6
Su verdadera naturaleza
Jack blandió el garrote, respirando entrecortadamente. La bestia lo observó, con cautela, pero sin dejar de gruñir por lo bajo.
—Alexander, no —dijo el muchacho, aunque sabía que aquella cosa no era Alexander y, por tanto, no iba a escucharlo.
La primera noche, las cadenas habían aguantado de milagro. Pero aquella segunda noche, el lobo había hecho acopio de fuerzas y, tras varias horas tirando, mordiendo, royendo y tratando de sacudírselas de encima, había logrado liberarse de su encierro.
Jack podía haberlo matado. Podía haber blandido a Domivat; hasta el más leve roce de su filo habría hecho que el lobo estallase envuelto en llamas, si Jack hubiese querido.
Pero el chico no podía enfrentarse a él de esa manera, porque sabía que, bajo la piel de la bestia, se ocultaba Alexander, su amigo, su maestro.
El lobo gruñó de nuevo y saltó hacia él. Jack intentó Esquivarlo y logró golpearlo con fuerza; pero el lobo aterrizó sobre sus cuatro patas, sacudió la cabeza y volvió a la carga.
Jack no quería hacerle daño; pero, si no lo detenía, el lobo acabaría por matarlo a él.
Era una bestia magnífica, un enorme lobo gris de fuertes patas, poderosos colmillos y afiladas zarpas. Pero su instinto le pedía sangre, y Jack estaba demasiado cerca. El chico blandió el garrote como si fuera una espada y golpeó al lobo en el estómago. No sin satisfacción, lo vio caer hacia atrás, con un quejido. Pero no era suficiente. Con un grito salvaje, Jack se arrojó sobre la bestia y cayó sobre su lomo para tratar de sujetarlo. Las patas del animal se doblaron bajo el peso del muchacho, pero giró la cabeza y trató de morderlo. Su mandíbula se cerró en torno al antebrazo de Jack, que gritó de dolor e intentó sacudírselo de encima. Se levantó de un salto y retrocedió, sujetándose el brazo herido y observando al lobo con cautela. El garrote había quedado en el suelo, lejos de él.
Jack inspiró hondo, sin apartar los ojos del animal, que gruñía por lo bajo, dispuesto a saltar sobre él.
—Alexander… —dijo el chico—. Reacciona, por favor. Soy yo, Jack.
Se sintió ridículo. Era obvio que no podía escucharlo. Retrocedió unos pasos, a la par que el lobo avanzaba hacia él. Se dio cuenta de que se preparaba para saltar, y pensó que solo tendría una oportunidad. Tensó los músculos y esperó el momento adecuado.
El lobo saltó sobre él. Jack siguió esperando, calculó la distancia y, cuando ya lo tenía casi encima, se apartó de su trayectoria con un brusco giro de cintura. Se lanzó sobre el animal, rodeando su peludo cuerpo con ambos brazos, y lo hizo caer al suelo. Los dos rodaron sobre la hierba. Una de las zarpas del lobo desgarró el jersey de Jack, que lanzó un quejido de dolor cuando las uñas de la bestia rasgaron su piel bajo la lana. Pero no perdió la concentración. Haciendo un soberano esfuerzo, rodeo con ambos brazos el cuello del lobo, y lo estrechó con fuerza. La criatura gimió y se debatió, pero pronto dejo de moverse porque, cuanto más lo hacía, más le costaba respirar; aún tuvieron que transcurrir algunos minutos más hasta que ambos se quedaron inmóviles.
—¿Ya? —jadeó Jack—. ¿Te has divertido bastante?
El lobo gruñó por lo bajo. Jack sintió que se relajaba, y agradeció, aliviado, la llegada del amanecer. Allí, en Limbhad, siempre era de noche, pero el muchacho podía detectar cuándo terminaba el ciclo del licántropo, porque el lobo siempre parecía debilitarse antes de transformarse de nuevo en hombre… en Alexander.
Jack soltó a la bestia, que gruñó de nuevo; pero no debía de tener fuerzas para levantarse, porque se tumbó sobre la hierba y se limitó a lanzarle una hosca mirada.
Jack miró su reloj, que había sincronizado con la hora de Alemania. Eran casi las siete. Estaba a punto de amanecer. Sacudió la cabeza, agotado y, cojeando, entró en la casa para ir a buscar el botiquín y las ropas de Alexander.
Cuando regresó, el lobo seguía echado sobre la hierba, y esta vez ni siquiera alzó la mirada cuando Jack le puso una manta por encima. El muchacho se tumbó en la hierba, boca arriba; tenía la carne del brazo desgarrada por un mordisco del lobo, y el pecho todavía le escocía, allí donde las garras de la criatura lo habían alcanzado. Pero no tenía fuerzas para levantarse de nuevo, así que cerró los ojos y suspiró.
—Menuda nochecita, ¿eh?
—Y que lo digas —gruñó el lobo, con la voz de Alexander—. ¿Cómo diablos he conseguido romper esas cadenas?
—Dímelo tú —murmuró Jack; le dolía todo el cuerpo porque, además de los mordiscos, tenía arañazos y contusiones por todas partes. Con todo, no le preocupaba llegar a convertirse en un licántropo, como Alexander, porque el estado de este no había sido provocado por la Mordedura de otro hombre-lobo, sino por un conjuro de nigromancia fallido.
Alexander se incorporó un poco; volvía a ser él, pero tenía el cabello revuelto, y sus ojos aún relucían de manera siniestra.
—Habrá que buscar otra manera —dijo.
Jack bostezó.
—¿Otra manera? ¿Cadenas más fuertes, quieres decir? ¿O un somnífero? Eh, mira, eso es una buena idea, ¿por qué no se nos habrá ocurrido antes?
Alexander lo miró un momento, pensativo; admiraba el buen humor con que Jack se había tomado todo aquello.
—Estás destrozado, chico. Será mejor que entremos curarte esas heridas.
Jack se incorporó con esfuerzo y alcanzó el botiquín.
—Mira lo que he traído —dijo, enseñándoselo—. Soy un chico previsor.
Alexander sonrió. Mientras desinfectaba la mordedura del brazo con agua oxigenada, Jack se acordó de Victoria.
—¿Crees que Victoria volverá? —dijo—. Hace una semana que no viene por aquí.
—Le dijiste que no viniera, ¿no?
—Sí, pero… me refería a ayer, y a hoy, y hace siete días que dejó de aparecer por Limbhad. Me pregunto si dije algo que le molestara, porque… bueno, ella estaba muy rara y yo sé que a veces soy un poco bocazas…
—Volverá, Jack —lo tranquilizó Alexander—. No podemos salir de aquí si ella no vuelve. Y lo sabe. ¿Crees que nos abandonaría de esa manera?
—Tienes razón —murmuró Jack—. Es solo que… a veces… bueno, últimamente tengo la sensación de que la estoy perdiendo y… no sé qué debo hacer.
Alexander inspiró hondo y cerró los ojos. Se preguntó qué se suponía que tenía que decir. Estaba claro que Jack le estaba pidiendo consejo, pero a él nunca se le había dado bien ese tipo de cosas.
—Tal vez deberías decirle lo que sientes por ella —opinó por fin.
Jack sonrió. No le sorprendió que Alexander se hubiera dado cuenta. A él le parecía que era muy evidente; desde su punto de vista, lo raro era que Victoria no se hubiera dado por enterada todavía.
—¿Lo que siento por ella? —repitió—. No querría saberlo, te lo aseguro. Está muy fría conmigo. Dos años ha sido demasiado tiempo. Está claro que solo me quiere como amigo, y si ahora voy y le digo todo lo que me pasa por dentro cuando pienso en ella… saldrá corriendo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque ella está enamorada de otra persona, Alexander.
—Pues hace dos años estaba enamorada de ti.
Jack se volvió hacia él, extrañado.
—La noche en que me marché de Limbhad —explicó Alexander—, Victoria me dejó salir. ¿Y sabes por qué? Le dije que la bestia que había en mí te mataría. Tú estabas delante cuando se lo dije.
—Sí, lo recuerdo.
—Entonces olí su miedo, su pánico, su desesperación. No había tenido tanto miedo de mí hasta entonces, hasta el momento en que pronuncié aquellas palabras. Si me dejó marchar fue para protegerte a ti, Jack. Solo a ti.
Jack cerró los ojos, mareado. Recordaba perfectamente aquel momento. Apenas unas horas después, él mismo se había marchado de Limbhad, en pos de su amigo, dejando atrás a Victoria.
—Y tú te fuiste y la dejaste sola —concluyó Alexander, como si hubiese adivinado sus pensamientos.
—Eso, hazme sentir más culpable todavía —murmuró el chico; suspiró y añadió, pesaroso—: En aquel momento la perdí para siempre, ¿verdad?
—Yo no estaría tan seguro. Creo que sigues siendo especial para ella.
Jack respiró hondo, pero no dijo nada. Era mejor no hacerse ilusiones.
Volvió la mirada hacia la balaustrada de la terraza, donde había visto a Victoria por última vez, y la imaginó allí de nuevo, vestida de blanco, tocando la flauta. Casi pudo volver a oír su melodía, y se preguntó cómo había podido pasar dos años enteros sin ella.
—¿Sabes para qué servía esa terraza? —preguntó entonces Alexander; como Jack negó con la cabeza, el joven explicó—: Hubo una época en la que los dragones pasaron de Idhún a la Tierra, y de vez en cuando venían a Limbhad. La terraza de la casa se construyó para que pudieran posarse sin problemas.
—Como una pista de aterrizaje —murmuró Jack, pero Alexander no lo entendió; el chico se volvió entonces hacia él, recordando una cosa—. ¿Cómo encontraste al dragón, Alexander? Me refiero al dragón que estamos buscando.
—No recuerdo muchos detalles —replicó él, pensativo—. Traté de olvidarlo todo, por si me capturaban… No quería que Kirtash leyese en mi mente nada referente al dragón. No quería darle pistas.
—¿Por eso nunca hablas de ello?
Alexander asintió.
—Pero, no sé por qué, ya no me parece tan importante.
Jack aguardó. Alexander volvió a recostarse sobre la hierba y empezó a hablar.
—Solo recuerdo que me dirigí al sur, a Awinor, el reino de los dragones. Fuimos muchos los que partimos en aquella búsqueda, porque había que salvar a un dragón, al menos a uno solo, para que la profecía pudiera cumplirse.
»Pero no quedaban dragones. Por alguna razón, la luz de los seis astros entrelazados en el firmamento resultaba mortífera para ellos. Simplemente… estallaban en llamas Y caían desde el cielo como meteoros. Pronto, Awinor entero ardió también. Y la tierra de los dragones murió con ellos.
Jack sintió una especie de nudo en el estómago, pero quería conocer el final de la historia, y no lo interrumpió.
—Cuando yo llegué a Awinor —prosiguió Alexander—, aquello ya no era más que un páramo yermo cubierto de ceniza. Había restos de dragones por todas partes. Era espantoso.
»Pero seguí buscando y, no sé cómo ni por qué razón, encontré un nido. En circunstancias normales, no se me habría ocurrido entrar, puesto que los dragones guardan celosamente sus huevos, pero estaba desesperado, el tiempo se agotaba y, en el fondo, sabía que ya no quedaba ningún dragón que pudiera castigarme por mi atrevimiento.
»Los huevos estaban todos abiertos. Las crías habían muerto todas. Algunas ni siquiera habían llegado a salir del todo del cascarón.
—Pero al fondo vi un huevo intacto, y algo que rascaba dentro. Esperé… y, cuando la cáscara se quebró, salió del interior una cría de dragón. Estaba débil y temblorosa, pero vivía. Y era un dragón dorado.
—¿Qué tiene de especial un dragón dorado?
—Son una rareza, Jack. Normalmente los dragones no tienen colores metálicos, Pero a veces nace un dragón con escamas de tonos dorados, o plateados, uno entre diez mil, tal vez… no me preguntes por qué, pero son especiales. Los dragones creen que las crías que nacen con esos colores están destinadas a hacer grandes cosas. Y por eso supe, de alguna manera, que aquel dragón viviría, y que era el dragón de la profecía.
Y el resto, ya lo sabes. Lo llevé a la Torre de Kazlunn. Sobrevivió al viaje. Y —añadió, tras un breve silencio— espero que haya sobrevivido a la Tierra.
Jack asintió y se quedó un momento callado, pensando. Luego preguntó:
—¿Le pusiste nombre?
Alexander sonrió con nostalgia.
—Bueno, nunca se lo he contado a nadie —confesó— porqué se supone que era algo entre él y yo. Lo llamé… no te rías… lo llamé Yandrak.
Jack se rió. «Yandrak» significaba «Último Dragón» en idhunaico.
—Nunca he tenido demasiada imaginación —se excusó Alexander.
—Es un nombre apropiado —opinó Jack—. Es lo que es. ¿Donde crees que estará Yandrak ahora? ¿Qué crees que estará haciendo?
—Tal vez —sonrió Alexander—, tal vez esté contemplando las estrellas, como nosotros.
—¿Las estrellas de Idhún, o las de la Tierra?
—Las estrellas, sin más.
Victoria volvió a Limbhad dos días más tarde, Jack pensó que ella parecía más feliz que en su último encuentro, en la terraza. Pero, por alguna razón, lo evitaba y no lo miraba a los ojos, y Jack no sabía qué pensar. Seguía creyendo que Victoria sentía algo por otra persona, pero… ¿por qué se comportaba así con él? Ambos hechos no parecían tener relación. «Tengo que hablar con ella», se dijo el chico.
La ocasión se presentó muy pronto. Una de las primeras cosas que hizo Victoria fue sanar las heridas de Jack, y para ello se lo llevó a su refugio, debajo del sauce, donde su magia funcionaba mejor. Jack la contemplo en silencio mientras la magia de su amiga recorría su cuerpo. Era una sensación dulce, cálida y muy agradable. El chico deseó que aquel momento no acabara nunca. Pero sus heridas se estaban cerrando y, cuando la curación finalizara, regresarían a la casa, y la oportunidad habría pasado. De modo que, cuando ella terminó, y antes de que dijera nada, Jack preguntó:
—Victoria, ¿estás enfadada conmigo?
—¿Qué? —Victoria lo miró, confusa—. No, Jack, no estoy enfadada contigo.
—¿Por qué te comportas así, entonces? ¿Por qué no puedes mirarme a la cara ni estar en la misma habitación que yo?
Victoria le dio la espalda con brusquedad. Pero Jack ya había visto sus ojos llenos de lágrimas. Se sentó junto a ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Lo siento, no quería ser brusco. Por favor, dime qué te pasa. No me gusta verte así. Si es culpa mía…
—No es culpa tuya —suspiró ella.
Se recostó contra él y cerró los ojos. Dejó que Jack la reconfortara con su abrazo.
—He hecho algo muy malo, Jack —susurró Victoria—. No podrás perdonarme nunca.
—Qué… qué tonterías dices —replicó él, confuso—. Todo el mundo mete la pata alguna vez y, además, seguro que no es tan grave.
—Sí que lo es. Y lo peor de todo es que no he podido… o no he sabido evitarlo.
—¿Quieres… quieres contármelo?
—Quiero contártelo —asintió ella—, pero sé que no soportaré mirarte a la cara después. No estoy preparada, Jack. No quiero perderte.
Jack cerró los ojos y la abrazó con fuerza. «Yo tampoco quiero perderte a ti», pensó. «Y siento que te vas… lejos. Me gustaría saber dónde estás ahora. Y si puedo acompañarte».
Pero no lo dijo en voz alta.
—No vas a perderme, Victoria —le aseguró—. Estoy aquí, ¿ves? Y estaré aquí… siempre que me necesites. Esperando a que vuelvas… de dondequiera que estés en estos momentos.
—Pero… pero si estoy aquí —murmuró ella, perpleja. Pero Jack negó con la cabeza.
—No, no estás aquí. Estás muy lejos… donde yo no puedo alcanzarte.
A Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tienes razón, Jack. Estoy muy lejos… en el último lugar donde te gustaría verme. Por eso… no merezco que me hables así, no merezco tu cariño ni tu amistad.
Se separó bruscamente de él, se levantó de un salto y echó a correr hacia la casa. Jack se incorporó.
—¡Victoria! —la llamó, pero ella no se detuvo.
No podía dejarla así. No soportaba verla sufrir de esa forma, quería mecerla entre sus brazos, tranquilizarla, susurrarle al oído palabras de consuelo… hacer lo que fuera para que se sintiera mejor.
Corrió tras ella, trató de alcanzarla, pero ella ya había entrado en el edificio, y Jack intuía dónde iba a encontrarla. Subió rápidamente a la biblioteca y llegó a verla rozando con los dedos la esfera en la que se manifestaba el Alma de Limbhad. Jack sabía que regresaba a su casa, pero temió que tardara varios días en volver, como la última vez, y él no podía esperar tanto tiempo. Corrió hacia ella y alargó la mano para cogerla del brazo, pero no llegó a rozarla. Sin embargo, sin quererlo introdujo la mano en la esfera, y su luz lo deslumbró. Sintió que todo daba vueltas, y que el Alma le preguntaba, sin palabras, adonde deseaba ir. Jack percibió su desconcierto, pero él mismo tampoco podía explicar cómo había logrado contactar con ella, y solo pudo suponer que la magia de Victoria seguía activa cuando él había tocado la esfera. «Con Victoria», pensó, pero luego se corrigió: «A la casa de Victoria».
Cuando todo dejó de dar vueltas, se encontró de pronto en una habitación oscura y silenciosa. Miró a su alrededor, incómodo, y reconoció algunas de las pertenencias de su amiga, por lo que supuso que se encontraba en el cuarto que tenía Victoria en la mansión de su abuela. Buscó a la muchacha, pero no estaba allí. Vio que el despertador de la mesilla marcaba las dos de la madrugada. Se preguntó dónde habría ido Victoria, y si se había equivocado al pedirle al Alma que lo llevara hasta allí.
Reflexionó. Tenía dos opciones: esperar allí a que volviese Victoria, que regresaría tarde o temprano (y arriesgarse a ser descubierto por su abuela) o salir a explorar los alrededores, para ver si la veía (y arriesgarse a ser descubierto por su abuela, de todos modos).
Optó por la segunda alternativa. La casa parecía estar en silencio; todos estarían durmiendo y, por otro lado, si tenían que encontrarlo allí, prefería que fuera en cualquier parte excepto en la habitación de Victoria. Sería muy embarazoso.
De modo que salió al pasillo, intentando no hacer ruido, y buscó la puerta de salida.
Victoria bajó deprisa por la escalera de piedra hasta el pinar que se extendía más allá de la mansión. Por alguna razón, el bosque la llamaba. Habría deseado permanecer bajo el sauce de Limbhad un buen rato más pero, simplemente, no podía estar cerca de Jack sin que los remordimientos la atormentaran cada vez más. Sintió una cálida emoción por dentro al recordar la sinceridad y la dulzura con que él había dicho: «Estaré aquí… siempre que me necesites. Esperando a que vuelvas… de dondequiera que estés en estos momentos». Pero él no sabía…, porque, si supiera.
Se dejó caer sobre la hierba, bajo un árbol, temblando, se sentía confusa y desorientada. Las emociones la sobrepasaban y le costaba pensar con claridad.
—Es duro pensar que estás traicionando a tu gente.
La voz de Christian la sobresaltó. Alzó la cabeza y lo vio de pie, junto a ella, apenas una sombra recortada contra la luz de las estrellas.
—Sí —murmuró Victoria—. ¿Sabes cómo me siento?
Christian se sentó junto a ella y asintió en silencio.
—Pero ¿cómo puedes saberlo?
—Ya te dije una vez que tú y yo no somos tan diferentes.
Victoria recordó entonces cómo su música le había llegado al corazón. Y alzó la cabeza para preguntarle algo que llevaba tiempo rondándole por la cabeza.
—¿Por qué cantas?
Christian se encogió de hombros.
—Supongo que porque necesito expresar una serie de cosas. ¿Te gusta mi música?
—Sí —confesó ella, con cierta timidez—. Me gustaba mucho antes de saber que eras tú el que cantaba. Me gusta, sobre todo, Beyond. No puedo parar de escucharla.
Christian sonrió.
—Beyond… —repitió—. La compuse pensando en ti.
El corazón de Victoria se aceleró.
—¿Pensabas en mí ya entonces?
—He pensado mucho en ti —respondió él—, desde aquella noche en que pude matarte y no lo hice. Aquella noche en que debí matarte. Pero me intrigas, Victoria, y me fascinas, y cada vez que miro en tu interior siento ganas de protegerte.
Victoria suspiró y apoyó la cabeza en el hombro de Christian. Él vaciló, como si no le gustara el contacto, pero no se movió.
—¿Crees que es amor? —se atrevió a preguntar.
—No encuentro necesario buscarle un nombre —replicó él—. Es lo que es.
—Sí —musitó Victoria—, supongo que sí. Pero hay tantas cosas de ti… que no comprendo, que me dan miedo, y que no puedo perdonarte.
—Lo sé.
—Y no sé cómo puedo sentir lo que siento, sabiendo lo que sé de ti.
Christian se volvió para mirarla.
—Es más lo que no sabes de mí que lo que crees que sabes —dijo con suavidad—. Pero la pregunta es: ¿qué te importa más: mi vida y mis circunstancias, o tus sentimientos?
Ella vaciló.
—Todo es importante —se defendió.
—Todo es importante —repitió Christian en voz baja—. ¿Hasta qué punto? Yo también me lo he preguntado. Sabiendo lo que sé de ti, debería haberte matado. Debería hacerlo ahora mismo…, pero no lo he hecho, y estoy empezando a asumir que nunca lo haré. ¿Y todo por qué? —la miró de nuevo, intensamente—. Por un sentimiento. Dime, ¿vale la pena?
—No lo sé. Yo… oh, no lo sé. La razón me dice que debo odiarte. Pero el corazón…
No terminó la frase.
Christian se puso en pie de un salto, y Victoria lo imitó.
—¿Qué puedo esperar de ti? —le preguntó.
—¿Preguntas qué te ofrezco? —dijo él, con una media sonrisa—. No estaré siempre a tu lado. No seré un compañero con el que puedas contar en todo momento. Siempre he sido un solitario, no estoy hecho para compartir mi vida con otra persona. Pero, a pesar de todo, esté donde esté, tendré un ojo puesto en ti. Y te protegeré con mi vida si es necesario. Por un sentimiento.
Victoria calló, confusa.
—¿Qué puedo esperar yo de ti? —preguntó entonces él.
—Me pides que abandone a la Resistencia —murmuró ella—. A mis amigos.
—¿Les has hablado de mí a tus amigos?
—No —confesó Victoria—. No lo entenderían.
Christian asintió, sin una palabra. Se volvió hacia ella la miró a los ojos, le acarició la mejilla con suavidad, con dulzura. Victoria se estremeció entera.
—Me gusta que hagas eso —susurró.
—Lo sé —se limitó a decir él.
—Aunque luego vuelva a casa —dijo Victoria—, aunque recupere la cordura y me dé cuenta de que no debería estar aquí… aunque decida regresar a Limbhad y volver a luchar contra ti… ahora… son mis sentimientos los que mandan.
—Lo sé —repitió Christian, con suavidad—. Entonces, olvida ahora quién soy y lo que he hecho, y déjate llevar por tu corazón.
Se inclinó para besarla, y Victoria se arrimó más a él, sintiendo, una vez más, que el corazón le iba a estallar. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación, y deseó que aquel momento no acabara nunca.
Pero acabó.
Victoria sintió la tensión de Christian, sintió su ira contenida, apenas un instante antes de que se separara de ella con brusquedad. Y, cuando abrió los ojos y miró un poco más allá, hacia el sendero que llevaba a la casa, el universo entero pareció congelarse.
Porque allí estaba Jack, mirándolos.
Jack no pensó ni por un momento que fuera culpa de Victoria. A pesar de que los había sorprendido en una actitud tan tierna como la de cualquier pareja de enamorados, en realidad lo único que veía era que Kirtash estaba con Victoria, la había seducido, la había engañado, y aquello no podía ser para bien. Tuvo miedo de que el hiciera daño a Victoria de alguna manera, que hiciera daño a la persona que más le importaba en el mundo. Su instinto se disparó, y su instinto le decía que Victoria estaba en peligro.
Y eso lo volvió loco.
Y, a pesar de ir completamente desarmado, se lanzó sobre su enemigo con un grito salvaje, para matarlo antes de que le hiciera daño a su amiga, para acabar con él antes de que Victoria saliese perjudicada.
Todo fue muy rápido. Victoria vio cómo Jack chocaba contra Christian y ambos rodaban por el suelo.
—¡Te mataré! —aulló Jack.
Victoria se quedó parada, sin saber qué hacer. Los había visto luchar anteriormente, con espadas, ejecutando movimientos ágiles y elegantes. Pero ahora peleaban a puñetazos, a patadas, como podían.
Christian se revolvió como una anguila y logró quitarse a Jack de encima. De alguna manera, había conseguido extraer un puñal de alguna parte, y ahora lo blandía en alto. En sus ojos acerados brillaba el destello de la muerte, y Victoria supo que, en esta ocasión, no dudaría en utilizar la daga.
Pero Jack estaba desatado, y algo en su interior estalló como un volcán.
Conocía la sensación. Solo la había experimentado dos o tres veces en su vida, pero no la había olvidado. Cuando se dio cuenta de lo que le estaba sucediendo, quiso volver atrás, pero ya era tarde. Había algo dentro de él que exigía ser liberado, y Jack gritó, sin poder evitarlo.
Y su cuerpo generó a su alrededor una especie de anillo de fuego, que se expandió por el aire como una oleada mortífera.
Jack vio entonces algo que lo perseguiría durante mucho tiempo en sus peores pesadillas. Vio el rostro aterrado de Victoria que, paralizada de miedo, tenía los ojos fijos en la llamarada incendiaria que Jack había enviado directamente hacia ella. El chico solo pudo gritar su nombre:
—¡¡VICTORIA!!
Todo fue muy confuso. Victoria sintió que Christian se lanzaba sobre ella para protegerla del fuego con su propio cuerpo, y los dos cayeron al suelo. El fuego pasó por encima de ambos, golpeó los árboles más cercanos los hizo estallar en llamas.
La muchacha intentó incorporarse, aturdida. Christian ya se había puesto en pie de un salto, con la agilidad que era propia de él y, a pesar de que estaba de espaldas a Victoria, ella percibió que hervía de ira. Se sintió inquieta; jamás lo había visto así, pero creía intuir qué era lo que lo había puesto tan furioso.
Jack, muy desconcertado, se había quedado de pie, un poco más lejos. Toda su ira parecía haberse esfumado; se sentía débil de pronto, y le temblaban tanto las piernas que cayó de rodillas sobre la hierba. No sabía qué le había pasado, ni por qué. Y, en el fondo, no le importaba.
Porque Victoria estaba bien, a salvo, y eso era lo único en lo que podía pensar.
En eso, y en que Kirtash había salvado la vida de su amiga… una vida que él, que tanto la quería, había puesto en peligro, tratando de protegerla. Resultaba demasiado irónico… y desconcertante. Por eso miró a Kirtash, aturdido, sin captar la cólera que ardía en los ojos de su enemigo. Estaba demasiado confuso como para percibir el peligro que lo amenazaba.
Victoria, en cambio, sí supo qué era lo que iba a pasar, y agarró a Christian del brazo para intentar detenerlo. Pero él se liberó del contacto con impaciencia, como si se hubiese olvidado de que ella estaba allí, y corrió hacia Jack. El muchacho se levantó, vacilante. Christian se detuvo a un par de metros de él y lo observó, como si lo viera por primera vez, con una mueca de odio infinito.
—¡Tú! —gritó—. ¡Debería haberlo imaginado!
Victoria corrió hacia ellos, tratando de evitar lo inevitable, y logró llegar junto a Jack. Pero, a pesar de todo, no estaba preparada para lo que ocurrió a continuación.
El cuerpo de Christian, que aún temblaba de cólera, se convulsionó un momento y empezó a transformarse.
No fue una transformación gradual, sino que, por un momento, dos imágenes se superpusieron en un mismo lugar, y se fundieron hasta que solo quedó una. Y la que quedó no era la figura de un joven de diecisiete años, sino la de una criatura fantástica, una gigantesca serpiente que se alzaba ante Jack, con su cuerpo anillado vibrando de ira, y unas inmensas alas membranosas extendidas sobre ellos, cubriendo el cielo nocturno.
Jack lo miró, con horror. Él y Victoria retrocedieron unos pasos, pero Victoria tropezó y, al caer, arrastró a Jack consigo. Los dos quedaron sentados sobre la hierba, paralizados de miedo, sin ser capaz de apartar la vista de la enorme serpiente. Era una visión aterradora y sobrecogedora porque, pese a todo, aquella criatura era fascinante y magnífica, y poseía una belleza misteriosa y letal. Los sheks habían nacido de las entrañas de la tierra cuando Idhún era aún muy joven, y eran los hijos predilectos del dios oscuro, prácticamente semidioses, quizá por encima de los mismos dragones.
—¿Christian? —susurró ella, sin poder creerlo.
—Kirtash —dijo Jack, sombrío.
La serpiente alzó la cabeza, desplegó las alas todavía más y lanzó una especie de chillido de libertad, como si hubiera estado encerrada durante mucho tiempo en un lugar incómodo y pequeño y ahora disfrutase de nuevo del espacio que necesitaba.
Después, fijó sus ojos irisados en Jack. Y Victoria descubrió en aquellos ojos el brillo de la mirada de Kirtash, Christian, y comprendió con horror quién era… o qué era exactamente… el ser del que creía haberse enamorado.
El shek no pareció reparar en ella. Destilaba odio e ira por todas sus escamas, y Victoria sabía, de alguna forma, que era Jack, su presencia, tal vez su mera existencia, lo que lo había alterado de aquella manera. Jack se había quedado quieto, incapaz de moverse ni de apartar la vista de la magnética mirada de la criatura. O no tenía fuerzas para moverse, o bien el shek lo había hipnotizado, de alguna manera.
Victoria supo que su amigo iba a morir, y no pudo soportarlo. Se echó sobre él y lo protegió con su propio cuerpo. Después, cerró los ojos, esperando la muerte.
Jack fue vagamente consciente de su presencia. Se sentía extraño, como si estuviese viviendo una pesadilla de la que fuera a despertar en cualquier momento. Aquella serpiente era la encarnación de todos sus miedos, el blanco de todo su odio. Lo que provocaba en él era demasiado intenso como para ser real.
El shek pareció reaccionar. Miró a Victoria y, aunque ella no podía verlo, porque seguía con los ojos cerrados, sí sintió aquel escalofrío, y lo reconoció: era el mismo que la recorría cuando percibía que Christian, o Kirtash, andaba cerca. Estaba demasiado aterrorizada como para analizar la situación con claridad, pero sí sabía que su corazón estaba sangrando porque había perdido a Christian, o a lo que ella creía que era Christian, para siempre.
«Victoria», susurró una voz en su mente. Ella tembló de miedo. Era la voz de Christian, la habría reconocido en cualquier parte. Pero tenía un timbre inhumano, un tono helado e indiferente que la aterrorizaba.
«Victoria», repitió él. «Apártate».
La muchacha se atrevió a abrir los ojos y a echar un vistazo.
El shek seguía ahí, alzándose ante ella, terrible y amenazador. Pero había replegado un poco las alas, y la vibración de su cuerpo era menos intensa.
«Apártate, Victoria», repitió la criatura en su mente.
«No quiere matarme», comprendió, de pronto. Se volvió hacia el shek, cautelosa.
—¿Eres… Christian?
«Soy Kirtash», repuso él.
—Entonces, esta es… tu verdadera naturaleza.
«¿Sorprendida? Y ahora quita de ahí, Victoria. Tengo trabajo que hacer».
Victoria inspiró hondo, tragó saliva y negó con la cabeza.
—No. No lo permitiré. Si quieres matar a Jack, antes tendrás que matarme a mí.
Aquellas palabras hicieron reaccionar a Jack, despertándolo de su extraño trance. Seguía sin poder moverse, pero fue, por fin, consciente de la situación. Hizo un esfuerzo sobrehumano para moverse y apartar a Victoria, para ponerla a salvo, pero no fue capaz. Su cuerpo seguía paralizado. Intentó hablar; eso sí lo consiguió:
—No, Victoria —susurró—. Haz lo que dice, yo… me enfrentaré a él…
—Jack, no puedes moverte. No sé qué has hecho, pero te has quedado sin fuerzas, y…
—Victoria, por favor —suplicó él; la idea de perderla era mucho más insoportable que la certeza de que iba a morir a manos de aquella criatura—, no dejes que te coja; márchate, vete, huye lejos.
Ella lo miró intensamente y le apartó de la frente un mechón del flequillo, como solía hacer.
—¿Sin ti? Nunca, Jack.
El chico se estremeció. Definitivamente, aquello no podía ser real.
«Conmovedor», dijo Kirtash, pero no parecía en absoluto conmovido. «Intentaré explicártelo, Victoria: él debe morir para que tú vivas».
—¿Qué? —Victoria se volvió hacia él—, ¿qué has querido decir?
«Si Jack muere, Victoria, tú estarás a salvo. Te dije que te protegería, y es lo que voy a hacer, si me dejas».
—¿Matando a Jack? ¿Es esa manera de protegerme? —Victoria había levantado la voz, y tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¡Tú… maldito embustero! Era esto lo que querías desde el principio, ¿verdad? ¡Llegar hasta él para matarlo! ¡Me has utilizado! ¡Bastardo!
«Puedes pensar eso si te hace sentir mejor», dijo el shek, y Victoria cerró los ojos, rota de dolor, recordando cómo hacía apenas unos días, Christian había pronunciado unas palabras semejantes. Pero ¿cómo podía ser él mismo? Victoria entendía ahora que alguien pudiera asesinar de la manera en que Kirtash lo hacía, entendía sus misteriosos poderes telepáticos, entendía por qué podía matar con la mirada, entendía por qué nada podía sobrevivirle. No tenía más que contemplar a la criatura que se alzaba ante ella para comprenderlo.
Pero ahora, menos que nunca… entendía cómo podía haberla besado con tanta ternura, cómo había tanta sinceridad en sus palabras, cómo era capaz de mirarla de aquella manera tan intensa. ¿Podía hablar de sentimientos… alguien como Kirtash, el shek, la serpiente alada? ¿Había algo de humano en él, o era solo una ilusión?
Pero Victoria no tenía tiempo de averiguarlo. En cualquier caso, había cometido un terrible error, y no permitiría que Jack muriese por su culpa.
—No quiero la vida que tú me ofreces si ha de ser a cambio de la de Jack —replicó, temblando—, así que puedes dejarnos marchar a los dos… o matarnos a ambos. Tú mismo.
Sabía cuál iba a ser la respuesta, y Jack la sabía también. Con un esfuerzo sobrehumano, logró incorporarse y trató de apartar a Victoria, pero ella no se lo permitió.
—Victoria —suplicó Jack—. Maldita sea, márchate. No quiero que…
—No voy a marcharme sin ti; es mi última palabra.
Jack intentó replicar; pero ella lo abrazó con todas sus fuerzas y le susurró al oído: «Por favor, perdóname», antes de cerrar los ojos.
Hubo un largo, tenso silencio.
—No estás preparada para entenderlo —dijo Kirtash con suavidad.
Victoria abrió los ojos, sorprendida. Aquella frase no había sonado en su mente, sino en sus oídos. Se volvió.
Y vio a un joven de cabello castaño claro y ojos azules, que la miraba, sombrío. El shek, la serpiente alada, había desaparecido.
—¿Chris… Kirtash? —murmuró, confusa. El no dijo nada. Dirigió una mirada a Jack, y el muchacho la sostuvo, desafiante. Después, se volvió de nuevo hacia Victoria.
—No podrás protegerlo siempre, y lo sabes.
Victoria quiso llorar, quiso chillar, quiso insultarle, golpearle, abrazarle… pero se quedó mirándolo, confusa, todavía temblando en brazos de Jack.
Kirtash le dedicó una de sus medias sonrisas, una media sonrisa irónica y amarga, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad de la noche. Y, a su pesar, Victoria sintió como si algo en su interior se marchara con él, y no fuera a regresar jamás.
«No podrás protegerlo siempre, y lo sabes».
Jack y Victoria se quedaron un momento quietos, en tensión. Pero Kirtash no regresó.
Jack se sintió de pronto liberado de la misteriosa parálisis que le había impedido moverse. Respiró hondo y miró a Victoria.
Entonces los dos, todavía temblando y con los ojos llenos de lágrimas, se abrazaron con fuerza.