3
Victoria

Hacía una tarde fría y desagradable. El otoño había entrado con fuerza; una fina lluvia caía sobre Madrid, la humedad calaba hasta los huesos y el viento volvía los paraguas del revés. Gente, ruido, humo, prisas… «Este es mi mundo», pensó Victoria, contemplando la multitud que se apresuraba por la Gran Vía. Se estremeció. A veces odiaba su mundo, la asustaba, y sabía que eso no era bueno, porque no debía vivir de espaldas a él. Pero no podía evitarlo.

—Victoria —la llamaron—. Victoria, estás en las nubes.

Ella volvió a la realidad y miró a sus dos compañeras. Las tres vestían todavía el uniforme del colegio y habían ido al centro de la ciudad para comprar unos materiales que necesitaban para realizar un trabajo. No hacía ni una semana que había comenzado el curso y ya tenían deberes para hacer. Las otras dos chicas habían estado hablando acerca de ir de compras después, o entrar en el cine, o simplemente tomar algo en alguna cafetería. Victoria las había escuchado sin mucho entusiasmo. No eran amigas, y estaba claro que a ellas les daba lo mismo que ella se apuntara o no al plan. Pero aun así, por cortesía le dijeron:

—Estábamos diciendo que mejor entramos en el cine, ¿no? ¿Tú qué dices?

—Id vosotras; yo tengo mucho que estudiar.

—Pero si mañana no tenemos clase…

—Sí, pero… en serio, es que no me apetece mucho.

Las otras dos chicas cruzaron una mirada y reprimieron una sonrisa significativa. Victoria era rara, todas lo sabían. No tenía amigas en el colegio, y no parecía que las necesitase. Era silenciosa y pasaba el día encerrada en su propio mundo. Incluso parecía como si no le gustase la compañía.

El colegio al que asistían las tres era un centro privado, femenino, muy caro, situado a las afueras de Madrid. Era un enorme edificio lúgubre y gris, de gruesos muros, que parecía de otra época, tanto por fuera como por dentro. Las alumnas se quejaban a menudo de que los profesores tenían unas ideas muy anticuadas y eran muy estrictos, y envidiaban a los chicos y chicas que estudiaban en centros públicos, o, simplemente, en colegios donde se gozaba de más libertad, Pero Victoria no se quejaba nunca. No le molestaban las normas del colegio, ni el uniforme, ni la estrechez de ideas de sus superiores. Tenía todo aquello muy asumido. Incluso la hacía sentirse segura, a salvo.

Porque sabía que Kirtash la estaba buscando, y aquel colegio que recordaba a una fortaleza, que vivía de espaldas al mundo, era su refugio en medio de toda aquella locura.

Su segundo refugio, en realidad; el primero era Limbhad, la Casa en la Frontera.

En el colegio no le costaba nada sacar buenas notas, porque era inteligente y aprendía rápido, pero tampoco se esforzaba todo lo que podía. Se limitaba a cumplir con su trabajo y a hacer lo que se esperaba de ella. A cambio, solo pedía tiempo, espacio y silencio para soñar.

Para soñar con la magia. Con cosas imposibles. Con Idhún.

—¿Te vuelves a casa, entonces? —le preguntaron ellas.

—Me parece que sí. Le he dicho a mi abuela que no tardaría mucho.

Nuevo intercambio de miradas.

Todas habían oído hablar alguna vez de Allegra d'Ascoli, la «abuela» de Victoria, una excéntrica y adinerada dama italiana afincada en España que, a pesar de su avanzada edad, por alguna extraña razón había decidido adoptar a la niña, que era huérfana, cuando ella tenía siete años. La mansión que poseía a las afueras de Madrid era enorme y muy elegante, pero estaba casi vacía, puesto que en ella solo vivían la anciana, su nieta adoptiva (desde el principio había pedido a Victoria que la llamase «abuela» y no «madre»), una cocinera, una doncella y un mayordomo que hacía también las veces de jardinero. La buena mujer estaba chapada a la antigua, y tal vez por eso había elegido para Victoria aquel colegio, donde, según sus propias palabras, «aprendería a ser una señorita». Claro que las compañeras de clase de Victoria no sabían tantos detalles. Al fin y al cabo, apenas hablaban con ella y tampoco habían estado nunca en su casa. Pero veían la mansión todos los días desde el autobús del colegio, su jardín perfectamente cuidado, la gran escalinata de mármol, que hacía parecer a Victoria tremendamente pequeña cuando subía por ella, y en el fondo no la envidiaban. Debía de ser muy aburrido vivir sola en una casa tan grande, en medio de ninguna parte, con la única compañía de una señora estricta y anticuada.

Pero tampoco la compadecían. Victoria no daba muestras de preferir la compañía de gente de su edad, no hacía nada por integrarse en la clase y tampoco parecía molestarla el hecho de que su abuela apenas la dejara salir. No se podía ser más rara, habían decidido tiempo atrás sus compañeras de curso.

—Bueno, pues entonces nos vamos —dijeron ellas—. Hasta el lunes.

—Hasta el lunes —se despidió Victoria; dio media vuelta y se dirigió a la parada de metro más cercana, sin mirar atrás.

Lo que aquellas chicas no sabían era que lo de su abuela era una excusa. Aunque Allegra d'Ascoli era demasiado mayor y severa como para preocuparse seriamente por el hecho de que la niña fuera creciendo sin hacer amigos, jamás le habría impedido salir los fines de semana a divertirse con chicos y chicas de su edad o invitarlos a su casa.

No, Victoria no necesitaba una vida fuera del colegio y de su casa, porque toda su vida estaba en Limbhad. Con Alsan, con Shail y, últimamente, con Jack. Aquellos eran sus verdaderos amigos, pero debía mantener el secreto de su existencia y, por tanto, no podía compartirlos con nadie, ni siquiera con su abuela.

Y, en el fondo, tampoco le importaba.

Apresuró el paso. Hacía ya cuatro meses que Jack había llegado a Limbhad, y en todo aquel tiempo el chico no había salido de la Casa en la Frontera. Shail, muy desconcertado, había sido incapaz de explicar de dónde procedía su poder piroquinético, si es que lo tenía, y Jack, por su parte, tampoco había conseguido realizar ni uno solo de los ejercicios de magia propuestos por él. En cambio, Alsan había prometido hacer de él un auténtico guerrero, y ambos pasaban buena parte del día practicando esgrima.

Pero el resto del tiempo, Jack se aburría en el reducido mundo de Limbhad y, aunque Shail se las había arreglado para volver a su casa y recoger su ropa, su guitarra, su bloc de dibujo, algunos de sus CDs y algunos de sus libros, lo cierto era que el chico aguardaba todos los días con impaciencia a que Victoria regresara del colegio. La ayudaba con sus deberes y después hablaban, o jugaban con el ordenador, o con la Dama, la gata de Victoria, que vivía en Limbhad simplemente porque su abuela no admitía animales en casa. Ambos se llevaban muy bien y se entendían a la perfección, y Victoria prefería mil veces regresar a Limbhad todas las tardes, para seguir aprendiendo magia con Shail o para estar con Jack, a salir con sus compañeras de clase, fuera cual fuese el plan propuesto.

Aquella tarde se había retrasado porque tenía que hacer algunas compras, pero no estaba dispuesta a entretenerse más.

Iba sumida en sus pensamientos y fue a cruzar un semáforo sin darse cuenta de que ya se había puesto rojo. Hubo un frenazo y un pitido, y Victoria regresó a la realidad. Se vio en mitad de la Gran Vía, delante de un coche que había estado a punto de arrollarla y, confundida, intentó retroceder hasta la acera. Pero un segundo coche se le echó encima; trató de frenar en cuanto la vio, pero era demasiado tarde. Victoria chilló instintivamente y se cubrió el rostro con las manos.

Hubo algo parecido a un fogonazo de luz, luego un golpe seco, y Victoria sintió que se quedaba sin respiración. Pero cuando volvió a abrir los ojos, vio que nada la había golpeado en realidad. El coche se había parado bruscamente a escasos milímetros de su cuerpo; el motor echaba humo y el morro se había arrugado, como si de verdad hubiera chocado contra algo. Pero la muchacha estaba intacta.

Victoria jadeó, sorprendida, y se miró las manos. Aquello solo podía haber sido magia. Tenía que contárselo a Shail cuanto antes.

Ignorando al confundido conductor y a las personas que habían contemplado la escena, y que la miraban, boquiabiertos, Victoria se cargó la mochila al hombro y salió disparada hacia la boca de metro, con el corazón todavía latiéndole con fuerza. Aún sentía en sus venas aquel cosquilleo que hacía que le hirviera la sangre cada vez que utilizaba magia. Pero fue desvaneciéndose poco a poco, y al final le invadió un terrible agotamiento, hasta que las rodillas se le doblaron y tuvo que apoyarse en una farola para poder mantenerse en pie. Maldijo su propia debilidad. Shail era capaz de hacer cosas asombrosas con su magia, y normalmente solo se sentía así después de haber gastado mucha energía mágica. En cambio, a Victoria cualquier sencillo hechizo la dejaba muy cansada.

Arrastrando los pies, bajó las escaleras de la boca de metro. Le esperaba un largo trayecto hasta su parada, y, una vez allí, tendría que llamar por teléfono a Héctor, el mayordomo, para que fuera a buscarla en coche. Podría hacerlo desde allí mismo, pero el hombre tardaría como mínimo tres cuartos de hora en llegar hasta la Gran Vía y otro tanto en llevarla a casa y, por otra parte, a Victoria le gustaba el metro.

Se derrumbó en el asiento del andén, pero no pudo descansar demasiado, porque el tren no tardó en llegar. Con un suspiro, se levantó y subió al vagón.

Y entonces sucedió algo.

De pronto se le puso la piel de gallina y el vello de su nuca se erizó como si hubiese pasado una corriente de aire helado tras ella. Conocía aquella sensación. Solo la había experimentado en una ocasión, dos años atrás, pero no la había olvidado.

Por el rabillo del ojo percibió una sombra oscura, ágil y elegante que subía al vagón en el último momento. Y supo que él ya la había encontrado.

Se levantó a toda prisa y echó a correr hacia la parte delantera del tren, abriéndose paso entre la multitud, que la miraba con desaprobación. Tras ella, aquella figura vestida de negro también sorteaba pasajeros con envidiable maestría, y Victoria comprendió, con toda certeza, que la alcanzaría.

El tren se detuvo en la siguiente estación. Victoria siguió avanzando y hasta chocó a propósito contra un joven para hacerlo caer al suelo.

—¡Eh! —protestó el muchacho—. ¡Ten más cuidado!

Ella no se disculpó. Su perseguidor había tenido que detenerse, apenas un par de segundos, para saltar por encima del joven caído, pero eran dos segundos preciosos que Victoria no pensaba desaprovechar.

Llegó al último vagón y, cuando las puertas ya se cerraban, saltó fuera del tren.

Pero la persona que seguía sus pasos se había anticipado a sus movimientos, y había bajado del vagón por la puerta contigua. Se miraron.

Victoria se quedó sin aliento.

Era la primera vez que veía a Kirtash, el asesino a quien tanto temían y odiaban sus amigos, la persona que había estado a punto de matarla dos años atrás. Entonces no había llegado a ver el rostro de la muerte, pero en aquel momento, en el andén de la estación de metro, las miradas de ambos se encontraron un breve instante, y algo en el interior de Victoria se convulsionó, dejando en su alma una huella indeleble.

No era como lo había imaginado. A simple vista parecía un chico normal, y, sin embargo, poseía una elegancia casi aristocrática, la seguridad de un adulto, la ligereza de una pantera y la impasibilidad de un témpano de hielo.

Y había algo en él que la atraía y la repelía al mismo tiempo.

Apenas fue un instante. El instinto de Victoria tomó las riendas y le hizo dar la vuelta y echar a correr desesperadamente, correr por su vida, a cualquier parte, lejos del asesino. Pero su mente todavía conservaba las facciones de aquel muchacho que no parecía tener más de quince años, rodeado de un aura de fascinante atractivo, pero con una mirada tan fría e imperturbable que parecía inhumana. Y Victoria supo, de alguna manera, que jamás lograría olvidar esa mirada.

Corrió hacia las escaleras, sorteando a la gente que bajaba para coger el metro. Supo que Kirtash la perseguía, aunque no lo oía. El chico se movía como una sombra, como un fantasma, pero no necesitaba verlo ni oírlo para sentir en la nuca la mirada de la muerte.

Jadeando, desesperada, Victoria trepó por las escaleras y se precipitó pasillo arriba. Estaba en la estación de la Puerta del Sol, donde confluían tres líneas de metro distintas y, cuando desembocó en la intersección, corrió hacia cualquier parte, sin importarle la dirección a tomar. Oyó el ruido de un tren acercándose a la estación y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, eligió el pasillo del que llegaba el sonido salvador. Casi tropezó al bajar con precipitación las escaleras, pero llegó al andén a tiempo de coger el tren. Entró con un numeroso grupo de gente, y, en cuanto lo hizo, se agachó y anduvo rápidamente hacia la siguiente puerta, a gatas, para que no se la viera desde fuera. La gente la miraba, pero nadie dijo nada.

Llegó hasta la puerta contigua y se volvió para ver cómo Kirtash subía al tren, unos metros más allá. Él la vio delante de la puerta y supo lo que iba a hacer, pero ella ya estaba con un pie fuera del vagón. Empujó con desesperación a la gente subía al tren y logró salir, pero el impulso que llevaba la hizo caer de bruces sobre el andén. Kirtash quiso retroceder, pero tras él subía más gente que le cerraba el paso y, aunque bastó una mirada para que se apartaran de su camino, atemorizados sin saber muy bien por qué, no llegó a tiempo. La puerta del vagón se cerró ante el joven asesino. El trató de abrirla y casi lo consiguió. Pero el tren ya estaba en marcha, y abandonó la estación, dejando a Victoria en el andén.

Hubo un nuevo cruce de miradas a través del cristal. Kirtash desde el interior del vagón, Victoria desde el andén, todavía sentada en el suelo, con el corazón latiéndole con fuerza. A pesar del miedo que sentía, la chica estaba exultante por haber burlado a su implacable perseguidor; pero, si esperaba ver frustración o rabia en el rostro del asesino, sufrió una decepción. Él seguía mirándola impasible, y ninguna emoción alteraba su semblante cuando el túnel se tragó el tren y ambos perdieron contacto visual.

Victoria se quedó un momento allí, paralizada, respirando entrecortadamente. Pero sabía que era cuestión de tiempo que Kirtash bajara en la siguiente estación y volviera a buscarla. Se estremeció y se puso en pie de un salto. Tenía que escapar de allí cuanto antes.

Salió de la estación de metro, en la Puerta del Sol, y entonces se dio cuenta de que se había dejado el paraguas en alguna parte. De todas formas, pensó, mojarse por culpa de la lluvia era ahora la menor de sus preocupaciones.

Se internó por las calles de la zona en busca de un taxi.

Victoria entró en casa y se arrojó en brazos de su abuela, temblando de miedo.

—¡Niña! —exclamó ella, sorprendida—. ¿Qué te pasa?

—En el metro… Me… perseguía…

—¿Quién?

Victoria era incapaz de hablar. Allegra se separó de ella y la miró fijamente.

—¿Quién, Victoria? —repitió, muy seria.

Algo en su mirada tranquilizó a Victoria. Su abuela era severa y fuerte como una roca, y la muchacha se sintió a salvo por primera vez desde su encuentro con Kirtash.

—Un… hombre —mintió—. No sé qué quería, quizá robarme… me ha dado mucho miedo.

Un destello de comprensión brilló en las pupilas de la anciana.

—¿Ha sido muy lejos de aquí?

—¿Qué…?

—Que si ha sido muy lejos de aquí, Victoria. Que si podría averiguar dónde vives. O haberte seguido hasta aquí.

—No, yo… no lo creo, abuela. Fue en la estación de metro de Sol. Pero…

No pudo terminar la frase, porque su abuela la estrechó de pronto entre sus brazos, con fuerza. La muchacha se sintió mucho mejor.

—Hay mucha gente rara por ahí —musitó—. No te preocupes, hija. Ya ha pasado, ¿de acuerdo? Ya estás en casa. Aquí no va a pasarte nada malo.

Victoria asintió, reconfortada. Su abuela no solía abrazarla. Ella sabía que la quería, aunque no fuera muy dada a demostrar su afecto. Quizá por esta razón aquel abrazo la consoló profundamente.

Una vez en su habitación, Victoria bajó la persiana, se quitó los zapatos y se tumbó sobre la cama, aún con el uniforme puesto.

Sabía que nadie la molestaría. Su abuela respetaba su intimidad. Jamás entraba en su habitación sin llamar a la puerta primero. Nunca se le habría ocurrido ir a verla después del «toque de queda». Esto era no solo porque la anciana tuviese sus normas, sino también, sobre todo, porque confiaba en ella.

Victoria suspiró, se giró para dar la espalda a la puerta y dejó vagar sus pensamientos.

«Alma…», llamó mentalmente.

Aquel cosquilleo familiar la recorrió de nuevo de arriba abajo. Sintió algo en un rincón de sus pensamientos, algo parecido a un mudo asentimiento. El Alma la había escuchado.

«Llévame a Limbhad», musitó ella sin palabras.

Pero, cuando ya sentía al Alma acogiéndola en su seno y envolviéndola como una madre para transportarla a su refugio secreto, sonaron golpes en la puerta.

Victoria vaciló. Por lo general, si su abuela llamaba a la puerta y ella no respondía, la mujer daba por hecho que estaba dormida y no la molestaba. Pero no hacía ni cinco minutos que se habían separado y, además, ella estaría preocupada. De modo que le pidió al Alma que aguardara un momento y, lentamente, su cuerpo volvió a tomar consistencia sobre la cama.

—¿Sí? —dijo de mala gana.

Su abuela abrió la puerta.

—Espero no molestar. ¿Estabas durmiendo?

—Estaba a punto —sonrió ella—. No pasa nada.

—Estaba pensando… que podemos ir a la policía a poner una denuncia. ¿Recuerdas cómo era ese hombre?

La imagen de Kirtash acudió de nuevo, nítida, a la mente de Victoria. Un joven ligero, rápido y sutil como un felino, vestido de negro, de cabello castaño claro, muy liso, que enmarcaba un rostro de facciones finas pero de expresión impenetrable, y unos ojos fríos como un puñal de hielo. Jamás podría olvidarlo. Sabía que poblaría sus peores pesadillas durante mucho tiempo.

—No —dijo finalmente—. No lo recuerdo. Todo ha sido muy rápido.

Jack lanzó una estocada que no dio en el blanco, pero se apresuró a corregir su error girando el cuerpo y bajando los brazos para detener el contraataque. Las espadas chocaron. Jack giró de nuevo y asestó un golpe semicircular, pero falló otra vez. Perdió el equilibrio y sintió enseguida el filo del acero acariciando su cuello.

—Estás muerto —oyó junto a su oído.

Por un momento no se movió. Respiraba entrecortadamente y tenía la frente cubierta de sudor. Entonces, con lentitud, arrojó el arma al suelo y levantó las manos.

—Está bien, tú ganas otra vez —admitió a regañadientes.

La hoja de la espada se retiró.

—No seas impaciente, chico —repuso Alsan, sonriendo—. Cuatro meses de prácticas no te hacen tan bueno como para poder derrotar a un caballero de Nurgon.

Jack reprimió una mueca. Alsan le había hablado con orgullo de la Orden de Caballería de Nurgon, la comunidad de caballeros más poderosa e influyente de todo Idhún, a la que solo pertenecían guerreros de la más alta nobleza, y dentro de la cual él mismo ocupaba un puesto destacado, a pesar de su juventud. El honor, el valor y la rectitud eran los tres pilares sobre los que se sustentaba la ideología de la Orden, pero tampoco había que olvidar que sus caballeros estaban bien entrenados y pocos guerreros podían vencerlos en un combate leal.

—Claro —masculló Jack—. Pero he mejorado, ¿no? reconócelo. Al principio apenas podía levantar la espada.

Se miró los brazos, orgulloso de la fuerza que se adivinaba en ellos.

—Engreído —se burló Alsan.

Jack se volvió hacia él.

—¿Y tú, qué? Te lo tienes muy creído, pero te advierto que no tardaré mucho en derrotarte.

Alsan sonrió.

En los últimos meses, Jack se había esforzado mucho por aprender a manejar la espada, tras el fracaso de sus lecciones de magia con Shail. En realidad, el chico encontraba aquello mucho más útil y real que cualquier cosa que pudiera enseñarle el mago. No podía dejar de recordar que, ante Kirtash, Alsan había dado la cara, mientras que Shail había empleado su poder para salir huyendo.

En todo aquel tiempo no había conseguido averiguar nada acerca de su origen o sus supuestos «poderes». Se había acercado a la historia de Idhún, pero pronto se había dado cuenta, con desesperación, de que todo le resultaba muy extraño y no lograba encontrar nada que justificase, o al menos explicase, el despiadado asesinato de sus padres. Con el tiempo, el dolor y el sentimiento de culpa se habían ido calmando o, al menos, derivando hacia otro tipo de emoción: la rabia y la sed de venganza. Se sentía víctima de una injusticia, sentía que le habían robado su vida sin ninguna razón, y canalizaba todo aquel odio y frustración a través de sus lecciones de esgrima con Alsan. Algún día, se decía a sí mismo, estaría preparado para enfrentarse a los asesinos de sus padres… y hacérselo pagar.

Pero antes los miraría a la cara y les preguntaría… por qué.

Por qué habían destrozado su mundo, por qué habían apagado la vida de sus padres y, sobre todo… por qué él, Jack, era diferente. Sus enemigos debían de saberlo, y la respuesta a esta última pregunta era el motivo por el cual habían intentado matarle.

Alsan era un guerrero experimentado, sereno y prudente, y, aunque a menudo chocaba con el espíritu impulsivo e indómito de Jack, en el fondo había llegado a encariñarse con él. Por su parte, el muchacho veía a Alsan como un modelo a seguir: fuerte, valiente, seguro de sí mismo y, sobre todo, líder indiscutible de la Resistencia. Alsan se había ganado el respeto de Jack, que intentaba aprender de él todo cuanto podía. Al príncipe le satisfacía la constancia y el tesón de su alumno, pero lo cierto era que, en el fondo, sus motivaciones eran diferentes. Si Alsan era un justiciero, el corazón de Jack estaba inflamado de odio y deseos de venganza.

Por eso, aunque Jack había aprendido a admirar a Alsan como a un héroe, a escucharlo como a un maestro y a quererlo como a un hermano mayor, sentía que la impaciencia lo consumía, y tenía la sensación de que necesitaba algo más, de que las lecciones de esgrima no eran bastante para él.

Recogió su espada y la miró, pensativo.

—¿Por qué no…? —empezó, pero Alsan lo interrumpió antes de que acabara:

—No insistas, Jack. No estás preparado para empuñar una espada legendaria.

Jack había esperado aquella respuesta, pero en aquella ocasión tenía una réplica preparada:

—Eso si es que existen tales espadas, porque yo todavía no las he visto.

Alsan se volvió hacia él.

—No me provoques. Tú sabes perfectamente que existen. Me viste luchar con una de ellas contra Kirtash.

—No estaba prestando atención. ¿Por qué no me dejas verlas, al menos?

Alsan se quedó un momento en silencio, pensativo.

—Está bien —dijo por fin—, supongo que no hay nada malo en ello.

Jack se dirigió con rapidez al fondo de la sala, por si su amigo cambiaba de opinión, y aguardó frente a una pequeña puerta de hierro adornada con figuras de dragones. Alsan sacó la llave y abrió la cámara donde se guardaban las armas legendarias. Jack entró tras él, algo intimidado. Era la primera vez que franqueaba aquella puerta, que había ejercido una misteriosa fascinación sobre él prácticamente desde el primer día.

Lo que vio en el interior de la cámara lo sobrecogió.

Era una estancia de forma circular, como la mayor parte de las habitaciones de la casa de Limbhad. Las paredes estaban forradas de vitrinas y hornacinas que contenían todo tipo de armas blancas: dagas, espadas, lanzas, hachas… pero no eran armas corrientes: sus empuñaduras estaban cuajadas de piedras preciosas y sus filos relucían con un brillo misterioso.

—Muchas de las armas que aquí se guardan fueron empuñadas por algunos de los grandes héroes que inscribieron sus hazañas en las crónicas de Idhún. No tenemos la menor idea de cómo vinieron a parar aquí. La mayoría de ellas se habían dado por perdidas.

Jack se fijó en un puñal cuya empuñadura mostraba un rostro tallado, un rostro de ojos rasgados y facciones sobrehumanas, que sonreía misteriosamente…

—¡Jack!

Jack volvió a la realidad. Junto a él estaba Alsan, ceñudo.

—No lo mires, chico —le advirtió—. Está deseando que vuelvan a empuñarlo; se alimenta de sangre y lleva varios siglos en ayunas. Y se necesita una voluntad de hierro para controlarlo, ¿sabes?

—Bromeas —soltó Jack, estupefacto.

—Nunca bromeo —replicó Alsan, muy serio—. La mayor parte de las armas legendarias tienen un espíritu, un alma. En realidad yo no suelo confiar mi vida a ningún arma que piense por sí misma, pero nos encontramos en unas circunstancias muy especiales. No tenemos otra opción.

—¿Y cuál sueles empuñar tú?

Alsan se detuvo ante una magnífica espada cuya empuñadura tenía la forma de un águila con las alas extendidas.

—Sumlaris, la Imbatible —dijo con respeto—. Fue forjada por y para caballeros de la Orden de Nurgon. Quizá por eso nos entendemos tan bien. Que se sepa, es la única capaz de resistir las estocadas de Haiass, la espada de Kirtash —pronunció el nombre del arma de su enemigo con cierta repugnancia.

—¿La única? —Jack se volvió hacia él, interesado.

Alsan vaciló.

—Bueno… no exactamente —admitió el joven príncipe.

Jack sonrió. Empezaba a conocer a Alsan y sabía de qué pie cojeaba. A pesar de que parecía claro que no quería revelarle más, su código de honor le prohibía mentir.

—¿Hay otra?

Alsan frunció el ceño, pero lo guió hasta una estatua que representaba un imponente hombre barbudo que sostenía una espada en las manos. Jack lo miró, intimidado.

—Es una imagen de Aldun, el dios del fuego y, según la tradición, padre de los dragones —dijo Alsan en voz baja—. Y la espada que sostiene es Domivat. Nadie la ha empuñado desde hace siglos. Se dice que fue forjada con fuego de dragón.

Jack la miró. Era un arma magnífica. Su empuñadura, labrada en oro, tenía tallada la figura de un dragón de refulgentes ojos de rubí. La hoja despedía un leve centelleo rojizo. Parecía que la luz arrancaba reflejos flamígeros del mágico metal. Inconscientemente, Jack alargó una mano.

—¡No la toques!

Jack retiró la mano.

—Te quemarías —explicó Alsan—. Habría que congelar el pomo para que pudieras blandirla sin abrasarte. Tal vez Shail pueda hacerlo, pero no creo que sea una buena idea.

Jack asintió, tragando saliva. Iba a preguntar algo más, pero Alsan le dio la espalda y salió de la cámara. Jack lo siguió, sin ganas de quedarse solo en un lugar donde había cosas tales como dagas sedientas de sangre.

Cuando volvieron a la sala de entrenamiento, Jack cogió la espada de nuevo. Alsan se volvió para mirarle.

—¿Qué pretendes? Creo que ya basta por hoy, chico.

—Yo quiero seguir.

—Te advierto que voy a darte una paliza.

Jack alzó su arma.

—Eso lo veremos.

Sin embargo, un carraspeo los interrumpió. Los dos se volvieron. Shail los miraba desde la puerta, muy serio.

—Alsan —dijo—, tenemos que hablar.

El joven príncipe dejó a un lado la espada de entrenamiento y salió de la sala tras Shail, sin una palabra. Jack se quedó allí, parado, con la espada en la mano y muy intrigado. Sabía que Alsan, Shail y Victoria hablaban a menudo de cosas que él no comprendía, y que confiaban en él solo hasta cierto punto. Hasta entonces aquello no le había molestado, no mientras la Resistencia le ofreciera lo único que quería en aquellos momentos de su vida: un modo de vencer a Kirtash y Elrion, los asesinos de sus padres, y un refugio seguro hasta que estuviera preparado para enfrentarse a ellos. Y lo demás le importaba bien poco, porque, a pesar de todo, no se sentía parte de Idhún ni compartía los ideales de la Resistencia.

Jack se encogió de hombros y fue a darse una ducha fría. Pero cuando salió del cuarto de baño, con el pelo mojado, y pasó por delante de una puerta cerrada, oyó a Shail pronunciar el nombre de Victoria, y se acercó de puntillas para pegar el oído a la puerta.

—Entonces, la ha encontrado —oyó murmurar a Alsan desde el interior de la estancia—. Sabíamos que tarde o temprano ocurriría. Y sabes lo que debes decirle: que abandone su casa y venga a vivir aquí, a Limbhad. Es la única manera de que esté segura.

—Pero no podemos hacer eso —replicó Shail—. Es una niña, ¿no lo entiendes? Tiene doce años, tiene una casa, una familia, una vida. No podemos pedirle que lo deje todo atrás.

—Kirtash la matará, Shail. Sabes perfectamente que va tras ella. No es la primera vez que está a punto de atraparla.

—Aquella vez fue en Suiza. En esta ocasión ha sido en Madrid. Kirtash no tiene modo de saber que esa es la ciudad donde vive.

—A estas alturas, ¿no deberías haber aprendido ya a no subestimarlo?

Hubo un breve silencio.

—La persiguió en el metro —explicó Shail—. No la siguió hasta su casa.

—Pero la ha visto —hizo notar Alsan—. Ya sabe cómo es.

—Sí. Maldita sea —suspiró Shail—. Kirtash jamás olvida una cara. ¿Qué debemos hacer?

—Estar alerta, tal vez —respondió Alsan tras un momento de silencio—. Puede que no se moleste en buscarla. Al fin y al cabo, Victoria es solo una niña y, como tú has dicho alguna vez, su poder mágico no es gran cosa. Seguramente ella no saldría con vida si volvieran a encontrarse, pero para ello tendría que ponerse a buscarla. Y sabes que Kirtash no tiene tiempo para esas cosas porque va detrás de un objetivo mayor.

—Sí —la voz de Shail sonó muy aliviada de pronto—. Sí, es verdad. Por suerte, Kirtash no sabe lo que nosotros sabemos acerca de Victoria: que en algún momento de su vida se cruzó con Lunnaris. Si lo supiera…

Jack dio un respingo. Era la primera vez que oía pronunciar aquel nombre, Lunnaris, y escuchó con más atención.

—… Si lo supiera, Shail, no intentaría mataría —hizo notar Alsan—. Se la llevaría consigo para sonsacarle toda esa información, y no me cabe duda de que lo conseguiría, a pesar de que ella no la recuerda. Hoy por hoy, Victoria es la única pista que tenemos para llegar hasta Lunnaris. Por eso creo que deberíamos protegerla aquí en Limbhad. Pero, por otro lado… —calló un momento—. Por otro lado —continuó—, estoy viendo a Jack todos los días aquí encerrado, sin ver la luz del sol, sin ningún lugar a donde ir, sin nada que hacer a excepción de entrenar con la espada todo el día, y confieso que me sentiría culpable si condenara también a Victoria a una vida como esa. Por más que ella parezca sentirse a gusto aquí.

—Ahora está muy asustada. Quizá no quiera volver a su casa en algún tiempo.

—No es una buena idea. O vuelve antes de que nadie la eche de menos, o no vuelve nunca más. Pero si tarda en regresar, su abuela se preocupará y comenzará a buscarla, y eso podría poner a Kirtash sobre la pista y llevarlo directamente al lugar donde ella vive en la Tierra.

—Entonces, ¿qué propones?

—Dejar que ella decida —dijo Alsan tras pensárselo un momento—. Creo que es la mejor opción. Ve a hablar con ella y pregúntale…

—No, ahora no —cortó Shail, con firmeza—. Estará con Jack, seguramente. Necesitará desahogarse.

Jack se sintió culpable. Hacía un buen rato que sabía que Victoria había sido atacada por Kirtash y, en lugar de ir corriendo para ver si se encontraba bien o necesitaba algo, estaba allí, espiando detrás de la puerta. Se alejó pasillo abajo, muy confuso, y fue a buscar a Victoria.

La encontró en el salón; había esparcido sus deberes de matemáticas por toda la mesa, y trataba de concentrarse en ellos, mientras acariciaba distraídamente a la Dama, su gata, que estaba acomodada en su regazo. Jack sintió un ramalazo de nostalgia por la vida que había dejado atrás. Hasta hacía solo unas horas, Victoria todavía vivía en un lugar seguro y podía hacer cosas tales como ir al colegio y estudiar matemáticas. Jack cerró los ojos y pensó que daría lo que fuera por volver a estar en su cuarto, estudiando matemáticas, por tener un colegio, una casa a la que poder regresar después de clase y una familia que lo estuviese esperando en ella. Y se preguntó si el ataque de aquella tarde no habría acabado también con la vida segura y tranquila de la que Victoria disfrutaba más allá de Limbhad. En cualquier caso, parecía claro que ella se había puesto a hacer los deberes para tener algo en que pensar y olvidar cuanto antes aquel encuentro con Kirtash.

La contempló un momento, con cariño, y pensó en lo cerca que había estado de perderla aquella tarde. Se estremeció solo de pensarlo.

La chica levantó la cabeza al sentir que él la estaba mirando.

—Las matemáticas solo dan problemas —sonrió ella.

Jack le devolvió la sonrisa.

—¿Quieres que te ayude? —se ofreció.

Se sentó junto a ella y echó un vistazo a sus apuntes. La Dama saltó sobre la mesa para curiosear lo que estaban haciendo, y Jack la apartó con suavidad. Vio que Victoria se estremecía, y la miró.

—¿Estás bien? ¿Tienes frío?

Cubrió los hombros de la chica con su propia chaqueta. A Victoria le encantaban aquellos gestos suyos, le gustaba cómo cuidaba de ella sin hacer de «hermano mayor», como Shail y Alsan, sino, simplemente, tratándola con el cariño y la confianza de un buen amigo. Lo miró un momento y se sintió de pronto muy unida a él sin saber por qué. Alsan y Shail eran mayores que Victoria, habían nacido y crecido en Idhún y no podían comprender lo que había significado para ella que irrumpiesen en su vida. Pero Jack sí, porque, además de tener más o menos su misma edad, acababa de pasar por una experiencia similar. Se compenetraban muy bien y, sin embargo, a veces parecía que aquella amistad no llegaba a cuajar porque Jack estaba demasiado obsesionado con su entrenamiento como guerrero.

—Gracias —dijo, e intentó volver a los ejercicios de matemáticas. Pero Jack puso la libreta fuera de su alcance y la obligó a mirarlo de nuevo.

—Sé lo que ha pasado —susurró—. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño ese malnacido?

Victoria se dio cuenta de que Jack estaba muy serio, extraordinariamente serio, y sintió una extraña calidez por dentro.

—No —dijo—. No llegó a alcanzarme.

Pero se estremeció de nuevo al recordarlo, Jack conocía esa sensación, ese frío que se sentía después de haber visto de cerca a Kirtash, y que no se iba simplemente abrigándose o acercándose al fuego. De modo que la abrazó, tratando de infundirle algo de calor.

Y funcionó. Victoria cerró los ojos y se dejó llevar por su abrazo, sintiendo cómo la calidez de Jack fundía poco a poco el hielo que había envuelto su corazón.

—¿Mejor? —susurró Jack.

Victoria asintió, aunque no quería que Jack se separase de ella. Pero el chico no lo hizo. Al contrario, la abrazó con más fuerza.

—¿Cómo ha conseguido encontrarte?

Victoria vaciló.

—Hice… algo. Algo mágico, supongo. Un coche estaba a punto de atropellarme, y yo debí de crear una especie de escudo invisible para protegerme del choque. Ni siquiera estoy segura de qué tipo de hechizo utilicé, porque no recuerdo haber pronunciado las palabras. Se lo he contado a Shail, y dice que eso se llama «magia instintiva». Pero qué mala suerte que, para una vez que consigo hacer algo parecido a un hechizo, tenga que ser en la Tierra, y ni siquiera recuerde cómo ha pasado. Y, por si eso no fuera bastante, en pocos minutos, Kirtash…

Calló de pronto. Pareció que titubeaba.

—Puedes contármelo, si quieres —la animó Jack.

Victoria respiró hondo y le relató todo lo que había sucedido aquella tarde; Jack escuchaba, serio y sombrío.

—¿Por qué no viniste directamente a Limbhad? —quiso saber él, cuando Victoria terminó de hablar—. ¿No habría sido más sencillo que salir corriendo?

—Necesitas concentración para contactar con el Alma. Shail puede hacerlo al instante, pero a mí no me sale.

Sus mejillas se tiñeron de rubor, y bajó la cabeza. Se sentía muy avergonzada de no estar cumpliendo las expectativas de Shail en cuanto a su aprendizaje de la magia. A pesar de que el joven hechicero no le exigía mucho, lo cierto era que Victoria odiaba decepcionarle. Y sin embargo lo hacía constantemente, todos los días. Se suponía que ella poseía el don de la magia, pero había muchas cosas que su poder no conseguía lograr. Shail se esforzaba por enseñarle lo que él consideraba hechizos sencillos y Victoria se esforzaba por aprenderlos… sin resultado. Su magia curativa funcionaba sin ningún problema, su espíritu se fusionaba con el Alma de Idhún con solo desearlo… pero ahí se acababa todo.

—No puedo —le decía a Shail a menudo, desalentada—. Es como si se me escapase por entre los dedos.

—No importa —respondía siempre Shail—. La magia no funciona aquí igual que en Idhún.

Pero a Victoria sí le importaba. Deseaba desesperadamente que Shail estuviera orgulloso de ella.

Sacudió la cabeza para evitar pensar en ello, pero, de nuevo, el recuerdo de Kirtash inundó su mente, y aquello era todavía peor.

—Esta vez ha estado a punto de atraparme —susurró, atemorizada, y Jack recordó que Victoria le había mencionado alguna vez su anterior encuentro con Kirtash, aunque nunca se lo había contado con detalle, porque no le gustaba evocarlo.

Pero daba la sensación de que ella necesitaba hablar, así que Jack se arriesgó a decir:

—¿Y qué pasó la otra vez? ¿Cómo te encontró?

Victoria vaciló un momento. En realidad quería confiar en él, quería contarle todos los detalles de su historia. Alzó la cabeza y lo miró, y vio que sus ojos verdes estaban fijos en ella y que él le estaba prestando toda su atención, de modo que comenzó a hablar.

Todo había empezado cinco años atrás, cuando vivía todavía en un orfanato regentado por monjas, cerca de Madrid. Entonces ella tenía solo siete años y un niño se había caído de lo alto del tobogán del patio de recreo. El niño lloraba y chillaba con el brazo en una posición extraña y una aparatosa herida en la frente, y ella no había podido soportar más aquellos gritos…

Cuando llegaron las monjas encontraron al herido perfectamente sano y muy desconcertado, mirando a Victoria con desconfianza. En torno a ella, a una prudente distancia, se había formado un círculo de huérfanos que los observaba en un silencia casi religioso.

Los días siguientes fueron espantosos para la niña. Sus compañeros comenzaron a tratarla de manera diferente; los adultos se limitaron a hacer como si nada hubiese sucedido, porque se negaban a creer la versión de los niños. Pero todo eso le importaba poco a Victoria. No, lo que le preocupaba de verdad era esa sensación… de haber despertado a una bestia dormida, de haber abierto la caja de Pandora, de haber hecho que algo formidable y poderoso fijase su mirada en ella. Se volvió una chiquilla miedosa, casi paranoica; tenía la sensación de que la vigilaban, de que pronto irían por ella, porque se había desvelado su verdadera naturaleza. Permanecía despierta por las noches, sin poder dormir, atenta al más mínimo murmullo, temblando bajo las sábanas, sin atreverse a cerrar los ojos, por miedo a que viniesen a buscarla.

Pero nada sucedió… a excepción del hecho de que, tiempo después, alguien la sacó del orfanato. Se trataba de Allegra d'Ascoli, que financiaba con generosidad las actividades benéficas de las monjas de la orden y que, a pesar de no ser ya precisamente joven, había decidido adoptar a la niña.

La mujer había comenzado a sentir afecto por ella casi enseguida. Victoria era callada y silenciosa, pero educada, tranquila y agradable, perfectamente moldeable. Nunca le había dado ningún disgusto. Sus profesoras nunca le habían dicho nada malo de ella. Las notas que traía eran buenas.

Pero seguía sintiendo miedo a algo inexplicable. Varios psicólogos y educadores, primero en el orfanato, después en el colegio, se habían esforzado por explicarle que no sucedía nada malo, que ella no tenía poderes especiales, que nadie la buscaba para matarla, porque ella no era una bruja, ni estaban en la Edad Media, sino en los umbrales del siglo XXI.

Victoria había acabado por creerlos.

Sin embargo las dudas seguían torturándola, hasta que por fin ocurrió lo inevitable.

Jamás olvidaría aquella clara mañana de verano, dos años atrás. Ella y su abuela habían ido de vacaciones a un balneario suizo. Victoria se había unido a una excursión a la montaña que se organizaba desde el hotel. Se había desviado un poco de la ruta al oír un grito, y llegó allí antes que nadie. Descubrió que se trataba de una mujer inglesa que se había despeñado. Estaba al pie de un risco, inconsciente y con una fea herida en la sien. Victoria no lo dudó. Utilizó su poder.

Y la curó.

Después, todo sucedió muy deprisa.

Intuyó que estaba en peligro por el simple hecho de haber curado a aquella mujer. Su sexto sentido le dijo que había atraído la atención de alguien muy peligroso. Se levantó con presteza y echó a correr.

Se internó en el bosque. Sentía que alguien la seguía. Notaba un aliento gélido acercándose cada vez más. Sabía que no tardaría en alcanzarla, y entonces…

Entonces había llegado Shail y se la había llevado de allí.

A Limbhad.

Su vida cambió radicalmente desde aquel momento. No había llegado a ver el rostro de la muerte, pero sí había sentido su presencia demasiado cerca. Kirtash no había logrado atraparla aquella vez.

Después de que Alsan y Shail le explicaran lo que estaba pasando y por qué no debía volver a utilizar su poder, Victoria regresó al hotel suizo. Por suerte, su abuela ya estaba haciendo las maletas; había discutido con el gerente del hotel por alguna razón y había decidido, molesta y ofendida, dar por finalizadas las vacaciones de inmediato. Victoria agradeció aquella casualidad, y que su abuela tuviera cambios de humor tan bruscos. Las dos regresaron a España aquel mismo día, y la chica pudo alejarse por fin de aquella pesadilla.

Pero nada volvió a ser igual desde entonces, porque ahora ya no estaba sola en el mundo. Tenía a Shail y a Alsan; tenía Limbhad y tenía Idhún. Desde el principio se había aplicado con entusiasmo a descubrir más cosas sobre Idhún, de donde procedían sus nuevos amigos, y el joven mago se había convertido para ella en el hermano mayor que nunca había tenido.

—Y eso es todo —concluyó Victoria—. Esta vez Kirtash me ha encontrado demasiado cerca de mi casa. No sé si debo volver o quedarme aquí…

—No puedo ayudarte en eso —respondió Jack—. Yo, por ejemplo, no puedo volver.

Victoria lo miró un momento.

—Comprendo —dijo.

—No puedo decidir por ti, Victoria, pero quiero que tengas en cuenta que, si optas por quedarte aquí y abandonar tu casa, ya no podrás volver nunca más. No creo que sea una decisión que debas tomar a la ligera.

Victoria bajó la cabeza y se mordió el labio inferior, pensativa.

—Eh —Jack la hizo alzar la mirada; sus ojos verdes se clavaron en los de ella, con una seriedad impropia de un chico de su edad—. Decidas lo que decidas, sabes que nosotros siempre estaremos aquí. Y, en cuanto me dejen unirme a las misiones de búsqueda, en cuanto me den una espada, yo también podré defenderte y pelear a tu lado. No estarás sola, ¿vale? No te abandonaremos a tu suerte. Ya lo sabes.

Victoria sonrió.

—Gracias, Jack. Tienes razón. No hay motivo para pensar que mi casa ya no es segura. Volveré con mi abuela. Solo he de tener más cuidado de ahora en adelante.

Hubo un silencio entre los dos. Entonces, Jack recordó la extraña conversación que había escuchado a escondidas:

—Hmmm… ¿Victoria? ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—¿Quién… quién es Lunnaris?

De pronto, Victoria se puso rígida y se separó de él.

—No lo sé —dijo con algo de brusquedad.

—No quería ser indiscreto —murmuró Jack, confuso.

Victoria se arrepintió enseguida de haber sido tan seca. Jack no podía saberlo…

«La miré a los ojos», le había dicho Shail cuando le habló de Lunnaris por primera vez. «La miré una vez a los ojos y nunca he podido olvidarla. Sé que está aquí, en alguna parte. Y creo que tú te cruzaste con ella en algún momento de tu vida, aunque ahora no lo recuerdes».

No, Victoria no la recordaba. Pero estaba segura de que sí la hubiese visto, no la habría olvidado. Y, aunque comprendía perfectamente lo importante que era Lunnaris para la Resistencia, también sabía que para Shail aquella búsqueda era algo personal, muy personal. Y no podía evitar sentirse algo celosa e, incluso, en sus momentos más bajos, llegar a sospechar que Shail la protegía solo porque ella podía conducirlo de nuevo hasta su querida Lunnaris, aunque en el fondo supiera que eso no era verdad.

Pero Jack no tenía por qué saber todo eso.

—Lo siento —se disculpó—. No es culpa tuya. Es que hoy… bueno, estoy muy nerviosa. No soy yo. Y dentro de nada tendré que volver a casa porque es la hora de la cena, y estoy… asustada, ya sabes.

—No debes estarlo —le dijo Jack—. No permitiré que Kirtash te haga daño.

Victoria abrió la boca, pero no fue capaz de decir nada.

—Y —añadió Jack— estoy convencido de que algún día estaré preparado para luchar contra él. Y ese día acabaré con su vida, te lo juro; para que ni tú ni yo, ni nadie más, volvamos a tener miedo por su culpa.

Victoria sintió un nuevo escalofrío; pero en esta ocasión no fue debido al recuerdo de Kirtash, sino a la rabia y el odio que había percibido en las palabras de su amigo.