2
Una nueva estrategia
Deeva estaba sentada sobre el muelle, con los pies descalzos metidos en el agua, cuando su sexto sentido le dijo que había problemas.
Se volvió rápidamente hacia todos los lados. El muelle estaba vacío. Solo se oía el susurro del viento y de las olas, y los silbidos de Tom, el viejo pescador, desde el malecón. Deeva distinguió su figura un poco más allá.
Trató de relajarse. Tal vez fuera una falsa alarma. No era probable que la hubiesen seguido hasta allí, hasta aquel pueblo de la costa australiana… hasta aquel mundo. No era posible que alguien hubiese descubierto su verdadera identidad.
No era posible…
—Hola, Deeva —susurró una voz junto a ella.
Un espantoso escalofrío recorrió toda su espina dorsal. Se volvió y vio junto a ella a un muchacho vestido de negro. Dio un respingo y lo miró con desconfianza. No lo había oído llegar. De hecho, pensó, inquieta, ahora ni siquiera se oía silbar a Tom desde el malecón.
El joven no tendría más de diecisiete años, pero se alzaba sereno y tranquilo, y aparentemente muy seguro de sí mismo. La brisa revolvía su fino cabello color castaño claro, y sus fríos ojos azules estaban prendidos en algún punto en el horizonte.
—Te has equivocado de persona —susurró ella—. Me llamo Dianne.
Él se acuclilló junto a Deeva y la miró a los ojos. Ella sintió de pronto una fuerte sacudida psíquica. Los ojos de aquel muchacho se clavaban en los suyos como un puñal de hielo. No había odio en ellos, ni desprecio. Simplemente… una indiferencia total, absoluta… inhumana.
—No —murmuró Deeva, horrorizada.
El chico no dijo nada. Su mirada había paralizado a Deeva por completo.
Fue muy breve. De pronto los ojos de ella se apagaron, y se deslizó hasta el suelo, inerte. El joven de negro se apartó un poco y la contempló con frialdad. Estaba muerta.
Él no pareció sorprenderse tampoco cuando el cuerpo de la mujer se convulsionó y comenzó a cambiar; su piel adquirió un tinte azulado y una textura escamosa, su cabello desapareció por completo, sus labios y ojos se agrandaron, su nariz se acható y sus orejas fueron sustituidas por dos branquias a ambos lados de la cabeza. Sus manos y sus pies se habían alargado, y entre sus dedos habían aparecido membranas natatorias.
La mujer del muelle se había transformado en una extraña criatura anfibia.
Kirtash sonrió levemente y asintió para sí mismo. Una hechicera varu. Los renegados varu eran los más difíciles de localizar en la Tierra, porque tenían todo un océano para perderse en él. Un océano que, en el caso de aquel mundo, era demasiado amplio como para que la mirada de Kirtash pudiera abarcarlo en su totalidad.
Por suerte para él, aunque los varu fueran criaturas acuáticas, también necesitaban salir a la superficie de vez en cuando, y la mayoría no solía alejarse de la costa que a Deeva le había costado la vida.
Kirtash colocó entonces una mano sobre la frente del ella, sin llegar a rozarla, y entrecerró los ojos.
Hubo un brevísimo destello de luz.
Después, el cuerpo anfibio desapareció del muelle, como si jamás hubiese existido.
Kirtash se incorporó con tranquilidad y volvió a clavar su mirada en el horizonte. Su actitud seguía siendo calmosa.
Permaneció un momento allí, en silencio. Entonces dio media vuelta y se alejó hacia la playa, sin hacer ruido, deslizándose como una sombra sobre el muelle.
Todavía quedaba mucho por hacer.
Victoria hizo un giro de cadera y disparó una patada lateral con toda su potencia. Después saltó hacia adelante y encadenó una patada frontal con una de gancho. El chico que llevaba el guante que era el blanco de los golpes retrocedió con cada paso que avanzaba ella, en un movimiento perfectamente sincronizado.
—Caray, estas en forma hoy —comentó él cuando terminaron el ejercicio, quitándose el guante y frotándose la mano—. ¿Qué has desayunado?
Victoria sonrió, pero no dijo nada. Cogió ella misma el guante y ocupó la posición de su compañero.
Apenas hablaba con nadie en las clases de taekwondo; era como si hubiera levantado un muro invisible entre ella y el resto del mundo. Lo que para otros era un hobby, para ella parecía una obsesión. Era la primera en llegar a los entrenamientos y la última en marcharse, y había ido subiendo de nivel con sorprendente rapidez. Estaba ya preparándose para presentarse al examen de cinturón negro. Y solo hacía dos años que había comenzado a practicar artes marciales.
Claro que ella entrenaba todos los días, y se había Matriculado en dos grupos, el de los martes y jueves, y el de los lunes y miércoles, y desde el curso anterior se las había arreglado para que le permitieran acoplarse también a las clases para adultos que se impartían los viernes. No fallaba un solo día, y se tomaba los entrenamientos con tanta seriedad como si le fuera la vida en ello. Sus compañeros siempre la habían visto sola, y por eso más de uno no pudo evitar observar con curiosidad, aunque de reojo, al joven que había entrado aquella tarde con ella, y que se había quedado de pie al borde del tatami para ver la clase. Al principio, algunos habían pensado que se trataba del padre de Victoria, porque tenía el cabello de color gris, pero al mirarlo de cerca se habían percatado de que el tipo en cuestión tendría como mucho unos veintidós o veintitrés años. Era serio y algo siniestro, pero no cabía duda de que él y Victoria se conocían bastante bien.
Tal vez fuera porque él la estaba observando, o tal vez porque, simplemente, aquel día necesitaba desahogarse; pero el caso es que ella demostró a lo largo de aquella clase que estaba en su mejor momento, esforzándose al máximo, como si quisiera probar hasta dónde era capaz de llegar y cuánto había aprendido. De vez en cuando se volvía hacia el joven que la observaba, como si esperara su aprobación.
Al final de la clase, la profesora indicó que se pusieran por parejas para hacer un combate; era solo un combate de entrenamiento, pero Victoria dio lo mejor de sí misma y peleó con toda su fuerza. Cuando una de sus patadas alcanzó el estómago de su pareja, al chico se le escapó un gemido de dolor y le indicó que parara. Victoria tardó un poco en reaccionar y se detuvo cuando su pie estaba a escasos centímetros del cuerpo de su compañero. Volvió a la realidad.
—¿Te he hecho daño? ¡Lo siento mucho!
—Podrías haber avisado que ibas en serio; me habría puesto los protectores.
La expresión de ella se endureció.
—Yo siempre voy en serio.
—Ya, pues, ¿sabes una cosa? Yo, no. Y llevo ya tiempo entrenando contigo y nunca te había visto con tanta mala leche, Victoria.
Ella se relajó.
—Sí. Sí, tienes razón. Lo siento.
Iba a añadir algo más, pero en aquel momento la profesora señaló el final de la clase.
Victoria no tardó ni diez minutos en salir del vestuario, ya duchada y vestida con ropa de calle. Alexander la esperaba fuera del gimnasio. La chica se reunió con él, y ambos caminaron en silencio durante unos minutos.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó ella al cabo de un rato.
—Es una curiosa forma de pelear. Con los pies. No lo había visto nunca. ¿Cómo dices que se llama?
—Taekwondo. También nos entrenan para dar golpes con las manos, pero los utilizamos menos. ¿Sabes por qué elegí esta disciplina? Por el báculo. No puedo pelear con las manos si he de sostener el báculo.
—Tiene sentido —asintió Alexander.
—También hice el verano pasado un curso intensivo de kendo. Te enseñan a luchar con una espada de madera, y pensé que sería útil aprender a manejar el báculo como si fuera un arma, para parar golpes y estocadas. Antes lo hacía un poco por instinto, pero ahora ya tengo una técnica.
—Lo que más me gusta de todo esto —comentó Alexander—, es que has estado entrenando, eres más fuerte, más rápida, más resistente. Independientemente de que vayas a utilizar la magia del báculo para luchar, es bueno que seas capaz de correr rápido y golpear fuerte, si es necesario.
—Lo sé —asintió Victoria; hizo una pausa antes de continuar, en voz baja—: Ahora que Shail no está para enseñarme a perfeccionar mi magia, tengo que aprender otra manera de defenderme.
—Haces bien.
Nuevo silencio. Entonces, Alexander dijo:
—Quiero preguntarte algo, Victoria. ¿Has vuelto a saber algo de Kirtash en todo este tiempo?
El nombre atravesó el alma de Victoria como un soplo de aire frío. Todavía recordaba con total claridad la mirada del joven asesino, sus palabras, el contacto de su piel cuando le había tomado la mano. Sabía que él había explorado su mente y que ya debía de estar al tanto de quién era ella y dónde vivía. Pero no había vuelto a verlo.
Y, sin embargo, sabía que él andaba cerca. A veces había sentido ese estremecimiento, como si una corriente de aire helado recorriese su nuca, había percibido la mirada de hielo de Kirtash desde las sombras, pero, al volverse, no lo había visto por ninguna parte. En una ocasión lo había sentido vigilándola desde la oscuridad cuando atravesaba un parque solitario y sombrío, y se había dado la vuelta y le había gritado a la noche:
—¡Basta ya! ¡Déjate ver y pelea de una vez!
Pero solo había obtenido el silencio por respuesta.
Ignoraba por qué él se comportaba de aquella forma, y muchas veces había llegado a dudar de su percepción, pensando que aquellas intuiciones eran solo fruto de su imaginación. A veces temía que Kirtash se cansase de aquel juego y decidiese que había llegado el momento de matarla, y se estremecía de miedo. En otras ocasiones, soñaba con que llegara aquel encuentro, para plantar cara y pelear, y matarle o morir luchando. Y otras veces, muchas más de las que habría admitido, ni siquiera ante sí misma, deseaba que él regresara para tenderle la mano otra vez y volviera a susurrarle: «Ven conmigo…».
Eran sentimientos confusos y contradictorios y, por tal motivo, a Victoria no le gustaba pensar en Kirtash. Sacudió la cabeza.
—No he vuelto a verlo —dijo—. Pero él debe de saber ya dónde vivo yo, Alexander. Si no ha venido por mí es porque no ha querido. Pero… —lo miró—, aunque haya decidido dejarme en paz, eso no os excluye a vosotros de sus planes. Quizá sería mejor que ni Jack ni tú volvierais a aparecer por aquí.
—No es una buena idea que nos sorprenda, eso es cierto. Pero no porque debamos seguir escondiéndonos de él, sino porque, en esta ocasión, vamos a golpear nosotros primero. Y seremos más efectivos si no nos ve venir.
Victoria lo miró sin comprender.
—Llévame a Limbhad —pidió él—. Esta noche tendremos reunión.
Jack salió de la ducha silbando, de buen humor. Aquella tarde, Alexander había ido a ver a Victoria a su entrenamiento de taekwondo pero, al regresar, los dos jóvenes habían estado practicando esgrima, como en los viejos tiempos. Habituado a blandir a Domivat, la espada de entrenamiento le pareció mucho más fácil de manejar, y sus propios movimientos eran más rápidos y ligeros. Con todo, llevaba demasiado tiempo entrenando solo, y le costaría volver a acostumbrarse a reaccionar ante los movimientos del rival, y, sobre todo, a anticiparse a ellos.
Había disfrutado con la práctica. De nuevo en Limbhad, como antes. Alexander ya no era el Alsan que había conocido, eso era cierto, pero lo había recuperado de todas formas.
Pasó por delante de la habitación de Victoria y recordó de pronto que ella no volvería a ver a Shail. Se detuvo, indeciso, sintiéndose un poco culpable por estar tan contento cuando sabía que a Victoria le faltaba algo.
La puerta estaba cerrada. Al otro lado sonaba una música que a Jack le pareció desagradable, sin saber por qué. O tal vez no era la música, sino la voz del cantante… en cualquier caso, no le gustaba.
Suspiró, y llamó a la puerta con suavidad.
—Pasa —dijo Victoria desde dentro.
Jack entró. La muchacha estaba sentada ante su escritorio, forrando sus libros de texto sin mucho interés. Había una huella de profunda nostalgia y melancolía en su mirada, que trató de borrar cuando alzó la cabeza para saludarlo con una sonrisa.
—Hola. ¿Qué tal tu entrenamiento?
—He perdido algo de práctica, pero no tardare en ponerme al día. ¿Y tú? Me ha dicho Alexander que peleas muy bien.
Ella se encogió de hombros.
—Hago lo que puedo.
Jack miró a su alrededor. El cuarto de Victoria había cambiado un poco en todo aquel tiempo. La novedad más destacable eran los unicornios. Había unicornios por todas partes: las paredes estaban forradas de pósters que mostraban imágenes de unicornios, las estanterías estaban salpicadas de figurillas de unicornios y los títulos de los libros que había tras ellas eran significativos: Leyendas del unicornio, El último unicornio, De historia et vertíate unicornis…
Jack no hizo ningún comentario. La búsqueda del unicornio, de Lunnaris, en concreto, había sido la misión vital de Shail, y parecía claro que Victoria estaba dispuesta a continuarla.
Sobre una de las estanterías reposaba un largo cuerno en forma de espiral. Jack lo contempló con respeto.
—No será un cuerno de unicornio, ¿verdad?
—No, qué cosas dices —replicó ella, horrorizada—. Es un colmillo de narval, un tipo de ballena que tiene un diente como ese. En la Edad Media la gente comerciaba con ellos, los vendían haciéndolos pasar por cuernos de unicornio auténticos.
—¿Y de dónde lo has sacado?
Victoria no contestó enseguida.
—Era de Shail —dijo por fin, en voz baja.
Jack no insistió. Siguió mirando a su alrededor y le llamó la atención un mapamundi que colgaba de una de las paredes, pinchado con múltiples chinchetas de colores.
—¿Y eso? —preguntó, señalándolo con la cabeza.
Victoria tardó un poco en reaccionar, Jack se dio cuenta de que sus ojos tenían un brillo nostálgico, y su rostro mostraba una extraña expresión distante. El chico se preguntó a qué se debería.
—También era de Shail —dijo Victoria por fin, esforzándose por volver a la realidad—. Mientras estuvo aquí, fue marcando en el mapa todos los lugares relacionados con las historias o leyendas que encontraba acerca de los unicornios. Yo he seguido haciéndolo, incluso he visitado personalmente algunos de esos sitios. Pero todas las noticias y leyendas son antiguas, ninguna reciente. Es como si nadie hubiera visto un unicornio desde hace siglos.
Jack movió la cabeza con desaprobación.
—¿Has seguido investigando por tu cuenta… tú sola? ¿Y si te hubieras topado con Kirtash?
Victoria no respondió. La sola mención del nombre del asesino hizo que se estremeciera; pero, como tantas otras veces, no estaba segura de si aquel escalofrío era producido por el miedo… o por el recuerdo de su voz, de su mirada, de su contacto. Volvió la cabeza con brusquedad. Aquellos pensamientos la confundían.
Jack la cogió por los hombros para mirarla a los ojos. La Lágrima de Unicornio, el colgante que Shail le había regalado a Victoria dos años atrás, por su cumpleaños, centelleó sobre su pecho, herido por la luz de la lámpara.
—Ya entiendo —dijo él, muy serio—. Estás intentando provocar un encuentro, ¿verdad?
Victoria lo miró, asustada. No era posible que él hubiera adivinado lo que pasaba por su mente… o por su corazón.
—Escúchame, Victoria, no vale la pena, ¿entiendes? Sé que todavía estás furiosa por lo de Shail, pero no debes atentar enfrentarte a Kirtash tú sola. Si peleamos todos juntos, tal vez tengamos alguna oportunidad de acabar con él.
Victoria respiró, aliviada. No quería ni pensar en lo que dirían sus amigos si supieran que Kirtash provocaba en su interior sentimientos distintos al odio que ella, como miembro de la Resistencia, debía experimentar hacia él.
—Mira quién fue a hablar —dijo, sin embargo—. ¿Por qué crees que tuve que seguir yo sola?
Jack no se molestó. Al contrario, sonrió, aceptando el reproche.
—Vale, no he dicho nada. Ahora que lo pienso —añadió, cambiando de tema—, no he visto a la Dama por ninguna parte. ¿Qué ha sido de ella?
—Como dejé de venir a Limbhad, la llevé a casa de mi abuela para no dejarla sola —respondió Victoria, encogiéndose de hombros—. No veas lo que me costó convencerla para que me dejara tenerla en casa. Y al maldito animal no se le ocurrió otra cosa que escaparse a las primeras de cambio. No hemos vuelto a saber de ella desde entonces.
A Jack le sorprendió el tono indiferente de su amiga. Según recordaba, Victoria le había tenido mucho cariño a su gata. Se preguntó si aquel talante duro y combativo que mostraba ahora era un verdadero reflejo de su corazón… o simplemente una fachada.
Sacudió la cabeza. La música estaba empezando a ponerlo nervioso, y preguntó:
—¿Qué estás escuchando?
Victoria le dirigió una amplia sonrisa, y de nuevo apareció aquel brillo soñador en su mirada. Jack comprendió que era aquella música la que la transportaba lejos… tan lejos de él. Al muchacho, sin embargo, le resultaba extraña y desagradable, y se dio cuenta de que, aunque ambos tuvieran muchas cosas en común, desde luego sus gustos musicales no eran una de ellas.
—Es Beyond, el disco de Chris Tara —explicó Victoria; y añadió, al ver el gesto de extrañeza de Jack—: No me digas que no has oído hablar de él.
—No, no me suena. De todas formas, es una música muy… rara. Me pone los pelos de punta.
Ella pareció ofendida, pero se esforzó por sonreír.
—A mí me gusta —dijo con suavidad—. Esta canción en concreto habla de lo que se siente cuando crees que vives en un mundo que no es el tuyo. Cuando te sientes… encerrado en una cárcel de la que nunca vas a poder escapar. Y desearías volar, volar muy alto, o muy lejos, pero no sabes qué te espera al otro lado —suspiró—. Sé que es una música extraña, pero cada vez tiene más fans.
—Porque será un guaperas —se le escapó a Jack—. Veamos qué aspecto tiene.
Cogió la carátula del CD, pero se llevó una decepción. No había ninguna fotografía del cantante. Solo había una especie de símbolo tribal con la forma de una serpiente.
—Qué asco —murmuró Jack, pero Victoria no lo oyó; de todas formas, ella conocía perfectamente su aversión hacia las serpientes.
—No sé qué aspecto tiene —estaba diciendo la chica—. Y además, me da lo mismo. Me gusta su música, no él.
—Ya, eso decís todas —sonrió Jack.
Victoria se volvió hacia él, muy seria.
—Es mi cantante favorito —dijo—. Si has venido aquí para meterte con la música que me gusta, ya sabes dónde está la puerta.
Jack se dijo a sí mismo que, si lo que pretendía era recuperar la antigua amistad y confianza que lo había unido a ella, desde luego no lo estaba haciendo nada bien. De todas formas, pensó, Victoria estaba más susceptible de lo que él recordaba.
—Lo siento, no pretendía ofenderte —dijo enseguida—. No sé qué me pasa últimamente, siempre meto la pata hasta el fondo cuando hablo contigo.
Parecía compungido de verdad, y Victoria sonrió.
—No pasa nada. Mejor será que vayamos a la biblioteca. Alexander debe de estar esperándonos.
Alexander miró a los dos chicos, que estaban pendientes de él y de sus palabras. Los vio más maduros, más adultos, y se dio cuenta de que, a pesar de las adversidades, o quizá precisamente a causa de ellas, ambos habían crecido, por fuera y por dentro. Ya no vio a dos chiquillos indefensos, sino a dos jóvenes guerreros de la Resistencia, y se sintió muy orgulloso de ellos. No pudo evitar pensar en Shail, sin embargo. «Ojalá estuvieras aquí para verlos, amigo mío», dijo en silencio.
—Bien, escuchad —empezó—. Han pasado dos años, pero hemos vuelto a reunir a la Resistencia en Limbhad. Sé que no estamos todos —Victoria desvió la mirada—, pero debemos seguir luchando, porque mientras existan en este planeta un dragón y un unicornio, habrá esperanza para Idhún, y el sacrificio de Shail no habrá sido en vano.
»Llevo un tiempo preguntándome qué estamos haciendo mal. Los unicornios son criaturas esquivas por naturaleza, y no me extraña que el nuestro haya conseguido ocultarse sin problemas de la mirada de los humanos. En cambio, un dragón llama bastante más la atención, y el mío en concreto ya no debe de ser precisamente ninguna cría.
Jack sonrió para sus adentros al oír a Alexander decir «el mío». Tiempo atrás, Shail les había contado que Alexander había salvado de la muerte al dragón que estaban buscando cuando solo era una cría; pero el joven nunca hablaba de ello, y Jack se prometió a sí mismo que algún día le pediría que le contara la historia de aquel encuentro.
—He estado pensando —prosiguió Alexander— que tal vez ellos tengan alguna manera de ocultarse de todo el mundo, algo que se nos ha pasado por alto. Y sé por qué se ocultan.
Victoria lo supo también:
—¿Por Kirtash? —preguntó en voz baja.
Alexander asintió.
—Exacto. Por tanto, he llegado a la conclusión de que, si acabamos con Kirtash, si nos deshacemos de su amenaza, el dragón y el unicornio acabarán por manifestarse, tarde o temprano.
—Y, aunque no lo hicieran —apuntó Jack, ceñudo—, no cabe duda de que el mundo se libraría de una plaga, y nosotros trabajaríamos más tranquilos.
—Yo no quería decirlo así —comentó Alexander—, pero sí, básicamente, esa es la idea.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Victoria—. ¿Estás proponiendo que dejemos de buscar al dragón y al unicornio y de tratar de adelantarnos a Kirtash para ir directamente a por él? ¿Para matarlo antes de que nos mate?
—Pasar de la defensa al ataque —comprendió Jack, asintiendo—. Me parece bien.
—¿Estáis hablando de tenderle una trampa, o algo así? Pero ¿cómo sabremos dónde encontrarlo?
—No es difícil de localizar —informó Alexander—. Jack lo hizo una vez, y yo acabo de volver a hacerlo, a través del Alma.
—¿Qué? —saltó Jack—. ¿Después de la bronca que me echaste entonces, vas y haces tú lo mismo ahora?
—Con precaución —especificó Alexander—. Sin acercarle demasiado. Sin que llegue a percibirme. Así es como se hacen las cosas, chico.
—Sí, vale —replicó Jack, enfurruñado—. Resumiendo, que lo has visto a través del Alma. ¿Y qué hace, si puede saberse?
Alexander ignoró el tono impertinente del muchacho.
—Sigue buscando idhunitas exiliados —dijo a media voz—. Y cazándolos uno a uno, como ha hecho siempre. Solo que ahora trabaja en solitario. Que es lo que siempre ha querido, supongo.
Victoria recordó, como si acabara de vivirlo, el momento en el que Kirtash había asesinado a su aliado, el mago Elrion, inmediatamente después de la muerte de Shail. ¿Lo habría hecho para castigarlo por haber matado a Shail? ¿O solo porque estaba deseando hacerlo, y Elrion le había proporcionado la excusa perfecta?
—Pero parece haberse adaptado bastante bien a la vida en la Tierra —prosiguió Alexander—. Vive en una gran ciudad, en Estados Unidos, y se hace pasar por un terráqueo más. Tiene trabajo y parece ser que hasta gana bastante dinero.
—No me sorprende —dijo Jack, asqueado—. No sé cómo se las arregla, pero haga lo que haga, todo le sale bien.
Victoria no hizo ningún comentario, pero se mordió el labio inferior, pensativa. Se preguntó cómo sería Kirtash ahora, y si habría cambiado mucho.
Por lo visto, Jack estaba pensando lo mismo.
—Habrá crecido, como nosotros —dijo a media voz.
—Los años también pasan por él —asintió Alexander—. Tendrá ahora dieciséis o diecisiete, si no me equivoco.
«Siempre será mayor que yo», pensó Jack, desalentado. No importaba cuánto entrenase con la espada, Kirtash siempre lo ganaría en experiencia.
Hubo un tenso silencio en la biblioteca.
—Bueno, y entonces, ¿cuál es tu plan? —preguntó entonces Victoria.
—He pensado que, si vamos por él cuando esté trabajando, lo pillaremos desprevenido. Por otro lado, si hay mucha más gente alrededor, le costará más detectarnos. He visto lo que sabéis hacer, y creo que ya estamos preparados para entrar en acción.
—¿Qué? —se le escapó a Victoria—. ¿Ahora?
—No, ahora no. Sé dónde va a estar Kirtash dentro de ocho horas. Será el momento perfecto para atacar.
Victoria miró su reloj. En su casa eran solo las ocho y media de la tarde. Hizo un rápido cálculo mental.
—Es decir, a las cuatro y media de la madrugada, hora de Madrid.
—Las siete y media de la tarde, hora de Seattle —respondió Alexander, sonriendo.
—¿Nos vas a llevar a Seattle? —preguntó Jack, animado.
—Sea lo que sea —suspiró Victoria—, espero que no dure más de dos horas, porque yo empiezo el colegio a las ocho, y a las siete como muy tarde he de estar de vuelta en mi cama…
Se interrumpió al sentir las miradas de reproche que le dirigieron sus amigos.
—Bueno, vale, no iré a clase si la misión se alarga. Pero ya veréis como se entere mi abuela. Me la voy a cargar.