El soltero y la gatita se habían acomodado en su sillón. Mientras él leía, ella intentaba acaparar su atención empujándole con el hocico la mano con que sostenía el libro. Entonces llamaron a la puerta; dejó el libro sobre el cojín y fue a abrir. En ese momento, la gatita saltó al brazo del sillón y le lanzó una mirada. Él volvió la cabeza hacia ella con la intención de dirimir la cuestión sobre si los libros servían para leerlos o para arañarlos.

La gata no lo miraba con su habitual aire de divertida fascinación. Se notaba que estaba perturbada por su forma de sacudir la cabecita y por las ondas espasmódicas que recorrían todo su cuerpo. Estaba asustada, dedujo el soltero con desconcierto. Al abrirle la puerta al repartidor de periódicos, huyó frenética a buscar refugio debajo del sofá.

Al cabo de unos minutos él se tumbó en el suelo intentando distinguir la gata de las bolas de pelusa que plagaban su escondite.

—Sal, cielo. Sólo era el chico de los periódicos... Aunque tenga espinillas no te hará nada...

En ese instante lo entendió todo: tenía miedo de estar fuera, helada y llorando.

Él sabía muy bien lo que era estar asustado, y la ayudaría a superarlo. El primer paso, decidió, era ponerle un nombre. ¿Cómo iba a sentirse segura si ni siquiera tenía un nombre? Debía ser un nombre contundente, nada de Fluffy, Max ni Annabelle, sino femenino, aunque no por ello empalagoso. Tiger no estaba mal, pero quedaba un poco impersonal, y Duke sonaba demasiado serio. Frankie; sí, Frankie... fuerte, firme, el nombre de alguien en quien se puede confiar, ideal para compartir risas y abrazos. La buena de Frankie.

Cuando hubo salido de debajo del sofá, la tomó en sus brazos y se puso a acariciarla al tiempo que susurraba:

Frankie... Frankie... Frankie.

Canturreó el nuevo nombre mientras le preparaba la comida y ella movía la cola al compás de la melodía.

En el dormitorio, tras cerciorarse de que lo había seguido, formó una pelota con un calcetín y la agitó ante ella, volviendo a repetir su nombre. La gata se acercó a él de un saltito.

En cuestión de una semana más o menos, «Frankie» había pasado a ser la palabra que significaba comida, caricias y diversión, de manera que era natural que al oírla acudiese a comprobar cuál de aquellas atenciones le esperaba.

Sus amigos se mostraron sorprendidos, porque nunca habían creído que los gatos acudiesen cuando se los llamaba. Él aceptó los elogios en nombre de la gatita, pero se negó rotundamente a admitir que tenía «buena mano con los animales». Sin embargo, cuando estaba solo y lo recordaba, se tronchaba de risa.