El soltero y la mujer se sentaron en los escalones del porche, disfrutando de una fresca brisa poco frecuente en las noches estivales. Él bebía una copa de vino blanco y ella un vaso de limonada recién hecha. Dejaron la puerta abierta para ayudar a que la corriente se llevara de la casa el calor veraniego de Filadelfia.
Apenas hablaban; mientras tanto, en el cielo, apareció una estrella, luego diez y después un millar, cuyo brillo superaba en intensidad la luz de las farolas de la calle. De vez en cuando el soltero y la mujer saludaban a alguno de los vecinos, que ya estaban acostumbrados a la presencia de ella en el vecindario, pero la mayor parte del tiempo permanecían inmóviles, callados, disfrutando de la noche y de su mutua compañía.
El silencio se vio interrumpido por un grave y profundo ronroneo. La gata, que se había alejado al oír que abrían la puerta, se encontraba ahora al lado de la mujer, frotándose contra su pierna.
—¡Si no había salido de la casa desde que la recogí!—exclamó el soltero.
—Seguramente se lo impedía ese montón de chaquetas—bromeó la mujer mientras se la subía al regazo.
La gata miró al soltero, parpadeó y se acurrucó para recibir una sesión de caricias, como si lo más normal en ella fuera salir a tomar el fresco arrullada por el ruido del tráfico.