El soltero consideraba su casa como una cueva sin ventanas, un refugio para él, sus creaciones y, ahora, la gata.

En el recibidor de aquella antigua casa adosada no existían armarios, de modo que el sofá y la barandilla hacían las veces de perchero. En primavera llegaban a acumularse allí cinco o seis chaquetas, que junto con las dos o tres de la mujer se convirtieron en una especie de colonia permanente.

La mujer nunca puso objeciones, aunque no era la clase de persona que deja los abrigos en el sofá. Así que un día, después de incrementar su colección de obras de arte, aportó al mobiliario un largo perchero de madera de brazos torneados que apuntaban extravagantemente hacia el techo.

Apareció con él a cuestas y se lo enseñó. Estaba tan contenta con su adquisición que el solterón sólo atinó a pestañear con expresión de asombro antes de recoger las chaquetas y colgarlas.

Durante un rato le molestó que aquel objeto tan fino de madera pulida estuviera justo al lado de la puerta, pero al ver a la mujer tan satisfecha, le dio unos golpecitos al perchero y luego la besó.

«Unos días deparan gatitas—pensó—, y otros, percheros.»