37. Esa antigua regla de oro

 

Me separé de Wirtanen.

Pero apenas di unos pasos, comprendí que el único lugar adonde quería volver era al sótano de Jones, junto a mi amante y a mi mejor amigo.

Sabía lo que eran, pero de hecho era lo único que poseía.

Regresé por el mismo camino por el que me escapara: me introduje en la casa por la puerta de la carbonera.

Resi, el padre Keeley y el Führer Negro jugaban a las cartas cuando llegué. Nadie había notado mi ausencia. 

En el cuarto de la calefacción, la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana recibía una clase sobre el saludo a la bandera; una clase dictada por uno de sus miembros.

Jones había subido a escribir, a crear.

Kraft, el Maestro Espía ruso, leía un ejemplar de Life que tenía una foto de Werner von Braun en la cubierta. Kraft mantenía la revista abierta en la ilustración de las páginas centrales: el panorama de una ciénaga en la Era de los Reptiles. 

Se oía una radio pequeña. Una voz anunció una canción. El nombre de aquella canción se me grabó en la memoria. Que recuerde su título no es el milagro de una memoria prodigiosa. Es que el nombre era adecuado para aquel momento; casi para cualquier momento, en realidad. La canción se llamaba Esa antigua regla de oro. 

A pedido mío, el Instituto de Documentación de Criminales de Guerra, en Haifa, me ha conseguido la letra. Es la siguiente:

«OH, nena, nena, nena: 

¿Por qué destrozas así mi corazón?

Dices que me quieres, que quieres seguir conmigo;

pero lo único que haces es andar en malos pasos.

Estoy tan confuso,

tan poco divertido,

porque me obligas a sentirme tan estúpido...

Sonríes y mientes,

me haces llorar.

¿Por qué no aprender esa antigua regla de oro...?»

 

–¿A qué juegan? –pregunté a los jugadores.

–A «La Vieja» –contestó el padre Keeley.

Tomaba el juego en serio. Quería ganar. Y vi que tenía la reina de espadas –«La Vieja»– en la mano.

Quizá yo parecería más humano –lo que equivale a decir más simpático– si declarara que sentí desazón en todo el cuerpo y parpadeé y casi me desmayé abrumado por aquella sensación de irrealidad.

Lo siento, pero no.

Confieso abiertamente una horrible carencia mía: todo lo que veo, oigo, siento, gusto o huelo es real para mí. Soy un juguete tan crédulo de mis sentidos que nada me resulta irreal. Esta férrea credulidad mía me ha acompañado siempre. Inclusive en ocasiones en que he recibido un golpe en la cabeza o me he embriagado o hasta –una extravagancia pasajera, que no concierne a esta narración– bajo la influencia de la cocaína.

Allí, en el sótano de Jones, Kraft me mostró la foto de Von Braun en la cubierta de Life y me preguntó si lo conocía. 

–¿Von Braun? –dije–. ¿El Thomas Jefferson de la Era Espacial? Seguro... El barón Von Braun bailó con mi esposa una vez, en la fiesta de cumpleaños del general Walter Dornberger, en Hamburgo.

–¿Bailaba bien? –preguntó Kraft.

–Una especie de ratón Mickey moviendo los pies... Así bailaban todos los nazis importantes, cuando lo hacían.

–¿Crees que te reconocería ahora? –preguntó Kraft.

–Ya lo creo que sí. Hace más o menos un mes me topé con él en la Calle Cincuenta y Dos y me llamó por mi nombre. Se dolió mucho de verme en una situación modesta. Dijo que conocía a mucha gente en la rama de las relaciones públicas y me ofreció hablarles para que me dieran trabajo.

–Tendrías mucho éxito trabajando en relaciones públicas.

–No tengo la poderosa convicción necesaria para interferir en el mensaje a un cliente.

«La Vieja» terminó con la derrota del padre Keeley, ese pobre viejo virgen, patéticamente atascado hasta el final con su reina de espadas.

–Bueno –dijo–. No siempre se gana.

El y el Führer Negro subieron la escalera, deteniéndose cada dos o tres escalones hasta contar veinte.

Y entonces Resi, Kraft-Potapov y yo nos quedamos solos.

Resi se me acercó; me rodeó la cintura con el brazo, pegó la mejilla contra mi pecho y dijo:

–¿Te das cuenta, querido...?

–¿Humm?

–Mañana estaremos en México.

–Humm.

–Pareces preocupado.

–¿Preocupado?

–Afligido.

–¿Te parezco afligido? –me dirigía a Kraft.

Kraft estudiaba atentamente el dibujo de la ciénaga.

–No –contestó.

–Mi personalidad normal de siempre –dije.

Kraft señaló un pterodáctilo que extendía sus enormes alas sobre la ciénaga:

–¿Quién pensaría que una cosa así podía volar?

–¿Quién podría pensar que un tipo viejo como yo se ganaría el corazón de una muchacha tan hermosa y tendría, además, un amigo tan brillante y leal? –dije.

–Me es muy fácil quererte –aseguró Resi–. Siempre te quise.

–Estaba pensando...

–Dime en qué pensabas.

–Quizá México no sea el mejor sitio para nosotros.

–Siempre podremos irnos desde allí a otro lugar –dijo Kraft.

–Quizá... Allí mismo, en el aeropuerto de Ciudad de México... quizá podríamos subir en seguida a un jet... 

Kraft soltó la revista:

–¿Para ir adonde?

–No sé. A alguna parte, bien rápido –dije–. Supongo que es la idea del movimiento lo que me entusiasma. He permanecido quieto por tanto tiempo que...

–Ah... –respiró Kraft.

–Tal vez a Moscú –dije-.

–¿Qué? –preguntó Kraft, incrédulo.

–Moscú. Me gustaría mucho conocerlo.

–Esa es una idea nueva...

–¿No te gusta, George?

–Yo... Tendré que pensarlo...

Resi inició un movimiento para apartarse de mí; pero la sujeté con fuerza.

–Piénsalo también tú, Resi.

–Si quieres... –dijo con voz sofocada.

–¡Cielos! –y la sacudí para hacerla reaccionar–. Cuanto más lo pienso, tanto más atractiva se me hace la idea. Si nos quedáramos en Ciudad de México sólo dos minutos entre un avión y otro, ya me parecería tiempo suficiente.

Kraft se incorporó, flexionando sus dedos elaboradamente :

–¿Es una broma?

–¿Te parece? –dije–. Un buen amigo como tú debería saber si estoy bromeando o no.

–Tienes ganas de hacer chistes. ¿Qué hay en Moscú que pueda interesarte?

–Trataré de localizar a un viejo amigo :–dije. 

–No sabía que tuvieras amigos en Moscú –dijo.

–No sé si estará en Moscú. Sólo sé que está en alguna parte de Rusia. Tendré que averiguarlo allí.

–¿Cómo se llama? –me preguntó Kraft.

–Stepan Bodovskov, el escritor.

–¡OH! 

Kraft se sentó de nuevo. Y volvió a tomar la revista.

–¿Oíste hablar de él? –le pregunté.

–No.

–¿Y del coronel lona Potapov?

Resi se desprendió de mí y apoyó la espalda contra la pared más alejada.

–¿Conoces a Potapov; Resi?

–No.

Me dirigí a Kraft:

–¿Y tú, George?

–No. ¿Por qué no me cuentas algo de él?

–Es un agente comunista –dije–. Trata de llevarme a México para que allí me rapten y me metan en un avión hasta Moscú y me juzguen.

–¡No! –gritó Resi.

–¡Cállate! –le dijo Kraft.

Se puso de pie; arrojó la revista a un lado. Intentó sacar de su bolsillo una pequeña pistola, pero yo le apuntaba ya con la «Luger».

Lo obligué a arrojar su pistola al piso.

–Mírennos: jugando a indios y cow-boys –y al decirlo demostraba tanto asombro como si hubiese sido un observador inocente. 

–Howard... –empezó a decir Resi.

–No digas una sola palabra –le avisó Kraft.

–Querido –Resi lloraba–. El sueño de México... ¡Yo pensé que se hacía realidad, de veras! ¡ íbamos a escapar todos! –Abrió los brazos–: Mañana.., –dijo Resi, sin fuerzas. 

Y luego se acercó a Kraft, como para destrozarlo con sus garras. Pero no le quedaban fuerzas en las manos. Se aferró débilmente a Kraft.

–íbamos a renacer –le dijo, entrecortadamente–. Tú también... Tú también... ¿No querías... no es cierto que querías eso para ti mismo? ¿Cómo pudiste hablar con tanto ardor de nuestras vidas, si no las deseabas?

Kraft no dijo nada.

Resi se volvió hacia mí:

–Soy agente comunista. Sí. Y también él. Es el coronel lona Potapov. Y nuestra misión era llevarte a Moscú. Pero yo no iba a hacerlo... porque te amo, porque el amor que me diste ha sido el único que he tenido en mi vida, el único amor que tendré. Te dije que no iba a hacerlo, ¿no es verdad? –dijo a Kraft. 

–Me lo comunicó –contestó Kraft.

–Y él estuvo de acuerdo conmigo. Y entonces planeó este sueño de México, donde todos podríamos salir de la trampa... vivir felices para siempre. 

–¿Cómo lo supiste, Howard? –me preguntó Kraft.

–Espías norteamericanos siguieron todo el plan paso a paso –dije–. La casa está rodeada en estos momentos. Todos vosotros estáis fritos.