Aquel verano su centro de relaciones fue un bar del vecindario. El local reunía prácticamente todos los requisitos: una decoración que en poco tiempo más resultaría anticuada y una clientela que aún podía considerarse joven. Se dejaba caer por allí casi todas las noches, hasta el punto de que la gente le dejaba recados, y a veces se marchaba del bar en agradable compañía. A excepción de las noches en que su novia atravesaba la ciudad para presentarse rodeada de admiradores, era un sitio francamente acogedor.
Los martes tocaba una banda de blues. Un miércoles el soltero coincidió allí con un joven conocido suyo. El chico llevaba una flauta en una funda, ya que esperaba participar en el concierto, deseoso tal vez de mantener viva, en un contexto renovado, la larga tradición de su instrumento en la historia del blues. Entraron juntos mientras la banda ocupaba el escenario y vieron un grupo de mujeres situadas en la zona central de la barra, que reían y charlaban. Al parecer habían decidido disfrutar de su mutua compañía y prescindir de los hombres al menos por esa noche.
No obstante, como nunca se sabe, el soltero y el flautista de blues se apostaron cerca de ellas y les dirigieron unas sonrisas que invitaban a confraternizar.
Las mujeres siguieron formando un corro cerrado, retenidas en el mismo lugar por una especie de magnetismo. El soltero y su amigo pidieron algo de beber. En el espejo que había detrás de la barra el soltero vio reflejadas algunas miradas de aprobación, un par de codazos, una cabeza que asentía y una barbilla que los señalaba, indicios del posible despegue de un cometa en busca de la libertad.
En cuestión de minutos, mientras los músicos ajustaban los amplificadores y afinaban las guitarras, el soltero y el flautista notaron que las mujeres habían cambiado posiciones.
Una de ellas, de mejillas regordetas, expresión sonriente, ojos verdes y cabello castaño claro, se había ubicado al lado del segundo, con quien se puso a charlar tras saludar con la cabeza al soltero. Éste dictaminó que se trataba de una mujer adulta (debía de tener su misma edad, poco más o menos) resuelta a enseñarle un par de cosas a un muchachito.
El soltero estuvo escuchándolos un rato. Pocas frases le bastaron para entrever la personalidad de aquella mujer. Era tan desenvuelta como inteligente, y divertida sin dejar de ser sensata, pero al parecer el muchacho de la flauta no la consideraba su tipo. El soltero decidió que continuaría un poco más en su papel de espectador y luego se presentaría para intentar entablar conversación con alguna de las amigas de la mujer que fuese más delgada que ella.
Según escuchó, aquella mujer era originaria de Filadelfia, pero había estado viviendo por un tiempo en Los Ángeles y acababa de volver a su ciudad. Cuando el muchacho le preguntó si le gustaba California, ella comentó que en todas las casas había aparatos de gimnasia, pero no vio demasiadas estanterías con libros. El soltero volvió a sonreír. Aquella pareja no tenía futuro. En cuestión de un par de frases más ella perdería interés por el chico y volvería con sus amigas.
Al soltero no le gustaban especialmente las mujeres regordetas; prefería los cuerpos prietos y atléticos. Le encantaba la vida al aire libre, las caminatas por el bosque con una mochila llena de vino, queso y pan, pero aquella mujer era de las que hacían las excursiones en el sofá, con un paquete de galletas de chocolate al alcance de la mano. Aun así, él seguía disfrutando de su conversación, en la que abundaban observaciones divertidas, y por primera vez en mucho tiempo advirtió que sonreía por el mero placer de escuchar a una mujer.
Al mirar alrededor, localizó un pequeño cuenco de madera con cacahuetes salados: la excusa perfecta en cualquier bar. Hizo suavemente a un lado al flautista, se presentó y le tendió el cuenco a la mujer, diciendo:
—El caviar me lo he dejado en casa. ¿Puedo ofrecerte esto mientras tanto?
La mujer se echó a reír y él propuso que los tres fueran en busca de una mesa para escuchar la música con más tranquilidad, porque junto a la barra había cada vez más gente. El chico murmuró algo relacionado con su flauta, y se marchó. Ya sentados a la mesa, el soltero y la mujer se pusieron a intercambiar chistes y en un par de minutos ella ya había detectado dos de sus prejuicios predilectos. Dedicaron unos segundos a mirar a una mujer que, apoyada contra la barra, jugueteaba con un larguísimo collar de perlas.
—¿Crees que les habrá puesto nombres a todas?—preguntó la mujer.
—¿Qué nombres les pondrías tú a las perlas?—preguntó a su vez el soltero—. ¿Donald y Daisy?
—Sí... o Laurel y Hardy.
Aquella sucesión de réplicas más o menos ingeniosas se parecía más a un intercambio de cartas credenciales que a una conversación real, pero funcionó. Cambiaron impresiones. En lo que se refería al vino californiano y el ejercicio al aire libre, él estaba a favor y ella en contra. En cuanto a los perros pequeños, la comida basura y la televisión, al revés.
Compararon con sinceridad sus actitudes: ella fue a la universidad en busca de conocimiento; él, para prolongar su adolescencia. Él prefería el centro; ella, las afueras. A él le gustaba el cambio de marchas manual; a ella, el automático. Sin embargo, la mayor parte del tiempo se lo pasaron riendo. A él se le daba bien hacer reír a las mujeres (durante años había sido su arma principal para seducirlas). Ella también demostró tener un gran sentido del humor, lo cual supuso una experiencia totalmente nueva para él.
Cuando la banda comenzó a interpretar la primera canción, un hombre se acercó a la mesa que ocupaban el soltero y la mujer para invitar a ésta a bailar, pero ella declinó el ofrecimiento. Mientras la mujer explicaba lo malcriado que era el viejo Yorkshire terrier de sus padres, el soltero pensaba que perros y gatos jamás se llevarían bien, lo cual tal vez pusiese límites a lo que pudiera surgir entre ellos dos. Más tranquilo, volvió a concentrarse en la conversación.
La música sonaba tan fuerte que apenas si se oían. La única alternativa era bailar o marcharse, y él optó por lo primero. El soltero bailó con entusiasmo, sin inhibiciones; la mujer, con desenfreno, como una serpiente rechoncha en celo.
Cuando cerraron el local, él la acompañó a casa en su coche. No era de las que pasaban la noche con un hombre el primer día, así que estuvieron charlando y besuqueándose en el coche, hasta que él empezó a sentir que la fatiga vencía a la lujuria, y resolvió marcharse, no sin antes apuntar el número de teléfono de ella y proponerle que cenaran juntos al día siguiente.