14. Una mirada por el hueco de la escalera

 

Jones me visitó una semana después de que descubrí el inquietante contenido de mi buzón. Traté de visitarlo yo primero. Como las oficinas de su detestable periódico estaban sólo a unas pocas manzanas de mi buhardilla, fui a verle con la intención de que desmintiera lo publicado sobre mí.

No estaba en su oficina.

Cuando volví a mi casa, hallé una abundante correspondencia en mi buzón. Casi toda proveniente de suscriptores de El Miliciano Blanco Cristiano. El tema común era que yo no estaba solo; que no carecía de amigos. Una mujer de Mount Vernon, Nueva York, me aseguraba que en el cielo había un trono especial para mí. Un sujeto de Norfolk decía que yo era un nuevo Patrick Henry. Otra mujer, ésta desde Saint Paul, me enviaba dos dólares para que continuase mi buena obra. Se excusaba porque esas dos dólares eran todo el dinero que tenía. Otro individuo de Bartlesville, en Oklahoma, me preguntaba por qué no huía de la Judía York y me iba a vivir al país de Dios: Oklahoma. 

No tenía la menor idea de cómo Jones había dado conmigo.

Kraft también se hacía el sorprendido. Claro que en realidad no estaba sorprendido en lo más mínimo. El era quien había escrito a Jones fingiéndose un anónimo compañero patriota, y le había anunciado la buena nueva de que yo seguía vivo. También había pedido a Jones que enviase un ejemplar gratuito de su excelente periódico al señor Bernard B. O'Hare, presidente de la Base «Francis X. Donovan» de la Legión Norteamericana.

Kraft ya había trazado sus planes respecto a mí persona.

Y al mismo tiempo pintaba mí retrato; un retrato que sin duda revelaba mayor compenetración con mi persona, más afecto intuitivo que el que se haya exhibido nunca en el intento de engañar a un bobo. Posaba para aquel retrato cuando llegó Jones. Kraft había derramado un litro de trementina por el piso. Abrí la puerta con la intención de que se disipara el olor.

Salí al rellano de la escalera, frente a la puerta de entrada, y miré por el hueco de la escalera: aquel caracol de roble y cemento que formaba la escalera. Todo lo que pude distinguir fueron las manos de cuatro personas: manos que subían deslizándose por el pasamanos.

Era un grupo compuesto por Jones y tres de sus amigos.

Juntamente con las manos subía también un curioso sonsonete. Las manos avanzaban un metro sobre el pasamanos, se detenían y entonces empezaba el canturreo.

El canturreo consistía en una agitada cuenta hasta veinte. Dos de los miembros del grupo de Jones, su guardaespaldas y su secretario, tenían el corazón muy delicado. Á fin de evitar que reventaran sus pobres corazones desvencijados, todos se paraban cada tanto y acompasaban el descanso contando hasta veinte.

El guardaespaldas de Jones era August Krapptauer, ex Vice-Bundesführer del Bund germano-estadounidense. Krapptauer tenía sesenta y tres años; once de ellos vividos en la cárcel de Atlanta. Y estaba a punto de morirse de un momento a otro. Pero todavía lucía un deslumbrante aspecto juvenil, como si acudiera regularmente a un cosmetólogo de cadáveres. Su logro más grande en la vida había consistido en concertar una reunión conjunta del Bund y del Ku Klux Klan en 1940, en Nueva Jersey. En aquella memorable reunión, Krapptauer declaró que el Papa era judío y que los judíos tenían una hipoteca sobre el Vaticano por valor de quince millones de dólares. El cambio de Papas y los once años en la lavandería de la prisión de Atlanta no le habían hecho cambiar de opinión. 

El secretario de Jones era un ex sacerdote: un tal Patrick Keeley. El «padre Keeley», como todavía le llamaba su jefe, tenía setenta y tres años. Era un borracho empedernido. Antes de la Segunda Guerra Mundial había sido capellán de un club de tiro en Detroit. El club, como luego se supo, había sido reorganizado por agentes de la Alemania nazi. El sueño del club, al parecer, era matar judíos. Un periodista tomó una de las oraciones del padre Keeley en cierta reunión del club y al día siguiente la reprodujo totalmente en su diario. La oración se dirigía a un Dios tan rencoroso y fanático que atrajo la atónita atención del Papa Pío XI.

A Keeley lo privaron de ejercer el sacerdocio y el Papa envió una larga pastoral a la Jerarquía estadounidense en la cual, entre otras cosas, decía textualmente: «Ningún verdadero católico podrá participar en la persecución de sus compatriotas judíos. Un ataque contra los judíos es un ataque contra nuestra común humanidad.»

Keeley nunca estuvo en prisión, aunque sí lo estuvieron muchos de sus amigos más íntimos. Mientras esos amigos disfrutaban de calefacción, camas limpias y comidas a horarios regulares a expensas del Gobierno, Keeley se moría de frío, devorado por las pulgas y desfallecido de hambre, y se emborrachaba como una esponja en tugurios de los arrabales, a través de todo el país. Aún estaría en los barrios bajos o en una fosa común, si Jones y Krapptauer no lo hubiesen encontrado y rescatado.

La famosa plegaria de Keeley, digámoslo de paso, era una paráfrasis de cierto poema satírico que yo había compuesto y que recité inclusive por onda corta años atrás. Y ya que quiero poner los puntos sobre las íes en este asunto de mis contribuciones a la literatura, me veo obligado a reconocer que tanto la acusación del Vice-Bundesführer Krapptauer acerca del Papa judío como la hipoteca sobre el Vaticano también fueron invenciones mías. 

De modo que esta gente subía la escalera hasta mi casa, canturreando: «Uno, dos, tres, cuatro...»

Y, a pesar de su lento progreso, el cuarto miembro del grupo se quedaba atrás.

El cuarto miembro era una mujer. Todo lo que podía distinguir desde allí arriba era su pálida mano sin anillos ni adornos.

La mano de Jones iba al frente resplandeciente de anillos como la de un príncipe bizantino. Un somero inventario de las joyas en aquella mano habría contabilizado: dos anillos de esponsales; uno con un zafiro estrellado, regalo de las Madres Auxiliadoras de la Asociación Paul Revere de Militantes Blancos en 1940; otro consistente en una esvástica tallada sobre diamante contra un fondo de ónice, regalada en 1939 por el barón Manfred Freiherr von Killinger, cónsul general alemán en San Francisco, por aquella época; y, por fin, un águila estadounidense, tallada sobre jade y montada sobre plata, obra de artesanía japonesa, regalo de Robert Sterling Wilson. Wilson era el «Führer Negro de Harlem», un hombre de color que fuera a prisión en 1942 por haber sido espía de los japoneses. 

La mano enjoyada de Jones abandonó el pasamanos y éste bajó de unas zancadas los escalones que lo separaban de la mujer. Le dijo algo que no pude entender. E, inmediatamente, subió otra vez; un notable septuagenario de excelentes pulmones.

Se detuvo ante mí y me sonrió, mostrándome unos dientes blancos como la nieve insertos en Autenti-Gingiva. 

–¿Campbell? –preguntó jadeante.

–Sí.

–Me llamo Jones, doctor Jones. Le tengo reservada una sorpresa.

–Ya he visto su periódico.

–No... No se trata del periódico. Es una sorpresa mayor que ésa.

El padre Keeley y el Vice-Bundesführer Krapptauer aparecieron entonces. El aire les silbaba en el pecho y contaban hasta veinte en susurros entrecortados. 

–¿Una sorpresa mayor? –dije, preparado a ajustarle las cuentas tan salvajemente que nunca más pudiera pensar que yo era uno de su calaña.

–La mujer que traigo conmigo...

–¿Qué pasa con ella?

–Es su esposa –dijo–. Logré ponerme en contacto con ella y me pidió que no le avisara de antemano. Insistió en que el encuentro tenía que ser así: viniendo de improviso a su casa, sin que usted lo supiese...

–Porque quería ver por mí misma si todavía queda algún rinconcito para mí en tu vida –dijo Helga–. Si no hay lugar, simplemente te diré adiós otra vez, desapareceré y ya no volveré a molestarte.