44. Kam-bú

 

Es una experiencia común a todo el que ha estado a la sombra el despertarse y preguntarse por qué está uno en la cárcel. La teoría que me propongo a mí mismo en tales ocasiones es que estoy en prisión porque no me animé a caminar o a saltar sobre el vómito de otro hombre. Me refiero al vómito de Bernard B. O'Hare, depositado al pie de la escalera, sobre el vestíbulo de entrada.

Salí de mi casa un poco después que O'Hare. Ya nada me detenía allí. Me llevé un recuerdo de manera absolutamente casual. Cuando salí del departamento, di un puntapié a algo que estaba en el umbral. Cayó en el descansillo y lo levanté. Era un peón de aquel juego de ajedrez que había tallado en el mango de una escoba.

Me lo puse en el bolsillo. Todavía lo conservo. Mientras lo guardaba en el bolsillo, me llegó el insoportable hedor del escándalo público creado por O'Hare.

A medida que bajaba la escalera, el hedor empeoraba.

Cuando alcancé el rellano frente a la puerta del doctor Abraham Epstein, un hombre que había pasado su niñez en Auschwitz, el hedor me paró en seco.

De pronto me vi llamando a la puerta del doctor Epstein.

Epstein en persona salió a abrirme en bata y pijama. Estaba descalzo. Se sorprendió al verme.

–¿Sí?

–¿Puedo entrar?

–¿Es una consulta médica?

Una cadena atravesaba la puerta.

–No. Es un asunto personal... político.

–¿No puede esperar?

–Preferiría qué no –dije.

–Deme una idea de qué se trata.

–Deseo ir a Israel para someterme a juicio –dije.

–¿Cómo?

–Quiero ser juzgado por mis crímenes contra la humanidad. Lo hago por voluntad propia.

–¿Y por qué viene a decírmelo a mí?

–Pensé que usted conocería a alguien... alguien que se entusiasmaría ante el anuncio...

–No –dijo–. Soy norteamericano. Mañana encontrará a todos los israelíes que desee.

–Preferiría entregarme a uno que haya estado en Auschwitz –dije.

Eso pareció enfurecerlo.

–¡Entonces búsquese a alguien que sólo piense en Auschwitz! Abundan los que no piensan en otra cosa. ¡Yo nunca pienso en Auschwitz! 

Y me cerró la puerta en las narices.

Me quedé otra vez helado. Se había frustrado el único propósito que había podido imaginar. Lo que Epstein había dicho, acerca de que encontraría israelíes muy dispuestos por la mañana, sin duda era cierto.

Pero me quedaba toda la noche por delante. Y no podía moverme.

Dentro, Epstein hablaba con su madre. Hablaba en alemán.

Sólo logré escuchar fragmentos de conversación. Epstein contaba a su madre lo que acababa de ocurrir.

Pero algo que me impresionó fue la pronunciación de mi apellido.

«Kam-bú», repetía una y otra vez. Eso significaba «Campbell» para ellos.

Y ése era el Mal indisoluble que existía en mí, el Mal que había afectado a millones; el ser repugnante que la gente honrada quería ver muerto y enterrado...

« Kam-bú.»

La madre de Epstein se enardeció tanto con Kam-bú y con lo que éste se proponía hacer, que se acercó a la puerta. Estoy seguro de que no esperaba encontrarse con Kam-bú mismo. Sólo pretendía aborrecerlo y maravillarse ante el hueco que habría dejado en el aire.

Abrió la puerta. Su hijo le pisaba los talones y le repetía que no la abriese. La mujer casi se desmayó ante la vista de Kam-bú en persona. Kam-bú en estado cataléptico.

Epstein la hizo a un lado; salió como si estuviese dispuesto a atacarme.

–¿Qué mierda hace aquí? ¡Lárguese en seguida! Como ni siquiera me moví ni contesté ni pestañeé, como no parecía ni respirar, empezó a entender que, después de todo, se trataba de un problema profesional.

–¡OH, por Dios! –se lamentó. Como un robot amistoso me dejé conducir por el doctor. Me llevó a la cocina de su apartamento; allí me hizo sentar ante una mesa blanca. –¿Puede oírme? –dijo. 

–Sí.

–¿Sabe quién soy y dónde está?

–Sí.

–¿Ha estado así alguna vez antes?

–No.

–Usted necesita un psiquiatra. Y yo no soy psiquiatra.

–Ya le dije lo que necesito. Llame a alguien, no a un psiquiatra. Llame a alguien que quiera llevarme a juicio.

Epstein y su madre, una mujer muy anciana, discutieron interminablemente sobre lo que debían hacer conmigo. Su madre comprendió inmediatamente mi enfermedad: era mi mundo y no yo el que estaba enfermo.

–No es la primera vez que has visto unos ojos como ésos –dijo a su hijo en alemán–. No es el primer hombre que has visto sin poder moverse hasta que se lo ordenaban, anhelando que alguien le dijera lo que debía hacer, que cumplía cualquier orden que le dieran. Viste miles de ellos en Auschwitz. 

–No me acuerdo –dijo Epstein, tenso.

–Está bien: entonces deja que yo lo recuerde. Puedo acordarme. Lo recuerdo a cada minuto. Y porque soy una persona que lo recuerda, permíteme que te diga que se debe hacer lo que pide. Llama a alguien.

–¿Y a quién puedo llamar? –dijo Epstein–. No soy sionista. Soy anti-sionista. Menos que eso... Nunca pienso en ello. Soy médico. No conozco a nadie que todavía ande buscando venganza. Sólo siento desprecio para esa gente. Váyase. Se ha equivocado de puerta.

–Llama a alguien.

–¿Todavía quieres vengarte...? –le preguntó el doctor.

–Sí.

Epstein acercó el rostro al mío:

–¿Y usted quiere de veras recibir su castigo?

–Quiero un juicio.

–Está representando una comedía –dijo Epstein, exasperado con su madre y conmigo–. ¡No prueba nada con eso!

–Llama a alguien –insistió la madre.

Epstein levantó las manos.

–¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Llamaré a Sam. Le diré que tiene la oportunidad de convertirse en un gran héroe sionista. Siempre lo deseó.

Nunca llegué a saber el apellido de Sam. El doctor Epstein le telefoneó desde el vestíbulo del apartamento, mientras yo permanecía en la cocina con la vieja madre de Epstein.

La mujer se sentó ante la mesa, me miró, puso los brazos sobre la mesa, estudió mi cara con melancólica curiosidad y con satisfacción.

–Se llevaron todas las bombillas –me dijo en alemán.

–¿Qué?

–La gente que entró en su apartamento... Se llevaron todas las bombillas de la escalera.

–Ah.

–Lo mismo pasaba en Alemania.

–¿Cómo dice?

–Que también allá pasaban esas cosas... cuando llegaba las SS o la Gestapo y se llevaba a alguien...

–No la entiendo.

–Otras personas entraban en el edificio con ganas de hacer algo patriótico. Y ésa era una de las cosas que siempre hacían. Alguien se llevaba las bombillas.

Sacudió la cabeza.

–Siempre hay quien haga algo raro.

El doctor Epstein volvió a la cocina limpiándose las manos.

–Bien: tres héroes vendrán dentro de poco. Un sastre, un relojero y un pediatra... Todos encantados de representar el papel de paracaidistas israelíes.

–Gracias –dije.

Veinte minutos después llegaron a buscarme los tres. No llevaban armas, no eran agentes de Israel o de cualquier otra cosa sino de sí mismos. La única autoridad que traían era la que les confería mi infamia y mi ansiedad de entregarme a alguien, casi a cualquiera.

Mi arresto se limitó a pasar el resto de la noche en una cama, en el apartamento del sastre, por más señas. A la mañana siguiente, los tres me entregaron con mi consentimiento a los representantes oficiales de Israel,

Cuando los tres llegaron al apartamento de Epstein llamaron ruidosamente a la puerta,

En cuanto los oí sentí un gran alivio. Me sentí feliz.

–¿Está mejor ahora? –dijo Epstein antes de abrirles la puerta.

–Sí. Gracias, doctor.

–¿Todavía quiere ir?

–Sí.

Debe ir –dijo su madre. 

Y entonces se inclinó hacia mí sobre la mesa de la cocina. Musitaba algo en alemán. Lo canturreaba como si fuese el fragmento de una melodía infantil aprendida largos años antes y que recordara de pronto.

Lo que canturreaba era la orden que había oído a través de los altavoces de Auschwitz. La orden que había oído tantas veces al día, durante años:

–«Leichentrager zu Wache» –susurró.

Hermoso idioma, ¿verdad?

¿Traducción?

«Los transportadores de cadáveres, al cuarto de guardia.»

Eso fue lo que la anciana canturreó.