A la mañana siguiente despertó aterido en su pequeña casa adosada, ya que había apagado la calefacción para no gastar queroseno. Se puso un batín encima de la ropa con que se había ido a dormir y bajó a la planta baja. Como tenía resaca, envolvió el molinillo de café con una toalla para no oírlo y molió un puñado de los oscuros granos tostados que contenía el paquete. A continuación se tomó dos aspirinas y un comprimido de vitamina C, y volvió a notar el frío, aunque esta vez procedía de su interior. Mientras se tomaba el café tuvo tiempo para reflexionar sobre sus incertidumbres y preguntarse qué hacía en esa ciudad, en esa casa, en medio de una carrera profesional casi estancada. También tuvo tiempo para pensar en su novia, aunque no la energía suficiente para enfadarse. El viento batía las ventanas, y cada golpe era para él como una acusación. Se quedó quieto con la taza de café apuntando hacia el sur mientras su corazón pasaba del reproche al pesar, a la tristeza y a la vergüenza.

Entonces oyó que alguien más lloraba. ¿Sería un bebé? El sonido procedía del otro lado de la puerta de su casa. El lector tal vez piense que nuestro protagonista estaba demasiado ocupado en compadecerse de sí mismo como para ir a indagar, pero se equivoca. Si bien hace mucho tiempo existían personas que no reaccionaban de inmediato ante el llanto de un bebé, en la actualidad éstas se encuentran, como es natural, extintas, y aunque el artista podía considerarse muerto en varios aspectos importantes, su especie no estaba extinta ni mucho menos.

Al abrir la puerta notó que una ráfaga fría le golpeaba la cara, y a continuación el calor de la taza en los dedos y la tibieza del vapor del café que ascendía hasta su barbilla. El lloriqueo provenía de una gatita gris, muy pequeñita, con las orejas pegadas a la cabeza, que había buscado cobijo en su porche.

El animalillo lo vio, o quizá notó el aire un poco más caliente que salía por la puerta; en todo caso, el soltero tenía ante sí una criatura que ocupaba un lugar impensable del universo, el de los seres más desgraciados que él. Lo estaba pasando verdaderamente mal, y, suponiendo que a los gatos se les permitan tales veleidades, aquél tenía sobrados motivos para estar desesperado.

Al otro lado de la calle vio a varios hombres descargar muebles delante de una casa. «Están de mudanza y se les ha perdido la gatita», pensó. A pesar de que el viento helado le atravesaba el batín, bajó los escalones del porche, recogió a la gatita y los llamó. Obtuvo una respuesta negativa, ¡qué lástima!

—No es nuestro, tío, y no intentes endosárnoslo.

Levantó a la gata del suelo y subió con ella por los escalones. Al tenerla en brazos advirtió lo pequeña que era; apenas parecía un gato, sino una cría de especie desconocida que acabara de salir del vientre de su madre. La dejó en el escalón de arriba y retiró rápidamente la mano de la leve traza de fertilidad que llevaba consigo. Más tarde recordaría haberse fijado en las sutiles rayas claras y oscuras del lomo.

Se encontraba al borde de una fase de indecisión y tan pronto se sentía inútil como aquejado por una anómala dureza de corazón.

No podía meter un gato en su casa así, sin más. Bueno, tal vez pudiese, si el animal quería entrar.

La gatita alzó la vista cuando él abrió la puerta. «¿Quieres entrar?», llegó a preguntarle. En aquel momento no le pareció tan ridículo como pueda parecerlo ahora. El animalito entró corriendo y él lo siguió tras cerrar la puerta para impedir el paso del frío.

Al llegar al centro de la sala de estar se puso a maullar con tristeza y él volvió a levantarlo, más impresionado por su tamaño que por su estado de necesidad, incluyendo la cola, apenas llenaba la palma de su mano. Debían de haberla separado de su madre cuando todavía mamaba. Le vino a la cabeza la imagen de un programa de televisión para niños en el que alimentaban a un pajarillo con un cuentagotas.

Tenía leche, así que le puso un poco en el hocico, un poco en una cuchara y un poco más en un platito. Sabía que se quedaría con hambre, pero también era consciente de que no tenía dinero en casa, ni un mísero billete. Esto se convirtió en uno más de sus pesares, aunque en esta ocasión lo sentía en lo más profundo de su ser; no era un dolor frío y sordo, sino una punzada ardiente.

Tras hurgar en los bolsillos, los cajones y la rendija del sofá logró reunir un dólar con setenta y siete centavos. Se vistió decidido y se fue a la tienda de la esquina, en la que un cartel rezaba: «Paté de oferta, 1,77 dólares, 200 gramos.» En otras circunstancias la coincidencia le habría hecho reír, pero aquel día le impulsó, sencillamente, a pedir doscientos gramos exactos.

Cuando abrió la puerta de la casa, la gata estaba en el medio de la sala, maullando. Nada más mirarlo y ver que la puerta estaba abierta, huyó a la carrera. La encontró debajo del sofá, lloriqueando otra vez; mediante sonidos sibilantes, y acercándole el paquete de la tienda para que percibiera el olor del paté, logró hacerla salir de su escondrijo.

Con el paté y la leche formó una pasta que le dio con la punta de un palillo. Después le cortó las afiladas y diminutas zarpas con su cortaúñas, sin que opusiera resistencia. Al cabo de unos minutos, cuando la gatita se hubo quedado dormida, la llevó al piso de arriba, la dejó encima de su cama y la arropó con un suave jersey.

¿Qué iba a hacer con ella? Era evidente que no podía tener un gato, de ninguna manera.

No podía darle un hogar ni nada por el estilo; ¿y si tenía que irse a Estambul o le encargaban hacer un retrato en Florencia? Además, aquella gatita era de alguien... Se había perdido, tenía dueño. Por lo tanto, se trataba de una cuestión de ética.

Llamó al periódico local, el que le dejaban en el porche todos los viernes y que publicaba gratis anuncios de animales extraviados. El suyo decía así:

SE HA ENCONTRADO pequeña gatita gris.

Para reclamarla o adoptarla,

llame al 555-0588

El anuncio tardaría unos días en publicarse. Mientras esperaba, observó que la gatita comía diez o doce veces al día y maullaba cuando tenía hambre. A medida que cobró fuerzas, adoptó la costumbre de ir a buscarlo para pedirle comida.

La primera noche la gatita durmió acurrucada en su axila. Era un hombre emotivo, pero nada sentimental y, por lo tanto, sabía que no buscaba el calor de su persona, sino el de su cuerpo. De todos modos, en aquel momento le pareció bien estar juntos para protegerse del frío.

La gatita se puso a dar maullidos una vez durante la noche y él le llevó comida, aliviado de que sólo tuviera que acallar el hambre y no el pánico del animal.

A la mañana siguiente despertó con una agradable sensación de tibieza y hasta sonrió al ver los dos diminutos excrementos que había en el cuarto de baño, junto a la taza del váter. Cortó una caja de cartón, la llenó de trozos de papel de periódico y metió al animal dentro. La gatita empujó los papeles con una pata, desplazando algunos hacia atrás y otros a un lado. Como las paredes de la caja eran demasiado altas para ella, él recortó una solapa y la dobló hacia abajo para formar una rampa. Volvió a sonreír; acababa de revelarse como un ingenioso arquitecto de cajas para excrementos, y pensó que tal vez no fuese mala idea plantearse la conveniencia de dedicarse profesionalmente a ello.