con Umaru. Un pensamiento fugaz le recordó aquellos terribles momentos, cuando lo golpeó salvajemente y él decidió vengarse. ¿Qué vida llevaría Umaru en su tierra? No era que le importase mucho; al fin y al cabo, de no ser por José, probablemente Umaru lo hubiera matado, pero por más tiempo que pasase, la penitencia por su comportamiento seguiría siendo la imposibilidad de olvidarse de él.
Waldo le ofreció un pequeño cuenco con licor y Kilian tomó un sorbo. El líquido ardió en su interior. La música de los tambores resonaba en su pecho, y los cantos agudos de las mujeres le resultaban tan familiares como si hubiera crecido con ellos. Aquello sí que era una verdadera celebración de la vida. No había agua bendita, ni cirios, ni óleos con los que ungir al recién nacido para librarle del pecado original e incorporarlo a la Santa Iglesia. Pero sí había sudor fresco, sangre caliente, músculos tensos y sonidos penetrantes con los que ensalzar la grandeza de la existencia.
—Como si nada hubiera cambiado en cientos de años… —murmuró Kilian, completamente cautivado por el ambiente festivo.
José oyó el comentario.
—¡Ah, mi frend! Aquí todos los días parece que nada ha cambiado, pero lo cierto es que nada es igual.
Posó su mano sobre el hombro de Kilian.
—Yo ahora tengo otro nieto, sangre de mi sangre. ¿No es eso un cambio?
—¡Ahora eres más abuelo! —José se rio con ganas—. Por cierto, ¿dónde están los padres del recién nacido? Me gustaría darles la enhorabuena.
Volvió a suceder. Ella levantó la vista hacia él y el mundo se detuvo y los cantos enmudecieron.
Esta vez no fue solo un instante. Sus grandes ojos claros no lo atravesaron como dos lanzas. Se posaron sobre los suyos el tiempo suficiente para que él entendiera cuánto se alegraba de volver a verlo.
Estaba sentada y sostenía a un hermoso y rollizo bebé en sus brazos. El brillo del inmaculado vestido blanco de anchos tirantes no podía sino realzar su tersa piel tostada. A pocos metros, Mosi brindaba y bailaba con todos los que se le acercaban, pero de reojo vigilaba a su mujer, que miraba con mucha atención al massa.
Kilian bajó la vista y contempló al niño.
—Enhorabuena. Es precioso —dijo—. ¿Cómo se llama?
—Iniko —respondió ella—. Significa «nacido en tiempos difíciles».
Kilian levantó la vista de nuevo hacia ella.
—¿Son estos tiempos difíciles? —preguntó.
Ella sostuvo su mirada.
—Puede que ahora cambien —respondió, con un leve temblor en la voz.
Se miraron en silencio.
—Me alegro de que hayas vuelto, Kilian —susurró.
Kilian se quedó de piedra al oír la palabra en labios de ella.
¡Él ni siquiera sabía su nombre!
Siempre había sido la hija de José. La hija enfermera de José. La dulce enfermera que había cuidado a Antón antes de morir. La dulce mujer que lo había reconfortado en su desconsuelo. El rostro que durante un tiempo se le había aparecido en sueños.
Y él no sabía su nombre…
Sintió cómo enrojecía de vergüenza.
—Perdóname —comenzó a tartamudear—, p… pero… yo no sé tu nombre.
Los labios carnosos de ella dibujaron una amplia sonrisa en su bella y perfecta cara. Su mano derecha se alzó para acariciar dos conchas que pendían de un collar de cuero.
Pensó:
«Creí que no me lo preguntarías nunca».
Pero dijo:
—Me llamo Daniela Bisila.
Un niño de unos dos años con rubios rizos, pantalón corto de peto de color azul cielo y tirantes anchos cruzados sobre el torso desnudo jugaba en el umbral de la puerta con un Studebaker Avanti. Sus regordetas manitas abrían y cerraban con habilidad las puertas y el capó del pequeño coche de faros cuadrados.
—Tú debes de ser Ismael. —Kilian se agachó para acariciarle la cabeza—. Has crecido mucho… ¿Está tu mamá por ahí?
El pequeño se lo quedó mirando, arrugó el ceño y comenzó a hacer pucheros.
—Vaya… ¿Te he asustado?
—¡Oba! —Kilian distinguió la voz jovial de Julia—. ¿Puedes coger al niño?
Una menuda mujer de rostro aniñado y con el pelo recogido en un pañuelo verde apareció enseguida y se lo quedó mirando con expresión de sorpresa. Kilian reconoció a la amiga de Sade. Frunció el ceño. ¿Qué estaba haciendo allí? Contaba con la discreción de sus amigos y de su hermano, a quienes les había pedido que, si iban por el club, no le dijeran a Sade que había regresado todavía. Seguramente esas precauciones ya no le servirían de nada. Oba no tardaría en comentarle a su amiga que lo había visto.
—¿Puedes decirle a la señora que ha venido a verla un amigo?
—¡Kilian! —Unos pasos se acercaron rápidamente y Julia, enfundada en unos pantalones blancos hasta media pierna y una camiseta de tirantes, le dio un afectuoso abrazo—. ¡Cielo santo! ¡Cuánto tiempo!
Apoyó el dedo índice sobre su pecho.
—A ver si haces el favor de disfrutar de las vacaciones como todos, dos campañas y seis meses en España, para no alejarte de nosotros tanto tiempo. ¿Qué es eso de desaparecer más de un año? Creí que ya no regresarías más.
Kilian se rio por la actitud un tanto dramática de la mujer.
—Llegué hace unos días —dijo—, pero me dijeron que estabais fuera.
—De vez en cuando Manuel me lleva a una de sus excursiones botánicas… Pasa, nos tomaremos un café.
Unos ruiditos llamaron su atención. En brazos de Oba, Ismael había dejado de llorar y observaba al hombre con curiosidad.
—Tienes un hijo muy guapo.
Julia le agradeció el comentario con una sonrisa y pidió a Oba que se llevara al niño a dar un paseo.
—¿Oba de niñera? —preguntó Kilian—. Pensaba que trabajaba en la factoría.
—Y trabaja allí, pero se ha encariñado con el niño y le gusta pasar ratos con él. —Julia bajó el tono—. En realidad, busca cualquier excusa para venir a la finca. Por lo visto, el hombre que ocupa su corazón anda por aquí. Nelson, uno de los capataces.
—¡Ya entiendo por qué se encarga él de las compras ahora! —Kilian siguió a Julia hasta la terraza, dejó el salacot en una mesita baja y se sentó en un sillón de mimbre—. ¿Y tus padres? ¿Sigue Emilio en el Consejo de Vecinos?
—Ahora tiene más trabajo que nunca. No sé cómo no le aburren esas decisiones administrativas, todo el día atendiendo reclamaciones, arbitrando en líos de linderos de solares, preparando proyectos y diseñando nuevas construcciones. En un principio pensaba que lo hacía más por mamá que por él, ya sabes que a ella le gusta estar enterada de todo lo que se cuece aquí…, pero, al final, he llegado a la conclusión de que realmente le apasiona aportar su granito de arena al desarrollo de Santa Isabel. —Lanzó un profundo suspiro—. Voy a por el café y nos ponemos al día.
Kilian se entretuvo hojeando una revista que había sobre la mesita en cuya portada aparecía la foto azulada del caudillo Francisco Franco con su uniforme militar acompañado de su mujer y su hija —que lucían sendas mantillas sobre sus cerrados vestidos— con motivo de la comunión de una de sus nietas. Julia regresó al poco tiempo. Como siempre, Kilian se sintió cómodo en compañía de su amiga, a quien encontró, por un lado, contenta y satisfecha en su nuevo papel de madre y, por otro, preocupada por las confusas noticias políticas que circulaban por la isla. Iba a preguntarle qué tal llevaba Emilio que su superior, el alcalde, fuera un nativo, cuando escucharon la voz alarmada de una mujer que llamaba a Manuel con insistencia. Kilian reconoció la voz enseguida y se levantó de un salto. Julia lo imitó y ambos se dirigieron a la entrada.
—¡Bisila! —exclamó Julia—. ¿Qué sucede?
—Necesito al doctor. Es urgente. —Distinguió la figura del hombre que la miraba fijamente y en su cara se dibujó una expresión de sorpresa. Le costó continuar con su explicación, y no por el mensaje que traía, sino por el encuentro inesperado—. Han traído… Es…
Kilian tuvo que frenar el impulso de cogerle las manos para calmarla.
—Tranquila, Bisila —se limitó a decir con voz suave—. Cuéntanos qué pasa.
—Señora, el padre Rafael ha traído a un hombre malherido para que lo cure don Manuel. Apenas puede hablar. Solo repite que es amigo de su padre.
—¿De mi padre? —preguntó Julia con extrañeza—. Manuel está en la ciudad, no sé cuándo regresará… Llévame con él.
—Os acompaño —se ofreció Kilian.
Julia asintió, agradecida.
Atravesaron a toda prisa el pequeño patio que separaba la casa del edificio del hospital. Cuando subieron las escaleras, el padre Rafael salió a su encuentro. Kilian lo encontró bastante envejecido. Había perdido pelo y caminaba con dificultad. Su traje blanco estaba manchado de sangre.
—¿Qué ha pasado, padre? —preguntó Julia, alarmada.
—Volvía de la ciudad cuando he encontrado al pobre hombre en una cuneta. Como he podido, lo he metido en el coche con intención de regresar al hospital de la ciudad, pero el infeliz repetía constantemente los nombres del doctor Manuel de Sampaka y de Emilio. No me soltaba la mano, por eso he enviado a Bisila a buscar a Manuel.
—Ha ido a la ciudad y no sé cuándo volverá.
—Ay, hija. No sé si he hecho bien en traerlo aquí, pero insistía tanto… He conseguido entender que se llama Gustavo.
—¡Gustavo! —exclamó Julia, inquieta—. ¡Oh, Dios mío!
Kilian recordó la discusión en el casino.
—Hace unos meses lo detuvieron y lo llevaron a Black Beach… —Julia se dirigió al sacerdote—. Gracias, padre. Solo le pido que no diga nada al señor Garuz. No le gustaría saber que atendemos a alguien que no pertenece a la plantación. De momento, lo mantendremos en secreto.
—Siento no poder quedarme más tiempo. Tengo que celebrar en Zaragoza. Si lo creéis necesario, llegado el momento, enviad a alguien a buscarme.
—Sí… Le pido otro favor, padre. Al salir de la finca, dígale a Yeremías que él o Waldo avisen a Dimas de que Gustavo está aquí. Ellos saben cómo localizarlo.
Segundos después entraron en la sala principal, una amplia estancia con una docena de camas dispuestas en dos hileras enfrentadas, que estaba prácticamente vacía. Habían acostado al hombre en una de las camas del fondo, separada de las demás por una fina cortina blanca que entonces estaba recogida junto a la pared. A pocos pasos de distancia, desde el pasillo central, Kilian y Julia comprendieron la gravedad de la situación. El fornido cuerpo de Gustavo era una masa de jirones de ropa ensangrentada, por lo que costaba distinguir qué parte de su piel no estaba lacerada. Julia se tapó la boca con una mano para contener un sollozo. El rostro de Gustavo estaba completamente desfigurado por los golpes y los bultos amoratados de los hematomas. Quienquiera que hubiera hecho eso había tenido la perversa idea de colocarle las grandes gafas cuadradas con los cristales rotos de nuevo en su sitio para darle un aspecto más grotesco.
Con los ojos llenos de lágrimas, Julia se inclinó hacia su oído:
—Gustavo, ¿me oyes? Soy la hija de Emilio. —El hombre emitió un gemido—. No te preocupes. Aquí te cuidaremos. Te pondrás bien, te lo prometo. —Se incorporó y murmuró entre dientes—: ¡Y Manuel en la ciudad!
Bisila se acercó.
—Primero le quitaremos la ropa para lavar y desinfectar las heridas… Si le parece, usted se puede sentar a su lado y hablarle para que esté tranquilo.
Durante todo el proceso, Julia evitó mirar directamente las heridas del cuerpo de Gustavo. Kilian se fijó en que cada vez estaba más pálida. Realmente ese hombre había recibido una paliza descomunal. En más de una ocasión él mismo tuvo que realizar verdaderos esfuerzos para controlar las arcadas. Frente a él, Bisila limpiaba las heridas con una delicadeza exquisita. Su entereza lo maravilló. En ningún momento mostró signos de desagrado. Al contrario, alternaba sus cuidados con expresiones en bubi que parecían reconfortar al herido, quien intentó dibujar alguna que otra sonrisa en su desfigurado rostro.
—Me gustaría conocer tu lengua para entender qué le dices —murmuró Kilian, inclinándose hacia ella—. Tiene que ser algo especial para que en su estado quiera sonreír…
Bisila alzó sus ojos transparentes hacia él.
—Le digo que está tan feo que los espíritus no se lo llevarán así, y que cuando termine de arreglarlo estará tan bien que entonces será él quien no querrá irse…
—¿Crees que se salvará?
—Le costará tiempo recuperarse, pero no veo ninguna herida mortal.
—¿Quién te ha hecho esto, Gustavo? —susurró Julia.
—Los que aparecen así —comentó Bisila—, tirados como perros en las cunetas, suelen ser presos del penal.
—¿No podías conformarte con tu trabajo de maestro y disfrutar de la vida? —preguntó Julia, y Gustavo soltó un gruñido—. Pues si sales de esta, no creo que te queden ganas de seguir con tu cruzada de liberación.
—¿Cómo pueden haberle hecho esto en el penal precisamente ahora que es ciudadano español? —preguntó Kilian, después de meditar sobre las palabras de las dos mujeres.
Bisila soltó un bufido y Kilian la miró con extrañeza.
—¿Cómo lo vamos a entender si en España tampoco se ponen de acuerdo? —preguntó a su vez Julia—. Según mi padre, el Gobierno español está dividido. En un lado se encuentran los moderados, que opinan, como el ministro de Asuntos Exteriores, Castiella, que hay que favorecer poco a poco el camino de las provincias hacia la independencia. Y en el otro lado están los que opinan como el ministro de la Presidencia, Carrero Blanco, que es partidario de una dura política colonial que mantenga a raya a los líderes autóctonos.
—Me temo que nuestro gobernador es de esta opinión —comentó Bisila con ironía.
—¡Señora! —La voz de Oba resonó desde el otro extremo de la sala—. ¿Está usted ahí? Tengo que marcharme…
Julia se levantó.
—Lo siento. Tendréis que seguir sin mí.
Kilian y Bisila permanecieron en silencio hasta bastantes minutos después de que Julia se marchara. Gustavo dormía profundamente gracias a los calmantes que le había suministrado la enfermera. Por primera vez en sus vidas, Kilian y Bisila estaban solos, y ninguno de los dos sabía muy bien qué decir. El cuerpo de Gustavo estaba por fin completamente limpio de sangre. Solo faltaba coser un par de cortes profundos en una pierna, así que, en realidad, la presencia de Kilian ya no era necesaria. Pero ni él hizo ademán de marcharse, ni ella se lo sugirió. Durante un buen rato disfrutaron de la compañía callada del otro, como lo habían hecho aquel día que ella le extrajo la nigua, solo que esta vez el roce de sus manos lo disfrutaba otra piel y no la de Kilian.
—Has hecho un trabajo excelente —la alabó finalmente cuando ella cortó el hilo del último punto de sutura—. Estoy impresionado.
—Tú también has sido de gran ayuda. —Bisila se levantó y estiró su espalda dolorida por la incómoda posición en la que había estado casi tres horas.
—Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
—No —dijo ella con firmeza—. Cualquiera no.
Kilian se sintió un poco culpable. ¿Hasta qué punto su respuesta había sido honesta? Si en lugar de Bisila hubiera sido otra la persona encargada de cuidar de Gustavo, ¿hubiera sido él tan solícito? A pesar de la gravedad de la situación, había disfrutado de cada gesto, movimiento, mirada y respiración de ella. Habían trabajado codo con codo durante horas que a él se le habían pasado tan rápidas como un suspiro.
—Ahora dejaremos que descanse —dijo Bisila—. Hasta que llegue el doctor yo lo vigilaré. Ven, iremos a lavarnos. —Señaló sus manos—. Así no puedes regresar a los secaderos. Pareces un carnicero.
Bisila lo guio hasta un pequeño cuarto de aseo junto a la enfermería en el que había dos pozas y se lavaron las manos, la cara y el cuello. Cuando terminaron, ella cogió una toalla, humedeció un extremo y lo acercó a su rostro.
—Te han quedado unas manchas en la frente.
Kilian cerró los ojos y apretó los puños para resistir la tentación de rodear su cintura con los brazos y atraerla hacia sí. Estaba seguro de que ella no lo rechazaría porque se estaba demorando más tiempo del necesario en quitarle lo que fuera que tuviera en su frente. Una vocecita interior le recordó que Bisila estaba casada con otro hombre con el que tenía un hijo, y que lo que su mente pensaba no estaba nada bien. Pero su atracción por ella superaba todo sentido común.
—Ya está —dijo ella, con la respiración entrecortada a escasos centímetros de su torso—. Pero tendrás que ponerte otra camisa. No sé si la que llevas volverá a ser la misma.
—¡Bisila! ¿Estás por ahí?
Ella dio un respingo.
—Sí, don Manuel —respondió en voz alta—. Junto a la enfermería.
Cogió la toalla e hizo como si terminara de secarse las manos mientras salía a su encuentro seguida de Kilian.
Manuel se acercó acompañado de un hombre recio más bajo que él de rasgos muy marcados. Dos profundas arrugas surcaban sus mejillas.
—Hola, Kilian. —Manuel le tendió la mano—. Julia me lo acaba de contar. Muchas gracias por ayudar a Bisila.
—Me alegro de haber sido útil.
—Este es el hermano de Gustavo. Se llama Dimas. Trabaja de capataz en la finca Constancia, aquí al lado.
—¿Cómo está? —preguntó el hombre, con preocupación.
—Ahora duerme —respondió Bisila—. Creo que todo irá bien.
Dimas se santiguó y cruzó las manos sobre el pecho.
—Bien, vamos a verlo —dijo Manuel.
Kilian esperó a que se alejaran unos pasos para moverse. Esperó a que ella se girara y le lanzara una intensa mirada de despedida con esos ojos que habían sido exclusivamente suyos durante unas deliciosas horas. Entonces, hizo un leve gesto con la cabeza y volvió a su monótona vida con el corazón palpitante de ilusión.
Bisila se acercó a los secaderos en busca de su padre, la excusa perfecta para acercarse a Kilian de una manera intencionadamente casual. El deseo de volver a verlo hizo que se le acelerara el corazón.
Siempre era así, desde hacía… ¿Cuántos? ¿Cinco años?
No, su primera imagen de Kilian no se remontaba al día de su boda, cuando tenía quince años y él se había dirigido a ella por primera vez para preguntarle por qué estaba tan triste en un día tan especial. La respuesta era bien sencilla, pero por supuesto no se la dijo. Ella no amaba a Mosi, el grandullón con el que se unía en matrimonio, sino a un hombre blanco, y por tanto, a un imposible. Que ese hombre blanco se dignara siquiera dirigirse a ella para felicitarla en el día de su boda, y que supiera leer en sus ojos que no era feliz, era más de lo que se hubiera podido imaginar las primeras veces que él había subido a su poblado natal acompañando a José.
Desde la distancia, una adolescente Bisila lo había observado tan atentamente que se había aprendido de memoria sus facciones y sus gestos. Kilian era un joven alto y musculoso. Tenía el pelo moreno con ligeros brillos cobrizos, que llevaba siempre corto y peinado hacia atrás, y unos expresivos ojos verdes que la mayor parte del tiempo estaban entrecerrados porque sonreía mucho. Su sonrisa era franca y sincera, igual que su mirada. Sus manos, grandes y acostumbradas al trabajo físico, bailaban en el aire cada vez que narraba algo, pero con mucha frecuencia las cruzaba bajo la barbilla para apoyar la cabeza. Entonces su mirada se volvía soñadora y Bisila creía percibir cómo el espíritu de Kilian se ausentaba del entorno y se trasladaba a su mundo, estableciendo un diálogo silencioso entre lo que había sido su vida a miles de kilómetros y su presente, sus sueños y su realidad, lo conocido y lo nuevo, lo familiar y lo diferente.
A pesar de su juventud, Bisila era entonces plenamente consciente de que nunca conocería el mundo de Kilian. Probablemente, ni siquiera llegasen a cruzar unas palabras. Él era un joven y apuesto hombre blanco que había ido a hacer dinero a Fernando Poo y que cualquier día volvería a su casa para crear su propia familia. Ella era una adolescente negra de una tribu africana de una pequeña isla en la que la vida estaba ya decidida al nacer. Por más que se esforzase en los estudios, tal como hacía ante la insistencia de su padre, nada la salvaría de casarse y tener hijos. Con un poco de suerte, conseguiría trabajar en algo que no fuese la tierra, y eso la consolaba parcialmente. La desazón que sentía al observar y escuchar la risa de ese hombre blanco no encontraba consuelo. Simplemente, había logrado mantener su ilusión en secreto, bien oculta bajo capas de conformidad y renuncia.
Pero de eso hacía mucho tiempo. Las cosas habían cambiado. Gracias a su matrimonio con Mosi y a su trabajo en el hospital podía vivir en Sampaka y estar cerca de él. Durante mucho tiempo, la visión de Kilian ocupando un espacio físico en la finca, aunque no le prestara atención a ella, le había bastado para levantarse cada mañana e ir a su trabajo en el hospital y regresar por la noche al lecho que compartía con un Mosi insaciable. Incluso había sido tan afortunada como para recibir un anhelado premio: había sostenido su mano para darle ánimos tras la muerte de su padre. Los recuerdos de esa caricia, y de los minutos durante los cuales sujetó su pie cuando la buscó para que le extrajera la nigua, la habían acompañado todas las noches en las que él estuvo de vacaciones en su tierra y habían evitado que se sumiera en la desesperación al pensar que podría no volver a verlo…
¡Qué lejanos quedaban ahora esos tristes días! Recordó cómo durante las primeras semanas de su ausencia tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no sucumbir completamente a la idea de que todo había sido una ilusión infantil y de que tenía que continuar con su vida y hacer lo que se esperaba de una esposa que había tenido la suerte de casarse con un buen hombre. Mosi no protestaba por las horas que ella pasaba fuera de casa y la apoyaba en su trabajo. Él solo quería que Bisila le diera un hijo, y ella se las había ingeniado, gracias a sus conocimientos de medicina tradicional, para retrasar al máximo ese momento porque, en su fuero interno, albergaba el temor de que un hijo la uniera para siempre a Mosi y la alejara de Kilian.
Pero los meses pasaban, Kilian no regresaba, y Mosi empezaba a perder la esperanza de ser padre. Bisila decidió finalmente dejar libre a la naturaleza, continuar con su vida real y relegar la de fantasía a las noches de insomnio. Gracias a los espíritus, el embarazo de Iniko había sido como un bálsamo para su estado de ánimo, y su nacimiento le había aportado una serenidad y una felicidad que creía imposibles a sus veinte años.
Esa calma superficial con la que había cubierto su resignación amenazó con convertirse en tempestad el mismo día que Kilian apareció en el bautizo de Iniko. Y en el mismo instante en que dejó de ser la hija enfermera de José, su relación comenzó a afianzarse a una velocidad de vértigo, como si todos los guardianes de su alma se hubieran puesto de acuerdo en cruzar los caminos de ambos. Desde entonces, varias semanas atrás, raro era el día que no se topaban en el patio de la finca.
Bisila ya estaba convencida de que no eran imaginaciones suyas, de que a Kilian le sucedía lo mismo que a ella.
El camino desde las viviendas de los europeos hasta los secaderos no pasaba cerca de la zona del hospital. Por lo tanto, eso solo podía significar que Kilian alteraba su ruta habitual para encontrarse con ella. Además, él había aumentado la frecuencia con la que aparecía por la consulta médica con una u otra dolencia. Al final, Bisila había comprendido que las enfermedades de Kilian eran imaginarias, una excusa tras otra para que ella tuviera que tocarlo, ponerle el termómetro, sonreírle, atenderlo y, lo que más deseaban ambos, escucharse.
Una vez más, Bisila dio gracias mentalmente a los espíritus por esos breves encuentros de felicidad absoluta que habían convertido sus días en un derroche de sonrisas, latidos acelerados y temblor de rodillas. Cuando llegaba a su casa por la noche, tenía que esforzarse para que Mosi la viera cansada y abatida por la jornada laboral. Esa mentira, pues su cuerpo y su alma estaban dominados por una energía inexplicable, junto con el esfuerzo de criar a un bebé —al que en realidad solo veía por las noches—, conseguían mantener al comprensivo Mosi lejos de su cuerpo cuando se metía en la cama. Entonces, cerraba los ojos y se dormía contando los minutos que quedaban para un nuevo día como ese en el que el atardecer teñía los secaderos de un color dorado a la espera del encuentro de su amado.
Saludó a su padre y a Simón, pero no vio a Kilian y tampoco preguntó por él. Merodeó unos minutos mostrando un interés que no sentía por la calidad de los granos y se despidió alegando que tenía que regresar al trabajo, que solo había salido a dar un paseo porque había pasado sentada muchas horas en la sala de curas.
Decidió pasar cerca de la casa principal en un último intento de encontrarse con Kilian. Aminoró el paso y de repente se detuvo en seco.
Una mujer a la que reconoció enseguida subía por la escalera que conducía a los alojamientos de los empleados. Llevaba un estrecho vestido de gasa color turquesa a juego con unas sandalias de tacón y el pelo largo recogido en una alta cola de caballo. Dos hombres que pasaron cerca se giraron para decirle algo y ella sonrió con coquetería mientras continuaba su ondulante ascenso hacia la galería exterior. Una vez arriba, al girar hacia la derecha, se fijó en la mujer que la observaba desde abajo y su rostro le resultó vagamente familiar.
Bisila esperó unos segundos con el corazón en un puño, sin respirar, hasta que sus sospechas se confirmaron.
Sade se detuvo ante la habitación de Kilian, llamó a la puerta, esperó a que el hombre abriera, conversaron unos segundos y entró.
Bisila agachó la cabeza y expulsó con fuerza el aire de sus pulmones. El pecho le ardía. La cara le ardía. Sus ojos se llenaron de lágrimas. En un momento había pasado de la euforia a la decepción. Tendría que conformarse con sus fantasías. Comenzó a caminar con paso ligero hacia el patio de Obsay mientras su cabeza daba vueltas a multitud de razonamientos lógicos. ¿Qué esperaba? Ella era una mujer casada y él un hombre soltero, y por tanto, libre. Tenía todo el derecho a disfrutar con una mujer. Además, hacía años que estaba con Sade. ¿Por qué no iba a seguir viéndola? ¿Por cuatro risas y cuatro conversaciones agradables con una enfermera casada? ¿Acaso ella no complacía también a su marido?
La noche cayó de golpe antes de que Bisila llegara a su vivienda. En las puertas de los barracones, varias mujeres encendieron quinqués que salpicaron las sombras de lenguas temblorosas de luz. Escuchó unos gritos y reconoció el llanto de Iniko. Aceleró el paso y sus pensamientos se centraron en el bebé. Cuando entró en su pequeña casa, estaba más calmada. Mosi le sonrió y le entregó a su hijo. Bisila se sentó y lo acunó entre sus brazos susurrándole palabras en bubi. Afuera se oyeron unos tambores y Mosi abrió la puerta. Varios vecinos salieron a la calle con botellas y vasos para animar la fiesta. Rara era la tarde que no se celebraba un breve baile al término de la jornada laboral. Cualquier excusa bastaba: un cumpleaños, un anuncio de boda o embarazo, una despedida. Últimamente, además, esos encuentros terminaban en tertulia política. A los nigerianos también les preocupaba el futuro de Fernando Poo, pues de ello dependía su trabajo.
Bisila los observó. Como ella, todos sus vecinos tenían deseos, sueños y secretos. Ekon se acercó, levantó un vaso hacia Mosi y este asintió. Lialia, la mujer de Ekon, saludó a Bisila con la mano, entró y se sentó un rato junto a ella.
—Iniko se porta muy bien —dijo Lialia en castellano con un fuerte acento nigeriano mientras acariciaba la cabeza del bebé con su mano regordeta.
—No sé qué haría sin ti. Pasas tú más horas con él que yo.
—A mí no me importa. Tú tienes un buen trabajo. También nos cuidas a nosotros. —Se inclinó hacia Bisila—. Pareces cansada…
—Hoy ha sido un día duro.
—Aquí todos los días son duros, Bisila.
La música de los tambores sonó con más fuerza. Salieron a la calle. Mosi pasó un brazo por los hombros de su mujer y la atrajo hacia sí. Bisila cerró los ojos y se ensimismó con el ritmo repetitivo de la madera hueca. Los golpes de ese día sonaban como los del día anterior y reiterarían su cadencia al día siguiente, rebotando contra los pequeños e idénticos barracones de paredes grises de cemento y tejados de uralita dispuestos, uno tras otro, para albergar familias como la suya. Ese era el mundo al que ella pertenecía. No era nadie especial. Todos trabajaban a cambio del dinero con el que sacar adelante a sus familias. Los nigerianos soñaban con regresar algún día a su tierra, y Mosi y ella, con tener algún día una casita en la ciudad. Mientras tanto, ocupaban su lugar pacientemente en las viviendas idénticas con idénticas cuerdas en las fachadas donde la misma ropa de colores se secaba al sol mientras los niños disfrutaban de sus chiquilladas en la calle polvorienta que consideraban su hogar, ajenos a las circunstancias por las que sus padres estaban allí, y tan felices como estarían en cualquier otro lugar.
Abrió los ojos. A su lado, Lialia ofreció su pecho a Iniko y este se agarró a él con glotonería. Lialia tenía cuatro hijos, el último de la edad de Iniko, y unos pechos rebosantes de leche. Bisila la miró con afecto. Gracias a la mujer de Ekon, ella no había tenido que abandonar su trabajo en el hospital para cuidar de su hijo, como hacían todas las que ahora disfrutaban de la fiesta y de sus hombres. Mosi se inclinó y buscó sus labios. Bisila respondió a su beso de manera mecánica mientras su mente se desplazaba a la habitación donde, probablemente, Kilian estaría besando los labios de Sade.
«Cada uno en el sitio que le corresponde», pensó. Como ayer, y como todos y cada uno de los días anteriores a este. No sintió celos, ni inquietud, ni siquiera una honda tristeza, sino la íntima certeza de que el pasado y el presente no vencerían al futuro. El tiempo no existía. Todo un siglo de espera se reduciría a un segundo en el momento en que Kilian fuera completamente suyo.
Ella era una mujer razonable y extremadamente paciente. Más que eso. Poseía una fe inquebrantable en los extraños designios del destino.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Oba me dijo que llegaste hace unas semanas. Como tú no venías a verme, he venido yo.
Sade entró en la habitación de Kilian con paso decidido. Lanzó una ojeada a la sencilla decoración de la estancia, se dirigió a la cama y se sentó. El estrecho vestido se ajustó aún más contra sus muslos. Cruzó las piernas y balanceó un pie en el aire.
—¿Es que no te alegras de verme?
Kilian cerró la puerta y se apoyó en ella con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No deberías estar aquí.
Sade dio unas palmaditas a la cama y adoptó un tono meloso:
—Anda, ven, siéntate a mi lado.
—Estoy bien aquí, gracias —dijo Kilian con brusquedad.
Sade frunció los labios. Se levantó y caminó hacia él.
—Relájate, massa. —Se detuvo a escasos centímetros de él, alzó una mano y deslizó un dedo por su fuerte mandíbula—. Tenemos que recuperar el tiempo perdido.
Se puso de puntillas y depositó en sus labios un suave beso que el hombre recibió con frialdad. Ella no se amilanó. Con la punta de la lengua comenzó a dibujar el contorno de la boca de Kilian, como tantas otras veces había hecho.
Kilian cerró los ojos y apretó los puños. Después de tanto tiempo, y aunque sus encuentros hubieran sido esporádicos, ella sabía perfectamente cómo excitarlo. Si seguía así acabaría por ceder. Llevaba muchos meses sin estar con una mujer, y Sade era más que una tentación. Cualquier otro hombre, incluso él mismo en otras circunstancias, aceptaría con gusto su ofrecimiento. Más que eso, la cogería entre sus brazos, la lanzaría sobre la cama y absorbería todo su exuberante calor. Pero algo había cambiado en él. En su mente y en su corazón solo había sitio para una persona. Apoyó suavemente las manos en los hombros de Sade y la apartó.
—Lo siento, Sade. No.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Por qué?
—Se acabó.
—Te has cansado de mí. —Sade apretó los labios en actitud pensativa. Al cabo de unos segundos, dijo—: Ya entiendo. Hay otra. Eso es.
—No, no es eso.
—Mientes. Y eso no es lo peor. Tú no eres como tu hermano. A él le gustan todas. Si ya no quieres estar conmigo, es porque una, solo una, te ha robado el corazón. Dime, ¿la conozco? —Su tono se volvió agudo y su mirada desafiante—. ¿En qué club trabaja? ¿Qué te da ella que no encuentres en mí?
Sacudió la cabeza.
—Tal vez sea española… ¿Ya habéis hecho planes de boda? —Soltó una carcajada—. Cuando te canses de ella, volverás a mí, como hacen todos.
Kilian se puso a la defensiva:
—Que yo sepa, te he compartido con otros hombres. No te debo nada.
Las palabras de Kilian produjeron en Sade el mismo efecto que una bofetada inesperada. Su barbilla comenzó a temblar y su respiración se volvió agitada.
—Que me gane la vida como lo hago —dijo entre dientes— no significa que no tenga sentimientos. Eres como los demás. ¡Con qué facilidad os olvidáis de vuestras amigas negras!
Kilian se frotó la frente. Gruesas gotas de sudor se disolvieron en sus dedos. Hacía tiempo que sabía que esa desagradable escena acabaría por llegar, y por eso había tardado tanto en enfrentarse a ella. Había pensado en diferentes excusas que ofrecerle a Sade para terminar con su especial amistad, confiando en que ella, acostumbrada a relacionarse con muchos hombres, las aceptaría sin más. Pero ella tenía razón. En ningún momento se le había ocurrido pensar en sus sentimientos. Sintió la boca seca. Se acercó al lavabo y llenó un vaso con agua. Sade permanecía junto a la puerta con la cabeza alta en actitud desafiante. Era realmente hermosa, mucho más que Bisila. Pero no era Bisila.
Durante su estancia en Pasolobino había recordado en alguna ocasión sus encuentros con Sade, pero no la había echado de menos. Ahora, además, sentía que ya no tenía necesidad de ella. Un nuevo e ilusionante sentimiento lo acompañaba ahora a todas partes, llenando por completo su interior, amoldándose y tapando las fisuras de su voluntad. No le importaba que Bisila estuviera casada con otro, o que fuera un deseo inalcanzable. La vida daba muchas vueltas. Y él estaba dispuesto a esperar lo necesario para estar con ella. Mientras tanto, disfrutaría del placer de sus sentimientos sin la compañía de ninguna otra mujer. Él no podría convertir a Sade en su Regina como había hecho Dámaso; él no podría estar unido a una mujer y disfrutar de una amante durante años para luego abandonarla.
—Lo mejor será que te olvides de mí, Sade —dijo. Se encendió un cigarrillo y exhaló el humo lentamente—. Nada me hará cambiar de opinión.
—Eso ya lo veremos —repuso ella en un tono ligeramente amenazador, que él no había escuchado nunca de sus labios, antes de abandonar la habitación.
La puerta abierta enmarcó un fragmento de noche estrellada. Kilian salió a la galería y se apoyó en la barandilla.
Abajo, Sade caminó con paso ligero en dirección a un pequeño Seat 600 descapotable donde la esperaba uno de los jóvenes camareros del club, que la había llevado a la finca. Pocos pasos antes de llegar al coche escuchó una voz.
—¿Tan en serio va lo tuyo con Kilian que ya te admite en su habitación? —preguntó Gregorio mientras se acercaba hasta ella—. Pues sí que te ha echado de menos…
—Aquí ya no hay nadie que me interese… —repuso ella con altivez.
Gregorio se atusó el pequeño bigote mientras deslizaba la vista por el cuerpo de la mujer.
Sade aguantó su escrutinio y una idea cruzó su mente. Alzó los ojos hacia la galería de los dormitorios y, al ver que Kilian todavía la observaba mientras apuraba su cigarrillo, decidió cambiar de actitud.
—¿Y tú? —preguntó con voz forzadamente meliflua—. ¿Aún no te has cansado de Regina? No puedo creer que ella cubra todas tus necesidades…
Gregorio arqueó una ceja.
—¿Y tú sí podrías?
Sade se mordió el labio inferior.
—Ven a verme y lo comprobaremos.
Gustavo permaneció en el hospital varias semanas más, aunque no fue hasta después de Navidad cuando sus heridas sanaron por completo.
A comienzos del nuevo año, y después de diez años de oposición total a la independencia, la Administración española inició de manera sorprendente unas pequeñas actuaciones para promoverla. Con el ánimo de cumplir el objetivo de tratar a los guineanos como españoles y evitar actitudes discriminatorias, se derogó la Ley de Emancipación, vigente desde la década de los cuarenta, por la que, a condición de cumplir una serie de requisitos ante el Patronato de Indígenas —tales como ser mayor de edad, estar en posesión de algún título académico o haber trabajado a las órdenes de algún colono—, se tenía derecho a adquirir y consumir los mismos productos que los blancos, siempre y cuando el emancipado dispusiera de los medios necesarios para procurárselos.
Para asombro de Emilio y Generosa, en las elecciones para cubrir los consejos municipales, Gustavo fue elegido representante de una de las Juntas Vecinales de Santa Isabel, de las ciento ochenta y ocho que se crearon en todo el país. Hombres como él y su hermano Dimas comenzaron a llevar una vida parecida a la de los españoles. Se instalaron en sus barrios de casitas con jardín frente a las que aparcaban sus pequeños coches todas las tardes después del trabajo y de recoger a los niños de la escuela.
—Y no solo eso, Julia —protestó Emilio mientras hacía saltar a Ismael sobre sus rodillas—. Encima tengo que soportar que me hablen con arrogancia. ¡Si su padre los viera! ¡Ah! El viejo Dimas sí que era una buena persona.
—Claro… —dijo su hija—, como nunca te llevaba la contraria…
—Es que entonces cada uno sabía cuál era su sitio, hija —intervino Generosa mientras retiraba los platos de la mesa—, y no como ahora, que está todo mezclado. Con esta manía que les ha entrado de acabar con las leyes tan sensatas que teníamos, pronto permitirán hasta contraer matrimonios entre blancos y negros, ya lo verás.
—No sé de qué os extrañáis tanto. —Julia se encogió de hombros—. Francia e Inglaterra han abierto el camino para emancipar sus territorios del África ecuatorial y occidental. ¿Por qué razón tendría España que ser diferente?
—Pues hija, porque, gracias a Dios, tenemos un caudillo que ha sabido mantener el orden durante mucho tiempo aquí y en España. —Suspiró ruidosamente—. Si tuviera la energía de hace unos años, te aseguro que no se dejaría arrastrar por nadie…
—Los tiempos cambian, mamá.
—Sí, pero no sé si a mejor, Julia —apostilló Emilio. Miró su reloj, se levantó y dejó al niño en el suelo, sobre una manta con varios caballitos de cartón—. En fin, despídete de Manuel de nuestra parte. Ha sido mala suerte que se haya tenido que marchar.
—Llevamos una temporada con muchos accidentes. Los braceros están intranquilos y han aumentado las peleas. Es lo malo de la política.
Generosa se inclinó para besar a su nieto antes de despedirse de su hija. Julia los acompañó al exterior.
—¿No teníais que llevaros a Oba con vosotros?
—¡Esa muchacha! —Emilio levantó los ojos al cielo—. Desde que se ha enamoriscado de ese grandullón, solo tiene obsesión por venir a Sampaka. Últimamente anda muy despistada por la factoría, se olvida de los pedidos de los clientes… Si no cambia, tendremos que buscar a otra persona.
—Sí, buenos están los tiempos para encontrar y enseñar a otra… —comentó Generosa ahuecándose el cabello con las manos.
Justo acababa de pronunciar esas palabras cuando apareció la muchacha, con los ojos brillantes y los labios hinchados.
—Un poco más y vuelves andando —la reprendió Emilio.
—Lo siento, don Emilio.
—Venga, sube al coche.
—Perdóneme, don Emilio, pero necesito hablar un momento con la señora. —Miró a Julia con ojos implorantes para que intercediera por ella.
Julia se percató de la cara de fastidio de su padre y le prometió que no tardarían.
Una vez dentro de la casa, le preguntó:
—¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?
—Se trata de… —Oba se frotó las manos, nerviosa—. Es mi amiga Sade. Hace unos días me confesó que está embarazada…
—¿Y…?
—Pues que el padre es uno de los empleados de esta finca, y que en cuanto se ha enterado ya no ha querido saber más de ella. Mi amiga está muy triste y preocupada y yo pensé que…, bueno…, que como usted lo conoce, tal vez podría tomar cartas en el asunto y…
—¿Quién es? —cortó Julia.
—Massa Kilian.
—Pero… —Julia se sentó y se frotó la frente, sorprendida por la noticia.
—Hace mucho que son amigos.
—Bueno… Yo creía que… —Julia intentó ser lo más educada posible— que tu amiga tenía más amigos.
—Sí, pero ella está segura de que el padre es él. Está muy triste, señora. Yo sé lo que quería al massa y lo preocupada que está ahora que él la ha abandonado.
—¡Oba! —La voz de Emilio llegó desde afuera—. ¡Nos vamos ya!
Julia se levantó, agarró a Oba del codo y la acompañó hasta la puerta mientras le susurraba:
—Ni una palabra de esto. A nadie, ¿me oyes? ¡A nadie! —Oba asintió—. Veré lo que puedo hacer.
Cuando se quedó sola, Julia cogió a Ismael y lo abrazó con todas sus fuerzas. «¿Y qué leyes hay para estos casos?», pensó, enfadada. Ninguna. Era la palabra de una mujer negra de dudosa reputación contra la de un hombre blanco. La palabra de Sade contra la de Kilian. Menuda complicación. ¿Tan difícil era tomar medidas para que esas situaciones no se produjeran? Le costaba creer que lo que le había contado Oba fuera cierto, pero aún le costaba más sopesar siquiera la posibilidad de que, en caso de que lo fuera, Kilian hubiera optado por la opción más cobarde. Lo cierto era que no sería ni el primero ni el último que lo hacía. No había más que darse una vuelta por las calles de Santa Isabel o visitar el orfanato de la ciudad para hacerse una idea. ¿Y qué podía hacer ella? Como mucho, hablar con Kilian y desear que nada de todo eso fuera cierto.
Manuel entró en el salón con aspecto fatigado y se dejó caer en el sofá junto a su mujer y su hijo.
—Por fin un rato libre. —Se inclinó y besó a Ismael en la cabeza, que extendió los brazos hacia él para que lo cogiera. Se fijó en que Julia parecía un tanto ensimismada—. ¿Estás bien?
Ella pensó si compartir con su marido la información de Oba.
—¿Sabes, Julia? En días como hoy me pregunto qué demonios hacemos aquí. De acuerdo que me pagan bien, pero empiezo a estar harto de los cortes, la quinina, las enfermedades imaginarias y las picaduras de serpiente…
Definitivamente, no era el mejor día para contarle lo de Kilian.
—Eso lo dices porque estás agotado. En cuanto puedas escaparte a la selva se te olvidará todo.
Manuel sonrió.
—¡Eso mismo me acaba de decir Kilian!
Julia se mordió el labio inferior. Así que Kilian estaba otra vez en el hospital… ¡Qué mala suerte tenía con las niguas…!
Aunque, pensó rápidamente, si lo de Sade fuese cierto, ese gusano sería el menor de los males que se merecería.
En la sala de curas, Bisila terminó de estudiar con minucioso detenimiento los dedos de los pies de Kilian.
—No tienes ninguna nigua, Kilian.
—¿No? Pues créeme si te digo que me pica mucho.
Bisila lo miró escéptica.
—Entonces, esperaremos unos días a ver qué pasa.
—Bisila, yo… —Kilian se inclinó sobre ella—. Quería verte. Antes nos encontrábamos en cualquier parte… —Su voz se convirtió en un susurro—. ¿Es que ya no te gusta hablar conmigo? ¿He hecho o dicho algo que te haya molestado?
Bisila desvió la mirada hacia la ventana.
Alguien dio unos golpecitos en la puerta y la abrió sin esperar respuesta. Julia entró y se dirigió a Kilian sin rodeos.
—Necesito hablar contigo… a solas. —Se giró hacia Bisila—. ¿Habías terminado?
—Todavía no —respondió rápidamente Kilian—. Pero si tan importante es lo que tienes que decirme, podemos continuar luego, si te parece bien, Bisila.
Bisila asintió con una media sonrisa, recogió sus utensilios, se levantó y se marchó al pequeño cuarto de aseo contiguo. Cuando terminó de lavarse las manos, escuchó claramente las voces de Julia y Kilian que llegaban hasta ella por algún conducto de la pared cubierta de pequeñas baldosas cuadradas, blancas y brillantes. ¿Eran imaginaciones suyas o habían mencionado el nombre de Sade? La tentación pudo más que su discreción y decidió escuchar el diálogo.
—Sade afirma —decía Julia— que tú eres el padre y que en cuanto lo has sabido has decidido terminar con ella.
Bisila contuvo la respiración.
—En primer lugar, Julia, me acabo de enterar por ti de que Sade está embarazada. —La voz de Kilian sonaba serena—. Y en segundo lugar, es imposible que yo sea el padre.
—Sí, ya sé que es una mujer…, quiero decir, que no solo tú… —Chasqueó la lengua, un poco incómoda por la situación—. Pero ella lo tiene claro.
—¿Y tú qué opinas, Julia? Si has venido a toda prisa a decírmelo es porque tienes dudas…
—Kilian, hasta yo sé que en todos estos años solo has querido estar con Sade. Es lógico que cualquiera pueda pensar que…
—Deberías preguntarle a Gregorio. ¿O es que no te has enterado de que hace meses que ella se ha convertido en su mininga favorita? Tal vez ambos creyeran que con eso provocarían mis celos, pero no ha sido así. Sade se habrá inventado esta historia por despecho… —Se produjo un largo silencio—. Julia, te doy mi palabra de que la última vez que estuve con Sade fue antes de irme de vacaciones a España. Cuando regresé, ella vino a mí una tarde y entonces le dejé bien claro que…, bueno…, nuestra amistad… había terminado. Es imposible que yo sea quien la haya dejado embarazada y no admitiré ningún tipo de chantaje. ¿Te ha quedado claro? —La pregunta fue formulada en un tono duro.
—Siento haber dudado de ti. —Julia bajó la voz—. No sé qué decir… Si las razones de Sade son las que sospechas, no creo que pierda la ocasión para difamarte.
—Nadie puede decir que me ha visto con ella en los últimos meses. —Kilian hizo una pausa—. Tú me conoces mejor que nadie, Julia. ¿De verdad has podido creer, ni por un segundo, que llegado el caso eludiría mi responsabilidad?
A pesar de la pared que los separaba, Bisila percibió el tono de reproche de Kilian. Pasaron unos segundos y Julia no respondió. Lo siguiente que escuchó Bisila fue el ruido de la puerta al cerrarse. Aún esperó unos momentos antes de regresar a la sala de curas.
El semblante de Kilian se iluminó cuando la vio.
—Temía que no volvieras.
—Me has pedido que continuáramos más tarde…
La conversación que había escuchado Bisila le había dejado claro que hacía tiempo que Kilian no estaba con Sade, pero no quería hacerse demasiadas ilusiones de nuevo. Existía la posibilidad de que la hubiera cambiado por otra amiga. Sin embargo, el alivio que había sentido al saber que ya no compartía su tiempo libre con aquella hermosa mujer la volvió tan audaz como las primeras sombras de la noche.
—¿Y qué haces después del trabajo? ¿No tienes a ninguna mujer que te acompañe?
—Claro que la tengo —respondió Kilian con contundencia. Bisila lo miró, sorprendida por su rápida y clara respuesta, y él, con un brillo cargado de intención en los ojos, aguantó su mirada un largo rato, antes de continuar con voz ronca—: Nunca estoy solo. Ni un segundo al día. Desde hace meses, tú eres la única que me acompañas en mis pensamientos.
Cuando Bisila llegó a la entrada de los secaderos vio a su padre, a Simón y a Kilian, y una sonrisa triunfal iluminó su cara. El secreto compartido entre ambos la acompañaba a todas horas resonando en su interior con la fuerza de cientos de tambores. Reprimió un suspiro. Probablemente tendrían que conformarse con sus intensos encuentros fugaces a solas y sus saludos neutros en público durante el resto de su vida…, a no ser que los espíritus se apiadasen de sus sentimientos y cambiasen el curso de las cosas. De momento, se consoló, el día había comenzado bien.
Esa mañana Simón se movía impaciente de un lado a otro sobre las planchas en las que el cacao formaba una alfombra rugosa, asegurándose de que todo funcionaba correctamente.
—¿A qué vienen esos nervios, Simón? —preguntó Kilian, secándose el sudor que le cegaba la vista. Hacía un calor horroroso—. Ni las cintas avanzarán más deprisa ni los granos se tostarán antes por muchas vueltas que des.
—No quiero que haya retrasos, massa. No quiero que el big massa me obligue a estar aquí el sábado.
—¿Y qué pasa el sábado?
—Mi padre va a ser el nuevo jefe o botuku de la zona de Bissappoo. —Simón bajó la vista hacia Kilian mostrando el orgullo que tal hecho le producía.
—Vaya, enhorabuena, Simón —dijo Kilian, sorprendido—. Tengo ante mí al hijo de un jefe.
—Sí, de un auténtico jefe —precisó Simón—. Y no como ese, el vuestro, que ha pretendido serlo sin merecerlo.
José lanzó una mirada severa a Simón. Estaba seguro de que el joven apreciaba a Kilian y por eso le hablaba con franqueza, pero también era un bubi que deseaba la completa independencia de la isla, separada de la región continental, y eso hacía que no desaprovechara la ocasión para criticar al colonizador blanco. José compartía muchas de sus ideas, pero tenía mucho cuidado en no ofender a Kilian.
Kilian había oído comentarios acerca de que el pueblo bubi iba a nombrar abba o jefe espiritual al gobernador. La idea le había parecido ridícula porque, cualquiera que supiera algo de la cultura bubi, sabía que abba era el nombre que se le daba al sacerdote principal de la región de Moka y tenía una influencia sagrada en toda la isla. Era un título que se heredaba; no se podía nombrar abba a cualquiera. Por eso, había dado por supuesto que era solo un rumor malintencionado. A ningún bubi se le podía ocurrir conceder el honor de ser el jefe espiritual supremo a un blanco.
—Un poco más y lo consigue.
Simón bajó hasta ellos de un salto. Su cara estaba colorada por el calor y por un incipiente enfado. Cogió una escoba y empezó a barrer con ímpetu las cáscaras que habían caído de la cinta transportadora.
—Yo estuve con mi padre en varias reuniones entre jefes de poblados y blancos. Tú ya sabes… —desde que había dejado de ser el boy de Kilian, Simón había abandonado el usted de manera automática— que a mi gente no le gusta ser descortés, así que decidieron consultar la propuesta a los espíritus de nuestros antepasados.
—Ah, ¿y qué dijeron los espíritus? —preguntó Kilian en tono de burla, girando la cara para que el otro no viera que, tanto el comentario como la expresión sonrojada de su cara surcada por las escarificaciones, le provocaba una sonrisa, y entonces vio a Bisila cerca de ellos.
Llevaba una falda blanca y una blusa del mismo color con las mangas enrolladas por encima de los codos, que resaltaban sobre su piel de caramelo oscuro. Normalmente lucía la corta melena suelta, pero ese día se había recogido el cabello en finas trenzas, lo cual resaltaba sus facciones proporcionadas y sus enormes ojos. La visión de la hermosa mujer le produjo un agradable estremecimiento.
La miró fijamente y ella le sostuvo la mirada. No se dijeron nada, para no despertar sospechas en los otros hombres. Era muy difícil, pero intentaban con todas sus fuerzas no mostrar en público el menor signo de la especial relación que habían entablado.
Bisila se llevó los dedos a los labios para que Kilian guardara silencio mientras Simón continuaba su explicación en voz alta y clara:
—Los espíritus no son tontos, ya lo creo que no, y hablaron a través de diferentes hombres para enseñarnos que semejante cosa tenía que ver más con la labor de los españoles que con el homenaje. Algunos decían que los bubis queríamos vender la isla a España. Otros aconsejaban arrendar la isla por cuarenta años y seguir con vosotros siempre que nos cuidaseis bien. Otros recordaban que no siempre nos habíais querido, y ponían como ejemplo la matanza en la rebelión de los bubis de 1910. —Hizo una pausa para coger aire—. Y también otros os defendían diciendo que había muchos españoles buenos, que no habíais venido aquí a colonizar, sino a trabajar, y que nos habíais ayudado a prosperar.
—Yo mismo he escuchado a más de un español criticar ese acto y llamarnos tontos —intervino José, obligando al joven a que apartara la vista de Bisila y prestara atención a la conversación—. Son blancos que quieren que el bubi sea antiespañol e independiente, supongo que con la intención de que en caso de conseguir la independencia, puedan ellos manejar el país gracias a sus amigos nativos.
Kilian se frotó la frente, asombrado y confuso:
—Yo soy español, no tengo intereses ocultos y también me parece una estupidez. ¿Y en qué ha quedado la cosa?
—Para suavizar la situación y no ofender ni al blanco ni al bubi, se pensó que se le podría nombrar simplemente motuku o botuku, es decir, jefe, hombre de bien, cabeza visible de un lugar o zona, o persona a la que se debe obedecer por su personalidad. Se le concedería el título en una ceremonia de respeto en la que recibiría recuerdos típicos de la artesanía bubi…
—Y también una joven virgen… —añadió Bisila mientras se acercaba a los tres hombres—. Tuë’a lóvari é. Buenos días, Kilian.
—Wë’á lo è Bisila —respondió José, con una sonrisa. No podía ocultar lo orgulloso que se sentía de su hija preferida—. Ká wimböri lé? ¿Qué tal te has despertado hoy?
—Nimbörí lèle, potóo. Me he despertado bien, gracias.
A Kilian le encantaba el sonido de la lengua bubi, que en los labios de Bisila se tornaba atrayentemente grave. Recordó las veces que ella había intentado, sin éxito, que él aprendiera algo más que unas cuantas palabras de saludo y despedida en la improvisada aula en la que se había convertido la sala de curas del hospital. Con la expectación de un alumno muy aplicado, Kilian dejaba que ella cogiera su mano para que sintiera las vibraciones en la garganta cuando un sonido era especialmente difícil, pero enseguida él se olvidaba de las enseñanzas y comenzaba a acariciarla suavemente, primero el cuello, y luego los huesos de su mandíbula de camino hacia las mejillas. Entonces, ella cerraba los ojos, levantaba la barbilla y le ofrecía los labios para que absorbiera las letras, las palabras y frases que él sí podía comprender.
Kilian sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos que se empeñaban en producirle unas deliciosas sensaciones en la entrepierna. Ahora no estaban solos. Tenía que controlarse…
Bisila continuó, con cierta ironía:
—Ah, pero eso sí, el trato era que el gobernador la mantuviera íntegra, tal cual la recibió, y la aceptara en realidad como una hija, con todo amor y afecto.
El rostro de Simón adoptó una expresión triunfal.
—Entre las protestas y la carta que le enviamos solicitando que lo anulase, el caso es que el gobernador ha dicho que tiene que irse y no habrá homenaje. Y ahora, si os parece bien —les dio la espalda—, no perdamos más el tiempo y acabemos con esto cuanto antes.
José sonrió por la brusquedad con la que Simón retomó sus tareas provocando un breve silencio. Se dirigió a su hija.
—¿Y qué te trae hoy por aquí, Bisila?
—¿Subirás el sábado a Bissappoo para la coronación del nuevo jefe?
José asintió mientras miraba de reojo a Kilian, que escuchaba con interés.
—A mí también me gustaría asistir —añadió Bisila—, pero no quiero subir sola.
¿Sola? ¿Sin Mosi? Kilian ya tenía claro que él también quería ir. Una punzada de culpabilidad le latió en el pecho. No debía pasar por alto que Bisila era una mujer casada, y en las últimas semanas ambos habían actuado como si no lo fuera.
Pero unos días con ella en una fiesta fuera de Sampaka…
—Ösé —empezó a decir, deseando ser invitado—, el viernes terminamos el trabajo de secado… No hay ninguna razón para que no acompañes a Simón en un día tan especial.
Kilian esperó impaciente a que José, por fin, dijera:
—¿Tal vez te gustaría asistir a la ceremonia de nombramiento del jefe?
—Será un honor, Ösé —se apresuró a contestar Kilian, dirigiendo una rápida mirada de satisfacción hacia Bisila, quien bajó la cabeza para que no notasen cómo se alegraba.
Bisila dijo que tenía que regresar al hospital, y se despidió de ellos.
—Ö má we è, Simón. Ö má we è, Ösé. Ö má we è, Kilian.
—Adiós, Bisila —respondió Kilian, quien ante el asombro de los demás intentó repetir las mismas palabras en bubi—: Ö má… we… è, Bisila.
Unos pasos más allá, Simón se rio abiertamente.
Kilian retomó su trabajo rápidamente. Todavía era miércoles. Faltaban tres largos días para terminar… Comenzó a caminar de un lado para otro comprobando que todo funcionaba correctamente.
Sus motivos eran bien distintos, pero se había contagiado de la impaciencia de Simón.
Cuando salieron de los secaderos era ya casi de noche. El día había sido agotador, a pesar del soplo de aire fresco que había supuesto la visita inesperada de Bisila.
Los hombres no habían vuelto a conversar sobre la situación política, pero Kilian sí había pensado en ello. Mientras cruzaban el patio en dirección a sus respectivos alojamientos, le dijo a José:
—Después de escuchar a Simón tengo la sensación de que esta nueva época está tomando forma a base de habladurías. Nos enteramos de las cosas más por rumores que por lo que se dice abiertamente. Ni en el Ébano, ni en el Poto-Poto, ni en la Hoja del Lunes de Fernando Poo, vamos, ni siquiera en La Guinea Española o en el Abc, se dice una sola palabra de todos estos movimientos diferentes y opiniones encontradas que me habéis comentado. Al revés, solo se habla de paz y armonía entre blancos y negros.
José se encogió de hombros.
—Puede ser que al Gobierno no le interese que los blancos que vivís aquí sepáis con total seguridad que más pronto o más tarde se va a terminar la colonización y os pongáis nerviosos…
—Pues entonces nos tenemos que poner todos nerviosos. —Kilian levantó las manos hacia arriba y preguntó con ironía—: ¿No somos todos españoles? Tú ahora eres tan español como yo.
—¿Ah, sí? Me gustaría saber qué cara pondrían tus vecinos de Pasolobino si me fuera allá a vivir contigo. ¿De verdad crees que me considerarían tan español como ellos? Puede que las leyes cambien deprisa, pero las personas no, Kilian. Tal vez ahora alguien como yo pueda frecuentar los sitios reservados a los blancos, ir al cine, coger el coche de línea, sentarme a tu lado en la catedral y hasta bañarme en la misma piscina sin temor a que me detengan, pero eso no significa que algunos tuerzan el gesto incluso con asco… Los papeles dicen que soy español, Kilian, pero mi corazón sabe que no lo soy.
Kilian se detuvo y apoyó una mano en el brazo del otro para que hiciera lo mismo.
—Nunca te había escuchado hablar así, Ösé… ¿Tú también estás de acuerdo con lo que defienden hombres como Simón y Gustavo?
José miró a su amigo y le respondió:
—Mira, Kilian… Hay un antiguo proverbio africano que dice que cuando dos elefantes luchan, es la hierba la que sufre. —Esperó a que Kilian asimilara sus palabras antes de reanudar su camino—. Pase lo que pase, será la hierba la que sufra. Esto es lo que yo creo. Siempre ha sido así.