40. Otra vez la libertad
Me arrestaron junto con todos los demás. Una hora después me encontré en libertad, gracias –supongo– a la intercesión de mi Hada Madrina Azul. El lugar donde me detuvieron tan brevemente fue una oficina sin nombre, situada en el Empire State.
Un agente me acompañó en el ascensor hasta la acera, devolviéndome a la corriente de la vida. Quizá llegué a dar cincuenta pasos por la acera, cuando me detuve.
Me quedé helado.
No fue el sentido de culpabilidad lo que me heló. Me había enseñado a mí mismo a no sentirme culpable jamás.
Tampoco fue un horrible sentido de pérdida lo que me heló. Me había enseñado a mí mismo a no desear nada.
Tampoco me heló el miedo a la muerte. Me había enseñado a mí mismo a pensar en ella como en un amigo.
Tampoco la rabia desconsoladora contra la injusticia. Me había enseñado a mí mismo que un ser humano encontrará con más facilidad tiaras de diamantes en las cloacas que recompensas y castigos justos.
Tampoco el pensamiento de que nadie me amaba.
Me había enseñado a mí mismo a arreglármelas sin amor.
Tampoco el pensar que Dios era cruel. Me había enseñado a mí mismo a no esperar jamás nada de El.
Lo que me dejó helado fue el hecho de que no tenía ningún motivo para moverme en una u otra dirección. Lo que me había impulsado a actuar durante tantos años muertos y vacíos había sido la curiosidad.
Y ahora, inclusive eso se había extinguido.
No sé decir cuánto tiempo estuve allí, helado. Si iba a moverme otra vez, alguien tendría que ofrecerme una buena razón para hacerlo.
Y alguien lo hizo.
Un policía me observó durante un rato. Luego se me acercó y me dijo:
–¿Está bien?
–Sí.
–Ha estado ahí quieto mucho tiempo.
–Lo sé.
–¿Espera a alguien?
–No.
–Entonces es mejor que siga su camino, ¿no le parece? –dijo.
–Sí, señor –dije.
Y seguí mi camino.