Epílogo
La casa se alzaba junto a un bosque, en la ladera de una herbosa colina. Una asombrosa pared de cristal daba a la pendiente. Sentada en el suelo, bañada por la luz del sol que atravesaba el cristal y los árboles, había una niña de seis años con una gata gris en brazos. La niña mecía a la gata y le murmuraba cosas, como si de un bebé se tratara. El animal tenía el aire resignado de quien se halla atrapado sin remedio: una de sus patas, extrañamente torcida, sobresalía entre los brazos de la niña.
—Papá—llamó la niña dirigiéndose al hombre que estaba en el sofá dibujando en una gran libreta de anillas—, ¿a que mi gatita es la más bonita del mundo?
Cuando el hombre respondió, en su voz no se apreciaba en absoluto que le contrariase el que lo interrumpieran. Más bien parecía como si hubiera estado matando el tiempo con sus bosquejos, a la espera de que ella le hiciera aquella pregunta.
—Sí, cariño, claro que lo es.
La gata intentó escapar, por lo que la niña la estrujó un poco más, hasta el punto de que al animal parecía que se le iban a saltar los ojos.
—¡Eh!, ten cuidado con mi gata—le reconvino su padre—. Tiene dieciséis años y no es de goma. Ponía en el suelo y trátala como es debido.
La niña la dejó sobre la alfombra e hizo lo que su padre le había enseñado. Acarició suavemente a la gata entre las orejas, pero ésta, recién liberada, decidió darse a la fuga. La niña echó a correr tras ella.
—No, no, cariño—intervino el padre—, hazlo como es debido. Sólo quiérela, no la atosigues tanto.
La niña volvió a sentarse en el suelo y se puso a llamar con sonidos susurrantes a la gata, que luego de alejarse cojeando unos pasos, se sentó a una distancia prudencial. El hombre, convencido de que en toda la ciudad no había un espectáculo mejor que aquél, se preguntó si tendría algún chisme protector que le impidiera reventar de satisfacción.
La niña siguió susurrando y la gata se incorporó, y se acercó a ella y se detuvo a su lado, sin apoyar la pata torcida, como si quisiese dar a entender que su regreso no era definitivo. La niña tendió la mano y le rascó la cabeza con el dedo índice. El hombre advirtió un destello de luz en los ojos verdes de su hija.
—Mira, papá, la trato como es debido.
—Sí, cielo.
Antes de que la gata se acomodara en el regazo de la niña, una nube tapó el sol y las sombras de la niña y de la gata se desdibujaron hasta desaparecer.
—Papá, ¿verdad que le salvaste la vida una vez?
—Sí, cariño, y después Frankie salvó la mía.
—¿Me contarás cómo lo hizo?
—Sí, cielo, claro que sí.