33. El comunismo levanta la cabeza

 

La tercera ocasión y la última en que me entrevisté con mi Hada Madrina Azul fue, como ya he dicho, en los fondos de una tienda abandonada frente a la casa de Jones. Justo cruzando la calle, frente a la casa donde Resi, George Kraft y yo nos habíamos escondido por unos días.

Me llevó tiempo orientarme en aquel lugar oscuro, y esperaba, con razón, encontrarme con cualquier cosa: desde un guardia de color de la Legión Norteamericana hasta un destacamento de paracaidistas israelíes al acecho para capturarme.

Llevaba una pistola conmigo, una de aquellas «Luger» de los miembros de la Guardia de Hierro, calibre 22. No me la puse en el bolsillo. La tenía en la mano, cargada y sin el seguro, preparada para hacer fuego. Exploré la parte delantera de la tienda sin hacerme visible. El frente estaba oscuro. Después me acerqué a la parte de atrás con avances cortos y rápidos, yendo de un montón de latas de basura a otro. 

Cualquiera que intentase echárseme encima, abalanzarse sobre Howard W. Campbell, Jr., quedaría lleno de agujeritos como los que hace una máquina de coser. Y debo añadir que llegué a amar la infantería, la infantería de cualquier país, en aquella serie de carreras de avance y paradas para ponerme a cubierto.

Creo que el hombre es un animal de infantería. Había una luz al fondo de la vieja tienda. Miré por una ventana y contemplé una escena de gran serenidad. El coronel Frank Wirtanen, mi Hada Madrina Azul, estaba sentado sobre una mesa también esta vez, esperándome de nuevo.

Ahora se había convertido en un viejo tan lustroso y pelado como Buda. Entré.

–Pensé que ya se habría jubilado –le dije.

–Me jubilé hace ocho años. Construí una casita sobre un lago en Maine; la hice con un hacha, una azuela y estas dos manos. Pero volvieron a llamarme al servicio activo como especialista.

–¿Especialista en qué?

–En usted –contestó.

–¿Y por qué ese súbito interés por mí?

–Eso es lo que se supone que debo averiguar.

–No hay ningún misterio en que los israelíes quieran echarme el guante.

–Estoy de acuerdo. Pero hay mucho de misterio en el hecho de que los rusos le crean tan importante.

–¿Los rusos? –pregunté–. ¿Qué rusos?

–Resi Noth y ese anciano, el pintor, que se hace llamar Kraft –contestó Wirtanen–. Ambos son espías comunistas. Hemos mantenido la vigilancia sobre ese «Kraft» desde 1941. A la muchacha le facilitamos la entrada en el país, precisamente para averiguar qué pensaba hacer.