Capítulo 3
Ben se despertó con el olor a canela y a algo cocinándose en el horno. Parecía como si flotase en una nube de infancia y pasado, sin preocupaciones ni problemas, donde todo estaba bien.
Hasta que se movió.
El calor le golpeó abajo, en la pierna, y arriba, en la ingle. Joder, y no del tipo que le gustaba. El intenso dolor despejó su cabeza del sueño, y después de un segundo se acordó de dónde estaba: en casa de Julia, con una herida de bala en la parte superior del muslo. Su humor cambió de repente. Todavía no podía creer que le hubiesen disparado.
Ben Prescott había sido una leyenda en la academia de policía, el número uno de su promoción. Había sido más que bueno, él era quien había fijado el nivel para los que habían venido detrás. Su puntería era excepcional y sus reflejos fenomenales. Tenía la innata cualidad de estar siempre hiperatento a todo cuanto pasase a su alrededor, lo que lo dotaba de habilidad para reaccionar rápida y fluidamente frente a cualquier situación. Pero hacía una semana la emoción se había interpuesto en su camino. La emoción le había hecho ser descuidado, había afectado a su concentración. La emoción hacía que un hombre se volviese vulnerable, y uno no podía permitirse ser débil en una profesión como la suya. Había sido descuidado al seguir al criminal dentro del edificio y bajar la guardia. Demonios, pensó pasándose las manos por el pelo, se merecía que le hubiesen disparado.
Ben se levantó de la cama con mucha fuerza de voluntad. Todo, desde hacer una mueca hasta poner los pies en el suelo, requería de un gran esfuerzo, pero no quería que nadie, incluido Sterling, lo supiese. Si el mayor de los Prescott hubiese sabido la verdad, nunca se hubiese ido de luna de miel, y como Ben le había dicho a Julia, él no iba a ser el responsable de tirar por la borda la primera vez que Sterling había conocido la felicidad verdadera. Así que Ben no había dicho nada por su hermano; pero también porque no quería que nadie de su familia se quedase más tiempo del estrictamente necesario. Hacer que su madre, su abuela y su hermana regresasen a San Luis había sido muy doloroso. Tal vez su familia no era muy dada a dar abrazos o a enviar tarjetas el día de San Valentín, pero sabía que les importaba mucho a su propia manera mandona y dominante.
Él no era demasiado diferente cuando iba tras algo que quería. Cuando les comunicó que iba a ser policía en vez de unirse a Prescott Media, su familia protestó firmemente. Sabía que les importaba, sabía que todo había sido porque estaban preocupados, pero ningún truco, ni los ruegos, ni incluso las amenazas, le hicieron cambiar de opinión. Ni entonces, ni ahora, cuando habían intentado que volviese a San Luis después de que despertase en la sala de urgencias. Pero mantenía la boca cerrada porque sabía que lo hacían con buena intención, y aguantaría cualquier cosa con la que le saliese Julia Boudreaux. Además, pensó con una irónica sonrisa, no había llegado a ser un policía porque le gustase ir sobre seguro.
Pero su sonrisa se convirtió en una mueca al pensar en ella. Nunca había conocido a ninguna mujer con mayor control sobre sí misma y sobre todo aquello que la rodeaba que Julia. Si quería algo, iba tras ello. Y basándose en lo que había visto cuando se había quedado en su casa trabajando de guardaespaldas mientras rodaban El soltero de oro y sus doce rosas tejanas, conseguía todo aquello que se proponía.
Era realmente toda una pieza, sexy que te mueres, sin ninguna duda, pero aun así toda una pieza. Sus minifaldas estrechas nunca fallaban a la hora de provocarle una erección de las que exigían un alivio inmediato. Pero por razones que no estaba demasiado interesado en analizar, desde que había conocido a aquel bombón de pelo azabache, había tenido muy poco interés en aliviarse con ninguna otra mujer que no fuese Julia. Sin embargo, preferiría tomar duchas frías hasta la muerte antes que liarse con ella. Julia Boudreaux no era nada más que una rompecorazones con tacones altos, así que se juró mantenerse alejado de ella.
Después de una mueca de dolor y de mucho esfuerzo, se las arregló para ponerse sus tejanos y meter sus brazos en las mangas de la camisa. Con el sudor cayéndole por la frente, decidió que pasaría de las botas. Llegó cojeando hasta el baño, echó una meada y pensó en darse una ducha y en afeitarse, pero al final decidió que dedicaría la poca energía que tenía de reserva en salpicarse la cara con agua y darse un rápido cepillado de dientes. Tal vez repensaría lo de la ducha después de recuperar fuerzas con lo que fuera que se estuviese preparando en la cocina.
Se sentía como si no hubiese comido en un mes, así que se fue en busca de lo que fuese que olía tan condenadamente bien. La idea de la comida y de sentarse en la cocina de Julia hizo que se olvidase de las punzadas en el muslo. Le había gustado esa cocina desde la primera vez que la vio; era acogedora, tenía clase y resultaba cómoda. Hacía ya un tiempo que había permanecido alejado de los quemadores de una cocina. Después de toda una vida de criados y de impersonales cocinas de acero inoxidable con lo último en todo, a Ben de hecho le había gustado la simplicidad de un viejo fregadero y de un solo quemador. Se había sentido como en casa desde la primera vez que pisó la cocina de Julia. Había esperado que ella estuviese rodeada de encimeras de mármol y de criados aduladores. Pero incluso cuando tenía criados, más a menudo que menos, podía encontrarse a Julia en la cocina, con su escaso vestuario, preparando té o cocinando galletas para el montón de mujeres a las que había alojado en su casa para El soltero de oro.
Pero cualquier bienestar que pensase encontrar ese día en la cocina se esfumó en cuanto llegó allí. No podía creer lo que estaba viendo. Nadie más que la jodida Betty Crocker se encontraba frente al horno, vestida con un vestido acampanado por las rodillas, un delantal de encajes y el tipo de zapatos planos que utilizan las profesoras los domingos. Aquella imagen no tenía nada que ver con la Julia de faldas ajustadas y zapatos de tacón que había llegado a conocer, si no a amar. Incluso se había recogido su oscuro pelo en una cola de caballo.
—¿Quién demonios eres tú y qué has hecho con la mujer salvaje que conocía y que no me caía muy bien? —preguntó al entrar.
Julia se dio la vuelta y su falda se movió como la de una bailarina. Le miró con esos enormes ojos violeta, sujetando con uno de esos guantes para el horno una bandeja de panecillos de canela recién hechos.
—¡Buenos días! —dijo alegremente—. ¿Cómo te encuentras hoy?
Dejó la bandeja, se alisó el delantal y le hizo un gesto para que se sentase.
—Espero que tengas hambre, he preparado un banquete.
Ben se quedó sin habla. Generalmente, cuando hacía algún comentario acerca de lo mal que le caía, ella saltaba con una rápida réplica tan acida que escocía. Aquella Julia solo sonreía, y él se sintió dolorosamente decepcionado.
Mientras lo conducía a la mesa, Ben se dio cuenta de que, a pesar de que no le llegaba a los hombros, Julia no estaba ni lo más mínimamente intimidada por su altura.
Se sentó, sufriendo el horrible ruido que sus tan sensatos tacones hacían al andar contra las baldosas del suelo. En un instante tenía delante un plato de huevos revueltos con queso y beicon, y maldita sea si los bollos de canela no chorreaban una cremosa cobertura de mantequilla. Su estómago se quejó.
—¿Lo ves? —dijo prácticamente cantando—. ¡Tienes hambre! Y todo niño en edad de crecer necesita reponer fuerzas.
Yo no soy un niño en edad de crecer, Betty. Si quieres que te lo demuestre, estaré encantado de hacerte un favor.
Se estiró para cogerla, pero se le escapó, y moviendo uno de sus dedos le dijo:
—Tchu, tchu, nada de sobrepasarse con la enfermera jefe.
—Enfermera jefe, los cojones...
—De verdad que tu lenguaje es abominable.
—¿Abominable? ¿Qué narices te ha pasado?
Julia se rio y se dio la vuelta agitando la falda de nuevo. Volvió a la encimera, donde empezó a decorar la segunda hornada de bollos.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué me ha pasado? —preguntó remilgadamente.
—Estás. distinta. Te has vestido como algún tipo de caricatura de la respetabilidad de los años cincuenta. Creía que Halloween ya se había acabado.
Todavía era tan bonita como antes; no creía que Julia Boudreaux pudiese ser otra cosa que un espectáculo. Pero de la noche a la mañana había pasado de ser despampanante y sexy a ser simplemente encantadora, y no le gustaba ni una pizca. Por mucho que no le gustase la vieja Julia, la quería de vuelta; aquella nueva versión le confundía.
Julia levantó una ceja mientras miraba los bollos y dijo:
—Incluso si me he pasado un poco con el vestuario, soy una persona distinta.
Sin probar bocado, Ben se levantó de la mesa a pesar del dolor y se dirigió hacia ella. Julia no se dio cuenta de que estaba allí hasta que se paró a unos pocos pasos y ella se volvió. No chilló ni puso mirada de alumna inocente. Sus ojos violetas se encendieron atentos, sus carnosos y sensuales labios se entreabrieron, y él se sintió ridículamente mejor al saber que la mujer salvaje no había desaparecido por completo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Echando un vistazo desde más cerca para ver qué está pasando dentro de esa cabeza tuya.
—¿Qué está pasando? Nada. Pero si de veras quieres saberlo, este es el primer día de mi nuevo yo.
—¡Qué cojones.!
—Mi vida ha cambiado irreversiblemente y he decidido cambiar con ella. De ahora en adelante seré una buena chica.
Ben se quedó sin palabras. Lo único que sabía era que sentía una infantil necesidad de demostrarle que nunca llegaría a ser buena, al igual que él.
Se acercó un paso, pero Julia rio y se escapó aprovechando que él no podía moverse tan rápido.
—Tsk-tsk, señor Prescott.
—¿Tchu, tchu? ¿Tsk-tsk? ¿Es que has perdido la cabeza?
Julia volvió a reírse, esta vez con su vieja y profunda risa gutural que sonaba extraña llevando ese vestido de volantes.
—Puedo llevarte una bandeja a la cama si no te apetece comer en la cocina —ofreció Julia.
Ben permitió que su mirada resbalase por ella despacio, abarcando los pechos redondos y su fina cintura, bajó la mirada hacia lo que sabía que había bajo aquella condenada tela.
—Me interesa la idea de comer bizcochito, y en la cama. Aunque no me interesan los panecillos dulces.
Los ojos de Julia se encendieron, pero se apagaron rápidamente, como al echar agua helada al fuego. Verdaderamente iba a hacer todo lo posible para domesticar a la chica salvaje.
—Si no estás interesado en los dulces, ¿qué tal un poco de beicon? —respondió ofreciéndole una tira.
Riéndose entre dientes lo cogió y se lo comió en un par de bocados. Ella observó cómo masticaba y su respiración se hizo más lenta a medida que él tragaba. Pero rápidamente sacudió la cabeza, murmuró algo que Ben no pudo entender y volvió a concentrase en la bandeja de dulces. Julia cogió el tazón con la cremosa y blanca cobertura, aunque Ben hubiese jurado que sus manos temblaban cuando comenzó a extenderla.
Ben se le acercó por detrás y sintió el cuerpo de Julia en tensión.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella todavía esparciendo la crema con la mano.
Ben se acercó todavía más, acorralándola contra la encimera y colocando los brazos a ambos lados de ella para que no pudiese escapar.
—Esto no tiene ninguna gracia, Ben. —Julia dijo las palabras con firmeza y la ira comenzó a salir a través de aquella fachada de Betty Crocker.
—Para tu información, las chicas buenas son todo dulzura y cariño. De hecho no creo que se enfaden nunca —dijo él burlón.
—Solo porque no tienen que tratar con hombres como tú —se le escapó entre dientes.
Ben soltó una carcajada y le dijo:
—Reconócelo, Julia, eres todo cuanto quieras excepto una buena chica. La ropa no cambia a una mujer. De hecho me apuesto algo a que ese vestido no es ni siquiera tuyo. —Sí que lo es.
—¿Cuándo te has vestido tú así? —preguntó en un tono de incredulidad.
Julia decidió no contestarle para no incriminarse a sí misma, o darle más o menos la razón. El vestido era suyo, pero había sido un disfraz que había llevado cuando se vistió como June Clever para la fiesta anual de Halloween que daban en el club de campo. Durante las semanas que precedieron al evento había oído hablar de las apuestas que se estaban llevando a cabo con respecto al disfraz que ella llevaría: conejita de Playboy o gatita sexy. Ofendida de que la encasillasen, se presentó vestida como una decente y remilgada madre americana. ¿Quién iba a imaginarse que volvería a ponerse el vestido? Pero hasta que se comprase ropa nueva o se la pidiese prestada a Kate, se pondría cualquier cosa que pudiese encontrar que no fuese estrecha, corta o chillona con estampado de leopardo. No es que pensase que la ropa hiciese al hombre, o a la mujer, pero suponía que iba a necesitar de toda la ayuda que pudiese encontrar para que la transformación calase en su cabeza. La ropa era solo el punto de partida. seguida de cerca por no más sexo con chicos malos. Pero no iba a compartir nada de todo aquello con Ben Prescott.
Esbozó una sonrisa un poco forzada. Aquel tipo le estaba poniendo difícil mantener su promesa de ser amable, dulce y responsable, por no mencionar la promesa de llegar a ser su amiga.
Ben se acercó todavía más, invadiendo su espacio. Julia le echó un rápido vistazo por encima del hombro. Su mirada era dura, sexy y hambrienta, y no tenía nada que ver con la comida que se había pasado toda la mañana preparando. Podía sentir cómo su calor derretía una resistencia tan duramente ganada. Olía a pasta de dientes y a cama caliente. Bueno, demasiado bueno.
Ben se acercó todavía más, hasta que Julia pudo sentir su cuerpo presionando contra el final de su espalda. Caliente y firme, y ninguna duda acerca de ello, ese pistolón que paseaba por ahí en sus 501 era impresionante.
Cerró los ojos e imaginó por un segundo.
—Mira, tienes un cuerpo asombroso —admitió Julia— y es fácil adivinar que el sexo entre nosotros sería genial, pero eso no va a pasar nunca. Ben se quedó quieto y luego soltó una carcajada.
—Esto. —murmuró ella, centrándose en las pastas de canela con determinación—. No quería decir eso.
—¿De verdad? —preguntó Ben con una voz profunda y sexy.
—Quiero decir que no pretendía ser tan.
—¿Directa? —acabó Ben—. Esa es una de las cosas que me fascinan de ti. Los pensamientos pasan de tu cabeza a tu boca sin detenerse demasiado; no tienes miedo a decir lo que piensas. Es. raro, e interesante.
—No pretendo ser ni rara ni interesante —dijo suspirando—. Y me parece que podrías ser un poco más comprensivo con mi nuevo Yo.
—Ser bueno no es divertido —dijo Ben inclinándose y acercándose a su oído.
—¿Y cómo puedes saberlo tú?
Ben volvió a reírse.
—Una para Julia —dijo marcando un punto en el aire con su dedo, para luego retirarse.
Julia se dio la vuelta para liberarse, en un intento de establecer las reglas del juego que iban a necesitar si querían vivir bajo el mismo techo. Pero en el instante en que quedaron cara a cara, lo que vio le sentó como una bomba: su barba sin afeitar, su pelo despeinado que obviamente había decidido no cepillarse y por el que simplemente se había pasado los dedos. La camisa que caía sin abrochar mostrando los músculos de un pecho fuerte y un abdomen liso. El rastro de vello negro que desaparecía bajo los tejanos caídos apoyados en sus caderas, el botón de arriba desabrochado dejando ver una pequeña V de piel blanca que no había visto nunca el intenso sol del Oeste de Texas.
El teléfono sonó, pero parecía no poder moverse.
—¿Vas a cogerlo? —preguntó Ben; su voz retumbaba en todos sus sentidos. —¿Para qué molestarse? —suspiró—. Probablemente será otra de la larga lista de patéticas mujeres que se están muriendo por una pizca de tu atención.
—¿Qué?
—Tus admiradoras. Han estado llamando durante toda la noche mientras dormías en la cama.
Su cabeza empezó a dar vueltas al imaginárselo en su habitación. Había mirado a hurtadillas esa mañana, cuando se dirigía a la cocina, para asegurarse de que se encontraba bien. Y a pesar de que en menos de veinticuatro horas ya había ropa por todas partes, lo único que pudo pensar fue en lo sexy y atractivo que estaba ahí estirado durmiendo. Pero de repente recordó el desorden de la ropa y lanzó un suspiro de rabia. Ben la miró confuso.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.
—Eres malo, malo con M mayúscula. ¡Un troglodita! ¡Un neandertal! —dijo bruscamente.
—¡Hey! —se quejó Ben mientras se alejaba. Volvió a la mesa y comenzó a comer. —¡Oh, Dios mío! ¡Esto es genial!
Ben la miró extrañado, y metiéndose en la boca una cucharada de huevos revueltos le preguntó:
—¿De qué estás hablando?
—¡Eres más que genial! ¡Incluso hablas con la boca llena! —dijo Julia batiendo las manos.
Ben la fulminó con la mirada, cerró la boca y acabó de masticar. Aun así, seguía siendo perfecto. ¿Cómo era posible que no hubiese pensado en él la noche anterior? —¿Podrías explicarme de qué estás hablando? —preguntó tragando. Julia corrió hacia él.
—¡De mi nuevo programa de televisión! Voy a montar un programa de transformación, pero no voy a transformar a mujeres como hace la mayoría de la gente. ¡Voy a transformar a hombres!
—¿Transformar a hombres? —La miró como si estuviese loca y cogió un trozo de beicon.
—¡Exactamente! Algo así como El Equipo G, solo que el mío será aún más divertido. Voy a llamarlo: De hombre primitivo a príncipe encantador. Ben escupió el beicon.
—¡Y quiero que seas mi primer hombre primitivo!
Empezó a atragantarse, sin duda conmocionado. Rápidamente Julia comenzó a darle golpecitos en la espalda, hasta que Ben alcanzó su brazo y la paró. —¿Estás loca? ¡Yo no soy ningún hombre primitivo!
—¿Qué dices? Si eres como un proyecto científico sobre los hombres primitivos. Un experimento de laboratorio, un cultivo de músculos, testosterona y hombre prehistórico.
Julia se dio cuenta de que Ben no sabía muy bien cómo tomárselo, que no sabía si debía sentirse ofendido o halagado.
—¡Eres tan primitivo como el que más! Y conmigo al timón sé que puedo transformarte y que pases de ser el peor de los chicos malos, a ser el más dulce de los dulces.
Ben se quedó con la boca abierta. Ofendido o halagado, ya era más que suficiente.
—¡Olvídalo! Yo no soy ningún tipo de. de. experimento de laboratorio.
Vale, así que estaba ofendido, debería habérselo esperado. ¿Qué hombre se reconocía a sí mismo como realmente era? ¿Cuántos hombres había ahí fuera sin ninguna pista de por qué sus mujeres y novias se enfadaban con ellos? ¿Cuántos se quedaban mirando pasmados cuando su cita les arrojaba una copa de chardonnay en la cara?
¡Aquello era perfecto! ¡Ben era perfecto! Iba a cambiarlo, iba a hacer un enorme favor a las mujeres que habían estado llamando durante toda la noche, y entretendría a la audiencia televisiva en el proceso. Los índices de audiencia iban a llegar hasta el techo.
—¡Voy a transformarte!
Ben se levantó de la mesa y la miró fijamente.
—No estoy interesado en ser transformado. ¿Lo has pillado, bizcochito? —Primera lección: llamar a una mujer bizcochito es tan poco atractivo. No lo haremos más, ¿vale?
Por un momento pensó que la llamaría algo peor que bizcochito, pero se contuvo. En cambio, dio media vuelta, hizo una mueca, se suponía que de dolor debido al rápido movimiento brusco, y se largó de la cocina sin mirar atrás.
Tal vez no había sido perfecto, admitió, pero no iba a rendirse, de ninguna manera. Tenía a un hombre primitivo en frente de sus narices y no iba a dejar que se le escapase.