Al cabo de unos días la llamó. No habría sabido explicar por qué lo hacía ni por qué no la había llamado cuando tenía que hacerlo.

La mujer se mostró fría e indiferente, como si ni siquiera se hubiera molestado en enfadarse con un tipo que le había dado plantón. Él intentó, sin saber el motivo, ganarse nuevamente su confianza. Probó mostrarse encantador; luego ingenioso. Cuando pasó a la autohumillación, ella se ablandó. Al llegar a las promesas extravagantes, cedió y aceptó verlo la noche siguiente.

El soltero colgó el auricular y permaneció inmóvil y confuso por un instante. En un momento más propicio a la reflexión, tal vez hubiese descubierto la verdad. Lo cierto era que había llegado a sentirse cómodo con su vida sentimental: ruptura, reconciliación, y entre una cosa y la otra mucho tiempo para desfogarse con atractivas desconocidas. Algunas personas habrían hallado paralelismos entre su rutina sentimental y los deportes televisados. Le proporcionaba dramatismo, pasión, variedad y muy poca responsabilidad.

Ahora, aquella mujer ponía el ciclo en peligro.

Lo sacó de su estupor la emoción de un proyecto: ¡una velada seductora! También le entusiasmó volver a tener la oportunidad de hablar con ella. Advirtió que hacía mucho que no estaba con nadie cuya conversación le estremeciese tanto.