5. "La última prueba"

 

Yo también conocí a Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz. Lo encontré en una fiesta de fin de año en Varsovia, durante la guerra, a principios de 1944. Hoess se enteró de que yo era escritor, me llevó aparte y me dijo que desearía saber escribir.

–¡Cómo envidio a los creadores! –me dijo–. El poder de creación es un don de los dioses.

Hoess agregó que tenía algunas maravillosas historias, absolutamente verídicas, pero que la gente no las creería.

No se animó a narrármelas. Me dijo que lo haría cuando ganasen la guerra. Después de la guerra, me aclaró, podríamos colaborar juntos.

–El problema es que puedo hablar, pero no puedo escribir –me miró, en espera de mi compasión–. Cuando me siento a escribir –confesó–, me quedo helado.

¿Qué hacía yo en Varsovia?

Me había enviado a esa ciudad mi jefe, el Reichsleiter doctor Paul Josef Goebbels, jefe del Ministerio alemán de Educación Popular y Propaganda. Como yo poseía cierta habilidad para la dramaturgia, el doctor Goebbels quería que la usara. El doctor Goebbels pretendía que escribiese un espectáculo en honor de los soldados alemanes que habían dado su última prueba de devoción por la causa –es decir, que habían muerto– al dominar el levantamiento de los judíos en el ghetto de Varsovia. 

El doctor Goebbels soñaba con producir ese espectáculo en la propia Varsovia, todos los años después de la guerra, y dejar que las ruinas del ghetto quedasen perennemente como su escenario natural.

–¿Participarán judíos en el espectáculo? –le pregunté.

–Por supuesto –respondió–. Miles.

–¿Me permite preguntarle, señor, dónde espera encontrar tantos judíos después de la guerra?

Captó el humor de mi pregunta.

–Muy buena pregunta –se rió–. Tendremos que arreglar eso con Hoess.

–¿Con quién?

Yo no había estado antes en Varsovia y nunca había tenido oportunidad de encontrarme con el hermano Hoess.

–Hoess tiene a su cargo una pequeña casa de salud para judíos en Polonia –dijo Goebbels–. Debemos asegurarnos y advertirle que nos conserve algunos.

¿Podrá agregarse a mi lista de crímenes de guerra el guión de aquel espectáculo atroz? No, a Dios gracias. Jamás llegué a hacer otra cosa que darle título: «La última prueba».

Admito, sin embargo, que probablemente lo habría escrito si hubiese dispuesto de tiempo y si mis superiores me hubiesen presionado bastante.

En realidad, estoy dispuesto a admitir casi todo.

Acerca del espectáculo: tuvo un resultado muy peculiar. Hizo que el discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg llamase la atención de Goebbels y, luego, del propio Hitler.

Goebbels me preguntó de dónde había sacado el título, así que le traduje al alemán el discurso de Gettysburg completo.

Lo leyó, moviendo los labios todo el tiempo.

–¿Sabe? –me dijo–. Esta es una hermosa muestra de propaganda. Nunca nos hemos atrevido a ser tan modernos. Nunca hemos adelantado con respecto al pasado tanto como nos gustaría creer.

–Es un discurso muy famoso en mi país; todos los colegiales lo saben de memoria.

–Echa de menos Norteamérica, ¿verdad?

–Echo de menos las montañas, los ríos, las amplias planicies, los bosques... Pero nunca podría ser feliz allá, con los judíos adueñados de todo.

–De eso también nos encargaremos a su debido tiempo –dijo.

–Vivo para ver ese día. Mi esposa y yo lo ansiamos.

–¿Cómo está su esposa?

–Perfectamente; gracias.

–¡Hermosa mujer!

–Le diré lo que usted ha dicho. La complacerá mucho.

–En cuanto a este discurso de Abraham Lincoln... –dijo.

–¿Señor?

–Hay en él frases que podrían usarse con mucha eficacia en las dedicatorias de los cementerios militares alemanes. Francamente, le confieso que no creo estar más afortunado en la mayoría de mis piezas oratorias fúnebres... Pero esto parece tener la dimensión extra que he estado buscando. Me gustaría mucho enviárselo a Hitler.

–Lo que usted diga, señor –dije.

–Este Lincoln no era judío, ¿verdad?

–Desde luego que no –contesté.

–Sería embarazoso sí resultara que lo fue, ¿comprende?

–Nunca he oído a nadie sugerirlo siquiera.

–«Abraham» es un nombre bastante sospechoso, en todo caso... –dijo Goebbels.

–Estoy seguro de que sus padres no se dieron cuenta de que era un nombre judío. Les debió haber gustado el sonido. Eran gente sencilla, de la frontera. De saber que el nombre era judío, le aseguro que le habrían puesto algo más norteamericano, algo así como George o Stanley o Fred.

Dos semanas después Hitler devolvió el discurso de Gettysburg. Prendida en la parte superior venía una nota del propio Führer. «Algunas de sus partes casi me hacen llorar –escribió– Todos los pueblos del Norte somos uno solo en nuestros sentimientos por los soldados. Ese es, quizá, el lazo que más íntimamente nos une.»

Extraño; nunca sueño con Hitler, Goebbels, Hoess, Goering o cualquiera de los otros esperpentos de la Segunda Guerra Mundial. Sueño con mujeres. Le pregunté a Bernard Mengel, el guardián de mis noches aquí en Jerusalén, si tenía idea acerca de mis sueños. 

–¿Anoche?

–Cualquier noche.

–Bueno, anoche mismo soñó con mujeres. Repetía mucho dos nombres.

–¿Cuáles?

–Helga era uno.

–Mi esposa.

–El otro era Resi.

–La hermana menor de mi esposa. Sólo sus nombres... Eso es todo.

–Usted dijo «adiós».

«Adiós», repetí como un eco. Ciertamente, aquello tenía sentido. Lo soñara o no, tanto Helga como Resi se habían marchado para siempre.

–Y también hablaba de Nueva York. Murmuró algo y luego dijo «Nueva York»; después volvió a murmurar alguna otra cosa.

También eso tenía sentido; como lo tiene la mayoría de lo que sueño. Viví en Nueva York por un largo tiempo antes de venir a Israel.

–Nueva York debe de ser el cielo –dijo Mengel.

–Quizá lo será para usted; para mí, era el infierno.

–¿Y puede haber algo peor que el infierno?

–El purgatorio –contesté.