Entretanto, la gatita iba domesticándolo. El solterón se sentía muy orgulloso del eficiente método que empleaba para separar las basuras. Ponía las bolsas de papel (forradas de plástico por dentro) que le daban en las tiendas derechas al lado de la encimera de la cocina, que había hecho él mismo. Así, las sobras y los papeles iban directos a la bolsa, y cuando ésta se llenaba, él ataba las asas de plástico.
Las bolsas llenas aguardaban en hilera en el porche trasero hasta el día en que pasaban a recogerlas, momento en que las apilaba con cuidado en la acera. Al soltero le gustaba la faceta ecológica de aquel sistema: para deshacerse de los residuos no era necesario generar otros.
A la gatita le encantaba el método. Siempre había algo que olía de maravilla y que podía sacar golpeando y arañando las bolsas. Así encontraba sobras deliciosas y cosas con las que jugar. Ni siquiera ponía reparos a los residuos del café que se desparramaban por el suelo y se le pegaban a las patas.
El soltero tardó alrededor de una semana en reconocer que tenía que comprar un cubo de basura, un trasto feo, aparatoso y de plástico. O sea que, rezongando sobre la cuestión de los combustibles fósiles al tiempo que pasaba a engrosar el ejército de rutinarios burgueses, llevó a rastras hasta casa un monstruo de más de cien litros de capacidad provisto de tapa.