10
El Ojo de la Serpiente

—Tengo que irme —susurró Christian, separándose de Victoria con suavidad.

—No —suplicó ella—. No, por favor. Quiero volver a verte… —se calló enseguida, consciente de lo que significaban aquellas palabras—. No quiero volver a verte —se corrigió—. Lo que quiero es que no te marches.

Christian la miró.

—No me iré del todo —dijo—. Quiero hacerte dos regalos. Ven, mira.

Alzó la mano para mostrarle el anillo que llevaba. Victoria se estremeció. Lo recordaba bien; se había fijado en él dos años atrás, en Alemania. Era un anillo plateado con una pequeña esfera de cristal, de color indefinido, engastada en una montura con forma de serpiente, que enroscaba sus anillos en torno a la piedra. Victoria sabía que Christian siempre llevaba puesto ese anillo, pero a ella no le gustaba mirarlo, porque siempre tenía la sensación irracional de que era un ojo que la observaba.

—¿Sabes lo que es esto? —preguntó Christian en voz baja.

Victoria negó con la cabeza.

—Se llama Shiskatchegg —dijo él—. El Ojo de la Serpiente.

Victoria lanzó una exclamación ahogada.

—¡Shiskatchegg! He oído hablar de él. No sabía que fuera un anillo. Pero sé que en la Era Oscura, el Emperador Talmannon lo utilizó para controlar la voluntad de todos los hechiceros —añadió, recordando todo lo que Shail le había contado al respecto.

—Hace siglos que los sacerdotes lo despojaron de ese poder, una vez acabada la guerra. Pero los sheks lograron recuperar el anillo. Dicen que es uno de los ojos de Shaksiss, la serpiente del corazón del mundo, la madre de toda nuestra raza.

—No debe de ser una serpiente muy grande —se le ocurrió decir a Victoria.

—Shiskatchegg es mucho más grande por dentro que por fuera. Su pequeño tamaño es solo aparente. En cualquier caso, es uno de los símbolos de mi poder. El otro era Haiass —añadió tras un breve silencio.

—¿Qué… qué propiedades tiene?

—Es difícil de explicar. Digamos que recoge parte de mi percepción shek. Es como una extensión de mí mismo. También es uno de los emblemas de mi pueblo. Mi misión era vital para nosotros, y por eso me entregaron a mí el anillo —la miró a los ojos antes de decir—: Pero ahora yo quiero que lo tengas tú.

Victoria sintió que le faltaba el aire.

—¿Qué? —preguntó, convencida de que no había oído bien.

—Te dije que, aunque estuviera lejos, tendría un ojo puesto en ti. Me refería, en concreto, a este ojo.

Victoria lo miró, preguntándose si estaría de broma. Pero Christian no bromeaba.

—Mientras lo lleves puesto —le explicó—, yo estaré contigo, de alguna manera. Sabré si estás bien o te encuentras en peligro. Y si alguna vez te sintieras amenazada, no tienes más que llamarme a través del anillo, y yo acudiré a tu lado, estés donde estés, para defenderte con mi vida, si es necesario.

Mientras hablaba, Christian se quitó el anillo y lo puso, con suavidad, en uno de los dedos de Victoria. Ella tuvo la sensación de que le venía grande; pero, casi en seguida, se dio cuenta de que no era así: le ajustaba a la perfección.

—¿Lo ves? —susurró Christian—. Le has caído bien; eso es porque sabe que eres especial para mí.

Victoria parpadeó varias veces para contener las lágrimas. Se sentía emocionada y tenía un nudo en la garganta, por lo que fue incapaz de hablar. De modo que le echó los brazos al cuello y lo estrechó con todas sus fuerzas. Christian la abrazó a su vez, apoyando su mejilla en la de ella.

—No te vayas —suplicó la chica—. Por favor, no te vayas. No me importa quién o qué seas, no me importa lo que hayas hecho, ¿me oyes? Solo sé que te necesito a mi lado.

—¿Es lo que te dice el corazón? —preguntó Christian con suavidad.

—Sí —susurró Victoria.

Él sonrió.

—Si no vuelvo —le dijo al oído—, quiero que, pase lo que pase, permanezcas junto a Jack. Él te protegerá cuando yo no esté. ¿Lo entiendes?

Victoria sacudió la cabeza.

—¿Por qué… por qué soy tan importante?

—Lo eres —Christian la miró a los ojos—. No te imaginas hasta qué punto.

Se separó de ella.

—Hasta siempre, criatura —le dijo—. Pase lo que pase estaré contigo, lo sabes. Pero, antes de marcharme, quiero hacerte otro regalo. Mírame.

Victoria lo hizo, con los ojos llenos de lágrimas. Los ojos azules del shek seguían siendo igual de misteriosos y sugestivos, pero estaban llenos de ternura. Victoria sintió la conciencia de él introducirse en la suya, sondeando su mente, como aquella vez, en Alemania, pero en esta ocasión no tuvo miedo. No quería tener secretos para él, ya no. Quería que supiese que, aunque ella regresara con Jack, aunque daría la vida para proteger la de su amigo, jamás olvidaría a Christian.

Sintió que le invadía el sueño, y que los párpados le pesaban. Luchó desesperadamente contra aquel súbito sopor, porque no quería separarse de Christian, porque sabía que, si se dormía, cuando despertase él ya no estaría a su lado. Pero la mente del shek era demasiado poderosa, y finalmente Victoria se rindió al sueño y cayó dormida en sus brazos.

Christian la contempló un instante, con una expresión indescifrable. Después la alzó, con cuidado, y la llevó en brazos hasta la casa.

Todas las puertas se abrieron ante él. El shek no hizo el más mínimo ruido mientras se deslizaba por los pasillos con su preciada carga. Su instinto lo guió directamente hasta la habitación de Victoria y, una vez allí, la depositó sobre la cama. Se quedó mirándola un momento más, dormida, a la luz de la luna que entraba por la ventana. Le acarició el pelo y vaciló un instante, pero terminó por dar media vuelta y salir de la habitación.

Bajó las escaleras, silencioso como una sombra.

Pero en el salón se encontró con una figura que lo esperaba, de pie, serena y segura, junto a una de las ventanas. El joven se detuvo, en tensión, y se volvió hacia ella.

Christian y Allegra d'Ascoli se observaron un momento, en silencio. La mujer no hizo ningún gesto, ningún movimiento, no dijo una palabra. Solo miró al shek, con un profundo brillo de comprensión en la mirada.

Christian también pareció comprender. Alzó la mirada hacia la escalera, hacia la habitación donde había dejado a Victoria, dormida. Allegra asintió. Christian esbozó una media sonrisa y salió de la casa.

Allegra no dijo nada, no se movió. Solo cuando el shek abandonó la mansión, fue a la puerta principal, para volver a cerrarla con llave.

Después se estremeció, como si hubiera sentido que unos ojos invisibles la observaban. Alzó la mirada, y dijo, con disgusto, pero también con firmeza:

—Fuera de mi casa.

Lejos de allí, el agua del cuenco se volvió turbia, y la espía emitió una exclamación de rabia y frustración. Se esforzó por recuperar la imagen de la mansión, pero las aguas siguieron mudas y oscuras como el fondo de una ciénaga.

Furiosa, arrojó al suelo el contenido del cuenco.

Después se tranquilizó y pensó que, después de todo, no necesitaba seguir observando a través del agua encantada.

Ya había visto bastante, y ya sabía todo lo que necesitaba saber.

Victoria se vio de pronto en un bosque frío y oscuro, y sintió miedo. Miró a su alrededor, buscando a sus amigos: a Jack, a Christian, a Alexander, o incluso a Shail, aunque sabía que él no volvería. Pero estaba sola.

Avanzó a través de la espesura, pero su ropa se enredaba con las zarzas, las ramas más bajas arañaban su piel, y sus pies descalzos tropezaban con las raíces, una y otra vez. Por fin, Victoria cayó de bruces al suelo, y sus rodillas golpearon la fría y húmeda tierra. Temblando, se acurrucó junio al tronco de un árbol, sin entender todavía qué estaba haciendo allí.

Entonces, un suave resplandor avanzó hacia ella entre los árboles. Victoria se incorporó, alerta, dispuesta a huir o a pelear si era necesario. Pero aquella luz no parecía agresiva. Había algo en ella que la relajaba y que inundaba su corazón de una sencilla e inexplicable alegría.

La criatura luminosa salió entonces de la espesura y caminó hacia ella.

Victoria se quedó sin aliento.

Era un unicornio, inmaculadamente blanco, de crines plateadas como rayos de luna. Se movía con una gracia sobrenatural, e inclinaba el cuello delicadamente hacia delante, mirando a Victoria a los ojos mientras avanzaba hacia ella. La chica no podía moverse. Los ojos del unicornio reflejaban una extraña luz sobrenatural y le transmitían tantas cosas…

La criatura se detuvo ante ella. Su largo cuerno en espiral era hermoso, pero parecía un arma temible; y, sin embargo, Victoria no tuvo miedo. Le parecía que se reencontraba con un viejo amigo. Tuvo ganas de acariciar su sedosa y resplandeciente piel, de peinar con los dedos sus crines argénteas, pero solo pudo sostener la mirada de aquellos ojos oscuros que reflejaban su propia imagen.

Y entonces la conoció.

—Lunnaris —susurró.

Ella ladeó la cabeza y bajó los párpados en un mudo asentimiento. Tragando saliva, Victoria se acercó más a la criatura y pasó los brazos por su largo y esbelto cuello. El unicornio no se movió.

—¿Por qué he tardado tanto en encontrarte? —le preguntó Victoria—. Te he buscado en cinco continentes, Lunnaris; te he llamado en sueños; he gritado tu nombre a las estrellas. Pero tú no respondías.

El unicornio no dijo nada, pero bajó la cabeza y frotó la quijada contra ella, tratando de consolarla.

—Shail te quería, ¿lo sabes? —dijo Victoria, con los ojos llenos de lágrimas—. Te salvó la vida y luego consagró la suya a buscarte para salvarte otra vez. ¿Por qué lo abandonaste? ¿Por qué lo dejaste morir?

Lunnaris se apartó de ella con suavidad y volvió a mirarla a los ojos. Victoria se vio reflejada en ellos, dos pozos luminosos llenos de infinita belleza y antigua sabiduría, pero no comprendió lo que el unicornio quería decirle.

Entonces se oyó un ruido lejano, algo que sonó como una puerta al abrirse, y Lunnaris volvió la cabeza con una ligereza que habría envidiado cualquier cervatillo y alzó las orejas, alerta.

—No —le pidió Victoria—. No te vayas. Por favor, quédate.

Pero el bosque se iluminó de pronto, y Lunnaris se volvió hacia Victoria para mirarla una vez más, mientras su imagen se difuminaba y desaparecía bajo la luz de la mañana.

—¡Lunnaris! —la llamó Victoria.

—Lunn… —murmuró, dando la espalda a la ventana y tratando de taparse la cabeza con la manta.

—Arriba, dormilona —dijo la voz de su abuela—. ¿Sabes qué hora es? Son más de las doce.

Victoria abrió los ojos, parpadeando bajo la luz del día.

—¿Las doce? —repitió, desorientada—. ¿Por qué… por qué no ha sonado el despertador?

—Porque hoy es sábado y no lo has puesto. ¿O tenías pensado ir a alguna parte? Porque, si es así, me parece que tendrás que cambiar de planes.

—¿Por qué? —preguntó Victoria, despejándose del todo.

Su abuela estaba de pie junto a la ventana y miraba a través del cristal con expresión pensativa.

—Pues porque llueve a cántaros, hija. Mira qué día tan feo ha salido.

Victoria giró la cabeza. Efectivamente, un manto de pesadas nubes grises cubría el cielo, y una densa lluvia caía sobre la mansión.

—Da igual —dijo—. No tenía pensado ir a ninguna parte.

Su abuela se volvió hacia ella y le sonrió, pero de pronto la sonrisa se quedó congelada en su rostro. Se quedó mirando fijamente a Victoria, muy seria, y a la chica le pareció que se ponía pálida.

—¿Abuela? —preguntó, insegura—. ¿Qué pasa?

Allegra volvió a la realidad.

—Nada, niña —sonrió, pero a Victoria le pareció una sonrisa forzada—. Me ha parecido que hoy estás… diferente.

—¿Diferente? ¿En qué sentido?

—No me hagas caso, son tonterías mías —concluyó, dando por zanjada la cuestión—. Te doy dos minutos más. Pero no te quedes dormida otra vez, ¿eh? Que ya es muy tarde.

—No te preocupes, no tardaré —respondió Victoria, aún algo perpleja.

Su abuela salió de la habitación y cerró la puerta tras ella. Victoria se dio la vuelta y respiró hondo, intentando ordenar sus pensamientos. Su mano derecha descansaba sobre la almohada, y vio que en su dedo anular todavía relucía, misterioso e inquietante, Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente.

—No ha sido un sueño —murmuró, recordando su encuentro con Christian, la conversación, todo lo que había sucedido…

Y entonces se acordó de Lunnaris. La había visto en sueños. ¿Era ese el segundo regalo que le había prometido Christian? Victoria comprendió que sí. El shek había explorado su mente hasta dar con el recuerdo de su encuentro con Lunnaris, y lo había hecho salir a flote. Victoria se preguntó si de verdad había visto al unicornio en aquellas circunstancias, si aquel encuentro se había producido realmente, y, en caso de que así fuera, por qué lo había olvidado. En cualquier caso, ahora comprendía por qué Christian no había tratado de utilizarla para que lo guiara hasta Lunnaris; si aquellos eran todos sus recuerdos acerca de ella, no iban a ser de mucha utilidad.

Pero había sido hermoso. Lunnaris era una criatura bellísima, pura magia, y Victoria entendía ahora que Shail hubiera estado tan obsesionado con ella. Lo cual hacía todavía más inexplicable que Victoria no la hubiera recordado hasta aquella noche.

Se incorporó un poco; su cama estaba pegada a la pared, bajo la ventana, y ella se apoyó en la repisa, todavía sentada sobre las mantas, para contemplar la lluvia que caía sobre el jardín. Bajo aquella luz gris, el mirador parecía triste y solitario, y Victoria pensó en Christian lo echó de menos.

Por alguna razón, pensar en Christian le hizo acordarse de Jack, que seguía recuperándose en Limbhad. La noche anterior no había ido a visitarlo, y el muchacho sin duda estaría deseando verla. Victoria sonrió, y notó que una agradable calidez inundaba su corazón al pensar en él. Por primera vez, no se sintió confusa, tal vez por lo que Christian le había dicho al respecto. «Los sentimientos no siguen reglas de ninguna clase», recordó Victoria. Estaba empezando a asumir que estaba enamorada de dos personas a la vez. Suspiró. Bien, lo aceptaba, podía vivir con eso.

El problema era que aquellas dos personas querían matarse el uno al otro. Victoria sabía que no podría evitar aquel enfrentamiento y que, fuera cual fuera el resultado, ella sufriría.

Evitando pensar en eso, miró el reloj; eran ya las doce y diez. Victoria decidió que bajaría a desayunar y luego iría a Limbhad a ver a Jack.

Antes de levantarse, se quedó un momento contemplando pensativa la pequeña esfera de cristal de Shiskatchegg; ahora parecía de color verde profundo, y relucía enigmáticamente. Seguía produciendo una extraña turbación en ella, pero Victoria empezaba a acostumbrarse. Acarició la piedra con la yema del dedo, y esta se volvió de un color parecido al granate. Victoria sonrió y besó el anulo con infinito cariño.

—Para ti, Christian —susurró—. Te quiero.

«Pero», añadió en silencio, «si haces daño a Jack, te mataré».

Aún sonriendo, se levantó, se puso una bata y bajó a desayunar.

Al otro lado del mundo, Christian se estremeció y sonrió a su vez.

Estaba asomado a la terraza de su casa, un ático que dominaba parte de la ciudad de Nueva York. Era un piso pequeño y con pocos muebles, los justos, pero a Christian le bastaba. No pasaba mucho tiempo allí y, de todas formas, tampoco le gustaban las visitas.

Por eso, cuando sintió tras él una presencia embriagadora que olía a lilas, ni siquiera se molestó en volverse.

Gerde se dio cuenta enseguida de que no era bienvenida.

—Kirtash —dijo no obstante, con voz aterciopelada.

—¿Qué quieres? —preguntó él, sin alzar la voz, pero con un tono tan gélido que el hada titubeó.

—Me envía nuestro señor, Ashran. Quiere verte.

El tono de su voz advirtió a Christian de que algo iba terriblemente mal.

—Infórmale de que me presentaré ante él de inmediato —murmuró, sin embargo.

Notó el aura seductora de Gerde todavía más cerca, y por eso no se sorprendió cuando ella le dijo, casi al oído, con voz suave y cantarina:

—Estás metido en un buen lío.

Christian se volvió con la rapidez del relámpago, la cogió por las muñecas y la arrinconó contra la pared.

—No sabes con quién estás hablando —siseó, mirándola a los ojos.

Gerde apartó la mirada con un escalofrío, temerosa del poder del shek. Sin embargo, esbozó una sonrisa sugerente.

—Todavía podemos arreglarlo, Kirtash —le dijo en voz baja; se pegó a él, zalamera, y Christian sintió su turbadora calidez a través de las livianas ropas que llevaba ella—. Ashran sabe lo que has hecho, pero todavía no es demasiado tarde. Mátala y quédate conmigo; sabes que solo ella se interpone entre tú y tu imperio en Idhún. Ve y mátala, y ofrece su cabeza a Ashran. Te perdonará.

Christian entrecerró los ojos. La negra mirada de Gerde estaba cargada de promesas. Pero el shek replicó con frialdad:

—No me provoques, Gerde. Siento que a cada segundo que pasas aquí te debilitas cada vez más, que estás deseando volver corriendo a tu bosque, que el humo, el acero y el cemento de la gran ciudad marchitan tu aura feérica. Podría dejarte aquí paralizada, en este mismo lugar, y sentarme a ver cómo te consumes poco a poco. Sin remordimientos. Creo que hasta disfrutaría con el espectáculo.

Por los ojos de Gerde cruzó un relámpago de ira. Se apartó de Christian; este no dejó de notar, sin embargo, que su mirada se volvió, instintivamente, en la dirección en la que, varias calles más allá, se extendía Central Park, el pulmón verde de la ciudad, el único oasis donde Gerde podría refugiarse en muchos kilómetros a la redonda. La voz del hada, sin embargo, no traicionó su despecho cuando dijo:

—¿No la matarías… ni siquiera para salvar tu propia vida?

—Lo que yo haga o deje de hacer es asunto mío, Gerde —replicó él, pero su voz se había suavizado un tanto.

El hada negó con la cabeza.

—No, Kirtash. Ella ya no es asunto tuyo. Ya te lo he dicho: Ashran lo sabe. Sabe lo que le has estado ocultando todo este tiempo.

Christian no la miró, pero su voz tenía un tono peligroso cuando dijo:

—¿Qué es lo que pretendes? ¿Quieres que te mate por espiarme, eso es lo que quieres?

—Sé que no dudarías en hacerlo. Pero Ashran sabrá por qué has acabado conmigo. Y eso empeorará las cosas.

Hubo un largo silencio.

—Vete —dijo Christian finalmente.

Gerde sonrió, sin una palabra. Aquel halo cautivador que la envolvía había ido perdiendo fuerza en los últimos minutos, aplastado por el ambiente asfixiante de la ciudad, que debilitaba su poder; por lo que el hada no tardó en obedecer la orden del shek, y desapareció del ático, dejando en el aire un leve perfume a lilas.

Christian se dio la vuelta y entró en la casa. El fuego ardía en la chimenea, y se detuvo para contemplarlo.

Aquella chimenea había sido un capricho, dado que el ático no disponía de ella, y el joven la había hecho construir expresamente. Le gustaba sentarse a observar el fuego, que producía una extraña fascinación en él. Todos los sheks odiaban y temían el fuego, y quizá por eso a Christian le gustaba la chimenea, le gustaba ver el fuego prisionero en ella, esclavo de su voluntad.

Se sentó sobre el sofá, y las llamas iluminaron su rostro. Ladeó la cabeza, pensativo. Estuvo tentado de ir a buscar a Victoria, de contárselo todo, pero eso supondría dar la espalda a todo lo que conocía y, por otro lado, también él tenía su orgullo. No, era consciente de lo que había hecho, sabía perfectamente cuáles eran las consecuencias de traicionar a Ashran, y debía asumir su responsabilidad.

Se levantó. Acercó la palma de la mano al fuego, con suavidad. Hubo un breve destello de luz, y las llamas se apagaron. Con expresión sombría, Christian se dio la vuelta y salió de nuevo a la terraza. Dejó que la brisa revolviese su cabello castaño antes de desaparecer de allí para acudir al encuentro de Ashran, el Nigromante.

Una suave música inundaba los pasillos de la Casa en la Frontera. Era una voz cantando una balada, y el sonido de una guitarra acompañándola. Victoria se dejó guiar por la música, y esta la llevó derecha a la habitación de Jack.

Se asomó con timidez, y descubrió que era él el que cantaba. Se había sentado sobre la cama, con la espalda apoyada en la pared, y tocaba su guitarra suavemente, con mimo, como si la acariciara. No se dio cuenta de que Victoria acababa de llegar, y ella no quiso interrumpirlo. Se quedó en la puerta, en silencio, escuchando.

La canción era una antigua balada, tal vez de los ochenta; Victoria no conocía el título ni el autor, pero sí estaba segura de que ya la había escuchado en alguna otra ocasión. De todas formas, interpretada por Jack tenía otro significado, mucho más profundo. Cerró los ojos y se dejó llevar por su voz, hasta que la canción acabó, el último acorde se difuminó en el aire y sobrevino de nuevo el silencio.

Entonces Jack alzó la mirada y vio a Victoria allí, en la puerta. Los dos sonrieron con cierta timidez.

—Es preciosa —dijo ella.

Jack desvió la mirada, azorado.

—No es mía —confesó—. No sé componer canciones. Pero a veces… —titubeó—, me gusta tocar la guitarra. Y cantar. Aunque normalmente lo hago cuando no hay nadie escuchando.

—Lo siento —se disculpó Victoria—. Quizá debería haberte avisado de que estaba aquí. Aunque me ha gustado mucho escucharte —Jack sonrió—. ¿Puedo pasar?

—Por favor.

Victoria se acercó y se sentó junto a él. Los dos evitaron mirarse. No sabían qué decir, y a Victoria aquella situación le pareció muy extraña.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó por fin—. ¿Cómo va la herida?

—Casi está curada.

—No puede ser. ¿Tan pronto?

—Me curo muy rápido. Ya sabes que yo… —vaciló, y Victoria se dio cuenta de que había algo que lo preocupaba.

—¿Qué?

—Ya sabes que yo no soy normal —concluyó él en voz baja.

Victoria respiró hondo, apoyó la cabeza en su hombro y le cogió la mano. Sabía que aquello era algo que había obsesionado a Jack desde la muerte de sus padres. Parecía que su largo viaje por Europa le había hecho olvidar un poco aquellas dudas, pero estas habían regresado inevitablemente, y con más fuerza, tras su reincorporación a la Resistencia. Después de dos años, había vuelto a provocar fuego de manera espontánea y, además, se había enfrentado a Kirtash… y lo había vencido.

—No lo veo tan grave —lo tranquilizó ella—. Mira a los que vivimos en esta casa. ¿Alguno de nosotros es normal, acaso?

El rostro de Jack se iluminó con una amplia sonrisa.

—Supongo que no —dijo.

—A mí… me gustas así, como eres —confesó Victoria, con sencillez.

Jack la miró, con infinito cariño. Le estrechó la mano con fuerza…

… pero entonces una mueca de dolor cruzó por su rostro, y se apartó con brusquedad.

—¿Qué? —preguntó ella, asustada.

Jack no contestó, pero se miró la mano, confuso. Tenía en la palma algo parecido a una quemadura, y miró la mano de Victoria, para ver qué la había provocado.

Los dos lo entendieron a la vez.

Shiskatchegg.

—¿Qué es eso? —preguntó Jack, en voz baja, conteniendo la ira a duras penas.

Victoria tragó saliva.

—Es el anillo de Christ… de Kirtash —dijo en voz baja, desviando la mirada—. Lo siento mucho; a mí no me hace daño, no entiendo por qué a ti sí…

—Será por el poco aprecio que siento hacia su propietario —gruñó Jack—. ¿Me puedes explicar por qué llevas eso puesto?

Victoria respiró hondo, una, dos, tres veces. Después alzó la cabeza y miró fijamente a Jack.

—Lo llevo puesto porque me lo regaló. Es una muestra de cariño —añadió, desafiante.

—¡Cariño! —repitió Jack—. ¡Victoria, tú lo viste igual que yo, sabes lo que es! ¿De verdad crees que puede sentir algún tipo de cariño? ¿Por ti?

Victoria entrecerró los ojos, y Jack se dio cuenta de que la había herido. Se maldijo a sí mismo por ser tan bocazas. La atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza.

—Eh —susurró—. Lo siento, Victoria. No quería decir eso. Es simplemente que no entiendo…

Sacudió la cabeza, confuso.

Victoria hundió la cara en su hombro y respiró hondo. No podía culparlo. Sabía lo mucho que él la quería, y en aquellas circunstancias era demasiado pedirle que aceptara su relación con Christian… un shek, un asesino, alguien que quería matarlo. Si ella misma se paraba a pensarlo, comprendía que todo aquello no era más que una gran locura.

Entendió que Jack merecía una explicación.

—Tengo muchas cosas que contarte —susurró—. ¿Me escucharás?

Jack la miró a los ojos, muy serio.

—Te escucharé —le prometió.

Victoria suspiró y, tras un breve silencio empezó a hablar.

Y ya no pudo parar.

Le contó todo lo que había pasado entre ella y Christian, todos sus encuentros, todas sus palabras, con todo lujo de detalles. Pero también le habló de lo que sentía por él, por Jack. Mientras él la mecía entre sus brazos, escuchándola en silencio, Victoria le confesó abiertamente hasta dónde llegaban sus sentimientos; le habló de su corazón dividido, de sus dudas, pero, sobre todo, le dejó claro que para ella, Jack era mucho más que un amigo, que lo quería, que lo amaba, con locura, y que siempre lo haría, aunque llevara puesto el anillo de Christian, aunque acudiera al encuentro del shek cada vez que este la llamaba.

Por fin terminó de hablar, y sobrevino un incómodo silencio.

—Vaya… no sé qué decir —murmuró Jack, algo aturdido.

Victoria se separó de él y le cogió la mano, suavemente. Examinó la palma y vio la marca de la herida que le había producido Shiskatchegg. La rozó con los dedos y dejó que su energía curativa fluyera hasta él. Los dos contemplaron cómo la marca se difuminaba hasta desaparecer por completo.

—Pase lo que pase —dijo Victoria—, no dejaré que él te haga daño. ¿Me oyes? Y, si se atreve a… —sintió un escalofrío al pensarlo, pero no llegó a pronunciar la palabra—. Sí lo hace, Jack, te juro que lo mataré.

Él la miró un momento.

—¿Y qué me harás a mí si soy yo quien acaba con su vida?

Victoria vaciló y apartó la mirada, temblando. Por primera vez, Jack intuyó los turbulentos sentimientos que habitaban en el corazón de su amiga, y comprendió su dolor. La abrazó de nuevo.

—Puede ser que todo sea una trampa, Victoria —le dijo, a media voz—. ¿Lo has pensado? ¿Cómo sabes que Kirtash no nos espía a través de ese anillo que te ha dado? ¿Cómo sabes que no es una treta para llegar hasta Limbhad?

—Porque tuvo ocasión de matarnos a los dos, Jack, a ti y a mí. Y no lo hizo.

—Eso es cierto —reconoció Jack, tras un momento de silencio—. Y, además, te salvó la vida —añadió.

—¿Me salvó la vida? —repitió Victoria, sin comprender.

Jack asintió.

—Te salvó de mí. Me di cuenta, Victoria. La noche en que os vi a los dos juntos y me volví… loco. Y quemé la arboleda que hay detrás de tu casa —la miró, muy serio—. El fuego que generé estuvo a punto de alcanzarte, y podrías haber ardido como aquellos árboles. El te apartó de las llamas, te protegió… con su propio cuerpo. No he querido pensar en ello hasta ahora y nunca pensé que diría esto, pero… es algo que tengo que agradecerle.

Victoria se apretó más contra él. Jack la abrazó con fuerza.

—¿Por qué tenéis que enfrentaros, Jack? ¿No hay otra manera?

Jack sacudió la cabeza.

—Es extraño lo que me pasa con Kirtash. Lo he odiado desde la primera vez que lo vi, porque lo asociaba a la muerte de mis padres. Y, sin embargo, fue Elrion quien los mató, a ellos y a Shail, y convirtió a Alexander en lo que es ahora… un… híbrido incompleto. Si tenemos en cuenta lo que te ha contado Kirtash. Elrion hizo todo eso, y fue el propio Kirtash quien acabó con él y, de alguna manera, nos vengó a todos. Sin embargo… nunca he odiado a ese condenado mago tanto como detesto a Kirtash. Es casi irracional, es como si lo odiara por…

—… ¿instinto? —lo ayudó Victoria.

Jack asintió.

—Puede que tenga que ver con el hecho de que siempre he sentido aversión por las serpientes. Quizá intuía que Kirtash era una especie de serpiente gigante. No creo que eso ayudara.

—Supongo que no.

—Y, sin embargo —añadió Jack—, estaría dispuesto a… olvidarlo todo —pudo decir, no sin esfuerzo—, a renunciar a matar a Kirtash… si tú me lo pides. Porque sé que, aunque a mí me cueste entenderlo, él te importa mucho, y lo pasarías muy mal si yo… le hiciera daño.

Victoria tragó saliva.

—El único problema —prosiguió Jack— es que él parece empeñado en matarme a mí. Tendré que defenderme. Eso no me lo puedes negar.

—Claro que no —murmuró Victoria, desolada—. Ojalá las cosas fueran diferentes.

Hubo un breve silencio.

—¿Por qué dice Kirtash que estarás a salvo si yo muero?

—No lo sé. No me lo ha querido explicar.

—Si fuera verdad… —calló y desvió la mirada.

—¿Qué?

—Si fuera verdad —prosiguió Jack, en voz baja—, si fuera cierto que puedo salvarte de esa manera… lo haría, Victoria. En serio.

—No, no digas tonterías —tartamudeó ella, con un nudo en la garganta—. ¿Crees que te dejaría hacer algo así? ¿Sacrificarte por mí?

—¿Acaso no es lo que hiciste tú cuando te plantaste delante de esa serpiente y le dijiste algo así como «si quieres matar a Jack, tendrás que matarnos a los dos»? Me siento fatal por haberte puesto en peligro de esa manera.

—No, Jack; en el fondo, yo sabía que él no me haría daño. Y además…

»No quiero vivir en un mundo en el que no exista Jack, le había dicho a Christian. Y lo había dicho de verdad, y seguía sintiendo lo mismo. Pero no se atrevió a decírselo a él.

—Tiene que haber otra forma de solucionar esto —concluyó.

—¿Crees que Kirtash se uniría a nosotros? —preguntó Jack, con esfuerzo; Victoria sonrió, agradecida, sabiendo lo que le costaba aceptar o considerar siquiera aquella posibilidad—. ¿Por ti?

—No sé si me quiere hasta ese punto, Jack. Son muchas las cosas que lo atan a Ashran. Es su padre. Y los sheks… son su gente. Pero ojalá… ojalá decida abandonarlos. Tengo miedo de pensar en lo que puede pasarle si descubren que me está protegiendo.

—Sí —asintió Jack—. Ese Ashran no parece un tipo con el que se pueda bromear.

Victoria desvió la mirada.

—Sigo sin entender… qué me veis —dijo entonces, en voz baja—. Shail… murió por protegerme, Christian traiciona a los suyos por mí, y tú… me dices todas estas cosas… Pero yo no soy nadie. No soy nada, solo soy una niña de catorce años que ni siquiera es capaz de hacer magia como es debido. No entiendo…

Calló, porque Jack la había hecho alzar la barbilla y la miraba a los ojos.

—Yo sí lo entiendo —dijo con suavidad—. Hasta entiendo que Kirtash traicione a los sheks, incluso a su padre… por unos ojos como los tuyos.

Victoria enrojeció, incómoda y halagada.

—¿Sabes lo que veo en tus ojos, Victoria? —prosiguió Jack—. Veo… algo muy hermoso. Como una estrella iluminando la noche. Hay algo en ti que brilla con luz propia, algo que te hace diferente a todas las demás. Y lo veo tan claro que no me explico cómo hay gente que no se da cuenta.

Victoria se quedó sin aliento.

—Jack, eso es… muy bonito.

Jack pareció volver a la realidad y enrojeció, avergonzado.

—Bueno… puede parecer un poco tonto, pero es lo que pienso.

Le cogió la mano y la levantó para ver más de cerca el Ojo de la Serpiente, pero cuidándose mucho de no tocarlo.

—Es… feo —comentó.

—Yo en cambio lo veo hermoso… a su manera —respondió Victoria, y se preguntó dónde habría oído antes aquellas palabras.

Jack no insistió. Vio que la otra mano de Victoria jugueteaba nerviosamente con la Lágrima de Unicornio, el colgante que Shail le había regalado dos años atrás, antes de morir.

—Todos los chicos que te quieren te hacen regalos —comentó, sonriendo—. Yo aún no te he dado nada… como símbolo de mi cariño —añadió, un poco cortado.

Victoria lo miró y sonrió.

—Hay algo que puedes darme y que me hará muy feliz —dijo en voz baja.

—¿El qué?

Ella se sonrojó un poco, pero no bajó la mirada cuando le pidió:

—Regálame un beso.

Jack creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Por un instante sintió pánico, porque nunca había besado a ninguna chica, y tuvo miedo de hacerlo mal. Pero Victoria seguía mirándolo, y Jack había soñado demasiadas veces con aquel momento como para dejarlo escapar ahora.

Tragó saliva, cogió suavemente el rostro de Victoria con las manos y le hizo alzar la cabeza. Seguía perdido en su mirada, y le sorprendió descubrir que los ojos de ella rebosaban un amor tan intenso como el que él sentía en aquellos momentos. Que a ella también le costaba respirar, que se había ruborizado, que su corazón latía a mil por hora, igual que el de él.

Quiso decir algo, pero no encontró las palabras apropiadas. Temblando como un flan, se inclinó hacia ella para darle el regalo que le había pedido.

Fue un beso un poco torpe, pero muy dulce, y Victoria supo, en ese instante y sin lugar a dudas que, por extraño que pudiera parecer, era cierto, estaba enamorada de él, igual que lo estaba de Christian, o quizá de manera un poco distinta, pero no con menos intensidad. Se dejó llevar por el fuego del cariño de Jack, que no era enigmático y electrizante, como el de Christian, pero que la envolvía como un manto protector que le daba calor y seguridad. Y Victoria intuyó que, aunque Christian había sido el primero en besarla, semanas atrás, en Seattle… de alguna manera, el beso de Jack era otro primer beso para ella.

Alexander llegó en aquel momento, buscando a Jack, pero los vio juntos y se detuvo en seco en la puerta; y dio media vuelta y se apartó de la entrada, antes de que lo vieran. Una vez en el pasillo, lejos del campo de visión de los chicos, echó una mirada hacia atrás por encima del hombro, sacudió la cabeza, sonrió y se alejó de puntillas.