Una mañana, al despertar con la gata instalada entre los dos, el soltero le comentó a la mujer:
—¿Te has fijado que cuando le sonríes se pone a ronronear?
—Lo que sí he notado—repuso ella— es que siempre que ronronea, tú sonríes.
Ese mismo día, a la hora de comer, la mujer le dijo que ya era hora de que dejase de ocupar la habitación de invitados del piso de su amiga. Quería trasladarse a vivir con él. Lo mencionó como si se diera por sentado. Aunque él también lo había pensado, la propuesta lo pilló por sorpresa.
¿Es que no podían conformarse con seguir... saliendo juntos? Necesitaba más tiempo ¿sabes?, más tiempo para... eh... no lo sé, más tiempo. No dijo que en realidad quería tener vía libre para ligar con más bellezas de cuerpo esbelto. Tampoco comentó que se consideraba un intrépido aventurero, un tipo duro con las mujeres, y que ella iba a destruir para siempre esa imagen.
Poco importaba que en el fondo no fuese un tipo duro, sino un hombre que adoraba a las mujeres. Por el momento, necesitaba tiempo para hacer de duro. Ignoraba que el anhelo de libertad no iba con él, sino que más bien era un tributo artificial a la novia que lo había abandonado. Ignoraba incluso que el deseo de complacer a un amante puede durar más que el amor en sí.
Para ser justos con él, es preciso decir que tal vez no supiera para qué necesitaba tiempo. Mientras miraba a la mujer sentada al otro lado de la mesa, se sentía aterrorizado, y su actitud no era precisamente calculadora.
La mujer se echó a llorar, sin aspavientos, sus ojos, sencillamente, se llenaron poco a poco de lágrimas. Él quiso cogerle la mano, pero ella la retiró. No era de esas que consiguen sus logros recurriendo al llanto.
—Lo siento, lo siento mucho—se disculpó el soltero—. Es que todo ha ido tan rápido... Necesito tiempo para pensar. ¿Por qué no puedo tenerlo?
La mujer, consciente de la incompetencia general de los hombres, comprendió de pronto el posible origen de ésta. Al margen de lo que pudiera pensar, lo que él sentía en realidad era que completar algo, convertirse en una persona hecha y derecha, supondría una pérdida. Aunque saberlo no iba a servirle de consuelo, decidió que siempre lo tendría presente.
Hablaron durante otra hora. La mujer intentó que imaginase su propio futuro, que reconociese que la presencia de ella hacía que se sintiese alegre. Le pidió café y observó el placer que le proporcionaba preparárselo. Aunque al soltero se le ablandó el corazón, siguió como un imbécil con la misma cantilena: «Necesito más tiempo.»
La mujer consideró que había hecho cuanto estaba en su mano. Si seguían hablando se desilusionaría aún más. Sabía que podía ponérselo más fácil a sí misma haciendo que la conversación degenerase hasta que aquel hombre le inspirara repugnancia en lugar de frustración. De ese modo podría marcharse con alivio, no con tristeza, pero desistió.
—Me encantaría darte más tiempo—dijo. Se puso de pie y añadió—: Te lo daría si lo tuviera..., por supuesto que sí.—En su voz se reflejaba la lenta cadencia de quien descubre la verdad de lo que dice según lo va diciendo—. Te quiero muchísimo, pero no tengo tiempo que darte. Si no me quieres aquí, me iré, lo que no puedo es vivir media vida contigo y la otra media sin ti. Te daré tiempo para que te decidas.
—Iré a ver a una amiga a la que hace tiempo que no visito. Volveré dentro de cuatro días, el sábado, supongo que al mediodía. Te facilitaré las cosas: si estás aquí, pensaré que quieres que me quede; si no, me despediré de la gata, recogeré mis cosas y me marcharé. Me sentiré triste por ti.—Al pronunciar estas últimas palabras le rozó la mejilla con la mano, y él notó un nudo de tristeza en la garganta.
Ella se sentó por un momento, con la mirada fija en la puerta de la casa. El soltero se sintió zarandeado entre su propio pánico y el dolor de la mujer. Observó sus rollizos brazos, con lo que consiguió insensibilizarse un tanto frente a ella, y se odió a sí mismo por dejarse cegar tan fácilmente.
Al cabo de unos minutos ella hizo las maletas y se marchó.